Frente a la Ronda del Milenio, tenemos derecho
a decidir sobre nuestro futuro
El
proceso de negociación que se abre en Seattle (Estados Unidos) a partir
del próximo 30 de noviembre pretende acentuar los rasgos liberalizadores
del sistema de comercio mundial. Con el pretencioso título de la “Ronda
del Milenio” los gobiernos más poderosos del planeta en estrecha comunión
con las principales industrias y transnacionales discutirán temas que
afectan a nuestras vidas cotidianas sin tener en cuenta nuestros intereses y
necesidades y sin haber hecho posible los mecanismos para una verdadera participación
social en este proceso.
Este
es un rasgo que define los procesos de mundialización. La persecución
de beneficios económicos en lugar de los intereses públicos es
la razón de ser de instituciones tales como el Banco Mundial, el Fondo
Monetario Internacional, y el GATT, precursor de la Organización Mundial
del Comercio. En realidad si atendemos a sus efectos deberíamos decir
que la mundialización se construye contra nosotras y nosotros, al menos
contra más de dos tercios del planeta. La globalización se ha
ofrecido como un nuevo escenario de oportunidades para todos. Pero en apenas
dos décadas la retórica ha dado paso a los datos de la realidad
y estos ofrecen muy pocas dudas: el mundo es cada vez más desigual y
más injusto. Esta asimetría afecta tanto a la distribución
de la riqueza como a la del poder.
Si
en 1965 el 20 por ciento más rico del planeta tenía el 70 por
ciento de la riqueza, en 1990 esta proporción alcanzaba el 83 por ciento.
La Conferencia de Naciones Unidas para el Comercio y Desarrollo responsabiliza
de esta desigualdad a la “liberalización de las fuerzas del mercado”
y considera inevitable la situación actual a menos que se regule la economía.
En el Informe de 1998 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
se reconoce que al menos 100 países - todos ellos “en vías de
desarrollo o en transición”- han experimentado un retroceso serio en
los últimos 30 años. Los índices de pobreza en el Norte
(que alberga entre el 7 y el 17% de los pobres) contrastan con los datos estadísticos
sobre su renta media. Una distribución desigual expulsa cada vez más
gente hacia la marginalidad. En los países del Sur más de 1.000
millones de personas se ven incapaces de satisfacer sus necesidades básicas.
También
hoy en los países ricos más de 100 millones padecen una situación
análoga. Por eso el impacto negativo de los procesos liberalizadores
no es privativo de los países del Sur. No deberíamos entender
la globalización como la manifestación exclusiva de un conflicto
Norte-Sur. En el Norte su impacto se ha disfrazado de liberalización,
flexibilización o modernización y ha tenido como consecuencia
el aumento de la precariedad laboral y de la incertidumbre social. Se han incrementado
dramáticamente la exclusión y la pobreza.
El
primer mundo genera exclusión hacia dentro y hacia fuera. Se han endurecido
las condiciones de entrada de ciudadanos de otros países por nuestras
fronteras, mediante legislaciones represivas que normalmente se extienden a
toda la sociedad y alientan directa o indirectamente el racismo y la xenofobia.
La paradoja no por cruel resulta menos evidente: libre circulación de
dinero y mercancías pero no de las personas, tratamiento no discriminatorio
del capital pero sí de las personas.
Conviene
señalar que la liberalización que se propone desde el Norte es
asimétrica y no tiene en cuenta ni el diferente punto de partida de los
distintos países y situación actual, ni las décadas de
proteccionismo que han caracterizado la actividad económica de los países
más desarrollados en sectores sensibles de su economía.
Nuestra preocupación por situar la economía al servicio de las
gentes y los pueblos y no al revés está en las antípodas
de las pretensiones de la Ronda del Milenio. La vida ha demostrado sobradamente
que no existe correspondencia positiva entre las saneadas cuentas de las multinacionales
y el bienestar de la mayoría del planeta. Sin embargo, las grandes empresas
que operan a escala mundial dominan cada vez más las economías,
y los gobiernos diseñan sus políticas al servicio de las mismas.
Tenemos
poderosas razones para oponernos a la liberalización del comercio e inversiones
mundiales y para cuestionar la legitimidad de la discusión de Seattle.
Este es un aspecto fundamental del problema: la Organización Mundial
del Comercio es un organismo internacional al margen de los procesos decisionales
instaurados por la comunidad internacional y que dieron lugar al nacimiento
de la ONU. Sin embargo, su poder sobre nuestra cotidianeidad es creciente.
Ya en la anterior ronda se tomaron decisiones que están determinando nuestras vidas. La Ronda Uruguay concedió a las empresas del Norte un mayor acceso a los mercados del Sur. Los países del Norte se beneficiaron de una mayor liberalización en los sectores en los que son más competitivos. Y pese a la constatación de los efectos negativos de estas medidas en términos globales se pretende incrementar la liberalización sin acceder a una moratoria para medir el impacto real de lo ya hecho. Queremos que pueda responderse con claridad a preguntas como las siguientes: ¿qué efecto han tenido las medidas liberalizadoras para la creación de empleo?, ¿está el medio ambiente hoy mejor protegido que ayer?, ¿ha aumentado nuestra seguridad alimentaria?, ¿han disminuido sensiblemente los niveles de pobreza? Si por los datos disponibles la respuesta a estas preguntas es claramente negativa, ¿cuál es la razón para seguir liberalizando?, ¿a quiénes beneficia este proceso?
Una nueva agenda de discusiones
La nueva Ronda incluye en su agenda revisiones de los Acuerdos sobre derechos de propiedad intelectual, comercio, agricultura y servicios.
En el ámbito agrícola las reglas de la OMC favorecen a las grandes
empresas que se dedican al comercio exterior en perjuicio de los campesinos
del Sur y los agricultores y ganaderos familiares de los países del Norte.
La OMC impone a los Estados niveles de importación mínimos y la
eliminación de las protecciones arancelarias. Al contrario de los países
industrializados que lograron mantener condiciones favorables de consumo de
alimentos, aunque en detrimento de la calidad de los mismos, la situación
alimenticia de la mayor parte de los países del Sur está en franco
deterioro: a pesar del incremento en la productividad 840 millones de personas
pasan hambre; desciende la producción de alimentos destinados a la dieta
básica; la dependencia externa es creciente y se orienta la expansión
en el mercado internacional hacia unos determinados productos. Se deteriora
la seguridad alimentaria del planeta, la producción de alimentos se sitúa
bajo la órbita del beneficio económico y se pierde el papel fundamental
del campesinado en la conservación de nuestro patrimonio medioambiental
y cultural. La contradicción sin embargo, no debería plantearse
entre “países del Norte” y “países del Sur”, sino entre dos modelos
de producción y comercio: un modelo industrial controlado por las transnacionales
y algunos gobiernos, y un modelo campesino sostenible, controlado por los propios
campesinos y apegado al territorio.
En el terreno de los derechos sobre la propiedad intelectual (ADPIC; TRIPS en
inglés), la OMC exige la obligación de utilizar sistemas de patentes
como mecanismos de protección en todos los sectores tecnológicos
(incluido microorganismos y procesos microbiológicos). Para las plantas
y animales y sus procesos biológicos se exige un sistema de protección
sui generis, pero en la práctica Estados Unidos, la Unión Europea
y Japón están obligando a que sea próximo al de patentes.
Estas reglas contribuyen al crecimiento de la privatización de la investigación
y de sus aplicaciones comerciales y de los costes ligados a la difusión
de las innovaciones, impidiendo a los ciudadanos y usuarios (campesinos, agricultores,
ganaderos) el acceso, incrementando los costes por pago de royalties y expropiándoles
el derecho de utilizar variedades de plantas y animales que han estado empleando
desde siempre con fines alimenticios. Las mismas consecuencias se dan en los
usos terapéuticos.
La apertura de las negociaciones para una mayor liberalización del sector
servicios (que engloba 160 subsectores) podría traducirse en la privatización
de servicios esenciales como educación, sanidad, transporte, agua o energía.
Así lo promueven al menos las grandes empresas de servicios, interesadas
en un sector que supone el 60% de la inversión directa extranjera mundial,
y en la posibilidad de introducir a través de estas negociaciones muchos
de los elementos del Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI) en la OMC. Elementos
conflictivos, que durante las negociaciones del AMI en la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), provocaron
la oposición popular ante la pretensión de convertir los intereses
de las multinacionales en derecho obligatorio. Tras la derrota del AMI se pretende
trasladar este ámbito a la OMC con algunas modificaciones que suavicen
el rotundo rechazo producido entonces. La OMC ya tiene algunas competencias
en este tema a través del acuerdo sobre las medidas de inversión
ligadas al comercio (TRIMS), que limita la capacidad de los gobiernos para regular
las condiciones de entrada de las compañías extranjeras.
La Ronda del Milenio pretende expandir el ámbito de competencias de la
OMC a nuevas áreas como política de competencia, contratación
pública, inversiones, normas laborales y ciertos temas ya regulados por
otros convenios internacionales.
Por este breve resumen sobre las discusiones que tendrán lugar en Seattle
transcurren nuestras vidas. Aquellas cosas que nos permiten mirar nuestro presente
y nuestro futuro con algún grado de seguridad, se negociarán en
la OMC sin siquiera habernos enterado. Este secretismo es la condición
de su éxito y debe ser denunciado, no sólo porque la forma de
las discusiones imposibilita la intervención de la ciudadanía,
sino porque pasa por encima de cualquier control democrático, de cualquier
posibilidad de intervenir sobre la agenda de discusión y sobre sus decisiones.
La celebración de la Ronda del Milenio, con la inclusión de nuevas
áreas de negociaciones, ha sido promovida principalmente por la Unión
Europea, con el apoyo, entre otros, de nuestro gobierno. En lo esencial, la
presión por una mayor liberalización y desregulación del
sistema de comercio e inversiones mundial, su posición hará causa
común con Estados Unidos y Japón. Postura de la que nuestro gobierno
es plenamente corresponsable.