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RANCIÈRE, Jacques

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RANCIÈRE, Jacques

Nota Vie Mar 26, 2010 3:14 am
Jacques Rancière

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(wikipedia | dialnet)


Introducción

Argel (Argelia), 1940. Filósofo francés, profesor emérito de la Universidad de París VIII. Como discípulo de Louis Althusser, participó junto a Étienne Balibar y otros de la redacción del libro Para leer el capital (1965). Durante el Mayo Francés (1968), sus diferencias políticas lo separaron de Althusser.

En su labor posterior, continúa reflexionando sobre la ideología, la lucha de clases y la igualdad. Se destaca el libro El maestro ignorante. Cinco lecciones para la emancipación intelectual (1987), donde describe el método revolucionario que el pedagogo Joseph Jacotot implementó tras la revolución francesa, un proceso educativo donde no sólo persigue la igualdad, sino que se parte de ella, establenciendo lazos horizontales entre docentes y estudiantes.

Luego, ha escrito sobre temas estéticos, Malaise dans l'esthétique, L'espace des mots: De Mallarmé à Broodthaers, o Aisthesis. Scènes du régime de esthétique de l'art. Y se ha ocupado especialmente de ciertos tipos de cine en La Fable cinématographique, Les écarts du cinéma y en la reciente monografía Béla Tarr. Le temps d'après.





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Sobre J. Rancière (ensayos)





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Re: RANCIÈRE, Jacques

Nota Vie Mar 26, 2010 3:15 am
Recursos de apoyo

    Clase magistral "El tiempo de la política" (en el marco del seminario "Filosofía, Política y Estética", organizado por la Facultad Libre de Rosario, Argentina, en el Teatro La Comedia, el 19 de octubre de 2012)

Re: RANCIÈRE, Jacques

Nota Vie Mar 26, 2010 3:16 am
fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=93321


Para conocer al gran filósofo francés, autor de El maestro ignorante

Una introducción a Jacques Rancière


Imagen



Luis Roca Jusmet

Rebelión // 20 de octubre de 2009



Jacques Rancière es un pensador francés nacido en 1940 y que actualmente es profesor de la Universidad de París XII y ha publicado libros muy interesantes dedicados a la estética, al cine y a la política. Forma parte (con Alain Badiou y Étienne Balibar) de la troika de los que fueron discípulos de Althusser, ajustaron cuentas con su maestro y acabaron superándolo con un elaborado trabajo crítico en la tradición de la izquierda radical. Rancière llega a la conclusión, después de mayo del 68, de que Althusser, con su dicotomía ciencia/ideología y su teoría del partido como vanguardia del movimiento obrero lo que está haciendo es formular una nueva ideología del orden.

Lo que Jacques Rancière defiende básicamente es la emancipación intelectual de los trabajadores sobre la base de su capacidad política. En su libro El maestro ignorante (tr. Núria Estrach Mira) se inspira en un curioso profesor del siglo XVIII llamado Joseph Jacotot, que después de una experiencia inesperada llega a la conclusión de que cualquier ser humano tiene la capacidad suficiente para entender y aprender una explicación clara. El Maestro tiene la función de dominar con su voluntad la inteligencia del alumno y esto no es otra cosa que animarlo a desarrollar su propia inteligencia para aplicarla a lo que quiere conocer. No es entonces el dominio de una inteligencia sobre otra, ya que esto sería manipular, como sucede en el diálogo socrático, donde el Maestro siempre lleva al interlocutor al lugar que le interesa. Lo que reivindica Rancière es la igualdad de las inteligencias, que lo único que necesitan es voluntad y atención. Y no como resultado de unas prácticas pedagógicas sino como punto de partida. La emancipación de la inteligencia es la única que puede garantizar que la población trabajadora, ilustrada o no, sea capaz de emanciparse políticamente.

Sobre la base de un análisis científico de carácter multidisciplinar de lo que es la sociedad capitalista. A partir de aquí Marx opina políticamente sobre lo que debe hacer la población trabajadora para emanciparse y crear una sociedad más justa y más libre. Y es una verdadera opinión política que puede entender cualquiera que piense con la razón común. Y porque el pueblo tiene suficiente capacidad como para entender que está explotado sin recurrir a las ciencias sociales.

Rancière no cuestiona el valor de la ciencia pero sí que pretenda concluir en una dictadura de los expertos o un dirigismo de las supuestas vanguardias que conducen al silencio del pueblo. Porque al lado de la ciencia está la opinión, que es la que debe considerarse en política.

La democracia, para Rancière, tiene un significado revolucionario claro y preciso que remite a la acción de los excluidos, a la lucha de los “sin parte”. Esta idea, que es muy radical, implica que política y democracia son lo mismo, ya que constituyen el único espacio posible de lo común, de lo público. Es la lógica de la igualdad, la manifestación de la emancipación de todos los humanos. Por esto la democracia es siempre un escándalo para las diversas elites, ya que lo que propone es que puede gobernar cualquiera.

Históricamente la democracia nace en Grecia como la ley de la suerte, la del azar, que es la que funcionaba en Atenas para elegir a los gobernantes. Fue la lucha de los pobres contra los ricos, la defensa del principio igualitario contra la desigualdad existente. Es el desacuerdo, que no es ni ignorancia ni malentendido sino un litigio por la palabra “sociedad “en la medida que los excluidos no están de acuerdo con aceptar una noción que les niega su parte. Es el desacuerdo con una parte (los grupos sociales que tienen una posición de poder) que hablan como el Todo (la sociedad).

La comunidad política es el nombre de este movimiento democrático, antagónico con cualquier orden social, ya éste no es otra cosa que la ley de la distribución de los espacios y de los cuerpos. Implica la ruptura de este orden y la aparición de un sujeto político diferente, que no se identifica ni con una clase ni con una etnia y que llamaremos “el pueblo”. Es un suplemento porque está fuera siempre de la contabilidad de las instituciones. La política no es una relación de poder sino una modalidad específica de acción colectiva que topa necesariamente con el poder establecido y crea un nuevo espacio, abre otro mundo, otra realidad (Demos ateniense, Revolución francesa...).

En la sociedad moderna es la palabra proletario la que designa a los “sin parte”. Ésta es la respuesta que da Rancière a la ambigüedad del término tal como lo formula Marx, que por una parte significa los excluidos y por otra se identifica con una clase específica que es la clase obrera.

La lógica del Estado y de las instituciones es denominada por Rancière la lógica policial porque es el de la normalización que garantiza la permanencia y reproducción de un orden jerárquico. Damos a esta palabra un sentido muy amplio, en buena parte inspirado en la sociedad disciplinaria de Foucault.

El Estado impone siempre la lógica de la despolitización y la democracia es la lucha, contra la tendencia a la privatización, por parte de las instituciones, de lo público.

La lógica policial, reconoce Rancière, aunque nunca puede dejar de ser lo que es, pero presenta matices importantes. Puede ser mejor o peor en relación con la manera como distribuye los bienes, con las maneras amables o violentas.

Las sociedades que hoy se autoproclaman democracias son en realidad un sistema representativo de carácter oligárquico. Porque un gobierno representativo democrático supone mandatos electorales cortos, que no sean ni acumulables, ni renovables, siempre incompatibles con otros cargos públicos o con intereses privados. La práctica actual lleva a un gobierno elegido, representativo pero oligárquico, que acapara la cosa pública a través de una alianza con la oligarquía económica.

Esta oligarquía estatal considera que el axioma básico e incuestionable es que el movimiento capitalista globalizador responde a la necesidad histórica de la modernización y que cualquier duda al respecto es una postura arcaica. Lo que este sistema implica es que la sociedad no es democrática y por tanto el pueblo queda excluida la política, lo cual produce un malestar que tiene diferentes síntomas que van desde el apoyo a los grupos populistas de extrema derecha hasta los integrismos religiosos, pasando por los movimientos nacionalistas. Ahora bien, Rancière tampoco está de acuerdo en caracterizar estas supuestas democracias como un estado de excepción, como un campo de concentración encubierto, en el sentido formulado por Giorgio Agamben. Hay que reconocer que este gobierno representativo al ser elegido y renovable marca unos límites a las elites dominantes y a la corrupción administrativo. También la existencia de libertades individuales y políticas son una ventaja para la democracia.

Pero sí podemos llamar a estos gobiernos posdemocráticos en el sentido de que quieren eliminar la política (y, por lo tanto, la democracia) del escenario público. La posdemocracia se basa en el consenso y supone la desaparición de la política por la vía de identificarlo con lo gubernamental a través de lo jurídico. La práctica gubernamental y los dispositivos institucionales, que responden a la lógica policial, se atribuyen lo político, todo se ve, todos tienen su lugar y cualquier desacuerdo se convierte en un problema con solución jurídica. No hay restos ni fisuras, todos es lo Uno, todo es lo Mismo en una comunidad idéntica a sí misma.

Otro aspecto básico de esta posdemocracia es que surge de la mezcla entre lo científico y lo mediático. Lo científico se opone a través del dominio de los expertos y de sus evaluaciones y lo mediático a través de las encuestas. Pueblo y población se identifican y se manifiestan a través de la llamada opinión pública.

Pero paradójicamente la política en sentido fuerte se postula por otro lado como imposible. Porque el Estado y lo jurídico están subordinados a lo económico, son sus agentes y solo pueden gestionar lo que ésta establece como real.

Paralelamente a esta posdemocracia Rancière constata la aparición de lo que él llama el odio a la democracia, cuyos portavoces son precisamente antiguos izquierdas conversos al neoliberalismo. Este odio a la democracia es muy antiguo en nuestra tradición: nace con la filosofía política de Platón, pero adquiere hoy nuevas formas. Las formas modernas tradicionales de este odio venían de la derecha, al considerar que solo una elite puede gobernar, fuera esta minoría determinada por la propiedad, la filiación o la competencia. Pero también venían de la izquierda comunista, que cuestionaba la democracia al considerarla una forma de gobierno burguesa. Ahora le toca el turno a la derecha liberal, que por una parte denuncia los excesos democráticos y al mismo tiempo utiliza la democracia como justificación de sus ataques imperialistas (Iraq). Es decir, que la democracia se presenta al mismo tiempo como una defensa contra los peligros externos para la civilización y al mismo tiempo como un peligro interno para la misma. ¿Cómo resuelven esta contradicción? Pues defendiendo las instituciones y criticando las costumbres democráticos. La democracia, dicen, ha creado un reino de individuos consumidores sin límites que no tienen sentido del bien común y solo defiende sus intereses particulares. Lo que olvidan estos ideólogos, formados en el marxismo y resentidos contra sus expectativas pasadas, es que la causa de lo que critican es el capitalismo y no la democracia. Y que la democracia ni el reino de los individuos ni el de las masas, es simplemente el reino de la igualdad donde se les reconoce a todos su capacidad política.

Rancière no nos plantea una alternativa global, sino un conjunto de reflexiones teóricas y prácticas para la renovación de la izquierda.

Una propuesta de Rancière es invertir los términos de lo que se ha hecho desde Marx, que es criticar los derechos humanos como una ideología que oculta las profundas desigualdades del sistema. No se trata de denunciar esta mentira, dice Rancière, sino de defender la apariencia de igualdad como un arma para aumentar el poder de estos derechos, para hacerlos efectivos. Se trata de dar cuerpo a esta apariencia de igualdad, de darle una consistencia en lo real.

La democracia no es una forma de gobierno y aunque la república sería la forma más favorable, la relación entre ambas es paradójica, ya que toda institución lucha por suprimir este exceso democrático que es dar la palabra, el poder a cualquiera. Democracia no es lo mismo que gobierno representativo aunque éste la pueda favorecer.

Por otra parte, nos dice, hay que apuntalar los movimientos de resistencia a la lógica policial. Los movimientos reivindicativos son tachados de corporativos y egoístas tanto por la posdemocracia como por estas nuevas corrientes de odio a la democracia porque se supone que defienden intereses particulares contra el interés general. A estos movimientos defensivos, de resistencia frente al Estado y el Capital hay que darles un carácter universal, continua Rancière, a partir de sus demandas específicas. Sólo así serán política, es decir, el suplemento que confronta el pueblo con lo institucional, que no es otra cosa que lo policial.

Lo que también plantea Rancière es la necesidad de una organización política que de alguna manera sea la memoria de estas luchas y les de una perspectiva global, aunque él mismo reconoce que no es capaz de dar una orientación de cómo debe ser y actuar.

Nota Jue Abr 15, 2010 1:52 pm
fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=99375


Jacques Rancière o por una teoría estética de la izquierda



Luis Roca Jusmet

Rebelión // 27 de enero de 2010




Jacques Rancière es uno de los grandes filósofos contemporáneos todavía vivos que debería ser una referencia teórica para la izquierda real y alternativa. Así y todo es bastante ignorado en nuestro país, tanto en medios académicos como en los de la intelectualidad de izquierdas. Lamentablemente no es una excepción, ya que pasa lo mismo con otros casos como el de Slavoj Zizek. Pero si en el caso de éste último algunas editoriales españolas se han arriesgado a publicar cosas suyas, en el de Rancière tenemos traducciones al español por el esfuerzo exclusivo de editoriales sudamericanas. Las excepciones son el Museu d’Art Contemporani de Barcelona que le publicó en 2006 el libro Políticas estéticas o la editorial valenciana PUV con Els noms de la història. Una poètica del saber. Aún así quedan obras muy interesantes por traducir, como La noche de los proletarios.

Sus obras más paradigmáticas tratan sobre sus dos temas básicos de análisis: la democracia como proyecto emancipador (El desacuerdo, El odio a la democracia) y la relación entre estética y política (El inconsciente estético). Pero hay también otras cuestiones de reflexión, como la educación (El maestro ignorante) o el cine (La fábula cinematográfica). Pero los últimos años hemos tenido la suerte de complementar estos textos con otras publicaciones que recogen escritos más breves, como En los bordes de lo político o El viraje ético de la estética y la política. A estos últimos hemos de añadir el que ahora nos ocupa. Recoge una entrevista realizada a partir de un Seminario de Doctorado realizado en Santiago de Chile el año 2007.

Este breve texto me parece de una densidad conceptual extraordinaria, ya que recoge una serie de ideas muy potentes sobre la relación entre estética y política. Jacques Rancière abre horizontes a la izquierda sobre cómo pensar la relación entre una y otra. Lo hace en una línea totalmente coherente con la defensa de la democracia emancipadora que le hace huir de cualquier concepción elitista de lo estético. En cada una de las cinco entrevistas Rancière contesta de manera muy sugerente un tema específico, por lo que voy a recoger de cada una de ellas la idea que me parece más interesante y original.

La primera se titula “Del reparto de lo sensible y de las relaciones que establece entre política y estética”. Aquí me parece que lo esencial es la conceptualización que hace de lo que llama reparto de lo sensible. Se trata de cómo una evidencia sensible común se distribuye jerárquicamente en partes y lugares exclusivos para determinados grupos. El análisis del teatro, la pintura y la literatura apunta elementos muy sugerentes para el análisis desde una perspectiva radical de izquierda.

La segunda se llama “De los regímenes del arte y del escaso interés de la noción de modernidad”. Resulta muy revelador el análisis crítico de las nociones de modernidad y de vanguardia y cómo concluye en que la idea de vanguardia política surge del encuentro entre una concepción estratégica y una concepción estética.

La tercera habla “De las artes mecánicas y de la promoción estética y científica de los anónimos”. Aquí me gustaría resaltar el apunte que da sobre la difusión de las llamadas artes mecánicas. Lo que señala muy certeramente es que antes de la cuestión de la reproductibilidad es necesario un reconocimiento del elemento anónimo de la masa como sujeto de arte. Esto tiene una relación directa con la aparición de las masas anónimas en la escena de la historia y de la literatura.

La cuarta entrevista se articula en torno a “Si es necesario concluir que la historia es ficción. De los modos de ficción”. Esta elaboración me parece especialmente interesante para dar una salida a la polémica entre positivistas y ficcionalistas en la interpretación de la historia. La idea básica es que lo real de la historia humana debe ser ficcionado para poder ser pensado. Esto no quiere decir que ni la historia sea un relato en el que todo es ficción ni tampoco que los hechos no se presentan de una manera bruta. Entre uno y otro hay que buscar los matices que nos acercan a la verdad.

La quinta es “Del arte y el trabajo. En qué las practicas del arte son y no son una excepción respecto de las otras prácticas”. Aquí hay una contraposición muy productiva entre el viejo Platón y el joven Marx. Para el primero, el artesano debe transformar la materia y no tiene tiempo ni para la deliberación política ni para el arte. Lo justo es, por tanto, que se limite a cumplir con su función productiva fuera del espacio público. Para el joven Marx, en cambio, el trabajo es valorado como la transformación que nos humaniza y que no se diferencia esencialmente del arte. Una referencia anterior sería el romanticismo con su “Educación estética del hombre” de Schiller, un proyecto que implica sacar el arte de su excepcionalidad para poder democratizarlo.

Estos son unos cuantos apuntes para animar a leer un libro que al ser tan breve como rico conceptualmente no se puede ni se debe resumir. Quizás Rancière participa algo del excesivo peso que dan algunos ensayistas franceses a las formas retóricas. Pero esto no quita que plantee de manera muy consistente y renovadora una forma de entender el arte y la política que van en contra de los elitismos que muchas veces se ocultan bajo los disfraces de una izquierda sólo aparentemente más accesible.

Nota Vie Ene 28, 2011 2:17 am
fuentes: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=56035 y http://www.elviejotopo.com/web/archivo_ ... ch=900.pdf


Entrevista a Jacques Rancière

“La democracia es el poder de cualquiera”




Amador Fernández-Savater y Raúl Sánchez

El Viejo Topo, nº 236, septiembre de 2007

Traducción del francés:
Raúl Sánchez


© Amador Fernández-Savater, Raúl Sánchez, 2007. Este artículo se publica bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento-NoComercial SinObraDerivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente el texto por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando la fuente y sin fines comerciales.




    Con tan sólo 25 años, Jacques Rancière interviene en el célebre seminario dirigido por Louis Althusser, "Para leer El Capital", que se convierte luego en el libro del mismo nombre. La ola de Mayo del 68 le lleva luego lejos de su primer maestro, pero no le deja finalmente varado en ninguna playa de conformismo o arrepentimiento como a tantos otros. Por el contrario, su obra tiene hoy gran relevancia pública porque devuelve al concepto de democracia su potencia de escándalo: Rancière rompe la alternativa dominante entre el poder de las oligarquías políticas y económicas o el de los ancestros y las etnias, definiendo la democracia como el poder de cualquiera. Esta entrevista fue realizada en Sevilla, donde Rancière fue invitado por la revista Archipiélago y por UNIA arteypensamiento al encuentro sobre “Nueva derecha: ideas y medios para la contrarrevolución” [1]. Una versión muy reducida fue publicada por el diario El País el día 3 de febrero de 2007.



¿Qué relevancia considera que han tenido en su obra y en su pensamiento su relación y su posterior ruptura con Louis Althusser?

Mi relación con Althusser tiene que ver con la circunstancia de que yo era alumno de la École Normale Supérieure, en la que él era profesor. En aquel tiempo yo era al mismo tiempo un joven filósofo, un joven militante comunista, de ahí que fuera reclutado para ese seminario sobre El Capital. Por otra parte, yo había hecho con anterioridad un trabajo sobre el joven Marx. En aquella época, por supuesto, estaba muy atraído por el pensamiento de Althusser. Después de aquello, llegó mayo de 1968, que puso de manifiesto que toda la lógica althusseriana, la oposición que establecía entre ciencia e ideología, la dirección de la clase obrera y de su Partido: todo aquello se reveló en efecto en mayo de 1968 como un discurso de orden, y en particular, después de mayo de 1968, cuando no se sabía cuál sería la secuencia de los acontecimientos (con la creación de la universidad de París VIII, en la que participé), el althusserismo se había convertido claramente en una filosofía del orden: había que hacer caso a la ciencia; había que callarse y esperar a que la ciencia determinara las condiciones objetivas de la transformación del Partido, de la revolución, etc. La ruptura con Althusser no fue una ruptura personal, nunca llegué a mantener una relación personal estrecha con él, y además fue compartida por un conjunto de personas que habían sido alumnos suyos, que quisieron conocer su pensamiento y percibieron la total oposición del mismo a todo lo nuevo y potente del movimiento de mayo de 1968. Después escribí un libro contra Althusser [La lección de Althusser, 1974], no porque tuviera que ajustar cuentas con él, sino porque en aquel momento se asistía a un intento de hacer como si no hubiera pasado nada. Después de aquello –hace más de treinta años que escribí aquel libro–, todo el resto de mi trabajo ha sido completamente independiente tanto del pensamiento de Althusser como de aquella ruptura con Althusser.


Después de la ruptura con Althusser, usted da comienzo a una búsqueda de los momentos en los que ha habido «política», una búsqueda que le lleva, por un lado, a Grecia, y al periodo de la creación del movimiento obrero, del proletariado. ¿Por qué estos momentos permiten pensar lo político?

Se trata de dos cuestiones diferentes. La cosa no sucedió exactamente de esa manera. He comenzado trabajando durante mucho tiempo sobre la historia obrera –después del althusserismo, después de mayo de 1968, después del desplome de las esperanzas que suscitara mayo de 1968–, para tratar de comprender lo que había ocurrido en realidad, cuáles habían sido los verdaderos motores del movimiento de la emancipación obrera. En efecto, esto me condujo a un distanciamiento considerable respecto a la tradición marxista y a sus problemas de transformación del modo de producción, que acarrearía una transformación de la conciencia obrera, y de esta suerte a un distanciamiento aún mayor respecto a los temas de la toma de conciencia objetiva y de la necesidad económica. En aquel trabajo estaba particularmente interesado en todo aquello que en la emancipación obrera se presentaba ante todo como una voluntad de cambiar la vida. En mayo de 1968, por así decirlo, contraponíamos a duras penas las consignas estudiantiles, del tipo «cambiar la vida», a la historia de las reivindicaciones de la clase obrera. Trabajando sobre el nacimiento de la emancipación obrera, me di cuenta de que, en el fondo, para ellos lo esencial era cambiar la vida, es decir, que lo esencial no era la afirmación de un pensamiento, de una cultura obrera propios, sino en el fondo la voluntad de ser partícipes de un mundo común, dotado en cierto modo del mismo lenguaje, de la misma mirada, del mismo pensamiento que los demás. Más tarde esto me condujo a reformular la política con arreglo a lo que he denominado el «reparto de lo sensible», es decir, de la idea de que la política no consiste ante todo en las constituciones, las leyes, los modos de gobierno, sino que la política es ante todo la constitución de una especie de mundo común que es además un mundo de la capacidad común. En este sentido, pensé la emancipación obrera como un movimiento político, pero un movimiento político entendido ante todo como la voluntad de transformar los datos elementales que hacen posible un mundo político común. Grecia llegó más tarde, de una manera más indirecta, por así decirlo. No buscaba los orígenes de la política: emprendí aquel trabajo porque en la década de 1980 podemos decir que la doxa dominante marxista había dejado paso a una nueva doxa que decía precisamente: «es hora de volver a la política», y ello en el contexto de un descenso de los movimientos sociales, del reflujo en cierto modo general de los movimientos de emancipación. Ese «retorno a la política» pasaba por Hannah Arendt, Leo Strauss, y por la consigna de una vuelta a los clásicos griegos, a la concepción clásica del bien común, a una política basada en la posesión común del lenguaje, y cosas por el estilo. En este periodo trabajé sobre Grecia para mostrar cómo la división estaba ya constituida en aquel momento inicial: no he llevado a cabo una investigación arqueológica para demostrar cómo la política comenzó en Grecia, sino más bien una investigación que podríamos llamar polémica para contraponer otra Grecia a la Grecia preconizada bajo los auspicios de Platón, Aristóteles, Leo Strauss, Hannah Arendt, y que al fin y al cabo conducía esencialmente a una aprobación del consenso dominante, diciendo: «Hay que restaurar la política; la política es una cuestión seria, una cuestión de partidos, de gobierno». Precisamente en aquel periodo se contraponía airadamente la política a lo social, la política como mundo de la acción colectiva libre y lo social como mundo de la necesidad económica miserable: en ese contexto volví, por así decirlo, al estudio de textos como los de Aristóteles. En ellos, en sus definiciones aparentemente más sencillas, como la definición del ser humano como un animal político, porque está dotado de lenguaje, encontramos ya una división, puesto que el problema consiste en saber quién habla, cuáles son las voces percibidas como lenguaje, como argumentación, como logos, y, por el contrario, cuáles son las voces que son percibidas como un mero vociferar.


Otro concepto importante en su obra, que se presenta como lo opuesto a la política, es el concepto de «policía», o de la «lógica de policía». ¿Cómo se inscribe o se encarna este concepto a la luz de la historia de la filosofía política?

Con este concepto he intentado pensar a partir del hecho de que no podemos fundar política alguna en una especie de disposición a la misma. Mi idea es que lo que llamamos política es siempre, en realidad, el producto de una suplementación, de una división. Hay dos maneras de pensar la estructuración de las colectividades humanas: o bien se la piensa como una totalidad compuesta de partes, con funciones y lugares que corresponden a esas funciones, con modos de ser y competencias que corresponden asimismo a esas funciones, y esto es lo que denomino la división policial [policière], que en cierto modo es la división que establece la República de Platón. No obstante, en un plano más general diría que se trata de la división normal de un gobierno: se entiende un gobierno como el gobierno de una población, que divide esa población en grupos sociales, grupos e interés, y se presenta como árbitro entre los grupos, dice lo que cada uno puede y debe hacer, etc. A mi modo de ver, la política comienza precisamente cuando se sale de ese modo funcional: de ahí que afirme que el pueblo, el demos, no es la población, pero tampoco los pobres. El demos son la gens de rien, los que no cuentan, es decir, no necesariamente los excluidos, los miserables, sino cualquiera. Mi idea es que la política comienza cuando nacen sujetos políticos que ya no definen ninguna particularidad social, sino que definen, por el contrario, el poder de cualquiera, en tanto que suplemento y oposición respecto a toda forma de particularidad social. Así, pues, si se quiere, el concepto de policía [police] lo forjé en referencia a las sociedades tradicionales, con su división de funciones, con su gran modelo, en definitiva, de la división entre los que piensan y los que trabajan, o bien entre los hombres de la acción y los de la necesidad, de la vida productiva y reproductiva, etc. No podría determinar así, sin más, una encarnación en la historia del pensamiento del concepto de policía, pero pienso que está absolutamente presente por doquier.


En consonancia con otros pensadores, como Deleuze y Foucault, también encontramos en su obra una multiplicidad de intereses: política, literatura, cine... ¿Qué vínculos decisivos encuentra usted entre estos diferentes ámbitos?

Diría que la «diversidad» de mis intereses no lo es tanto, porque en el fondo el centro de mis intereses lo constituye siempre lo mismo: la manera en que se define, para individuos o grupos, su capacidad y su posibilidad en el seno del universo perceptivo. En este sentido, el concepto de la policía es el concepto de la manera en que un orden, también perceptivo, se impone por encima de todo: cuanto puede hacerse o no hacerse está, en cierto modo, preformado de antemano por las posibilidades de ver el mundo, por los modos de descripción, por las modalidades con arreglo a las cuales lo que es puede ser visto, dicho, pensado. He querido condensar esto con el concepto de reparto de lo sensible, que ha sido el centro de mi reflexión sobre la política, del mismo modo que mi reflexión política y en particular todo mi trabajo sobre la emancipación obrera ha sido un trabajo sobre la dimensión propiamente intelectual y estética de esa emancipación. En parte, muchas de las cosas que he escrito han sido una reacción contra los temas sociológicos, como los de Bourdieu. Bourdieu decía: la estética es el pensamiento de la distinción, que quiere negar la diferenciación de los gustos sociales, y por ende el medio de reproducción del capital cultural, disimulando esa reproducción tras la pretensión del juicio estético libre, desinteresado, etc. Hay una especie de burla de Kant en las primeras páginas del libro de Bourdieu La distinción sobre ese tema: la burla sobre el profesor que no comprende lo que son los gustos sociales, donde encontramos una suerte de escenificación de la relación entre el pobre profesor de estética, por un lado, y la realidad de los gustos populares –en La distinción encontramos muchas imágenes de este tipo, con gentes del pueblo que comen platos de la cocina popular, etc. Para Bourdieu la estética es una especie de engaño, que quiere imponer una imagen de la belleza de los interesados por el gusto, y provocar la vergüenza de las valerosas gentes del pueblo por culpa de sus gustos vulgares y antiestéticos. Todo mi trabajo sobre la emancipación obrera mostraba precisamente que no se trataba de una cuestión de vergüenza, sino que, en efecto, había una voluntad de construirse otro cuerpo, otra mirada, otro gusto distintos de aquellos que fueron impuestos, que fueron destinados, en cierto modo, a la clase obrera habida cuenta de su condición. El gran tema de Bourdieu y de su escuela crítica es el ethos: se trata de seguir el propio ethos. Por el contrario, he intentado mostrar precisamente que para aquellos obreros emancipados el problema consistía en salir de la necesidad de obedecer a un ethos obrero, de ahí que se concediera una importancia a la dimensión propiamente estética, al aprendizaje del lenguaje, a la escritura de la poesía, etc. En el centro de la emancipación encontramos la voluntad de tener una mirada desinteresada, una mirada que se despegue de una especie de corporeidad obrera encarnada.


¿Desinteresada en un sentido kantiano?

Exactamente. Si se quiere, descubrí que había precisamente una especie de correspondencia o de parentesco fortísimos entre los temas kantianos –allí donde Kant dice: para apreciar estéticamente un palacio no hace falta saber si ha sido construido con el sudor del pueblo, ni si ha sido construido para el disfrute de ricos ociosos, sino que lo que importa es la forma– y aquellos que aparecen en textos sobre los que he trabajado, como los de un obrero ebanista, que describen algo que presenta enormes semejanzas. En ellos este obrero, que tiene la ocasión de trabajar en la reparación del parqué de edificios que, por así decirlo, son los del dominio, se dedica a ejercer una mirada estética sobre los mismos: mira por la ventana, admira la disposición de las fachadas; contempla los jardines, las perspectivas, etc. Lo que me impresionó fue esa especie de concordancia entre los temas kantianos y schillerianos de la igualdad estética, y esta afirmación estética atribuible a la emancipación obrera. Paralelamente, he abordado también las llamadas «cuestiones del arte» desde la misma perspectiva, esto es, a partir del vínculo histórico complejo entre la elaboración del concepto de estética y el contexto revolucionario. Si se quiere, la estética nació como el pensamiento de una cierta igualdad, como revocación de las viejas jerarquías –el sistema clásico de lo bello, que establece una serie de jerarquías de los temas bellos, los grandes géneros, etc. La estética introduce, por el contrario, una especie de igualdad para un espectador cualquiera, y define de tal suerte una forma de experiencia aparte –como escriben Kant y Schiller– aparte, justamente, de las jerarquías sociales. Lo que no significa que esté realmente aparte, ni que de tal suerte se acceda verdaderamente al reino de la igualdad, sino que, en el fondo, la estética ha sido la construcción, en torno a las producciones del arte y de los modos de visibilidad del arte, de una cierta visibilidad de la igualdad, que por añadidura engendró una serie de proyectos que, desde finales del siglo XVIII, conciben un arte como dimensión que excede al conjunto de obras de arte, que produce nuevas formas de la vida sensible, y que conoció una eclosión en la época de la Revolución soviética, pero que ha atravesado sin embargo el pensamiento del arte desde la época de la Revolución francesa y del idealismo alemán. En este sentido, sigo encontrando un fuerte vínculo entre dominios que se han considerado completamente separados: la teoría de la política, por un lado, y la teoría del arte, por el otro. Razón por la cual no elijo ni la teoría de la política ni la teoría del arte.


Su último libro, recién traducido en lengua española, se llama El odio de la democracia. ¿En qué consiste a su modo de ver este nuevo odio de la democracia?

Este nuevo odio de la democracia presenta dos aspectos. En primer lugar, encontramos el aspecto que podríamos denominar «oficial», es decir, hay una denuncia por parte de los gobiernos, de sus expertos, del mundo oficial, contra las democracias «ingobernables», y en particular, en Francia, donde encontramos una serie de males para los gobiernos: huelgas que obligan a los gobiernos a retirar proyectos de reforma del mercado laboral o de la protección social; las elecciones de 2002, en las que el candidato socialista no pasó a la segunda vuelta; el voto negativo de los franceses en el referéndum de 2005 sobre el TCE, etc. Todo lo cual ha dado pie a un gran lamento contra el «pueblo», ya se entienda que éste lo constituyen los movimientos sociales o bien el electorado ordinario. Éste es el aspecto oficial. El segundo aspecto, que resulta más destacable, más espectacular, lo constituye el hecho de que buena parte de la intelligentsia de izquierdas, formada en el pensamiento marxista, entre Marx, Lacan, Foucault, Debord, etc., ha empezado a sostener cada vez más un discurso manifiestamente reaccionario. De esta suerte, hemos asistido a una especie de inversión del discurso marxista, en especial en lo que atañe a la cuestión de la relación entre democracia y capitalismo. ¿Qué ha sucedido? Puede decirse que los antiguos análisis marxistas de la relación entre democracia y capitalismo, los análisis de la «sociedad de consumo», la alienación consumista de la década de 1960, etc., han sido puestos del revés por estas personas, que han comenzado a ver en ello, no un problema con el capitalismo, sino con la democracia. Se han preguntado entonces: ¿qué es la democracia? A lo que responden que es el reino de los individuos aislados, consumidores, que quieren cada vez más igualdad. ¿Y qué es la igualdad? A lo que responden que es la relación entre quienes venden un producto y aquellos que lo compran, es la igualdad monetaria y mercantil. A su juicio, la dominación mundial de la lógica del mercado es la dominación de los individuos democráticos. Asistimos, pues, a un reciclaje de viejos temas de la izquierda: la crítica de la mercancía se ha tornado en el tema de la crítica del individuo democrático consumidor. De haber al fin y al cabo una dominación mundial del capital, la causa ha de atribuirse al individuo egoísta de la democracia. Asimismo, y en particular en Francia, ha habido un gran debate sobre la «escuela republicana» desde 1980, un gran «movimiento» que decía que era preciso que la escuela cumpla su vocación republicana, impartiendo a todos un saber universal, concediendo a todos la igualdad de oportunidades mediante la participación común en lo universal. Como corolario de esta doctrina «republicana», que queda particularmente ilustrada en el libro de Jean-Claude Milner, De l’école, que jugó un papel considerable tras su publicación en 1985, y que se centra sobre la relación pedagógica: mayo de 1968 expresó una crítica de la autoridad; más tarde, un sociólogo como Pierre Bourdieu criticó la reproducción escolar a través de la relación pedagógica. Ante lo cual estos republicanos replicaron que era preciso preservar ante todo la relación pedagógica: hay, por supuesto, una desigualdad entre maestro y alumno, pero se trata de la desigualdad entre aquel que sabe y aquel no sabe, y se trata precisamente de preservar esa desigualdad porque será la que permitirá que el alumno acceda al saber, tornarse igual que el maestro y dar forma a una sociedad basada en la igualdad. Con el paso de los años, este tema se transforma: ya no se trata de hacer que los hijos de los pobres accedan a la igualdad republicana, sino que, por el contrario, el hijo de los pobres pasaba a convertirse en el individuo egoísta, consumidor, individualista, democrático, mientras que el papel de la escuela pasaba a ser el de formar a ese niño democrático, igualitario, individualista y consumidor, en los valores de la civilización, como la autoridad, la tradición, la institución. De esta suerte, hemos podido comprobar progresivamente cómo aquella teorización, en un principio igualitaria, acerca de la escuela se tornaba, inversamente, en una teorización de la desigualdad, de la virtud de la desigualdad, asociada a una concepto que ha recibido mucha atención: el concepto de transcendencia. Se supone que la escuela transmite valores transcendentes, como el valor de la autoridad, y al fin y al cabo la religión. A partir de entonces asistimos a un curioso discurso en boca de una élite autoproclamada, que predica la conservación de los valores, de la cultura, la tradición, la transmisión humanas, frente a una especie de mundo de jóvenes consumidores, de adolescentes inmaduros, cuyo deseo era la negación misma de todo vínculo social, de la civilización humana, razón por la cual, cuando tuvieron lugar las revueltas de los jóvenes pertenecientes a las poblaciones pobres de las banlieues, algunos, como Alain Finkielkraut, que es el «gran pensador» de esta corriente, hicieron declaraciones precipitadas, en las que se preguntaban: «¿qué quieren estos jóvenes? Naturalmente, bienes de lujo, productos de marca, consumir. Nuestra sociedad tiene una responsabilidad, es preciso contener ese flujo de barbarie que va a destruir nuestra civilización». Hay un buen número de «pensadores» que no paran de recitar esa descripción de, por un lado, un mundo adulto, y un mundo de jóvenes bárbaros consumidores y analfabetos, que conducen, por supuesto, a una catástrofe generalizada. El punto culminante de este odio de la democracia llega con el libro de Jean-Claude Milner, Les penchants criminels de l'Europe démocratique [Las tendencias criminales de la Europa democrática], que explica que fue la democracia la que exterminó a los judíos. ¿Por qué? Porque la democracia es el reino de la falta de límites en la sociedad y, en el fondo, los demócratas por excelencia son la pareja homosexual que quieren tener hijos mediante inseminación artificial y acabar así con la división sexual, con la transmisión humana. Para Milner, la única línea de defensa contra esa catástrofe democrática la constituye el pueblo judío, porque éste representa en grado sumo la filiación, la transmisión, de ahí que, si los judíos de Europa fueron exterminados, fue para permitir la expansión de la democracia. Se trata de una fenómeno extraordinariamente poderoso: han conseguido reducir la democracia a los temas del individuo consumidor; han desviado estos temas de la crítica histórica del marxismo hacia la temática del individuo consumidor, retomando con ello un viejo tema del pensamiento contrarrevolucionario del siglo XIX: la revolución como individualismo y pérdida de los vínculos sociales, etc. Éste es el contexto de un pensamiento que, en Francia, ha conocido una difusión extraordinaria y que cuenta con dos núcleos principales en torno a la revista Les Temps modernes, la vieja revista fundada por Sartre, pero que en la actualidad diría que es la revista de todos aquellos que se reconocen en esta especie de pensamiento de la civilización contra la barbarie, y que ven en el Estado de Israel al representante de la civilización contra la barbarie democrática e islámica, y que determinan un pensamiento al fin y al cabo muy próximo al de algunas corrientes de la extrema derecha estadounidense, que colocan en el horizonte una tercera guerra mundial, entre el bando de la civilización y el de la barbarie, y ante la cual es preciso elegir el propio bando.


Tal y como usted ha observado, la pertenencia a la extrema izquierda posterior a mayo de 1968 de la gran mayoría de promotores de este nuevo odio de la democracia es hoy por hoy una comprobación banal. Ahora bien, ¿tiene alguna relevancia específica desde el punto de vista de la explicación de esta orientación intelectual y política, o no pasa de lo anecdótico?

No estamos ante un caso, por así decirlo, de «traición». Lo interesante es que esta «crítica», que al fin y al cabo presenta aspectos mucho más reaccionarios que el ideario de los partidos de extrema derecha en Europa, ha sido elaborada por personas que, justamente, se han formado ante todo en el marxismo, del que han conservado una cierta idea de la «radicalidad» económica. Se trata en el fondo de una identificación del mal con la mercancía. En cierta medida, esa identificación que presentaba su antiguo marxismo ha permanecido como tal, con la diferencia de que el mal de la mercancía ya no es atribuida al sistema capitalista, sino al individuo democrático. Asimismo, todas estas personas pasaron por Lacan, de cuya doctrina han conservado una cierta interpretación del orden simbólico y de la idea de que sustrayéndose al orden simbólico todo se desploma, provocando la disolución de un orden humano. Por otra parte, psicoanalistas como Pierre Legendre, que no obstante no puede ser encuadrado en esta corriente, llevaba años explicando la catástrofe simbólica y que, cuando cayeron las Torres Gemelas en Nueva York, en cierto modo se trataba de la revancha contra Occidente por parte de fuerzas que éste había querido reprimir, rechazar: el parentesco, la religión, la tradición, etc. A grandes rasgos, la tesis era que todo se debía a la omnipresencia de una condición, una enfermedad homosexual. Estas personas han recuperado toda una tradición «republicana», sirviéndose a modo de pretexto de una interpretación capciosa de Hannah Arendt para decir al fin y al cabo que se ha perdido la grandeza de la política, porque está corrompida por la intromisión de los movimientos sociales, los asuntos domésticos o las cuestiones privadas, frente a la cual se trata de restaurar la dignidad de la vida pública, la continuidad de la cultura humana, la tradición, etc. Utilizan, en definitiva, todos los temas de una cultura que pretendía ser contestataria para transformarlos en elementos de la nueva extrema derecha. Si nos atenemos a la temática del individuo consumidor, podríamos considerar cómo circulaba ese tema en las décadas de 1960 y 1970, en autores como Baudrillard, y cómo lo que entonces eran temáticas críticas de la mercancía fueron recuperados en términos positivos en la década de 1980 por sociólogos como Gilles Lipovetsky, que decían que aquello no tenía nada malo, que el consumo estaba muy bien, que al fin y al cabo la democracia no era nada distinto, y que el hombre consumidor era lo mismo que el hombre democrático, tan contento de votar libremente como de elegir libremente sus productos en el supermercado. Se produjo una restauración de la democracia entendida como restauración del consumidor, que tuvo su versión crítica, encaminada a confirmar que la democracia no era más que consumo. En el caso del psicoanálisis, que hace treinta o cuarenta años era utilizado como herramienta de lucha contra el modelo estadounidense, el núcleo político del lacanismo militante consistía en afirmar que la práctica del psicoanálisis se había vendido a Estados Unidos, a una especie de regulación o normatividad humana y, por consiguiente, el lacanismo era subversivo porque se oponía a esa normalización del psicoanálisis. Este mismo análisis se aplica ahora a la democracia occidental y, a fin de cuentas, resulta que el hombre normal pervertido es el hombre democrático. Todas esas temáticas son dadas la vuelta de la misma manera. Hay que tener en cuenta que la gran cultura de izquierda occidental fue formada en buena medida también por el pensamiento contrarrevolucionario, que a principios del siglo XIX afirmaba que la sociedad debía organizarse mediante cuerpos e instituciones de autoridad que la regularizaran, que la revolución era el individualismo que había destruido esa regulación, y que había que resistirse a la disolución de los vínculos sociales, reconstruir la sociedad, etc. Todos estos temas críticos fueron retomados por el socialismo de manos del pensamiento contrarrevolucionario. Pienso que Marx no habría podido identificar del mismo modo el reino de la mercancía detrás de los derechos humanos si no hubiera contado con la existencia previa de todas esas temáticas contrarrevolucionarios que afirmaban que los derechos humanos no eran sino el individualismo democrático, etc.


¿En qué medida todos estos rasgos que ha señalado como característicos del nuevo odio de la democracia responden a una descripción objetiva de la realidad social europea?¿Proporciona alguna clave de explicación de la dificultad o la eventual debilidad del compromiso militante en la actualidad?

Creo que en la descripción del mundo que hace esta nueva reacción encontramos elementos que definen en efecto la expansión capitalista a todos los aspectos de la vida, que queda registrada, sólo que se ve acompañada de una interpretación completamente subvertida y disfrazada. Éste es un primer aspecto. Como segundo aspecto, a mi modo de ver no puede vincularse en modo alguno el debilitamiento militante con esta especie de triunfo del egoísmo consumista. Creo que el debilitamiento de la militancia está vinculado ante todo al fracaso del sistema soviético, y en cierto modo a la derrota de las explicaciones marxistas del mundo, a la derrota de la idea de la necesidad económica, que ha pasado a manos de los partidarios del mercado libre que la interpretan a su manera. Y al mismo tiempo comprobamos una especie de agotamiento de toda un serie de discursos. Pero no pienso en absoluto que el «joven consumidor» sea necesariamente y por ello mismo alguien reacio al compromiso militante. A este respecto, si me remito a mi generación, me ha impresionado el número de personas que quieren irse a África, a Asia, a cuidar de enfermos, a ayudar a la gente, y toda una serie de redes militantes –creadas en Francia, por ejemplo, en torno a los sans-papiers, contra las expulsiones de personas migrantes y de sus hijos, que se organizan alrededor de las escuelas en las que estudian sus hijos, y que han conocido un desarrollo muy potente, hasta el punto que el gobierno ha tenido que dar marcha atrás en parte de su política de expulsiones. No pienso en absoluto que haya un déficit de energía definido en tales términos, sino que nos encontramos ante formas de implicación militante que cobran formas enormemente variadas, en la vida asociativa, en formas de asistencia jurídica, sanitaria, en redes de defensa frente a tal o cual problema. No es el egoísmo consumista lo que agota a los grupos militantes, sino que me inclino a pensar que ello se debe a la ausencia de una reforma del pensamiento político, por un lado, y de la ausencia de toda visión creíble de un porvernir diferente.


Considerando algunas luchas recientes en Francia: la revuelta de las banlieues en noviembre de 2005, la contestación del CPE (Contrato de primer empleo) durante la primavera de 2006, las redes de apoyo contra las expulsiones de familias sin papeles durante la segunda mitad de 2006, la lucha de los intermitentes del espectáculo sobre todo desde 2003, ¿constituyen ésta a su modo de ver ejemplos contemporáneos de lo que usted ha denominado la «política de los sin parte»?

Pienso que todos esos movimientos describen algo parecido a un desplazamiento de los lugares y de los envites de la política en dirección a puntos o contradicciones centrales del sistema, que no son los mismos que ocupaban el centro de la política o de los movimientos sociales tradicionales. Tenemos dos extremos: por un lado, los intermitentes del espectáculo, que constituyen algo así como una categoría profesional híbrida, han puesto en tela de juicio un sistema de trabajo y de protección social. Se trata de personas que pertenecen al mundo del arte y que tienen un estatus de parados, algo que está ligado al hecho de que el espectáculo es por definición un modo de trabajo intermitente. Su trabajo constituye un punto singular que alude sin embargo a una transformación general del mercado de trabajo, que tiene que ver con la redistribución misma del trabajo y del no trabajo en el seno de la sociedad, esto es, con la descomposición de lo que fuera la clase trabajadora. Por otro lado, tenemos a los sans-papiers: lo que se pone en tela de juicio en este caso es la frontera. Vivimos en un mundo en el que las riquezas apenas conocen fronteras, en el que la mercancía y el dinero pueden circular con plena libertad, mientras se nos habla de la creación de grandes federaciones, como una Europa sin fronteras, para permitir esa expansión. Sin embargo, al mismo tiempo esa Europa sin fronteras sirve para la expulsión de las personas procedentes de los países pobres en busca de una vida mejor en todos los sentidos de la palabra. Nos encontramos aquí con una contradicción entre la libre circulación de mercancías y de flujos monetarios, y la falsa libertad de las personas, que no es sino la libertad de aquellos que pertenecen al mundo de la riqueza. De esta suerte, vemos que también en este caso un punto marginal, con una población que se sitúa en la frontera, que no está en su propio mundo, que no está integrada, lo que da pie precisamente a un combate por la definición, por ejemplo, de qué es ser francés. O de qué significa la pertenencia a un Estado-nación, o de cómo es posible que los Estados-nación que declaran su disolución en un gran conjunto reconstruyan nuevas fronteras, que al fin y al cabo son las fronteras que dividen la riqueza de la pobreza. Esto da lugar a combates como los que tuvieron lugar en las banlieues francesas, la revuelta de las banlieues, que son las revueltas de la población que está allí, que es francesa, y que en realidad no lo es, pues no está verdaderamente integrada ni es visible en el mundo oficial francés, en el que no está representada, sometida a una condición de guetización, lo que plantea una serie de problema: se trata de «sin parte», pero con una gran dificultad para ser a la vez «sin parte» en general. Los conflictos de los que hablamos son conflictos que se articulan en torno a un lugar, que en cierto sentido forman parte de la reconfiguración de la sociedad y del sistema, y al mismo tiempo encontramos en ellos una localización de la lucha en cierto modo forzada, en particular en el caso de los jóvenes de las banlieues: resulta sorprendente que su combate haya sido ante todo un combate por la defensa de su lugar. Un combate entre ellos y la policía, un combate para saber quién iba a ser el amo en su municipio, ellos o la policía. Creo que podemos decir que estamos ante combates de la gente que representan la categoría de los «sin parte», pero que al mismo tiempo no han logrado definir una «política de los sin parte», esto es, la universalización de un conflicto: en este caso, hacer que la situación de los jóvenes de la banlieue, la de los intermitentes del espectáculo o la de los jóvenes que ingresan en el mercado de trabajo, etc., definan algo así como un único problema.

Veamos con mayor profundidad el caso de las luchas contra el CPE [Contrat de Prémière Embauche] de la primavera de 2006. Este combate ha sido particularmente interesante, porque ha sido un movimiento que tiene que ver con la articulación entre dos poblaciones: la población estudiante y la población que trabaja. Un combate que no se ha emprendido sobre una base que podíamos denominar individual y defensiva, puesto que ha sido emprendido por sindicatos y grupos estudiantiles con motivo de un proyecto de ley que modificaba las condiciones de la contratación y el despido, algo que no atañe directamente a los estudiantes de enseñanzas medias, que todavía no han entrado plenamente en el mercado de trabajo –de ahí el interés de este movimiento, con respecto a los conflictos estudiantiles tradicionales, que estallan con motivo de proyectos de reforma de la universidad. En este caso estamos ante una huelga estudiantil con motivo de una reforma del mercado de trabajo. A este respecto, creo que ha habido una dimensión bastante importante, a saber: este movimiento se ha quedado encerrado precisamente en torno a la cuestión de saber por dónde podía desembocar la ampliación de la escena que se estaba produciendo. Durante todo el periodo del movimiento, y sobre todo con la ocupación de las universidades, ha habido una especie de recuerdo de mayo de 1968, una voluntad de recrear una dinámica del mismo tipo que la dinámica de 1968. No ha habido, por supuesto, la huelga general que tuvo lugar en 1968, pero se ha planteado ante todo el problema siguiente: cuando un movimiento reivindicativo quiere algo más que la satisfacción de sus reivindicaciones, cuando hace responsable al sistema social mismo, ¿qué puede querer hoy en día? Y a este respecto vuelvo a lo que decía antes: no hay un déficit de energías militantes, sino un déficit de visibilidad o de inteligibilidad de la posibilidad de un mundo distinto de aquél en el que vivimos.





Notas al pie de página:


Nota Vie Ene 28, 2011 12:55 pm
fuente: http://www.archipielago-ed.com/73-74/ranciere.html



Entrevista a Jacques Rancière

Universalizar las capacidades de cualquiera




Marina Garcés, Raúl Sánchez Cedillo, Amador Fernández-Savater. Realizada en noviembre de 2006.

Archipiélago, nº 73-74, 2006

Traducción del francés por Raúl Sánchez Cedillo

© Amador Fernández-Savater, 2006. Este artículo ha sido publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento-No comercial-Sin obra derivada 2.5 . Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente el texto por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando la fuente y sin fines comerciales.



    Pareciera que una maldición pesa sobre la acción política que quiere cambiar el mundo. O bien hay prácticas políticas locales, singulares, colectivas y situadas, experimentando sobre terrenos concretos (salud, educación, prisión, inmigración...) problemas y respuestas efectivas, en primera persona, pero desentendidas del “conjunto de la sociedad”. O bien hay “alternativas generales” que sólo máquinas de abstraer y de neutralizar la participación pública de cualquiera, como los partidos políticos, pueden poner en marcha. Es la oposición entre universal y particular que organiza hoy las ideas dominantes.

    El pensamiento político de Jacques Rancière señala el carácter ficticio de esa fatalidad: no hay nada natural en ella, sólo la reproduce determinada forma de pensar. La política es la articulación, crítica y disensual, entre un problema concreto y la lógica general de dominación. Un sujeto político es quien va más allá de reclamar su “parte” y cuestiona la misma distribución jerárquica de las partes y los lugares (lo que Rancière llama la “lógica de Policía”, opuesta a la política). Ese “suplemento” a la distribución instituida de las partes y los lugares supone una dimensión de universalidad: una práctica política singular y situada puede atravesar lo social entero con las preguntas que plantea, con la afirmación de las capacidades de cualquiera para la acción que demuestra. Aquí se rompe la oposición entre universal y particular: la política crea casos de lo universal singularizado, concreto. Ya no el universal policial de la representación política, sino un nuevo universalismo emancipador.

    La siguiente entrevista con Jacques Rancière fue realizada en el marco del encuentro sobre “Nueva derecha: ideas y medios para la contrarrevolución”, que Archipiélago coorganizó junto a la Universidad Internacional de Andalucía el noviembre pasado
    [1]. Plantea algunas preguntas y problemas a Jacques Rancière a modo de invitación a actualizar las claves básicas de su pensamiento político, a la luz de las transformaciones del mundo en curso. Se celebró en la librería La Fuga, en el corazón de Sevilla.



Archipiélago: Surge una cuestión sobre la “política de los sin parte”. ¿Qué significa ser hoy “sin parte”, si tenemos en cuenta que, con la precarización generalizada de la vida que las reglas del capitalismo postfordista ha impuesto, parecería que esa condición podría atribuirse a “cualesquiera” figuras sociales?

Jacques Rancière: Creo, en primer lugar, que tal vez sea preciso aclarar la noción de “sin parte”. Para mí, la noción de los “sin parte” es la noción de un sujeto político, y un sujeto político nunca puede ser identificado sin más con un grupo social. Razón por la cual digo que el pueblo político es el sujeto que encarna la parte de los sin parte –con ello no decimos “la parte de los excluidos”, ni que la política sea la irrupción de los excluidos, sino que la política es, ante todo, la acción del sujeto que sobreviene con independencia de la distribución de las partes sociales. En el fondo, esta concepción se distingue de una concepción tradicional, marxista, que identifica un sujeto de la emancipación con una determinada figura social producida por el desarrollo económico, por la producción capitalista. Esto tiene que ver con la cuestión del “precariado”, puesto que “precario”, sobre todo en la teorización de Negri, designa una nueva dimensión económica, una nueva forma de trabajo y, al mismo tiempo, se supone que define nuevas formas de subjetividad política. La tesis de estos autores sería que el precario, como nueva figura, ocupa el lugar del proletariado, en tanto que otro tipo de obrero, producido al fin y al cabo por otro tipo de economía, esto es, ocupa el lugar del obrero definido por la gran industria, por el fordismo, etc. Para pensar esta cuestión, es preciso salir de la cuestión de la “precarización”, y tal vez sea preciso retroceder en el tiempo para reconocer lo que “proletario” ha significado precisamente como sujeto político. Toda la doctrina marxista tradicional define el proletario como el obrero formado por la gran industria, y en particular, el obrero fordista. Ahora bien, es preciso recordar que el movimiento obrero fue inventado por obreros que eran tan precarios como los trabajadores precarios de hoy en día, y que, por encima de todo, “proletario” define la relación entre una exclusión y una inclusión. “Proletarios” significa, ante todo, aquel que no tiene parte, aquellos que viven sin más, y políticamente define aquellos que no son tan sólo seres vivos que producen, sino sujetos capaces de discutir y de decidir acerca de los asuntos de la comunidad. Así, pues, representar la “parte de los sin parte” quiere decir precisamente vincular la cuestión del estatuto de una u otra categoría a la cuestión más general del poder de cualquiera. El corazón de la subjetivación histórica proletaria fue precisamente la capacidad, no de representar la potencia colectiva, productiva, obrera, sino de representar la capacidad de cualquiera, la capacidad, justamente, en tanto que excluido. De esta suerte, una forma de integración/exclusión económica es una cosa, distinta de una forma de integración/exclusión política. Uno puede estar en una situación precaria, y estar sin embargo constituido como una identidad por un sistema, pero también uno puede tener un estatuto de trabajador muy definido, y al mismo tiempo estar completamente identificado a esa esfera particular, a la par que excluido de la esfera de los asuntos comunes.


Archipiélago: Retornemos a lo que usted denomina “policía”, esto es, el poder en tanto que capacidad de disponernos los lugares, las partes, los atributos de cada uno, con arreglo a una lógica de “contar las partes”. A este respecto, ¿cómo funcionaría esta figura del poder de policía —contrapuesta a la política en tanto procedimento desidentificatorio— en la lógica de la sociedad-red, en la lógica conexionista, esto es, cuando ya no estamos definidos por la pertenencia a una estructura, sino por el acceso y la conexión a la “red”, que ha de ser conquistada en cada momento, so pena de desconexión, de caída en el vacío?

J. Rancière: Creo que el presupuesto de su pregunta, esto es, que ya no vivimos en sociedades de pertenencia, que todo se ha tornado precario, móvil, fluido, etc., ha de ser puesto en tela de juicio. Creo que seguimos viviendo en un mundo “sólido”, marcado por pertenencias, a diferencia de cuanto afirman las teorías acerca de una sociedad postfordista o postmoderna. No obstante, aun partiendo de tales supuestos, me parece que con ello se define precisamente una forma de policía perfectamente concreta, que debe con mayor razón marcar determinadas pertenencias y determinados límites. El hecho de que las posiciones sean más móviles en el ámbito individual no elimina la función policial en cuanto tal, esto es, la función de definición de categorías de estabilidad y de permanencia. Creo que podemos determinar tres dominios en los que esta especie de redefinición de la policía es capaz precisamente de redefinir categorías estables:

    a) Un primer dominio es el de la reestructuración de los sistemas de seguridad social, de los sistemas de organización del trabajo y de los sistemas de adopción de aquellos que no trabajan, porque cuando hay mucha gente que en efecto son precarios, nos encontramos con que el Estado se apodera de funciones que antes eran funciones compartidas y negociadas, principalmente entre el Estado y las organizaciones sindicales u organizaciones surgidas de la sociedad misma. Ahora bien, lo que sucede en una situación como la nuestra es que asistimos a una tendencia por parte del Estado a monopolizar esas funciones, por ejemplo, a transformar los sistemas de solidaridad social en sistemas de protección garantizados conforme a criterios fiscales. Si nos fijamos en un conflicto como, por ejemplo, el de los intermitentes del espectáculo en Francia —que considero un conflicto ejemplar desde este punto de vista—, tenemos una categoría de trabajadores que plantea problemas para los sistemas contables de la seguridad social, y que plantea precisamente el problema siguiente: ¿qué constituye hoy el estatuto social de un individuo, qué relación encontramos en lo sucesivo entre los individuos, la estructura del trabajo y la pertenencia al Estado? Otro dominio se determina desde el momento en que el Estado debe gestionar el no trabajo o el trabajo parcial, etc., debe gestionar en consecuencia las relaciones entre trabajo y vida. Se plantea entonces la cuestión: ¿quién es capaz o no de llevar a cabo la reflexión sobre esa relación? Todos los debates sobre la reforma del sistema de pensiones, sobre las formas ambiguas, como los intermitentes del espectáculo, plantean la cuestión las formas de relación de un pequeño segmento del mundo del trabajo con el resto de la sociedad, plantean la cuestión de la relación entre el presente y el porvenir, esto es, la cuestión de quién es capaz de pensar esa relación entre el presente y el porvenir. ¿Son capaces de pensar esa relación los intermitentes del espectáculo, o bien se trata de un monopolio del Estado? En cuyo caso sólo éste podría pensar la relación de lo particular con lo general, y del presente con el porvenir.

    b) El segundo punto nodal es la cuestión de los límites. Se supone que el trabajo se torna más precario, o más fluido, en un mundo en el que en principio ya no habría fronteras, en el que las riquezas y los seres humanos circularían libremente. Pero sabemos perfectamente que lo que sí se verifica en el caso de las riquezas no lo hace en el de los seres humanos. Entramos en particular en la cuestión de las fronteras, esto es, la cuestión de quién puede entrar o no en un país. En este sentido, asistimos en la actualidad a un reforzamiento de la cuestión de la pertenencia, que puede cobrar formas violentas, de rechazo del extranjero, o bien formas policiales/refinadas [policiers/policées], con la fijación de cuotas de extranjeros que pueden ser admitidos al año, etc. La cuestión de la inmigración —tal y como es denominada— ha sido siempre una cuestión práctica, ligada a las diferentes oleadas migratorias. Hoy se torna en una cuestión pública, es decir, en el momento en el que, en principio, numerosas fronteras tienden a desaparecer, por otro lado se refuerzan en lo que atañe a los seres humanos, determinando una contradicción en el sistema, que intenta controlar este flujo con la idea de límites, cuotas, competencias, criterios, y que, por otra parte, algunos movimientos intentan precisamente politizar la cuestión, diciendo que todos aquellos que quieren vivir en un lugar tienen el derecho a hacerlo, que todos aquellos que trabajan en un lugar pueden ser ciudadanos del país en el que trabajan, etc.

    c) Un tercer punto significativo de lo que a mi modo ver constituye una continuidad y al mismo tiempo de redefinición de la lógica de policía, que es en términos generales la cuestión de los agentes, los interlocutores válidos. Tomemos como ejemplo un país como Francia, en el que tradicionalmente rigen los valores universales, los valores de la República, en el que no se reconoce a las comunidades. En realidad, un país que se dice universalista se enfrenta a estas cuestiones del siguiente modo: por un lado, el Estado define todo lo conflictivo como un problema que ha de ser resuelto mediante un análisis experto. Ahora bien, una vez hecho esto, la lógica de policía ha de arrostrar el problema de cómo transformar los resultados de tales análisis expertos en medidas que sean aceptadas. Se plantea entonces la necesidad de encontrar interlocutores válidos. Es preciso constituir a los interlocutores, es preciso tener, justamente, representantes de todos los afectados por un determinado problema. De esta suerte, la sociedad oficial se afana en decir que han de formarse interlocutores, y que frente a los diferentes derechos —que en Francia, de nuevo, se expresa como el problema de la separación entre la sociedad oficial y la sociedad real— hay que establecer un sistema de cuotas, o que los partidos políticos incluyan candidatos de minorías en sus listas electorales, que tengan su cuota de mujeres, su cuota de personas de origen inmigrante, etc. Se configura así un nuevo punto de tensión, de conflicto entre política y policía, que puede definirse del siguiente modo: ¿ha de ponerse en práctica una lógica policial de designación de representantes de las partes, o de interlocutores oficiales de una negociación, o bien prevalece una lógica política, que no concibe representantes de un grupo, sino enunciadores de un conflicto, no sencillamente entre grupos, sino entre lógicas de constitución de la comunidad?


Archipiélago: La irrupción política de los sin parte, intempestiva, que desplaza límites, redefine los datos de los problemas, abre espacios políticos, plantea el problema de la continuidad. En América Latina, por ejemplo, resurge en la actualidad la temática de los contrapoderes, esto es, de una persistencia espacio-temporal de las irrupciones políticas, de una inscripción en la vida cotidiana del acontecimiento y de su relativa institucionalización en ruptura. ¿Cabe concebir una prolongación del acontecimiento político, más allá de su irrupción? ¿Cómo podemos persistir en el mismo, organizar la política con arreglo a una temporalidad no solamente irruptiva?

J. Rancière: En primer lugar, no me considero un fanático del acontecimiento como irrupción. Pienso que los acontecimientos, es decir, las secuencias de movimiento identificables, no son irrupciones, sino transformaciones del paisaje común. En este sentido, me parece que hay que salir de la oposición entre la irrupción de los acontecimientos, por un lado, y la organización, que sería algo sólido, instalado, por el otro. Un acontecimiento es una transformación del tejido común, mientras que la cuestión de la organización consiste en cómo prolongar esa transformación de lo que es visible, sensible, de lo que se revela como posible para quienes eran considerados incapaces, encerrados en su impotencia. Se trata de una cuestión paradójica: una organización en sí misma no tiene ningún interés. La cuestión atañe más bien al problema de porqué y para qué hay que organizarse, esto es, en qué medida aquello es político, en saber cuáles son los nudos políticos. A mi modo de ver, los nudos políticos son siempre algo que remite siempre a la parte de los sin parte, es decir, a la manifestación de una capacidad de cualquiera. La política está ligada a esa universalización de la capacidad de cualquiera. Y en este sentido, en el fondo lo que hay que prolongar, lo que está en el centro de la organización es esa capacidad de multiplicar la demostración que ha tenido lugar en un momento y en lugar determinados: cualquiera es capaz de acción política. Esto nos conduce además a la cuestión del tipo de temporalidad. Cuando pensamos en cómo prolongar el acontecimiento, nos vemos trabados por dos tipos de temporalidad tradicional, a los cuales se nos remite en todo momento. El primer tipo es la temporalidad de la sociedad “política”, de los políticos, con sus plazos (elecciones, el Tratado Constitucional Europeo, por ejemplo, etc.). Se trata de una remisión constante de todo combate, de su traducción en plazos institucionales. El segundo es la temporalidad tradicional de las etapas. En ésta se considera que somos transportados por una suerte de corriente de la historia, por el desarrollo del capital, la transformación de los modos de producción. Y en esa medida se trata de traducir todas las secuencias de movimiento con arreglo a esa temporalidad por etapas: ¿cómo constituir núcleos cada vez más importantes de nuestro grupo? ¿Cómo constituir fuerzas cada vez mayores del partido de mañana?, etc. Creo que es preciso salir de esa doble temporalidad, esto es, es preciso aceptar que no somos transportados por la historia, por una especie de porvenir que estaría ya incluido, presente, en una especie de dinámica propia de la sociedad. Me remito al El maestro ignorante, donde he analizado la teoría de la emancipación intelectual según Jacotot. Allí se plantea que la igualdad no es nunca un objetivo, sino siempre un presupuesto. Así, pues, lo importante es lo que, en cada momento, permite la presentación, la declaración, la afirmación, la encarnación de una potencia de igualdad, de una potencia de capacidad de cualquiera. A mi modo de ver, cabe salir de esa temporalidad de los objetivos, del futuro opuesto al presente, para pensar en una temporalidad del crecimiento del presente, o del crecimiento de las potencialidades del presente, que no se definen mediante cálculos estratégicos, sino por las capacidades nuevas que pueden surgir, desarrollarse, confirmarse en cada momento. En este sentido, si cabe concebir una organización política, se trataría de una organización que permite, no sólo una progresión de etapas, sino algo así como un crecimiento de las capacidades en todos aquellos lugares en la que éste puede afirmarse.


Archipiélago: ¿Qué experiencias concretas de movimientos políticos actuales podrían servir de ejemplo de esa modalidad de universalización en tanto que crecimiento y multiplicación de las capacidades de cualquiera?

J. Rancière: Por desgracia, los ejemplos de ese crecimiento son raros. En buena medida porque, a mi modo de ver, las organizaciones políticas permanecen completamente atrapadas en las dos modalidades de temporalización, esto es, la de los plazos de la política sistémica, así como en la de las etapas de la revolución. Como consecuencia de ello, muchos movimientos que encarnan acontecimientos son al mismo tiempo movimientos que se cierran sobre su propio acontecimiento, sobre su propio medio, su propio lugar, sus propios nudos de problemas (por ejemplo, la revuelta en las banlieues de noviembre 2005). Hoy, por servirnos de un ejemplo francés, encontramos dos escenas: por un lado, la escena oficial (con sus elecciones, etc.) y, por otro lado, como si se tratara de dos extremos, la escena del margen, esto es, de expresiones como la del movimiento de los sin papeles, de los intermitentes del espectáculo, etc. La consecuencia de esto es una especie de división, donde encontramos gente que dice: “nosotros rechazamos la política oficial; nosotros hacemos una política real de las personas, una política sobre el terreno”, etc. Esto crea a veces formas de eficacia bastante fuertes, pero que declaran que su fuerza reside en que sólo se ocupan de sí mismas. Un ejemplo de ello lo tenemos en el movimiento contra la expulsión de familias sin papeles que está llevando a cabo el gobierno francés en estos meses. Se trata de un movimiento muy fuerte, que se ha constituido en torno a las escuelas a las que acuden los hijos de las familias sin papeles con orden de expulsión, esto es, en torno a casos precisos: en tal escuela hay un niño de una familia que va a ser expulsada. Se produce una implicación muy fuerte en torno a esa batalla concreta, y que consigue resultados, pero en el fondo lo hace precisamente diciendo: “nosotros sólo nos ocupamos de eso; no nos ocupamos del resto de la sociedad oficial, de las elecciones, etc.”. Ésta es la situación. Pero, a mi modo de ver, se trata de llegar a constituir movimientos que sean capaces de decir algo, de expresarse como fuerza política sobre absolutamente cualquier cosa. Tanto sobre los sin papeles, las revueltas de la banlieue o las elecciones presidenciales. Rompiendo esa especie de división entre lo que sería la escena oficial y la escena de lo que sería la acción concreta. No obstante, surgen movimientos interesantes. Por ejemplo, en la primavera pasada surgió en Francia el movimiento contra el cpe (Contrato de primer empleo), formado fundamentalmente por jóvenes. Lo interesante de este movimiento consiste en que ha sido impulsado por gente que no pertenece al “mundo del trabajo” asalariado, esto es, no se trata de una lucha por la defensa de los intereses de tal grupo, de tal institución, etc., sino de un combate por la articulación entre dos bloques de la sociedad, el de la formación y el del mercado de trabajo. A este respecto, pienso que ha habido avances importantes en el seno del movimiento. Sin embargo, el problema sigue consistiendo más bien en constituir una organización que se muestre capaz de tornarse en actor general de la política, no sólo de prolongar acontecimientos, sino capaz de declararse no como actor parcial (rompiendo con esa lógica de los actores parciales específicos para tal o cual combate), esto es, una organización, como hemos dicho, capaz de manifestarse sobre cualquier cosa (ya sea la cuestión de los sin papeles, las elecciones presidenciales, o el conflicto palestino-israelí) para expresar, en todo lugar, la capacidad de cualquiera.

No obstante, no tengo soluciones para el problema. Para mí, el problema consiste ante todo en redefinir lo que es político, esto es, quién es capaz de política. A mi modo de ver, esto es algo previo a toda teoría de la organización. Estamos en una situación en la que, en lo que atañe a la organización, habría que pensar en algo así como un Forum. No obstante, a un Forum suelen llegar decenas de organizaciones, cada una con su punto de vista, sus intereses, etc., e intentan convencerse unas a otras. Se trata a decir verdad de una estructura muy sesgada por la lógica de la organización. Para contrarrestar esta tendencia, se trataría de que cada acontecimiento, cada conflicto, lograra constituir su propia memoria, su propia acumulación, apoderándose de otras cuestiones. Se trataría de que quienes trabajan en las cuestiones del altermundialismo, de los derechos de las mujeres, o de los gays, de los extranjeros, etc., constituyeran el espacio en el que esa apropiación mutua pueda tener lugar, en el que pudiera hablarse de todo. Y lo que está en discusión es el estatuto de unos temas/sujetos políticos en tanto que fuerza de organización política, pero esta fuerza reside precisamente en la capacidad de problematizar otras cuestiones en tanto que actores generales que manifestan la capacidad de cualquiera, es decir, está en discusión esa extensión de las capacidades, no de prolongar eventos sino de declarar que en el fondo no hay actores parciales, ligados exclusivamente a tal o cual combate. De lo contrario no estamos ante una capacidad de universalización de los acontecimientos que no se vea preformada por la lógica sistémica o por la lógica de la historia.


Archipiélago: ¿Se puede luchar sin un horizonte utópico de transformación generalizada de la sociedad o sin ese horizonte estamos condenados a movimientos políticos que sólo dicen “No” (no a la guerra, no a la gestión mentirosa del Partido Popular tras el atentado del 11 de marzo, no al cpe, etc.)?

J. Rancière: Son dos aspectos fundamentales de un mismo problema: la articulación de lo afirmativo y lo negativo en la acción política. En primer lugar, pienso que todo conflicto social significativo se plantea en primer lugar como una defensa frente a un ataque, fundamentalmente como una defensa frente a un ataque del Estado. Pero al mismo tiempo, en todo conflicto hay justamente una afirmación de capacidades. En todo conflicto social, ya se trate de la reforma del mercado de trabajo, de los sistemas de seguridad social, no se trata únicamente de saber quién pagará la protección social, sino quién es capaz de pensar en la comunidad y en el porvenir.

Esa afirmación de capacidades la encontramos, por ejemplo, en el conflicto que plantean los sin papeles, y se manifiesta en la destitución de la parte que les es asignada en tanto que desgraciados, y en tanto que incompetentes. Evidentemente, esto es falso. Ellos desarrollan una capacidad de hablar de la comunidad y dejan por ello de ocupar la parte de las víctimas.

Un segundo aspecto atañe a la cuestión de si se puede actuar políticamente sin tener una visión clara de una sociedad venidera. Mi punto de vista es que sí: no es preciso tener una visión clara de lo que sería, por ejemplo, la sociedad socialista. Hoy un movimiento político puede desarrollar la potencia de sus afirmaciones sin una referencia clara a esa sociedad venidera, lo que no significa que esto no sea un límite, un límite difícil de superar. En toda lucha hay en juego un porvenir, pero nunca sabemos el sentido de ese porvenir. De ahí que resulte difícil evitar una especie de perplejidad y la caída en un porvenires ya constituidos, como pudiera ser la teoría de la autonomía, por ejemplo.






Notas al pie de página:


Nota Sab Ene 29, 2011 11:39 am
fuente: http://nocionescomunes.wordpress.com/20 ... -ranciere/


La política de los sin-parte. Pensar con Jacques Rancière


Nociones Comunes // 27 de enero de 2011



imagenEl próximo 25 de marzo distintos colectivos sociales tendremos una discusión con Jacques Rancière en torno a su concepto de la política de los sin-parte. Para elaborar esta discusión, que tendrá lugar en Valencia y será retransmitida en directo, hemos preparado un taller colectivo de Nociones Comunes; en él trabajaremos algunos textos del autor con el objetivo de elaborar una serie de preguntas y propuestas que puedan llevarse a la sesión de discusión. Si estás interesada o interesado en participar, aquí tienes las citas:


SESIÓN 1: Miércoles 9 de febrero, 20 hrs. Traficantes de Sueños

(C/ Embajadores, 35, Local 6. Metro: Lavapiés)

La política de lxs sin-parte; pensar con Ranciére

Sesión de debate de Nociones Comunes.

Textos Rancière


SESIÓN 2: Viernes 25 de marzo, 18 hrs. Traficantes de Sueños.

(C/ Embajadores, 35, Local 6. Metro: Lavapiés)
La política de lxs sin-parte; pensar con Ranciére II

Retrasmisión de conferencia de Ranciére y debate con Marina Garcés y Débora Ávila.

Nota Sab Ene 29, 2011 5:37 pm
fuente: http://colaboratorio1.wordpress.com/201 ... -ranciere/

original en francés: http://www.mediapart.fr/node/92825


El racismo, una pasión que viene de arriba



Jacques Rancière

Mediapart // 11 de septiembre de 2010

Traducción:
Álvaro García-Ormaechea



Me gustaría proponer algunas reflexiones en torno a la noción de «racismo de Estado», que figura en el orden del día de nuestra reunión. Estas reflexiones se oponen a una interpretación muy extendida de las medidas adoptadas recientemente por nuestro gobierno, desde la ley sobre el velo integral hasta las expulsiones de los romaníes. Dicha interpretación ve en estas medidas una actitud oportunista que busca explotar los temas racistas y xenófobos con fines electoralistas. Esta pretendida crítica lleva implícita la presuposición que hace del racismo una pasión popular, la reacción temerosa e irracional de las capas más retrógadas de la población, incapaces de adaptarse al nuevo mundo móvil y cosmopolita. El Estado es acusado de faltar a sus principios al mostrarse complaciente de cara a estos sectores. Pero al mismo tiempo se ve reafirmado y confortado en su posición de representante de la racionalidad frente a la irracionalidad popular.

Ahora bien, esta disposición del terreno de juego, adoptada por la crítica «de izquierdas», es exactamente la misma que aquella en cuyo nombre la derecha lleva promulgando desde hace ya veinte años toda una serie de leyes y decretos racistas. Todas esta medidas se han tomado en nombre del mismo razonamiento: hay problemas de delincuencia y diversas molestias causadas por los inmigrantes y clandestinos, que pueden desencadenar reacciones racistas si no ponemos orden. Por lo tanto, hay que someter estos delitos y molestias a la universalidad de la ley para que no provoquen disturbios raciales.

Se trata de un juego que se juega, tanto en la izquierda como en la derecha, desde las leyes Pasqua-Méhaignerie de 1993. Consiste en oponer a las pasiones populares la lógica universalista del Estado racional, es decir, en dar a las políticas racistas de Estado una coartada antirracista. Va siendo hora de dar la vuelta al argumento, para poner de relieve la solidaridad que existe entre la «racionalidad» estatal que ordena estas medidas y esa otra –ese adversario cómplice– en la que tan cómodamente se apoya, la pasión popular. Porque en realidad no es que el gobierno actúe bajo la presión del racismo popular y en reacción a las pasiones llamadas populistas de la extrema derecha, sino que es la razón de Estado la que alimenta el racismo, confiándole la gestión imaginaria de su legislación real.

Hace unos quince años propuse el término racismo frío para designar este proceso. El racismo que hoy nos ocupa es, en efecto, un racismo frío, una construcción intelectual. Es, antes que nada, una creación del Estado. Hemos discutido aquí sobre la relación entre Estado de derecho y Estado policial. Pero la naturaleza misma del Estado es la de ser un Estado policial, una institución que fija y controla las identidades, los lugares y los desplazamientos, una institución en lucha permanente contra todo excedente del recuento de las identidades que gestiona, es decir, también contra ese exceso sobre las lógicas identitarias que representa la acción de los sujetos políticos. Este proceso se ha intensificado por el orden económico mundial. Nuestros Estados son cada vez menos capaces de contrarrestar los efectos destructores de la libre circulación de capitales para las comunidades que tienen a su cargo. Y son tanto más incapaces cuanto que no tienen el más mínimo deseo de hacerlo. Así las cosas, se rebajan y se concentran en aquello sobre lo que sí ejercen un poder, como es el caso de la circulación de personas. Toman como objetivo específico el control de esa otra circulación y como meta general la seguridad de los nacionales amenazados por estos migrantes, es decir, más precisamente la producción y la gestión del sentimiento de inseguridad. Esta es la tarea que va siendo cada vez más su razón de ser y su forma de legitimación.

De ahí se deriva un uso de la ley que cumple dos funciones esenciales: una función ideológica, que consiste en dar constantemente un cuerpo al sujeto que amenaza la seguridad; y una función práctica, que consiste en reordenar continuamente la frontera entre lo de dentro y lo de fuera, creando sin cesar identidades flotantes, susceptibles de hacer caer fuera a aquellos que estaban dentro. Legislar sobre la inmigración ha significado antes que nada crear una categoría de infra-franceses, hacer caer en la categoría flotante de inmigrantes a gente que ha nacido en Francia de padres nacidos franceses. Legislar sobre la inmigración clandestina ha significado hacer caer en la categoría de clandestinos a «inmigrantes» legales. Es la misma lógica la que ha ordenado el uso reciente de la noción de «franceses de origen extranjero». Y es esta misma lógica la que apunta hoy contra los romaníes, creando, contra el principio mismo de libre circulación en el espacio europeo, una categoría de europeos que no son verdaderamente europeos, de la misma manera que hay franceses que no son verdaderamente franceses. Para crear estas identidades en suspenso el Estado no se sonroja ante sus propias contradicciones, tal y como hemos visto con respecto a las medidas sobre los «inmigrantes». Por un lado, crea leyes discriminatorias y formas de estigmatización basadas en la idea de la universalidad ciudadana y de la igualdad ante la ley. Por esa vía se sanciona o estigmatiza a aquellos cuyas prácticas se oponen a la igualdad y a la universalidad ciudadana. Pero por otro lado, crea en el seno de esta ciudadanía igual para todos, discriminaciones como la que distingue a los franceses «de origen extranjero». Así que por un lado todos los franceses son iguales, y ojo con los que no lo son, y por el otro no son todos iguales, y ay de aquellos que lo olviden.

Por lo tanto, el racismo de hoy es ante todo una lógica estatal y no una pasión popular. Y esta lógica estatal es sostenida en primer lugar, no por quién sabe qué grupos sociales retrógados, sino por una buena parte de la élite intelectual. Las últimas campañas racistas no llevan en absoluto la impronta de la extrema derecha llamada «populista». Han sido organizadas por una intelligentsia que se reivindica como intelligentsia de izquierdas, republicana y laica. La discriminación no se basa ya en argumentos sobre razas superiores e inferiores. Antes bien, se argumenta en nombre de la lucha contra el «comunitarismo», de la universalidad de la ley, de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y de la igualdad de género. Dicho sea de paso, estos argumentos son a menudo esgrimidos por gente que ha hecho bien poco por la igualdad o el feminismo, pero esa contradicción no les preocupa. De hecho, con esta forma de argumentar se pretende sobre todo crear la amalgama requerida para identificar al indeseable: así la amalgama entre migrante, inmigrante, retrógado, islamista, machista y terrorista. En realidad, el recurso a la universalidad opera en beneficio de su contrario: para establecer un poder estatal discrecional a la hora de decidir quién pertenece y quién no a la clase de aquellos que tienen derecho a estar aquí -el poder, en breve, de conferir o suprimir identidades-. Ese poder tiene su correlato en el poder de obligar a los individuos a ser en todo momento identificables, a mantenerse en un espacio de visibilidad integral frente al Estado. Vale la pena, desde este punto de vista, volver sobre la solución que el gobierno ha dado al problema jurídico planteado por la prohibición del burka. Como hemos visto, era difícil hacer una ley que apuntara específicamente a algunos centenares de personas de una religión determinada, así que el gobierno dio con una solución: hacer una ley que prohíba en general cubrirse el rostro en un espacio público, una ley que apunte al mismo tiempo a la mujer portadora de un velo integral y al manifestante que se cubra con una máscara o pañuelo. El pañuelo se convierte así en el emblema común del musulmán retrógado y del agitador terrorista. Para esta solución, adoptada (como muchas otras medidas sobre la inmigración) con la benevolente abstención de la «izquierda», es también el pensamiento «republicano» el que ha dado la fórmula. Acordémonos si no de las diatribas furiosas de noviembre de 2005 contra esos jóvenes enmascarados y encapuchados que actuaban con nocturnidad. Acordémonos también del comienzo del asunto Redeker, el profesor de filosofía amenazado por una «fatwa» islámica. El punto de partida de la furiosa diatriba antimusulmana de Robert Redeker era… ¡la prohibición del tanga en la playita de París! En esta prohibición dictada por la alcaldía de París él discernía una medida de complacencia hacia el islamismo, hacia una religión cuyo potencial de odio y de violencia se había sido ya puesto de manifiesto en la prohibición de desnudarse en público. Los bellos discursos sobre la laicidad y la universalidad republicana vuelven, en definitiva, a este principio según el cual uno debe estar enteramente visible en el espacio público, ya sea el de adoquines o la playa.

Concluyo: mucha energía se ha gastado contra una cierta figura del racismo –la que ha encarnado el Frente Nacional– y una cierta idea de este racismo como expresión de los “white trash”, blancos xenófobos de las capas sociales atrasadas. Una buena parte de esa energía ha sido recuperada para construir la legitimidad de una nueva forma de racismo: un racismo de Estado y un racismo intelectual «de izquierdas». Quizás sea el momento de reorientar el pensamiento y el combate contra una teoría y una práctica de estigmatización, de precarización y de exclusión que constituyen hoy un racismo desde arriba: una lógica de Estado y una pasión de la intelligentsia.

Re: RANCIÈRE, Jacques

Nota Mié May 02, 2012 8:52 am
Actualizado.


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