Trasversales
Nicos Iliopoulos

Nuevos caminos para el pensamiento político democrático

Revista Trasversales número 18 primavera 2010


Nicos Iliopoulos vive en París desde 1986. Obtuvo el diploma de la Escuela de los Altos Estudios en Ciencias sociales, con una tesis bajo la dirección de Cornelius Castoriadis. Este trabajo, datado en París, julio de 2002,  está dedicado a Cornelius Castoriadis y a su obra.


Te saludo, pensamiento portador de viento

Si la realidad social-histórica nos conduce obligatoriamente a leer la obra de Cornelius Castoriadis (CC), también nos impone analizarlo con nuestros propios medios para orientarnos políticamente. La idea central de esta breve contribución está inspirada, entre otras cosas, por una característica fundamental del trayecto intelectual del autor de La Institución imaginaria de la sociedad: el movimiento incesante de su pensamiento portador del viento, que sigue al movimiento efectivo de la sociedad y de los asuntos humanos, al que observaba con la pasión inextinguible del asombro.
Todo ismo es imposible cuando se trata  del pensamiento en perpetuo movimiento. La historia es prodigiosa creación humana, magnífica o monstruosa. El propio proyecto de autonomía constituye un producto de esta creación, no la invención de un analista capaz, aunque éste lo ve, lo elucida y lo adopta. La adopción del proyecto en el ámbito de la meditación personal significa el rechazo a priori de toda autoridad cuando se trata de elucidar la realidad social-histórica actual y de reflexionar sobre nuestros deberes y sobre nuestras propuestas para la actividad colectiva.

La obra de CC nos inscribe en una corriente de pensamiento que tiene una larga historia. Nos inscribe en la corriente democrática del pensamiento político, en la que no puede haber discípulos. Hay individuos autónomos que escogieron su libertad de pensamiento y de acción.
Es cierto, sin embargo, que algunas de las ideas principales de CC en cuanto a la situación actual de las sociedades occidentales constituyen fuentes inagotables de inspiración y son sólidos trampolines para un nuevo examen crítico. Ante todo, se mantiene inquebrantable la base de estas ideas: la transformación de la concepción del mundo heredada y del orden de cosas existente. Es la base sobre la que se han creado la filosofía, la política y la democracia. Es la idea que inspiró no sólo a pensadores extraordinarios, sino también efectivas acciones colectivas en el pasado lejano o cercano. Y si el autor de Fait et à faire escribió que “no filosofábamos para salvar la revolución, sino para salvar nuestro pensamiento y nuestra coherencia” [“Fait et à faire”, Cornelius Castoriadis, Fait et à faire, París, Seuil, 1997, p. 9], tampoco podría negar que su propio pensamiento tuvo como primera preocupación, de forma sostenida y coherente, la transformación de la sociedad instituida.

Podemos así dirigirnos hacia una idea sintética que concierne tanto a una caracterización global de la obra del autor de La creación humana como a la posición que debemos adoptar ante una obra verdaderamente grandiosa. Él nos indica explícitamente esa posición: “No honramos a un pensador alabándole o, incluso, interpretando su trabajo, sino discutiéndolo, manteniéndole así con vida y demostrando con actos que desafía el paso del tiempo y sigue siendo pertinente” [Cornelius Castoriadis, “Les destinées du totalitarisme”, Domaines de l’homme, París, Seuil, 1986, p. 201]. Estaba hablando de la obra de Hannah Arendt, a la que celebra por la audacia de su búsqueda de una base nueva para el pensamiento político, a través del análisis del totalitarismo y de la desestimación de las teorías políticas liberal y marxista. Existen muchas razones para creer que los pensadores políticos más importantes del siglo XX son precisamente Hannah Arendt y Cornelius Castoriadis, en lo que no profundizo más pues requeriría otro análisis. Pero añadiré que ya me he referido antes a una de las razones fundamentales que sustentan esta idea: en los proyectos de la autora de La condición humana se reconoce, sin duda, al pensador de la creación humana.

A continuación formularé algunas ideas para abordar la caracterización global de su obra, a la que CC denomina, con frecuencia, trabajo.
Puesto que no acepta quedar encerrado tras las estériles fronteras de ese saber especializado que nada quiere saber sobre otros terrenos del conocimiento ni, a menudo, sobre la propia sociedad. Puesto que no acata las definiciones tradicionales de la filosofía, a las que CC, como otro Aristóteles sumamente atento a la definición de sus nociones fundamentales, opone su propia definición: “La filosofía se hace cargo de la totalidad de lo pensable ya que debe reflexionar sobre todas nuestras actividades” [“Fait et à faire”, op. cit., p. 11]. Dado que consiguió formarse por sí mismo en todos los ámbitos fundamentales del saber, así como  pensar y escribir sobre ellos. Dado, ante todo,  que no sólo proclamó y ejercitó  la ruptura de fronteras trazadas entre ámbitos cerrados del saber, sino que también  rechazó al papel de filósofo fuera o por encima de la sociedad, adoptando así el papel de ciudadano democrático... podemos decir que Cornelius Castoriadis es un pensador global.
Preferencias personales me llevan a considerarle como un pensador político, término que tiene la ventaja de englobar también al ciudadano democrático. Partiendo del conocimiento que puede alcanzarse sobre su obra polivalente, es posible considerarle como un pensador político, en el sentido aristotélico de la política en tanto que faceta más arquitectónica  del pensamiento y de la acción.

Milagrosamente, este pensador político es un pensador democrático. Es él quien ha demostrado, en uno de sus textos más característicos [Cornelius Castoriadis, “Les intellectuels et l’histoire”, Le monde morcelé, París, Seuil, 1990, pp. 103-111], que la mayoría de los filósofos se han situado al margen de la sociedad humana o la han mirado desde arriba, racionalizando y justificando la realidad, y, por tanto, sirviendo a los poderes establecidos. A él debemos los análisis más perspicaces sobre el régimen de la URSS, como régimen de clases y totalitario, cuando los intelectuales de izquierda en Francia y en tantos otros lugares glorificaban a Stalin y a sus desconocidos y sabios designios. Es él quien, a partir de las más positivas tradiciones del movimiento obrero y de los análisis de Marx -antes de descubrir que había eliminado los gérmenes revolucionarios de su pensamiento con la adopción del imaginario capitalista del desarrollo de las fuerzas productivas-, realizó los análisis más avanzados del capitalismo de los países de Europa occidental, e, indiscutiblemente, se encuentra entre los primeros en constatar la tendencia profunda hacia la apatía política de su población. Es él quien escribió, ya desde finales de los años cincuenta, que había llegado el momento de “escoger entre seguir siendo  marxistas o  seguir siendo revolucionarios” [Cornelius Castoriadis, L’institution imaginaire de la société,  París, Seuil, 1975, p. 20]. Y siguió siendo un pensador democrático incluso cuando “la democracia triunfó” y cuando, tras el deseable hundimiento de los regímenes totalitarios de Europa oriental (que había sido precedido por la “pulverización del marxismo-leninismo”), los regímenes occidentales fueron presentados, a falta de adversario, como la solución del problema de la sociedad ideal. Por ello no vaciló en gritar encolerizado “¿Qué democracia?”, ante la aplastante mayoría de intelectuales que, de manera precipitada e irreflexiva, veían en la derrota del totalitarismo el triunfo de la democracia [“Quelle démocratie?”, Cornelius Castoriadis, Figures du pensable,  París, Seuil, 1999, pp. 145-180].

En efecto, ¿qué democracia? Todas las tentativas para engalanar la democracia con adjetivos decorativos han fracasado. Cornelius Castoriadis, firmemente apoyado sobre el proyecto de autogobierno de la colectividad humana, afirmó explícitamente que sólo hay una democracia, la democracia directa (el adjetivo “directa” se impone reiteradamente en oposición a “democracia representativa”). Hace referencia a la etimología de la palabra, el kratos del demos, el poder del pueblo, para preguntar retóricamente: “¿dónde vemos hoy el poder del pueblo?” [Ibid., p. 145. Cf. Cornelius Castoriadis, “La culture dans une société démocratique”, La montée de l’insignifiance, París, Seuil, 1996, p. 196]. El argumento subjetivo que emplea, junto a otros presentes en el mismo texto y en el resto de su obra, es por sí mismo más que suficiente para ridiculizar la “democracia representativa”: “la idea de que alguien pueda representarme me parece  insoportablemente insultante, si no fuera tan cómica” [“Fait et à faire”, op. cit., p. 66]. Y también es un argumento ineludible, pues es generalizable.

No obstante, la radicalidad y la rareza del carácter democrático del pensamiento político de CC no se agotan en eso. Exceptuando a Hannah Arendt, no conozco otro eminente pensador político del siglo XX que fuese partidario de la democracia directa, que rechazase, por consiguiente, los actuales sistemas políticos de Occidente demostrando que son oligarquías liberales, que afirmase que, aunque no podamos concebir una sociedad humana sin lo que él llama un poder explícito, sí puede concebirse una sociedad sin Estado, en tanto que aparato burocrático separado del conjunto de la sociedad. El proyecto de una transformación democrática y radical de las sociedades contemporáneas europeas inspiró hasta el fin de su vida al gran pensador político.
Pero si, en efecto, intentó reflexionar sobre todo lo pensable y, por tanto, sobre todo lo susceptible de ser objeto de la interrogación crítica, de la acción individual o colectiva tendentes a la transformación del pensamiento, de la acción y de la realidad, Cornelius Castoriadis también nos legó lagunas e incoherencias junto a su reflexión política.

Entre los temas que abordó con particular perseverancia, me referiré brevemente a los siguientes: a) las definiciones de la política, b) la apatía política, c) la situación general de las sociedades occidentales contemporáneas y el ascenso de la insignificancia.
Como se verá, todos estos temas están relacionados con el marco general en el que he querido inscribir este corto texto aporético, homenaje y reconocimiento de una deuda imprescriptible hacia este pensador incomparable. Esto es, el marco de los análisis de la realidad social-histórica actual y del examen de su coherencia con los proyectos de su reflexión y sobre todo con los proyectos políticos que emanan de estos análisis.

Intentaré demostrar que una “inexplicable” incoherencia caracteriza sus análisis sobre estos temas. Anticiparé al lector que esta incoherencia está relacionada con el olvido, o quizá rechazo, de la integración de una crítica más explícita en su problemática referida a instituciones cruciales y a valores de las sociedades occidentales actuales, cuya descomposición constató de forma pertinente; y, sobre todo, está relacionada con el hecho de que no intentó orientar sus interrogaciones hacia la invención de nuevos valores frente a los valores caducos, invención hoy indispensable. Esta ausencia, expresión de una incoherencia en la medida en que el vacío que constató con tanta intensidad no ha sido ocupado por nada, plantea automáticamente una pregunta: ¿un pensador político puede y debe emprender semejante operación de invención? ¿el ciudadano democrático debe proponer a la asamblea de los ciudadanos temas como el lenguaje, la familia, la educación, el trabajo, la amistad, el amor? Añado inmediatamente que, a mi entender, esta cuestión plantea en la actualidad el problema político por excelencia.

A) Las definiciones de la política

Cornelius Castoriadis llevó más lejos que cualquier otro pensador político la tentativa de elucidación y definición de la política, tratando de darle un sentido amplio e inspirándose en su primera creación en la Grecia antigua. Antes de llegar al punto final de este intento, tomemos en cuenta que partió de una definición clásicamente marxista para culminar en una síntesis final presentada en su texto político más completo [Cornelius Castoriadis, “Pouvoir, politique, autonomie”, Le monde morcelé, París, Seuil, 1990, pp. 113-139].

La primera definición es la siguiente: “La Política es la actividad coherente y organizada que pretende apoderarse del poder estatal para aplicar un programa determinado “ [Cornelius Castoriadis, “Le parti révolutionnaire” (1949), L’expérience du mouvement ouvrier, 1, Comment lutter, París, Union Générale d’Editions, collection 10/18, p. 123].

En cuanto a la síntesis final, el autor establece primero la distinción entre lo político y la política, la dimensión de lo político y de la política, fundando esta distinción sobre la de “poder explícito” e “infrapoder”. El poder explícito es la dimensión de la institución de la sociedad que se refiere a la existencia de instancias que pueden emitir mandatos conminatorios con capacidad sancionadora. Existe en toda sociedad. Pero “antes de todo poder explícito y, aún más, antes de toda ‘dominación’, la institución de la sociedad ejerce un infrapoder radical sobre todos los individuos que ella misma produce. Este infrapoder, manifestación y dimensión del poder instituyente del imaginario radical, no es localizable; no se trata del poder de un individuo o institución determinados. Es ‘ejercido’ por la sociedad instituida, pero tras ella está la sociedad instituyente” [Cornelius Castoriadis, “Pouvoir, politique, autonomie”, op. cit., p. 118]. Conviene, prosigue el autor, disipar tres confusiones: la primera es la identificación de poder explícito y Estado (“El poder explícito no es el Estado, término y noción que debemos reservar para un eidos específico, a cuya creación histórica casi podemos poner fecha y lugar” [ibid., p. 124]); la segunda es la confusión de lo político, que concierne a la dimensión de la institución de la sociedad relacionada con el poder explícito, con la institución global de la sociedad; la tercera es la suposición de que los griegos inventaron lo político (“Los griegos no inventaron ‘lo’ político, en el sentido de la dimensión de poder explícito presente en toda sociedad; inventaron, o mejor dicho crearon, la política, que es otra cosa ... La política, tal como fue creada por los griegos, ha sido la puesta en cuestión explícita de la institución establecida de la sociedad” [ibid., p. 126]).

Tras este análisis, CC propone la definición siguiente: “tanto la política griega como la política kata tu orthon logon [lo que podemos traducir como ‘según la recta razón’] pueden ser definidas como la actividad colectiva explícita llevada a cabo con ánimo de lucidez (reflexionada y deliberada) y que se da como objeto la institución de la sociedad como tal “ [ibid., p. 127].

He evocado ambas definiciones porque me voy a arriesgar a decir que CC no llegó a liberarse totalmente de la óptica según la cual la política se limita a algunas cuestiones sociales, más o menos aquellas que están relacionadas con el poder explícito existente o aquellas que giran en torno al ámbito económico. Y esto, de manera totalmente paradójica, da lugar a una incoherencia precisamente con su última definición de la política, que es completamente correcta.
La señal más significativa de esta incoherencia se encuentra en el propio texto que discuto aquí, en el que dice que la creación de la política significa la potencial puesta en tela de juicio de toda la institución de la sociedad. Teóricamente, pues, toda la institución de la sociedad puede y debe ser objeto de la política. Pero en el mismo texto hace ver que ciertas instituciones sociales de la polis no fueron objeto ni de contestación ni de intervención política explícita. El mismo fenómeno se presenta durante la modernidad, con la diferencia de que en Occidente el espacio de cuestionamiento  de las instituciones se expande y la intervención política explícita afecta a instituciones sociales que no constituían antes objeto de la política. Esto nos lleva a preguntarnos si esta constatación histórica puede proyectarse hacia el futuro y transformarse en la que, a mi entender, adopta CC, según la cual existen instituciones sociales que nunca podrán convertirse en objeto de intervención política explícita.

Pienso que no hay ninguna razón para adoptar esta posición, dado que todas las instituciones existen por convención y no por naturaleza, y dado que la longevidad de ciertas instituciones sociales no las hace inmortales. Esta reducción de la política constituye una contradicción en CC, que llevó su reflexión hasta el punto de escribir una definición de la política que posiblemente sea más avanzada que la que acabo de mencionar, indicando que la política debe referirse no sólo a la transformación radical de las instituciones existentes, sino también a la transformación de la relación misma entre la sociedad y sus instituciones. En la actual coyuntura social-histórica, la política debe abarcar todas las instituciones y plantear sin temor la cuestión del sentido de la vida. Volveré sobre ello.

B) La apatía política

El texto fundador que levanta acta de la apatía política como tendencia profunda del comportamiento humano en todas las sociedades occidentales data de 1959 [Cornelius Castoriadis, Capitalisme moderne et révolution, 2, Le mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne, París, Union Générale d’Editions, collection 10/18, pp. 47-203]; tal atestado equivale a la constatación -aún no totalmente explícita- de la pérdida por la clase obrera de lo que se llamaba su papel revolucionario y a la previsión según la cual nuevas capas sociales podrían jugar en el futuro un papel en la contestación y derrocamiento de la sociedad capitalista. En la preocupación, que lo caracteriza siempre, por definir y nombrar los fenómenos sociales con claridad, llama privatización a esta tendencia profunda, esto es, al creciente repliegue de los individuos sobre su esfera privada. La privatización como tendencia profunda de la evolución social no constituye una constatación coyuntural, sino que es concebida como tendencia de alcance histórico, pero en ningún caso anuncia la muerte política de la sociedad: sigue existiendo la posibilidad de emergencia de nuevos sujetos colectivos que con sus movilizaciones podrían “desmentirla”.

En Francia, a la que consagré una larga investigación, esta constatación se reveló pertinente, en su doble significación y en su intrínseca antinomia. Desde el principio de los años sesenta y hasta hoy, la tendencia hacia la apatía política caracteriza la vida política del país, socava lenta pero ininterrumpidamente su sistema político, pone en tela de juicio el fundamento del régimen representativo (que es la representatividad de los gobernantes), refuerza de manera inquietante el carácter oligárquico de este régimen y expresa la crisis profunda de la política instituida y de la sociedad. A la inversa, como manifestación del carácter antinómico de la citada tendencia, en los escasos momentos en los que lograron desarrollarse movilizaciones colectivas importantes, sometiendo el sistema político a una dura prueba, con la rebelión de mayo de 1968 como principal ejemplo, las categorías sociales que jugaron el papel principal en estas movilizaciones y, sobre todo, las reivindicaciones avanzadas no estaban relacionadas principalmente con el movimiento obrero tradicional y sus reivindicaciones. Al mismo tiempo, por razones que tienen relación directa con la tendencia a la apatía política y a la privatización creciente, estas movilizaciones colectivas fueron minoritarias. Fueron vencidas al confrontarse al problema político fundamental, la creación de nuevas instituciones que pudieran realizar sus reivindicaciones.

La constatación  de la tendencia profunda hacia la apatía política es totalmente pertinente. Además, caracterizada precisamente como privatización, traduce una situación efectiva de la sociedad actual. Esto plantea dos preguntas.

La primera es secundaria, pero no por ello deja de ser pertinente: ¿por qué CC no analizó más sistemáticamente el sentido preciso de esta privatización? La segunda está directamente vinculada a lo que califiqué como incoherencia inexplicable en su reflexión política: ¿su temprana constatación de la privatización no debería haberle llevado de forma natural a poner en el centro de su problemática política las instituciones de la esfera privada?
Incluso aunque en el espíritu de sus análisis el repliegue sobre la esfera privada parece entenderse como comportamiento individualista, es difícil explicarse por qué no vió que este repliegue no podía interpretarse en términos de simple anacoretismo o de creación de pequeños islotes privados ajenos a la institución global de la sociedad.
En gran medida, la privatización comporta una posición crítica hacia la política instituida, ya que una parte importante de la población se distancia de los políticos, de los partidos burocráticos y de la corrupción de la vida pública, lo que no fue, a mi parecer, suficientemente  subrayado por este pensador crítico: además, esta privatización (que bien podría significar algo más que la retirada de la cosa pública, como por ejemplo el enriquecimiento de la esfera privada o la entrada en un callejón sin salida) debe cuestionar, más pronto o más tarde, a las instituciones de la esfera privada. Y el pensador incomparable ve muy claramente la privatización pero no quiere analizarla.

La crisis de las sociedades occidentales actuales, incluyendo la sociedad griega, puede ser interpretada en términos de crisis de las relaciones humanas y, por tanto, también de las instituciones de la esfera privada. Y una dimensión importante, la más importante quizá, de la crisis de la política instituida consiste precisamente en su impotencia para comprender esas instituciones en su problemática y en su práctica. La crisis contemporánea de la política instituida, que es otra forma de referirse a la apatía política, es crisis de su temática y, hasta cierto punto, crítica de su temática.

C) La situación general de las sociedades occidentales contemporáneas y el ascenso de la insignificancia


Cornelius Castoriadis trata esta temática en muchos textos. Sintetiza y ahonda sus posiciones en dos de sus textos más fundamentales: “La crisis de la sociedad moderna” (1965) [incluido en el libro que cité en la nota anterior, pp. 293-316] y “La crisis de las sociedades occidentales” (1982, Politique internationale, nº 15) [texto parcialmente reutilizado en  Cornelius Castoriadis, La montée de l’insignifiance, París, Seuil, 1996, pp. 11-26]. Al final del texto “Fait et à faire”  (1988-1989), bajo el título “Aujourd’hui”, encontraremos la formulación del problema político planteado por la situación actual de las sociedades occidentales.

En cuanto a las sociedades occidentales contemporáneas, el hilo que recorre toda la problemática es la constatación  de la erosión de los valores fundamentales necesarios para el ensamblaje de toda sociedad y que dan sentido a la vida de las personas. En el texto de 1965, señala que, como efecto de la erosión de valores tradicionales como la religión y la nación, “el único valor que sobrevive es el consumo” (p. 298). Más adelante, analiza la destrucción del sentido del trabajo profesional, la transformación de la política en manipulación alienada de los individuos a favor de intereses privados, la descomposición de relaciones familiares tradicionales que nada viene a reemplazar, la creciente crisis de la educación. Las conclusiones ponen en evidencia, en el plano personal, la crisis profunda del significado de la vida y de las motivaciones humanas. En cuanto a las actitudes sociales de los individuos, resalta la crisis profunda de la socialización, crisis que significa apolitización, impotencia para considerar la vida social como asunto propio, repliegue sobre la esfera privada.

En el texto de 1982 CC se propone presentar ciertos elementos del proceso de descomposición de las sociedades occidentales. En sus tres primeras secciones se repiten, aunque con colores más vivos, las reflexiones ya hechas sobre la crisis de los valores, mientras que la cuarta sección (“L’effondrement de l’autoreprésentation de la société”) representa el análisis más avanzado de estas sociedades. Según este análisis, con el que estoy de acuerdo, en la sociedad actual se ha hundido aquello que la haría sociedad, aquello que hizo que fueran sociedades aquellas que la precedieron. Hasta tal punto que los individuos no saben si quieren o no esta sociedad, ni si quieren una sociedad o si quieren otra sociedad y cuál sería ésta, lo que es radicalmente novedoso. Pasando del individuo a la sociedad: “La sociedad presente no se quiere como tal sociedad, se sufre a sí misma. Y si no se quiere es porque no puede mantener o forjar una representación a la que afirmar y dar valor, ni puede engendrar un proyecto de transformación social al que pueda adherirse y por el que quiera luchar” [ibid., p. 23].

Para la problemática que aquí me interesa, lo más importante no es la radicalidad de la constatación, aunque sea abrumadora. Lo más importante es su carácter sintético, que reside precisamente en el sentido profundo y singular que bajo la pluma de CC  tiene la palabra insignificancia, como ausencia de significado, falta de sentido. En una sola palabra se concentra el atestado levantado sobre la actual sociedad. Están hundiéndose las significaciones imaginarias que mantienen el ensamblaje de toda sociedad, que la abastecen de representaciones, que originan afectos y sentimientos, que la alimentan de voluntades y deseos con respecto al pasado, al presente y al futuro, las significaciones sobre cuya base se socializan los individuos y reciben sentido su psiqué y su propia vida. La característica principal de la situación social actual es la ausencia de un sentido de vida, de un sentido de la vida en común y con una perspectiva.

De manera no coherente con esta idea pertinente y sintética de la insignificancia aparece la idea unilateral según la cual un solo y único “valor” domina y orienta la vida de hoy. Esta idea ya existía, como vimos, en el primer texto. En el segundo se expresa con más amplitud: “Procedente de una familia débil, frecuentando -o no- una escuela vivida como carga, ese joven se encuentra frente a una sociedad en la cual todos los ‘valores” y todas las ‘normas’ van  siendo reemplazadas por el ‘nivel de vida’, el ‘bienestar’, el confort y el consumo. Ni religión, ni ideas ‘políticas’ ni solidaridad social con una comunidad local o laboral,  con ‘camaradas de clase’. Si no se margina (droga, delincuencia, inestabilidad ‘de carácter’), le queda la fácil vía de la privatización, a veces enriquecida por una o varias manías personales” [ibid., p. 19, este es el único añadido al texto original; por el placer de la lectura, continuemos la frase: “vivimos la sociedad de los lobbies y de los hobbies”].

Creo que es un error sostener que ciertos “valores”, que parecen reinar en la sociedad actual y que dependen del ámbito económico, podrían colmar el vacío o al menos cicatrizar la herida de esta ausencia de sentido, ya que la ausencia de sentido significa la erosión o desestimación de las respuestas tradicionales a las preguntas que no pueden ser suprimidas por el nivel de vida, el bienestar o el confort del conformismo actual, por mucho que absorban a los individuos. Y si más cabe regocijarse que lamentarse ante la desestimación de la respuestas tradicionales (por ejemplo religión, ideologías) y de las preguntas que las provocaban, no debemos considerar sin embargo que las preguntas ligadas al “camino fácil de la privatización” puedan ser reducidas a “manías personales”. Ni la diversión, ni el pan ni los espectáculos, y menos aún el “consumo” de los seres humanos, pueden dejar en el olvido la ausencia de sentido.

Añadiré, a modo de paréntesis, que una significación imaginaria social hasta ahora central, el trabajo, motivado por la necesidad de “ganarse el pan”, encarnado en instituciones que conciernen tanto a la esfera pública como a la privada, tiende a perder su significación capital para la vida de las personas, bajo la influencia de factores “negativos” y “positivos”. Hay que resaltar que el trabajo, en tanto que significación imaginaria social, no es omnihistórico ni universal, como nos recuerda la famosa frase de Aristóteles: “la vida es acción, no producción” (libro A, Capítulo 4, 1254a, 7). La “crisis” del trabajo, además de plantear un problema político inmenso, hace más agudos y destaca como dominantes los problemas sociales de las relaciones humanas y de la esfera privada.

Los problemas de la esfera privada se se convierten en problemas dominantes de la vida en la sociedad actual. Pero es más que evidente que estos problemas remiten a instituciones sociales concretas y que, por tanto, se convierten en  problemas políticos cruciales. Dado que estas instituciones encarnan significados imaginarios sociales seculares, estos problemas políticos son extremadamente difíciles. Pero esta dificultad no debe llevarnos a ocultarlos ni a considerarlos insolubles.

El problema político que plantean las instituciones sociales de la esfera privada, pero también las instituciones que bordean esta esfera, como el trabajo y la educación, nos remite al corazón de lo que estoy discutiendo: la actual realidad social-histórica, los deberes del pensamiento político democrático y los proyectos políticos frente a esta realidad. De nuevo se muestra, a propósito de este problema político, la incoherencia “paradójica” que caracteriza la reflexión política de CC, que, en el último apartado del texto “Fait et à faire”, definió el actual problema político por excelencia del modo siguiente: “Una sociedad autónoma sólo puede ser instaurada por la actividad autónoma de la colectividad. Tal actividad presupone que las personas  se involucren intensamente en cosas diferentes a la posibilidad de comprar un nuevo televisor en color. De manera más profunda, presupone que la pasión por la democracia y la libertad, por los asuntos comunes, ocupe el lugar hoy tomado por la distracción, el cinismo, el conformismo, la carrera consumista. En resumen: presupone, entre otras cosas, que lo ‘económico’ deje de ser el valor dominante o exclusivo. Éste es (...) el ‘precio a pagar’ para una transformación de la sociedad. Dicho aún con mayor claridad: el precio a pagar por la libertad es la destrucción de lo económico como valor central y, de hecho, único. ¿Es un precio demasiado elevado? Desde luego, para mí no, prefiero infinitamente más tener un nuevo amigo que un nuevo coche” [“Fait et à faire”, en el libro homónimo, p. 76].
Se concentran aquí todos los interrogantes que he colocado en el centro de mis preocupaciones a propósito del análisis de la actual realidad social-histórica hecho por por CC, pues en esa frase se expresa la incoherencia relacionada con las prioridades de su reflexión política y sobre todo respecto a las consecuencias políticas que emanan de este análisis.
¿La compra de un nuevo televisor en color constituye efectivamente lo único en que se involucra del ser humano contemporáneo y occidental? A fin de cuentas, lo que está en el centro de esa problemática no es el elemento económico, sino el espectáculo que contempla en ese televisor. Pero eso no es lo esencial. ¿Es posible que el inspirado autor del concepto de “privatización” no viese nada de lo que concierne a las pasiones de la vida privada: las pasiones familiares, las pasiones amorosas, las pasiones de las relaciones interpersonales? ¿No veía las pasiones del arribismo profesional, del ascenso social y del nuevo enriquecimiento, que, más que pasiones económicas, son pasiones de poder y de prestigio? Seguro que las veía. La referencia que hace a la distracción, al cinismo y al conformismo, sugiere claramente que el comportamiento actual de los seres humanos no puede ser descrito recurriendo solamente a la carrera consumista, ni puede reducirse de manera determinista a lo económico.

¿Es posible que él creyese  que valores como el eros y la amistad, instituciones como la familia y el trabajo, pasiones nobles como la pasión por la democracia y los asuntos públicos, hayan sido corrompidos y destruidos por el dinero y por lo económico, opinión hecha hoy “sentido común”, pero completamente errónea e incapaz de sacarnos de la actual situación de crisis global? No podemos creer eso del pensador que afirmó la transformación misma del pensamiento, que combatió todos los determinismos y que refutó de la manera más contundente el pensamiento heredado, según el cual el ser está determinado. Son innumerables los factores que provocaron la situación actual, cuya salida se encuentra únicamente en la creación de nuevos valores, dado que entre estos factores existen también factores positivos, como el rechazo consciente de ciertas instituciones tradicionales, principalmente de la esfera privada, y la aún informal creación de nuevas instituciones.

Por mi parte, expreso claramente mi  desacuerdo profundo con la frase: “el precio a pagar por la libertad es la destrucción de lo económico como valor central y, de hecho, único”. Lo económico constituye una de las motivaciones centrales del comportamiento actual, pero decir que es el “único valor” es reduccionista y determinista. El origen de esta confusión tan difundida hoy debe buscarse en la adopción, por el propio CC, de la posición según la cual lo económico ha pasado de ser medio a ser finalidad. Pero a la viejísima idea del reinado del dinero responde un mito también muy antiguo: el que transforma en oro todo lo que toca corre el riesgo de morir de hambre; la transformación de la riqueza en fin en sí equivale a la muerte y, por tanto, es imposible. Por su misma esencia, lo económico siempre será un medio para hacer algo. ¿Qué hacen los seres humanos actuales y qué hace la sociedad actual, teniendo como medio o motivación lo económico? Esa sigue siendo una pregunta central. He aquí una razón más para que discutamos sobre valores como la amistad, afirmada con audacia, aunque subjetivamente, por el pensador político en la continuación de la frase. Sin embargo, es exageradamente modesto, lo que políticamente es un error, considerar este valor como subjetivo. Si consideramos que la sociedad actual destruye las relaciones humanas, no sólo el medio ambiente, tenemos el deber de suscitar la discusión sobre una nueva ecología de estas relaciones.

¿Corremos el riesgo de ser acusados de totalitarismo si abordamos los asuntos de la esfera privada? Pero el pensamiento y la acción política democráticos jamás forzarán a los hombres a ser “felices”, a que se vuelvan amistosos, generosos, honrados, dignos, ateos, autónomos con relación a toda ley que nos sea dada a priori, autolimitados a obedecer a su propia ley y a las leyes creadas en común con la colectividad. El pensamiento y la acción política democrática disponen, sin embargo, del derecho indestructible a oponerse a los valores dominantes, a menudo impuestos por instituciones concretas, a proponer la discusión de nuevos valores y a contribuir de manera democrática a la supresión de todas las instituciones que quebrantan la independencia de la esfera privada.

El camino hacia la libertad sólo puede abrirse con la creación de nuevos valores en todos los ámbitos, no siendo suficiente la destrucción de la motivación económica. Frente a la ausencia de sentido de la vida personal y de los proyectos colectivos de acción política, sólo el inicio de un diálogo sobre nuevas propuestas de vida y nuevos proyectos de acción colectiva puede abrir la vía hacia la transformación radical de la sociedad actual. Actualmente, en la realidad social-histórica de Occidente, no sólo se plantea el problema de las significaciones imaginarias sociales centrales que constituyeron el componente heterónomo de la modernidad, a saber, el crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas, la expansión ilimitada del pseudodominio de la pseudorracionalidad, del progreso incontrolable de la tecnociencia, del dominio y la posesión de la naturaleza; también plantea el problema de las significaciones  imaginarias sociales de heteronomía, que ya mucho antes de la modernidad organizaron bien la vida social humana y que se encuentran en descomposición.

Tocamos así el núcleo de la idea que CC, hijo de su época en ese aspecto, no quiso, no pudo o no tuvo tiempo de explorar. Es la idea de que la política, en la coyuntura social-histórica actual, tomando en cuenta la “revolución traicionada” y los resultados monstruosos de los totalitarismos, y protegiendo como a la niña de sus ojos las libertades conquistadas con luchas en las actuales sociedades occidentales, tiene el deber de plantear el problema del sentido de la vida, sin dejar fuera de su campo ninguna de las instituciones que contribuyen al ensamblaje de la sociedad y que contribuyen a que ésta se quiera o no se quiera a sí misma.

El espectro del totalitarismo debe dejar de cernirse sobre el pensamiento y la acción política democráticas, que deben poner en su agenda aquellos temas que la realidad misma ya ha planteado. En efecto, junto a todos sus otros males, el totalitarismo, como régimen vergonzoso de coerción y falta de libertad en todos los ámbitos de la vida social, contribuyó al olvido de una simple verdad: toda sociedad podría ser totalitaria si impone a sus miembros, sin consultarles, convicciones dogmáticas y maneras de vivir homogéneas, a través de sus instituciones tradicionales, de su “infrapoder”, sin recurrir al uso abierto de la fuerza o, en ocasiones, recurriendo a ella. La política instituida, al dejar fuera de su espacio de competencia o de intervención ámbitos inmensos de la vida social, favorece la perennidad de las instituciones sociales tradicionales en nombre de la tradición. El proyecto de una política de autonomía debe ser global para permitir precisamente en todos los ámbitos de la vida social el pluralismo, la diversidad, la libertad efectiva, no para someter todo a una lógica dominante.

Tenemos que subrayar el presupuesto fundamental: si justamente este proyecto no obedece a ninguna ley de la historia, si no resulta de  ninguna teoría, si no es una exclusiva de ninguna vanguardia, será el resultado de la discusión colectiva democrática. Su realización será el fruto de la actividad colectiva democrática o simplemente no será.

La incoherencia “inexplicable” de la reflexión política de Cornelius Castoriadis reivindica ahora todos sus derechos a la verdad y a la justicia. Se transforma en reto para nuestra reflexión y nuestra acción. Él mismo fue absorbido, quizá con buenas razones, por las preocupaciones reales de su época: la crítica y la lucha por rechazar la “ideología fría” que fijaba la reflexión política y originaba regímenes monstruosos. Sin verse conducido de ninguna manera, como muchos otros, a la aceptación irreflexiva e interesada de las sociedades y de los regímenes de Occidente, consagró todos sus esfuerzos en comprender su situación efectiva e inspiró en grado considerable la mayor movilización de contestación a ellos: mayo de 1968, al que llamó “revolución anticipada”. Subestimó ciertamente, a mi parecer, la posición crítica hacia estas sociedades y hacia estos regímenes expresada en ciertos comportamientos de la población. Por eso no vio la dimensión positiva que contienen ciertos comportamientos sociales, aunque es cierto que en ellos hay mucho más de negación de valores e instituciones tradicionales que de voluntad y capacidad de creación de otros nuevos. Así, finalmente, la incoherencia de su reflexión política se une a la incoherencia de su época. Más que incoherencia del pensamiento individual es incoherencia de la acción colectiva de la comunidad. En este sentido, he escrito que CC era un hijo de su época. El desafío que nos ha legado se hace así mucho más importante: a pesar de la rica herencia del pensamiento y de la acción política democrática, a la que aportó una contribución generosa que seguirá siendo decisiva, los caminos de este pensamiento y de esta acción jamás están trazados de antemano. Sólo podemos abrirlos  con nuestra propia actividad reflexiva, crítica y autónoma.

Como epílogo a este texto, evocaré algunas de mis reflexiones sobre los factores que contribuyeron a la creación de la obra de Castoriadis. Recuerdo que, a menudo, él mismo designaba su obra con el término trabajo. Cornelius Castoriadis encarna la idea según la cual una gran obra de reflexión nunca puede proceder sólo de un cerebro dotado de inteligencia, inspiración y erudición. Son absolutamente indispensables otros dos elementos. El primero es el trabajo intenso y continuo, lo que comporta necesariamente la autoeducación, expresión de la autonomía en el ámbito de la creación de pensamiento. El otro elemento es la libertad, que le caracterizó de forma muy particular y de la que fue, hasta su muerte, el gran pensador. Retomo una y otra vez el lema más ‘inteligente’ de mayo de 1968: “Una persona no es inteligente o estúpida, es libre o no lo es”. La gran travesía de CC tenía en popa el viento de la libertad, portaba el viento de la libertad, era travesía de libertad. Esa es la principal razón para saludar al explorador de laberintos como espíritu portador de viento, con el deseo de que  su paradigma aporte al espíritu aún más que su obra viva.


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