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Crecimiento y decrecimiento

Miércoles.5 de agosto de 2009 5232 visitas Sin comentarios
La ideología del decrecimiento es la última mutación del ciudadanismo tras el miserable fracaso del movimiento contracumbres. #TITRE

Miguel Amorós

La Haine

Hablar de crecimiento y decrecimiento es lo mismo que hablar de capitalismo y anticapitalismo, pues el capitalismo es la única formación económica que no se basa únicamente en la obtención de beneficios, sino en la obtención creciente de los mismos. Los frutos de la explotación capitalista no se emplean principalmente en dispendios sino que se convierten en capital y se reinvierten. De este modo el capital crece, se acumula sin cesar. El crecimiento es la condición necesaria del capitalismo; sin crecimiento el sistema se desmoronaría. Es el indicador del funcionamiento normal de la sociedad; es por tanto un objetivo de clase. Desde que la burguesía es consciente de los fundamentos de su poder, la expansión es su bandera; no obstante, hasta 1949 el crecimiento no se define como política general de Estado, en el famoso discurso de Truman. El capitalismo ya se había vuelto más técnico, más dependiente de la tecnología, más americano. La ideología basada en el crecimiento económico como panacea, el desarrollismo, se convertirá en el eje de todas las políticas nacionales, tanto de derechas como de izquierdas, tanto parlamentaristas como dictatoriales. La primacía del crecimiento económico sobre el objetivo político caracterizó durante los años cincuenta y sesenta los discursos de los representantes de la dominación. La libertad fue asimilada a la posibilidad de un mayor consumo, del acceso a un mayor número de mercancías, gracias al crecimiento. Y quedó garantizada por los pactos sociales de posguerra entre las administraciones, los partidos y los sindicatos, al permitir el pleno empleo y la mejora del poder adquisitivo de los trabajadores asociada a la productividad.

La vacuidad de una vida entregada al consumo y manipulada por la industria cultural fue puesta de manifiesto por la revuelta juvenil de los sesenta, que afectó las capitales de los países llamados «desarrollados»: los jóvenes insatisfechos no querían una vida donde el no morir de hambre se cambiaba por la certeza de morir de hastío. Los disturbios del gueto negro americano añadieron nuevo combustible al fuego de la rebeldía. Los excluidos de la abundancia demostraban su rechazo mediante el saqueo y la destrucción de mercancías. Esa revuelta nihilista encontró su teoría en Mayo del 68. Pero eso no fue todo. El propio sistema empezó a ser cuestionado desde dentro por especialistas disidentes, concretamente desde el campo de la teoría económica y desde el ambientalismo. Rachel Carson fue la primera en advertir de la amenaza que para la vida en la Tierra significaba la producción industrial. Los economistas N. Georgescu-Roegen, H. Daly o E. J. Misham (el primero en escribir de "Los costes del desarrollo" en 1969), daban un enfoque «físico» y holístico a su disciplina, considerando el mundo como un sistema cerrado, una «nave espacial Tierra» donde todo está relacionado con todo y todo tiene un coste. Según un artículo histórico de Kenneth Boulding escrito en 1966, en la economía del cowboy la medida del éxito la proporcionan la producción y el consumo, mientras que en la economía del «astronauta» el éxito corresponde a la conservación del medio. Sin embargo, el crecimiento inherente a la primera se alimenta con su degradación, bien visible a partir del punto en que la destrucción domina sobre lo demás (cuando la capacidad del planeta en soportar desperdicios queda superada). Contaminación, aditivos químicos, lluvia ácida, residuos, explosión demográfica, urbanismo depredador, motorización, turismo, etc., problemas que revelaban el desequilibrio biológico del planeta, fueron planteados y debatidos muy tempranamente. Por entonces, Barry Commoner, en El círculo se cierra, y Edward Goldsmith, desde la revista The Ecologist, criticaron el desarrollo tecnológico unilateral, la dilapidación irreparable del «capital natural» y el impacto negativo creciente de la industria moderna sobre los ecosistemas, la salud y las relaciones sociales. Científicos como J. Lovelock y L. Margulis formularon la «hipótesis Gaia» sobre el planeta como sistema autorregulado, y revelaron por primera vez el aumento del efecto invernadero debido a los vertidos gaseosos a la atmósfera de la industria y la circulación motorizada. Otro experto, Donella Meadows, del MIT, a instancias del Club de Roma redactó un informe titulado Los límites del crecimiento para la Conferencia de Estocolmo (1972), que planteaba la contradicción irresoluble entre un desarrollo infinito y unos recursos natura­les finitos. La expansión económica desorganizaba la sociedad y obligaba a multiplicar las jerarquías y los controles. Se efectuaba en detrimento de la ecosfera y de mantenerse iba a terminar agotando los recursos. Cualquier política económica había de contar con el medio ambiente si de verdad quería saber los costes reales. Además, el aumento expo­nencial de la población acabaría provocando una crisis alimentaria (como decía Malthus) y en un si­glo se llegaría al colapso social y a la desaparición de la vida. La solución residiría en un «crecimiento cero». Recordando la recomendación de Stuart Mill, una economía estacionaria restablecería el equili­brio entre la sociedad industrial y la naturaleza. Finalmente, Goldsmith y un grupo de colaborado­res publicaron en 1972 un Manifiesto para la super­vivencia que retomaba y sistematizaba las críticas anteriores. Su mensaje: economía y ecología debían reconciliarse, para dar lugar a formas sociales esta­bles, autárquicas, descentralizadas.

Las críticas que resaltaban el papel menospreciado de la naturaleza en la historia social fueron ignoradas por casi todos los contestatarios con la salvedad honrosa del anarquista Murray Bookchin, porque primeramente cuestionaban el dogma del desarrollo de las fuerzas productivas, la base sagrada del socialismo. Y en segundo lugar, porque lejos de pretender un cambio revolucionario tratando de agrupar a una mayoría tras un programa antidesarrollista radical, no aspiraban sino a convencer a los gobernantes, empresarios y políticos del mundo de la necesidad de hacer frente a los hechos denunciados, con medidas que no iban más allá de los impuestos, las multas y las subvenciones. Los científicos y demás expertos eran víctimas de su posición de clase subalterna y auxiliar del capitalismo, que no cuestionaban en absoluto, por lo que cerraban los ojos ante las consecuencias раra la acción de sus objeciones al crecimiento y negaban su anticapitalismo esencial. Limitándose а ejercer su función de consejeros, cometían el еггor de confiar en los dirigentes, o sea, en los responsables del deterioro planetario que ellos mismos ha denunciado. El movimiento ecologista arrastrará siempre ese pecado de origen y en los ochenta los proyectos «verdes» confluirán con las innovaciones capitalistas. La huida neoliberal hacia delante en el crecimiento y la degradación -encarecimiento del petróleo, Bhopal, Chernóbil, las dioxinas, el agujero de la capa de ozono, la polución, etc. — confirmó la pertinencia de las críticas y el fracaso del desarrollismo sin trabas convirtió al ecologismo la mayoría dirigente. El concepto de «desarrollo sostenible» del informe Bruntland (1987), presentado por la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, y sobre todo, por la Conferencia de Río (1992), marcaría la fusión de la ideología ecologista con el capitalismo, aceptada en primer lugar por los partidarios de la regulación estatal de crecimiento, la vieja «izquierda». En realidad se trataba de preservar el desarrollo, no la sostenibilidad. De administrar la nocividad, no suprimirla. Para ello se buscaba la armonización del medio ambiente con la economía de mercado. La capa de ozono y el modo de vida consumista podían ser compatibles merced a una nueva contabilidad que incluyera el coste ambiental. El mercado beneficiaría la producción «limpia» y castigaría la contaminante. El reciclaje sería premiado y la basura, penalizada. No obstante, la Conferencia de Kyoto sobre el cambio climático (1997) рuso de manifiesto las dificultades insalvables que presentaba el proceso de reconversión ecologista de la producción y el consumo. A pesar de la aparición de un negocio ambiental cada vez más importante y del ahorro que significaba el desguace de los servicios sociales del Estado, el mercado no podía hacerse cargo de dicha transformación por ser onerosa para las industrias. Medidas elementales como los topes a la emisión de gases ponían en peligro el crecimiento puro y duro, pilar central del sistema capitalista actual. La solución encontrada, la globalización de los intercambios, y su consecuencia primera, la deslocalización de las industrias y el incremento exponencial del transporte, caminaba en la dirección contraria. Exigía que la agricultura intensiva siguiese alimentando al mundo, esta vez con ayuda de la ingeniería genética, que la industria química determinara el metabolismo humano, que los niños asiáticos trabajasen en fábricas y que el TAV acuchillase Europa. Otro tanto se diría de la energía nuclear o de los transgénicos. Si el crecimiento destructivo necesitaba la cobertura ecológica, la destrucción había de presentarse como el acto ecológico por excelencia.

En diciembre de 1912, seis años antes de ser asesinada por la soldadesca de un gobierno socialdemócrata, Rosa Luxemburg publicaba un controvertido libro, La acumulación del capital, donde afirmaba la reproducción ampliada de capital, o sea, el «crecimiento», no podía asegurarse sin que entrasen en la órbita mercantil los sectores atrasados de los países modernos y la población del resto del mundo que se desenvolvía en economías precapitalistas o de capitalismo incipiente. Para el mundo capitalista era vital la existencia de un mundo exterior, fuente de consumidores, materias primas y mano de obra barata. Las dificultades que el proceso podía tener se solucionaban a la fuerza: «En los países de ultramar, su primer gesto, el acto histórico con que nace el capital y que desde entonces no deja de acompañar ni un solo momento a la acumulación, es el sojuzgamiento y la aniquilación de la comunidad tradicional. Con la ruina de aquellas condiciones primitivas, de economía natural, campesina y patriarcal, el capitalismo europeo abre la puerta al intercambio de la producción de mercancías, convierte a sus habitantes en clientes obligados de las mercancías capitalistas y acelera, al mismo tiempo, en proporciones gigantescas, el proceso de acumulación, desfalcando de un modo directo y descarado tesoros naturales y las riquezas atesoradas por pueblos sometidos a su yugo.»

Quizás por contradecir a Marx el libro fue olvidado, pero su punto de vista fue repetido en los setenta por determinados críticos, que tenían en común el haber sido altos funcionarios -Ivan Illich, de la Iglesia; Francois Partant, de las finanzas francesas; Fritz Schumacher, de la industria inglesa- implicados en programas de desarrollo del «Tercer Mundo», y el hecho de postular, a diferencia de los ecologistas, el abandono del capitalismo. En efecto, libros como La convivencialidad (Illich), El final del desarrollo (Partant), Lo pequeño es hermoso (Schumacher) o El manual completo de la autosuficiencia (John Seymour), denunciaban la ausencia de relación entre prosperidad económica y bienestar social, rechazaban el productivismo, las nuevas tecnologías, los sistemas burocráticos y autoritarios, el consumo de masas, los monocultivos, los pesticidas y fertilizantes químicos, el urbanismo desbocado, etc., y propugnaban la economía vernácula basada en lazos comunitarios, la descentralización, la tecnología tradicional, la diversidad de cultivos y los abonos naturales, el autoabastecimiento, la reducción del tamaño de las ciudades... Eso comportaba en teoría la ruptura con al menos dos aspectos esenciales del marxismo (y del sindicalismo revolucionario): la sociedad plenamente industrializada como alternativa emancipadora, o sea, el despliegue ilimitado de las fuerzas productivas socializadas como condición elemental de una sociedad libre, y el papel de la clase obrera fabril en la liberación de las servidumbres capitalistas, es decir, la función del proletariado industrial -con su ética del trabajo y su docilidad sindical- como agente histórico y sujeto revolucionario. Puesto que la libertad dependía de la estabilidad de los ecosistemas dentro de los cuales se insertaba, no podía nacer ésta de un desarrollismo socializado universal sino de un retorno a la colectividad autosuficiente y a la producción local; surgiría no de la toma de los medios de producción capitalistas, sino de su desmantelamiento. No debían asegurarse un mayor consumo y por lo tanto una producción mayor, sino su subsistencia material. Sus necesidades habían de definirse en función de los recursos, no en función del poder adquisitivo. Para eso no tenían que organizar de otra manera la misma sociedad, sino transformarla de abajo arriba, abolir todas las dependencias, destruir la maquinaria que obligaba a la jeraquía, a la especialización y al salario. En la sociedad convivencial ninguna actividad impondría a quien no participara en ella un trabajo, un consumo о un aprendizaje. La sociedad organizada de modo autónomo y horizontal debería dominar las condiciones de su propia reproducción sin alterarse. Los intercambios no podían comprometer su existencia. Una sociedad así había de ser una sociedad donde el tejido social sustituyera al Estado, controlando su tecnología y prescindiendo del mercado. Siguiendo el hilo del discurso, a fin de alcanzar una sociedad de ese tipo -añadimos nosotros- los obreros habrían de luchar no para colocarse mejor o simplemente mantenerse en el mercado del trabajo, sino para salirse de la economía. Tenían que destruir las fábricas y las máquinas, no autogestionarlas. Y, puesto que en el capitalismo contemporáneo el consumo prevalece sobre la producción, el terreno del conflicto residiría menos en los lugares de trabajo que de la vida cotidiana. Este combate requeriría la voluntad de vivir de otra manera, por lo que no podía ser asumido por asalariados satisfechos y consumistas. Los destinados a hacerlo serían los trabajadores precarios, los inmigrantes, los parados, los automarginados -los excluidos en general- actuando no en el marco de la producción capitalista, sino al margen, es decir, con un pie fuera del sistema, y por consiguiente, más proclives a colocarse, mediante la autoorganización y el autoconsumo, en una perspectiva de debilitamiento de la economía y del Estado. En los países «desarrollados» el grado de exclusión es mínimo, aunque crece, pero en los países que los dirigentes llaman «subdesarrollados» los excluidos son legión.

La destrucción del medio obrero en los ochenta es responsable de que esta crítica permaneciese anclada en los medios que le dieron origen y de que quince años más tarde fuera recuperada por los ideólogos del decrecimiento. En el campo de la radicalidad, apenas podemos citar reflexiones en ese sentido: Bookchin, Freddy Perlman, Theodore Kaczinski, L’Encyclopédie des Nuisances, Fifth Estate… Lo menos que puede decirse de aquellos medios es que no eran los más apropiados para expurgar dicha crítica de contradicciones y difundirla. De acuerdo con ella, la reproducción ampliada de capital y de la fuerza de trabajo estaba asegurada por el crecimiento, pero no así la reproducción del medio que proveía de recursos, ni tampoco de la sociedad en su conjunto. Entonces, cabía preguntarse si los conflictos que forzosamente han de derivar del deterioro ambiental, las catástrofes y la descomposición social, favorecerían una transformación del sistema o, en otras palabras, si permitirían la emergencia de una alternativa creíble. La ideología del decrecimiento pretende ser esa alternativa.

El nombre es una simple etiqueta tomada de Georgescu-Roegen. En principio consiste en un conjunto aparentemente coherente de ideas como las que podemos encontrar en Illich, Partant, Mumford o en The Ecologist, elaborado por expertos desde instancias de cooperación para el desarrollo, universidades, ONG y «Foros sociales», el mismo medio que alumbró la ideología ciudadanista de la «alterglobalización». No obstante, existen diferencias importantes entre ambas: la del decrecimiento es antidesarrollista y condena claramente el ecocapitalismo y el papel de las nuevas tecnologías. Desaprueba tanto el desarrollo sostenible como el crecimiento cero. Defiende pues una salida del mercado, no un mercado mundial controlado; es más, desconfía del Estado como sistema de poder centralizado y jerárquico injustificable ante una sociedad sin mercado, prefiriendo en su lugar el ideal gandhiano de una federación de aldeas autosuficientes. En teoría estáriamos ante una concepción libertaria semejante a la del naturismo, o a la más próxima del comunalismo, en la práctica no hay otra cosa que ciudadanismo. El apoyo de ATTAC, Ecologistas en Acción o Le Monde diplomatique vendrían a corroborarlo si necesidad hubiere. Los objetivos podrán variar, pero lo de menos son los objetivos, pues el «decrecimiento convivencial» aspira a reducir pacíficamente la producción y el consumo de masas «mediante el control democrático de la economía por la política». Arnau, «desde un rincón de Collserola», precisa que se trataría de formar «gobiernos de transición, de ética inquebrantable y monitorizados desde abajo». ¿Cómo conseguirlo? Mediante la acción «convivencial», que nos conducirá, a través de la inanidad de actos simbólicos y festivos «para concienciar la sociedad», a la política oficial, a las asociaciones de consumidores, a las candidaturas municipales y al sindicalismo. Y es que la transición a la economía autónoma ha de discurrir sin problemas, porque los desencuentros con el poder ponen en peligro «la democracia». Los partidarios del decrecimiento, en tanto que lumpenburguesía ilustrada, tienen pánico al «desorden» y prefieren de lejos el orden establecido a las algaradas populares. Las ideas habrán cambiado, pero los métodos son ciudadanistas. Hay que «ejercer la ciudadanía» y avanzar en «la democracia», nos dice el ideólogo Serge Latouche. El partido del decrecimiento a fin de conjurar la crisis social pretende sustituir el aparato económico del capitalismo conservando su aparato político. Como al fin y al cabo la proclamada salida del mercado no es rupturista sino suavemente transaccional, quiere separarse de la economía sin separarse de la política, acepta todas las mistificaciones que ha rechazado en teoría. No olvidemos que escapar al crecimiento no significa para Latouche renunciar a los mercados, la moneda o el salario, puesto que no busca amotinar a los oprimidos sino convencer a los dirigentes. Su discurso es el del tecnócrata experto, no el del agitador. Mostrando el cambio climático, el estallido de las burbujas financieras, el aumento del paro, el endeudamiento de los países empobrecidos, las sequías y demás catástrofes, pretende animar a la clase dirigente a que se olvide del crecimiento. Se supone que los dirigentes, ante la imposibilidad de controlar las crisis y bajo la amenaza de conflictos imprevisibles, preferirán la paz social y la «deconstrucción» mercantil. Eso explica que dicho partido no contemple un cambio social revolucionario a realizar por las víctimas del crecimiento, y que en la práctica proponga un conjunto de reformas, impuestos, desgravaciones, moratorias, leyes, etc., o sea, un «programa reformista de transición» a aplicar desde las instituciones políticas actuales. Ni que decir tiene que es lo mismo que proponen las plataformas cívicas, los ecologistas, los antiglobalizadores de pega e incluso la «izquierda» integrada. Excusamos decir que el fomento de una economía marginal sin autonomía real ni posibilidad de convertirse en una verdadera alternativa es sólo una coartada. Agricultura campesina, reducción del consumo y de la movilidad, prioridad de las relaciones, alimentación sana, redes locales de trueque, no competir, no acumular, etc., son ideas antidesarrollistas que pierden todo el sentido cuando no se quiere la fractura social que sus intentos de realización efectiva han de provocar cuando su generalización altere seriamente las condiciones de producción e intercambio poniendo en peligro la existencia del mercado, de las instituciones y de las clases sociales privilegiadas. Presionada por la necesidad de apaciguamiento, cualquier medida alternativa sigue la dirección del capitalismo. Así las economías marginales de cierta envergadura no son más que zonas de reserva de mano de obra industrial autosostenidas; las energías renovables desembocan en grandes parques eólicos o solares según el modelo industrial; el reciclaje y la reutilización nos llevan al gran negocio de la exportación de basura digital; la crisis del petróleo inaugura la época de las grandes plantaciones de agrocombustibles. El interés del decrecimiento convivencial por las ONG, los sindicatos, los parlamentos o las Naciones Unidas como instancias reguladoras y «monitorizadoras» ilustra a contrario su desinterés por las asambleas comunales y, en general, por la reconstrucción de una esfera pública autónoma. No quiere liquidar a los dirigentes, por lo que ha de conservar primorosamente la maquinaria política que los hace necesarios, aunque para ello tenga que impedir en su backyard cualquier experiencia real de democracia asociativa, pues estas cosas está bien que ocurran en Mali, Bolivia o la selva Lacandona, pero no en las metrópolis occidentales.

La producción cooperativa y el intercambio sin beneficios no podrán nacer del consenso con el poder sino de la imposición por parte de los oprimidos de unas condiciones sociales que proscriban la producción industrial y el comercio lucrativo. La lucha contra la opresión -que como diría Anders, ocurre entre víctimas y culpables- es la única que puede sentar las bases de una «democracia ecológica local» y una autonomía social, en los alrededores de Kinshasa y en todas partes.

La ideología del decrecimiento es la última mutación del ciudadanismo tras el miserable fracaso del movimiento contracumbres; una ilusión renovable, como dirían Los Amigos de Ludd. Como trivialización de la protesta y supresión del conflicto, es un arma auxiliar de la dominación. En los días que corren, el capital ha salido vencedor, como ya saliera de la lucha de clases de los sesenta y setenta. Sin nada ni nadie que le detenga prosigue su carrera de destrucción creciendo sin parar, esta vez gracias a las aportaciones ecologistas y ciudadanistas. Una sociedad libre no puede concebirse sin su abolición que para el partido del decrecimiento acarrearía el caos social y el terrorismo, algo que de sobra está presente y que configura paulatinamente un régimen ecofascista. Dada la magnitud de la catástrofe ecológica, luchar por una vida libre no es diferente a luchar por salvar la vida. Pero la lucha por la supervivencia -por las redes de intercambio regionales, por el transporte público o por las tecnologías limpias- no significa nada separada del combate anticapitalista; es más su fuerza radica en la intensidad de dicho combate. Se trata de un movimiento de secesión pero también de subversión, cuyo empuje depende más de la profundidad de la crisis social que de la crisis ecológica. Dicho de otra manera, de la conversión de la crisis ecológica en crisis social, y por lo tanto, de su transformación en lucha de clases de nuevo tipo. Si ésta alcanza un nivel suficiente, las fuerzas de los oprimidos podrán desplazar al capitalismo y abolirlo. Entonces la humanidad podrá reconciliarse con la naturaleza y reparar los daños a la libertad, a la dignidad y al deseo provocados por los intentos de dominarla.
Extraido de la publicación Resquicios, Año IV, Número 6, Abril de 2009.

Publicado en www.barcelona.indymedia.org