¿QUÉ LE HICIERON A PAPÁ EN IRAK?        ( Del suplemento el Semanal)

                 Sus piernas mueren en las rodillas y sus brazos son

                 dos muñones. Jayce Hanson tiene 11 años. Su   trá-

                 gica imagen y su vida truncada, son todo un símbo-

                 lo para los más de 200.000 soldados que  sufren   el

                 llamado “síndrome del Golfo”. Para ellos la guerra

                 y sus dramáticos interrogantes no han terminado.

                       

 Ocho años después de aparecer en la portada de la revista Life, Jayce Hanson no es muy diferente de cualquier otro chico de 11años. Le gusta jugar en la calle con sus amigos, los vídeo-juegos y los programas de ordenador. “Lo que quiere hacer en el futuro cambia cada día, depende de cuál sea su nuevo interés ese día  -comenta su madre, Connie-. No ve nada como imposible”.

         Lo que hace a Jayce diferente de otros chicos de su edad es que tiene dos muñones en lugar de brazos y no tiene piernas más allá de sus rodillas. Las actividades cotidianas son un desafío diario. No puede ir al servicio ni darse un baño sin la ayuda de un asistente, pero consigue vestirse solo con unos palos de madera diseñados especialmente. Su mayor preocupación, y la de su madre, es que, al carecer de brazos, no puede agarrarse a nada cuando se cae.

                       

La causa de las discapacidades físicas de Jayce Hanson enfurecerían y asustarían a cualquier padre. Nació con los problemas de los niños calificados como “bebés talidomida” de los años 50 y 60, pero su madre nunca tomó drogas. Cuando conocí a los Hanson por primera vez en el otoño de 1994, creían saber por qué Jayce había nacido con tantos problemas. Su padre, Paul Hanson, sargento del 16 Batallón de Ingeniería del Ejército de Estados Unidos, luchó en Kuwait durante cuatro meses en 1991 como parte de la Operación Tormenta del Desierto contra Irak, la Primera Guerra del Golfo. No sólo inhaló una gran cantidad del humo que procedía de los oleoductos incendiados por las tropas iraquíes, sino que Paul tomó una droga experimental que le dio el mando militar norteamericano para protegerle de la amenaza del gas nervioso. Cuando regresó a casa, sufrió constantes dolores de cabeza, náuseas y dolor en el pecho. Tras el nacimiento de Jayce, Paul y Connie confirmaron que algo iba mal.

                                   

En los 12 años posteriores al conflicto en el Golfo Pérsico, miles de soldados y sus familias se han enfrentado a una serie de enfermedades inexplicables que les han lisiado a ellos y, en algunos casos, a sus hijos. De los 700.000 hombres y mujeres procedentes de Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña y Francia que intervinieron en la contienda de 1991 en Kuwait, más de una tercera parte se han quejado de diversas complicaciones de salud, conocidas popularmente como “el síndrome de la Guerra del Golfo”.

         Hoy todavía no se ha encontrado una causa identificable de este síndrome, a pesar de que Estados Unidos ha gastado más de 200 millones de dólares, ya desde la presidencia de Hill Clinton, para financiar diversos proyectos de investigación sobre este asunto. Los veteranos de la guerra del Golfo y sus abogados, sin embargo, sospechan que las causas pueden ser una combinación del humo de los incendios de los pozos petrolíferos, los tanques de uranio empobrecido, la vacuna contra el carbunco y el antídoto experimental que tomaron Paul Hanson y muchos otros, llamada “bromo piridostigmina”.

                               

         Desde el final de aquella contienda bélica, unos 100.000 veteranos han participado en los registros y estudios del Departamento de Defensa para hacer un seguimiento de los síntomas y el impacto del síndrome. Una docena de comisiones y multitud de estudios han fracasado en su intento de dar una explicación plausible para el hecho de que tal cantidad de soldados sufran serios trastornos de salud después de haber estado en Kuwait hace 12 años. La mayoría de las comisiones gubernamentales americanas apuntan a que el responsable es el estrés psicológico derivado de tener que enfrentarse a un potencial ataque químico y biológico, pero la explicación no convence a los veteranos. El síndrome de la guerra del Golfo podría quedar como uno de esos misterios médicos sin causa ni cura.

         La falta de explicación sobre las causas del síndrome sólo contribuyen a perpetuar el miedo. En la actualidad, con los ejércitos de Estados Unidos y Gran Bretaña todavía desplegados en Irak, miles de soldados y sus familias se preocupan no sólo por las bajas que los enfrentamientos con grupos iraquíes afines a Sadam causan cada día, sino también por los potenciales riesgos para la salud que esas operaciones ha demostrado conllevar. Los que fueron soldados allí hace una década se preguntan si su gobierno habrá aprendido la lección.

         La que fuera la última unidad de Paul Hanson, el 16 Batallón de Combate de Ingeniería está ahora destacada en Irak. Connie Hanson sigue con detalle la información sobre el batallón, aunque Paul Hanson no está con ellos. El 12 de agosto de 2002, en un nuevo y terrible azote para la familia, el sargento de 39 años se ahogó en un accidente de submarinismo cuando residían en Fort Lewis, Washington, dejando a Connie a cargo de su hija Amy, de 13 años, y de Jayce. Le faltaban 22 meses para retirarse del

                              

 ejército. “Si Paul estuviese aquí para contarle a Jayce sus experiencias en la guerra, le haría sentirse mejor”, afirma.

         Ni Jayce ni su padre tendrán ya la oportunidad. Está por verse si habrá otros casos como el suyo. Aparentemente, el Departamento de Defensa ha aprendido alguna lección de la última guerra con Irak, aunque quizá no la más adecuada. Las unidades de combate desplazadas ahora cuentan con expertos en salud mental para lidiar con el estrés del combate y la baja moral. El Ejército y el Departamento de Veteranos han registrado los datos médicos de los 200.000 soldados en el Golfo antes de partir, de forma que si se produce cualquier enfermedad se pueda hacer un exhaustivo seguimiento sobre su origen. Además, urgidas por el Congreso, las Fuerzas Armadas han mejorado notablemente su capacidad para detectar armas químicas y biológicas a través de un entrenamiento especializado que se lleva a cabo en Fort Leonard Word, Missouri. El Pentágono se ocupa de monitorizar todas las muestras de agua, aire y tierra a  las que son expuestos los soldados americanos e informa de los medicamentos que les son administrados y su propósito. Paul Hanson, según su propio testimonio, y muchos de los soldados participaron en el conflicto de 1991 no fueron informados sobre las drogas que tomaron ni sobre sus efectos secundarios.

 Los veteranos norteamericanos afectados ni siguiera han conseguido una compensación del Ejército de su país para mitigar su sufrimiento. Más esperanzados en este sentido están sus colegas británicos. En junio del año pasado, la Corte Suprema de Londres ratificó una sentencia que formalmente reconocía la existencia del síndrome de la guerra del Golfo, decisión instada por un sargento del Regimiento Paracaidista, Shaun Rusling, quien reclamó una pensión al Ejército por padecer una enfermedad contraída durante su servicio en la guerra de 1991.

         Pero no todos los riesgos se han descartado. A pesar de la controversia que rodea a las vacunas del carbunco y el bromo, el Ejército norteamericano continúa inoculando a sus soldados con estas sustancias y el uranio empobrecido se sigue utilizando en las bombas.

                                       

         El pasado mes de mayo, una inmigrante polaca que acababa de conseguir la ciudadanía de Estados Unidos, fue expulsada de las Fuerzas Armadas por mala conducta al negarse a tomar la vacuna del carbunco. La soldado Kamilar Iwanowska explicó a los fiscales militares que sentía que esa vacuna tendría efectos sobre los niños que pudiese tener en el futuro.

 

Tras la publicación del artículo de Life en 1995, los Hanson y las otras familias que parecían en la revista recibieron todo tipo de apoyo, donaciones, regalos y asistencia médica de todos los rincones de Estados Unidos. La reacción con los periodistas que revelamos la existencia del

                                                   

síndrome de la guerra del Golfo fue menos entusiasta. Desde los medios conservadores fuimos desacreditados por sensacionalistas. La información no fue validada por ciertos medios hasta que el Departamento de Defensa hizo pública una investigación interna en la que reconocía que factores como las vacunas o el uranio empobrecido podían estar relacionados con el síndrome.

         Sorprendentemente, Connie Hanson no expresa ira ni indignación hacia el Ejército norteamericano por el riesgo al que expuso a su marido y por la condición física de su hijo. Incluso después de la muerte de su marido, el Pentágono continúa enviándole cartas y ofreciendo asistencia para Jayce. Después de la muerte de Paul el año pasado, Connie y sus hijos se trasladaron de nuevo a su ciudad de origen, Charlottesville, Virginia. A título póstumo Paul Hanson recibió la medalla al mérito en servicio, el más alto honor en tiempos de paz, y un entierro militar en Fort Lewis, Washington. Después, Connie organizó otro servicio religioso en Virginia, para que pudiese estar enterrado en el cementerio familiar de Scottsville. “Mucha gente temía que estuviese haciendo las cosas demasiado deprisa, pero no quería estar lejos de mi familia”, explica Connie sobre su decisión de dejar Fort Lewis. Ahora está considerando volver a trabajar como esteticista, aunque la paga de Paul es suficiente. “No eres responsable por la situación en la que estás, pero eres responsable sobre cómo te desenvuelves con ella”, reflexiona.

         Hasta cierto punto, Jayce entiende porqué nació con el aspecto físico que tiene. Su madre y él hablan de Paul y de su participación en 1991 en la Operación Tormenta del Desierto. Connie, de profundas convicciones religiosas, le recuerda que algunos niños nacen con diferencias más obvias que otros. “Sabe que es diferente pero hace todo lo que puede para no serlo”, asegura. Su fuerza interior le permite soñar con poder dedicarse a cualquier actividad en el futuro y empeñarse en ello en el presente, mientras se desliza en su monopatín por las calles de Charlottesville como cualquier otro adolescente. Su capacidad, sin duda, le permitirá ser muchas cosas. Lo que parece muy claro es que no será soldado.