Marta Lamas
En general, en el feminismo mexicano [1] coexisten dos concepciones en torno a la política. Por un lado, la idea de que todo es político, es decir, todo se vincula al ejercicio del poder; por el otro, la conceptuación de la política como negociación y gestión. Ambas concepciones entran en conflicto. Al asociar política con poder, muchas activistas han desarrollado cierto rechazo o desprecio por cualquier actividad que signifique gestión o negociación política. Al asumir esta idea totalizante de lo político (de ahí la reivindicación clásica del feminismo: “lo personal es político”), el movimiento ha relegado el desarrollo de la política como práctica y ha tenido problemas para insertarse en la dinámica política nacional.
El movimiento feminista todavía promueve un discurso político ideológico cercano al esencialismo: “Las mujeres somos; las mujeres queremos.” Una de las características de la política de la identidad es que desarrolla una “conciencia dividida” que incorpora, por un lado, un sentimiento de daño y victimación y, por el otro, un sentimiento de identidad que deriva en potenciación y crecimiento personal. Esta mancuerna movilizadora favoreció el reclamo identitario feminista, pero frenó el desarrollo de una práctica política más amplia, necesaria para avanzar en espacios y demandas ciudadanas o en formas unitarias de organización
[1] Liz Bondi: “Ubicar las políticas de la identidad”, en Debate Feminista, no. 14. México, octubre de 1996
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