Bertrand Russell: "La desobediencia civil y la amenaza de guerra nuclear" - Tortuga
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Bertrand Russell: "La desobediencia civil y la amenaza de guerra nuclear"

Jueves.7 de julio de 2005 5723 visitas Sin comentarios
Insumissia - Antimilitaristas.org #TITRE

El Comité de los 100, como saben los lectores, está por la desobediencia civil no violenta y a gran escala como medio de inducir al Gobierno británico (y a otros, esperamos, a su debido tiempo) a abandonar las armas nucleares y la protección que se supone que proporcionan. Muchos críticos han puesto la objeción de que la desobediencia civil es inmoral, especialmente allí donde el gobierno es democrático. Me propongo atacar este punto de vista. No en general, sino en el caso de la desobediencia civil no violenta a favor de ciertos objetivos propugnados por el Comité de los 100.

Hay que empezar con algunos principios abstractos de ética. Hablando en términos generales, hay dos tipos de teoría ética. Uno, cuyo mejor ejemplo lo constituye el Decálogo, establece normas de conducta que se supone que son válidas en todos los caso, independientemente de los efectos a que su obediencia dé lugar. La otra teoría, aun admitiendo que algunas normas de conducta son válidas en al gran mayoría de los casos, es capaz de tener en cuenta las consecuencias de las acciones y de permitir violaciones de las normas cuando las consecuencias de su obediencia son evidentemente indeseables. En la practica, la mayor parte de la gente adopta el segundo punto de vista y sólo acude al primero en las discusiones con los contrincantes.

Veamos unos pocos ejemplos. Supongamos que un fornido individuo, aquejado de hidrofobia, está a punto de morder a sus hijos y que el único modo de impedírselo es matarle. Creo que muy poca gente consideraría injustificado que usted adoptase este método para salvar la vida de sus hijos. Quienes lo considerasen justificado no negarían que la prohibición de asesinar sea casi siempre justa.

Probablemente llegarían a decir que quitar la vida a un semejante no debería ser considerado asesinato en este tipo de supuestos. Definirían “asesinato” como “homicidio injustificable”. En este caso, el precepto de que asesinar está mal se convierte en una tautología,, pero la cuestión ética permanece: “¿Cuándo debe ser etiquetado como asesinato quitar la vida a un semejante?”. O tomemos el mandato de no robar. Casi todo el mundo estaría de acuerdo en que la inmensa mayoría de los casos es justo obedecer este mandato. Pero suponga que es usted un refugiado que huye con su familia de la persecución y que sólo robando puede conseguir comida. Mucha gente estaría de acuerdo en que está justificado que usted robe. La única excepción serían quienes defendiesen la tiranía de la que usted está intentando escapar.

Se han dado muchos casos en la historia que no resultaban tan claros. En los tiempos del papa Gregorio VI, la simonía estaba a la orden del día en la Iglesia. El papa Gregorio VI llegó a Papa mediante la simonía y lo hizo con el propósito de abolirla. En esto tuvo mucho éxito, y el éxito total fue alcanzado por su discípulo y admirador, el papa Gregorio VII, que fue uno de los Papas más ilustre. No voy a dar mi parecer acerca de la conducta de Gregorio VI, que ha venido siendo un tema controvertido hasta nuestros días.

La única norma, en estos casos dudosos, es considerar las consecuencias de la acción en cuestión. Debemos incluir entre estas consecuencias el efecto malo de debilitar el respeto por una norma que es justa en la mayoría de los casos. Pero, incluso cuando este efecto es tomado en cuenta, hay casos en los que la norma de conducta más generalmente aceptable debería ser violada.

Hasta aquí la teoría general. Ahora voy a ocuparme más concretamente del problema moral que estamos tratando.
¿Qué hay que decir acerca de una norma que ordena respetar la ley? Consideremos en primer lugar los argumentos en favor de una norma de este tipo. Sin ley una comunidad civilizada es imposible. Donde haya una general falta de respeto por la ley, seguro que se seguirán todo tipo de consecuencias perniciosas. Un notable ejemplo fue el fracaso de la ley seca en América. En este caso resultó obvio que el único remedio posible era cambiar la ley, desde el momento en que era imposible conseguir que la ley, tal como estaba, fuera respetada. Este punto de vista fue el que prevaleció a pesar de quienes violan la ley no lo hacían por lo que se suele llamar motivos de conciencia. Este caso pone en evidencia que el respeto por la ley tiene dos caras. Si se quiere que la ley sea respetada, debe ser considerada digna de respeto.

El argumento más importante en favor del respeto por la ley es que, en controversias entre dos partes, sustituye la parcialidad privada que se daría probablemente en ausencia de la ley por una autoridad neutral. La fuerza que puede ejercer la ley es, en mucho casos, irresistible y, por consiguiente, sólo es necesario que se la invoque en el supuesto de una minoría de irresponsables criminales. El resultado neto es una comunidad en la que la mayor parte de la gente es pacífica. Estas razones en favor del imperio de la ley son admitidas en la mayoría de los caso, excepto por los anarquistas. No deseo discutir su validez excepto en casos excepcionales.

Hay un tipo muy amplio de supuestos en los que la ley no tiene el mérito de ser imparcial como lo es con relación a los particulares en disputa. Se dan cuando una de las partes es el Estado. El Estado hace las leyes y, a menos que haya una opinión pública muy atenta en defensa de las libertades justificables, el Estado hará la ley a su propia conveniencia, la cual puede no corresponderse con el interés público. En los procesos de Nuremberg fueron condenados criminales de guerra por obedecer las leyes del Estado, aunque su condena fue sólo posible una vez que el Estado en cuestión fue vencido militarmente. Es de destacar, sin embargo, que las potencias que vencieron a Alemania estuvieron de acuerdo en que abstenerse de practicar la desobediencia civil puede ser merecedor de castigo.

Quienes critican la forma particular de desobediencia civil que estoy intentando justificar mantienen que las violaciones de la ley, aun cuando puedan estar justificadas bajo un régimen despótico no pueden nunca estar justificadas en una democracia. No encuentro en absoluto válida esta aseveración. Hay muchos casos en los que gobiernos nominalmente democráticos dejan de hacer efectivos principios que los amigos de la democracia respetarían. Tomemos por ejemplo el caso de Irlanda antes de alcanzar la independencia. Formalmente los irlandeses tenían los mismos derechos democráticos que los británicos.

Podían enviar sus representantes a Westminster y defender su postura mediante todos los procedimientos democráticos admitidos. Sin embargo, a pesar de ello, estaban en minoría, que habría sido permanente si se hubieran limitado a los métodos legales. Ganaron su independencia violando la ley. Si no la hubieran violado, no habrían podido ganar.

Hay muchas otras formas por las que los gobiernos nominalmente democráticos dejan de serlo en la práctica. Una gran cantidad de cuestiones son tan complejas que sólo un pequeño número de expertos puede comprenderlas. Cuando se suben o se bajan los tipos de interés, ¿qué proporción del electorado puede juzgar si era correcto o no hacerlo? Y si alguien que no tenga una posición oficial critica la acción del Banco de Inglaterra, los únicos testigos con la suficiente autoridad serán las personas responsables de lo que se ha hacho o las estrechamente relacionadas con ellas.

No sólo en cuestiones financieras: todavía más en cuestiones militares y diplomáticas, hay en todo estado civilizado una técnica de ocultamiento ampliamente desarrollada. Si el gobierno quiere que un hecho determinado no sea conocido, casi todos los medios de comunicación le ayudan en el ocultamiento. En tales casos, sucede frecuentemente que la verdad sólo llega a ser conocida, si es que llega a serlo, por medio de persistentes y sacrificados esfuerzos que acarrean vilipendio e incluso deshonra personal. En ocasiones, si el asunto suscita suficiente pasión, la verdad llega a ser conocida al final. Así ocurrió, por ejemplo, en el caso Dreyfus. Pero si el asunto es menos sensacional, el votante ordinario será probablemente dejado en la ignorancia.

Por estas razones, la democracia, aun cuando mucho menos susceptible a los abusos que la dictadura, no es en absoluto inmune a los abusos de poder por parte de la autoridad o de intereses corruptos. Si se quiere preservar libertades valiosas es necesario que exista gente dispuesta a criticar a la autoridad e incluso, si se da el caso, a desobedecerla.

Quienes proclaman a voces su respeto por la ley no se dan cuenta, en muchos casos, de que el imperio de la ley debería extenderse a las relaciones internacionales. En las relaciones entre estados, la única ley que existe aún hoy es la ley de la jungla. Lo que decide un conflicto es que parte puede causar un mayor número de muertos a la otra parte. Quienes no aceptan este criterio son susceptibles de ser acusados de falta de patriotismo. Esto hace imposible no sospechar que la ley sólo es valorada donde ya existe y no como una alternativa a la guerra.

Esto me lleva al tipo particular de desobediencia civil no violenta propugnada y practicada por el Comité de los 100. Quienes estudian las armas nucleares y el curso probable de la guerra nuclear están divididos en dos grupos. Hay gente que trabaja para el gobierno y, por otro lado, gente de la calle que se ha puesto en movimiento porque se ha dado cuenta de los peligros y catástrofes que es probable que sucedan si la política de los gobiernos no cambia. Hay unos cuantos temas en discusión. Mencionaré algunos. ¿Cuál es la probabilidad de que se provoque accidentalmente una guerra nuclear? ¿Cuántas bajas hay que temer? ¿Qué proporción de la población es probable que sobreviva a una guerra nuclear total? Estudiosos independientes encuentran que las respuestas dadas a estas cuestiones por los propagandistas oficiales y por los políticos aparecen grave y peligrosamente equivocadas a un observador imparcial. Dar a conocer a la población en general qué repuestas a estas preguntas consideran los investigadores independientes que son las correctas es una empresa difícil. Cuando es difícil averiguar la verdad, existe una tendencia natural a creer lo que afirman las autoridades oficiales. Especialmente en aquellos casos en que esto permite a la gente considerar sus inquietudes innecesariamente alarmistas y rechazarlas.

Los más importantes medios de comunicación se consideran a sí mismos parte del Establishment y se muestran muy reacios a proceder de modo que desagrade al Establishment. Una larga y frustrada experiencia nos ha demostrado a quienes hemos intentado dar a conocer hechos desagradables que los métodos ortodoxos por sí solos son insuficientes. Mediante la desobediencia civil un cierto tipo de publicidad es posible. Se informa acerca de lo que hacemos aunque, en la medida en que se pueda evitarse, las razones por lo que lo hacemos no son mencionadas. La política de suprimir nuestra razones sólo tiene, sin embargo, un éxito parcial. Mucha gente se siente inclinada a indagar acerca de temas que se ha querido que ignoren. Muchas personas, especialmente entre la gente joven, llegan a compartir la opinión de que los gobiernos están llevando hacia la destrucción a poblaciones enteras mediante mentiras y evasivas. No parece improbable que, al final, un movimiento irresistible de protesta popular obligue a los gobiernos a dejar que sus súbditos continúen existiendo. Estamos convencido, en base a una larga experiencia, que este objetivo no puede ser alcanzado únicamente mediante métodos permitidos, por la ley. En lo que a mí respecta, considero que está es la razón principal para poner en práctica la desobediencia civil.

Otra razón para intentar divulgar el conocimiento acerca de la guerra nuclear es la inminencia extrema del peligro. Los métodos legales de divulgación resultan demasiados lentos, y creemos, en base a la experiencia, que sólo el tipo de métodos que hemos adoptado puede extender el conocimiento necesario antes de que sea demasiado tarde. Tal como están las cosas, una guerra nuclear puede acaecer accidentalmente en cualquier momento. Cada día que pasa sin que estalle una guerra así podemos dar las gracias por nuestra suerte, pero no podemos esperar que la suerte dure indefinidamente. Cada día, a todas horas, la población británica puede perecer.

Los estrategas y los negociadores se están dedicando a jugar a un juego del que las dilaciones parecen ser una de las reglas. Es urgente que las poblaciones del Este y del Oeste obliguen a ambas partes a darse cuenta de que el tiempo del que disponemos es limitado y de que, si se continúa de este modo, puede sobrevenir el desastre en cualquier momento, y casi seguro que más pronto o más tarde sobrevendrá.

Hay, sin embargo, otra razón muy poderosa para utilizar la desobediencia civil no violenta que merece consideración. Los programas de exterminio masivo, en los que se gastan grandes cantidades de dinero público, tienen que llenar de horror a cualquier ser humano. Al Oeste se le dice que el comunismo es malo; al Este, que el capitalismo es malo.

Cada una de las partes concluye que las naciones que favorecen a la otra deben ser “obliteradas!, por usar la expresión de Kruschev. No pongo en duda que cada una de las partes esté en lo cierto al pensar que una guerra nuclear destruiría el “ismo” de la otra parte; sin embargo, están equivocadas si piensan que una guerra nuclear podría implantar su propio “ismo”. Nada de lo que el Este o el Oeste consideran deseable puede ser el resultado de una guerra nuclear. Si se pudiera hacer comprender esto a ambas partes, sería posible que se dieran cuenta de que no hay victoria posible par ninguna de ellas, sino sólo la derrota total para las dos. Si este hecho absolutamente evidente fuera admitido públicamente por Kruschev y Kennedy en un comunicado conjunto, podrís negociarse un sistema de coexistencia que proporcionaría a cada una de las partes mil veces más de lo que podrían lograr por la guerra.

La absoluta inutilidad de la guerra en la presente era resulta completamente obvia excepto para aquellos que han sido hasta tal punto educados en tradiciones pasadas que son incapaces de pensar en los términos del mundo que nos ha tocado vivir. Quienes protestamos contra la guerra y las arma nucleares no podemos estar de acuerdo con un mundo en el que cada hombre debe su libertad a la capacidad de su gobierno de causar cientos de millones de muertos apretando un botón. Esto es abominable y, antes de que parezca que consentimos en ello, estamos dispuestos, si fuera necesario, a ser proscritos y a sufrir vejación y cualquier dificultad que se pueda derivar del distanciarse de los esquemas gubernamentales. Esto es un horror. Estoy convencido de que en base a consideraciones puramente políticas nuestra postura es incontestable.

Pero, por encima de todas las consideraciones políticas, está la determinación de no ser cómplices del peor crimen que la humanidad haya contemplado jamás. Estamos espantados, justamente espantados, acusa del exterminio de seis millones de judíos por Hitler; sin embargo, los gobiernos del Este y del Oeste consideran tranquilamente la posibilidad de una matanza al menos cien veces mayor que la perpetrada por Hitler. Quienes se dan cuenta de la magnitud de este horror no pueden ni siquiera parecer estar de acuerdo en las políticas de las que surge. Es este sentimiento, más que cualquier cálculo político, lo que da fervor y fuerza a nuestro movimiento; un tipo de fervor y un tipo de fuerza que, si una guerra nuclear no acaba pronto con todos nosotros, hará crecer nuestro movimiento hasta que alcance el punto en que los gobiernos no puedan impedir dejar a la humanidad que sobreviva.

Trad. cast.: J. A. Estévez Araujo.