ESPEJOS ROTOS
por Andrés Montero-Gómez
AMontero@sepv.org
Sociedad Española
de Psicología de la Violencia
http://www.sepv.org/
Lamentablemente la violación es mucho más que un delito.
La violación es una invasión descarnada que persigue la despersonalización
de la víctima, vaciarla, despojarla de su intimidad. En paralelo
a las intenciones criminales del violador, enraizadas en un funesto universo
de fantasmas,
carencias, miedos, el resultado
de su acción tiene un alcance que supera cualquier definición
legal. Entre las líneas que dictan el proceso judicial y el cumplimiento
de una eventual condena, emerge como indeleble patina el terrible reguero
de las secuelas infligidas a la víctima, una mujer o un
hombre pero muy frecuentemente
una mujer ultrajada por un hombre.
A veces ocurre que subestimamos la implicación del cuerpo en nuestras
vidas o, mejor, que consideramos sin la perspectiva adecuada aquello que
representa el organismo en nuestra personalidad, en lo que sea que seamos.
Además de un envoltorio de piel desnuda u oculta tras velos elegantes,
el cuerpo es nuestro límite íntimo, el espacio que nos acoge,
donde dentro de la inseguridad afectada y estéril que nos provoca
el entorno nos sentimos a resguardo, en un territorio donde nadie puede
mirar si no queremos, donde nadie puede entrar sin permiso otorgado. El
pensamiento, los deseos, las inhibiciones y secretos inconfesables los
atesora la piel y sólo el ser acogido en sus confines está
llamado a conocerlos en su esencia más genuina, con independencia
de la imagen que construyamos para los demás e incluso para engañarnos
a nosotros mismos. En el marco de la presión sugerida por el ambiente
moderno, de la incertidumbre de cada porción de tiempo, somos
soberanos en las fronteras
de cada piel. A gran distancia del fútil culto al cuerpo, que no
es devoción al cuerpo real sino a la imagen que proyectamos y, por
ende, a la debilidad que nos invade, se extiende bajo el organismo la individualidad
de cuanto somos. Por todo esto y por lo que se nos escapa,
la violación
es una invasión desapasionada, brutal, depredador, quizás
la manera más burda de desgarrar el respeto básico inherente
al ser humano (no el respecto políticamente correcto y deformado
por la educación). El violador irrumpe en un universo para cada
cual puro, único, y lo corrompe
con su desprecio. La infamia
trasciende el sexo. El agresor accede a un entorno donde únicamente
estaba la víctima y la humilla contaminando el último espacio
virgen, aquél reservado al núcleo del ser. El resultado únicamente
puede ser el vacío y la suciedad, la víctima busca desesperada
el riego del agua para lavar
esas fronteras ultrajadas, esa piel traspasada, pero no lo logra porque
el mal está en el interior y nada que no sea una progresiva, pausada
y afectiva reconstrucción íntima, personal, podrá
reparar el daño, la erosión. La violación rompe ese
espejo íntimo sobre el
que la mujer podía
reflejarse desnuda sin temor.
El asunto parece más complicado que una simple agresión sexual,
y para abordarlo con propiedad se nos antoja que la vía legal debería
contemplar ajustes complementarios. Habría, quizás, que comenzar
por superar la cuestión de la imputabilidad. Actualmente, ningún
perito del espectro de
la psicología criminal
declararía que el violador medio está desposeído de
algunas de las facultades cuya pérdida conllevaría un veredicto
de no responsabilidad por parte del tribunal. Por tanto, todos los violadores
van a la cárcel, lo cual significa que cumplen una condena y, todavía
más, que
la finalizan y salen a la
calle. Así las cosas, en un amplio porcentaje reinciden y de nuevo
a comenzar con el ciclo, con la salvedad de que el número de víctimas
ha vuelto a aumentar. Tal vez el concepto de
imputabilidad debería
abrirse hacia un marco más flexible de defensa social, es decir,
hacia la inclusión de conductas desviadas que supongan un riesgo
ineludible y una aberración insalvable de las normas de convivencia
social.
Psicópatas (o sociópatas
o como quiera que les pretenda denominar) y violadores sistemáticos
o por impulso caerían dentro de esta categorización, lo cual
supondría estudiar su caso, juzgarles y condenarles en base a una
'imputabilidad condicionada o mixta' que reconociera su incuestionable
naturaleza de delincuente
consciente pero además condicionara el cumplimiento de la pena al
avance de un tratamiento: el violador, recluido en centros penitenciarios
y con una condena abierta sería liberado sólo cuando la recuperación
o su readaptación a la sociedad se hubiera comprobado. Y aquí
viene otro problema sustantivo, cual es la ausencia de tratamientos psicológicos
que hayan demostrado su plena eficacia, carencia a su vez derivada de la
inexistencia de teorías globales que hayan comprendido y descrito
la génesis y evolución del trastorno, sus manifestaciones
y elementos constituyentes. Una explicación concluyente sobre la
naturaleza de la conducta del violador, una terapia efectiva que garantice
la desactivación del riesgo social que supone y la incorporación
de esta
perspectiva al ámbito
penal, condicionando las condenas a una neutralización del trastorno,
evitarían que veinte años de sentencia terminaran en un infierno
para otra mujer.