La Utopía Insumisa de Pepe Beunza y IV - Tortuga
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La Utopía Insumisa de Pepe Beunza y IV

Domingo.5 de agosto de 2007 3073 visitas - 2 comentario(s)
Perico Oliver Olmo #TITRE

Como regalo de verano a los y las fieles lectoras de Tortuga estamos publicando este fenomenal libro del historiador antimilitarista Perico Oliver Olmo. “La Utopía Insumisa de Pepe Beunza” (ver reseña y entrevista a Pepe en Escrache) es una breve e intensa semblanza de una persona que jugó un papel fundamental en la historia de antimilitarismo y la noviolencia en el Estado Español. Lo vamos a publicar desmenuzado en cuatro partes, a razón de una cada domingo. Esperamos que les guste.

Agradecemos a Perico Oliver la gentileza que ha tenido de mandarnos la obra a petición nuestra, y a la Editorial Virus, que una vez más nos ha facilitado la publicación en internet de uno de sus libros.

Parte I
Parte II
Parte III
Parte IV


19. Otra vez la cárcel. Otra vez un consejo de guerra

La Vanguardia se hizo eco de la noticia enviada por el corresponsal valenciano José María Soriano y publicó un resumen de la carta que el primer objetor de conciencia no Testigo de Jehová había enviado al capitán general de Valencia. Noticia escueta pero excesiva para la época. Noticia trascendental. A los tres días llegó la policía al piso del barrio de Orriols y, con cierta amabilidad, casi excusándose, dijeron a Pepe Beunza que el capitán general había dado órdenes para que lo detuvieran inmediatamente y lo llevaran al cuartel de Bonrepós.

Aunque estés atento, cuando llegan te sorprenden. Llegaron los dos sociales cuando más relajado estaba, con mi chavala. Emilia y yo teníamos toda la tarde libre y la íbamos a pasar juntos. No te puedes confiar. No pudimos hacer nada para alertar a la gente. Me subieron en un coche y Emilia nos siguió con su Mobilette para ver si efectivamente me llevaban al cuartel o a la jefatura. Para los policías yo no era el peligroso comunista que tanto gustaban detener, por eso me hablaban con amabilidad, me decían «caray con tu novia, cómo te quiere... pero por nosotros no os preocupéis, la verdad es que no hemos ido a por ti aunque sabíamos que estabas en ese piso, pero hoy nos toca cumplir esta orden aunque no nos hace ninguna gracia detener a gente como tú».

Se notaba que la autoridad militar estaba despistada con el caso Beunza. En el cuartel, ante la mirada atónita de los policías que entregaban al detenido, dijeron no saber nada de la llegada de aquel «desertor». Tras la confusión fue encarcelado. En el calabozo pusieron doble guardia. Otra vez estaba en un calabozo militar, vigilado y cacheado por soldados asustados y cabos embrutecidos. Se sentía algo triste y sin ganas de comer. Ya se lo habían advertido los Testigos de Jehová: «la segunda entrada es mucho más dura de llevar, se sufre más». Tenía que estar allí hasta que se ocupara de él un juez de instrucción. Nuevamente vivió escenas conocidas. Otra vez estaba aislado o rodeado de soldados. A veces escuchó palabras amables y hasta de complicidad. Tenía que ir escoltado a todas partes. Y así hasta que, tres días más tarde, fue trasladado por la Policía Militar a una cárcel civil que ya conocía demasiado: la Modelo de Valencia.

Otra vez allí. Cacheos, desnudos, huellas... Esta vez discutí cuando el funcionario me preguntó qué religión tenía y le dije que ninguna. Pusieron católico por poner algo aunque les dije que no era católico. Todo iba mal. Volver allí después de la experiencia de Jaén era deprimente. Además, volví con la fama de motinero y desde el principio me fueron aislando, los funcionarios empezaron a mirarme mal, a advertirme...

Veía la perspectiva que tenía por delante y, aunque muy concienciado, el preso de conciencia se entristecía. Aún no había acabado el año 1971. Iba a pasar la Navidad encarcelado. Tendría que acudir a otro consejo de guerra y después soportar otra condena, posiblemente en Galeras o en el Sáhara. Además, el ambiente de la cárcel valenciana no ayudaba a levantar el ánimo. Estuvo con un Testigo de Jehová que acabó hundido en las celdas de período y abandonó su actitud para irse a la mili (en esos casos la justicia militar actuaba rápidamente a través del sobreseimiento del proceso, para que el arrepentido se incorporara a la vida del cuartel). Todo había cambiado en la Modelo. Lo llevaron a la cuarta galería para separarlo de la gente con la que podía llevarse bien.

La cárcel siempre es fea y nunca deja de ser cruel, pero el preso con el ánimo dolorido sólo ve a su alrededor fealdad y crueldad. Lamentablemente, lo que le estaba ocurriendo a nuestro preso de conciencia es moneda corriente en las prisiones. Estaba sufriendo una depresión. Durante aquellos meses tampoco hubo presos políticos con los que compartir ideas o discutir de otras. Entraban algunos pero pronto los cambiaban de galería. Hablaba con los presos sociales y se llevaba bien con ellos, pero no tenía muchas cosas en común con la mayoría de ellos.

Lo que la primera vez le pareció pintoresco y divertido ahora se le antojaba triste y estúpido, deprimente. A veces se refugiaba en la flauta. Recuerda que le salía una música con una sonoridad que nunca antes había conseguido. Pepe encontraba motivos deprimentes por doquiera mirara. Incluso los peores y más desgraciados, como el de la presencia de un reo condenado a pena de muerte. En efecto, allí estaba Miguel Expósito, un soldado preso procesado por doble homicidio y condenado en consejo de guerra a morir fusilado. Lo había conocido la otra vez y ahora estaba en capilla. Fue ejecutado poco después. Siempre recordará que lo mató la justicia militar. En fin, con el desánimo estancado, Pepe Beunza se aisló bastante y empezó a llevar una vida solitaria.

Recuerdo un día que estaba en la biblioteca escribiéndole a Emilia y a las pocas líneas se me nublaron los ojos y me entraron una ganas de llorar terribles. No sé... al recordar a Emilia... pensé que nos estaban robando la felicidad, que no me dejaban tener su cariño... en fin, que no podía escribir. Pensaba en ella y sollozaba. Me salí de allí. Me fui al patio, me senté en un rincón y aprovechando que no había nadie estuve llorando mucho y durante un buen rato. Hacía años que no lloraba. Tenía una congoja... un sentimiento de desamparo y de soledad... Me serené un poco pero no se me pasaba. Me dije que si tenía ganas de llorar debía hacerlo, que sería bueno hacerlo. Así me tranquilicé. Pero por la noche me di cuenta de que seguía igual de acongojado y triste, que el llanto no me había serenado. Decidí que en adelante no lloraría más.

Se fue animando poco a poco. Tuvo muy buenas relaciones con Enric Valor, el lingüista valenciano que estaba preso por un asunto político-financiero. Aquel hombre extraordinario y culto pensaba, y pensaba bien, que en la cárcel sólo se resiste cuidando mucho de tu propia dignidad, y que se consigue salir de un estado de depresión planificando tu propia vida y trabajando mucho. Gracias a aquellos sabios consejos, logró controlar el malestar que sentía proponiéndose estudiar para examinarse en febrero de dos asignaturas pendientes. El yoga también le ayudó mucho, y el trabajo en el taller de carpintería de la prisión.
Finalmente, recuperó el apetito y superó la depresión.

Su padre, por ser notario, tenía permiso del colegio de abogados para visitar a su hijo. Recibía bastantes visitas y ya no se sentía tan aislado. En Nochebuena estuvo con su abogado y amigo José Antonio Noguera. Lo pasó bien con él y hablaron del inminente consejo de guerra. Luego iría a verlo el juez instructor, un señor muy amable, con aires de caballero, quien le dijo que, aunque obedecía órdenes, íntimamente pensaba que aquello era una injusticia. Quizás por eso abandonó su mala función y pusieron a otro juez que no tuviera escrúpulos con su papel en la farsa. Al igual que la primera vez, en esta ocasión también denunció que su condena estaba dictada de antemano. No quiso ser defendido por un militar, pero le adjudicaron uno de oficio y por sorteo. Al principio, el defensor designado por el ejército parecía estar de acuerdo con que fuera José Antonio Noguera el verdadero abogado, el que coordinara la estrategia de defensa; pero al parecer, bien porque recibió un severo toque de atención bien porque desconfió del objetor y de su abogado de izquierdas, se cerró en banda y se obstinó en defender a Pepe Beunza no como objetor de conciencia sino como desertor. Lo mandaron a paseo y no se entrevistaron nunca más con él.

La campaña política seguía su curso. Además de algunas acciones parecidas a las que ya he comentado en otros capítulos, lo más destacado de aquella época es la carta que los vecinos del barrio de Orriols enviaron al capitán general para pedir la libertad de Pepe Beunza. Fue un gesto de grandeza. Habían roto con un tema tabú: ¡meterse con el ejército! Un movimiento vecinal se había atrevido a criticar decisiones de los tan temidos militares franquistas. Además, en el número 101 de Cuadernos para el Diálogo se denunciaba la detención del objetor por boca de Eduardo Cierco (flamante premio «El Ciervo» por un artículo-entrevista que realizó a Pepe Beunza en 1971 y que fue publicado en Mundo Social).

Llevaba unos meses preso y las cosas iban mejor. Se examinó de dos asignaturas y aprobó. Pero, al fin, el 9 de marzo de 1972 tendría que examinarse de algo que iba a suspender estrepitosamente y en segunda convocatoria: en cuestiones de obediencia debida y sumisión a la normativa militar tampoco fue aprobado en el segundo consejo de guerra. Esta vez fue a buscarlo la Policía Militar. Había expectación. Ese día pudo verse a muchas personas esperando en la calle la llegada del preso de conciencia.

Este consejo de guerra duró diez minutos. Me habían procesado por deserción. El fiscal pedía dos años y el defensor seis meses. Yo tenía la experiencia del anterior, sabía que no me iban a dejar hablar y por eso me había preparado un discurso breve. Cuando terminaron todos su número y llegó mi turno me levante y dije: «Quiero que conste en acta que desde el principio me negué a ser defendido, ya que soy objetor de conciencia y lo seguiré siendo». En ese punto el presidente gritó pidiendo que me callara, pero entonces elevé la voz y seguí diciendo: «y lo seguiré siendo mientras tenga fuerzas, y por eso estoy condenado a cárcel hasta los treinta y ocho años de edad, por lo que considero una inútil pérdida de tiempo defenderme de una petición de dos años de cárcel por delito de deserción». Lo dije medio chillando mientras que el presidente gritaba, hasta que, en fin, se acabó todo. Lo importante es que constara que yo no era un desertor sino un objetor de conciencia.

Y lo más importante quizás fuera que Pepe Beunza salió reforzado. Aquella puesta en escena de los militares, sus nervios y sus gritos ante un joven que les hablaba y hasta les chillaba para hacerse oír, dio alas al objetor, le aportó la energía que necesitaba para aguantar el largo trayecto punitivo que aún debía recorrer. Fue condenado a un año de privación de libertad y a un destino en un cuerpo de disciplina, o sea, a un año en una prisión militar y a quince meses en el Sáhara, en un batallón disciplinario. Más o menos, lo previsto. No flaqueó por ello. Él estaba más animado, sentía que podía superar lo que tenía encima y lo que pudiera llegar, todo volvía a ser posible; aunque la cárcel siguiera siendo igual de fea e igual de cruel, aunque por esas fechas estuviera rodeado de situaciones carcelarias deprimentes e incluso viviera muy de cerca la trágica escena de un suicidio (fue testigo ocular de la mortal caída de un hombre afectado por una terrible depresión que decidió quitarse la vida arrojándose desde el tercer piso de la galería).

Si su ánimo había recobrado las ganas de resistir (porque su resistencia era también la mejor forma de que la objeción de conciencia continuara avanzando en el Estado español), entonces todo se soportaba mejor. Escribió otra carta al capitán general -«me puse algo chulito», reconoce- diciéndole que nunca cambiaría de opinión, que lo iban a tener así hasta los treinta ocho años porque él era objetor de conciencia y estaba orgulloso de serlo; y que por eso mismo era mejor que el ejército afrontara la realidad y que se dirigiera al Gobierno pidiendo un estatuto legal de la objeción de conciencia, o que a él le aplicaran sin más interrupciones la máxima condena de cárcel.

En esas fechas el decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia era Manuel Broseta Pons, años después víctima de ETA. La Junta de Facultad, con el famoso catedrático al frente, se dirigió al Gobierno para elevar dos peticiones: en primer lugar, una modificación de la legalidad vigente que diera cabida a un estatuto jurídico para los objetores de conciencia; y en segundo, un indulto para el estudiante don José Luis Beunza Vázquez, en atención a los motivos morales que impulsaron su actitud.

Todo esto fue trascendental, más aún en el contexto de mi segundo consejo de guerra. Pero, lógicamente, yo no quería un indulto, yo no pretendía una medida de gracia individual, buscaba una solución colectiva a un problema de derechos humanos, y quería que mi objeción denunciara los males del militarismo y la injusticia de un servicio militar obligatorio que enseñaba a preparar las guerras. Claro, todo esto, me reafirmaba, me hacía pensar y repensar las cosas, y valorar la fuerza que tenía para seguir en la brecha.

Esa primavera de 1972 se organizaron importantes protestas políticas en las calles de Valencia. El movimiento estudiantil protagonizó sonadas refriegas con la policía franquista. En la Facultad de Medicina se sucedieron las concentraciones, las sentadas, las carreras y las cargas policiales. Dicen que un día, en el justo momento de la tensión entre estudiantes y policías, pasó por allí un camión de Coca Cola y se armó la marimorena. El resultado final ofrecía un balance de heridos en ambos bandos y de varios estudiantes encarcelados.

Según contaban los detenidos que ingresaron en la cárcel, al parecer, la policía se bebió más coca-colas de las que quería. Además, esos días entraron en prisión a cumplir un mes más de treinta árabes estudiantes de Medicina que se enfrentaron a la policía por cuestiones de la universidad, por alguna jugarreta que les hicieron.

Como tantas veces, Pepe Beunza ayudaba a los presos políticos cuando estaban en las celdas de tránsito. Supuso que ahora, al estar condenado en firme, lo llevarían a la galería de los políticos. Pero ni por ésas. De todas formas, muy pronto partiría hacia Galeras, uno de los dos penales militares de Cartagena, el que internaba a la soldadesca.

20. A Galeras, en un castillo a la orilla del mar

Sabía que no lo volverían a enviar a Jaén y por eso prefería ir a una prisión militar, para eludir el riesgo de acabar en una cárcel de presos comunes. Salió en conducción el 11 de mayo de 1972. Esposados, desde un autobús de la guardia civil, con los ojos casi desorbitados, los presos observaron a la gente que disfrutaba de la playa de Benidorm, buscando entre los bañistas las visiones más celebradas y aplaudidas, aquellos bikinis todavía minoritarios. No voy a profundizar en lo que ya se sabe, no repetiré la retahíla de penurias, estrecheces y gorrinerías de las conducciones de presos, un tipo singular de operación de castigo penitenciario. Llegaron a Murcia y pudo hablar con gente que iba hacia el Sáhara o que volvía de Galeras. No era demasiado malo lo que contaban de la prisión de Cartagena, algunas noticias sobre su régimen sonaban increíbles. Tras unos días en la prisión civil de esa ciudad, una cárcel de máxima seguridad con carceleros muy provocadores, acabó instalado en el penal de Galeras, un antiguo castillo en una montaña a la orilla del mar.

Allí conoció al preso político José María Coderch, un luchador comunista, un hombre inteligente y solidario, un amigo con el que afortunadamente coincidiría más veces. La ayuda de José María fue siempre capital para nuestro preso de conciencia y, en líneas generales, para la población reclusa que convivió con él (aunque -eso sí- no soportaba la actitud autista, cansina e insolidaria de muchos Testigos de Jehová). En el penal de Galeras casi todos lo presos eran desertores, además de unos cuarenta Testigos. La noticia de su llegada precedió a Pepe Beunza. José María, sin conocer a la persona pero sí su fama, preparó todo para que desde el principio se sintiera lo mejor posible. Fue el que le aconsejó que se dedicara a dar clases a los presos comunes, una tarea que en efecto sería gratificante. De esa forma, aunque nada más llegar sufrió la ya conocida depresión con pérdida de apetito, la impresión que tuvo fue inmejorable. No salía de su asombro al comprobar que, efectivamente, podía recibir visitas de cualquier persona que lo solicitara, charlar durante unas seis horas diarias, y pasear y comer por los patios con sus visitantes: cuando acudían los familiares de algún preso amigo pasaban el día con ellos, una costumbre que sobre todo a padres y madres siempre dejaba contentos y tranquilos.

Lo peor de aquel penal era el mal ambiente que a veces provocaban ciertos presos, encarcelados por delitos comunes, entre otras cosas, porque tenían muy fácil emborracharse. Cierta vez estuvo Pepe Beunza en peligro de ser víctima de una tremenda agresión, pero consiguió sortear el peligro. Salvando esa tendencia de la tropa encarcelada a la borrachera mal digerida y a la bronca peligrosa, la verdad, en aquel penal se vivía mejor que en la mejor prisión civil. Podía recibir todo tipo de periódicos legalizados (José María estaba suscrito a La Vanguardia). Podía atender todas las llamadas telefónicas que le hicieran, y le dejaban tener una radio, un magnetófono e incluso un tocadiscos. No había límites con el correo. Podía escribir tantas cartas como recibir, aunque, por supuesto, debían pasar por la censura.

Allí se dormía en brigadas con forma semicircular que, nada más entrar, me parecieron cuevas hippies, llenas de fotografías, bastante desordenadas, una gozada. Realmente era increíble que en una cárcel española del año 72 se pudiera vivir bien, pero tiene una explicación: además de que los presos estaban normalmente con condenas pequeñas y de que los Testigos generaban un ambiente tranquilo, Galeras de Cartagena salía muy bien parada del hecho de que las prisiones militares no tuvieran muchos recursos organizativos: eran dirigidas por un capitán, un brigada para la oficina, un sargento y algunos soldados. Con tan poco personal, la cárcel funcionaba porque dependía más de los presos que del ejército (aunque eso también explica que la de Alcalá, al primar la ley del más fuerte, fuera de las temibles).

Los militares necesitaban la colaboración de los presos a costa de transigir con la disciplina. Además, no había un mando fijo. El brigada encargado de la oficina era siempre el mismo, pero cada quince días cambiaban el sargento y los soldados, y cada mes, el máximo responsable del penal, el capitán, el cual tenía que vivir allí durante todo ese tiempo. Ese sistema de mudanzas hacía que el mando pasara por una crisis de adaptación. Cada mes se sucedían unas primeras jornadas de confusión y estúpida dureza regimental que sobre todo sufrían los presos, pero que también molestaba a los carceleros. Hasta que poco a poco el capitán aprendía a dejarse aconsejar y suavizaba su postura.

Los primeros días el capitán venía con el reglamento leído intentando aplicar disciplina, pero después se le pasaba el miedo a que nos escapáramos y se daba cuenta de que la cosa iba mejor para todos siguiendo los usos y costumbres, hasta que acababa jugando a las cartas con los presos. Claro, es lógico que un capitán recién llegado alucinara con algunas relajaciones de la normativa: por ejemplo, cuando había que bajar la basura a Cartagena iban soldados y presos y, de paso, se daban un baño en la playa. Pero acababan entendiéndolo todo. Además, el papeleo de la oficina era algo engorroso para un capitán que sólo iba a estar allí un mes. El amigo José María Coderch era el alma de la oficina y tenía un control grandísimo sobre la cárcel: ponía trampas al recién llegado para que se agobiara con el papeleo. Más tarde o más temprano el capitán de turno se daba cuenta de que con la colaboración de José María la cárcel iba sobre ruedas.

Se establecía y restablecía cada mes un auténtico pacto de inobservancias, aunque es cierto que algunas generosidades regimentales, de haber trascendido, hubieran dado al traste con toda aquella «libertad encerrada»: por ejemplo, ciertas veces, mujeres y novias de los presos y de la milicia se quedaban a pernoctar con sus amantes, en lugares discretos de la prisión militar, normalmente en una habitación que ya tenían preparada para la ocasión.

Emilia estuvo una semana conmigo. Aprovechamos bien la habitación. Había que tener cuidado con el capitán: si pasaba por allí nos avisaban, salías un rato, paseabas delante de él y evitabas el mosqueo. De todas formas, un capitán «progre» y generoso hizo lo posible para que pasáramos una noche juntos, una noche inolvidable con mi chavala.

No obstante aquellos días tan intensos, los paseos incluso nocturnos de aquella semana formidable fueron también los del anuncio de una separación que, poco a poco, fue pareciendo inevitable. En Valencia Emilia había empezado a militar en los círculos trotskistas y el grupo de apoyo a la objeción de conciencia estaba cada día más apático y desmembrado. La nueva ideología de Emilia le llevó a cuestionar fuertemente el antimilitarismo y la no violencia.

La estaba perdiendo. No parábamos de discutir. Empezábamos a no estar de acuerdo en casi nada. Estábamos tan a gusto y, claro, con tanta discusión nos acabábamos amargando. Y no podíamos superarlo. Ella tenía la posibilidad de desarrollar sus nuevos elementos de juicio, estaba en la calle; pero yo tenía una responsabilidad muy fuerte, mi apuesta era conmigo mismo, con mi conciencia y con el posible camino que pudiera indicar a otros. En las siguientes visitas tanta discusión me torturaba.

La separación era algo más que una posibilidad. Parecía cercana. Además del distanciamiento y de su ruptura política con la objeción de conciencia, Emilia trabajaba como secretaria y se sentía un poco enferma (equivocadamente, le diagnosticaron una diabetes). Cada vez le costaba mucho más acudir a verlo. Pepe, aunque comprendía la perspectiva de ella, sentía un gran dolor al ver que irremediablemente la perdía. Sufría al recordar. Recordaba cuando lo habían detenido prácticamente en sus brazos. Habían vivido mucho en común. La cárcel, que parecía haber mantenido durante mucho tiempo el fuego vivo del amor, ahora aceleraba el desamor. A Pepe no le quedó más remedio que ir aceptándolo; él tenía que resistir.

Afortunadamente, a su vida de preso llegaron nuevos alicientes. Allí fue a parar su amigo Fernando, un preso político que había protagonizado el rifirrafe del camión de las coca colas cerca de la Universidad de Valencia. En general, por muy relativa que fuera la liberalidad del penal y aunque a Pepe Beunza le atormentara la perspectiva de su inmediato futuro sahariano, la verdad es que se sintió bien, superó todas las tristezas que le acechaban y se dedicó a disfrutar de las oportunidades y del buen pasar de los días. Hasta el trato con los sacerdotes fue siempre correcto: precisamente, uno de ellos (un agustino de buena fe), previa consulta a los penados, llevaba las películas que le pedían y una máquina de proyección de cuyo buen uso se encargaba Pepe Beunza. Todo un santo varón que presos y cinéfilos presos recordarán con inmensa gratitud. Y por si eso fuera poco, estaba el mar; la belleza quedaba cerca.

Una cosa que realmente se agradecía era ver el paisaje de Cartagena, observar desde allí la montaña, el horizonte, sobre todo el mar, su luz y sus colores. Se veían unas puestas de sol que eran maravillosas. Ver esos crepúsculos desde la cárcel te sobrecogía.

21. Auge y crisis de la objeción de conciencia

El lector ya se habrá dado cuenta de que Jordi Agulló, el segundo objetor de conciencia también encarcelado en Cartagena, no estaba en el penal de Galeras; él permanecía en la prisión naval. No podían coincidir. Cierto sacerdote de Valencia se equivocó de cárcel y al dar el nombre del objetor que quería visitar -Jordi-, acudió Pepe a recibirlo para sacarlo de su error e intentar enviar un saludo al alcoyano. Gracias a ese cura, a otras personas y a la facilidad de aquel régimen de visitas ambos presos se intercambiaron mensajes de compañerismo. Avanzaba el año 1972 y ambos tenían buenas noticias que compartir. Se había celebrado una marcha internacional sobre el Vaticano demandando la libertad de los presos de conciencia españoles. Con éxito.

Fueron unas cien personas disfrazadas de presos y con carteles reivindicativos en varios idiomas. Se hicieron fiestas y actividades lúdicas que acabaron siendo muy bien comentadas en la prensa de varios países. Además, continuó la campaña de los encartelados, y durante varios domingos hubo acciones en Madrid, Santander, Barcelona... Siguieron llegando muchas cartas desde el extranjero dirigidas a políticos y obispos. Los grupos de apoyo consiguieron arrancar posicionamientos claros a favor de los objetores españoles por parte de la Comisión Internacional de Juristas, Consejo de Europa, Amnistía Internacional, etcétera. Más tarde, con motivo de la celebración de la Conferencia Episcopal, escribí una carta para que llegara a los obispos más progresistas, con el fin de interpelarlos sobre la objeción de conciencia. Gracias a una gran persona, una mujer francesa llamada Marie Laffranque (solidaria desde entonces con el movimiento antimilitarista del Estado español), la carta llegó a su destino y recibí respuesta de varios obispos.

Después de Pepe Beunza, Jordi Agulló, Juan Guzmán y Víctor Boj, los que dieron el pistoletazo de salida en 1971, las buenas noticias para la objeción de conciencia siguieron acumulándose durante 1972. Otro chico de Alcoy, Juan Antonio Linares, se declaró objetor en abril de ese año. Más tarde el sacerdote Francisco López de Ahumada se negó a jurar bandera (al poco tiempo, otro cura, el madrileño Juan Pescador, seguía esos mismos pasos y devolvía la cartilla militar).

No se conoció ningún otro testimonio de desobediencia hasta que Rafael Rodrigo, un estudiante valenciano que estaba realizando las milicias universitarias durante el año 1972, escribió a Pepe Beunza diciéndole que conocía su experiencia y que, aunque le quedaban unos meses de servicio militar, pensaba declararse objetor. Pepe le contestó apresurado. Quería decirle que esperara, que se puede ayudar de muchas formas, pero hubo grandes dificultades para la comunicación porque esos intentos de contacto fueron seguidos e interceptados por el Servicio de Inteligencia Militar. Pese a todo, el objetor sobrevenido cumplió sus intenciones y tiempo después, ya en 1974, acabaría encarcelado y enviado al Sáhara (no obstante, lejos de haber escarmentado, Rafa Rodrigo sería durante años uno de los más importantes puntales del grupo de objetores valencianos).

Hubo también algún caso de gente que anunció su objeción y no dio el paso, o que lo inició y no pudo afrontar con fuerza la represión: el chico de Alcoy, el amigo de Jordi Agulló, tras varios meses de calabozo, afectado por una fuerte depresión, no pudo resistir y optó por terminar el servicio militar (ya se sabía que esas cosas podían pasar: en los grupos de objeción de conciencia se hablaba mucho de ponderar las fuerzas de cada uno, de huir de las heroicidades mal entendidas, de respetar los miedos y de asumir la reversibilidad de las decisiones). Hasta 1975 no surgiría ningún otro nuevo objetor desde dentro de los grupos de apoyo ni en los ambientes de aquella campaña iniciada con Pepe Beunza.

Entre 1971 y 1972 seis conscriptos se declararon objetores, pero, con los sacerdotes refractarios a cualquier bandera que no fuera la de la paz, ya eran ocho los testimonios vivos de un pacifismo activo -todavía aislados pero vivos-, ocho ejemplos individuales de una nueva actitud frente al militarismo, en la España de Franco, dentro de sus propios cuarteles. No eran ni tan siquiera una minoría, pero su mensaje tenía la capacidad de generar respuestas: ¿por qué? Cuestión de método. Los primeros desobedientes civiles provocaron cierto revuelo, entre otras cosas, porque eligieron bien la estrategia y supieron rentabilizar sus costes personales. Tal es la filosofía básica de la desobediencia civil.

En Cartagena, claro, Pepe Beunza se relacionó mucho con los Testigos de Jehová. Se hizo buen amigo de algunos, precisamente de aquellos que a veces parecía que se podían rebelar contra las injusticias de la cárcel o tal vez contra las imposiciones de los jerarcas de su propia confesión. Allí comprobó que vivían un verdadero drama, un martirio que galvanizaba su milenarismo apocalíptico (por eso para ellos negarse a hacer la mili no era un valor sino un dogma, por eso no postulaban un cambio normativo que acabara con el drama de todos, por eso de sus creencias nunca ha podido surgir una actitud de compromiso social). Eran muchos los encarcelados en el penal de Galeras, tenían un superintendente, estudiaban demasiadas horas y demostraban un gran sentido de disciplina interna; sin embargo, no formaban una comuna entre ellos ni participaban en actividades comunitarias con el resto de presos.

Las han pasado muy putas. Claro, en los cuarteles casi nunca colaboraban y por eso los mandos se encabronaban con ellos; pero es que se empeñaban una y otra vez en hacer proselitismo, en predicar y no dar trigo, hasta que la gente les cogía manía. Lo pasaban muy mal, pero lo superaban porque cultivan la mística del martirio, porque para ellos el mártir se asegura la salvación. Pero aparte de eso, que puede ser respetable, yo creo que han tenido un papel muy negativo, políticamente, socialmente, y también desde el punto de vista religioso. La suya es una religión de servidumbre, de servicio al poderoso: si los dejaran a lo suyo, vivirían perfectamente bajo cualquier dictadura; trabajarían, colaborarían con el poder y no protestarían nunca. La prueba es que cuando hay huelga los testigos acuden al trabajo. Les discutías esas cosas y decían que eran neutrales. Pero esa neutralidad repugnaba a la gente, porque se aprovechan de las luchas de quienes despreciaban. José María les hacía todo el boicot que podía.

Pepe Beunza intentó más de una vez hablar con ellos de posibles acciones de protesta colectiva (recuérdese que en 1972 había unos doscientos testigos encarcelados en España). Les decía que tuvieran en cuenta el follón que habían conseguido montar apenas dos o tres objetores no violentos con algunos apoyos sociales, y que si ellos, que eran cientos, protagonizaban algún tipo de protesta, con total seguridad obtendrían un éxito tremendo y un beneficio para todos los objetores de conciencia. Pero siempre le contestaron que sólo cabe esperar la voluntad de Jehová, que de nada sirve luchar porque todo está predestinado: un día llegará el Armagedón, el mundo se acabará, conseguiremos librarnos de las cadenas terrenales y seremos eternamente libres. Genial. Celestial. Demencial, pero real.

Para todos los presos iba transcurriendo el tiempo. Muchos tendrían que partir a otros destinos. Los testigos tenían claro que rechazarían el batallón disciplinario; volverían a ser juzgados y acabarían en un penal de las Canarias o tal vez en el Sáhara. Eso se explica porque los penados por deserción -recuérdese que Pepe Beunza era considerado desertor- y todos aquellos que, por cualquier otro delito, fueron condenados en consejo de guerra a más de tres años tenían que terminar el tiempo de servicio militar en un batallón disciplinario. Por eso José María partió para el Sáhara. Y por eso, porque en diciembre terminaba su condena y afrontaba un tiempo de dudas, Pepe Beunza pidió al amigo que le escribiera y le contara todo lo que le ayudara a tomar una decisión. Además, junto a los motivos más personales -los del cansancio del desobediente-, estaba la posibilidad de crear una alternativa visiblemente diferente a la de los Testigos de Jehová, algo que alentara de mejor forma la disidencia propiamente antimilitarista.

Los Testigos de Jehová se negaban a ir al batallón disciplinario, volvían a desobedecer y eran condenados a seis años. Pero nosotros no podíamos seguir esa línea mecánicamente, teníamos que medir la fuerzas. Pasé unos días de gran incertidumbre. El 13 de diciembre tendría que salir en libertad. A la mayoría le daban la libertad y un mes de plazo para ir al Sáhara, con pasaje gratis, ahorrándose la penuria de la conducción. En fin, decidí ir al Sáhara y escribí a la gente del grupo de apoyo para que valoraran la decisión y no la vieran como una incoherencia. Claro, también influía ver que el grupo estaba muy flojo, que la campaña del estatuto estaba paralizada, etcétera.

Anduvo agitado hasta aclararse. Sopesó el alcance de su decisión. A él y a otros objetores les podría animar la idea de ir al batallón del Sáhara porque se sabía que de esa forma antes de dos años acabaría su tiempo de castigo, que «de facto» la pena por desobediencia civil al servicio militar obligatorio no sobrepasaría los cuatro años. Todo eso coadyuvó a que decidiera asumir el castigo disciplinario. Cuando imaginó posibles situaciones humillantes en un ambiente mitad carcelario mitad castrense anticipó mentalmente lo inquebrantable de su dignidad («seguirá siendo íntegra mi objeción»). Pensó que no serían tantas las concesiones que tendría que hacer y que, en todo caso, merecía la pena vivirlo e investigarlo. Una carta de octubre de 1972 dejó bien patente esta postura ante los grupos de apoyo a la objeción.

Lo más urgente -decía en aquella carta- es que rompamos con la inercia de los Testigos de Jehová, que podría perjudicarnos mucho... nosotros no creemos que Jehová venga a sacarnos de esto ni que el Armagedón vaya a romper nuestras cadenas. Esto lo hará nuestra lucha... Corro el riesgo de que el batallón disciplinario sea mucho más humillante de lo que espero. Es un riesgo que veo necesario aceptar, pues por ser uno de los primeros objetores «abiertos» no tengo más remedio. Entonces ya vería cuál es la decisión más conveniente. Creo además que al Gobierno le ha de preocupar más el que termine el batallón y siga trabajando por la objeción que el que me pase algún tiempo más en la cárcel. Creo que aceptar el batallón, con todos sus riegos, porque hay que verlo como un castigo más, es seguir poniendo toda la carne en el asador y me gustaría que lo vieseis así.

Júzguese la decisión teniendo en cuenta que se estaban escribiendo las primeras páginas de una fase histórica de la lucha antimilitarista que, en realidad, y bajo una dictadura militar, acababa de empezar. Se trataba de abrir nuevas posibilidades y de sortear escrúpulos ideológicos influidos por la nefasta presencia de los Testigos en el discurso de la desobediencia civil y de la no violencia. Finalmente, su inquietud fue sobrepasada por los hechos: se lo llevaron hacia el Sáhara antes de lo previsto. Durante esa época, por miedo a las deserciones, la Capitanía General de Valencia empezó a actuar de otra manera, a dictar órdenes de traslado al Sáhara sin conceder previamente la libertad. Él temía cualquier cosa pero esperaba salir en libertad, estar un mes con la familia, aclarar las cosas con su chica, trabajar con el grupo de apoyo y revitalizarlo, discutir con su gente sobre el futuro de la lucha antimilitarista una vez aceptada la opción del batallón disciplinario, ir después en avión al Sáhara... Los compañeros de la oficina de Galeras procuraron extraviar su documentación; pero en Capitanía, curiosamente, el expediente de Beunza estaba muy al alcance de la mano. Así las cosas, el 23 de octubre se adelantó la Policía Militar con la orden de conducción. Precisamente cuando esperaba la inminente llegada de Emilia, de prisa y corriendo, sin poder hacer el equipaje decentemente, esposado, sin apenas preparación psicológica para un duro y largo viaje, Pepe Beunza partió para el Sáhara.

Después de una larga conducción que duró muchos días por las muy pintorescas cárceles sureñas, después de conocer los ambientes de las cárceles civiles de Cartagena, Murcia, Granada, Málaga, Puerto de Santa María y Cádiz, una mañana fue trasladado al puerto gaditano. Todo el horror de las conducciones por carretera se supera con creces cuando se habla de un grupo de presos hacinado en algún lugar de un barco de pasajeros. Es patético.

Nos metieron en un camarote a tres presos esposados con dos guardias civiles vigilándonos. Cuando el barco llevaba una hora navegando nos soltaron y nos dejaron ir al salón principal a reunirnos con otros presos, pero para ese momento yo ya había cogido un mareo terrible. No nos dejaban subir a cubierta y fue bastante desagradable, siempre sentados y todo el mundo vomitando. Además, veíamos a las chavalas con sus trajes de baño subir hacia cubierta... y nosotros allí , sentados en el salón, con los dientes largos. Y para dormir se repetía la escena del principio: tres presos esposados a la pata de la cama, en un camarote con dos guardias civiles. Por fin llegamos a Santa Cruz de Tenerife y después a Las Palmas, a la prisión de Barranco Seco, un cárcel civil muy cosmopolita, llena de extranjeros, la mayoría por asuntos de drogas.

Pepe Beunza estaba tranquilo en su nuevo destino canario. Recuerda que era ya un experto de las cárceles. Estuvo un tiempo en el castillo de San Francisco del Risco, una prisión militar que albergaba a muchos Testigos de Jehová. Allí pudo ver con qué saña se burlaban de ellos tanto los presos como los guardianes. A veces eran maltratados.
Por momentos pensó que tal vez le daban la libertad, pero el mismo día del fin de su condena fue conducido a un barco y trasladado al Sáhara. Llegó el 14 de diciembre de 1972. Desde que salió de Galeras habían transcurrido cincuenta y un días de conducción. Tenía por delante quince meses de batallón disciplinario. No volvería a Valencia hasta la primavera del año 1974.

22. Un corrigendo en un desierto disciplinario

Saltó del anfibio y poco después pisó la arena. Rápidamente recaló en El Aiún. Ahora le costaría mucho más salvaguardar y defender con dignidad su condición de objetor de conciencia. Su decisión estaba fundamentada, pero los motivos de contradicción estarían a la orden del día. Muchas cosas tendría que aprender para sobrevivir y para sentirse en armonía con su conciencia antimilitarista. Tampoco tenía un manual. Todo lo tendría que vivir, improvisar. Seguía siendo el primero. Sobre demasiadas cosas no entendía mucho o no entendía nada.
Lo que sí entendió desde el principio es que uno de sus peores enemigos sería el paso del tiempo. Tendría que idear la forma de dejar al tiempo sin peso. Nada más llegar se dio cuenta de que la gente, soldados y corrigendos, tenía por diversión favorita acostarse en la litera y contar el tiempo que pasaba.

Empezaba uno: «me quedan cuatro meses, quince días, tres horas y treinta minutos». Lo decía gritando, como histérico. Pero es que al cuarto de hora empezaba el tío: «me quedan cuatro meses, quince días, tres horas y quince minutos», igual de histérico. Me asusté al pensar que ésa iba a ser la retahíla de cada momento. Cuando nos acostamos, al rato me despierta otro tío, un soldado, dándome golpes, con una borrachera tremenda y diciéndome: «Estoy licenciado, estoy licenciado, toma, pégate un trago». Le decía que no quería beber y él no me dejaba, una y otra vez, hasta que le tuve que gritar que se largara. Acudieron otros soldados y le dijeron: «Déjalo, es un corrigendo». Entonces el tío me miró como asustado y se fue corriendo. Aprendí algo importante: que a los corrigendos nos tenían un gran respeto.

Afortunadamente, muy pronto encontró a su amigo José María Coderch, quien le aconsejó que procurara coger la oficina como destino. Comenzó su nueva andadura bien arropado y bien informado, también uniformado, con un uniforme marrón, el color que distinguía a los que purgaban alguna pena para diferenciarlos de los legionarios. Allí, Pepe Beunza era un corrigendo por deserción, aunque de sobra supieran que era un objetor incorregible. A poco que lo pensara se daba cuenta de que estaba en el ambiente más extraño y que más podía repugnar a su conciencia. Otra vez se sintió mal y deprimido, pero ya había aprendido a controlar y superar las depresiones. Supo que podía soportar todo aquello aunque era consciente de estar obligado a llevar una vida disparatada, más absurda que la de cualquier espacio carcelario normal, civil o militar.

Ciertamente, aquello era una especie de encarcelamiento escamoteado, una cárcel diferente, a caballo de muchas técnicas de castigo y disciplinamiento; por un lado sutil prisión y por otro espacio militar extravagante. Estaba rodeado del entorno legionario, de sus ostentosas muestras de militarismo salvaje, sus negras leyendas y sus cánticos patológicos; pero en su unidad no había armas, no se hacía instrucción. No se podían obviar ciertos rituales militaristas pero sí sustraerse de la cadena militarista, de ese servicio militar que había rechazado, de todo eso que, hasta el momento, le había llevado a dos calabozos, diez cárceles, dos consejos de guerra y, ahora, a un batallón disciplinario de la legión española en el Sáhara.

Me dijeron que anteriormente había armas en esa unidad, pero unos corrigendos borrachos mataron a un oficial y se prohibieron las armas. La verdad es que estaba allí lo mejor de cada casa. Se nos dejaba por imposibles. Sobre todo se trabajaba en la construcción y en camiones cuba repartiendo por el pueblo o por diferentes cuarteles. A mi me reclamaron para la oficina.

Entre los legionarios, con sus explosivos taconazos y su espigada posición de firmes, y con sus aseados uniformes de paseo; y los corrigendos, con sus feos, estrechos o anchurosos y desgarbados ropajes de un marrón de mil tonos, y sus malas maneras y sus rostros insolentes, parecían el ejército de Pancho Villa. Así eran conocidos. Tal era su estigma diario. La imagen de turbamulta de los señalados. Casi todos analfabetos. La mayoría desertores. Algunos denunciados por ladrones, inmorales, violentos, peligrosos, temerarios, drogadictos o traficantes.

Condenados individualmente, pero imaginados todos juntos con los mil nombres de la depravación. Eran los hombres infames. Los criminales. Los fracasados. La gente que no daba una a derechas. Los desesperados. Los refractarios a la frustración. Los frustrados. Los que tenían muy poco aguante. Los que siempre acababan cagándola o abandonaban. Los que se abandonaban. Los irresponsables que se despistaban. Los incapaces. Los inútiles que no soportaban el rigor y la rutina de la disciplina militar, la abnegación, el trabajo, el espíritu de sacrificio por España y el sentido del deber. El desastre de la patria. La morralla del ejército español. Su fracaso.

Muchos estaban allí por problemas de desesperación, por haber tenido algún follón en los cuarteles con algún mando, o con la tropa. Pero era peor. Unos meses antes de que yo llegara, el 29 de mayo de 1972, se escaparon dos corrigendos, José Miguel Muñoz Sánchez y Andrés Regueiro Carnota. Robaron un jeep y se fueron por el desierto, queriendo llegar a Argelia. Chocaron con un río de arena, una barrera que no les dejó pasar. El 10 de junio fueron encontrados completamente deshidratados, comidos por las alimañas, muertos. Se habían bebido hasta el aceite del cárter. Están enterrados allí, en el mismo lugar, en el río Auletis, a 80 kilómetros, en el puesto de Guelta. Me gustaría que este recuerdo fuera un pequeño homenaje a esos dos seres anónimos que murieron siguiendo el anhelo más sagrado que tiene la persona: la búsqueda de la libertad.
Nadie visitará sus tumbas, por eso yo he querido recordarlos y nombrarlos dignamente, con sus apellidos. Entonces, en cambio, sus imágenes fueron tratadas vilmente por las autoridades militares. Jamás podré olvidar lo que les ocurrió. Les hicieron unas fotos impresionantes y las colocaron a la vista de todos los corrigendos, en un tablón de anuncios, para que sirviera de aviso a los desertores que se empecinaran en huir.

El método terrorista no amedrentaba del todo. Surgían nuevos casos de total inadaptación. La desesperación de los desesperados hizo que otros corrigendos emprendieran idéntico camino, hacia el desierto, hacia la libertad o hacia prisiones más severas, quizás hacia la muerte; pero la verdad es que casi siempre los apresaban las patrullas de tropas nómadas. No obstante se salían del encierro, eran forajidos y algunos tuvieron éxito. En línea recta Marruecos quedaba a unos treinta kilómetros. Aunque, lamentablemente, ahí no acababa todo: las autoridades marroquíes repatriaron a huidos que consiguieron pasar sus fronteras.

Pepe Beunza hizo amigos pese a que el ambiente no era muy propicio para la convivencia armoniosa. La coexistencia entre los corrigendos estuvo siempre salpicada de tensiones, riñas, insultos y robos a diestro y siniestro. Tuvo que esforzarse para evitar todo eso, aunque más de una vez sufrió la experiencia de tener que separar a quienes se peleaban dándose palos y puñetazos.

José María estaba en otro cuartel. Sin él, Pepe se aburría enormemente en la oficina. Intentó escabullirse para trabajar en la construcción y parecía haberlo logrado, cuando le hicieron volver para que se ocupara de los test psicotécnicos. Se sentía ahogado en esas tareas. A punto estuvo de tirarlo todo por la borda y protagonizar un escándalo, pero siempre sopesaba el alcance de sus acciones y la necesidad de compartirlas con la gente que apoyaba la objeción y la no violencia. Lo valoró todo muchas veces. Notaba que se trataba de algo visceral y que quizás no necesitara de tantas reflexiones.

Escribió una carta a su familia en la que decía: «Antes me oponía a lo militar por principios; ahora que voy conociéndolo más a fondo, siento una repugnancia profunda que no quiero que crezca demasiado, ya que debo estar aquí bastantes meses y no quiero amargarme la vida». Muy pronto mejoró su situación. Se fue adaptando. Salvando la opresión de la vigilancia militar, por lo demás, las cosas no le fueron del todo mal.

Para Navidad ya tenía el pase, el carnet que me permitía ir al pueblo a pasear. Era lo mejor. Claro, yo salía siempre... Además, volvió José María a la oficina. Ahora todo iba sobre ruedas. Incluso protestamos por la obligación de asistir a la aberrante misa dominical y conseguimos no tener que acudir a costa de limpiar el barracón ese día. Era mejor. Después nos marchábamos.
Siempre salíamos, todos los días. Íbamos a los baños turcos, a las tiendas de artesanía... y al parador, a olvidarnos del ejército, a leer algún libro, a charlar con la gente. Al final conocimos muy bien los barrios, el oasis cercano, la playa... y todo lo que el ejército español hacía allí, el gran número de prostitutas que acude a sus ambientes y su importante papel en el funcionamiento de esas unidades militares. Supimos que a los soldados se les aleccionaba contra los saharauis, les decían que los moros no eran de fiar... y muchos soldados no salían de los cuarteles. También nos enteramos de lo que eran los militares para el pueblo saharaui: España llenó el Sáhara de legionarios y chulos, de violencia, corrupción, alcohol, borracheras, prostitución... y le robó sus riquezas, su propio desarrollo, su vida.

El simple acto de protestar contra la obligatoriedad de la misa legionaria, el que prefirieran limpiar antes que abdicar de sus ideas, sorprendía tanto a la gente que se significaron y empezaron a adquirir cierta fama y prestigio. Domingo a domingo otros corrigendos se despistaban, preferían no ir a misa y se quedaban con ellos a limpiar el barracón. Todo un éxito reconfortante. Pero aquél era un lugar muy complicado para la actividad política. Tenían el correo absolutamente intervenido. El capitán se lo dijo a la cara: «José Luis Beunza, le tenemos muy pero que muy controlado y ha de saber que le seguimos, hay un cabo encargado de registrar todos sus movimientos». El capitán le obligó a dar aviso de todas sus salidas, lo cual aumentaba el control y el agobio por el control. Pensaba en el tío que lo seguía por las calles y no dudaba en que acabaría volviéndose loco de tanto ir de un sitio para otro, porque cuando él salía de paseo, realmente, no paraba de pasear.

Por absurdo que parezca, cada vez que el T 7, o sea, Pepe Beunza, se iba para la calle debía decírselo a un cabo, porque, al parecer, éste avisaba al cuartel general («que sale el T 7») y entonces salía también el agente del servicio secreto encargado de seguir a todas partes al objetor. De esa forma se alimentan sensaciones verdaderamente atosigantes. Así se hace de cualquier territorio un espacio policial. Así se difunde el miedo, el racional y el irracional. Por eso su amigo y él sentían que mil ojos miraban o que mil oídos podían estar a la escucha. Si intentaban hacer algo rápidamente debían dejarlo. En seguida lo sabían los militares, o parecía que podían saberlo. Todo ese mal ambiente de control aún se enrareció más después de haber mantenido reuniones clandestinas con algunos saharauis para escuchar sus reivindicaciones políticas y ayudar de alguna forma a esa causa: dichos movimientos trascendieron y fueron seguidos de cerca por el servicio secreto (tenían amigos dentro que les dieron el aviso a tiempo).

Aquellos vigilantes tuvieron que sorprenderse mucho cuando comprobaron que, en ciertas ocasiones, el objetor era abrazado con cariño por un comandante del Tercio y que incluso lo recibía en su casa. Ese oficial llamó a Pepe Beunza para ofrecerle ayuda porque su cuñado era muy amigo de su padre y también porque había sido defensor de los Testigos de Jehová en varios consejos de guerra (lo designaban porque trabajaba bien su línea de defensa). Cuando el servicio secreto habló con el susodicho comandante para comunicarle que estaba recibiendo en su casa a un peligroso subversivo contestó que él elegía bien a sus amigos.

Madre mía, cuando veían a un comandante de la legión abrazar a un corrigendo todo el mundo alucinaba. Aquel hombre fue todo amabilidad conmigo. Quiso buscarme un buen destino, pero yo en la oficina estaba muy bien. Le guardo agradecimiento porque me demostró que era valiente al anteponer sus valores humanos a la imagen que el ejército le exigía. Yo pensaba que gente así da prestigio al ejército, pero... es así. Además, yo estaba muy fichado por el ejército y sin embargo él me defendía, y de esa manera estaba menos expuesto a cualquier arbitrariedad.

Tanto control sobre él, efectivamente, podía llevarle a barruntar cualquier fechoría. Pero no se entristecía. Lo llevaba muy bien. Tampoco caía enfermo, lo cual era gloria bendita en aquellas circunstancias. Apenas tuvo algún arrechucho, alguna vez, y cierta maldita gripe. Estaba fuerte y sano. Se cuidaba como podía; pero también sintió el miedo a la enfermedad y a los contagios, porque nunca fue vacunado contra nada: aunque saltara a la vista la falta de higiene, la suciedad, los parásitos, el mal estado del agua y otros riesgos evidentes, sólo recibió una vacuna cuando se declaró la famosa epidemia de cólera de 1973.
Pese a todo, definitivamente la vida tomaba impulso. En la sandalia solía hacerse un corte por cada mes que pasaba, pero al poco tiempo se le olvidó (prueba inequívoca de que el castigado ha vencido al tiempo que pesa y que duele). Siempre estaba animado y, realmente, acumuló motivos para estarlo. Llegaba gente procedente de Galeras. Lo peor de todo era que algunos se emborrachaban y metían la pata hasta el garrón, se peleaban o se iban al pueblo cuando no tocaba. Tuvieron muchos problemas con algunos compañeros porque cuando bebían podía ocurrir cualquier cosa, y muchas veces llegaban los castigos y malos rollos. Más de una vez tuvieron que esconderle la ropa a algún amigo borracho, para que no se fuera, para evitarle dos meses de «pelota», de calabozo.

Un día recibió la visita de un soldado que resultó ser un buen amigo valenciano: gracias a que su mujer era enfermera, se pudo trasladar al Aiún para estar con él; se habían instalado y ahora ofrecían su vivienda para lo que hiciera falta, todos tenían un piso disponible. Ya contaban José María y él con el mejor de los recursos para ser un poco invisibles, para eludir las vigilancias militares, para ocultarse de miradas insidiosas. Al menos para evadirse. Era más que suficiente. Fueron haciendo cuadrilla. Poco a poco consiguieron conformar un auténtico grupo de amigos. Congeniaban, eran de izquierdas y se lo pasaban bien.

Sólo les faltaba dinero y por eso cada cual ideó formas de buscarse la vida. Pepe Beunza, el famoso objetor por cuya libertad suspiraba mucha gente, mientras que la revista Fuerza Nueva seguía insultándolo y presentándolo como un supuesto converso, hacía y vendía pulseras artesanales y, con su amigo José María, se dedicó a la venta de pipas y cacahuetes. Una imagen muy simpática. Su amigo, el periodista Julio Zapater, todavía lleva en su muñeca una de aquellas pulseras: en un reportaje de la Televisión Valenciana Canal 9 (dedicado a la figura del primer objetor), Julio recordaba que Pepe Beunza era un sujeto muy heterodoxo en el Sáhara. Chocaba ver al objetor del batallón disciplinario vendiendo pipas y cacahuetes a los soldados.

Lo de las pipas lo teníamos bien montado. Aparentemente da mucha risa, pero era la forma de tener muy buenos ingresos al mes, unas quince mil pesetas limpias (del 73) para los dos. Trabajábamos unas dos horas diarias. Lo peor era ir al pueblo y volver cargados con dos o tres sacos y que no nos descubriera el teniente cuando entrábamos por la puerta. Pero cuando ya estábamos dentro los mismos vigilantes, que nos avisaban de que no estaba el teniente, se quedaban con pipas y cacahuetes y empezaban «pipas, pipas, pipas». Nos llamaban los pipas. Todo era la mar de divertido. Uno vendía a los soldados que se iban de paseo y otro se iba a la puerta del cine. Luego entrábamos en el descanso de la película y armábamos buen follón, íbamos gritando y cantando «ricas pipas, cacahuetes, palomitas de maíz, a la rica pi pi pi pi pi pi». Todo el mundo se reía y nos compraba.

Aunque con suma prudencia y cuidado, más de una vez elevó la voz para denunciar las malas condiciones de vida en el batallón disciplinario. Lo que más incitaba a la queja era que la comida iba aderezada de insectos de todas las clases. Eso dio pie a que llegara la única ocasión en que alguien le cruzara la cara, la primera y última en sus tres años y pico como preso de conciencia.

Un capitán le pegó un guantazo por denunciar en el comedor y en voz alta (sin seguir el inoperante conducto reglamentario) que había bichos en la comida. Al parecer, y como tantas veces, sobre la sopa nadaba toda una legión de bicharracos asquerosos. Sonó la voz del quejoso, sonó la bofetada, y por el comedor sonaron las risas contagiosas de los corrigendos. Sin embargo, a pesar de la afrenta, Pepe Beunza se quedó satisfecho cuando comprobó que acto seguido aquel capitán armó una bronca tremenda en la cocina. Para más gloria de su ya acreditada fama de hombre luchador, la comida mejoró bastante, desaparecieron los bichitos más grandes y todos los compañeros se lo agradecieron.

23. La humillación

Entre 1973 y 1974, verdaderamente, la causa de la objeción antimilitarista estuvo bastante paralizada. Recuérdese que eso ya se empezó a notar a finales de 1972 y que fue considerado por Pepe Beunza para aceptar como final de su trayecto el Sáhara. La represión, de varios años de cárcel y batallones disciplinarios o de hasta dieciocho años si no se cortaban las condenas en cadena, seguía haciendo muy difícil abrir camino.

No pocos escribían entonces a Pepe Beunza explicándole cómo iba el debate político sobre la objeción de conciencia. Entre otros, el dibujante Forjes le anunciaba lo más inmediato en una carta fechada el 23 de octubre de 1973: «Personalmente me temo que no se va a dar figura legal al objetor, simplemente se va a montar un tinglado sobre los que se nieguen a prestar el servicio militar. No obstante lo que sí parece cierto es que desde luego las condenas en cadena desaparecerán».

Algunas personas (Gonzalo Arias, Lorenzo Barberá y otros) reflexionaban, escribían. Gonzalo Arias propuso un método de objeción que, aunque testimonial, podía ir sumando fuerzas a la causa: aunque el soldado siguiera siendo soldado dejaba en una carta bien clara su postura contraria al uso de las armas y una defensa de los ideales no violentos. En los grupos de apoyo se proponían nuevas formas de actuar. Se empezaba a hablar de posibles acciones colectivas. Mientras tanto, en Italia se avanzaba legalmente. En Grecia caían los coroneles, llegaba la democracia parlamentaria y los objetores de conciencia abandonaban las prisiones. Con la Revolución de los Claveles también serían amnistiados los objetores portugueses. Todavía sonaba a mera especulación proyectar un futuro de ejércitos totalmente profesionalizados, pero cambiaban las cosas en Europa occidental para la vieja conscripción militar. Sólo España destacaba por su dictadura y, en consecuencia, por la represión de cualquier voz que sonara antimilitarista.

Y yo seguía por allí, por el Sáhara, mascando arena, con el Siroco metido en la cabeza. Decían que todos estábamos ensirocados, que el viento se nos metía en la cabeza y nos volvíamos locos.

Quizás lo peor de todo lo que tuvo que pasar fue cuando le dijeron que tenía que jurar bandera. Los corrigendos también estaban obligados a hacerlo. Pepe Beunza sabía que tenía delante un nuevo reto, pero era un reto que ya llegaba contrahecho y a contratiempo. A esas alturas no quería engañarse con alardes equivocados. No quería pasar por otro consejo de guerra. Pero tampoco aceptaría desautorizarse demasiado, sin dejar clara su postura y sin provocar algún tipo de respuesta reflexionada. Dijo que sólo juraría la bandera si constaba que iba forzado y en contra de su conciencia. Sus mandos lo amenazaron con acusarlo de comunista y después, ante su insistencia, buscaron con él una componenda.

Ideológicamente, la jura de bandera era una situación claramente contradictoria. Él no había abdicado de nada. Precisamente, en casa de unos amigos pudo cierta vez discutir abiertamente con militares que le dijeron que todo lo que los objetores estaban planteando se solucionaba con unos cuantos fusilamientos. No obstante, desde el momento en el que decidió asumir el batallón disciplinario, el aspecto humano es el que más ha de considerarse, porque Pepe, después de tres años de resistencia quería que todo aquello acabase, seguir la lucha de otra manera, con otros compromisos, buscando estrategias mejores para los nuevos objetores.

Al final, el ritual de la jura fue realmente una patraña que duró apenas dos minutos: sucedió al día siguiente, en un lugar apartado y con varios extranjeros de la legión haciendo una especie de promesa laica que no tenía ningún valor para los militares, aunque para Pepe Beunza fuera realmente humillante (había encontrado una buena salida personal pero no dejaba de ser una renuncia para quien era conocido por desobedecer con fundamentos antimilitaristas).
Escrúpulos ideológicos aparte, en la práctica, todo aquello, todo, era un indicador de deslegitimación del ejército, lo era porque tampoco tenía demasiado valor la jura de muchos otros corrigendos: los unos acudían borrachos, de cachondeo, haciendo el tonto al intentar marcar el paso; los otros llegaban con el pie en cabestrillo, o vendados, de mil falsas maneras para poder jurar como enfermos, después de los torpes. Pepe Beunza aprendió mucho, de sí mismo y de todo aquel espectáculo delirante que tenía ante sus ojos, los ritos estúpidos que rodeaban su vida de castigado, supuestamente, para corregirlo. De todo aquello que pasó tuvo cumplida información el Estado Mayor del Ejército en Madrid. Pedían un informe de Beunza cada diez o quince días. El objetor lo supo a propósito de la jura de bandera.

Su vida en el batallón disciplinario fue seguida por muchos más. Hasta allí llegó otro objetor, Víctor, del cual ningún grupo sabía nada: encontró muy buenos amigos y en el Sáhara se quedó a trabajar en la oficina. Todos esos movimientos eran controlados por el servicio secreto, seguramente eran comentados por muchos oficiales. De Pepe Beunza pasaban información también a los ultras del régimen, para que continuaran con su campaña de descrédito y difamación. Por eso la revista Fuerza Nueva, muy leída en el Sáhara, publicó un artículo el 13 de octubre de 1973 en el que trataba el asunto Beunza con sorna y mala sombra. Los insultos de los ultraderechistas, al igual que los del diario carlista El Pensamiento Navarro, encendieron el ánimo del padre: el notario Daniel Beunza se había convertido ya en uno de los pilares más importantes de la campaña política de la objeción de conciencia (basta con leer la correspondencia de ambos para conocer los muchos contactos que el padre facilitó al hijo y los muchos recados que hubo de hacer ante periodistas, políticos y gente de iglesia).

Fuerza Nueva decía que José Luis Beunza, el destacado objetor, según fuentes informativas militares, se había convertido en un soldado ejemplar en una unidad en armas. Tenía una mala leche terrible. Decían que informaban para que tanto imbécil pacifista que se dejaba engañar comprendiera la verdad de la situación. Mentían con lo de la unidad en armas. Y, claro, no se decía que había sido condenado por un consejo de guerra a estar quince meses en un batallón disciplinario y que estaba en el Sáhara. Sólo con decir eso la gente lo hubiera entendido todo. Yo no lo quise ni desmentir, decidí que no merecía la pena. Mi padre escribió a Fuerza Nueva y a El Pensamiento para protestar contra tan difamación y explicar que mi actitud seguía siendo la de un objetor de conciencia, pero nunca publicaron sus cartas.

Tras vivir el mal ambiente que provocó en los cuarteles el atentado mortal de ETA contra Carrero Blanco, cuando acababa el año 1973, el Gobierno decretó el fin de las condenas en cadena para los objetores. A partir de entonces se dictaría una única pena de entre tres y siete años además de la «muerte civil» del objetor, o sea, la imposibilidad de ejercer funciones públicas (un modelo represivo que décadas después y, salvando las distancias, iluminaría al ministro Belloch contra los objetores insumisos). A Pepe Beunza le quedaba otra Navidad y unos meses más de batallón disciplinario. Procuró que el tiempo se le pasara volando. Tenía muchas ganas de salir para reorientar su vida y su lucha.

24. Gaudium et Spes (Beunza)

Ya se sabe que su atípica vida de corrigendo no le llevaba hasta el extremo de olvidar lo que era. Recibía algunas visitas. Con él estuvo Ruiz Jiménez (hijo), Luis Lacarra y también María Jesús Arsuaga, secretaria de Justicia y Paz, la organización cristiana que presionaría al Gobierno para que regulara la objeción de conciencia. Emilia, que seguía figurando como novia oficial, también acudió a verlo (el servicio secreto y los mandos del cuartel creyeron que llegaba en misión especial, como agente de una campaña de agitación extranjera). Después de unos días de amor renovado, después de que el muy fascista director del parador nacional denunciara a los jóvenes por conducta escandalosa, decidieron dejar su relación hasta que acabara todo y pudieran aclararse.

Indudablemente Emilia le ayudó a sentirse algo menos aislado. Pero aparte de este episodio amoroso nuestro objetor ligó poco en el Sáhara: cierta vez sedujo en la playa a una chica canaria pero al poco tiempo huyó de sus insistentes requiebros; después, ya casi al final de aquel período de obligada disciplina, anduvo jugando con fuego, estuvo saliendo con las hijas de un capitán de la legión. Y poco más.

Recibía cartas de solidaridad, algunas de gente con fama y notoriedad, lo que a veces le provocaba pudor. Él sabía que, aunque las fuerzas no fueran muchas, seguía la campaña de objeción de conciencia. Sus compañeros corrigendos también lo sabían; a su manera, se enteraban de que aquel amigo era algo especial, algo político, algo importante. Porque había ocasiones para significarlo. Razones sencillas pero contundentes, como la que se vivió el 23 de abril de 1973. Era el día de su cumpleaños y recibió muchos telegramas de felicitación, bastantes de ellos procedían de países europeos. ¿Por qué? Porque los grupos de apoyo habían organizado una campaña muy peculiar con ese objetivo, para felicitar a Pepe Beunza, simplemente para eso.

Yo en ese ambiente, vendiendo pipas y tal, pero la objeción de conciencia seguía su camino. Un día recibí una carta que me dejó impresionado. Era de Cristóbal Haffter. Después, por la tarde, aunque yo seguía a lo mío con aquello de «a la rica pipa, rica pipa, cacahuetes, pi pi pi pi», no me podía concentrar. Tenía aquella carta en la cabeza. Un hombre de esa categoría internacional, al que Naciones Unidas le había encargado una obra para conmemorar su veinticinco aniversario se preocupaba por mí, por un tío perdido en el Sáhara, en un cuartel miserable, rodeado de legionarios y borrachos...

Estaba abrumado. El 22 de marzo de 1973 el famoso compositor Cristóbal Haffter no sólo escribió a Pepe Beunza para saludarlo y mostrarle su apoyo, sino para comunicarle que había compuesto una «cantata» en su honor y a favor de la objeción de conciencia: «En septiembre de 1971 leí por primera vez en Cuadernos para el Diálogo una información sobre tu forma de pensar, que comparto plenamente. Desde ese día surgió en mí la intención de escribir algo que en cierto modo sirviese como descarga de mi conciencia, por no haber tenido valor de hacer en mi momento lo que tú has hecho. De ahí ha salido una obra para 32 voces y cinta electrónica que tituló Gaudium et Spes (Beunza)». Para Haffter, Beunza significaba todo eso: alegría y esperanza. Se estrenó en Colonia el 12 de octubre de 1973 y tuvo un éxito considerable.

Posteriormente, cuando salí en libertad, fui a su casa de Madrid y me recibió con gran cariño. Me dijo que él conocía desde joven la obra de Gandhi y que en 1950 quiso hacerse objetor, pero era muy mala época, la de Muñoz Grandes, y decidió hacer la mili para después continuar su carrera musical. Pero se preocupó de no coger jamás un arma y de hacerse el inútil, hasta que lo fueron dejando por imposible: tocaba los platillos en la banda militar y lo hacía tan mal que tuvieron que expulsarlo, aunque era mejor músico que ninguno. No obstante, le quedó la espina de haber ido a la mili. Hasta que un día leyó sobre mí y encontró el discurso que yo había intentado leer en el consejo de guerra. Por eso decidió hacer una obra dedicada a la objeción de conciencia. Yo la oí en Francia, en el Festival Royan 74. Tuvo un gran éxito y Cristóbal me hizo subir al escenario para que saludara porque me presentaba como el autor de la letra. Yo el autor de la letra, yo que nunca he sido capaz de escribir ni una poesía.

La obra incluye frases de Pepe Beunza en el consejo de guerra. Haffter quiso que fuera religiosa para poder estrenarla en España, pero tal cosa no ocurriría hasta varios años después, en la semana de música religiosa de Cuenca, durante la Pascua de 1977 y ante un público verdaderamente emocionado.

Ninguna obra se aplaudía, por buenas que fueran. Se celebraban en una iglesia y no se aplaudía, por costumbre. Pero esta vez, al terminar, había tensión en el auditorio. La gente liberó esa tensión aplaudiendo. Fue un gran aplauso. Puedo decir que sólo por eso, por esa música y esos aplausos en Cuenca, doy por muy bien pasados todos los sacrificios y todas las humillaciones de aquellos años.

El 11 de marzo de 1974 voló hasta Las Palmas. Recuerda que, ya muy tranquilo, otra vez fumándose un puro, y escuchando el hilo musical desde la taza de un water de los baños del aeropuerto canario, se sintió el rey del mundo. Horas más tarde, cuando el avión aterrizaba en Valencia, sus familiares y amigos no conseguían verlo, buscaban entre los pasajeros y no lo reconocían. Hasta que comprobaron que aquel moro que se hacía el despistado, el que venía hacia ellos vestido con una chilaba, haciendo tonterías, aquél que se mostraba tan chispeante y chirigotero como siempre, tan amable, amoroso, simpático y burlón, aquél era Pepe Beunza. Bienvenido.

En el mismo aeropuerto había tres jóvenes que se le presentaron. Se sentían como si estuvieran junto a una leyenda. Le dijeron que querían declararse objetores. Él les contestó que necesitaba descansar unos días, pero que en seguida se reuniría con ellos. Y así fue. Paso a paso rehizo su vida. Cortó definitivamente con Emilia. Visitó a toda la gente que pudo para agradecerle su comprensión y su solidaridad. Inmediatamente llegó un tiempo intenso en el que colaboraría con Justicia y Paz defendiendo la causa de los nuevos desobedientes, recorrería la geografía española dando charlas y trabajaría en la primera campaña de objeción colectiva, la que se desarrolló en el barrio barcelonés de Can Serra entre 1975 y 1976. Desde que bajó del avión procedente del Sáhara, no dejó de andar sobre sus primeros pasos. Hasta hoy. Hasta siempre.

Pamplona-Jávea, octubre de 2000

25. Epílogo: Prisión Militar de Alcalá, año 2000, escriben algunos de los últimos insumisos presos

«Vansse Fenares arriba quanto pueden andar.»
Poema de El Mío Cid, v. 541

Desde que el Cid pasó por las orillas del río Henares, estas tierras se han asociado con todo tipo de gestas épicas. El inmenso cuartel de la Brigada Paracaidista en Alcalá, donde se fabrican nuestros rambos aerotransportados, y la cercana base militar de Torrejón, son sólo los testigos más visibles de esa tradición heroica de la comarca. Pero no los únicos... A medio camino entre Alcalá de Henares y Meco, solamente los navegantes bien despiertos repararán en el cartel que indica: «Atención: entra en zona militar. Respeten las señales»: ¿Zona militar? ¿Será un proyecto humanitario como los de Albania? ¿Una fábrica de armas como la de A Coruña? ¿Un prostíbulo internacional para soldados de la OTAN, como en Bosnia? Sola en medio de la estepa se encuentra la única prisión militar del estado. Una cárcel leve, levantada para que los profesionales de la milicia, especialmente los que mandan algo, no tengan que hacinarse en una de esas tan violentas y deshumanizadas donde puede acabar cualquier hijo de vecino. Pero también un lugar donde un cartel que critique al Ejército puede «afectar el buen orden del Establecimiento y la reeducación de los internos de cara a su reincorporación a las Fuerzas Armadas» (Juez de Vigilancia Penitenciaria Militar dixit), donde las condiciones de vida dependen de la posición en la escala de mando (le dejamos a la lectora que adivine si la relación es directa o inversa), o donde el vicio de asomar una mísera toalla que diga «INSUMISIÓN» se cura blindando todas las ventanas con planchas metálicas agujereadas. Fuera unos cuantos árboles, y un cielo en el que alternan cientos de pájaros (pío, pío) y aviones de combate (pum, pum).

Pum, Pum, ¿quién es? Un insumiso en un cuartel. Se abre la muralla

Se abre la barrera. Un valenciano, dos bilbaínos, dos vallisoletanos, un sevillano, un navarro y dos gallegos nos dirigimos al pabellón n.º 9, de cumplimiento del tercer grado. Dos muros nos separan de los compañeros que, en el pabellón n.º 1, siguen encerrados día y noche en la prisión. Otros están ya en libertad condicional. Y otros todavía no han venido a hacernos compañía. En total, desde que comenzó la insumisión encuartelada (1997), la barrera se ha abierto para más de 25 desertores en todo el Estado. Tres veces para cada uno.

La primera barrera fue la del cuartel donde nos tocaba cumplir la mili. Después de casi treinta años de lucha antimilitarista... ¡por fin hemos logrado ingresar en el Ejército! Ya que éste y los políticos de espíritu uniformado hacen mutis por el foro y se escabullen del escenario del conflicto sociedad-militarismo que hace visible la acción antimilitarista, parapetándose tras su secular secretismo, reformas de la mili, traslado de los casos de insumisión a la justicia civil, inhabilitaciones y nuevo Código Penal; la insumisión en los cuarteles es el camino que el movimiento antimilitarista tomaba, con el fin de volver a situar el conflicto y el debate en el terreno militar. Durante unas cuantas horas, y en algunos casos durante días, nos vestimos como soldados, comemos como soldados, formamos como soldados, y firmamos los documentos que nos convierten legalmente en soldados. Intentamos disfrutar al máximo de este intenso período de travestismo, y no perdemos detalle. El más significativo: en 1999 los cuarteles se están vaciando de reclutas. Excepto cuatro fachas despistados de buena familia, aquí sólo vienen los que todavía no se han enterado de que existen la insumisión y la prestación social sustitutoria. El virus del antimilitarismo no ha estado ocioso durante estos últimos treinta años.

La segunda barrera comienza a abrirse cuando hacemos pública nuestra deserción, y acaba de levantarse a las puertas del tribunal militar donde nos enfrentamos a unos consejos de guerra muy pintorescos. La palabra pública es la palabra clave: no escondemos nuestra desobediencia. Somos gordos, feos, peludos, malolientes y antipáticos pero, aunque os parezca increíble, hay un tipo de mierda que no nos comemos. Aprovechamos ese pequeño lapsus de tiempo en que nuestras bocas están desocupadas para hablar con desparpajo de la basura que no nos hemos dejado tragar, la del ejército éste o cualquier otro que se les ocurra. Se lo contamos a nuestra madre, se lo contamos a los amigos, se lo contamos a la prensa y se lo contamos al tribunal militar que nos condenará a dos años y medio de prisión. Para que todo quede bien claro, nunca dejamos de montar algún numerito circense y no-violento a las puertas de algún cuartel, y así, de paso, recuperamos por un ratito la calle como espacio político y público. Nuestro dios, el Deser-Thor, sólo nos presta el martillo de guerra para hacer el payaso con él: lo que más le jode al enemigo es que te rías en su cara. Además de pública, nuestra desobediencia es colectiva y no-violenta: colectiva, pues sólo somos la cara visible de algo en lo que durante estos últimos años ha estado implicada mucha más gente que los propios insumisos y objetores (colectivos, familiares, amigos, y hasta algún animal doméstico); no-violenta, porque no somos hombres de verdá, y porque es muy difícil luchar contra los que mandan utilizando las herramientas en las que ellos están máis experimentados, las múltiples violencias en las que llevan séculos especializándose para tenernos a raya.

La tercera barrera es la barrera de los barrotes. Durante dos años la veremos abrirse y cerrarse varias docenas de veces todos los días. No es una barrera nueva para el antimilitarismo: miles objetores e insumisos han pasado por las prisiones españolas desde que Pepe Beunza estrenó la desobediencia no-violenta encarcelada hace ya casi treinta años. Desde entonces, con más o menos conciencia de ello, se han venido utilizando estos mecanismos represivos, en una especie de jiu-jitsu político, en contra del propio poder militarizado que los acciona, tranformándolos en una verdadera arma política y un altavoz de nuestros análisis y propuestas.

Dato curioso: al igual que los primeros objetores y los primeros insumisos (gracias a su actitud, ahora no estamos obligados a lucir la última moda en caqui aquí dentro....), volvemos a estar en prisiones militares y no civiles. Y es que la insumisión en los cuarteles no es el postre final de nada, sino volver a pastar de la misma hierba en un prado diferente: Pepe Beunza se autoinculpó en los consejos de guerra contra varios insumisos cuarteleros. Nosotros, por nuestra parte, correspondemos juntándonos en la celda de un legionario muy simpático para ver en vídeo un reportaje sobre los primeros objetores. Eran ciertamente más barbudos y más feos que nosotros, pero todos hacemos el mismo ruido al comer.

La insumisión encarcelada es como una vaca merendando en los prados del demonio.


Pum, Pum, ¿quién es? El movimiento antimilitarista. ¿Se abre la muralla o se cierra la muralla?

El necio del coronel, y por desgracia, algunos antimilitaristas, piensan que con el fin de la insumisión se cerrarán todas las murallas: «Menuda faena que les hemos hecho a los insumisos quitando la mili», piensan. Pero otros pensamos que ni la mili la habéis quitado vosotros, ni nos habéis hecho ninguna faena, excepto la de darnos más motivos para seguir luchando. Primero forzamos al Gobierno a reconocer la objeción de conciencia; después, la presión de varios miles de insumisos (cientos de ellos encarcelados) obligaba a reducir la duración de la mili y la prestación social sustitutoria, hacía de la objeción legal un fenómeno de masas incontrolable, elevaba el debate sobre la desaparición del servicio militar a los medios de comunicación, restaba apoyo social al Ejército y provocaba el imparable derrumbe del reclutamiento forzoso. En 1996, el Gobierno se veía forzado a certificar la defunción del servicio militar y a embarcarse en un proceso de profesionalización de las Fuerzas Armadas que hoy ya es algo más que un posible fracaso anunciado, a pesar de milmillonarias campañas de mentiras embellecidas por tierra, mar y aire. Un espectáculo y una perspectiva que contemplamos con satisfacción desde nuestras celdas blindadas. Ahora que no habrá mili de por medio tendremos delante de nuestras narices a un ejército en su estado más puro, un ejército en el que sólo mandan los fascistas y sólo mueren los pobres, un ejército de mercenarios, un ejército en pelotas. Ahora que no habrá más mili de por medio, podremos mirar a los ojos a esa cosa tan feúcha y tan rebosante de mierda que estáis tratando de vendernos.
A comienzos del año dos mil en Alcalá, en Belgrado o en la ducha, los antimilitaristas seguimos haciendo las mismas preguntas: ¿Por qué permitimos que los ejércitos consuman tanta riqueza humana y material? ¿Por qué una sociedad supuestamente democrática alberga en su interior una institución en la que se niegan los derechos civiles y se exalta la servidumbre? ¿Por qué se reproducen los esquemas militares en otros ámbitos de la sociedad? ¿De qué nos defienden los ejércitos? ¿Qué hay que defender? ¿Cómo?

Los ejércitos sólo nos «defienden» de vivir en un mundo más justo e igualitario. Un ciudadano de Marruecos, Serbia o Irak no es responsable de la precariedad laboral, de la privatización de empresas públicas o del agujero en la capa de ozono. No es de ellos de quien tenemos que defendernos. Desde nuestra perspectiva, las alternativas al modelo militar de defensa tienen que partir de todos aquellos colectivos y personas que, desde una práctica coherente, queremos aprender a defendernos de los problemas reales que ponen en peligro nuestra integridad. Y nuestra práctica sólo será coherente en la medida en que consigamos armonizar los medios y los fines de nuestra lucha: lo único que cae gratis del cielo es la lluvia y los meteoritos, no la abolición de los ejércitos. Eso no se consigue por decreto de los de arriba, sino por medio de la capacidad de los de abajo para construir una sociedad que no necesite ni de los ejércitos ni de quienes se sirven de ellos para oprimirnos; en la que la opción por el apoyo mutuo entre las personas y los grupos se presente como algo no sólo seductor en la teoría, sino palpable en nuestra propia forma de actuar. Las revoluciones sangrientas que lo cambian todo de la noche a la mañana son como un chiste: si pretendemos parar a la apisonadora con nuestros puños y uñas, nos aplasta; si aprendemos a prescindir de ella, a caminar en dirección contraria por el arcén, nos echaremos unas risas mientras el imbécil que la conduce se espeta contra un muro.

Las vacas desobedientes pastamos por un prado del que todavía no se han hecho mapas. Aunque las cacas de finas hierbas de otras vacas precursoras (vaca-Thoreau, vaca-Ghandi, etc.) alegran nuestro camino, la vegetación ha ido cambiando durante estos años; y hoy por hoy, las vacas insumisas somos, ante todo, vacas exploradoras. Somos pioneras experimentando siempre con cacas nuevas, tratando de abonar la tierra contra herbicidas que cada vez tienen que ser más sofisticados para neutralizar nuestra acción. A veces conseguimos que crezcan flores, otras helechos, y otras no salen más que churros; pero la desorientación no es un obstáculo insalvable: lo fundamental es no adulterar nuestra caca finísima con la caca de perro que nos quieren vender.

La insumisión en los cuarteles es sólo una entre las múltiples ocupaciones de los antimilitaristas, y la oferta laboral en lo nuestro es más variopinta que la salidas profesionales del Ejército (lo que no es difícil). Te enseñamos los siguientes oficios: objetor fiscal al gasto militar, trabajador anti-OTAN, denunciante de la intervención de Defensa en el sistema educativo, participante en campañas por la desmilitarización del territorio, contra el tráfico de armas, grano en el culo de la industria militar, investigador en alternativas a la defensa militar etc. Ahora, sin mili interpuesta, nuestra labor resulta más fácil de explicar que nunca, como sentenció agudamente, tras media hora de debate, un legionario preso: «Ya, ya, lo que vosotros queréis es que después del plan NORTE (Nueva Ordenación Territorial de los Ejércitos; ordenación que supuso el cierre de varios cuarteles y unidades militares) venga el plan SUR, o sea, Supresión de las Unidades Restantes...».

Ya sabemos que esto de la abolición de los ejércitos suena como a orgasmo. Pues bien, pues bueno, a las vacas desobedientes nos gustan los orgasmos; y mejor los nuestros y en paz que la inseminación forzosa de las perversidades de otros, del delirio militarista. No necesitamos venderle a nadie ninguna viagra milagrosa de ningún futuro ideal en paz y armonía. Somos fontaneras de desatascar mentiras, no máquinas de inventar verdades. No nos sentamos a soñar con ningún mundo perfecto: movemos el rabo para deshacernos de ciertos parásitos que nos impiden vivir en uno soportable. Nuestra sed de desatascamiento, la necesidad nuestra de pasto y orgasmo podéis catalogarla como utópica; pues bien, pues bueno, a nosotras nos parece chistoso el empeño con el que algunos se aferran a ciertas pesadillas mucho más ilusorias que nuestros sueños. Chistoso y siniestro.

Henares arriba va el Cid cuanto puede andar
Y Bavieca sólo quiere
Merendar.

Insumisos a los cuarteles
Prisión Militar de Alcalá, octubre de 2000

  • La Utopía Insumisa de Pepe Beunza y IV

    7 de agosto de 2007 10:03, por La Comunidad para el Desarrollo Humano

    Como miembro de La Comunidad para el Desarrollo Humano, organización Humanista No Violenta, deseo expresar mi respeto, al gran paso que por la Paz realizó Pepe Bounza y desde estas lineas, hacerle llegar invitación personal, a marchar, si es su deseo, en el camino de la Paz y la No Violencia; contar con su participación en los eventos que van a tener lugar con este fin, (Campaña por el Desarme Nuclear Mundial, etc)
    Espero le hagan llegar dicha invitación.
    Aprovecho para hacer extensiva dicha invitación a Uds y a su Organizacion Antimilitarista Tortuga.
    Esperando su respuesta les saluda atentamente.

  • La Utopía Insumisa de Pepe Beunza y IV

    6 de junio de 2008 20:20, por ricardo

    dentro de los engranajes sociales que nos estan tocando vivir,siempre podemos encontrar este tipo de guijarros que por su poco intruismo suelen ofrecer una imajen patetica de ellos mismos no me creo una palabra de lo que dice.es mas creo que esta dibagando en una cuestion de la cual desconoce todo.
    EL PERSONAJE QUE QUIERER DAR UN ASPECTO DE REVOLUCIONARIO TIPO CHE.
    YMAS PARECE UN PINTA PLANTADOR DE MARIHUANA.
    diria y no me equivocaria que su utopia no solo se refiere a su insumision si no que forma parte de su vida que se podria tachar de una utopia ya que con esas pintas mtodo lo que desee se convertira en una utopia.
    su sonrisa media luna, refleja su poca cordura y lo que intenta comunicar en estas letras son fruto de su incoherencia y falta de juicio.
    la apostilla "espero que les guste"
    afrirma lo que ya presume y delata lo que sabe antes de decirlo.
    perico dimite de estas intrusiones dentro del mundo de la critica y no hagas tuyas esperiencias que no lo son.
    date una ducha rasura tus sucios pelos de la cara y rehace tu vida encarandola hacia la verdad.
    creo que con estas pequeñas cosas lograras una vision mas acertada
    de lo que representa tu vida.
    no me seas americano y quieras que cada uno defienda lo suyo a tiros.
    las fuerzas armadas son la representacion de la defensa de un pais por desgracia el mundo esta hecho asi y tu no lo cambiaras,ni lo intentes esta claro que no lo lograras.