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Timor Oriental: Comentario con ocasión de la próxima cumbre de la
APEC (*)
Noam Chomsky
Traducción para Rebelión:
En la conferencia de la APEC se deberían tratar muchas cuestiones
significativas a largo plazo, pero una de ellas es de vital
importancia y de urgencia absoluta. Todos sabemos de qué se trata, y por
qué se debe situar en un primer plano de
preocupación y -lo que es más importante- de acción inmediata. Esta
conferencia proporciona una oportunidad que puede que
no se vuelva a repetir: la oportunidad de poner fin a la tragedia de
Timor Oriental, que una vez más alcanza proporciones
alarmantes. Las fuerzas militares indonesias que invadieron Timor
Oriental hace 24 años, y que han estado aterrorizando y
masacrando a sus habitantes desde entonces, se encuentran ahora mismo,
mientras escribo, en pleno proceso de destruir
sádicamente lo que queda: la población, las ciudades y los pueblos. No
podemos saber lo que están planeando, pero no es
descartable una solución cartaginesa.
La tragedia de Timor Oriental ha sido una de las más pavorosas de este
terrible siglo. Por otra parte, también es de particular
importancia moral para nosotros, por la más simple y obvia de las
razones: la complicidad occidental ha sido directa y decisiva.
El previsible corolario también incluye que, a diferencia de los delitos
de los enemigos oficiales, estos se podrían haber
detenido por medios que siempre han estado, y que siguen estando,
disponibles. La actual ola de terror y destrucción se inició
a principios de este año, con el pretexto de que las atrocidades eran
llevadas a cabo por "milicias incontroladas". Pronto se
reveló que las milicias eran fuerzas paramilitares armadas, organizadas
y dirigidas por el ejército indonesio, que también
participó de forma directa en sus "actividades delictivas", tal y como
las describió Ali Alatas, ministro de Asuntos Exteriores de
Indonesia, con intención de mantener a estas alturas la vergonzosa
pretensión de que la "institución castrense" que dirige los
crímenes intenta detenerlos.
Los integrantes de las fuerzas militares indonesias son comúnmente
descritos como "malhechores". Es un calificativo que no les
hace justicia. Los más importantes son las unidades del Kopassus
enviadas a Timor Oriental para llevar a cabo las acciones
que las han hecho tan famosas como temidas. Cuando el terror empezaba a
aumentar, David Jenkins, veterano corresponsal en
Asia, informó que "según creen muchos observadores, tienen la labor de
dirigir las milicias". El Kopassus es la "unidad de
fuerzas especiales de asalto" creada a imagen y semejanza de los boinas
verdes de EEUU, y recibió "entrenamiento regular con
las fuerzas australianas y estadounidenses hasta que su comportamiento
se hizo demasiado molesto para sus amigos
extranjeros". Benedict Anderson, uno de los intelectuales indonesios más
importantes, observa que son "legendarias por su
crueldad" y añade que, en Timor Oriental, "el Kopassus se ha convertido
en pionero y ejemplo de todo tipo de atrocidades",
como violaciones sistemáticas, torturas, ejecuciones, y organización de
bandas criminales.
Jenkins escribió que los altos mandos del Kopassus, entrenados en
Estados Unidos, adoptaron las tácticas del programa
estadounidense "Phoenix", que se aplicó en Vietnam del Sur y que supuso
el asesinato de decenas de miles de campesinos y de
muchos de los líderes sudvietnamitas, así como "las tácticas empleadas
por los Contras" en Nicaragua a partir de las lecciones
que recibieron de sus mentores de la CIA, lecciones que no será preciso
recordar. Los terroristas de estado "no se limitan a
perseguir a los independentistas más radicales, sino también a los
moderados, a las personas con influencia en su comunidad.
"Es Phoenix", según comentaba una importante fuente de Yakarta, y tienen
intención de "aterrorizar a todo el mundo": a las
ONG, a la Cruz Roja, a Naciones Unidas y a los periodistas.
Todo ello fue mucho antes del referéndum y de las atrocidades desatadas
a partir de entonces. Hay buenas razones para
compartir el juicio de un alto cargo occidental en Dili: "No se
equivoquen. Todo esto se dirige desde Yakarta. No es una
situación en la que unos cuantos grupos de una milicia andrajosa se
encuentran fuera de control. Es una operación militar desde
el principio hasta el final, como todo el mundo sabe".
El alto cargo hizo las declaraciones desde el campamento de Naciones
Unidas en el que se habían refugiado los observadores
de la ONU, los últimos periodistas y miles de aterrorizados ciudadanos
de Timor que huían de la persecución de los agentes
paramilitares de Indonesia. En aquel momento, hace unos días, Naciones
Unidas calculó que se había expulsado de forma
violenta a 200.000 personas, aproximadamente un cuarto de la población,
con un número desconocido de asesinatos y daños
materiales por valor de miles de millones de dólares. En opinión de la
ONU, se tardarían varias décadas en reconstruir la
infraestructura básica del territorio, en el mejor de los casos. Y puede
que el ejército tenga objetivos aún más ambiciosos.
La historia de horror había continuado en los meses previos al
referéndum del treinta de agosto. En julio, periodistas
australianos citaban fuentes diplomáticas, de la iglesia y de las
propias milicias para informar de que "están acumulando cientos
de modernos rifles de asalto, granadas y morteros, para utilizarlos si
la opción autonómica [permanecer en Indonesia] es
derrotada en las urnas". Los periodistas advertían que las milicias
dirigidas por el ejército podrían estar planeando una
ocupación violenta de casi todo el territorio si se expresaba la
voluntad popular a pesar del terror. Todo ello era del
conocimiento de los "amigos extranjeros" que también sabían cómo detener
el terror y que sin embargo prefirieron mantener
una actitud dilatoria, dudosa, evasiva y ambigua que los generales
indonesios podían interpretar, fácilmente, como una "luz
verde" para que llevaran a cabo su macabro trabajo.
En una demostración de extraordinario heroísmo y de valentía, casi toda
la población participó en las elecciones, aunque
muchos tuvieron que salir de sus escondites para votar. Enfrentándose al
terror y a una intimidación brutal, votaron
mayoritariamente a favor del derecho de autodeterminación, sancionado
desde hace mucho tiempo por el Consejo de
Seguridad de Naciones Unidas y por el Tribunal Internacional.
Las fuerzas de ocupación indonesias reaccionaron de forma inmediata, y
del modo anunciado por los observadores que se
encontraban en el terreno. Se inició una operación bien planeada con las
armas que se habían acumulado y con las fuerzas que
se habían movilizado. Procedieron a eliminar a cualquiera que pudiera
contar al mundo la terrible historia y cortaron las
comunicaciones mientras masacraban y expulsaban a decenas de miles de
personas a un destino desconocido, sin dejar de
quemar y de destruir, asesinando a curas y monjas y quién sabe a cuántas
otras desventuradas víctimas. Dili, la capital, fue
prácticamente destruida. En cuanto a lo sucedido en el campo, donde el
ejército puede actuar sin testigos, sólo se puede
adivinar lo que ha sucedido.
Incluso antes de las últimas atrocidades, fuentes de la Iglesia -de gran
credibilidad- habían informado sobre el asesinato de
entre 3000 y 5000 personas en 1999; es decir, una cifra muy superior a
la escala de atrocidades en Kosovo antes de los
bombardeos de la OTAN. Y el porcentaje puede alcanzar el nivel de Ruanda
si los "amigos extranjeros" se limitan a realizar
tímidas declaraciones de desaprobación mientras insisten en que la
seguridad interna de Timor Oriental "es responsabilidad del
gobierno de Indonesia, y no deseamos quitarles esa responsabilidad", la
posición oficial del Departamento de Estado de EEUU
pocos días antes del referéndum del 30 de agosto.
Si hubieran dicho hace unos meses que la seguridad interna de Kosovo "es
responsabilidad del gobierno de Yugoslavia, y no
deseamos quitarles esa responsabilidad", no serían tan hipócritas. Los
crímenes de Indonesia en Timor Oriental han sido
incomparablemente mayores, incluso este mismo año, por no hablar de sus
actos durante los años de agresión y terror;
respaldados por occidente, no podemos permitirnos el lujo de olvidar.
Pero dejando eso a un lado, Indonesia no tiene ningún
derecho sobre el territorio que invadió y ocupó, al margen del derecho
que le concede el apoyo de las grandes potencias. Los
"amigos extranjeros" también saben que tal vez no fuera necesaria una
intervención directa en el territorio ocupado, aunque esté
justificada. Bastaría con que EEUU hiciera una declaración pública y
clara para informar a los generales indonesios de que el
juego ha terminado. A fin de cuentas es la estrategia que EEUU ha
llevado durante el último cuarto de siglo, cuando apoyaba
militar y diplomáticamente la invasión y las atrocidades dirigidas por
el general Suharto, que consiguió batir su propio y
espeluznante récord con el apoyo de occidente y, frecuentemente, con su
aclamación. La propia administración de Clinton lo
felicitó: "Es nuestro hombre", dijeron, cuando Suharto visitó Washington
poco antes de que cayera en desgracia por perder el
control y quedar atrapado en las órdenes del FMI.
Si transformar la actual luz verde en una luz roja no bastara,
Washington y sus aliados tienen medios suficientes a su
disposición: pueden detener la venta de armas a los asesinos; pueden
iniciar juicios por crímenes de guerra contra los líderes
del ejército (amenaza que no es desdeñable); pueden cortar un apoyo
económico al que no aplican ambigüedad alguna; y
pueden impedir la actuación de las multinacionales y de las grandes
empresas de energía occidentales, así como restringir otras
inversiones y actividades comerciales. Además, y si se demuestra que es
necesario, no hay razón alguna para no enviar fuerzas
de pacificación que reemplacen al ejército terrorista de ocupación.
Indonesia no tiene autoridad alguna para "invitar" a una
intervención extranjera, como pedía el presidente Clinton; tampoco la
tenía Sadam Huseín para pedir una intervención
extranjera en Kuwait, ni la Alemania nazi en Francia en 1944, por
ejemplo. Pero la terminología que se utilice para disfrazar el
envío de fuerzas pacificadoras carece de importancia, siempre y cuando
no sucumbamos a ilusiones que nos impidan
comprender lo que ha sucedido, y lo que presagia.
Apenas sabemos lo que están haciendo EEUU y sus aliados. El New York
Times informa de que el Departamento de Estado
de EEUU "ha tomado la dirección de la gestión de la crisis, (...) en la
espera de poder hacer uso de los duraderos lazos entre
el Pentágono y el ejército indonesio". La naturaleza de esos lazos, que
se han mantenido durante décadas, no es ningún
secreto. Alan Naim, que sobrevivió a la masacre de Dili de 1991 y que
estuvo a punto de perder la vida, también en Dili, hace
unos días, aclara las relaciones actuales entre Indonesia y EEUU. En
otro brillante éxito de investigación, Naim acaba de
revelar que inmediatamente después de la horrible masacre de docenas de
refugiados que se habían cobijado en una iglesia de
Liquica, el máximo responsable del ejército de EEUU en el Pacífico, el
almirante Dennis Blair, ratificó el apoyo y la ayuda
estadounidense al general indonesio Wiranto y le propuso una nueva
misión de entrenamiento de EEUU.
El día ocho de septiembre, la comandancia del Pacífico anunció que el
almirante Blair va a ser enviado de nuevo a Indonesia
para transmitir la preocupación de EEUU. El mismo día, el secretario de
Defensa, William Cohen, informó que EEUU realizó
operaciones conjuntas con el ejército de Indonesia una semana antes del
referéndum de agosto. "fue un ejercicio de
entrenamiento conjunto centrado en actividades humanitarias y de
intervención ante desastres". Resulta sorprendente que
Cohen pueda decir algo así sin avergonzarse. El ejercicio de
entrenamiento se puso en práctica en cuestión de días, y de la
forma habitual, tal y como podrá comprender todo el mundo -salvo los que
están ciegos por propia voluntad- tras escuchar
años y años los mismos cuentos.
Cada movimiento llega con una retractación implícita. El día anterior a
la reunión de la APEC (*), el 9 de septiembre, Clinton
anunció la interrupción de los lazos militares, pero sin detener la
venta de armas, y mientras tanto declaraba que Timor Oriental
"sigue formando parte de Indonesia", aunque no lo sea ni lo haya sido
nunca. El almirante Blair comunicó la decisión al general
Wiranto. No es necesario ser irónico para contemplar las actuales
relaciones secretas con un escepticismo justificado por el
pasado histórico: por mencionar un caso reciente, Clinton se las arregló
para evitar las restricciones ordenadas por el Congreso
de EEUU al entrenamiento de militares indonesios tras la masacre de
Dili. Pero la crónica anterior es mucho peor desde los
primeros días de la invasión autorizada por EEUU. Mientras la publicidad
política de EEUU condenaba la agresión,
Washington la apoyaba en secreto con un nuevo envío de armas, que fue
incrementado por la administración de Carter cuando
las matanzas alcanzaron niveles de genocidio en 1978. Fue entonces
cuando la Iglesia y otras fuentes de Timor Oriental
intentaron hacer público el cálculo de 200.000 muertos que fue aceptado
años más tarde, después de negarlo constantemente.
Todos los estudiantes occidentales, todos los ciudadanos mínimamente
preocupados por las relaciones internacionales,
deberían conocer la honrada y franca descripción de los primeros días de
la invasión de boca del senador Daniel Patrick
Moynihan, que entonces era embajador de EEUU ante Naciones Unidas. El
Consejo de Seguridad Ordenó a los invasores
que se retiraran de inmediato, pero no se tomó ninguna medida. En sus
memorias, publicadas hace 20 años, cuando el terror
alcanzó su punto más alto, Moynihan explicó las razones: "Estados Unidos
deseaba que las cosas salieran de ese modo", y el
cumplió con el deber de "trabajar para conseguirlo". En cuanto a lo que
sucedió, Moynihan comenta que en pocos meses
fueron asesinados 60.000 ciudadanos de Timor, "casi la proporción de
bajas sufridas por la Unión Soviética durante la II
Guerra Mundial". Fin de la historia. Aunque no en el mundo real.
Las cosas han seguido igual desde entonces, aunque no sólo en EEUU. Gran
Bretaña tiene un pasado particularmente odioso,
al igual que Australia, Francia y oros muchos países. Su enorme
responsabilidad, por sí misma, debería obligarlos a actuar, y
no sólo para detener las atrocidades, sino para reparar lo sucedido,
aunque se limitaran a hacer un miserable gesto de
compensación por sus crímenes.
Las razones de la postura occidental son evidentes. Lo han dejado bien
claro, con una sinceridad brutal. "El dilema es que
Indonesia importa, y Timor Oriental, no", declaraba un diplomático
occidental en Yakarta hace unos días. Podría haber
añadido que no se trata de ningún "dilema", sino más bien de un
procedimiento estándar. Elizabeth Becker y Philip Shenon,
especialistas en Asia del New York Times, explicaban la negativa de EEUU
a intervenir cuando informaban de que la
administración de Clinton "ha llegado a la conclusión de que Indonesia,
un país con grandes riquezas minerales y más de 200
millones de personas, es mucho más importante para EEUU que la
preocupación por el destino político de Timor Oriental, un
pequeño y empobrecido territorio habitado por 800.000 personas que
aspira a la independencia". Con semejantes
conclusiones, su destino como seres humanos ni siquiera aparece en la
pantalla del radar. El Washington Post cita a Douglas
Paal, presidente del Asia Pacific Policy Center (APPC), para informar
sobre los hechos de la vida: "Timor es un bache en la
carretera a Yakarta, y tenemos que pasarlo. Indonesia es un lugar enorme
y esencial para la estabilidad de la región".
Incluso sin la certificación secreta del apoyo del Pentágono, los
generales indonesios pueden leer ese tipo de declaraciones y
llegar a la conclusión de que tienen vía libre para hacer lo que
quieran.
Durante los últimos días se ha mencionado repetidamente la analogía con
Kosovo. Pero es una comparación inapropiada, en
muchos aspectos cruciales. El caso de Irak y Kuwait es mucho más
parecido, aunque quede muy por debajo de la escala de
atrocidades y de la culpabilidad de EEUU y de sus aliados. Aún hay
tiempo, aunque muy poco, para evitar la atroz
consumación de una de las tragedias más espantosas de un siglo horrible
que se dirige a un final aterrador y violento.
(*) Asia Pacific Economic Cooperation
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