TODAS SOMOS BARBARA LEE
 

El Presidente anda en trance, levita cada vez que habla de guerra, porque al fin puede jugar a su juego favorito: matar a los malos. Y digo “el “ presidente porque ahora todos somos América y América, los EE.UU. del Norte. Todo palidece cuando el “gran cow-boy” se calza las espuelas y pertrecha con sus arneses el corcel de su ira santa. La industria armamentística también levita y seguro que ya maquina bombas inteligentes para matar selectivamente a terroristas por el olor, los tatuajes o las creencias. Las feministas tendríamos que guardarnos a buen recaudo, pues ya andan propalando por ahí, por la Red mismamente, que éstas y los gays hemos atraído la venganza divina contra el pueblo americano. Guerra santa, cólera de Jehová, justicia infinita... Sólo nos falta meter por medio el misterio de la Santísima Trinidad para que el friso medieval quede redondo.
 Es tal el entusiasmo desproporcionado de el Presidente, que en cada ocasión en las que manifiesta sus torpes sentimientos e intenciones, sus consejeros aparecen ante la opinión pública tratando de explicar a la baja el sentido de sus palabras, paliando sus gestos y la expresión delatora de su rostro. ¡Qué cruz! Aunque para cruces, los palos en las ruedas mismas de la democracia que toda esta campaña nos va a acarrear si un clamor de sensatez no lo remedia. De los 420 representantes de la Cámara estadounidense, sólo una voz se ha levantado en contra de una declaración de guerra de consecuencias imprevisibles, la voz de Barbara Lee, una demócrata californiana de raza negra que a sus 55 años confesó que había sido el pero día de su vida por tomar una decisión que le honra. Preocupante, sobre todo porque ya ha sido amenazada de muerte.

 Dichosos ellos que pueden votar desde sus mullidas sedes sobrevolando el mundo, y no el resto de una ciudadanía indefensa a la que no nos conmueve el orgullo nacional, los votos de los electores ni los beneficios contables de la venta de armas. Una población civil que pone los muertos y los supervivientes rotos para siempre; unas madres que traen hijos al mundo para que se los devuelvan fiambres, envueltos en una bandera; unos ciudadanos que soñamos con un mundo sin armas ni guerras. Hoy, muchas de nosotras no somos América, sino Barbara Lee: una sola voz compasiva y sensata frente a la arrogancia o el miedo de unos representantes alucinados.

 Sin duda que la Internacional Terrorista se organiza en torno a oscuros intereses que no creo respondan a su intención de mejorar el mundo, sino de hundirlo en tal caos que nadie pueda escapar a la destrucción, pero la reacción de declarar una guerra contra la población civil, en definitiva, de éste o de aquel país, no puede conseguir otra cosa que más dolor, desesperación y un feed-back de violencia que se retroalimenta indefinidamente. Ulemas o cow-boys ¡qué más da! En nombre de Alá o de Dios ¿no son el mismo? ¿No eran sus tronos las torres gemelas que han caído? Los líderes mundiales, más que nunca, deberían estar a la altura sin que tuviéramos que avergonzarnos de ellos. Pero lo que me abochorna como mujer es que tantas senadoras y diputadas desde una situación de “paridad” voten paritariamente a favor de la guerra. La paridad ¿era eso? ¿Más de lo mismo?

 Me inquieta que en el Parlamento español se vaya a repetir el espectáculo de que nuestras re-presentantes y porta-voces voten lo que decidan las cúpulas de sus respectivos partidos, cúpulas en las que ellas ni pinchan ni cortan –ya lo sabemos-, pero que, por eso, podrían di-sentir en nombre de otro sentir sin voz, pero con criterio; sin escaño, pero con voto; sin rostro, pero con vida y deseos propios. Para la unanimidad en las decisiones no hacían falta tantas alforjas de congresos, seminarios y ruido de nueces. Si en una situación mundial tan decisiva las mujeres políticas no acuerdan una posición clara que nos represente, mejor que aparquen los “planes de igualdad”, la “igualdad de oportunidades”, la “perspectiva de género” y todos esos discursos y declaraciones de principios que a la hora del valor personal no son más que papel mojado. Y, la verdad, que lo siento.

                                                                              Victoria Sendón