La violencia de género: De cuestión privada a problema social

Autoras: Esperanza Bosch Fiol y Victoria A. Ferrer Pérez.
Institución: Departamento de Psicología. Universitat Illes Balears.

Dirección de contacto: Ctra. Valldemossa km 7’5. 07071 Palma de Mallorca. Balears. Tel. 971-17-34-40. Fax 971-17-31-90.. E-mail: dpsebf0@clust.uib.es

Artículo publicado en la revista Intervención Psicosocial. Revista de igualdad y calidad de vida, volumen 9, número 1, páginas 7-19.
 
Título: La violencia de género: De cuestión privada a problema social.
Title: Gender violence: From a private issue to a social problem.
Autoras: Esperanza Bosch Fiol y Victoria A. Ferrer Pérez.
Resumen
 Se analiza el proceso de visibilización y de toma de conciencia social sobre la violencia de género que estamos viviendo en nuestro entorno en estos últimos años. Para ello se toma como referencia el concepto de problema social y se revisan dos ejemplos de violencia de género, la violencia doméstica y el acoso sexual.
 Se concluye que el paso de considerar la violencia de género como problema privado a considerarla un problema social no sólo implica un mayor conocimiento del problema o cambios en la legislación vigente, sino también un nuevo modo de analizar de sus causas y de sugerir actuaciones para prevenirlo.
Palabras clave: problema social; violencia de género.

Abstract
This paper analyses the process of visibility and social awareness about the gender violence that we are living in the last years around the world. The concept of social problem is taken as framework and two examples of gender violence are reviewed: domestic violence and sexual harassment.
 In conclusion, changing the consideration of gender violence as a private issue to a social problem implies a better knowledge of the problem, legislative changes, and also a new way to analyse its causes and to suggest preventing actions.
Key words: social problem; gender violence.

 
Es evidente que en los últimos tiempos se ha producido un cierto proceso de toma de conciencia social sobre la gravedad de la violencia contra las mujeres y el gran obstáculo que ésta supone para la convivencia democrática entre hombres y mujeres. Sin embargo, creemos que el problema aún dista mucho de estar resuelto.
De un tiempo a esta parte se propuesto una nueva denominación para hacer frente a esta grave realidad, el concepto de violencia de género. En este sentido, cabe señalar que la unidad de la Comisión Europea encargada de la igualdad de oportunidades ha elaborado un glosario (“100 palabras para la igualdad. Glosario de términos relativos a la igualdad entre hombres y mujeres”, 1999) que pretende, entre otras cosas, facilitar el trabajo de los estados miembros en el fomento de la igualdad entre mujeres y hombres a través de una comprensión común de los términos al respecto, y que, entre otros muchos términos, define la violencia de género, sexista o sexual como “todo tipo de violencia ejercida mediante el recurso o las amenazas de recurrir a la fuerza física o al chantaje emocional; incluyendo la violación, el maltrato de mujeres, el acoso sexual, el incesto y la pederastia”.
 A pesar de la violencia de género no es en absoluto un fenómeno nuevo, su reconocimiento, su visibilización, y, por tanto, el paso de ser considerada de una cuestión privada a un problema social, sí es relativamente reciente. El propósito de este artículo es proponer un reflexión sobre este proceso de visibilización, tomando como base dos ejemplos particulares, la violencia doméstica y el acoso sexual. Para ello, en primer lugar, revisaremos el concepto de problema social.

La definición de problema social.

 Como señala Liazos (1982), las definiciones de lo que es un problema social pueden incluirse en dos grandes bloques según sea la perspectiva teórica que se adopte.

 Así, por una parte, estarían las definiciones que resaltan los aspectos objetivos perjudiciales de los problemas, aunque éstos no sean identificables por sectores amplios de población cono situaciones susceptibles de ser cambiadas. En esta línea se enmarcarían definiciones como la de Fuller y Myers (1941a, 1941b) quienes lo entienden como “una condición que se establece como tal por un número considerable de personas como una desviación de las normas sociales habituales”; como la de Merton (1971), que define el problema social como “una situación que viola una o más normas generales compartidas y aprobadas por una parte del sistema social” (p. 1); o como la de Kohn (1976) que lo define como “un fenómeno social que tiene un impacto negativo en las vidas de un segmento considerable de población” (p. 94).

 Por otra parte estarían aquellas definiciones que entienden que sólo existe un problema social cuando un grupo significativo de la sociedad percibe y define ciertas condiciones como problema y pone en marcha acciones para solucionarlas. Dentro de esta línea se enmarcarían, por ejemplo, definiciones como las de Blumer (1971) que entiende que los problemas sociales no tienen existencia por sí mismos si no que son producto de un proceso de definición colectiva que ocurre cuando un número significativo de personas consideran ciertas situaciones sociales como no deseadas y tienen el suficiente poder como para transmitir esa percepción a otros sectores. Por su parte, Sullivan, Thompson, Wright, Gross y Spader (1980) consideran que “existe un problema social cuando un grupo de influencia es consciente de una condición social que afecta sus valores, y que puede ser remediada mediante una acción colectiva” (p. 10). Estos mismos autores especifican los elementos que incorporan a su definición del modo siguiente: a) Para que una condición sea definida como problema social debe ser considerada como injusta por un grupo, y dicho grupo debe tener influencia social, es decir, debe tener un impacto significativo dentro del debate público o en la política social a nivel de un colectivo mayoritario; b) Sólo se considera la existencia de un problema social si existe conciencia de que la condición indeseable que se denuncia es efectivamente un problema; c) Esa condición debe afectar negativamente los valores; y d) Para considerar el problema como social debe darse la posibilidad de que el problema sea remediado por la acción colectiva ya que toda acción social que no sea solucionable mediante una acción colectiva puede ir en contra de los propios valores colectivos, pero no por eso llegar a ser un problema social.

 Finalmente, algunas definiciones tratan de integrar los componentes objetivos y subjetivos del problema social. Entre ellas cabría citar, por ejemplo, la de Henslin (1990) que considera que “un problema social es algún aspecto de la sociedad (condición objetiva) acerca del cual un amplio número de personas están preocupadas (condición subjetiva” (p. 2).

 Como señala Clemente (1997), una de las definiciones más completas y rigurosas de problema social es la de Sullivan y cols. (1980) a la que ya nos hemos referido. Siguiendo pues a estos autores, cabría concluir que los elementos más importantes para identificar un problema social son los siguientes:

 En primer lugar, debería existir un amplio consenso entre los miembros de una sociedad sobre la determinación de cuáles son los problemas sociales. Si bien resulta claro que alcanzar la evidencia de este consenso es difícil, los datos estadísticos sobre la opinión de la población pueden ser una herramienta útil, aunque no exenta de críticas y, por tanto, no siempre suficiente para este fin. Sea como sea, parece evidente que un problema social sólo lo es si la opinión pública lo considera como tal, y en este proceso los medios de comunicación juegan un papel determinante.

 Por otra parte, se debe poder identificar a los grupos sociales que definen la existencia de un problema social, ya que ellos son los mas interesados en su solución. Este fenómeno fue definido por Berger como “debunking” (destaponar) y consistiría en averiguar cuáles son los auténticos fines que persigue el grupo que denuncia y que, en ocasiones, pueden estar más o menos encubiertos.

 El tercer elemento se refiere a los valores sociales puesto que éstos son imprescindibles para determinar la razón por la cual se define un problema como social. Como señala Clemente (1997), los valores hacen referencia a las preferencias personales y a las prioridades de grupos sociales y estas prioridades son frecuentemente distintas para cada grupo social por lo que, a menudo, se plantea un conflicto de valores. La solución de este conflicto dependerá de la adecuada priorización de estos valores.

 Y un último elemento importante se refiere al hecho de que los problemas sociales son, por definición, cuestiones públicas y no cuestiones personales o privadas.

 Vemos, por tanto, que el reconocimiento de una situación o circunstancia como problema social está ligado a su reconocimiento por parte de una comunidad o de personas de influencia y prestigio. Esto supone que la manera en que algo queda definido como problema social está estrechamente ligada a la intervención del poder, la representación y también la manipulación.

 Tal como señalan Sullivan y cols. (1980), a la hora de enfocar los problemas sociales el poder dependerá de cuestiones como: La fuerza de los números ya que si un grupo tiene acceso a un mayor número de personas es más fácil que incremente su poder; la organización entendida como habilidad para coordinar las acciones hacia un fin, de modo que es totalmente posible que grupos pequeños pero bien organizados alcancen altas cotas de poder; y el acceso a los recursos ya que cuanto mayor sea éste, más poder alcanzará el grupo de presión.

 Muy relacionado con el tema del poder se halla el de la autoridad, entendida como poder institucionalizado. Siguiendo a estos mismos autores (Sullivan et al., 1980) podemos distinguir tres tipos generales de autoridad: La autoridad tradicional, basada en la creencia de que lo que es costumbre y habitual está bien hecho y es lógico; la autoridad legal – racional, basada en la creencia de que se debe confiar en las prácticas que consiguen logros de la manera más eficaz posible; y la autoridad carismática, basada en la habilidad personal de un líder.

Las fases en el desarrollo de un problema social.

 Tras revisar estos aspectos que nos permiten entender qué es un problema social, cabe analizar cuáles son las fases en su desarrollo, y para ello seguiremos la propuesta de Kitsuse y Spector (1973).

En la primera fase, o fase de agitación, se detecta la presencia de un grupo de personas descontentas cuya actividad se dirige fundamentalmente hacia dos fines que son convencer a otros grupos sociales, y comenzar a preparar acciones encaminadas a tratar las causas del problema planteado. Las personas que inician estas acciones suelen ser las víctimas aunque no necesariamente es así.

En esta fase suelen dedicarse una parte importante de los esfuerzos a reconvertir los problemas privados en públicos. Y es común que en ella se cometan una serie de errores que hacen que no siempre esta primera etapa tenga mucho éxito. Entre estos errores estarían, por ejemplo, la vaguedad de las reclamaciones del grupo, la escasa significación pública del grupo y por tanto su escaso alcance social, o la adopción de estrategias equivocadas o no efectivas.

En la segunda fase, llamada de legitimación y co-actuación, la situación cambia radicalmente cuando los principales agentes sociales, que habitualmente son oficiales, reconocen al grupo de presión y empiezan a atender a sus deseos. De esta manera el grupo recibe legitimación, produciéndose también un cambio en la percepción de las personas que pertenecen al grupo de presión al extenderse a ellas el prestigio y pasar a ser consideradas como críticas al sistema y ya no tanto como agitadoras.

La co-actuación se produce en cuanto una serie de organismos oficiales empiezan a actuar sobre el problema, controlar su definición y elegir a sus interlocutores legales. Así los intereses de los grupos pasan a depender de la estructura general de la organización, consiguiéndose una estabilidad nueva.

En la tercera, o fase de burocratización y reacción, el problema, que ha pasado a estar en manos de una agencia gubernamental, se minimiza en parte, pasando de ser importante a ser uno más entre otros. En palabras de Stark (1975), deja de ser “qué se puede hacer para evitar las condiciones que generan el problema”, y se convierte en “qué se puede hacer para evitar que haya personas que sigan protestando”.

Finalmente, la fase descrita como de reemergencia del movimiento se refiere a que, llegados a este punto, lo más probable es que las políticas oficiales hayan generado un fuerte descontento y desilusión. Si es así suele darse una de las siguientes alternativas: a) Que el grupo de presión inicial rechace la forma de actuación de las instituciones oficiales; b) Que quienes promovieron el movimiento sean sustituidos por las personas afectadas, al no considerar éstas atendidas sus peticiones; c) Que las soluciones y acciones planteadas desde los organismos oficiales entren en contradicción con los valores o intereses de otros grupos sociales creándose nuevos conflictos; d) Que, o bien se produce el desarrollo de grupos más reducidos, que buscarán soluciones reales para las personas afectadas, o bien se crean pequeños grupos que afronten la búsqueda de soluciones parciales al problema inicial.

Violencia de género como problema social.

Una vez analizado qué es y cómo evoluciona un problema hasta ser considerado como problema social, cabe aplicar este análisis al caso de la violencia de género en términos generales y en los dos ejemplos a los que antes nos hemos referido, la violencia doméstica y el acoso sexual.
Si, como se ha comentado anteriormente, una de las concepciones más aceptadas de problema social es la que señala que para que una condición sea definida como tal debe ser considerada injusta por un grupo que tenga una cierta influencia social, entonces para entender el paso de la violencia de género de problema privado a problema público es imprescindible analizar el papel desempeñado por el movimiento feminista.

En este sentido, las feministas del siglo XX y, especialmente, el movimiento de liberación de las mujeres que se inicia en la década de 1960 va a centrarse en nuevos temas y en nuevos problemas y, entre ellos en la violencia contra las mujeres, inicialmente, en la violencia sexual y posteriormente en la violencia doméstica (Anderson y Zinsser, 1992, 2000; Heise, 1997; Kanuha, 1997).

Un hito importante que hay que citar es el llamado Tribunal Internacional de Delitos Contra la Mujer, reunión que se inaguró el 8 de marzo de 1976 con la asistencia de 2.000 mujeres de 40 países y que fue concebido a imagen de otros grandes procesos (como el de Nuremberg) y como opuesto al Congreso de Naciones Unidas sobre las mujeres que había tenido lugar en Ciudad de México el año anterior donde las participantes lo habían hecho como representantes de sus países o partidos políticos.

Como relatan Anderson y Zinsser (1992, 2000), este tribunal discutió múltiples temas y, entre ellos, la mutilación genital, el abuso infantil y la violación. En relación a este último tema, se concluyó que, aunque la violación sea un acto individual de violencia masculina, supone una forma de perpetuar el poder de los hombres sobre las mujeres y se propusieron diferentes formas de acción, incluyendo manifestaciones, discusiones, creación de organismos de ayuda a las víctimas y cambios en la legislación sobre el tema. En los meses que siguieren, estas acciones comenzaron a desarrollarse en países como Italia, Alemania occidental, Gran Bretaña o Francia. Pero será a partir de los años 80 y, especialmente a partir de la segunda mitad de esta década, cuando la atención se dirija hacia las diferentes formas de violencia contra las mujeres y cuando las feministas europeas presionen a sus gobiernos para que reformen las leyes sobre violencia doméstica y sexual, creen casas de acogida y mecanismos de atención a las víctimas, etc. (Anderson y Zinsser, 2000).

 En relación a estas medidas podemos recordar, por ejemplo, que en 1980 el Consejo de Acción Europea para la Igualdad entre Hombres y Mujeres señaló que la violencia física, tanto sexual (violación, incesto, acoso, …) como doméstica, debería ser motivo de acción legal para los estados miembros. Posteriormente, en 1986, el Parlamento Europeo propugnó una resolución sobre las agresiones a las mujeres en la que recomendaba a sus estados miembros diversas medidas legislativas, educativas, de dotación de recursos, etc. para hacer frente al problema de la violencia doméstica. Y en una reciente resolución sobre el tema (Res. A4-0250/97, recogida por Eriksson, 1997) se propone la adopción de nuevas medidas incluyendo la “Campaña europea de Sensibilización ante la Violencia Contra las Mujeres” que la Comisión Europea ha estado desarrollando durante 1999 y en la que se ha prestado una particular atención al tema de la violencia doméstica.

 Otros organismos internacionales han trabajado sumándose a este reconocimiento. Prueba de ello son, entre otras, las siguientes consideraciones (Mariño, 1997):

 En junio de 1992 el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW), que vigila la ejecución de la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer de 1979, incluyó formalmente la violencia de género como discriminación por razón de género. Concretamente, la recomendación general número 19, adoptada en el XI período de sesiones, trata en su totalidad de la violencia contra la mujer y de las medidas a tomar para eliminarla.

 En la declaración final del II Congreso Mundial por los Derechos Humanos, celebrado en Viena en 1993, y gracias a la actuación de las delegadas participantes, se reconoció la violencia contra las mujeres en la esfera privada como una violación de los derechos humanos y se declaró que los derechos de las mujeres son “parte inseparable, integral e inalienable de los derechos humanos universales”.

Y la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó en diciembre de 1993 la “Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer” (Res. A.G. 48/104, ONU, 1994), el primer instrumento internacional de derechos humanos que aborda de forma  la violencia de género a la que define como "todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o real un daño físico, sexual o psicológico, incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de la libertad, ya sea que ocurra en la vida pública o en la vida privada”. E incluye "la violencia física, sexual y psicológica en la familia, incluidos los golpes, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la violencia relacionada con la dote, la violación por el marido, la mutilación genital y otras prácticas tradicionales que atentan contra la mujer, la violencia ejercida por personas distintas del marido y la violencia relacionada con la explotación; la violencia física, sexual y psicológica al nivel de la comunidad en general, incluidas las violaciones, los abusos sexuales, el hostigamiento y la intimidación sexual en el trabajo, en instituciones educacionales y en otros ámbitos, el tráfico de mujeres y la prostitución forzada; y la violencia física, sexual y psicológica perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra”.

 Esta definición se ha convertido en un marco de referencia para otros abordajes de este tema y para otros organismos e instituciones.

 Así, por ejemplo, la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en septiembre de 1995, adopta la Declaración de Beijing y la Plataforma de Acción que dedica toda una sección al tema de la violencia contra la mujer, definiéndola en términos similares a los empleados por Naciones Unidas y considerando que la eliminación de la violencia contra la mujer es esencial para la igualdad, el desarrollo y la paz.

 También la Organización Mundial de la Salud se ha ocupado de este tema (OMS, 1998). Así, desde 1995 y dentro del programa de desarrollo y salud de la mujer se llevan a cabo los trabajos sobre violencia que inicialmente se centraron en violencia doméstica y luego se han diversificado hacia otros ámbitos (conflictos armados, …). En este marco, en febrero de 1996 se acordó considerar la definición de violencia contra las mujeres de Naciones Unidas como referencia para las actividades de la OMS. A mediados de ese año se estableció un grupo especial sobre violencia y salud para coordinar las diversas actividades sobre este tema. Y en mayo de ese mismo año, la 49a Asamblea Mundial de la Salud adoptó una resolución (WHA 49.25) constatando el aumento notable de la incidencia de lesiones intencionales que afectaban a personas de todas las edades y de ambos sexos, pero especialmente a mujeres y niños; reconociendo las graves consecuencias inmediatas y a largo plazo que, para el desarrollo psicológico y social de los individuos, las familias, las comunidades y los países, tiene la violencia; declarando la violencia como prioridad de salud pública; e instando a sus Estados Miembros a evaluar el problema y a tomar medidas para prevenirlo y resolverlo.

El caso de la violencia doméstica.

En cuanto a la violencia doméstica, su consideración como fenómeno privado ha propiciado que durante siglos se considerara, primero un derecho del marido y algo normal, y, posteriormente algo que “desgraciadamente” sucedía en algunos hogares pero que formaba parte de la vida privada de las parejas y en lo que por tanto no había que intervenir. De hecho, son muchos los análisis que coinciden en señalar que la consideración de la supuesta “privacidad” de la violencia doméstica es uno de los factores que subyacen al hecho de que las víctimas no denuncien y de que éste continúe siendo un problema “oculto” cuyas cifras reales son casi imposibles de conocer.

Por poner algunos ejemplos en este sentido, en España, el informe hecho público por el Ministerio de Trabajo y Bienestar Social el 3 de febrero del presente año sugiere que dos millones de españolas habrían sufrido algún tipo de maltrato por parte de su pareja en algún momento de su vida, y que en la actualidad 600.000 mujeres están siendo víctimas de este delito. Durante el año 1999 murieron en el estado español 58 mujeres y niños a manos de sus parejas y ex - parejas y durante el primer mes del año 2.000 son ya al menos 6 las mujeres muertas en estas circunstancias. Ante estos datos resulta imposible negar la existencia de un grave problema social, que va mucho más allá del concepto de “disputas familiares”, que afecta profundamente las bases de la convivencia entre hombres y mujeres, poniendo en evidencia substratos alimentados con falsas creencias sobre el significado de masculinidad y feminidad, y sobre la superioridad “natural” de los unos sobre las otras.

En cuanto al proceso de “visibilización” de la violencia doméstica, Wise y Stanley (1992) ponen el ejemplo de Gran Bretaña. Concretamente, en 1860 Frances Power Cobbe y sus colaboradoras, que trabajaban en escuelas dirigidas por feministas y destinadas a niñas y niños de clase trabajadora en Bristol y a delincuentes juveniles, fueron acumulando con el tiempo una buena cantidad de conocimientos y de experiencias sobre los hombres violentos, sobre la manera de enfrentarse a ellos, y sobre el trato que éstos daban a sus mujeres e hijos. En la década de 1870 Cobbe tomó conciencia de lo extendido que estaba el problema de la violencia masculina y de la escasa protección que tenían las mujeres casadas y, junto con otras mujeres se dedicó a recoger información, escribir artículos y discursos y consiguió publicar algunos de ellos en periódicos influyentes. Gracias a ello, una pequeña comunidad de personas informadas y conscientes comenzó a trabajar para modificar la situación, redactando y publicando un proyecto de ley que instituía mandatos de separación para las esposas de maridos violentos. Finalmente, encontraron un patrocinador interesado en la Cámara de los Comunes y se presentó un proyecto de ley al respecto.

Sin embargo, esta acción constituye tan sólo un ejemplo excepcional que, aunque puede suponer un precedente importante, no significa la modificación general y la consideración del problema o su tratamiento. De hecho, como señalan Jovaní y cols. (1994), no será hasta la década de 1970 cuando la violencia doméstica contra las mujeres comience a denunciarse de forma específica como problema y los primeros refugios o casas para acoger a mujeres con este problema datan de esa época y se establecen en Gran Bretaña (Pegelow, 1997).

 En el caso de España, y como nos recuerdan Larrauri (1994) o Varela (n.d./1998), la situación es sensiblemente diferente ya que hasta 1975 el Código Civil mantenía la potestad marital que autorizaba al marido a corregir a la esposa y obligaba a ésta a obedecerle, estableciendo así tanto la prevalencia del hombre como el derecho de corrección por parte de éste.

 En este contexto, las primeras casas de acogida para mujeres maltratadas se abren en 1984 en Madrid y Pamplona y en 1986 se comienzan a expandir al resto del país. Según los datos disponibles (Instituto de la Mujer, 1997), en febrero de 1997 se contabilizaban en España un total de 129 entre Casas de Acogida, pisos tutelados y Centros de Día para acoger a mujeres maltratadas y a sus hijos/as, a madres que ejercen la prostitución, a madres solteras, etc.

 En materia legislativa, constituye un cambio importante el hecho de que, desde 1989, el Código Penal español contemple como delito los malos tratos reiterados en la familia, aún en el caso de que la lesión física sea leve. Por su parte, el nuevo Código Penal de 1995 incrementa las penas para el delito de malos tratos y añade, además, la pena correspondiente a la magnitud de las lesiones causadas. Concretamente, el artículo 153 dice lo siguiente: “El que habitualmente ejerza violencia física sobre su cónyuge o persona a la que se halle ligado de forma estable por análoga relación de afectividad o sobre los hijos propios o del cónyuge o conviviente, pupilos, ascendientes o incapaces que con él convivan o que se hallen sujetos a su potestad, tutela, curatela o guarda de hecho de uno u otro, será castigado con la pena de prisión de seis meses a tres años, sin perjuicio de las penas que pudieran corresponder por el resultado que, en cada caso, se causare”.

 Recientemente se han introducido algunas modificaciones legales, incluyendo la violencia psicológica como delito, modificando el concepto de habitualidad, etc. Pero la sociedad española se halla inmersa en un proceso de discusión profunda centrada en concretar cuáles tienen que ser las soluciones (penales, psicológicas, educativas, …) para este problema. En este contexto, una de las propuestas más amplias y que recoge también una parte importante de las aspiraciones del movimiento feminista es la que plantea la Oficina del Defensor del Pueblo (1998) en un exhaustivo análisis sobre el tema, sus causas, las herramientas disponibles para hacerle frente y las carencias existentes.

El caso del acoso sexual.

 En cuanto al acoso sexual en el ámbito laboral, fueron las feministas estadounidenses quienes a mediados de los años 70 acuñaron el término (sexual harassment), denunciando la existencia de chantajes sexuales en el ámbito laboral que eran considerados comúnmente como conducta “normal” y logrando, finalmente, el establecimiento de la primera legislación contra el acoso sexual en el trabajo en la segunda mitad de esta década. Posteriormente, estas actuaciones se fueron exportando a otros países, primero a aquellos de sistema jurídico anglosajón, después a otros países industrializados, especialmente europeos, y en tercer lugar a otros países de cultura occidental, como los hispanoamericanos. Naturalmente cada país ha abordado el problema en consonancia con su tradición jurídica (De Vega, 1991; Lousada, 1996).

En el caso de Gran Bretaña, y como señalan Wise y Stanley (1992), la aparición de acoso sexual como problema social puede datarse en 1986 y se debe a la actuación de un sindicato. Concretamente, en este país a finales de los años 70 habían aparecido en la literatura feminista algunos comentarios sobre acoso sexual, pero no se volvió a hacer mención explícita al tema hasta el momento en que un sindicato británico, la “National Association of Local Government Officers (NALGO)”, comenzó a tratarlo como merecedor de la intervención sindical, y realizó en 1981 una publicación sobre informes de encuestas realizadas por el sindicato sobre el acoso sexual en el gobierno local en Londres y Liverpool. Inmediatamente después de esta primera publicación se realizaron otras incluyendo una serie de instrucciones propuestas por la Comisión Nacional para la Igualdad de Oportunidades de la NALGO para enfrentar el acoso sexual en el trabajo; nuevos estudios realizados en esta ocasión en el Departamento de Tesorería de la ciudad de Liverpool que indicaron que el 52% de las mujeres y el 20% de los hombres encuestadas/os habían sido objeto de acoso sexual en el lugar de trabajo; nuevas definiciones de qué comportamientos constituyen acoso sexual; nuevos consejos prácticos sobre lo que hacer para evitar/contrarrestar el acoso, etc.

 Junto a la cobertura de este tipo de noticias, entre fines de 1981 y comienzos de 1982, diversos medios de comunicación locales iniciaron un proceso en el que recatalogó el acoso sexual como una conducta sexual natural de ciertos hombres un tanto fuera de lo común (con inusitados apetitos sexuales, que elegían equivocadamente a quien hacer objeto de sus atenciones, con cierta incapacidad para controlar los sentimientos masculinos normales, etc.). Todo ello dio lugar a un buen número de artículos escritos en clave de humor en los que se ofrecían anécdotas de hechos ocurridos en lugares de trabajo.

 Al mismo tiempo, y junto con la actividad que continuaba desarrollando la NALGO, se desarrolló una “Campaña por la Igualdad de remuneraciones y oportunidades” que difundió consejos prácticos sobre las medidas que podían tomar las mujeres en relación a los hombres acosadores en sus trabajos, y que sostenía que las leyes relativas al empleo (1978) y a la discriminación sexual (1975) podían ser el camino para dar respuesta jurídica a este tipo de conductas. De esta manera los tribunales comenzaron a sancionar las conductas de acoso sexual como conductas discriminatorias.

 En España, en una reforma del estatuto de los Trabajadores (1989) se introdujeron previsiones relativas al acoso sexual. Pero para que ello ocurriera fue preciso que algunas organizaciones sindicales y el Instituto de la Mujer iniciaran un proceso divulgativo sobre el tema, que actuó como forma de presión para que se llevara a cabo la reforma mencionada (Martínez, 1995) y que incluyó, entre otras cosas, la publicación en español del “Código de conducta para combatir el acoso sexual” (Comisión de las Comunidades Europeas, 1992), la elaboración del estudio de Mercedes Calle , Carmen González y Juan Antonio Núñez titulado “Discriminación y acoso sexual a la mujer en el trabajo” (1988), etc.

 En el nuevo Código Penal español, aprobado en noviembre de 1995 (BOE nº 281 de 24-11-95) y que entró en vigor en mayo de 1996, se incluye un artículo, el 184 que recoge el tema del acoso sexual del modo siguiente: “El que solicitare favores de naturaleza sexual para sí o para un tercero prevaliéndose de una situación de superioridad laboral, docente o análoga, con el anuncio expreso o tácito de causar a la víctima un mal relacionado con las legítimas expectativas que pueda tener en el ámbito de dicha relación, será castigado como autor de acoso sexual con la pena de arresto de 12 a 24 fines de semana o multa de 6 a 12 meses”.

 Justo un año después de la entrada de este nuevo Código Penal, en mayo de 1997, se introdujo una modificación en la regulación del acoso sexual, ampliándolo para incluir no sólo a los superiores sino también a los iguales y endureciendo las penas en aquellos casos en los que la víctima sea especialmente vulnerable, por razón de su edad, enfermedad o situación.

 En cualquier caso, a partir de su inclusión en el nuevo código penal español, podemos afirmar que el acoso sexual ha sido considerado y reconocido como un problema social o una cuestión social de nuestra época, de la misma manera que también lo han sido anteriormente el abuso sexual a menores o los malos tratos domésticos, a los que nos hemos referido en apartados anteriores.
 Sin embargo, aún existen serias dudas sobre qué comportamientos son o deben ser considerados como acoso sexual. En este sentido, cabe recordar que las investigaciones sobre el tema muestran que la percepción de lo qué es o no acoso sexual varía sustancialmente si quien realiza esta apreciación es potencial agresor o potencial víctima del acoso (Bosch y Ferrer, 1999).

Conclusiones.

 En definitiva, nuestra intención a lo largo de este artículo ha sido demostrar cómo, y fundamentalmente a instancias de los colectivos más afectados, es decir los grupos feministas, se ha iniciado en los últimos años un proceso de denuncia, discusión y toma de conciencia social sobre la violencia de género, incluyendo sus causas, claramente vinculadas a la estructura de poder patriarcal y a la cultura misógina que defiende, y sus consecuencias en la vida, la salud y las legítimas expectativas de millones de personas en todo el mundo cuyas vidas se ven amenazadas por el simple hecho de haber nacido mujer.

El acuerdo adoptado en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing (1995) en el sentido de que es necesario dar reconocimiento institucional pero también público al hecho de que los derechos de las mujeres son derechos humanos, pone finalmente y de forma clara las cosas en su lugar. El grave atentado contra los derechos fundamentales que implica el recurso a la violencia, sea física o psíquica, como expresión de poder, es injustificable en cualquiera de sus posibles manifestaciones. Tampoco es tolerable el manido recurso a la tradición como forma de justificación de determinadas prácticas que atentan claramente contra la vida o la dignidad de las mujeres, se produzcan dónde se produzcan. El respeto a la diversidad cultural no debe servir de excusa para el mantenimiento de situación de grave desigualdad entre seres humanos.

 Creemos, por tanto, que el amplio debate social que implica un proceso de revisión y crítica en profundidad de muchas de nuestras concepciones sobre el significado de ser hombre o mujer, las normas sociales y de convivencia en las que nos basamos, nuestras expectativas, nuestras aspiraciones, en definitiva el diseño de la sociedad futura que deseamos debe proseguir y ampliarse más. Deberíamos ser capaces de generar como alternativa a la cultura misógina, una cultura de la igualdad, la paz y el respeto a la vida en todas su manifestaciones. Para ello se requerirá el compromiso de todas y todos, tanto individual como colectivamente, de las instituciones públicas, de las ONGs, y, sin duda, también del mundo universitario. En este sentido son cada vez más numerosos las líneas de investigación sobre género, y más activos los grupos de investigadores/as que los llevan a cabo, desarrollando propuestas novedosas, que invitan a cuestionar el androcentrismo científico, proponiendo una mirada alterativa que nos ayude a entender mejor, a ampliar más nuestro campo de visión sobre la complejidad de la construcción social del género humano.

Para finalizar, nos parece importante remarcar que, en el caso de la violencia contra las mujeres, su consideración como problema social implica no sólo una visibilización del problema sino también una nueva forma de abordar su explicación. Así, si desde un análisis como problema individual se entendía esta violencia como consecuencia de alguna situación o circunstancia particular (situación socioeconómica, psicopatología del agresor, etc.), desde su consideración como un problema social pasa a entenderse que la violencia contra las mujeres tiene su origen último en unas relaciones sociales basadas en la desigualdad, en un contrato social entre hombres y mujeres que implica la presión de un género (el femenino) por parte del otro (el masculino). Y, desde esta nueva consideración, son necesarias actuaciones a nivel social que impliquen un nuevo contrato social, con nuevas medidas legislativas, modificaciones los programas educativos, etc., para afrontar el problema y superar sus consecuencias.
 

Referencias.
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