RebeldeMule

Disney, sembrando ideología burguesa desde abajo.

Planta/anuncia un debate, noticias sueltas, convocatorias políticas o culturales, campañas de mecenazgo, novedades (editoriales, estrenos, próximas emisiones de tv...).
Me permito crear este tópico y lo estreno con un artículo de Frabetti publicado hoy en Rebelión:


Ponencia presentada en el V Congreso Internacional “Cultura y Desarrollo” de La Habana
El cine como instrumento de colonización cultural: Disney, el western y el musical

Carlo Frabetti
Rebelión

Casi desde sus orígenes, el cine se convirtió en el más eficaz vehículo de la cultura de masas (y por ende en el más poderoso instrumento de colonización cultural), solo superado, a partir de los años sesenta, por la televisión. O complementado, más que superado, puesto que la televisión vino a potenciar de forma extraordinaria, dándoles una nueva y masiva difusión, los productos cinematográficos y paracinematográficos (telefilmes, series, etc.). Es absurdo, por tanto, decir que la televisión le hace la competencia al cine: en todo caso, le hace la competencia a los cines (es decir, a las salas de proyección), pero la cinematografía como tal tiene en la televisión su mejor aliada.

Y desde sus orígenes la industria cinematográfica fue un cuasimonopolio de Estados Unidos, así como su más eficaz arma ideológica y propagandística; no es exagerado afirmar que, sobre todo en los años cincuenta y sesenta, Hollywood desempeñó un papel no menos importante que el Pentágono en la agresiva campaña imperialista estadounidense.

Para analizar el papel del cine como instrumento de colonización cultural, he elegido tres de sus vertientes más representativas (dos de ellas claramente tipificadas como “géneros”): los productos Disney, el western y el musical. La elección puede parecer un tanto arbitraria, incluso anecdótica, puesto que hay géneros mucho más explícitos desde el punto de vista de la propaganda ideológica (como el cine bélico o el policíaco); pero es precisamente su supuesta neutralidad lo que hace que estas tres ramas de la cinematografía estadounidense sean especialmente peligrosas, como intentaré mostrar a continuación.

Los productos Disney

A partir de la II Guerra Mundial, la factoría Disney inundó el mercado internacional con tres tipos de productos básicos: cortometrajes de dibujos animados, largometrajes de dibujos animados (los largometrajes con actores reales son más tardíos e inespecíficos) y cómics (desarrollados sobre todo a partir de los protagonistas de los cortometrajes).

Los cortometrajes disneyanos suelen ser meras sucesiones de gags humorísticos, y su carga ideológica es comparativamente escasa, aunque fueron decisivos para imponer a los dos grandes iconos de Disney: el ratón Mickey y el pato Donald, que se convertirían a su vez en los máximos protagonistas de los cómics de la factoría.

El análisis de las historietas de Mickey y Donald es especialmente interesante, pues en ellas alcanzan pleno desarrollo ambos personajes (apenas esbozados en los dibujos animados). En sus aventuras (a menudo bastante largas y de una cierta complejidad argumental), Mickey se perfila como el típico héroe positivo, valeroso y de conducta intachable, mientras que Donald se aproxima más al “semihéroe” de las típicas comedias cinematográficas estadounidenses, voluble y chapucero pero básicamente bueno. En su libro Cómo leer el pato Donald (1972), Ariel Dorfman y Armand Mattelart llevan a cabo un exhaustivo análisis del solapado contenido ideológico de los cómics disneyanos, y a dicho ensayo remito al lector interesado en un tema que no es posible tratar debidamente en esta breve exposición. Solo señalaré las curiosas relaciones de parentesco que se dan tanto en la familia Duck como en la familia Mouse: Donald vive con tres sobrinos (que no se sabe de quiénes son hijos), y los cuatro se relacionan de forma recurrente con el “tío Gilito”; las relaciones conyugales y paternofiliales brillan por su ausencia, y lo mismo ocurre en el caso de Mickey y sus dos sobrinos; además, tanto Donald como Mickey tienen sendas “eternas novias”, Daisy y Minnie, con las que mantienen relaciones un tanto ambiguas. ¿Impugnación de la familia convencional? Todo lo contrario: el matrimonio y la familia nuclear son la meta suprema, la culminación de toda aventura, y por tanto no pueden formar parte de la aventura misma; podríamos hablar, en este caso y en otros similares (casi todos los héroes del cómic tienen su correspondiente “eterna novia”), de mitificación por omisión.

En cuanto a los largometrajes de dibujos animados de la factoría Disney, sobre todo los de la primera época (Blancanieves, Bambi, Cenicienta, Pinocho, Peter Pan, La Bella Durmiente, etc.), han desempeñado un papel crucial en el proceso de suplantación de la cultura popular por la cultura de masas, al contribuir de forma decisiva a banalizar, edulcorar y resemantizar (es decir, ideologizar) los grandes cuentos maravillosos tradicionales y los clásicos de la literatura infantil. A primera vista, podría parecer que su carga ideológica no es muy intensa; pero no hay que olvidar que las películas de Disney van dirigidas (aunque no solo a ellos) a los niños, es decir, a un público indefenso ante los poderosos estímulos audiovisuales de estos excelentes (desde el punto de vista técnico) productos. Teniendo en cuenta, además, el extraordinario éxito de los grandes “clásicos” disneyanos, su amplísima difusión tanto en el espacio como en el tiempo, sería un grave error subvalorar la potencia indoctrinadora de sus almibarados mensajes ético-estéticos, que han grabado en las mentes de varias generaciones de niños unos patrones de belleza y bondad (y de fealdad-maldad) cuya trascendencia aún no ha sido debidamente estudiada.

El western

A primera vista, resulta sorprendente que un género tan específicamente estadounidense, tan ligado a una historia y unas condiciones exclusivamente locales, haya alcanzado en todo el mundo un éxito tan extraordinario. Bien es cierto que la mera fuerza bruta de la industria cinematográfica podría haber impuesto cualquier tema, por muy local que fuera; pero un cine sobre las hazañas de los boy scouts o de los jugadores de rugby, pongamos por caso, no habría tenido la misma aceptación masiva que el western.

La explicación profunda del éxito sin precedentes de este género hay que buscarla en el hecho de que la sistemática campaña de expolio y exterminio conocida como “la conquista del Oeste” ha sido la última gran “epopeya” de la “raza blanca” contra otras etnias y de la cultura occidental contra otras culturas (la actual “cruzada contra el terrorismo islámico” no ha terminado, por lo que todavía no es materia épica, y esperemos que nunca llegue a serlo). La explicación está, en última instancia, en el racismo y la xenofobia de una sociedad brutal, íntimamente orgullosa de su larga tradición de atropellos y masacres.

Con el tiempo, el western evolucionó desde las consabidas cintas de “indios y vaqueros”, burdamente maniqueas y solo aptas para niños y descerebrados, hacia relatos más centrados en la épica del héroe solitario y autosuficiente, eficaz expresión del mito estadounidense del self-made man; e incluso daría lugar a derivaciones tan curiosas e interesantes como el “spaghetti western”, cuya peculiar retórica hiperbólica (y a menudo autoirónica) merecería un estudio aparte. Pero, en conjunto, el western es sin duda el género cinematográfico que de forma más grosera (y a la vez más eficaz) ha proclamado la “superioridad” de la “raza blanca” y de la cultura occidental. Toda la propaganda nazi y fascista de los años treinta se convierte en un juego de niños ante esta gigantesca maniobra de colonización cultural e idiotización de las masas.

El musical

Este género en apariencia tan amable e inofensivo como los dibujos animados, y a menudo ensalzado incluso por la crítica “de izquierdas” (revistas tan prestigiosas como la española Film Ideal o la francesa Cahiers de Cinéma rindieron en su día delirantes homenajes al musical estadounidense), ha sido probablemente el que más ha contribuido a imponer en todo el mundo los nefastos patrones ético-estéticos (los “valores”, en última instancia) tardooccidentales (no olvidemos que la cultura de masas estadounidense no es más que la degradación de la cultura occidental, la apoteosis de su banalización y decadencia).

El musical es, desde el punto de vista temático, una variante de la comedia romántica, y como tal nos propone, ante todo, unos estrictos modelos de conducta masculinos y femeninos, unos protocolos de cortejo igualmente rígidos y, en última instancia, una idealización extrema del amor convencional (que no en vano es el mito nuclear de nuestra cultura). Pero su peculiar naturaleza artística, su condición de “gran espectáculo”, su eficaz utilización de los recursos estéticos y retóricos de la música y la danza, convierten al musical en la máxima expresión del glamour, la elegancia y la alegría de vivir.

Es interesante intentar ver un musical con ojos de niño o de espectador ingenuo, no familiarizado con las convenciones del género. Un hombre y una mujer están conversando normalmente y, de pronto, sin previo aviso y sin mediar provocación alguna, él empieza a cantar. ¿Un ataque de locura transitoria? De ser así, la locura es contagiosa, pues ella, en vez de llamar a un médico, se pone a cantar también, y a los pocos segundos, arrastrados por su delirio melódico, el hombre y la mujer están bailando claqué... Los críticos culturales solemos buscar los mensajes ocultos tras la literalidad de determinados mensajes aparentemente simples, pero deberíamos realizar también el ejercicio recíproco: analizar la literalidad de ciertos mensajes “poéticos”. En este sentido, no deberíamos pasar por alto el nivel puramente denotativo de ciertas metáforas y metonimias típicas del cine, la publicidad y otras formas de seducción-indoctrinación. En las sociedades occidentales, gritar de felicidad y dar saltos de alegría son manifestaciones poco comunes entre los adultos; pero no en vano las alusiones verbales a estos impulsos reprimidos (su enunciación sustitutoria) se han convertido en frases hechas, y el musical se limita a sublimarlas artísticamente, puesto que cantar y bailar no es más que gritar y saltar de forma articulada. Si tenemos en cuenta, además, la relación de la danza con el cortejo y con la sexualidad misma, no es difícil ver en el musical la expresión más clara y desaforada de la mitología amorosa (es decir, de la ideología) occidental. Recuerdo una discusión que tuve hace muchos años con un conocido crítico de cine comunista sobre Cantando bajo la lluvia (una auténtica obra maestra desde el punto de vista artístico, qué duda cabe). “No me negarás que es una de esas películas que ayudan a vivir”, me dijo en un momento dado, a lo que repliqué: “En efecto, y precisamente en eso estriba su peligro: ayuda a reconciliarse con una forma de vida inaceptable”.

Corbatas, tacones y hamburguesas

Desgraciadamente, la fascinación de la crítica de izquierdas por el musical estadounidense no es un fenómeno aislado. Sin ir más lejos, resulta paradójico (y preocupante) que en el más antiimperialista de los países y en el marco de un congreso sobre la diversidad cultural, disten de ser infrecuentes los signos de sometimiento a los patrones occidentales.

Si el traje de chaqueta (esa atrófica chaqueta que no en vano se denomina “americana”), uniforme oficial del macho dominante que lo distingue tanto de la clase oprimida (los obreros) como del género oprimido (las mujeres), es absurdo en todas partes, lo es doblemente en Cuba, y el hecho de que esté desplazando a la tradicional, elegante y funcional guayabera en los actos oficiales, es una señal de decadencia estética cuya importancia (nulla aesthetica sine ethica) no habría que subvalorar. ¿Y qué decir de la falocrática corbata, ese ridículo nudo corredizo de seda, a la vez signo de poder y de sometimiento, que en Occidente sigue siendo de uso obligatorio en muchos lugares y circunstancias?

¿Y qué decir de los zapatos de tacón (a cuyo éxito tanto han contribuido las divas de Hollywood)? No solo son obviamente inadecuados para caminar (y ya no digamos para correr), sino que, por si fuera poco, los traumatólogos llevan décadas denunciando los graves daños para los pies, e incluso para la columna vertebral, que acarrea su uso. Y, por otra parte, ¿cuál se supone que es su función? ¿Hacer más “atractiva” a la mujer que los lleva? Pero ¿quién puede encontrar atractiva a una mujer que lleva en los pies unos instrumentos de tortura que limitan su movilidad y dañan su salud? Solo un enfermo, obviamente, un machito baboso que se excita con la estética del dolor y la sumisión. La próxima vez, compañeras, que vayáis a calzaros unos zapatos de tacón, preguntaos qué pretendéis con ello. Si vuestra intención es excitar a los sadomasoquistas, y os parece, además, que el logro de tan alto objetivo merece la inmolación de vuestros metatarsianos y vuestras vértebras, adelante; pero si vuestra finalidad es otra (por ejemplo, que os consideren personas y no objetos), estáis adoptando una estrategia claramente equivocada.

Pero tal vez el más nefasto de los hábitos cotidianos impuestos por la cultura estadounidense (aunque no solo por ella, sino por los países ricos en general) sea el carnivorismo. Las hamburgueserías (y a ello ha contribuido el cine de forma muy especial) se han convertido, en todo Occidente (y en parte de Oriente), en importantes lugares de encuentro de los adolescentes, tan emblemáticos como las discotecas o los grandes centros comerciales. Y la disparatada idea de que “comer bien es comer carne” ha calado profundamente en casi todo el mundo, incluida Cuba, donde el consumo de cerdo está alcanzando niveles preocupantes (la última Feria del Libro de La Habana, sin ir más lejos, estaba llena de puestos ambulantes donde se vendían esas grasientas seudohamburguesas porcinas que hacen las delicias –y las barriguitas-- de tantos cubanos). El carnivorismo (y en especial el cerdivorismo) es nefasto desde el punto de vista dietético, económico y ecológico, y la revolucionaria Cuba debería abordar el tema con la seriedad que merece.

La defensa de la diversidad cultural bien entendida empieza por uno mismo, por una misma, y quienes nos oponemos a la dominación imperialista deberíamos ser más críticos con nuestras propias costumbres. Tendemos a considerar naturales nuestros hábitos cotidianos (dietéticos, indumentarios, amorosos), y a menudo no solo no son tan naturales, sino que en realidad ni siquiera son nuestros. En estos momentos, para Cuba, como para muchos otros países de todo el mundo, la mayor amenaza imperialista no está en el Pentágono, sino en Hollywood y en McDonald’s.


Nota Vie Feb 22, 2008 12:48 am
Resúmen y crítica cronológica de la conocida película de animación de la multinacional Walt Disney Company, bajo una perspectiva de izquierdas y de clase
Aladín, una “inocente” película para los más pequeños

Juanma Illescas i Martínez
Rebelión


El filme comienza con un vendedor de Arabia que nos hace de narrador al introducirnos en la historia. Éste, es un arquetipo negativo de cualquier árabe que vaya vendiendo por las calles, a los ojos de los acomodados occidentales burgueses,es decir; mentiroso, tramposo y hombre sin palabra que vende material de poca calidad. Es comprensible que numerosas asociaciones árabes se quejasen de la imagen que daban de ellos en la película. La acción se desarrolla en la ciudad de “Ágrabah”.

A continuación se nos presenta el malo de la película: Yafar. Un brujo alto y delgado con cara de amargado que busca una lámpara mágica, pero para conseguirlo debe encontrar a lo que llaman en la película “un diamante en bruto”, que no es sino un hombre de corazón totalmente “puro”.

Acto seguido y enlazando con este concepto, se nos presenta el protagonista de la película: Aladdín. Un chico pobre, obligado a robar alimentos para poder subsistir, que va acompañado de un inseparable mono llamado Abú. En esta escena, unos guardias del Sultán persiguen a Aladdín que acaba de robar unas frutas de un puesto. Al final logra escapar y ya más tranquilo en la azotea de un paupérrimo edificio,a modo de reflexión, canta una canción en la que dispara auténticas “perlas” conservadoras y reaccionarias como: “soy pobre, pero un señor” (ya se sabe que casi todos los pobres no tiene alma y son seres despreciables, hijos de Satán supongo) o al dirigirse al mono mientras en una azotea divisa el palacio del sultán “algún día Abu seremos ricos, viviremos en un palacio y nunca más tendremos problemas” (Aladdín dixit). Esto último seguro que haría las “delicias” de pedagogos progresistas del siglo XX como Giner de los Ríos o anarquistas como Francesc Ferrer i Guàrdia. Todo un ejemplo para los niños, a los que la “inocente” película les dice con un proseletismo procapitalista descarado: “haceros ricos y a los demás que les den”.

En la siguiente escena se nos presenta a Yasmín, la hija del sultán, una niña pija, malcriada y traviesa pero por supuesto muy atractiva (constante en Disney) que al igual que Bella (la protagonista de la anterior superproducción Disney, “La Bella y la Bestia”), desea vivir aventuras y se pregunta que habrá fuera de palacio de donde no ha salido nunca. Mientras, se dedica a despachar pretendientes ante la desesperación de su padre, el Sultán. Éste, muy preocupado porque según la ley (que el hace despóticamente) debe casarse antes de su siguiente cumpleaños. Al sultán nos lo pintan como un viejo atolondrado y simpático [1] (para quien le haga gracia), que se pasa el día sin pegar ni golpe y jugando con sus juegecitos (mientras la gente se muere de hambre). Pero atención, no nos confundamos, él es buena persona (así nos dicen los creadores del filme), solo que está mal aconsejado por el malvado Yafar. Moraleja Disney: nuestros gobernantes son hombres buenos y si ocurre algo malo es por burócratas o consejeros ocultos en el engranaje estatal. Esto tendría mucho que ver con las teorías neoliberales que empezaron a estar e boga en los países capitalistas a partir de los gobiernos de Pinochet, Reagan y Tatcher, que pretendían la minimización de la actividad estatal en pro de la iniciativa privada para así destruir el estado del bienestar (esos “malditos funcionarios”) y aumentar las ganancias de la élite económica.

Yasmín se queja al padre y le dice “que la ley es cruel” (pero es la ley claro) y el Sultán (como todo buen padre conservador) le contesta que él sólo quiere a alguien que la proteja (¡pero si será reina!).

Yasmín consigue fugarse del castillo para mezclarse con la “plebe” y se da una vuelta por el mercado central, en su felicidad y viendo que hay unos niños pobres que pasan hambre, coge una manzana de un puesto y se la ofrece a ellos. Acto seguido, el tendero le exige que pague lo que vale la fruta, pero ella no tiene dinero (ya se sabe,“tanto tienes tanto vales”) así que el “incivilizado” comerciante se dispone a cortarle la mano como dispone la ley [2]. Aladdín que estaba observando como un “voyager” a la chica de la que ya advertimos que se ha enamorado (porque es atractiva y tiene un cuerpo sensual, repitamos como buenos borregos pro-Disney: “la belleza está en el interior”), sale en su defensa y escapan juntos con Abu, el mono-mascota que los niños se supone se disputaran por conseguir en el McDonalds junto a su Big-Mac. Al final los guardias los cogen, pero ella es la princesa y no le pasa nada, en cambio a él lo apresan por orden de Yafar que ya sabe por sus poderes mágicos que él es “el diamante en bruto” que buscaba.

En la cárcel, Yafar se le aparece a Aladdín transmutado en un viejo preso desdentado que le habla de un tesoro. Con la condición de que vaya ha buscarlo y le de tan sólo la lámpara, le ayuda a salir. Mientras, Aladdín se dirige con el viejo a la gruta fantasma donde está la lámpara mágica, Yasmín llora desconsolada porque previamente Yafar la engañó diciéndole que Aladdín había sido ejecutado.

Al llegar a la gruta que sale de las arenas del desierto por arte de magia y tiene forma de cabeza de león (adelanto quizá de la película que ya preparaban “El rey león”), Aladdín se dispone a entrar no sin antes recordar las palabras que le dice el animal-gruta, de que no toque nada (excepto la lámpara se sobreentiende). Una vez que ve la lámpara en el interior, su mono-mascota que no es tan “puro” como él [3], se olvida de las palabras del león y coge un diamante que había por allí. Al hacer esto, toda la gruta se viene abajo y Aladdín se queda encerrado con la lámpara, su mono-mascota y una alfombra mágica que hace el papel de perro fiel. A continuación sin darse cuenta frota la lámpara y hace su aparición el genio. Éste, de piel azul y aspecto dicharachero es en realidad un showman de la tele-basura (con más gracia intermitentemente que estos últimos) de cualquier prgrama-concurso en el que los participantes tienen que superar pruebas tales como meter la mano durante un minuto en una caja llena de arañas. Consiguen salir de allí con la ayuda de éste.

Una vez fuera le explica a Aladdín que tiene tres deseos a su disposición de posibilidades ilimitadas excepto tres: “no puede matar a nadie” (estaría muy feo para ser una película con público potencial infantil), “no puede resucitar a los muertos” (más de lo mismo) y “no puede hacer que nadie se enamore de nadie” (esto sería horrible porque en el amor burgués se basa en gran medida en el concepto de libertad ilimitada, abstracta e inmaterial que nos vende el capitalismo liberal americano). Para enfatizar este concepto de libertad (comprensible por otra parte), el genio le confiesa que lo que el desea es ser libre y no estar encerrado en esa lámpara. Aladdín, que es el héroe, y “aunque sea pobre” es de corazón de sangre azul, le dice que desea “conseguir” (a modo de objeto) a Yasmín y que cuando tenga sus dos primeros deseos, el tercero lo dedicará a liberarlo.

El primer deseo de Aladdín es ser un príncipe rico y así ocurre. Cree que así conquistará a Yasmín. Así que se dirige al palacio del Sultán con todo su séquito para pedir la mano de la princesa. Como al chico se le sube a la cabeza su nueva condición y cree que ya lo tiene hecho (ya había tenido “feeling” con ella cuando huían juntos de los guardias), y Yasmín que es una mujer del siglo XXI que va al gimnasio, es valorada en la oficina y todos los chicos van detrás de ella: pasa del pobre Aladín. El chico se queda perplejo.

Mientras tanto Yafar, que por ahí anda sin reconocer a Aladdín que se hace llamar a sí mismo el príncipe Alí-Abagua, se propone acabar con él porque desea casarse con la princesa para obtener el poder como futuro sultán.

Aladdín con su alfombra mágica (su bólido) seduce a la princesa (como ya hiciera su antecesor “dysneiniano” con Bella y su biblioteca gigante) y la invita a dar una vuelta. Ella acepta entusiasmada, también parece reconocerlo como Aladdín, pero no le dice nada porque desea montar en esa maravilla de alfombra. Al terminar el viaje con canción incluida llamada "Un mundo ideal” (o “Cómo ser un joven pijo egoísta y disfrutar de la vida”), Al acabar la canción, deja a la chica en palacio y se besan. Aladdín que está muy contento, se pregunta ahora si Yasmín le amaría si supiese en realidad que es pobre, así que vuelve a afligirse. De repente los esbirros de Yafar lo apresan, lo atan y lo tiran al fondo del mar (un canto a la sutileza criminal). Con la ayuda del genio consigue salir y salvar la vida. Pero entonces Yafar se da cuenta de quién es Aladín y que tiene su codiciada lámpara. Así que piensa un plan con la ayuda de su loro-mascota y consigue robarsela.

Al hacerlo se transforma en el hechicero más poderoso del mundo, esclaviza al pobre Sultán-Dictador y a su hija pija: Yasmín. Vemos como a ésta última la obliga a llevar poca ropa a modo de azafata del “Un, dos, tres” (esto es un guiño para las calenturientas mentes de los padres-voyeurs que acompañan a sus hijos al cine) y le dice que si se casa con ella, la liberarla. Pero ella no acepta (porque es princesa, ama a Aladdín y tiene principios).

Al final Aladdín salva la situación con astucia y consigue que Yafar se quede de genio dentro de la lámpara aprisionándolo así para toda la eternidad y de rebote liberando a su amigo el genio bueno. Éste, se va de viaje con una gorra de Pluto y con ello los creadores del filme dicen a los niños: “¡el mejor sitio para ir de viajes después de vacaciones es Dyneilandia/Eurodisney como hace nuestro amigo el genio!”. Si lo hace él, bien hecho está. Lo que sigue se halla en la mejor tradición reaccionaria y derechista de Disney (Walt se sentiría orgulloso). Aladdín se hace príncipe por la gracia del Todopoderoso Sultán y así se puede casar con la chica de la película y de rebote, oye, será el futuro líder de Arabia. Realmente éste era su premio merecido, porque alguien tan noble y bueno, no merece ser una “rata callejera” (como lo llaman en la película) y vivir en la pobreza.


Algunos ejemplos de lo dicho…



* Al principio cuando se nos presenta Aladdín y se lamenta de su condición de pobre dice una maravilla como la que sigue que demuestra el carácter poderosamente elitista de la película : “si miran dentro (referiéndose a él) hallarán un hombre bueno”. No se sabe si la película nos insinúa que en general la gente pobre es mala, la duda queda.



* Al acabar la película, el rey le dice a Aladdín justificando su aprobación como príncipe: “necesitamos una persona de carácter sincero que rija los destinos de este pueblo” (como él que deja que corten manos a quien roba manzanas y que tiene a su pueblo medio muerto de hambre tal y como se ve en la propia película).



* Por cierto que el malo de la película, Yafar, tiene un nombre peligrosamente parecido al fallecido Arafat (antigua autoridad palestina).


*El autor es licenciado en Bellas Artes, creativo y crítico de arte.

1 Es curioso que el Sultán nos lo pinten con la misma imagen que la prensa oficialista española da a “nuestro” Rey: Juan Carlos I. Es decir, la de un viejo simpático y bondadoso que es capaz al final de enrrollarse y dar saltos en un balcón si se lo piden sus complacientes súbditos.

2 Se supone que es la Ley Islámica. Luego, ya se sabe, los musulmanes son incultos e incivilizados, están retrasados; por tanto: aún está pendiente el civilizarlos. Una buena lección, para que los ñiños capitalistas occidentales crezcan con el imperialismo como un compañero beneficioso y necesario. Como aquel padre que se impone y castiga a sus hijos, pero siempre por su bien. Proseletismo de primera para ingerir con regusto dulce cualquier guerra imperialista como las de Afganistán e Iraq.

3 La teoría liberal americana es sencilla, los pobres que se lo merezcan pasarán al estamento de los ricos. Evidentemente, aquí vemos como Aladín se lo merece, pero no así su mono-mascota. Moraleja Disney: “No nos engañemos, solo unos pocos pobres merecen la pena, los demás son basura de la peor calaña”
Una gran justificación para lo que los conservadores norteamericanos llaman la sub-clase. Eufemismo que viene a decir que, los casi 40 millones de pobres que tiene el estado más rico de la Tierra, los son porque se lo merecen.


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