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El discurso del Enemigo. Militarismo y etnocentrismo

Lunes.7 de noviembre de 2005 9418 visitas - 2 comentario(s)
Fernando Hernández Holgado #TITRE

Capítulo IV

El discurso del Enemigo.
Militarismo y etnocentrismo.

1. Un secreto bien guardado: el veneno que cayó sobre el Rif.

Tras el desastre del ejército colonial español en Annual, a principios de la década de los veinte, Mohamed Faragi era un adolescente cuando sufrió un extraño bombardeo en su aldea del Rif marroquí. De repente comenzó a caer un extraño veneno del cielo:

“Tiraban algo así como azufre. La gente se quedaba ciega. Su piel se ennegrecía y la perdía. El ganado se hinchaba y después moría. Las plantas se secaban de golpe. Durante semanas no se podía beber el agua de los arroyos. Me decían que el agua estaba envenenada”.

Mohamed Faragi hilvanaba su relato a la edad de 91 años. No era una experiencia que se pudiera olvidar fácilmente. Los bombardeos se fueron sucediendo hasta acabar con la revuelta liderada por Abdelkrim el Jatabi, a costa de la masacre de miles de víctimas inocentes. No era la primera vez que un país occidental ordenaba un ataque contra población civil con el novedoso armamento químico elaborado durante la Primera Guerra Mundial: gas mostaza -yperita- fosgeno, difosgeno y cloropicrina. El ejército británico ya los había utilizado para combatir a los rebeldes afganos -en territorio fronterizo con el actual Pakistán- y también en Irak, en 1920. Pero el bombardeo con gases tóxicos de la población civil beréber del Protectorado español apenas tuvo eco en los medios de difusión de la época, tanto españoles como extranjeros. Y pasó casi completamente desapercibido hasta que, en épocas recientes, varios estudios han iluminado el episodio.

Fue como si todos los poderes públicos del país se hubieran comprometido en un pacto de silencio. Tras la utilización masiva del armamento químico durante la Primera Guerra Mundial, se había levantado una fuerte polémica internacional sobre su legitimidad como arma de guerra. De hecho, el Tratado de Versalles de 1919 ilegalizó toda manufactura, importación y uso de armas químicas por parte de Alemania, extendiendo asimismo la prohibición a todos los países signatarios, entre ellos España. Conscientes de la ilegitimidad e ilegalidad del recurso al gas tóxico contra los rebeldes rifeños, los diversos libros, informes públicos, reportajes y crónicas periodísticas españolas sobre la guerra de los años veinte corrieron un tupido velo sobre el hecho, salvo unas pocas excepciones. La novela Imán, del entonces bisoño autor Ramón J. Sender, verdadero alegato antimilitarista de la época, fue una de ellas. Sender volcó en el texto su experiencia vital como soldado de la campaña africana, entre 1922 y 1924, que incluyó el contacto de primera mano con el gas mostaza. Porque, debido a los frecuentes errores de los operativos militares, no pocas veces los propios soldados españoles resultaron también afectados por los bombardeos químicos. Describiendo el caso de un soldado trastornado que pasaba los días en la enfermería gritando y protestando, el autor sacó a relucir una página de la guerra tan incómoda para el Poder como amarga para sus víctimas, de uno y otro bando:

“-Es un desgraciado -añade [el médico militar]-. Además de la locura tiene llagas de hiperita [gas mostaza]. El viento llevó gases del 5 de julio en Tizzi Asa y resultaron con llagas casi todos los soldados de la línea de blocaos del tractocarril.
Alguien, celoso de los aviadores, dice al teniente coronel:
- ¡Qué torpeza, tirar gases con viento contrario!”

El modo en que el ejército español se hizo con un importante arsenal de armamento químico exigió altas dosis de secretismo, so pena de exponer a la monarquía alfonsina a las críticas de los numerosos sectores descontentos. En sintonía con su imagen de “rey militar”, según el modelo prusiano, ya en 1918 el rey Alfonso XIII se había mostrado personalmente interesado por la adquisición de este tipo de armas en Alemania Fue en agosto de 1921, el año del desastre de Annual -en el que murieron unos 10.000 soldados españoles- cuando las negociaciones se agilizaron. Merced a un acuerdo secreto, en el que jugó un destacado papel el antiguo jefe del servicio alemán de guerra química, Von Stoltzenberg, Alemania se comprometió a vender armamento químico sobrante de la Primera Guerra Mundial a España, así como a asesorar a sus autoridades militares en su fabricación. Todo ello, naturalmente, a espaldas del Comité Internacional creado en Versalles para fiscalizar el desarme alemán. El fruto señero del contrato hispanogermano firmado en 1923 fue la construcción de una fábrica de armas químicas en La Marañosa, cerca de Madrid, en el actual término municipal de San Martín de La Vega, que sería bautizada como “la Fábrica Alfonso XIII” en deferencia a la afición del monarca por este tipo de armamento.

Los asesores alemanes concluyeron que el gas mostaza era la sustancia química idónea para bombardear las káfilas del Rif y de la Yebala, ya que además de sus efectos sobre la población, podía impregnar sus campos y sus escasos depósitos de agua. Durante los años siguientes la Marañosa llegó a fabricar ingentes cantidades de este gas, lo que no fue óbice para que el gobierno español importara directamente bombas de Alemania. También fueron empleadas bombas de fosgeno y cloropicrina, lanzadas desde aviones y artillería terrestre. La campaña de bombardeos con gases tóxicos, que se prolongaría hasta 1927, alcanzó su mayor intensidad en el período 1924-1926, durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera. La estrategia consistía en lanzar las bombas de gas en las áreas más pobladas y a las horas en las que más víctimas podían producir, de modo que el bombardeo de los zocos de las aldeas se convirtió en una rutina. Los efectos no se hicieron esperar. Las autoridades del Protectorado francés informaron a su gobierno de que la aviación española había “dañado gravemente los pueblos rebeldes”, utilizando...

“(...) bombas de gas lacrimógeno y asfixiantes que causaban estragos entre la pacífica población. Gran número de mujeres y niños han acudido a Tánger para recibir tratamiento médico, y allí su presencia ha provocado lástima entre la población musulmana, así como indignación contra los españoles”

Minada de esta forma la moral de resistencia de la población civil y combatiente, la campaña militar francoespañola de los años siguientes culminaría en la derrota de Abdelkrim y la destrucción de la “República Confederada de las Tribus del Rif” en 1926. Sus vencedores no tardarían en extraer los réditos de la victoria para afirmar sus respectivas posiciones en clave nacional interna. Por el lado francés, el mariscal Pètain vio enriquecido su currículum militar, en el que se apoyaría para encabezar el tristemente famoso gobierno de Vichy, en 1940. Por la parte española, la casta de militares africanistas capitaneada por Sanjurjo, Franco y Millán Astray aprovecharían la experiencia y el poder adquiridos para levantarse contra la Segunda República, provocando a la postre el estallido de la guerra civil. En cuanto a la población rifeña, el impacto de las armas químicas fue tan enorme como duradero. El historiador Sebastian Balfour ha constatado la supervivencia de una tradición oral en la región sobre los efectos de los bombardeos tóxicos de los años veinte, que da fe de las muertes producidas y de los estragos de las enfermedades que asolaron a sus habitantes: quemaduras, cegueras permanentes o temporales, lesiones en la piel, problemas respiratorios y gástricos. Singular importancia revisten los testimonios recogidos acerca de la contaminación de animales, cultivos y pozos de agua, que según algunas versiones podrían explicar el mayor índice de enfermedades cancerosas que todavía hoy presenta el Rif con respecto al resto de Marruecos.

Parecería lógico esperar que el pacto de silencio en torno a la masacre con armas químicas hubiera acabado por romperse con el transcurso del tiempo, dando paso a una profunda revisión histórica de la misma. Todo lo contrario. La Asociación de las Víctimas del Gas Tóxico -ATGV- fundada en julio de 2000 en la ciudad rifeña de Al Hoceima, organizó para el verano del año siguiente una Conferencia Internacional sobre los bombardeos con gases tóxicos que finalmente no pudo celebrarse por la prohibición expresa del gobierno marroquí. Una decisión previsible, dada la tradicional política del poder central respecto al Rif, recelosa de cualquier pretensión autonomista beréber o simplemente afirmadora de su peculiar y diferenciada identidad histórica. No por casualidad, y hasta fechas muy recientes, el mismo nombre de Abdelkrim el Jatabi ha sido palabra tabú en el discurso oficial de la monarquía hachemita. Por su parte, el Estado español jamás ha reconocido ni se ha disculpado por un hecho que, según la ATGV, constituyó formalmente un “crimen contra la humanidad” que vulneró los diversos tratados internacionales en vigor respecto al uso de armas químicas, como el mencionado de Versalles y la Convención de Ginebra de 1925.

Resulta cuando menos curioso que la fábrica señera y principal de los gases tóxicos que fueron empleados contra la población rifeña, La Marañosa, haya sobrevivido a guerras, regímenes y gobiernos. Se sabe, por ejemplo, que durante la Segunda Guerra Mundial fue reconstruida por técnicos nazis -otra vez la colaboración alemana- para suministrar armas químicas a su ejército. Desde entonces y hasta la actualidad, convertida en la única fábrica de armas cuya titularidad ostenta el Ministerio de Defensa -dirigida por un teniente coronel y con un 25% de su plantilla laboral militarizado- ha continuado investigando y produciendo armamento químico para usos diversos, entre los que destacan gases lacrimógenos y demás material antidisturbios. Por lo demás, sus especiales características la han convertido en uno de los mayores centros contaminantes de la comarca del Sureste madrileño, una zona que ha sido calificada por colectivos ecologistas como un auténtico “vertedero especializado”. Baste decir que el actual complejo de La Marañosa ocupa una extensión de más de 700 hectáreas en un espacio teóricamente protegido como es el Parque Regional del Sureste, de una gran riqueza tanto natural como arqueológica: posiblemente el único ejemplo existente en el mundo de una fábrica de armas químicas emplazada... ¡en un parque natural! 1

2. El Moro, enemigo secular.

Si el gobierno español pudo mantener aquel velo de secretismo sobre la masacre de la población civil rifeña fue porque contaba con una densa trama de complicidad tanto nacional como internacional. Una complicidad que se apoyaba en el resorte de una lógica o un discurso claramente etnocéntrico, que exaltaba la presunta superioridad racial o cultural de una Europa civilizada sobre un “pueblo de salvajes”. En medio de la polémica surgida por los bombardeos británicos con armamento químico en Irak y Afganistán, en 1920, el entonces Secretario de la Guerra Winston Churchill llegó a declarar que no entendía “estos remilgos sobre el uso de gases”, ya que estaba “totalmente a favor de usar gases venenosos contra tribus no civilizadas”. Y, según algunos testimonios, el propio rey Alfonso XIII afirmó en 1925 que...

“(...) lo importante es exterminar, como se hace con las malas bestias, a los Beni Urriaguel y a las tribus más próximas a Abdelkrim”.

La asimilación del enemigo con la imagen de “bárbaro” o incluso de “bestia” o “alimaña” servía para justificar el recurso a cualquier medio que fuera necesario para su liquidación, para su genocidio. En el caso particular de la guerra de África, el discurso del etnocentrismo hispano proyectaba sobre los rebeldes rifeños una imagen de Enemigo acrisolada durante siglos: la del Moro como referente negativo de la cultura propia. De esa forma, la campaña militar de los años veinte encontraba su anclaje y justificación en la idea falsa y alambicada de un combate milenario de identidades culturales, engarzándose con la Reconquista como gran mito forjador del nacionalismo español. Las campañas africanas de los años veinte pasaron a convertirse en un nuevo episodio histórico del combate contra el Otro, culturalmente hablando. Abdelkrim, en tanto que líder rifeño, se incorporaba así a la larga galería de representaciones del Moro, a cuál más grosera y caricaturesca: desde el perverso Moro Muza hasta el Turco como azote de la Cristiandad, pasando por los piratas y cazadores de esclavos de Berbería. De manera paralela, los episodios militares del Barranco del Lobo, de Annual o de Alhucemas ocuparon su lugar en los manuales de historia como hitos guerreros de la gran Batalla de la Cristiandad contra el islam, al lado de Covadonga o las Navas de Tolosa. Como bien ha señalado Juan Goytisolo,

“(...) el islam ha representado de cara al mundo cristiano occidental un papel autoconcienciador en términos de oposición y contraste: el de la alteridad, el del Otro, ese “adversario íntimo” demasiado cercano para resultar totalmente exótico y demasiado tenaz, coherente y compacto para que pueda ser domesticado, asimilado o reducido. A consecuencia de ello existen una historia, una tradición de pensamiento, una leyenda, una retórica, una agrupación de imágenes o clichés islámicos creados por y para Occidente que imponen una distancia infranqueable entre lo “nuestro” (visto, claro está, con conciencia de superioridad y autosatisfacción) y lo de “ellos” (contemplado con hostilidad y desprecio). Así, ambas entidades abstractas, Occidente e islam, se apoyan y reflejan una a la otra, crean un juego dialéctico entre sus imágenes especulares. El islam es el molde hueco, lo negativo de Europa: lo rechazado por ésta y, a la vez, su tentación.”

La distancia infranqueable que media entre lo “nuestro” y lo de “ellos”, o la oposición irreductible que separa -en términos de positivo y negativo- la imagen de la cultura propia y la del Otro, resume a la perfección esa concepción excluyente y dicotómica del mundo que habita la entraña de todo discurso militarista. Un universo compuesto por dos identidades, a cuál más artificiosa, únicamente vehiculadas por una relación de violencia. Porque tan groseramente simplista y reductora es la imagen proyectada sobre el Otro, sobre el Enemigo, como la sugerida indirectamente sobre la identidad propia en ese juego de espejos que decía Goytisolo. Cuanto mayor énfasis ponía el discurso imperialista hispano en la condición de “bárbaros salvajes” de los pueblos del Rif y de la Yebala, más fortalecía su propia imagen de Poder superior destinado a dirigir una “misión civilizadora”, coartada moral de lo que no era más que una empresa de conquista y expolio. Que para ello hubiera que imponer el terror y exterminar a los rebeldes no era más que un mal necesario, un medio completamente disculpable en aras del fin superior: de ahí la complacencia en el recurso a los bombardeos de poblaciones civiles con gas tóxico. De manera paralela, los seculares clichés sobre la perversidad innata del Infiel suscitaban el efecto indirecto de proyectar, en negativo, una imagen enaltecida y mistificada de la identidad hispana, en tanto depositaria de unas presuntas esencias nacionales de naturaleza superior, trascendente.

En cualquier caso, si de algo podía informar con cierto grado de veracidad este gigantesco proceso de mistificación, no era del Enemigo que pretendía retratar -el cruel sarraceno, el contumaz Abdelkrim- ni de la ideal imagen propia que a la vez se esforzaba por sugerir, sino de sus propios prejuicios etnocéntricos, de su mirada fuertemente sesgada, de la violencia inherente a su pensamiento. La imagen satanizada del “salvaje rifeño”, pese a sus pretensiones, no estaba describiendo en absoluto a las sociedades históricas del Norte de Marruecos, en su singularidad política o cultural, ni mucho menos el impacto que el hecho colonial ejerció sobre las mismas. En realidad, con su visión groseramente simplista y maniquea, estaba escamoteando un verdadero conocimiento del Otro bajo una colección de clichés destinada a justificar su conquista o su destrucción. Como bien ha apuntado el ensayista palestino Edward Said, la mirada que los poderes coloniales europeos y sus sociedades han proyectado sobre el “Oriente” -la mirada orientalista- lejos de aportar un conocimiento concreto sobre la diversidad de sociedades recogidas bajo ese concepto, se ha descrito en realidad a sí misma: constituye, de hecho, una importante dimensión de la cultura y del pensamiento occidental, y por tanto, “tiene menos que ver con Oriente que con nuestro mundo”. 2

3. El discurso militarista sobre el Otro.

La mirada etnocéntrica siempre ha demostrado una gran afición por el discurso militarista. La imagen del Otro -de la cultura ajena, resistente a la aprehensión, al conocimiento- se ha desdoblado con demasiada frecuencia en la del Enemigo. Según Edward Said, uno de los principales dogmas del Orientalismo de siglos anteriores que ha sobrevivido hasta nuestros días ha sido precisamente el de que “el Oriente”, como invención del pensamiento occidental, “es en el fondo una entidad que hay que temer”, y citaba como ejemplo a las hordas mogolas que amenazaron Europa en el siglo XIII, o el llamado peligro amarillo, en tiempos más recientes. Incluso en el lenguaje militarista de la Guerra Fría, que se articulaba sobre unos términos de enfrentamiento exclusivamente políticos e ideológicos, es posible rastrear el sesgo del etnocentrismo. A pesar de que según la óptica de Estados Unidos y sus aliados, la oposición entre ambos bloques enfrentaba simple y crudamente dos ideas abstractas -la Libertad y la Esclavitud- o, más terrenalmente, dos modelos políticos y económicos diversos, el Enemigo Comunista era en primera instancia Rusia, y acusaba por tanto, en la tradición del pensamiento occidental, ciertos rasgos orientales. Cuando George Kennan, el artífice de la doctrina de la contención, afirmaba en 1946 que Rusia, históricamente,

“(...) nunca ha conocido la coexistencia permanente y pacífica de dos Estados vecinos con fronteras establecidas. Los rusos no tienen por tanto ninguna concepción de las relaciones cordiales permanentes entre Estados. Para ellos, todos los extranjeros son enemigos potenciales. La técnica de la diplomacia rusa, como la del Oriente en general, se concentra en impresionar al adversario con la fuerza aterradora del poder ruso... (...). No tiene que nada que ver con las relaciones cordiales tal como nosotros las entendemos”.

...estaba proyectando sobre el Estado soviético, al igual que sobre la ideología comunista que encarnaba, el espectro del “Oriente” para reforzar aun más la irreconciliable oposición entre un “Nosotros” occidental, con una presunta tradición longeva de relaciones civilizadas con los otros Estados, y un “Ellos” oriental y asiático, culturalmente inferior, subdesarrollado. Un espectro, por cierto, directamente asociado con las ideas de violencia, agresividad y amenaza acentuadas por su vinculación con un algo tan desconocido e inasible como el Otro: otra cultura en apariencia ajena e incluso incompatible con la “nuestra”.

Rusia seguía arrastrando así un estigma orientalizante, heredero de aquella tradición occidental que en el siglo XIX calificaba a los rusos de “tártaros disfrazados de europeos”. No por casualidad el pensamiento occidental, al menos desde Hegel, solía ver fielmente reflejado el modelo del antiguo “despotismo oriental” en el autoritarismo de la monarquía zarista. Paradójicamente, sin embargo, la Rusia de los zares disponía a su vez de un Oriente propio -su “vecino extranjero”- configurado por todos aquellos pueblos asiáticos que había conquistado y sometido en su proceso de expansión imperial, como los chechenos, los ingushes o los propios tártaros. La llamada “guerra caucasiana”, que a mediados del XIX consiguió la incorporación a los dominios del zar del territorio habitado por los chechenos, fue justificada en su momento como una guerra de civilización contra un pueblo “salvaje” y “bandido”, que además era mayoritariamente musulmán. Para autolegitimarse, la propia empresa de conquista recurrió asimismo a la metáfora de una cruzada de la Santa Rusia contra el Islam, con lo que las semejanzas con las primeras campañas militares españolas en el Norte de África, ejecutadas por aquellas fechas, no podían resultar más evidentes. El checheno era pues, para el ruso, lo que el ruso para el europeo, o el rifeño para el español: el Otro, el oriental inasimilado, la cultura inferior contemplada como enemiga. La lógica etnocéntrica se manifestaba de ese modo en múltiples direcciones, desdoblándose en infinitas oposiciones regidas por la única ley de la exclusión y la violencia.

Volviendo a militarismo de la Guerra Fría, la mirada etnocéntrica que lo habitaba no siempre exhibió su cara más abiertamente excluyente y racista. No pocas veces, sobre todo durante los años sesenta y setenta, se envolvió en el falso ropaje universalista que le aportó la Teoría de la Modernización y el Desarrollo. Frente al llamado Tercer Mundo, el discurso de la Modernización presentó la trayectoria histórica de Occidente, con las diversas fases de desarrollo industrial y económico que habían atravesado Europa y Estados Unidos, como el modelo ideal y absoluto a imitar por todos los pueblos del mundo. Lo occidental se emboscaba así tras lo Moderno y lo Desarrollado: cumbre de la evolución histórica y receta del éxito económico y social. Para uno de los más ilustres representantes de esta escuela, Walt Whitman Rostow -asesor de las administraciones de Kennedy y Johnson- las sociedades “tradicionales” o “pre-industriales”, como las antiguas colonias de Asia y África recién emancipadas, debían progresar hacia la siguiente etapa de industrialización y modernización de la mano de los métodos y recetas democráticas de los países occidentales. Concretamente, Estados Unidos tenía que “mantener la dirección ideológica en la transición de los países subdesarrollados” tanto en beneficio de éstos como en el suyo propio, ya que así lo dictaba su antigua doctrina del Interés Nacional. El peligro estribaba precisamente en que dichos países se desviaran de la norma, y el comunismo era una de esas desviaciones; de hecho, por lo que se refería a la URSS y a la China de Mao Zedong, representaba un modelo de sociedad anormal, patológico, enfermizo. Se recurría así a la metáfora médica para descalificar al adversario. Según Rostow, el comunismo no era...

(...) una forma de organización social que surge naturalmente de los imperativos de la industrialización moderna. Es una forma patológica de organización estatal moderna que puede ser impuesta por una minoría determinada a una sociedad transicional frustrada y desalentada en su esfuerzo por lograr el movimiento hacia la modernización por métodos menos autocráticos”.

Conceptuado como un virus maligno que se cebaba sobre un cuerpo social débil o enfermo, el comunismo actuaba en los países “en vías de desarrollo” en la etapa más delicada y vulnerable de su carrera hacia la Modernidad, frustrando o deformando su evolución. Se trataba de un mal que únicamente sufrían las llamadas sociedades “transicionales” -como lo habían sido la Rusia de los zares o la China del Kuomintang- y que, por las fechas en que exponía Rostow sus tesis, amenazaba principalmente a las antiguas colonias de Asia y África recién emancipadas o en proceso de descolonización. Que este virus maligno -en cuya categoría quedaban asimismo incluidos los nacionalismos “ambiciosos” o “extremistas”, del tipo del régimen de Nasser en Egipto o el de Sukarno en Indonesia- infectara el Oriente Medio u otras “zonas de interés primario occidental en lo económico y en lo militar”, constituía una preocupación de primer orden para un científico social tan comprometido con el gobierno estadounidense como Rostow.

Conviene detenerse, sin embargo, en el alcance de la metáfora. La salud de todo cuerpo social se identificaba de manera absoluta con la Modernización y el Desarrollo, especie de punto de llegada histórico al que, tarde o temprano, terminaban arribando todos los pueblos del mundo, y que estaba ya encarnado por el modelo político y económico representado por los países ricos de Occidente. Frente a este modelo ideal, la única alternativa era el subdesarrollo político y económico, el fracaso histórico, la enfermedad social producida por la tentación de los cantos de sirena del comunismo y de los nacionalismos ambiciosos. En esta tesitura, la destrucción del organismo infectado parecía obligada, a juzgar por los métodos expeditivos aconsejados personalmente por Rostow. En 1961, en los comienzos de su labor como asesor presidencial de Kennedy, sugirió junto a Robert McNamara el bombardeo de los territorios controlados por el Vietcong con defoliantes. En 1962 se produjo el primer bombardeo del tristemente famoso “Agente Naranja”, en la península de Ca Mau, con el fin de eliminar los cultivos y deforestar la selva que servía de protección a la guerrilla. Durante los años siguientes casi la mitad de los bosques de Vietnam del Sur fueron destruidos por la acción de estos agentes químicos; curiosa manera, donde las haya, de contribuir al desarrollo de un país. 3

4. El islam como Enemigo.

De la mano del análisis de Edward Said es posible recorrer la historia reciente de la mirada etnocéntrica occidental sobre el islam, que ya desde finales de la Guerra Fría pasó a encajarse, con tanta comodidad como holgura, en el molde de Enemigo elaborado por el discurso militarista de Estados Unidos y sus aliados. Varios años después de la revolución islámica que derribó al sha de Persia en 1979, un autor tan emblemático de la Guerra Fría como George Kennan ya advertía del peligro que representaba para Occidente, más que el tradicional enemigo comunista, el oscuro ascenso de un “fundamentalismo religioso localmente destructivo”, asociado con el fenómeno del terrorismo. Para entonces, a mediados de los ochenta, el cliché negativo dominante en Estados Unidos sobre el islam y los árabes no era en absoluto novedoso:

“Durante varias décadas, en Norteamérica se ha librado una guerra cultural contra los árabes y el islam: las espantosas caricaturas racistas de árabes y musulmanes sugieren que todos ellos son o terroristas o jeques, y que la zona es una gran extensión, árida y ruinosa, apta sólo para sacar provecho de ella o para la guerra.”

Guerra cultural en la que ya se perfilaba un icono de enemigo, una imagen del Otro que oscilaba entre el desprecio y el odio. En su obra Orientalismo, publicada en 1978, Edward Said hacía referencia a las fuertes connotaciones negativas que había comenzado a acusar la figura del árabe en Occidente a raíz de la crisis energética de los años setenta:

“Pero después de la guerra de 1973, los árabes empezaron a perfilarse como una gran amenaza. Aparecían constantemente dibujos que mostraban a un shej árabe de pie al lado de un surtidor de gasolina. Estos árabes eran claramente “semitas”: sus agudas narices de gancho y su malvada sonrisa bajo el bigote recordaban (a una población no semita) que los “semitas” estaban detrás de “todos” nuestros problemas. En este caso, el problema era principalmente la escasez de petróleo. El ánimo popular antisemita se transmitió suavemente del judío al árabe ya que la figura era más o menos la misma”.

De esta manera la imagen del árabe en Occidente -y, por una injusta asociación, la del musulmán- asumía parte de la carga de violencia y prejuicios acumulada durante siglos de antisemitismo, simbolizando, con mayor eficacia quizá que la secular figura del judío en Europa, los estigmas de la avaricia y de la perversidad. Años después, fue el perfil del terrorista el que cobró un singular vigor dentro de este imaginario. Al socaire de acontecimientos tales como la guerra civil del Líbano (1975-1984), el desarrollo del movimiento de resistencia palestino durante los años setenta o la revolución islámica iraní a lo largo de la década siguiente, la imagen del terrorista se añadió a la del codicioso jeque árabe:

“Hubo una época en la cual apenas podían analizarse (en el espacio público proporcionado por el debate internacional) conflictos políticos en los que se viesen envueltos suníes y chiítas, kurdos e iraquíes, tamiles y cingaleses, o sijs e hindúes -la lista es larga- sin tener finalmente que recurrir a las categorías e imágenes del “terrorismo” y el “fundamentalismo”, procedentes íntegramente de las preocupaciones y centros intelectuales de núcleos metropolitanos como Washington y Londres. Se presentaban como figuras pavorosas carentes de contenidos diferenciales o definiciones, pero capaces de dar poder moral y aprobación a quienes las utilizan, y reprobación moral y carácter criminal a quienes designan”.

Podría parecer que, en este párrafo, Said estaba describiendo el mundo posterior al Once de Septiembre de 2001, y sin embargo su observación se refería a la década de los años ochenta, hacia el final de la Guerra Fría, cuando todavía el Enemigo oficial de los países occidentales -y de la OTAN como su principal organización armada- era el bloque comunista y el Pacto de Varsovia. El juego especular de las imágenes antitéticas, mencionado más arriba, se manifestaba de nuevo; la demonización del Otro sugería el encumbramiento excelso de la posición propia, descartando cualquier tipo de autocrítica o autocuestionamiento. Este proceso de satanización de todo lo que tuviera que ver con lo árabe -y, por extensión, lo islámico- alcanzaría todavía una mayor intensidad durante la primera década de la posguerra fría, tras la disolución de la URSS y del Pacto de Varsovia. Por aquellos años, a principios de la década de los noventa, se abrió una etapa de incertidumbre que puso en discusión realidades tan inamovibles y asentadas durante décadas de enfrentamiento con el “Este” como la racionalidad del gasto militar, la carrera del armamento nuclear o la misma existencia de la OTAN. Esta última cuestión provocó una fuerte sensación de alarma en aquellos sectores que, tanto desde Europa como desde Norteamérica, habían venido defendiendo una hegemonía estadounidense en la política -exterior, pero también, en menor medida, interior- de los aliados europeos, disimulada tras la ya legendaria expresión del “vínculo transatlántico”. Obvio es señalar que, para el discurso militarista -y para los actores que lo sustentaban, como el complejo militar-industrial estadounidense- la existencia de un Enemigo se revelaba como indispensable. A ello respondió, según Said, el empeño de buscar un Satán de recambio en el islam, ahondando en la lógica etnocentrista de la demonización del Otro:

“(...) desde la caída de la Unión Soviética, EE.UU. ha llevado a cabo una búsqueda activa y explícita de nuevos enemigos oficiales, una búsqueda que ahora se ha centrado en el islam como oponente prefabricado (...) La evidencia de la existencia de esa grandiosa estrategia es irresistible. En 1991, The Washington Post filtró la noticia de la existencia de un estudio continuo por parte de los departamentos de defensa y espionaje estadounidenses de la necesidad de encontrar un enemigo común: el islam fue el candidato.”

Durante la primera década de la posguerra fría y con anterioridad a los sucesos del Once de Septiembre, el discurso militarista occidental -en Estados Unidos en mayor medida, pero también en Europa- fue dotándose de una confusa constelación de amenazas mundiales, de alcance global, entre las que destacaba una imagen satanizada y reduccionista del islam, asociado “en abstracto” con sus versiones más agresivas y fundamentalistas e identificado estrechamente con la violencia y el terrorismo. Esta “gigantesca y caricaturesca simplificación” -en palabras de Said- pudo extraer su eficacia del secular discurso sobre el Otro, tan arraigado en Occidente. Como si una lógica excluyente -la militarista, necesitada siempre de un Enemigo- se superpusiera, encajándose, sobre otra de semejantes características, igualmente dicotómica. 4

5. El Mediterráneo: de espacio de confluencia a limes cultural.

El Mediterráneo, como espacio milenario de cruce y encuentro de culturas, ha sufrido de manera especial el impacto de estas tesis excluyentes. Cuando en su perentoria necesidad de buscar enemigos que justificasen la supervivencia y razón de ser de la OTAN, su secretario general Manfred Wörner afirmaba en 1991 que existía un telón de fondo internacional...

“(...) caracterizado por problemas de desarrollo fuertemente arraigados que fomentan el crecimiento de la población, la migración, los conflictos derivados de la falta de recursos, el fundamentalismo religioso y el terrorismo.”

...estaba mezclando, de manera precipitada y alarmista, una heterogénea gama de realidades en una suerte de cóctel amenazador, plagado de connotaciones negativas, que presentaba una de sus peores caras en la ribera Sur del Meditérraneo y que, por tanto, atentaba contra la estabilidad europea. No por causalidad era a los aliados europeos, los más reacios, a quienes pretendía convencer de la necesidad de seguir conservando la OTAN inmediatamente después de la autodisolución de su oponente, el Pacto de Varsovia, en 1990. En el espacio mediterráneo Wörner proyectaba un “fundamentalismo religioso” exclusivamente asimilado al islam -no al integrismo judío, por cierto- un fenómeno terrorista relacionado con la guerra civil argelina y unos flujos migratorios del Sur que, significativamente, eran contemplados como una amenaza y no como una fuente de enriquecimiento económico y cultural para los países europeos de la ribera Norte. Recurría así a la ya manida asociación de islam con terrorismo que arrastraba décadas de existencia y que, tres años después, de labios de su sucesor en la secretaría general de la Alianza, el belga Willy Claes, pasaría a figurar como principal candidato a enemigo de la nueva OTAN de la posguerra fría. En 1995 Claes llegó a afirmar que el fundamentalismo islámico era...

“al menos casi tan peligroso como lo fue el comunismo. La OTAN puede ayudar a neutralizar la amenaza de los extremistas islámicos si la Alianza redefine su papel tras ganar la guerra fría”.

En su momento, este desdichado secretario general -que ese mismo año se vería obligado a dimitir, acusado de corrupción, en un caso de tráfico de influencias durante una operación de venta de armamento a Bélgica- tuvo que rectificar una declaración tan rotunda, que le acarreó más de un conflicto diplomático. Pero la intención no podía ser más explícita: conseguir un recambio eficaz del Enemigo cuya existencia había hecho posible la propia fundación de la OTAN en 1949.

Volviendo a Wörner, en sus palabras se reconocía asimismo el falaz recurso a una presunta “invasión de Europa” desencadenada por el desbordamiento demográfico de los países de la ribera Sur: un horizonte absolutamente fantasioso y desmentido por los datos empíricos. Con 242 millones de habitantes, Europa reúne actualmente el 60% de una población total de 400 millones que habita la región mediterránea: el otro 40% se reparte entre el Próximo Oriente y el Magreb. Las máximas cotas de densidad demográfica no se dan en los países del Sur, como parecía sugerir Wörner, sino en países como Italia y Francia. Además, el comportamiento demográfico de los países de la ribera meridional los acerca cada vez más a la tendencia europea, caracterizada por bajos índices de natalidad, por lo que no es de prever un crecimiento exponencial como el vaticinado por algunos agoreros, más interesados en elaborar imágenes amenazadoras que en describir realidades concretas.

La efectista imagen de la “invasión del Sur” pergeñada por Wörner y otros estrategas del mundo de la posguerra fría tendía a presentar al inmigrante como un intruso, cuando no a deshumanizarlo en una masa agresiva, diluyéndolo en “hordas de gentes hambrientas, carentes de instrucción y de trabajo y enfurecidas, acumuladas en el exterior” de los países altamente industrializados. La cita no pertenece al discurso xenófobo de un partido ultraderechista, sino a las conclusiones del Informe del Club de Roma presentado en 1991. Pero cuando el inmigrante procedía de la ribera meridional del Mediterráneo y era árabe, o musulmán, el fobotipo que encarnaba se revelaba en todo su alcance, identificado, como bien se ha ocupado de señalar Javier de Lucas,

“(...) en términos acríticos y generalizantes, pero sumamente eficaces ante la opinión pública, como fundamentalista islámico y terrorista, frente a quien (Sartori dixit) no vale el discurso de la ciudadanía, la democracia y los derechos, por su carácter inasimilable e incompatible (...).”

El inmigrante se convertía así en un ser privado de todo derecho en un Estado teóricamente regido por el discurso de la democracia y los derechos humanos, según la tradición occidental: en un infraciudadano, en un ilegal. Como consecuencia, la actual emergencia de discursos legitimadores de la exclusión del Otro en la figura del inmigrante de la ribera Sur, a partir de su insistencia en una presunta incompatibilidad entre la civilización occidental y el islam -como el de Giovanni Sartori, o el de Mikel Azurmendi para el caso español- está reforzando, en la práctica, el carácter de frontera cultural del Mediterráneo en detrimento de su antiguo papel como espacio de confluencia y convivencia de culturas, etnias y religiones. Sirviéndose de la imagen del limes, término que designaba los límites o fronteras del antiguo Imperio Romano, Jean Cristophe Rufin, ha apuntado acertadamente que el Sur...

“(...) está recobrando en nuestra imaginación el rasgo fundamental que en la antigüedad diferenciaba a los romanos de los bárbaros: la capacidad de ser una marea desbordante por medio de las migraciones. Y entre los romanos el temor a esto era tan antiguo como profundo y permanente, hasta tal punto que resultaba connatural en ellos.”

Nuevamente la lógica binaria vehiculada por el miedo y la desconfianza: “bárbaro” frente a “civilizado”, “Oriente” frente a “Occidente”, “ciudadano con derechos” frente a “no ciudadano” o “ilegal”. El resultado no es otro que una frontera militarizada, pero no sólo en un espacio geográfico concreto, sino también en las mentes de sus habitantes. El militarismo de los ejércitos se presenta acompañado de un militarismo de las conciencias, como el que se mencionaba en capítulos anteriores, definido como la interiorización de una visión del mundo y de las relaciones humanas basada en el enfrentamiento y la violencia. Recientemente, varios Estados de la Unión Europea -Italia y España- han llegado al extremo de militarizar sus costas para frenar e interceptar la llegada de inmigrantes del Sur, recurriendo en ocasiones al pretexto de efectuar operaciones antiterroristas. La misma lógica de exclusión puede reconocerse en la actual ola anti-multiculturalista europea que encubre, tras una fachada de defensa de la propia identidad y valores occidentales, los prejuicios etnocentristas más trasnochados, desde la consideración de las poblaciones magrebíes y subsaharianas como “ajenas a la cultura del trabajo” -Azurmendi dixit- hasta la abierta calificación de la religión islámica, en general y sin matización alguna, como enemiga patológica de Occidente, según el discurso de Giovanni Sartori. En ambos casos parecen imponerse las tesis más agresivas e intolerantes para con la diferencia cultural, las que profetizan y concitan, como Huntington, un constante “choque de civilizaciones”. 5

6. Hacia el choque de civilizaciones.

Quizá el ejemplo más acabado y a la vez popular de esta grosera mistificación sea el concepto de islam definido en la popular tesis del “conflicto de civilizaciones” de Samuel Huntington, que ha conocido un renovado vigor después de los atentados de Nueva York y Washington. Es muy posible que Huntington pase a los anales oficiales de la Historia como el teórico por excelencia del mundo surgido tras la caída del Muro de Berlín. En realidad, su origen lo acredita como un producto prototípico de la Guerra Fría, uno de los muchos representantes de aquella escuela de la Modernización y Desarrollo mencionada más arriba. En 1968, cuando era jefe del Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Harvard, Huntington abogaba a favor de un curioso proceso de urbanización en Vietnam del Sur dirigido y gestionado por las tropas estadounidenses: separación forzosa de la población rural de sus aldeas y concentración en campos de refugiados situados en la periferia de las ciudades. De esa forma, la guerrilla quedaba aislada de su entorno y podía ser fácilmente destruida, al tiempo que se procedía a un control más eficaz de la población civil. El tono de la propuesta de Huntington, que por aquel entonces presidía un grupo asesor para el desarrollo del sudeste asiático, reflejaba la frialdad y la asepsia del discurso de la Modernización durante su época dorada. Bajo patrocinio estadounidense se podía imponer una revolución urbana en un país asiático y modernizarlo a la vez; que este desarrollo tuviera que ser forzado con bombas y soldados era algo perfectamente secundario, en lo que no merecía la pena detenerse. No por otra razón el llamativo cinismo de este pensamiento cientificista aplicado a las realidades humanas había sido el blanco principal de la sátira de Leonard Levin cuando, en 1967, publicó su engañoso Informe de la Montaña de Hierro, tal y como se ha visto en un capítulo anterior

Por aquella época, en plena guerra de Vietnam, el pensamiento etnocéntrico -y militarista- de Huntington aparecía emboscado tras la fachada universalista de la teoría de la Modernización y el Desarrollo. Pero cuando a comienzos de la posguerra fría publicó su famoso artículo sobre el Choque de Civilizaciones, se despojó de la careta para exhibir abiertamente su etnocentrismo. Todavía vinculado con el Departamento de Estado desde su puesto universitario, su opúsculo apareció en el momento adecuado, en el que más necesario resultaba: en 1993, cuando tras la desaparición del Enemigo comunista, los abogados del militarismo necesitaban urgentemente un clima de miedo y amenaza, una imagen de “mundo peligroso” convenientemente popularizada que frenara los recortes en curso del gasto militar mundial o pusiera fin al proceso de cuestionamiento de la OTAN -y por tanto de la influencia de los Estados Unidos en la política europea- por citar dos ejemplos entre muchos. Hasta entonces, la popular teoría del Fin de la Historia de Francis Fukuyama -otro personaje universitario ligado al gobierno estadounidense- había servido para expresar el triunfalismo de los vencedores de la Guerra Fría, pero se había revelado a la vez parca e incompleta. Resultaba demasiado cómoda, demasiado autocomplaciente en su visión epifánica de la victoria última y definitiva de la democracia liberal y del sistema de libremercado sobre sus enemigos. Y, sobre todo, proyectaba un horizonte de futuro excesivamente tranquilo, libre de peligros y asechanzas para Occidente.

Huntington, por el contrario, volvía a poner en marcha el motor de la Historia por medio de la apoteosis del conflicto, al que dotaba de un carácter absoluto al etnificarlo y desideologizarlo a la vez. En su opinión, el conflicto entre civilizaciones ha existido desde el principio de los tiempos y continuará existiendo, de manera irresoluble, eternamente. La Guerra Fría fue una de las muchas formas históricas bajo las que se expresó este conflicto cultural, que desde la caída del Muro de Berlín ha perdurado para manifestarse incluso con mayor crudeza y virulencia. De hecho, describe la posguerra fría como una época singularmente turbulenta y azarosa, a escala planetaria:

“(...) el espejismo de armonía producido al final de dicha guerra fría pronto se disipó con la multiplicación de los conflictos étnicos y “la limpieza étnica”, el quebrantamiento de la ley y el orden, la aparición de nuevos modelos de alianza y conflicto entre Estados, el resurgimiento de movimientos neocomunistas y neofascistas, la intensificación del fundamentalismo religioso, el final de la “diplomacia de sonrisas” y la “política de síes” en las relaciones de Rusia con Occidente, la incapacidad de las Naciones Unidas y los Estados Unidos para acabar con sangrientos conflictos locales, y el carácter cada vez más reafirmativo de una China en alza.”

Un batiburrillo de amenazas que, hacia mediados de la década de los noventa, representaba eficazmente la otra cara de la sosegada imagen del Fin de la Historia sugerida por Fukuyama. Para Huntington, las distintas civilizaciones -unas más que otras, como la occidental y la islámica- siempre estarán condenadas a enfrentarse entre sí ad aeternum en la distribución del poder mundial, sin que se adivine una resolución final del enfrentamiento. En este sentido, el autor se limita a constatar la hegemonía histórica de la civilización occidental sobre las demás, alerta sobre ciertos síntomas de debilitamiento y apuesta por un fortalecimiento de su poder material y moral. Su discurso permite, y esto es lo que me interesa resaltar aquí, una absolutización del concepto de “enemigo” -que en principio no es una categoría inmutable- al dotarlo de un atributo esencial basado en criterios étnicos. El “islámico”, o el “confuciano”, siempre será enemigo del “occidental”, esté en paz o en guerra con él. No por casualidad Huntington maneja un concepto esencialista y ahistórico de las civilizaciones, que vienen a ser como realidades definidas de una vez para siempre en algún momento de su pasado -¿cuándo?- y que es necesario preservar de cualquier cambio. Para un pensamiento militarista, afirmado en la lógica de la exclusión del Otro, no puede haber una concepción de “enemigo” más idónea.

Sería demasiado prolijo abordar una crítica en profundidad del concepto de civilización de Huntington, pero resulta interesante detenerse en aquellos rasgos del mismo que delatan su profundo sesgo etnocéntrico y conservador. Sirviéndose de la religión como rasgo esencial de etnicidad, la jerarquía que establece en su catálogo de las civilizaciones del mundo es lo suficientemente elocuente. Las hay notoriamente inferiores: la latinoamericana, por ejemplo, presenta una “identidad dividida”, hasta el punto de que no está claro si es una subcivilización dentro de Occidente o una civilización aparte, íntimamente emparentada con la occidental pero a la vez distinta, escindida en cuanto a su pertenencia a esta cultura. Viene a ser, en realidad, una civilización mestiza y por tanto imperfecta. Su relación con el hegemónico Occidente es la misma que separa al “hispano” inmigrante del ciudadano “blanco” de los Estados Unidos, por utilizar la jerga tan habitual en ese país, de la que el propio Huntington no es una excepción. En cuanto a la africana, el autor declara que “posiblemente” sea una civilización, aunque no duda en recurrir al historiador Braudel para negarle formalmente ese status.

Pero es en el islam donde Huntington tropieza con una civilización no solamente inferior, sino particularmente agresiva, hasta el punto de que casi la presenta como incompatible con la existencia de la civilización occidental. Recurriendo al grosero reduccionismo que denunciaba Edward Said, el islam “en general” -y no las versiones más agresivas del fundamentalismo islámico- queda así entronizado como la principal amenaza contra Occidente:

“El problema subyacente para Occidente no es el fundamentalismo islámico. Es el islam, una civilización diferente cuya gente está convencida de la superioridad de su cultura y está obsesionada con la inferioridad de su poder”.

Llegado a este punto, Huntington da al islam por un caso perdido. Renuncia al sueño universalista de seguir impulsando su modernización -que, en la teoría desarrollista que había contribuido a forjar, aparecía prácticamente confundida con la occidentalización- y se parapeta tras la defensa de lo que entiende por “civilización occidental”. Se esfuerza por delimitarla geográficamente con maniática exactitud y en fortalecer sus “esencias” propias. Nunca ha dudado en considerarla la mejor de todas las civilizaciones, a partir de una serie de características entre las que destaca su poder. Es precisamente por ello, y merced al hecho de haberse modernizado antes que ninguna otra, por lo que durante los últimos siglos ha dominado a todas las demás. De hecho, ese poder occidental, alcanzado históricamente gracias a sus propios méritos, viene a ser como una esencia más a proteger en un mundo definido por las rivalidades culturales. Su salvaguarda resulta imperiosa, toda vez que Huntington se afana por proyectar la visión de un Occidente amenazado por una pérdida de peso específico en la distribución del poder mundial, y cuestionado tanto a nivel externo -por otras civilizaciones, sobre todo el islam- como interno, por la invasión de inmigrantes no occidentales y por las tesis multiculturalistas. En esta tesitura, Occidente, y Estados Unidos como su país más poderoso, debe esforzarse por:

“(...) 1) mantener su superioridad militar mediante normativas de no proliferación y de contraproliferación con respecto a armas nucleares, biológicas y químicas y los vectores para lanzarlas; 2) promover los valores e instituciones políticos occidentales presionando a otras sociedades para que respeten los derechos humanos tal y como se conciben en Occidente y para que adopten la democracia según los criterios occidentales; y 3) proteger la integridad cultural, social y étnica de las sociedades occidentales restringiendo el número de no occidentales admitidos como inmigrantes o refugiados.”.

Huntington no recomienda ya promover los valores universalistas de modernización en lo político y en lo económico de las sociedades no-occidentales como había hecho treinta años antes, en plena eclosión de la teoría de la Modernización y el Desarrollo, cuando teorizaba sobre la urbanización forzosa de Vietnam del Sur. Lejos de ello, ahora afirma que “el universalismo es una fachada”, lo cual no deja de ser cierto, al menos para las tesis desarrollistas que ocultaban bajo ese disfraz el impulso de procesos de modernización según el patrón, o más bien el dictado, occidental. Pero no por ello deja de aconsejar cínicamente la imposición a otros países -se entiende que a otras “civilizaciones”- de valores políticos abiertamente definidos como occidentales -y no universales- y ello simplemente porque así conviene a Occidente en general y a los Estados Unidos en concreto para mantener su primacía mundial.

La última recomendación registra un especial interés. Huntington se muestra profundamente preocupado por la amenaza sobre Occidente de la “invasión demográfica”. Si para Europa alerta sobre un peligro de “islamización” o incluso de “africanización” -cuyas posibilidades reduce en función de la mortandad del SIDA en el continente africano- para Estados Unidos el problema se lo plantean los inmigrantes mexicanos, y en general, los hispanos. El horizonte previsto para mediados del siglo XXI de un 50% de “blancos” y un 20% de “hispanos” en la población estadounidense se le antoja amenazador. Sobre todo cuando la inmigración mexicana manifiesta una acusada tendencia al mantenimiento de su propia identidad, principalmente a través de sus lazos con sus familias y comunidades de origen al otro lado del Río Grande. Es aquí donde parece radicar el problema, ya que impulsar la cohesión interna de Occidente...

“(...) significa preservar la cultura occidental dentro de Occidente y a la vez definir los límites de Occidente. Lo primero requiere, entre otras cosas, controlar la inmigración procedente de las sociedades no occidentales, como han hecho los principales países europeos y como empieza a hacer Estados Unidos. Y garantizar que los inmigrantes aceptados asimilan la cultura occidental”.

¿Cuál es entonces para Huntington, en el caso estadounidense, la cultura occidental? La cultura negra, hispana o asiática, aunque sea encarnada en ciudadanos de derecho -de segunda o tercera generación- no entra, desde luego. Aquí es donde su definición de civilización se aproxima peligrosamente al concepto decimonónico de “raza”, a pesar de que el término escasee ciertamente en sus textos. Queda, eso sí, aquella esencia étnica depurada de los llamados WASP: White, American, Saxon, Protestant. “Blanco, americano, sajón, protestante”. Ese es el grupo social -conservador, religioso y bienpensante- cuya hegemonía defiende en realidad Huntington, identificándolo groseramente con “la cultura occidental”. El juego especular se repite, dado que se trata de la misma técnica mistificadora que utilizaba con el islam. Dos identidades artificiosamente elaboradas y una sola lógica de exclusión. 6

7. Una profecía autoconfirmada.

Como no podía ser menos, tras los atentados del Once de Septiembre, la profecía del Choque de Civilizaciones ha conocido una renovada popularidad. Su énfasis en la rivalidad de Occidente con el “Islam” ha venido como anillo al dedo a aquellos sectores empeñados en sustituir definitivamente al antiguo Enemigo comunista por el “terrorismo internacional” vinculado con lo islámico. Las recientes campañas militares en Afganistán e Irak se han apoyado, con mayor o menor éxito, en este discurso que anuda el militarismo más recalcitrante con la mirada más xenófoba y etnocentrista sobre el Otro. En cierto modo la profecía de Huntington se ha autoconfirmado, o ha creado ella misma las posibilidades de su cumplimiento. Como señala Joan Lacomba a propósito de la “islamofobia” en Estados Unidos tras los atentados de Nueva York y Washington,

“Es posible que, a fuerza de pregonar durante los últimos años el “choque de civilizaciones” como algo inevitable, hayamos creado entre todos las condiciones para que éste se desarrolle. Parece como si en este tiempo, en un auténtico diálogo de sordos, se hubiesen hecho más esfuerzos por confirmar el riesgo que por desactivarlo”.

Tal y como sucede en economía, cuando la extensión de un rumor sobre la caída o aumento sobre el precio de una moneda genera finalmente el efecto deseado, tal parece que lo mismo ha ocurrido con la profecía de Huntington. La imagen en Occidente de un islam asimilado al concepto de terrorismo, en una campaña mistificadora que llevaba varias décadas de existencia -según se ocupó de analizar Edward Said- ha favorecido o justificado la adopción de políticas agresivas de Estados Unidos y sus aliados en el Próximo Oriente y en el Golfo Pérsico, en Argelia, Irak, Palestina o Irán, a la vez que ha fomentado procesos de exclusión y segregación étnica en la población inmigrante de sus propios países. En cualquier caso, tras el Once de Septiembre, la lógica militarista del enfrentamiento irreductible con el Enemigo, atravesada y reforzada por el discurso etnocéntrico de la exclusión del Otro, ha alcanzado su expresión más depurada. Incluso el régimen ruso se ha servido del mismo para justificar su renovada ofensiva contra el pueblo checheno, en un nuevo episodio de su secular lucha contra su “Oriente” particular, su “vecino extranjero”. Una lucha que no detuvo durante el régimen comunista, como lo demuestra la deportación masiva al Asia Central en 1944 de 400.000 chechenos y el asesinato de 100.000: un pueblo entero acusado de colaboracionismo con el ejército alemán. Tras la derrota de la primera campaña militar rusa de 1994-1996, el gobierno autoritario de Vladímir Putin no ha vacilado en vincular a los rebeldes de la pequeña república chechena con el satanizado Ben Laden. El resultado ha sido la justificación de una nueva guerra, más sangrienta si cabe que la anterior, con la simpatía o al menos el silencio cómplice de sus aliados occidentales.

Recurriendo una vez más al juego especular, la proyección de la imagen estigmatizada del islam, asimilado al concepto de “terrorismo”, ha devuelto otra igualmente deformada de la identidad propia. Como la legendaria pareja del Doctor Jekyll y Mr. Hyde, una imagen necesita de la otra, se afirma y fortalece en su opuesta. De hecho, Huntington ha afirmado recientemente que...

“(...) las acciones terroristas de Ben Laden han reforzado la identidad de la civilización [occidental]. De la misma forma que pretende agrupar a los musulmanes declarando la guerra contra Occidente, le ha devuelto a Occidente su identidad común al defenderse”.

Para el caso estadounidense, la imagen reflejada y fortalecida no ha sido otra que la de las conservadoras “esencias occidentalistas” pergeñadas por Huntington, en realidad la de un grupo social muy concreto: “blanco”, religioso, conservador y patriota. Con lo cual es de suponer que todos aquellos que no encarnen estas esencias -minorías inmigrantes “no occidentales”, o incluso ciudadanos disidentes descalificados como traidores quintacolumnistas- sufran los rigores de un creciente proceso de exclusión. Como quedaba apuntado más arriba, la lógica militarista y etnocéntrica es irrefrenable y se multiplica en exclusiones infinitas, tanto en lo externo como en lo interno de una sociedad dada. Una vez que se pone en marcha, nadie está a salvo de verse excluido. 7


1.- Para la elaboración de este epígrafe me he basado fundamentalmente en los datos aportados por Sebastian Balfour en Abrazo mortal. De la guerra colonial a la Guerra Civil en españa y Marruecos (1909-1939) (Península, 2002). Las declaraciones de Mohamed Faragi proceden del artículo de Ignacio Cembrero “El veneno que llegó al Rif desde el cielo” publicado en El País, 10-2-2002. La cita de la novela Imán pertenece a la edición de Destino, 1979, p. 78. La asesoría alemana en la producción e importación de armamento químico por parte española está abundamente documentada en los archivos alemanes, analizados en el libro de Rudibert Kunz y Rolf-Dieter Müller, Giftgas gegen Abd el Krim: Deutschland, Spanien und der Gaskrieg in Spanisch Marokko, 1922-1927 (Freiburg im Breisgau, Rombach, 1990). La cita de las declaraciones de las autoridades francesas está tomada del libro de Balfour. La información sobre la historia reciente de La Marañosa procede de la información facilitada sobre la misma por el colectivo antimilitarista Tritón, que desde 1994 ha desarrollado un trabajo de investigación y difusión sobre el complejo químico-militar, promoviendo cinco marchas de protesta al mismo (www.nodo50.org/triton).

2.- La cita de Churchill está recogida en el libro de Sebastian Balfour. La de Goytisolo pertenece a su artículo “De Don Julián a Makbara: una posible lectura orientalista”, en Crónicas Sarracinas (Alfaguara, 1998). La frase de Edward Said está tomada de Orientalismo (Debate, 2002, p. 35). Dos estudios muy interesantes sobre la visión del mundo árabe y del islam en los manuales escolares actuales en España son: El Islam en las aulas, ed. por J.M. Navarro (Icaria, 1997) y El Islam y el Mundo Árabe. Guía didáctica para profesores y formadores, de Gema Martín Muñoz et alii (Agencia Española de Cooperación Internacional, 1996)

3.- La frase de Said pertenece a Orientalismo (op. cit. pp. 396-397). La cita de Kennan procede de su documento “Estados Unidos y Rusia”, invierno de 1946, incorporado a sus memorias (Memorias de un Diplomático, Luis de Caralt, 1972, p. 457). Dmitri Chizhebski hace referencia al complejo “orientalizante” de Rusia en su Historia del Espíritu Ruso. Rusia entre Oriente y Occidente (Alianza Editorial, 1967). La cita de W.W. Rostow está extraída de su obra Los Estados Unidos en la palestra mundial (Tecnos, 1962, p. 463).

4.- De la relación entre “terrorismo internacional” e “islam”, como “nueva amenaza” en el mundo de la posguerra fría me he ocupado en otra parte (Historia de la OTAN, Los Libros de la Catarata, 2000). La cita de Kennan está recogida en su artículo “Orígenes de la contención”, en La contención. Concepto y política, de Terry Deibel y John Lewis Gaddis (Gurpo Editor Latinoamericano, 1992). La primera y la tercera cita de Said pertenecen a su obra Cultura e Imperialismo (Anagrama, 1996, p. 463; pp. 476-477); la segunda, a Orientalismo (op. cit. p. 377), y la cuarta a su artículo “La campaña contra el terror islámico”, publicado en El País, 15-4-1996.

5.- El texto de Manfred Wörner está extraído de su artículo “La Alianza Atlántica en una nueva era”, en Revista de la OTAN nº 6, diciembre de 1991. Las declaraciones de Willy Claes en El Mundo, 3-2-1995. Un buen estudio desmitificador sobre la realidad demográfica en el ribera sur del Mediterráneo es el de Anna Bosch, “¿En manos de quién está la reproducción humana? Una crítica ecofeminista al problema de la población”, en Ecología Política, nº 12. La frase de las conclusiones del Club de Roma está extraída de La primera revolución mundial. Informe del Consejo al Club de Roma, de Alexander King y Bertrand Schneider (Plaza y Janés, 1991, p. 77). La cita de Javier de Lucas pertenece al artículo “Prioridades y olvidos de la presidencia española”, publicado en El País, 14-3-2002. El texto de Rufin procede de su libro El Imperio y los nuevos bárbaros (Ediciones Rialp, 1993, p. 63).

6.- Noam Chomsky ha criticado por extenso las tesis desarrollistas y “urbanizadoras” de Samuel Huntington en Vietnam del Sur en La responsabilidad de los intelectuales y otros ensayos históricos y políticos (Ariel, 1969) y en La Guerra de Asia (Ariel, 1972), entre otras obras. Para la crítica a Huntington me he centrado principalmente en su obra El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, 1996); todas las citas recogidas pertenecen a la misma excepto la última, procedente de su artículo “Occidente único, no universal”, publicado en Política Exterior, nº 55, enero-febrero 1997.

7.- La cita de Joan Lacomba está extraída de su artículo “Los riesgos de la islamofobia”, El País, Comunidad Valenciana, 18-10-2001. Las declaraciones de Samuel Huntington fueron recogidas en El País, 24-10-2001.


0.- Índice y Presentación.

1.- ¿A qué llamamos militarismo? Un viaje por la historia.

2.- El discurso del miedo: El informe de la montaña de hierro.

3.-La eficacia es lo primero: La bala de plata del uranio empobrecido.

5.-Mujeres y guerras: Militarismo y patriarcado.

  • Dice Aznar que, no se arrepiente de su apoyo a la invasión de Irak.También dice que quiere evitar el populismo en hispanoamerica.¡ DELIRIOS DE GRANDEZA¡ Quería pasar a la historia
    como un HEROE y va a pasar como un
    HERODES.

  • el genocidio de los armenios tambien los hicieron los americanos la invasión de hungria con ocupación de su capital bombardeo de la misma y ocupada por más de 2o divisiones donde fueron ejecutadas miles de personas incluyendo mujeres y niños fueron los americanos o Aznar