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LE GOFF, Jacques

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LE GOFF, Jacques

Nota Sab Jun 19, 2010 10:08 am
Jacques Le Goff

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(wikipedia | dialnet)


Introducción

Toulon (Francia), 1924. Historiador de la Edad Media que ha vinculado su carrera docente a la École des Hautes Études en Sciences Sociales.

Representante destacado de la Nouvelle Histoire, de la tercera generación de la Escuela de los Annales, Le Goff ha abordado en su obra los temas fundamentales del medioevo, desde todos los puntos de vista posibles. En sus escritos combina historia, antropología y sociología con la historia de la cultura y de los sistemas económicos.

Su influjo en varias generaciones de historiadores de todo tipo ha sido extraordinario. Además propició, junto con Georges Duby, el trabajo con historiadores polacos o rusos (Kula, Geremek, Gurievich), y sus relaciones internacionales le han conducido a llevar a cabo varios proyectos editoriales en Italia.

Entre sus libros destacan: Los intelectuales en la edad media (1957), La civilización del Occidente medieval (1962), El nacimiento del Purgatorio (1981), La bolsa y la vida (1986), El hombre medieval (1989), Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval (1986), Mercaderes y banqueros de la Edad Media (1991), El orden de la memoria: el tiempo como imaginario (1991). Desde otra perspectiva, Pensar la historia: modernidad, presente, progreso (2005), La Edad Media explicada a los jóvenes (2007). Su dirección de una Historia realizada por diversos autores sobre la construcción de Europa, con visiones muy diferentes, ha sido un hito editorial.





Ensayo



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Nota Mar Jun 22, 2010 1:44 pm
fuente: http://caosmosis.acracia.net/?p=719



El sueño en la época medieval



Texto extraído de Jacques Le Goff y Nicolas Truong, Una historia del cuerpo humano en la Edad Media, Paidós, Buenos Aires, Argentina, 2005., págs. 69/75.



Los sueños bajo vigilancia

En la Antigüedad, la interpretación de los sueños era una práctica corriente. En las ferias, en los mercados, los adivinos populares ejercen su oficio, interpretan los sueños de los ciudadanos por una suma módica, un poco como las mujeres que leen la buena ventura y las personas que se dedican a las distintas mancias. En su domicilio, o incluso en el templo, una serie de intérpretes de oficio, como auténticos especialistas, daban a los hombres de la Ciudad la clave del significado de sus sueños. Los onirománticos no son tal vez tan estimados como los augures o los arúspices, esos sacerdotes que leen en las entrañas de las víctimas o en el vuelo de los pájaros, pero se los escucha y consulta corrientemente.

Apariciones, sombras o fantasmas, los sueños del paganismo griego y romano provienen del mundo de los muertos. Los sueños «falsos» y los «verdaderos» se distinguen cuidadosamente, como hace Homero en la Odisea, donde Penélope percibe las dos puertas del sueño, la de marfil de donde salen los sueños engañosos, la de cuerno de la que emanan los sueños que se cumplen. O Virgilio, que en la Eneida y en el surco de Homero distingue sueños engañosos y sueños premonitorios. Numerosas teorías oscilan entre valorización y denigración. Pitágoras, Demócrito y Platón creen en su veracidad. Diógenes y Aristóteles los devalúan y aconsejan la incredulidad respecto a ellos. Se establecen tipologías, como la de Cicerón, que en De divinatione (I, 64) distingue tres fuentes del sueño: el hombre, los espíritus inmortales y los dioses.

Los antiguos clasificaban asimismo los sueños según su naturaleza y establecían una jerarquía entre los soñadores. A finales del siglo IV, Macrobio (hacia 360- 422) proporciona a la cultura pagana su tratado de los sueños más logrado. En su Comentario del sueño de Escipión, el polígrafo y enciclopedista, miembro de un grupo de vulgarizadores de la ciencia y de la filosofía antigua, distingue cinco categorías de sueños: somnium, visio, oraculum, insomnium y visum. Dos de ellas no tienen «ninguna utilidad ni significación». La primera es el insomnium, el sueño turbado, que se convertirá con Ernest Jones -psicoanalista y biógrafo de Freud [1], en la pesadilla. La segunda es el visum, forma de fantasma, de vagabundeo onírico ilusorio. Son «falsos» sueños, para retomar las categorías de Homero y de Virgilio. Los otros tres anuncian el futuro. De forma velada en el caso del sueño enigmático, el somnium; de manera segura en la profética visio; por mediación de los parientes, de los sacerdotes o incluso de la divinidad que previenen claramente al durmiente acerca de un acontecimiento por venir en el sueño oracular (oraculum).

En el período en el que las interpretaciones paganas y cristianas se mezclan, es decir, del siglo II al IV, los hombres oscilan entre interés manifiesto (sueños de conversión, de contacto con Dios o de martirio), inquietud paciente e incertidumbre. Un «semiherético», Tertuliano, propone entre 210 y 213 el primer Tratado sobre los sueños del Occidente cristiano. Fiel a las interrogaciones de su tiempo, este no mans land en el que se encuentran un alma y un cuerpo perdido entre el sueño y la muerte lo inquieta. Pero rehúsa convertirlo en algo propio del hombre, ya que el sueño es para él un fenómeno humano universal del que no están exentos ni los niños ni los bárbaros: «¿Quién podría ser lo suficientemente ajeno a la condición humana como para no haber percibido una vez una visión fiel?», se pregunta en su De anima. Tertuliano elabora a continuación una típología de los sueños que clasifica según su fuente: los demonios, Dios, el alma y el cuerpo. Los sueños que se producen según él al finalizar el sueño están vinculados con la posición del durmiente, así como con su alimentación. Una vida sobria favorece incluso los sueños de éxtasis.

Cuando el cristianismo se impone como la ideología dominante a partir del siglo IV, la cuestión del sueño, uno de los fenómenos más enigmáticos de la humanidad, no puede ya evitarla la religión en el poder. La herencia de la cultura pagana inquieta y angustia ante todo. En efecto, ya no hay demonios buenos y malos, como en la época grecorromana. Sólo ángeles y demonios, es decir, de un lado la milicia de Dios, del otro, la malicia del Diablo. Y es Satán en persona quien, con mayor frecuencia, envía estas «poluciones nocturnas» a los hombres, interfiere así entre Dios y la humanidad, cortocircuita la mediación eclesiástica. Indisociablemente relacionado con el cuerpo, el sueño se situará según el cristianismo triunfante del lado del Diablo.

Otro motivo para relegarlo: con la religión de Cristo instituida, el futuro ya no pertenece a los hombres ávidos de conocer sus desarrollos, como en la época del paganismo, sino a Dios, el único que sabe: «Que aquellos que observan los augurios o los auspicios, o los sueños o cualquier otro tipo de adivinación, según la costumbre de los paganos, o que introducen en sus casas a hombres para que lleven a cabo investigaciones por arte de magia […], que se confiesen y hagan penitencia durante cinco años», impone un canon del primer concilio de Ancira en 314. La demonización del sueño es una respuesta hábil a una cultura pagana de la ínterpretación de las verdades ocultas del más allá, que debe hacerse ahora con la mediación y el control de las autoridades eclesiásticas.

Finalmente, el sexo constituye uno de los motivos de sospecha más importantes de la Iglesia en relación con los sueños. Por la noche, la carne se despierta, cosquillea, aguijonea el cuerpo lujurioso. Tentaciones de las que san Antonio será víctima ejemplar y triunfante. Y malestar general frente a los sueños en los que san Agustín, protagonista, no obstante, del primer sueño de conversión en el célebre episodio del jardín de Milán, será una de las figuras indiscutibles. Desde luego, en la práctica, el pueblo recurre ciertamente a los intérpretes, magos -y charlatanes en su gran mayoría-, a fin de dar sentido a este desarreglo sensorial. Pero la noche de los sueños vigilados se abate sobre Occidente durante mucho tiempo. El francés medieval, que juega con la cercanía entre «songe» [sueño] y «mensonge» [mentira], refleja esta sospecha.

Condena moral, pero también distinción social. La igualdad ante el sueño no existe. Sólo una élite tiene «derecho» a soñar: los reyes y los santos y luego, como máximo, los monjes. En el Antiguo Testamento, donde se sueña mucho más que en el Nuevo, el faraón se entera por un sueño de que debe dejar partir a los judíos si quiere deshacerse de las siete plagas de Egipto. Constantino y Teodosio el Grande, los dos fundadores de la cristiandad, descifran las líneas de sus enemigos con la mediación de los sueños. «Por este signo vencerás», oye Constantino antes de librar batalla contra Majencio en el puente de Milvio, cuando ve en el cielo la cruz de Cristo y suena por la noche que Dios le conmina a hacer representar la cruz sobre una enseña. De la misma manera, el Carlomagno de La canción de Rolando sueña de manera profética en cuatro ocasiones, que son otros tantos momentos decisivos. Sueños reales, pero también sueños de santos se elevan al rango divino. Toda la vida de san Martín está, según sus hagiógrafos, marcada por los sueños. El primero será el de su conversión. La noche que sigue al reparto de la mitad de su manto con un pobre, Cristo se le aparece: «Lo que has hecho a un humilde, me lo has hecho a mí», le dice. El segundo marca el de su acción de misionero. Otro, contado por Sulpicio Severo, será el anuncio de su muerte, a fin de que pueda prepararse para ella. Los santos y, muy pronto, los monjes, esos héroes que intentan imitarlos, se benefician también de sueños significativos. Pero para el resto de la humanidad el sueño se desaconseja.

Sueños vigilados y cuerpos controlados: los hombres deben abstenerse de beber en exceso, ya que la embriaguez favorece las visiones pecadoras. Clérigos y laicos también deben evitar ingerir demasiados alimentos, ya que la indigestión alimenta las tentaciones. La forma corporal de la tentación es la visión, uno de los cinco sentidos más esenciales en la Edad Medía, ya que un sueño es un acto, un relato en el que uno ve. De hecho, la doctrina cristiana distingue la categoría inferior de los sueños, designados por el sustantivo somnium, que procede de la raíz latina sommus («sueño»), de las nobles «visiones» (visiones) que dejan entrever una verdad oculta, en estado de vela o de sueño. Por su parte, el francés medíeval sólo conoce para designar al sueño la palabra «songe», a la que se añade la palabra «réve» a partir del siglo XVII.

A partir del siglo XII se produce un giro decisivo, cuando se efectúa una democratización de los sueños. Revolución urbana y reforma gregoriana debilitan el aislamiento y el prestigio monásticos. Los sueños se escapan del recinto del claustro, se desacralizan, se convierten en un fenómeno humano. Los sueños vuelven a tomar cuerpo y basculan incluso del lado de la psicología y de la medicina. Es un renacimiento que se acompaña de teorías e interpretaciones nuevas.

Hildegarda de Bingen, a la vez monja visionaria y médico, indica en su tratado titulado Causae et curae ("Causas y remedios"), que el sueño es el atributo normal del «hombre de buen humor». Portadora de una concepción del hombre y de la mujer en la que el espíritu no está separado del cuerpo, la abadesa rechaza sin embargo en su retórica la corporeidad del sueño, y a veces incluso el onirismo. Jean-Claude Schmitt ha inferido a la perfección el origen de este «rechazo del sueño» que figura en ciertos textos: «Era preciso que Hildegarda, al ser una mujer, dijera y mostrara en imágenes que no había soñado, para que estas palabras fueran recibidas como auténticas, a pesar de ser una mujer» [2].

De todos modos, la nueva interpretación de los sueños se vincula a la teoría de los humores y a la fisiología de los soñadores. Contra los «fantasmas diabólicos», Hildegarda de Bingen aconseja a los soñadores que «ciñan en cruz el cuerpo del paciente con una piel de arce y una piel de corzo, pronunciando palabras de exorcismo que ahuyentarán a los demonios y reforzarán las defensas del hombre» [3]. Sueño y medicina, psicofisiología y psicopatología quedan así imbricados. «Incluso los sueños que parecen ilusorios enseñan mucho al hombre acerca de su estado futuro», avanza Pascal le Romain en su Libre du trésor caché, que testimonia el giro adoptado por el cristianismo en materia de interpretación de los sueños. La renaciente Edad Media enlaza de nuevo con el sueño, sin duda bajo la influencia de la cultura y la ciencia antigua transmitidas por los bizantinos, los judíos y los árabes. «Los hombres cuyos sueños son verdaderos son, sobre todo, los de una complexión templada», dice por ejemplo el filósofo árabe Averroes, retomado en lengua latina. Un mestizaje cuyo testimonio es la floración de «claves de los sueños» que vienen de Oriente.

Se trata de un renacimiento cuyo agente y testigo será la literatura. Así, el El libro de la rosa de Guillaume de Lorris y Jean de Meung [4], best-seller indiscutible de la Edad Media, es una novela onírica, que descansa en el sueño de un joven que desarrolla el hilo en primera persona: «En el vigésimo año de mi edad, en esa época en la que el amor reclama su tributo a los jóvenes, me acosté una noche como de costumbre, y dormía profundamente cuando tuve un sueño muy hermoso y que me agradó mucho, pero en este sueño no hubo nada que los hechos me hayan confírmado punto por punto. Os lo quiero contar para alegraros el corazón […]». Se trata de un artificio literario, pero significativo de un cambio de tono, de estatuto, de concepción.

La autobiografía onírica, que aparece en la Antigüedad y el mundo cristiano naciente con las Confesiones de san Agustín, hace su eclosión en la Edad Media a través de numerosos relatos, como los de las conversiones del monje Otloh de San Emerando (hacia 1010-1070) y del joven oblato Guibert de Nogent (hacia 1055-1125). 0 bien en los sueños de Helmbrecht padre, ese campesino modelo de la literatura alemana del siglo XIII, que intenta reconducir a su hijo delincuente hacia el recto camino a través de cuatro sueños «alegóricos» (es decir, enigmáticos sin el recurso de una interpretación culta), o «teoremáticos» (que hacen ver directamente lo que anuncian) [5]. La introspección onírica se extiende, la «subjetividad literaria» [6] se afirma y el sujeto humano accede al reconocimiento.

La nueva atracción por el sueño no significa sin embargo el fin de un cuerpo concebido como el receptáculo del alma. Y El libro de la rosa también puede leerse como una advertencia contra el alma vagabunda que abandona el cuerpo dormido: «De este modo, muchas personas, en su locura, creen ser brujas que yerran por la noche con Dame Abonde; cuentan que los hijos terceros tienen la facultad de ir con ella tres veces a la semana; se lanzan por todas las casas, sin temer llaves ni barrotes, y entran por las hendiduras, orificios y gateras a través de casas y lugares extraños, y lo prueban diciendo que las extrañezas a las que han asistido no les sobrevinieron en sus camas, sino que son sus almas las que actúan y corren así por el mundo. Y hacen creer a la gente que si durante este viaje nocturno se les devolviera el cuerpo, el alma no podría volver a él. Pero esto es una locura horrible y una cosa imposible, ya que el cuerpo humano no es más que un cadáver cuando no lleva consigo un alma».

El Occidente medieval vuelve a enlazar con el onirismo del paganismo, modernizándolo y codificándolo. Poco a poco se va instaurando una gestualidad onírica. En la mayor parte de las imágenes medievales, el soñador se encuentra acostado en una cama sobre su lado derecho, con el brazo derecho bajo la cabeza. La postura del cuerpo dominado contra las imposturas del cuerpo desatado: el gesto del soñador está cuidadosamente codificado por la imaginería medieval, que expresa la espera de la intervención divina. Si las representaciones y las autobiografías de los soñadores abundan, cabrá esperar al siglo XVI y a la acuarela de Alberto Durero (1525) para que aparezca una imagen onírica, la de una pesadilla en la que el pintor vio un diluvio de agua abatirse sobre su región. «Cuando la primera tromba de agua batiéndose contra el suelo llegó muy cerca, se aplastó con una tal rapidez, con un tal estruendo, levantando una tal borrasca, que quedé aterrorizado y al despertar temblaba todo mi cuerpo, y tardé mucho tiempo en recuperarme. Al levantarme por la mañana, pinté lo que se ve encima tal lo vi. En cada cosa, Dios es perfecto», anota en la parte baja de su dibujo. Incluso humanizado y racionalizado entre el siglo XII y el XIII, el sueño es un Grial, cuya finalidad sigue siendo Dios. De hecho, será decisivo en la invención del purgatorio, intermediario entre el infierno y el paraíso, el tercer lugar inventado por el cristianismo en la segunda mitad del siglo XII, en el que una visión arrebata a los fieles.





Notas al pie de página

    [1] Ernest Jones, Le Cauchemar, París, Payot, 1973.

    [2] Jean-Claude Schmitt, Le Corps des images. Essais sur la culture visuelle au Moyen Áge, París, Gallimard, col. «Le temps des irnages», 2002.

    [3] Jean-Claude Schmitt, Le Corps, les rites, les réves, le temps. Essais d’anthropologie médiévale, París, Gallimard, col. «Bibliothéque des histoires», 2001.

    [4] Guillaume de Lorris y Jean de Meung, Le Roman de la rose, versión de Armand Strubel, París, Le Livre de Poche, col. «Lettres gothiques», 1992; edición castellana: Biblioteca medieval, Editorial Siruela, Madrid, España.

    [5] Jean-Claude Schmitt acaba de demostrar que, en el siglo XII, el opúsculo sobre la conversión de Hermann el Judío encadena el relato con el sueño: véase La Conversión d’Hermann le Juif: Autobiographie, histoire et fiction, París, Seufi, 2003.

    [6] Michel Zink, La Subjectivité littéraire. Autour du siecle de Saint Louis, París, PUF, 1985.


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