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Cuando el capitalismo se vuelve ecologista

Jueves.10 de enero de 2008 1150 visitas - 2 comentario(s)
Miquel Amorós - Correo Tortuga #TITRE

Charlas en La Mistelera (Dènia) y en Casa els Flares (Alcoy) el 28 y 29 de
diciembre de 2007.

Desde que el capitalismo se aposentó en el planeta no ha hecho otra cosa que
destruir el medio natural para forjar uno propio donde crecer obligando a los
individuos a adaptarse. La ciencia y la técnicas adquirieron un impulso
decisivo y un amplio desarrollo merced a las resistencias a tal adaptación,
al punto que el capitalismo no solamente ha sabido superar todos los
obstáculos, sino que los ha ido convirtiendo sistemáticamente en una
oportunidad de expansión. El crecimiento, tan inherente a su naturaleza, no
se detendrá mientras la humanidad explotable exista, y ese es precisamente el
nuevo desafío que el capitalismo tiene ante sí. El sistema productivo es a
medida que crece más y más destructivo. La colonización mercantil del
territorio y de la vida, del espacio y del tiempo, no puede detenerse sin
cuestionar sus fundamentos, ni progresar sin poner en peligro la misma
especie. En consecuencia, la crisis ecológica conduce a la crisis social. El
capitalismo ha de
seguir creciendo para que eso no ocurra, pero sin que la degradación que acompaña
al crecimiento penetre en la conciencia de los afectados. Para ello ha de
improvisar medidas económicas, tecnológicas y políticas que a la vez que disimulen
sus desaguisados, permitan convivir con ellos y sacarles partido. La producción y
el consumo están, como dirían los expertos, ante “un cambio de paradigma”. Los
hábitos de consumo, junto con las actividades empresariales y políticas, han de
ejercerse de otra manera, obviamente no para salvar la naturaleza, ni siquiera para
preservar la especie, sino para salvar al propio capitalismo. Por eso a los
políticos el corazón se les hace verde. Por eso el capitalismo se vuelve
ecologista.

El despertar de la conciencia ecológica fue temprano. Ya en 1955 Murray
Bookchin había advertido sobre el peligro para la salud de los aditivos
alimentarios, y en 1962 él mismo y la doctora Rachel Carson denunciaron el
efecto nocivo de los pesticidas. La abundancia prometida por el capitalismo
se revelaba una abundancia envenenada. “La crisis está siendo avivada por
aumentos masivos de la contaminación del aire y del agua; por una acumulación
creciente de desperdicios no degradables, de plomo residual, de restos de
pesticidas y aditivos tóxicos en la comida; por la expansión de las ciudades
en vastos cinturones urbanos; por el incremento del stress debido a la
congestión, al ruido y a la vida masificada; y por las injustificables
cicatrices de la tierra como resultado de explotaciones mineras y madereras y
por la especulación sobre el patrimonio. Como resultado la tierra ha sido
expoliada en pocas décadas a una escala sin precedentes en la ocupación
humana del
planeta. Socialmente, la explotación y manipulación burguesas han llevado la vida
cotidiana al nivel más extremo de vacuidad y aburrimiento. En tanto que sociedad,
ha sido convertida en una fábrica y un mercado, cuya razón fundamental de su
existencia es la producción en su propio beneficio y el consumo en su propio
beneficio.” (Anarquismo y sociedad de consumo, 1967). La desruralización, la
industria alimentaria, la quimicalización de la vida y la lepra urbanística
impusieron un modelo de vida consumista y embrutecedor, egoista y neurótico,
inmerso en un ambiente artificial y atomizante. Como conclusión de una época de
revueltas -el gueto negro americano, el movimiento pacifista británico, los provos
holandeses, la juventud alemana, mayo del 68, etc.- Guy Debord apuntaba:
“La polución y el proletariado son hoy los dos lados concretos de la crítica
de la economía política. El desarrollo universal de la mercancía se ha
enteramente verificado en tanto que realización de la economía política, es
decir, en tanto que ‘renuncia a la vida’. En el momento en que todo entró en
la esfera de los bienes económicos, incluso el agua de los manantiales y el
aire de las ciudades, todo devino mal económico. La simple sensación
inmediata de los efectos nocivos y de los peligros, a cada trimestre más
opresivos, que primero y principalmente agreden a la gran mayoría, es decir,
a los pobres, constituye un inmenso factor de revuelta, una exigencia vital
de los explotados, tan materialista como lo fue la lucha de los obreros del
siglo XIX por la comida. Ya los remedios para el conjunto de enfermedades que
crea la producción en este estadio de la producción mercantil son demasiado
caros para ella. Las relaciones de producción y las fuerzas productivas han
alcanzado al fin un punto de incompatibilidad radical, pues el sistema social
existente ligó su suerte a la consecución literalmente insoportable de todas las
condiciones de vida.” (Tesis sobre la Internacional Situacionista y su tiempo,
1972).

Aunque el planteamiento de la lucha de clases era puesto en términos
históricos exactos, la capacidad del capitalismo por sobrevivir a sus
catástrofes era infravalorada tanto como sobrevalorada la capacidad de la
conciencia histórica para convertirse en fuerza subvesiva. Así, mientras los
trabajos de Mumford, Charbonneau, Russell, Ellul o Bookchin pasaron casi
desapercibidos, y la conciencia ecológica quedaba atrapada en el misticismo
o el posibilismo, lejos de un proletariado indiferente, el capitalismo
superó sus contradicciones cuantitativamente, con un salto hacia adelante,
desarrollando una industria nuclear, incrementando la producción de
automóviles, creando una nueva generación más peligrosa de pesticidas,
innundando el mercado de productos químicos letales y lanzando a la
atmósfera miles de toneladas de contaminantes gaseosos. Cuando en la década
siguiente tales soluciones condujeron a catástrofes como las de Chernobil,
Seveso, Bophal, la del Síndrome
Tóxico producido por organofosforados y atribuido al aceite de colza, el agujero en
la capa de ozono o el aumento del efecto invernadero, por no hablar de la
destrucción de gran parte del territorio debida a la urbanización y el turismo,
apenas hubo oposición y el movimiento ecologista que surgía de ella se convertía en
el cómplice del capitalismo y el renovador de su política. Los dirigentes de la
economía y del Estado, al contemplar las consecuencias catastróficas de su gestión,
lejos de amilanarse se erigieron en campeones de la lucha contra el desastre, con
la ayuda de expertos y ecologistas, proclamaron un estado de urgencia ecológico, es
decir, una economía de guerra que movilizaba todos los recursos, naturales y
artificiales, para ponerlos al servicio del desarrollismo global, incorporando el
coste ambiental, o sea, el precio de la reconstrucción paisajística y los gastos
necesarios para fijar un nivel de degradación soportable. La Encyclopédie des
Nuisances fundó
su causa en la denuncia de esa operación de maquillaje como coartada ecológica de
la dominación:
“El ecologismo es el principal agente de la censura de la crítica social
latente en la lucha contra los fenómenos nocivos, es decir, esa ilusión según
la cual se podrían condenar los resultados del trabajo alienado sin atacar el
propio trabajo y a la sociedad fundada en su explotación. Ahora que todos los
hombres de Estado se vuelven ecologistas, los ecologistas no dudan en
declararse partidarios del Estado... Los ecologistas son en el terreno de la
lucha contra los fenómenos nocivos, lo que son en el terreno de las luchas
obreras los sindicalistas: meros intermediarios interesados en la
conservación de las contradicciones cuya regulación ellos mismos aseguran...
meros defensores de lo cuantitativo cuando el cálculo económico se extiende a
nuevos dominios (el aire, el agua, los embriones humanos, la sociabilidad
sintética, etc.); en definitiva, son los nuevos comisionistas de la sumisión
a la economía, el precio de la cual ha de integrar ahora el costo de “un
entorno
de cualidad”. Ya podemos vislumbrar una redistribución del territorio entre zonas
sacrificadas y zonas protegidas, coadministrada por expertos “verdes”, una división
espacial que regulará el acceso jerarquizado a la mercancía-naturaleza.” (Mensaje
dirigido a aquellos que no quieren administrar la nocividad sino suprimirla, 1990).

La optimización mundial de recursos se materializó en cosas como la
agricultura transgénica, el mal de las vacas locas o la gripe aviar; de hecho
el estado de urgencia ecológico denunciado por la EdN convirtió el planeta en
un inmenso laboratorio de experimentación tecnocientífica, y a toda su
población en cobayas. La catástrofe perdió su carácter nacional y con la
globalización se salió del ámbito estatal. La crisis ecológica no podía
circunscribirse a determinadas zonas superindustrializadas y requería medidas
globales. Así nacieron las cumbres mediambientales que entre 1988 y 1997
fijaron las pautas del desarrollo capitalista para los años venideros:
Toronto, Río de Janeiro, Copenhague y Kyoto. En ellas se lanzaron fórmulas
creativas para salvar el desarrollo y combatir el cambio climático sin
modificar el sistema dominante: agendas 21, desarrollo sostenible, desarrollo
social, desarrollo local... Puras contradicciones terminológicas, puesto que
el desarrollo
nunca es local, social o sostenible, ya que el capitalismo nunca funciona en
interés de la localidad, de los oprimidos o de la naturaleza. Pero lo que tienen
claro los dirigentes de la economía mundial es que ningún eufemismo desarrollista,
aun sosteniéndose en tecnologías modernas, puede funcionar sin las medidas
políticas y sociales capaces de reeducar a la población en los nuevos hábitos
consumistas que las hagan rentables, pues es la adopción masiva de dichas
tecnologías lo que abarata su aplicación y estimula las iniciativas empresariales
en esa dirección. La lucha contra el cambio climático puede verse favorecida
objetivamente por el encarecimiento imparable del petróleo y demás combustibles
fósiles, pero corresponde a los “poderes públicos”, es decir, a los políticos, al
menos en una primera fase, promover el negocio medioambiental obligando a la
población a consumir productos y servicios catalogados como “respetuosos con el
medio ambiente”, o imponiendo una “nueva
fiscalidad” que reconcilie la “cultura empresarial” con la naturaleza y que
penalice las viejas costumbres contaminantes y el despilfarro energético, normales
hasta ayer, pero hoy punibles por el bien de la economía. Y de esta manera, el
Estado, los partidos, las instancias internacionales, y en menor medida los “foros
sociales”, las ONGs y los “observatorios” de sostenibilidad, ejercen el papel de
mecanismos reguladores, auxiliares del mercado mundial, que habían perdido en los
inicios de la globalización. De golpe, el control de la producción de cemento,
fertilizantes o fibras sintéticas, el reciclaje de residuos, la construcción de
nuevas centrales nucleares, de desaladoras o de campos de golf, la inversión en
energías renovables o el cultivo de agrocombustibles, se convierten en decisiones
políticas. Y al mismo tiempo, todos los dirigentes económicos y políticos se
descubren ecologistas. El aislamiento térmico, la iluminación de bajo consumo, las
nuevas directrices
para la edificación o la fabricación de motores para vehículos, y, en general, la
reestructuración de todo tipo de actividades, exigen una potente financiación a la
que no acompaña una rentabilidad suficiente y que, por lo tanto, el mercado no
puede asumir. Toca al Estado y a la burocracia política arrimar el hombro.

Las preocupaciones ecológicas de los dirigentes obedecen a la
mercantilización total del planeta provocada por la necesidad constante de
crecimiento del capital. Las destrucciones provocadas por el desarrollo de la
producción son de tal magnitud que exigen una gestión controlada no sólo de
los medios de producción y de las fuerzas productivas, sino del territorio,
de su cultura y su historia, de la flora y la fauna, del agua y del aire, de
la luz y del calor, ahora convertidos en “recursos”, es decir, materias
primas de actividades terciarias y fuerzas productivas de nuevo tipo. La
revitalización institucional que el cambio productivo y la “seguridad
energética” demandan ha puesto de nuevo en circulación al partido del Estado,
o sea, a la burocracia politico administrativa, y no hablamos sólo del
conglomerado de socialdemócratas, neoestalinistas, verdes y ciudadanistas. Un
reformismo aparente se erige como doctrina de moda que hasta los
conservadores y derechistas
aceptan, pues todo el mundo comprende que hay que contener a los refractarios,
alejar el horizonte de la catástrofe y ganar tiempo para la economía. Frente a un
capitalismo contrario a trabar el desarrollo mediante el control de emisiones, un
capitalismo sospechosamente altruista presenta el rostro humano de la destrucción
hablando de sostenibilidad y de educación ciudadana, de consumo responsable y de
eficiencia energética, de paneles en las azoteas y de ecotasas, sin que se detenga
un ápice el trazado de autopistas, las líneas del TAV o la depredación
urbanizadora. Desarrollismo tradicional contra desarrollismo ambientalista.
Evidentemente, los costos de la dominación se han disparado con la polución, el
calentamiento global y el cénit de la producción de petroleo, situación que el
mercado no puede resolver como en ocasiones anteriores. Tampoco el despegue del
sector económico medioambiental es suficiente. La pervivencia del capitalismo
necesita una movilización general
a escala local, nacional e internacional, de todos los dirigentes en pro de la
explotación laboral y social reconvertida, en pro del modo de vida sometido a los
imperativos del consumo renovado; el Estado, en tanto que mecanismo de coerción,
resulta de nuevo rentable. Esa es la carta del ecocapitalismo y de sus servidores
de izquierdas o de derechas. No es descartable que el proceso de reconversión pueda
encontrar serias resistencias en la población que lo sufre, por lo que han de
desarrollarse formas de control social adecuadas, empezando por las escuelas, los
medios de comunicación, la asistencia social, etc., hasta llegar a la policía y el
ejército. El capitalismo y la burocracia no tienen ideales que realizar sino un
orden que defender, a escala local y mundial. Para ellos los problemas en política
exterior y los conflictos sociales son directamente problemas de seguridad, que en
último extremo se resuelven manu militari. El ecofascismo será la forma política
más
probable del nuevo reino ecológico de la mercancía.

En ausencia de luchas serias, o lo que es lo mismo, en ausencia de la
conciencia histórica, aparecen al lado de seudorreformistas que nos venden su
“pragmatismo” y sus “pequeñas conquistas” en favor de la política
institucional y del modelo capitalista, verdaderos utopistas que nos hablan
de “convivialidad”, pues para ellos el remedio a tanto mal no ha de venir de
una lucha de liberación sino de la aplicación pacífica de una fórmula
milagrosa, en este caso la del “decrecimiento.” Las medidas a realizar no van
a resultar de un conflicto nacido del antagonismo de un sector de la
población con el conjunto de la sociedad industrial y consumista, sino de una
serie de iniciativas particulares convivenciales, de buen rollo, a ser
posible incentivadas institucionalmente y defendidas por partidos, “redes” o
ONGs, que tengan la virtud de convencer de las ventajas de salirse de la
economía. Los partidarios del “decrecimiento” desconfían de las vías
revolucionarias: sobre todo,
que no pase nada. Y nada puede pasar puesto que el capitalismo tolera un cierto
grado de autoexclusión en la sociedad que coloniza, pues de hecho buena parte de la
población mundial está excluida del mercado y vive al margen de las leyes
económicas. Incluso puede sacar beneficios de la autoexclusión a través de
programas de ayuda, turismo alternativo y subvenciones. Es lo que los expertos
llaman economía del “tercer sector”. Sin embargo, no se trata de modificar
gradualmente los márgenes de la sociedad capitalista, sino de fundar una sociedad
nueva. Transformar el mundo, no refugiarse en islotes. Y para ello el conflicto ha
de surgir con fuerza y desplegarse, de modo que parta la sociedad en dos bandos
irreconciliables. Un bando querrá abolir las relaciones de producción y consumo,
acabar con la explotación del trabajo y liberar la vida cotidiana, salvar el
territorio y volver al equilibrio con la naturaleza. El otro, querrá a toda costa
defender el statu quo industrial y
desarrollista. Ningún programa convivial podrá solucionar los problemas acarreados
por el capitalismo, porque al apostar por la pacificación impide que la crisis
ecológica devenga crisis social, cuando hay que hacer precisamente de lo contrario,
o sea, tensar al límite la cuerda de la opresión que mantiene unidos los diversos
sectores sociales para provocar una fractura social irreparable. Cuando las
víctimas del capitalismo decidan adaptar la vida a condiciones humanas controladas
por todos y pongan en pie sus contrainstituciones, entonces será el momento de los
programas transfomadores y de las verdaderas experiencias autónomas que restituirán
los equilibrios sociales y naturales y reconstruirán las comunidades sobre bases
libres. Una sociedad libertaria solamente podrá realizarse mediante una revolución
libertaria.