Trasversales
Juan Manuel Vera

Castoriadis y la dialéctica entre lo nuevo y lo viejo

Revista Trasversales número 19, verano 2010

Textos del autor en Trasversales

Artículo publicado por primera vez en la revista RIFF RAFF, nº 42, 2ª época, invierno 2010



Estas notas están redactadas desde la convicción de que vivimos una época de continuada descomposición de las ideas recibidas sobre cómo es, cómo puede ser y cómo debe ser la sociedad. Sin embargo, las mutaciones que se están produciendo en la subjetividad colectiva no tienen aún las expresiones que permitan reconocer las nuevas miradas emergentes sobre el mundo.

Los modelos ideológicos fuertes del siglo veinte no han encontrado reposición y se ha hecho patente, más allá de su contextualización histórica, que tras el derrumbamiento del totalitarismo en el este de Europa ha aflorado un notorio vacío intelectual en la filosofía política de lo contemporáneo. El mundo bipolar de la guerra fría alimentaba la ilusión de la existencia de sistemas alternativos, aunque fuera una apariencia. Ello era así tanto en el este, sometido al dominio totalitario, y donde las ideas emancipatorias habían sido aplastadas; como en el oeste, donde la neutralización de las ideas igualitarias más radicales facilitó los procesos de integración de las mayorías sociales que aceptaron el compromiso fordista.

Por paradojas del destino, y de la transformación social, a partir del año 2008 se ha añadido otra singularidad, la derivada de la nueva crisis del capitalismo (la más virulenta desde el crack del 29) que evidencia el fracaso de las recetas de referencia de las oligarquías dominantes, en este caso el proyecto liberista de desregulación económica, social y financiera [frente al uso generalizado en los últimos años del término neoliberalismo debe señalarse como referencia conceptual mucho más adecuada la expresión liberismo, propuesta originalmente por Giovanni Sartori, que evita cualquier confusión interesada entre la doctrina capitalista desregulatoria y el liberalismo político]. Lejos de haberse superado para siempre las crisis cíclicas de valorización del capital, en el nuevo escenario mundializado han adquirido una nueva dimensión donde la posibilidad de la catástrofe financiera se inserta en la propia dinámica de la acumulación de capital. La traumática detención del proceso de expansión del capital está poniendo de manifiesto para millones de personas las inconsistencias del modelo económico y de vida colectiva.

La actual crisis no consiste única ni esencialmente en una crisis financiera [una excelente crítica de la teoría de la financiarización que explica el carácter sistémico de la actual crisis puede leerse en El capitalismo roto (Rolando Astarita, Madrid, La Linterna Sorda, 2009)]. Como señalaba el viejo Marx, cuando el capital y su expansión aparecen como principio y fin, como el móvil y la meta de la producción; la producción es únicamente producción para el capital. Durante estos años se había creído posible un crecimiento indefinido y acelerado de los precios de los activos inmobiliarios y financieros, basados en la expansión del crédito, al margen de la capacidad real de crear riqueza y valor.

Cuando ese ciclo ascendente se interrumpe abruptamente puede parecer que existe una lógica del capital distinta de una lógica humana, como si fuera una fuerza objetiva la que desencadena el desarrollo ilimitado de la producción de mercancías por medio de mercancías. Sin embargo, la expansión sin límites del capital es el resultado de decisiones humanas que pretenden ocultarse baja la apariencia de ser obra de meros agentes de leyes económicas inalterables.

Sin embargo, en esta ocasión histórica hay algo más. El propio término crisis se envuelve en las brumas de una polisemia que induce a la confusión. ¿Crisis económica, crisis del capitalismo, crisis de la civilización? El hecho de que la discusión sobre la sostenibilidad se sitúe en el primer plano, ante las evidencias de que las consecuencias ecológicas y sociales del cambio climático no son una posibilidad lejana en el tiempo sino un riesgo real para la próxima generación, introduce en el debate público algunas cuestiones esenciales sobre la perdurabilidad técnica, humana, ecológica y social del actual sistema-mundo. Y también, sobre la incapacidad para dar respuestas a esos retos humanos por parte de las élites mundiales, como ha puesto de manifiesto, en diciembre de 2009, el fracaso de la cumbre sobre el clima de Copenhague.

La sociedad de consumo de masas resultó una consecuencia del largo ciclo de bienestar social y económico que se puso en marcha en las décadas de crecimiento económico que tuvieron lugar después del final de la segunda guerra mundial. En ese contexto, la creencia en la posibilidad de un desarrollo ilimitado, infinito, del actual modelo capitalista de producción exponencial de mercancías cada vez más degradables y de un valor de uso más discutible, aunque chocara con la evidencia de los límites materiales del planeta, se ha convertido en el imaginario más profundo de nuestra época. Ante dicho imaginario, se debilitaban todas las evidencias de los efectos negativos del despilfarro de recursos, se eclipsaba la creciente desigualdad y la continúa creación de pobreza en tantos lugares del mundo y, finalmente, no se percibía la propia miseria vital que produce el consumismo como único horizonte humano.

El capitalismo, tras haber vaciado, del taller al laboratorio, la actividad productiva de toda significación propia, se ha esforzado en emplazar el sentido de la vida en el ocio y en reorientar a partir de ahí esa actividad productiva. Para la moral que prevalece, al ser la producción el infierno, el consumo -el disfrute de bienes- vendría a ser la verdadera vida”. Por otra parte, “el consumo capitalista impone una dinámica de reducción de los deseos mediante la satisfacción regular de necesidades artificiales, las cuales permanecen como necesidades sin haber sido jamás deseos [D. Blanchard, Crisis de palabras, Madrid, Acuarela & A. Machado, 2007, p. 107]. En esas condiciones los individuos no se convierten en ciudadanos plenos. El dominio de lo económico es una forma de autoengaño, dotando a los individuos de una identidad ficticia sobre la base de la metástasis del consumo de masas que pretende ocultar el vacío de todo valor sustantivo. Se trata de una ilusión, pero las ilusiones son poderosas fuerzas productivas del mantenimiento del sistema. Recordando a Freud, una ilusión no es sólo una creencia errónea, es una creencia errónea sostenida por un deseo, un error investido por la pasión de ocultar la realidad.

En un plano histórico la época actual se caracteriza por la pulverización del mito de masas del progreso, entendido como creencia en la mejora lineal de las condiciones de existencia material, y por la disolución de las tradicionales identidades tradicionales en el marco de una sociedad en la cual el proyecto vital de un trabajo para toda la vida ha desaparecido en apenas una generación.

¿Y la izquierda? Mientras las élites dominantes intentan recomponer de nuevo su discurso roto de la prosperidad universal derivada del libre juego de las fuerzas del mercado, la crisis ha producido un efecto espejo en el seno de una izquierda cada vez más vacía de ideas y más incapaz de servir de polo de referencia de la crítica social. Nunca como ahora resulta más imprescindible un pensamiento crítico articulado en los movimientos sociales y, nunca como ahora, es más notoria la creciente incapacidad de reconstruir desde la izquierda un discurso crítico creíble sobre el sistema.

No se trata únicamente de la ruina intelectual de la socialdemocracia tradicional, sometida al imperio de los discursos elitistas dominantes, ni de la incapacidad de los residuales marxismos de recuperar capacidad de análisis de la sociedad. También se trata de lo lejos que estamos de que la ciudadanía, inquieta y preocupada ante la crisis, perciba la posibilidad real de actuar y de conseguir una brecha en el sistema que abra nuevas posibilidades de gestión de lo social.

La desarticulación de los valores históricos dominantes hace más patente la desdichada evolución de la izquierda democrática occidental en su orientación hacia la aceptación del liberalismo económico, en lugar de profundizar en el liberalismo político.

Los silencios de la izquierda política e intelectual son clamorosos. En un mundo cada vez más totalizado se evitan la preguntas imprescindibles, las que se refieren al papel de la política en el futuro; es decir, al porvenir de la democracia o, en otras palabras, la cuestión de qué instituciones y con qué ciudadanos es posible una participación efectiva en las decisiones que nos afectan a todos y a la supervivencia social y ecológica del mundo.

Las herramientas del pensamiento de Castoriadis

Ante esa descomposición combinada de las ideas totalitarias (adheridas aún a parte de la vieja izquierda) y de las concepciones liberistas de las élites, podríamos pensar en un alarde de optimismo que habría llegado el momento, la posibilidad de extender una visión mundializada anticapitalista que permitiera impulsar las luchas por la igualdad y la libertad en un marco de desarrollo económico y social sostenible (no basado en el crecimiento indefinido de los recursos utilizados y el consumo). Sin embargo, no hay ninguna inteligencia de la razón histórica que asegure ese transcrecimiento de las luchas parciales contra la economización del mundo, por los derechos sociales y por las libertades individuales.

El elemento positivo de que las ortodoxias pseudo-socialistas o pseudo-liberales del siglo veinte sean meros cadáveres no es, en sí misma, una respuesta muy tranquilizante, pues la descomposición afecta también a las heterodoxias que se desarrollaron en los márgenes de dichas ortodoxias y que, perdiendo su carácter subversivo de antaño, pueden convertirse en anécdotas del pensamiento humano, cuando se trasladan a esta época sin que hayan surgido bases alternativas de desarrollo del pensamiento crítico.

La ausencia de una crítica social efectiva de lo existente me plantea la reflexión sobre la pertinencia de los conceptos clave del pensamiento de Castoriadis para contribuir a comprender el horizonte histórico de la crisis estructural del capital, e, igualmente, para valorar si sus instrumentos de proyección política pueden inspirar, al menos parcialmente, alternativas anticapitalistas.

Como es sabido, Castoriadis elaboró de los años cincuenta a los noventa del pasado siglo una condena radical del totalitarismo estalinista, reflexionó sobre las nuevas vías del desarrollo capitalista, criticó al marxismo como filosofía de la historia, desarrolló una teoría del imaginario social y de la función de la imaginación radical, investigó la raíces del proyecto de autonomía e indagó sobre el ascenso de la insignificancia en la sociedad contemporánea.

Una bibliografía amplia de Castoriadis está disponible en Agora Internacional (www.agorainternational.org). Asimismo existe amplia información y textos sobre Castoriadis en castellano en Magma (www.magma-net.com.ar) y en la Fundación Andreu Nin (www.fundanin.org/acastoriadis.htm). Entre los materiales introductorios en castellano sobre Castoriadis pueden indicarse los siguientes libros: Castoriadis 1922-1997 (Juan Manuel Vera, Madrid, Ediciones del Orto, 2001), Magma. Cornelius Castoriadis: psicoanálisis, filosofía, política (Yago Franco, Buenos Aires, Biblos, 2003), Cornelius Castoriadis y el imaginario radical (Nerio Tello, Madrid, Campo de ideas, 2003) y la introducción de Xavier Pedrol a los Escritos políticos de Castoriadis (Madrid, Libros de La Catarata, 2005). El número 54, 2002, de Archipiélago reúne un interesante conjunto de artículos sobre Castoriadis. También tienen interés los monográficos de Metapolítica nº 8, 1998, y de Anthropos nº 198, 2003. Un resumen sumario de la trayectoria intelectual de Castoriadis puede leerse en la “Advertencia” de Enrique Escobar y Pascal Vernay a Sujeto y verdad en el mundo histórico-social, Buenos Aires, FCE, 2004. Finalmente, el libro Fragmentos del caos –Filosofía, sujeto y sociedad en Cornelius Castoriadis, coordinado por Daniel H. Cabrera (Buenos Aires, Biblos, 2008) presenta un conjunto de textos críticos que abordan con rigor diferentes aspectos del pensamiento de Castoriadis.

La construcción política de Castoriadis se asienta en la convicción del fracaso del marxismo como pensamiento emancipatorio. Ya a mediados de los años sesenta establecía la imposibilidad de seguir siendo revolucionario y marxista [“Marxismo y teoría revolucionaria”, texto de 1964-1965 incluido en La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquets, 1983]. Y su concepción no reflejaba únicamente una crítica radical de los estados del socialismo real, sino también el cuestionamiento de las ideas centrales de las tradiciones heredadas de Marx para comprender la sociedad del siglo veinte o, más en general, como instrumento adecuado para interpretar adecuadamente la complejidad de cualquier sociedad.

En definitiva, lo que separa definitivamente a Castoriadis de Marx es la idea marxiana de determinación de la evolución de la sociedad que, con todos los matices que distintas lecturas del autor del El capital pueden aportar, es un argumento axial de su concepción y que, para Castoriadis, es imposible de integrar realmente con un papel protagonista de los sujetos sociales [Daniel Bensaid en “Políticas de Castoriadis” (www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=1876) presenta de una forma irreconocible la crítica de Castoriadis al marxismo, simplificando el pensamiento del autor de La institución imaginaria de la sociedad de forma que facilite su defensa cerrada del marxismo. Aparentar desconocer como hace Bensaid que en el marxismo ha existido una pretensión central de carácter determinista y una fe en el progreso económico es tanto como reducirle a una mera defensa de la interacción recíproca de los elementos de la vida social. El hecho de que hasta a los que hoy se siguen considerando marxistas les cueste reconocerse en esos elementos del marxismo sólo viene a reflejar la profundidad de la crisis explicativa en que ha incurrido las tesis troncales del materialismo histórico]. Para Castoriadisla ruina del marxismo no se limita a un cierto número de ideas concretas (ruina que, es evidente, deja subsistir muchos descubrimientos fundamentales y un modo de considerar la sociedad la historia y la sociedad que ya nadie puede ignorar). Es también, la ruina de un cierto tipo de relación entre estas ideas, y entre ellas o la realidad y la acción. En pocas palabras, es la ruina de la concepción de una teoría (e incluso de todo un sistema teórico-práctico) cerrada, que creyó poder encerrar la verdad, sólo la verdad y toda la verdad del período histórico en el que surgió, en un cierto esquemas que pretendían ser científicos” [“Reemprender la revolución” (C. Castoriadis, La experiencia del movimiento obrero II, Barcelona, Tusquets, 1979, p.237-238)]. Finalmente, como ha señalado Jordi Torrent, Castoriadis “subraya que el propio corpus de ideas marxiano se halla impregnado en irreductible medida por el mismo imaginario de dominación que mueve al capitalismo, lo cual hace incompatible su orientación con la del proyecto revolucionario de autonomía” [Jordi Torrent, “Los escritos políticos de Castoriadis” (www.trasversales.net/t03jtb.htm), Trasversales nº 3, 2006].

En resumen, la obra de Castoriadis refleja un pensamiento singular y multifacético, ajeno a cualquier escuela, un anticapitalismo encaminado a la defensa radical de la creación democrática.

La pregunta inmediata consiste en plantearnos si hay posibilidad de desarrollo de políticas, de líneas de acción práctica desde las ideas castoridianas o si, al contrario, como el resto de las ortodoxias y heterodoxias procedentes del pasado siglo, están abocadas a una repetición ritual de conceptos, en este caso los de autonomía, creación o imaginario, sin capacidad de incidencia en los movimientos efectivos que pueden emerger frente a la lógica heterónoma del capital. Por ello, en este artículo no se abordarán sistemáticamente los núcleos esenciales de su pensamiento, me limitaré a unas breves reflexiones sobre cómo algunos materiales de sus obras podrían incidir en varias cuestiones centrales del desconcierto contemporáneo.

El horizonte de la indeterminación

Sabemos que entre las rendijas del ethos de esta época, sus vientos del mundo, alienta poderosamente el nihilismo, la incapacidad de construir un proyecto positivo a partir de las luchas sociales, dejando por tanto, abierto el camino para las heteronomias más brutales.

Castoriadis situaba históricamente, en uno de sus seminarios, la etapa final del siglo veinte de la siguiente forma. “No asistimos actualmente a una fase de creación histórica, de fuerte institución. En el mejor de los casos, es una fase de repetición, en el peor -y mucho más probablemente- es un período de destrucción histórica, de destitución… Entendemos por destitución el movimiento del imaginario social que se retira de las instituciones y de las significaciones imaginarias sociales existentes, al menos en parte, y las desinviste, las destituye, quitándoles lo esencial de su validez histórica o de su legitimidad, sin por ello proceder a la creación de otras instituciones que tomarían su lugar o de otras significaciones imaginarias sociales” [C. Castoriadis, Sujeto y verdad en el mundo histórico-social, Buenos Aires, FCE, 2004, p.16].

¿Proporciona la obra de Castoriadis instrumentos útiles para abordar esta época tan compleja? ¿Incluye instrumentos capaces de ayudarnos a comprender su especificidad, sus riesgos y sus oportunidades sin incurrir en una mera repetición de sus ideas básicas? [El problema de la repetición y de la supuesta homogeneidad, en la obra de Castoriadis es abordado por Daniel Blanchard en Crisis de palabras, op. cit. Una reflexión sobre las posibilidades y las limitaciones de la obra de Castoriadis para actuar en el presente puede leerse en “¿Por dónde pasa hoy la fidelidad al legado político de Castoriadis?” (Amador Fernández Savater, El Viejo Topo nº 222-223, 2006)].

Partamos de la premisa de que su aportación política debe entenderse como una propuesta democrática radical, que se opone a toda forma de dominación social, lo que le confiere una naturaleza anticapitalista. El proyecto castoridiano no se circunscribe a las instituciones políticas sino que abarca el conjunto de las esferas sociales, incluyendo el trabajo y toda forma de relaciones humanas. Para Castoriadis la dominación social es algo más que la explotación económica, del mismo modo que el desarrollo de los imaginarios sociales trasciende cualquier concepción de una superestructura más o menos determinada o condicionada (como ocurre en los marxismos más abiertos) por las relaciones de producción.

Castoriadis concibe la acción humana como creadora de determinaciones provisionales no condicionadas ni determinadas en lo esencial. Al no existir una flecha de la historia los seres humanos pueden asumir sus propias responsabilidades sin confiar en creencias teleológicas.

En un horizonte de indeterminación la posibilidad de acción humana se contrapone a cualquier teología del poder y a la mixtificación ideológica. Castoriadis expresó muy claramente este reto al afirmar que “en todos los dominios de la vida, y tanto en la parte desarrollada como en la parte no desarrollada del mundo, los seres humanos están actualmente en vías de liquidar las antiguas significaciones y tal vez de crear otras nuevas. Nuestro papel consiste en demoler las ilusiones ideológicas que les dificultan esta creación” [C. Castoriadis, El mito del desarrollo, Barcelona, Kairos, 1979, p.226]. En ese sentido, el aspecto deconstructivo del pensamiento de Castoriadis está todavía, en mi opinión, pendiente de completarse.

Entropía, capitalismo y autonomía

La lógica del capitalismo realmente existente es una lógica sin proyecto, incluso en los países privilegiados Una huida hacia delante de una sociedad que no está dispuesta a pensar a fondo sobre sí misma y hacia dónde va.

Puede pensarse en un horizonte duradero, al menos durante varias décadas, de “desorden creciente y autoreforzante” [Immanuel Wallerstein, “Agonías del liberalismo” (La izquierda a la intemperie, Madrid, Los Libros de la Catarata, 1997, p.24), www.trasversales.net/i31iw.htm] en el cual el sistema-mundo capitalista no es capaz de establecer auténticas válvulas de escape y crece la deslegitimación y la incapacidad de responder a las necesidades de una población descontenta pero aún incapaz de crear alternativas.

Para Castoriadis la historia no tiene un sentido, es precisamente el campo en el que se crean los sentidos. Llevando la cuestión de la construcción de sentido a la sociedad capitalista nos encontramos ante una sociedad histórica cada vez más incapaz de construir un sentido perdurable de vida, lo cual podría llevar a considerarla enferma. Ello es una consecuencia de que “el contenido antropológico del individuo contemporáneo no es, como siempre, sino la expresión o la realización concreta, en carne y hueso, del imaginario social central de la época, imaginario que modela el régimen, su orientación, los valores, aquello por lo que vale la pena vivir o morir, el vigor de la sociedad, incluso sus afectos –y los individuos llamados a hacer existir concretamente todo esto-. El núcleo del imaginario de la época, como se sabe, es cada vez más el núcleo del imaginario capitalista: la expansión ilimitada de la economía, de la producción y del consumo- y cada vez menos lo imaginario de la autonomía y de la democracia” [“¿Qué democracia?”, 1990 (C. Castoriadis, Figuras de lo pensable, Madrid, Cátedra, 1999)].

En ese sentido, la capacidad de crear simulacros de sentido por la sociedades capitalistas avanzadas sobre la base del consumo material de masas y la universalización del nuevo ocio, se enfrenta a los límites materiales de la sostenibilidad y a las fronteras últimas de la incapacidad de los simulacros de sentido de afrontar la emergencia de identidades y sentidos fuertes, heterónomos, ya sean religiosos, nacionalistas, racistas, etc. Por eso curiosamente, el capitalismo tardío coexiste con la emergencia o reaparición potentes de creencias pre-liberales, representadas de forma singular por la reaparición en primera fila de la escena de los candidatos religiosos a ocupar los vacíos de significación de las sociedades actuales.

La aportación anticapitalista castoridiana puede entenderse como un intento de dar una nueva forma al proyecto emancipatorio de los ilustrados y de los movimientos obreros y de poner de manifiesto el absurdo del crecimiento económico ilimitado como único proyecto social. Así, el horizonte del proyecto de autonomía, opuesto a toda verdad revelada, incluida toda teología economicista, propondría centrar los esfuerzos en una doble necesidad, nuevos objetivos políticos y nuevas actitudes humanas. Para Castoriadis, el proyecto creativo de la democracia es constructivo y, al mismo tiempo, forma parte de la lucha contra los viejos y nuevos enemigos de la libertad y la igualdad, contra la racionalización capitalista y el riesgo latente de un conformismo generalizado.

De acuerdo. Pero: ¿quién está en disposición de escuchar y protagonizar esas pretensiones?, ¿sobre qué bases se construye el movimiento social de quienes no aceptan el silencio frente al furor destructivo del capital?, ¿dónde están las voces amigas que desarrollan las ideas emancipatorias en este tiempo? En suma, ¿es posible una política de la autonomía?, ¿estamos aún a tiempo de evitar que los dioses cambien una vez más de mascara y sus agentes nos introduzcan nuevamente en una nueva era de oscuridad, plenamente heterónoma?

Estas preguntas nos llevan a la interrogación castoridiana sobre el grado de decadencia de los valores de Occidente, e incluso sobre la posibilidad de una crisis antropológica que obstruya la propia capacidad de autoreproducción del sistema. La utilización del concepto de insignificancia advierte sobre el riesgo de un proceso de destitución en la actual democracia electoral, el contradictorio régimen de compromiso nacido del equilibrio entre las oligarquías liberales y las mayorías sociales, proceso que supondría la desintegración completa de los valores que aún la sustentan.

Para no compartir excesos puntuales de pesimismo histórico, ese diagnóstico debe ser contrapesado con las señales de creatividad social que en la última década ha mostrado el nuevo activismo social y por las posibilidades de los instrumentos de innovación comunicativa.

Según Castoriadis, para evitar el riesgo de entropía es indispensable el desarrollo de una nueva etapa de creación histórico-social que no puede proceder de las élites sino de la reaparición de una ciudadanía activa y responsable. Autonomía individual y social equivalen a proyecto humano. Un ateísmo absoluto, no sólo frente a las creencias religiosas, sino también respecto a cualquier sistema cerrado y que se pretenda plenamente determinado.

Sujetos y protagonistas

Los fines propuestos por Castoriadis son explícitos. El objeto de la política de la autonomía sería “crear las instituciones que interiorizadas por los individuos, faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad de participación efectiva en todo poder explicito existente en la sociedad” [C. Castoriadis, “Poder, política, autonomía”, 1988 (El mundo fragmentado, Montevideo, Norman-Altamira, p.90)].

Analicemos ahora la posibilidad de concebir un sujeto, esbozando lo que significa sujeto dentro de una política de la autonomía y aproximándonos a otras concepciones dentro del espacio teórico democrático-radical.

Ya en 1956 señalaba Castoriadis lo siguiente: "En el Este como en el Oeste, los regímenes deben enfrentarse con el problema que domina nuestra época: ya no hay clase particular que tenga las dimensiones necesarias para dirigir la sociedad. La vida del mundo moderno, compuesta de actividades entrelazadas y constantemente cambiantes de centenares de millones de productores conscientes, escapa al dominio de cualquier capa dirigente que se eleve por encima de la sociedad” [C. Castoriadis, “La revolución política contra la burocracia”, 1956 (La sociedad burocrática II, Barcelona, Tsquets, 1976, p.219)].

En la obra de madurez de Castoriadis no hay más sujeto que los ciudadanos y ciudadanas. No hay sujetos políticos preconstituidos, pero sí posibilidad de la emergencia de sujetos sociales capaces de nuevas creaciones históricas. Se trata de una concepción completamente diferenciada tanto de la teorización marxista del sujeto revolucionario como de las visiones posmodernas de la imposibilidad de un sujeto político.

Castoriadis tiene mucho en común con la corriente antifundacionalista, que niega la posibilidad de una fundamentación de los valores políticos, como ocurre con filósofos políticos por otra parte tan dispares como Jean-Luc Nancy, Claude Lefort, Alain Badiou, Ernesto Laclau o Chantal Mouffe. Debemos tener en cuenta que para el autor de Les carrefours du laberynthe las ideas de igualdad social y de libertad política son significaciones sociales imaginarias que no pueden ser objeto de un fundamento último [Véase por ejemplo “Naturaleza y valor de la igualdad”, 1981 (C. Castoriadis, Los dominios del hombre, Barcelona, Gedisa, p.140)].

La aceptación de la contingencia y de la historicidad tiene un efecto liberador frente a los mitos originarios pues plantea la posibilidad de la autoinstitución explícita, de forma que los seres humanos se contemplen a sí mismos como los autores exclusivos de su mundo, lo cual constituye la premisa indispensable de una acción emancipadora.


Es cierto que, en la lectura de un pensador como Castoriadis, que ha analizado las revoluciones como momentos privilegiados de la historia en los cuales la creación histórica se muestra en su plenitud, podría inducirnos a pensar que nos situamos en un paradigma muy próximo al del marxismo revolucionario o el anarquismo clásico, en los cuales el momento revolucionario adquiere un preeminencia absoluta. Sin embargo, concebir el proyecto de autonomía en el ámbito de los “revolucionarios sin revolución” [referencia al libro de ese título de André Thirion (Madrid, Cuadernos para el diálogo, 1975)] que ha caracterizado la vida de tantas sectas revolucionarias, sería radicalmente injusto con aspectos esenciales de los conceptos de Castoriadis. Precisamente la sustitución de la revolución como argumento hipostasiado por la comprensión de los complejos e impredecibles caminos de la creación histórica es, también, una de las principales aportaciones del autor de La institución imaginaria de la sociedad.

Entremos a partir de aquí a plantear de forma sumaria tres cuestiones interpretativas sobre la política de la autonomía.


Primera cuestión. Autonomía, pluralismo y hegemonía


Para entender la modernidad política es preciso distinguir, como hizo Stuart Mill, la tradición liberal y la tradición democrática. Compatibilizar liberalismo y democracia exige defender el pluralismo. Este es, más allá de la tolerancia, la aceptación de una mutación simbólica producida por la revolución democrática que ha supuesto el final de un tipo jerárquico de sociedad organizada en torno a una sola concepción sustancial del bien común.

En las actuales democracias electorales occidentales el pluralismo deriva del respeto a los distintos intereses particulares, los cuales tienden a establecer distintas interpretaciones de los que es el bien común, y permite articularlas políticamente.

En toda sociedad imaginable van a existir distintas interpretaciones de lo que significa el bien común, lo cual impide aceptar cualquier concepción comunitarista cerrada, roussoniana, de una voluntad general. Aunque, evidentemente, ello no significa que sea deseable ni necesario que deba ser la diversidad de intereses particulares la base de la pluralidad política pues esta puede concebirse, también, a partir de las distintas formas de entender los intereses generales en una sociedad que pretenda evitar que la política llegue a ser el conflicto de particularidades.

En una sociedad cuyos principios sean la libertad y la igualdad, siempre habrá interpretaciones en pugna sobre los mismos, formas alternativas de institucionalización y de definición de las relaciones sociales a las que han de aplicarse.

Según Lefort, la democracia ha instituido el poder como un espacio vacío, donde nunca puede afirmarse una concepción definitiva y sustantiva del bien común, pues los principios de libertad y de igualdad siempre pueden ser reformulados y siempre es posible desafiar una hegemonía dada [Claude Lefort, La invención democrática, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990].

¿Una política de la autonomía puede entenderse como una política de hegemonía en el sentido de Laclau o Mouffe?

Para Laclau y Mouffe, una concepción prevaleciente del bien común en una sociedad sólo puede entenderse como el producto de una hegemonía social. Esa prevalencia de una concepción del interés general implica una teoría de la decisión en un ámbito indecidible. “Una vez que la indecidibilidad ha alcanzado el fundamento mismo, una vez que la organización de un cierto campo está gobernada por una decisión hegemónica -hegemónica porque no se halla objetivamente determinada, porque eran posibles diferentes decisiones- el ámbito de la filosofía llega a su fin y comienza el ámbito de la política” [Ernesto Laclau, Emancipación y diferencia. Citado por Olivier Marchand, El pensamiento político posfundacional, Buenos Aires, FCE, 2009].

Desde la perspectiva de la autonomía no hay sujetos colectivos predeterminados que originen un vector estable de decisiones humanas sobre el destino político. Lo que contemplaría es una compleja relación entre procesos institucionales y movimientos sociales que puede, en determinadas condiciones, en contextos de luchas por la ampliación de las libertades democráticas y la igualdad social, dar lugar a nuevas creaciones históricas donde sea posible un mayor autogobierno de la sociedad (incluyendo consustancialmente formas de autogestión de los espacios laborales y vecinales).

En mi opinión, las propuestas de democracia radical de autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, sustentadas en la construcción de nuevos sujetos y hegemonías contingentes, confluyen en los aspectos fundamentales con las consecuencias de pensar el proyecto de autonomía en términos de acción política, es decir, a partir del momento en que se consideran las concepciones de Castoriadis no sólo en términos de filosofía política sino también de política práctica [Hegemonía y estrategia socialista-Hacia una radicalización de la democracia (Madrid, Siglo XXI, 1987) y en todas las obras posteriores de Laclau y Mouffe. Tal y como destacan éstos en la obra mencionada “todo proyecto de democracia radicalizada supone una dimensión socialista, ya que es necesario poner fin a las relaciones capitalistas de producción que están en la base de numerosas relaciones de subordinación; pero el socialismo es uno de los componentes de un proyecto de democracia radicalizada y no a la inversa” (p.201)].


Segunda cuestión. El régimen democrático.

Otra cuestión interpretativa sobre la política de la autonomía nos lleva a algunas reflexiones en torno a como interpretar en términos propositivos la concepción castoridiana del régimen democrático [entre sus textos más significativos al respecto cabe citar “La democracia como procedimiento y como régimen”, 1994 (El ascenso de la insignificancia, Madrid, Cátedra, 1998), www.trasversales.net/i38corca.htm].

Partimos de la base de que “la democracia es la más frágil y arriesgada de las formas de convivencia, al no tener nada sagrado sobre lo que fundarse y a lo que obedecer, sino sólo la elección de la igual dignidad de las existencias irrepetibles” [Paolo Flores D´Arcais, El individuo libertario, Barcelona, Seix Barral, 2001, p.63]. Y como le gustaba señalar a Castoriadis, un régimen trágico, cuya continuidad nunca está asegurada.

La mayoría de los filósofos políticos, entre ellos Castoriadis, siempre han considerado la democracia directa como la forma auténtica, el ideal de democracia ya que ésta es el gobierno de los ciudadanos, no el de los representantes y los técnicos.

Sin embargo, al reflexionar sobre los procesos de democratización de los últimos siglos se ponen de manifiesto cuestiones de notable complejidad respecto de la naturaleza y posible evolución del régimen político democrático.

La construcción del estado liberal y las luchas contra el estado absolutista se hicieran en nombre de un principio representativo y no del ejercicio directo del poder por los ciudadanos. Así, con notoria diferencias entre ellos, los regímenes liberales reconocieron un amplio marco de derechos y libertades individuales (la libertad negativa) y pretendieron establecer un modelo de estricta separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, como garantía de que el ejercicio del poder político sería limitado. Los regímenes de algunos países occidentales en los siglos XVIII y XIX (Francia, Inglaterra, Estados Unidos) fueron, fundamentalmente, estados de carácter representativo, asentadas en un concepto de ciudadanía política fuertemente restrictiva del derecho de sufragio, que se vinculó a la capacidad económica de pagar impuestos y, por tanto, a la posición social medida por la propiedad y la renta, aunque también a otros criterios de clase, como las pruebas de alfabetismo [En el siglo XIX dominaban completamente formas censitarias de sufragio que hacían que fuera habitual que el derecho a voto estuviera reducido a menos de 10% de la población adulta, excluyendo además completamente a las mujeres. En Gran Bretaña, en 1831, solo el 4,4% de la población mayor de 20 años tenía derecho a voto, porcentaje que ascendió al 9% en 1864 y llegó en 1914 al 30%. Datos tomados del libro de Robert Dahl, La democracia (Una guía para los ciudadanos), Madrid, Taurus, 1999].

Solo las luchas de los trabajadores, de las mujeres y de las minorías oprimidas hicieron posible ampliar el ámbito de la ciudadanía política a través de combates por la extensión del sufragio universal, que sólo se generaliza realmente después del final de la segunda guerra mundial [Tengamos presentes algunos datos referidos los países occidentales más desarrollados. Entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX se estableció el derecho femenino al voto en Australia, Finlandia, Noruega, Nueva Zelanda y en algún estado americano. Sólo después de la primera guerra mundial comenzó a generalizarse el acceso de la mujer al derecho de sufragio, al aceptarse en Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña, etc. aunque en países como Bélgica, Japón, Italia, Francia y Suiza solo se consiguió después de la segunda guerra mundial. En los estados del sur de EEUU hasta finales de los años sesenta del siglo veinte no lo adquieren los ciudadanos afroamericanos, al aplicarse la decimoquinta enmienda que estaba vigente en los estados del norte desde mediados del siglo anterior].

Podemos establecer algunas conclusiones. En primer lugar, la época dorada de estado liberal representativo coincidió con una ciudadanía extremadamente restringida, era realmente la democracia posesiva de los burgueses y de las limitadas clases medias de esa etapa histórica. Fue la época en que se consolidó la separación de los poderes del estado y se reconocieron progresivamente muchos derechos individuales. A medida que se amplió el derecho de ciudadanía el régimen político fue evolucionando desde una auténtica democracia representativa hacia una democracia electoral.

En segundo lugar, los regímenes democrático-electorales del siglo veinte han establecido un concepto amplio de ciudadanía asentado en un derecho de sufragio prácticamente universalizado (excepto para los inmigrantes) y han desarrollado su naturaleza liberal (con mayores libertades individuales). Si su principal virtud es abarcar muchas más personas que cualquier forma anterior de democracia, su principal limitación es la restringida función que corresponde a los ciudadanos.

En las democracias electorales el poder del pueblo significa esencialmente la posibilidad periódica de cambiar el gobierno. La delegación efectiva no se hace a representantes concretos sino a partidos políticos, ya que aunque formalmente se eligen representantes, éstos son un mero medio para desinar a quienes gobiernan. Más que un régimen parlamentario, lo que existe es un régimen electoral de selección del ejecutivo, con un papel fundamental de los aparatos de los partidos. El fortalecimiento del ejecutivo, propio de toda democracia electoral, hace que la separación de poderes se diluya, pues el legislativo, una vez efectuada la elección del jefe del gobierno se convierte, en la práctica, en un órgano técnico de las decisiones que se adoptan fuera de las cámaras (por el gobierno y por las direcciones de los partidos políticos gobernantes). Por todo ello el grado de control externo del gobierno es mucho menor que en una democracia representativa tradicional.

En resumen, los rasgos menos agradables de las democracias electorales son la hegemonía de las élites políticas y económicas, la esclerotización burocrática de los partidos y sus efectos perniciosos sobre el control y la determinación de las agendas públicas. En esas condiciones, la participación ciudadana se limita al mero ejercicio periódico de un voto electoral. Y la democracia electoral manifiesta tendencia a convertirse en el dominio de una oligarquía liberal.

La crítica castoridiana de la democracia representativa (frecuentemente asimilada a la democracia electoral), y su defensa de mecanismos de democracia directa deben ser tenidas en cuenta en la reflexión sobre la democracia del nuevo siglo. Adquiere un especial valor si se piensa que la contradicción entre oligarquía o democracia puede ser uno de los conflictos dominantes en las próximas décadas tanto en las tradicionales instituciones nacionales, regionales y locales como en los organismos emergentes (supranacionales y mundiales).

Nuevamente esta argumentación nos lleva a plantearnos la proximidad o lejanía del proyecto de autonomía de Castoriadis respecto a la propuesta democrática-radical. Dicha propuesta pretende combinar aspectos de la actual democracia electoral, reintroducir contrapesos propios de la democracia representativa y asignar creciente protagonismo a nuevas formas de democracia directa. Se trataría de que el ejercicio del poder político pueda recaer cada vez más directamente en los ciudadanos salvo cuando haya buenas razones que fundamenten alternativas representativas o electorales.

Tercera cuestión. Autonomía, acción política y pragmatismo radical.

Una lectura libertaria tradicional de Castoriadis limita las posibilidades reales de su pensamiento al entender que las fuerzas creativas son únicamente extrainstitucionales. En realidad, el camino hacia la autonomía no es ni puede ser plenamente institucional ni completamente extrainstitucional.

Desde esa consideración, una política de la autonomía, aunque rechace reducir la actividad social a las actuaciones en marcos institucionalizadas, tampoco puede identificarse con la mera ilusión movimientista en lo emergente fuera de lo institucionalizado. Los grandes movimientos emancipatorios del pasado fueron siempre híbridos y no hay ningún motivo para pensar que no vaya a ser así en el futuro, especialmente en regímenes políticos como los propios de las democracias electorales que implican, per se, una participación política de la mayoría de la población, por limitada que esta sea y, en las cuales, un momento de los procesos de movilización social consiste en la presión sobre las instituciones.

Por tanto, un nuevo momento emancipatorio, como movimiento social de creación de nuevas institucionalidades, sólo excepcionalmente puede surgir de un impulso único y puro desde abajo, mientras que la regla general sería su aparición como eclosión de los instrumentos heteróclitos desarrollados en el conjunto de la sociedad y en sus distintos ámbitos de participación y de lucha.

¿Cómo surgiría la capacidad de cambiar el imaginario social desde las instituciones si sólo pudiera emerger allí? Pero también, ¿de dónde surgiría el cambio sin tener en cuenta que las instituciones existentes son lugares donde se manifiestan las tensiones del sistema y de la propia sociedad?

La política de la autonomía incorpora una crítica de los conceptos políticos tradicionales de estrategia y de programa y de la distinción entre fines y medios. No se puede luchar por la autonomía con métodos heterónomos. Se trata de una política que no consiste en la búsqueda de un lugar privilegiado desde el que teledirigir una revolución o una reforma política o social. Todo ello nos sitúa ante una política que no es reconducible ni al mercado de la democracia electoral ni los viejos esquemas leninistas de clases y de vanguardias. Incorpora la posibilidad (e inseguridad) de todo movimiento democrático real y vivo.

Al reconocer un contenido actual al proyecto de autonomía no hacemos otra cosa que dar sentido a las actividades y luchas concretas que surgen de la voluntad de ser ciudadanos libres y a la aspiración de los seres que viven en un momento histórico determinado a conquistar para ellos mismos el derecho a decidir su futuro. En cierto sentido, como señala Onfray, la política podrá volver a sus raíces profundas no a través de la creación teórica de grandes sistemas sino sobre todo de los pequeños dispositivos puestos en marcha como granos de arena en los engranajes [Michel Onfray, La fuerza de existir-Manifiesto hedonista- (Barcelona, Anagrama, 2008, p.224)].

Con los conceptos de autonomía y ciudadanía se plantea una problemática del cambio social alejada de cualquier creencia en estructuras dotadas de conciencia, incluso de las multitudes de Negri que parecen concebirse desde la fe en la inevitabilidad de la construcción de nuevos sujetos y en la sabiduría inmanente de las masas (como si toda creación o potencia fueran ontológicamente positiva).

En realidad, parte de la política de autonomía debe entenderse como una reacción a los riesgos entrópicos, incluyendo la defensa de los derechos alcanzados que pueden ser amenazados por proyectos heterónomos (desde el liberismo a cualquier neototalitarismo o a un nuevo fundamentalismo jerarquizante racial o religioso). Laclau y Mouffe lo han expresado de la siguiente manera: “Frente al proyecto de reconstrucción de una sociedad jerárquica, la alternativa de la izquierda debe consistir en ubicarse plenamente en el campo de la revolución democrática y expandir las cadenas de equivalencia entre las distintas luchas contra la opresión. Desde esta perspectiva es evidente que no se trata de romper con la ideología liberal-democrática sino al contrario, de profundizar el momento democrático de la misma, al punto de hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo” [Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista (Hacia una radicalización de la democracia), op.cit., p. 199].

La praxis política de la autonomía supone que haya posibilidades “de lucha por objetivos que sean realizables, que tengan sentido más o menos inmediato y a la vez puedan proyectarse y articularse con una perspectiva global y mediata” [C. Castoriadis, “La crisis actual”, Zona Erógena nº 29, 1996]. Nos obligamos a centrarnos en lo importante, en el presente, olvidando definitivamente cualquier arbitrismo utópico.

En esta perspectiva, una política de la autonomía podría entenderse como compatible con formulaciones propias de un pragmatismo radical, estableciendo y privilegiando los enganches entre las luchas del presente y el tipo de sociedad futura que se desea; lo cual, en cada momento, significa reconocer los movimientos sociales que impulsan la lucha por nuevos derechos y nuevas libertades (y la defensa de los existentes) e incorporan la pretensión de la participación más amplia posible de los ciudadanos y ciudadanas. Fuera de esa posibilidad, de ese reconocimiento de las luchas reales por la autonomía, no habría política de la autonomía sino sólo, y exclusivamente, una filosofía.

Conclusión provisional

La aportación política de Castoriadis reconoce la indeterminación esencial de la creación histórica en cuanto depende de las acciones humanas. Así, lo único seguro es la posibilidad, nunca los resultados.

Del mismo modo, las experiencias son más importantes que las construcciones ideológicas de los expertos y de los profesionales del conocimiento.

Toda la obra de Castoriadis trata de la dialéctica entre lo nuevo y lo viejo. La conclusión es provisional pero concluyente: sólo un amplio movimiento de creación social puede plantear nuevas preguntas y dar a las viejas preguntas nuevas respuestas.


Madrid, 20 de diciembre de 2009


Trasversales