Existe un régimen de derecho y de orden internacional, basado en la Carta de las Naciones Unidas y las posteriores resoluciones y decisiones del Tribunal Internacional. Dicho régimen prohíbe el empleo de amenazas o de la fuerza salvo que el Consejo de Seguridad lo haya autorizado expresamente tras llegar a la conclusión de que los medios pacíficos han fracasado, o en defensa propia contra una "agresión armada" (un concepto limitado) hasta que el Consejo de Seguridad actúe.
Sin embargo, surge un conflicto, por no decir una clara contradicción, entre las normas mundiales consagradas en la Carta de la ONU y los derechos articulados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La Carta prohíbe la violación de la soberanía de un Estado por la fuerza; la Declaración garantiza los derechos de los individuos contra Estados opresores. Ese conflicto es el que da pie a la cuestión de la "intervención humanitaria", utilizada para justificar la intervención de Estados Unidos y la OTAN en Kosovo. Jack Goldsmith, especialista en derecho internacional de la Facultad de Derecho de Chicago, ha expresado su opinión sobre la materia en The New York Times. Decía que quienes critican los bombardeos de la OTAN "tienen argumentos legales bastante sólidos", pero que "mucha gente piensa que existe por la fuerza de la costumbre y la práctica".
Si es cierto que se hace esa excepción, debe hacerse basándose en la "buena fe" de los involucrados. Y esa suposición de buena fe no debe depender de la retórica sino de su historial, sobre todo de su adhesión a los principios del derecho internacional, las decisiones del Tribunal Internacional, etcétera. Irán, por ejemplo, se ofreció a intervenir en Bosnia con el fin de evitar matanzas en una época en la que Occidente no estaba dispuesto a hacerlo. Se rechazó y ridiculizó su ofrecimiento. Pero una persona razonable puede plantear varias preguntas. ¿Es acaso el historial iraní de intervención y terror peor que el de Estados Unidos? ¿Cómo debemos valorar la buena fe del único país que ha vetado una resolución del Consejo de Seguridad en la que se exigía a todos los países que obedezcan las leyes internacionales? ¿Y en cuanto a su historia? Mientras estas preguntas no sean prioritarias, cualquier persona honrada tachará las buenas palabras de mera adhesión a la doctrina oficial.
Antes del inicio de los bombardeos actuales ya se había producido una catástrofe humana en Kosovo, totalmente achacable a las fuerzas militares yugoslavas. Las principales víctimas fueron los albanokosovares. En casos semejantes, los observadores externos disponen de tres posibilidades de actuación: 1. Contribuir a la escalada del desastre. 2. No hacer nada. 3. Intentar mitigar la catástrofe.
Hay varias situaciones contemporáneas que ilustran las tres opciones. Veamos sólo unos cuantos ejemplos de dimensiones más o menos parecidas, para averiguar a qué modelo corresponde Kosovo.
Colombia. En este país, según los
cálculos del Departamento de Estado, el volumen anual de asesinatos
políticos llevados a cabo por el Gobierno y sus colaboradores paramilitares
es parecido al que había en Kosovo antes de los bombardeos, y el
número de refugiados que huyen, sobre todo de esas atrocidades,
sobrepasa ampliamente el millón de personas. Colombia ha sido el
principal beneficiario de las armas y el entrenamiento estadounidenses
en el hemisferio occidental a lo largo de los años noventa, al mismo
tiempo que la violencia iba en aumento, y la ayuda está incrementándose
en la actualidad con el pretexto de la "guerra contra las drogas", una
excusa que desechan casi todos los observadores de cierta entidad. La administración
de Clinton se mostró especialmente entusiasta ante el presidente
César Gaviria, cuyo mandato fue responsable de "terribles niveles
de violencia" y sobrepasó a sus predecesores, según las organizaciones
de derechos humanos.
En este caso, la actuación de Estados Unidos
responde a la probilidad número 1: Contribuir a la escalada de las
atrocidades.
Turquía. De acuerdo con cálculos
muy moderados, la represión turca sobre los kurdos durante los años
noventa ha sido de una categoría similar a la de Kosovo. Su punto
culminante estuvo en los primeros años de la década, como
lo demuestra la huida de más de un millón de kurdos del campo
a su capital extraoficial, Diyarbakir, entre 1990 y 1994, mientras el Ejército
turco arrasaba las zonas rurales. En 1994 se lograron dos récords
destacables: fue -según un periodista que se encontraba allí,
Jonathan Randal- "el año de la peor represión en las provincias
kurdas" por parte de Turquía, y el año en el que el país
se convirtió en "el mayor importador individual de material militar
estadounidense y, por consiguiente, el mayor comprador de armas del mundo".
Cuando los grupos de derechos humanos denunciaron que Turquía había
utilizado aviones norteamericanos para bombardear pueblos, el Gobierno
de Clinton encontró formas de eludir las leyes que exigían
la suspensión de las entregas de armamento.
Una vez más, tenemos un ejemplo que ilustra
el caso 1: Contribuir a la escalada de las atrocidades.
Hay que tener en cuenta que tanto Colombia como
Turquía justifican sus barbaridades (respaldadas por Estados Unidos)
con el argumento de que están defendiendo sus países contra
la amenaza de guerrillas terroristas. Lo mismo que hace Yugoslavia.
Laos. Todos los años, millares de personas, sobre todo niños y campesinos pobres, mueren en la llanura de Jars, al norte de Laos, que en los años sesenta y setenta fue objetivo de lo que posiblemente han sido los mayores bombardeos de la historia contra una población civil y, seguramente, los más crueles. Las muertes las produjeron las minibombas, unas diminutas armas antipersonas que son mucho peores que las minas: están diseñadas específicamente para matar y mutilar, y no tienen ningún efecto sobre camiones, edificios ni otros objetos. La llanura quedó sembrada de cientos de millones de dichos artefactos, que -según su fabricante, Honeywell- tienen un índice de fallos del 20 ó el 30%. Un número que indica o un pésimo control de calidad o una política de matar a civiles mediante una acción retardada.
Estos proyectiles no eran más que una parte de la tecnología desplegada, que comprendía asimismo misiles avanzados, capaces de penetrar en las cuevas donde las gentes buscaban refugio. Se calcula que el número actual de víctimas anuales de las minibombas se sitúa está entre varios centenares y "una cifra anual de 20.000 en toda la nación", más de la mitad de ellas con resultado de muerte, según el periodista Barry Wain, veterano corresponsal en Asia del Wall Street Journal. Por consiguiente, es posible calcular, sin exageraciones, que el volumen de víctimas de este año es aproximadamente comparable a la situación de Kosovo antes de los bombardeos, aunque los niños representan una proporción mucho mayor en la cifra de muertos.
Ha habido esfuerzos para dar a conocer esta catástrofe e intentar solucionarla. El Grupo Consultivo sobre Minas, con sede en Gran Bretaña, está intentando limpiar los campos de esas armas letales; pero, según la prensa británica, Estados Unidos se niega a prestar a sus especialistas y sus "procedimientos inocuos" que harían su labor "mucho más rápida y segura". Dichos procedimientos son secreto de Estado, como todo lo relacionado con este asunto en EE UU. La prensa de Bangkok habla de una situación muy parecida en Camboya, sobre todo en la región oriental, donde los bombardeos norteamericanos fueron más intensos a partir de 1969. En este caso, la reacción de Estados Unidos responde al apartado 2: No hacer nada. Y la reacción de los medios de comunicación y los comentaristas consiste en permanecer callados y respetar las normas que calificaron la guerra contra Laos de "guerra secreta", es decir, muy conocida pero silenciada, como ocurrió con Camboya a partir de marzo de 1969. El grado de autocensura era enorme entonces y lo sigue siendo ahora.
Kosovo. La amenaza de los bombardeos de la OTAN provocó un agudo incremento de las atrocidades cometidas por el ejército y los paramilitares serbios y la salida de los observadores internacionales, que causó el mismo efecto. El comandante supremo de la OTAN, general Wesley Clark, declaró que era "totalmente previsible" que el terror y la violencia de los serbios se intensificara después de los bombardeos. Por consiguiente, Kosovo es otro ejemplo del caso 1: Contribuir a la escalada de la violencia, exactamente con esa perspectiva.
Encontrar ejemplos que ilustren la opción número 3 es muy fácil, por lo menos si hacemos caso de la retórica oficial. El gran estudio sobre las "intervenciones humanitarias" realizado recientemente por Sean Murphy examina las acciones llevadas a cabo desde el pacto Kellog-Briand de 1928, que declaró ilegal la guerra, y desde la Carta de las Naciones Unidas, que fortaleció y articuló las mismas disposiciones. En el primer periodo -escribe-, los ejemplos más destacados de "intervención humanitaria" fueron el ataque de Japón a Manchuria, la invasión de Etiopía por parte de Mussolini y la ocupación de zonas de Checoslovaquia por parte de Hitler. Todos ellos fueron acompañados de elevada retórica humanitaria. Japón iba a construir un "paraíso terrenal" mientras defendía a los habitantes de Manchuria de los "bandidos chinos", con el respaldo de un importante nacionalista chino, una figura mucho más creíble que cualquiera de las que Estados Unidos fue capaz de utilizar durante su ataque contra Vietnam del Sur. Mussolini estaba liberando a miles de esclavos mientras realizaba la "misión civilizadora" de Occidente. Hitler anunció la intención alemana de aliviar las tensiones étnicas y la violencia, además de "salvaguardar la individualidad nacional de los pueblos alemán y checo". El Presidente de Eslovaquia pidió a Hitler que convirtiera a su país en un protectorado.
Otro ejercicio intelectual bastante útil
es comparar esas justificaciones obscenas con las que se han ofrecido para
cualquier intervención, incluidas las "intervenciones humanitarias",
desde la aprobación de la Carta de la ONU.
En este periodo, el ejemplo más llamativo
de la opción número 3 fue quizá la invasión
de Camboya por parte de los vietnamitas en diciembre de 1978, para terminar
con las atrocidades de Pol Pot. Vietnam alegó el derecho de defensa
propia contra una agresión armada, uno de los pocos casos -después
de la aprobación de la Carta de la ONU- en los que dicha alegación
era plausible: el régimen de los jemeres rojos llevaba a cabo incursiones
asesinas en las zonas fronterizas. La prensa estadounidense condenó
a la "Prusia" asiática (Vietnam) por esta indignante violación
del derecho internacional. Se le castigó duramente por el crimen
de haber acabado con las carnicerías de Pol Pot, primero mediante
una invasión china en el norte de Vietnam (con el apoyo norteamericano)
y luego con la imposición de severísimas sanciones por parte
de EE UU. Este país reconoció al expulsado Gobierno de Kampuchea
Democrática como representante oficial de Camboya por su "continuidad"
con el régimen de Pol Pot, según explicó el Departamento
de Estado. El Gobierno norteamericano, sin demasiada sutileza, apoyó
a los jemeres rojos en sus constantes ataques contra Camboya.
A pesar de los esfuerzos desesperados de los ideólogos para demostrar la cuadratura del círculo, no cabe duda de que los bombardeos de la OTAN están terminando de destruir lo que queda de la frágil estructura del derecho internacional. Estados Unidos lo dejó muy claro en los debates previos a la decisión de la Alianza. Aparte del Reino Unido (en la actualidad, tan independiente como podía serlo Ucrania en los años anteriores a Gorbachov), los países de la OTAN se sentían escépticos ante la política estadounidense. Hoy, cuanto más nos aproximamos a la zona del conflicto, mayor es la oposición a la insistencia de Washington en el uso de la fuerza, incluso entre los propios países miembros (Grecia e Italia). Francia pidió una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU para que autorizara el despliegue de las fuerzas pacificadoras de la OTAN. Estados Unidos se negó e insistió en "la posición de que la OTAN debe ser capaz de actuar independientemente de la ONU", según funcionarios del Departamento de Estado. Estados Unidos se negó a permitir que apareciera, en la declaración definitiva de la Alianza, "la palabra crucial autoriza", porque estaba poco dispuesto a conceder autoridad a la Carta de las Naciones Unidas y al derecho internacional; sólo se permitió la palabra refrendo (información de Jane Perlez en The New York Times, 11 de febrero).
Los bombardeos contra Irak también fueron
una manifestación de bravuconería y desprecio hacia la ONU,
empezando por el momento en el que se hicieron, y así lo entendió
todo el mundo. Y lo mismo ocurrió con la destrucción de la
mitad de la producción farmacéutica de un pobre país
africano (Sudán) unos meses antes.
Fue durante el mandato de Ronald Reagan en Estados
Unidos cuando el desafío a las leyes internacionales y la Carta
de las Naciones Unidas comenzó a manifestarse abiertamente. Las
máximas autoridades explicaban con una claridad brutal que el Tribunal
Internacional, la ONU y otros organismos habían perdido importancia
porque ya no seguían las órdenes de Estados Unidos, como
habían hecho en los primeros años de la postguerra. Con Clinton,
el desafío al orden mundial ha alcanzado tal dimensión que
empieza a preocupar incluso a los analistas políticos más
próximos a la línea dura. En el último número
de Foreign Affairs, la principal publicación del establishment,
Samuel Huntington advierte que, a ojos de gran parte del mundo (probablemente
la mayor parte), Estados Unidos "se está convirtiendo en una superpotencia
que no respeta la ley", "la principal amenaza externa contra sus sociedades".
Una "teoría de las relaciones internacionales" realista prevé,
a su juicio, que es posible que surjan coaliciones dispuestas a contrarrestar
esa superpotencia. Por consiguiente, hay motivos pragmáticos para
que EE UU reconsidere su actitud actual. Los estadounidenses a los que
les gustaría que su país tenga otra imagen podrían
pedir esa reconsideración por otros motivos no tan pragmáticos.
¿Cómo responde todo esto a la pregunta
de qué hacer en Kosovo? No responde. Estados Unidos ha elegido un
camino que, como las propias autoridades reconocen, intensifica las atrocidades
y la violencia ("previsiblemente", como dijo Clark) y asesta un nuevo golpe
al orden internacional, que, por lo menos, ofrece a los débiles
cierto grado limitado de protección ante los Estados depredadores.
A largo plazo, las consecuencias son impredecibles.
Un argumento habitual es que teníamos que
hacer algo, que no podíamos permanecer inactivos mientras las atrocidades
proseguían. Eso no es nunca cierto. Siempre existe la opción
de seguir el principio hipocrático: "Lo primero, no hacer daño".
Si no hay forma de seguir ese principio elemental, es mejor no hacer nada.
Hay otras formas posibles. La diplomacia y las negociaciones nunca se agotan.
Es muy posible que, en el futuro, se invoque con
mucha más frecuencia el derecho a la "intervención humanitaria"
-a veces con justificación, a veces sin ella-, ahora que los pretextos
de la guerra fría han perdido su eficacia. De modo que quizá
valga la pena prestar atención a un comentarista tan respetado como
Louis Henkin, profesor emérito de derecho internacional en la Universidad
de Columbia. En una obra clásica sobre el orden mundial, escribe
que "las presiones que debilitan la prohibición del uso de la fuerza
son deplorables, y los argumentos para legitimizar dicho uso en esas circunstancias
son poco convincentes y peligrosos... Las violaciones de los derechos humanos
son demasiado habituales y, si fuera permisible remediarlas mediante la
utilización de la fuerza, no habría ley capaz de prohibir
el uso de la fuerza por parte de prácticamente cualquier Estado
contra cualquier otro. Creo que será preciso defender los derechos
humanos y remediar otras injusticias por otros medios que sean pacíficos,
no abriendo las puertas a la agresión y destruyendo el principal
avance del derecho internacional, que es la ilegalidad de la guerra y la
prohibición de la fuerza". Estos principios no resuelven de forma
automática los problemas. Hay que examinar cada situación
en su propia entidad. Cualquiera que no se guíe por las normas de
conducta de Sadam Husein está obligado a ofrecer razones muy sólidas
para justificar la violación de los principios del orden internacional
que representan las amenazas o el uso de la fuerza.
Es posible que esas razones existan, pero hay
que demostrarlas, y no limitarse a proclamarlas con una retórica
apasionada. Hace falta valorar con sumo cuidado las consecuencias de una
violación de este tipo; especialmente, las que nos parecen "previsibles".