¿Servirá
el multiculturalismo para revigorizar al patriarcado?
Una apuesta por
el feminismo global.
Por María José Guerra Palmero
Publicado en Leviatán, nº80, Verano de 2000.
Hemos importado del contexto
norteamericano – EEUU y Canadá- la discusión sobre el multiculturalismo.
Los feminismos -no podía ser de otra forma- han sido conmocionados
por el intenso debate acontecido en la década de los noventa. Una
nueva conciencia de las coordenadas en las que habitamos incorpora las
certezas económicas de la globalización conjugadas, en una
singular dialéctica, con las del pluralismo identitario y, en consecuencia,
nos precipita a esforzarnos en la comprensión de cómo los
distintos códigos culturales intersectan o chocan . Por otra parte,
las demandas de las mujeres del Tercer Mundo se hacen audibles y provocan
que entre en crisis la pretensión universalizadora del feminismo
occidental. Esta pretensión se ve obligada a reformularse para dar
cabida a todas las mujeres articulando la perspectiva de una comunidad
discursiva feminista global, que tuvo su punto de arranque visible en la
Conferencia de la Mujer celebrada en Bejing en 1995. Esta podría
ser una gruesa descripción del escenario en el que nos encontramos
frente al hecho innegable de la convivencia intercultural en sociedades
que debaten cómo afrontar el respeto a los derechos de los inmigrantes,
y, en concreto, lo que aquí nos interesa especialmente, a los derechos
de las mujeres inmigrantes.
El embate multicultural
leído en clave europea exige mirar de frente a las relaciones con
el mundo musulmán. Europa recibe un fuerte flujo migratorio desde
los países árabes mediterráneos – de Marruecos a Turquía-
y España, al igual que otras naciones, ha mantenido en el pasado
ocupaciones coloniales en estos territorios. Las relaciones económicas
entre ambas orillas han perpetuado un patrón asimétrico de
intercambio. Si en el pasado las potencias coloniales expoliaron los recursos
y sometieron a las poblaciones autóctonas, en el presente la presión
de la pobreza y, en muchas ocasiones, la persecución política,
hacen que numerosas personan llamen a la puerta del espacio de Schengen
con la esperanza de obtener las migajas de la riqueza del Norte.
Nuestro objetivo aquí
es, en consecuencia, el abordar algunas de las tensiones entre las visiones
dominantes del feminismo occidental y las de las mujeres de otras culturas.
De lo que se trata es de dar cabida a la demanda de no exclusión
y no silenciamiento que nos hacen llegar las mujeres de otras culturas.
En este contexto, tenemos que aludir a revisiones del mismo de concepto
de justicia que optan por integrar una bivalencia: la justicia es un asunto
redistributivo, pero, también, requiere habilitar prácticas
de reconocimiento de la identidad de los diferentes, especialmente, cuando
los y las diferentes sufren sistemáticamente el insulto y la humillación
. No obstante, queremos alertar sobre un nuevo peligro: el enmascaramiento
bajo los ropajes del respeto a las culturas ajenas del secular desprecio
a los derechos de las mujeres. No podemos olvidar la condición transcultural
del mismo patriarcado. En lo que sigue abordaremos tres cuestiones: la
posibilidad del diálogo intercultural, la centralidad del género
en la constelación multicultural y, por último, la necesidad
de integrar con garantías las voces de las mujeres de las otras
culturas de manera que nadie usurpe su protagonismo. La perspectiva de
un feminismo global se impone como necesidad frente a los actuales desafíos.
I
El diálogo
entre E. Spelman y M. Lugones, representante del feminismo chicano, nos
pone sobre aviso de las dificultades del diálogo intercultural asimétrico
que las mujeres no blancas han sufrido en los EEUU. María Lugones
tematiza la asimetría que distancia a las mujeres occidentales
y a las provenientes de otras culturas. Ella habla como hispana y nos señala
que el lenguaje que se impone al diálogo común obtura la
propia expresión diferencial. Frente a los discursos feministas
dominantes, las mujeres de otras procedencias culturales sienten una gran
extrañeza. Todo el sustrato de supuestos compartidos por la pertenencia
a lo occidental blanco queda descrito como un “texto” que no ha sido leído
y que, no obstante, está a la base de la discusión. Hay que
aprenderlo para entrar en ella, pero, al mismo tiempo, es infinito e inabarcable
para la que viene “de fuera”. Por otra parte, los otros “textos” civilizatorios
que informan las actitudes, palabras y expresiones de las “otras” son desconocidos
para las que pertenecen a un contexto blanco. Y lo que es peor, no entran
dentro de sus “asignaturas pendientes”. No es sorprendente, pues, que la
temática de la alteridad y las diferencias conjugada con la
de la falta de re-conocimiento - y su reverso que es el desprecio y la
humillación- se convierta en el punto de toque de una teoría
feminista enfrentada al desafío del multiculturalismo y a sus consecuencias
ético-políticas.
Abordar con garantías
la posibilidad del diálogo cultural nos exige refutar dos
prejuicios, de un lado el del etnocentrismo, pero también, del otro,
el prejuicio culturalista o “esencialismo cultural”. La primera refutación
exige eliminar cualquier asignación de privilegio a nuestra propia
cultura, exige como precaución metódica poner entre paréntesis
nuestras certezas y dogmas. En el terreno de las actitudes exige comprometerse
con la modestia y la humildad y, por, de pronto, reconocer nuestra ignorancia
acerca de los otros y las otras y estar dispuestos a escuchar y a aprender.
Para el caso español esta prevención es especialmente necesaria
porque, como advertía hace un tiempo Juan Goystisolo, tendemos
a vivir encerrados en nuestro caparazón –por ejemplo, no destacamos
en tener especialistas en las otras culturas, en concreto, el elenco de
arabistas es mínimo- sin mostrar curiosidad por los otros y, sin
embargo, nos dedicamos a magnificar las pequeñas diferencias y a
profundizar en los localismos de todo tipo. Leer, aunque sea fragmentariamente,
los “textos” de las otras culturas parece ser la base imprescindible si
se quiere hablar de diálogo intercultural y no de imposición
de significados a través de las coerciones económicas o mediáticas.
El prejuicio culturalista,
por el contrario, pretende ser respetuoso con las otras culturas, de este
modo, les asigna homogeneidad y fijeza y las describe como un todo bien
articulado y cohesionado que habría que respetar sin cuestionar
nada en absoluto, porque al no comprender sus claves estaríamos
imponiendo nuestros arbitrarios puntos de vista. El relativismo cultural
alude a culturas cerradas sobre si mismas y es deudor de la vieja y estática
comprensión antropológica de las sociedades tradicionales.
Si la sociología es la ciencia del cambio, la antropología
necesitó fijar a los pueblos que estudiaba en su pasado y decretar
su inmovilidad. No obstante, la realidad de este siglo veinte es la de
la interacción entre culturas, la aculturación de numerosas
comunidades, la de la hibridación generadas tanto por los colonialismos
como por los neocolonialismos –económicos o mediáticos-.
Nuestro siglo es también el siglo de las grandes migraciones causadas
por guerras, desastres naturales, pobreza, etc. O sea que la interpenetración
asimétrica –pero no siempre en una dirección, por ejemplo,
los norteamericanos han sido colonizados culinariamente por los inmigrantes
más recientes, esto, es mexicanos u orientales- entre las diversas
culturas es un hecho que puede ser valorado, dependiendo de los casos,
de muy diversas maneras.
Pero no sólo hablamos
de “culturas dislocadas” por choque, intersección o asimilación,
sino que la dinámica interna de esos enormes complejos que llamamos,
por ejemplo, el mundo musulmán es descontada por el prejuicio culturalista.
Toda cultura es plural y en ella residen y se dejan oír muchas voces.
¿No tendremos la licencia siquiera desde el no-intervencionismo
elevado a dogma para simpatizar con unas voces más que con otras?
¿Tendremos que aceptar las tesis de las ortodoxias, cosa que nos
negamos a hacer dentro de nuestra propia cultura, y silenciar las tesis
de los disidentes ? No parece muy justo. Es más, escudarse
en un relativismo cultural sin paliativos que niega la posibilidad de tender
puentes entre culturas es desde mi punto de vista otra versión de
la indiferencia y superioridad etnocéntrica que antes actuaba por
activa y ahora lo hace por pasiva. Esto nos lleva, por ejemplo, a concluir
que no podemos confundir Islam con islamismo integrista , una de sus interpretaciones,
cuando se nos muestra dentro de la misma cultura posibilidades contrastadas,
incluso mayoritarias, de entender esa misma cultura en sentido más
tolerante, abierto, democrático e igualitario. ¿O es qué
no existe la obligación moral de detectar quienes son las víctimas
y quienes los verdugos y qué esa obligación reza para todos?
Desde el prisma de la solidaridad
entre mujeres, se piensa que un feminismo global significa que las feministas
en cada cultura deben reexaminar sus propios compromisos a la luz de las
perspectivas producidas por las feministas en otras, de este modo, podremos
reconocer algunos de los límites y prejuicios de nuestras propias
creencias y asunciones. No obstante, este marco no evita las tensiones
entre feminismo y multiculturalismo tal como nos advierte S. Moller Okin
. Entendiendo el multiculturalismo en el sentido de demanda de “derechos
culturales”- su referencia es la Ciudadanía multicultural de Kymlicka-,
Okin apunta hacia uno de los problemas que parecen sobrepasar el marco
liberal de las sociedades contemporáneas: ¿tienen los grupos
derechos? ¿no podrían entrar estos en el caso de existir
en conflicto con los derechos asignados a los individuos? ¿o simplemente
son los primeros reductibles a los segundos? Dejando de lado el espinoso
asunto de la fundamentación liberal o comunitarista de los
derechos culturales pasemos a nuestro objeto de preocupación.
II
El escollo que queremos
señalar proviene de que tanto la sociedad que engloba las diferentes
culturas minoritarias como estas mismas culturas están generizadas
. Si el reclamo de los derechos culturales se fundamenta en que los miembros
de estas minorías sean reconocidos en sus diferencias, desarrollen
una alto grado de autoestima y decidan qué tipo de vida quieren
llevar parece a primera vista contradictorio que esto mismo se niegue a
las mujeres que insertas en nuestra y otras culturas sufren de falta de
reconocimiento, baja autoestima y límites a su estilo de vida debido
a coerciones culturales. La conclusión de Moller Okin es que el
hecho de que podamos registrar pocas tensiones, aparentemente, entre multiculturalismo
y feminismo se explica por que no entramos a considerar los contenidos
de las distintas culturas, en particular, las creencias y las prácticas
relativas a las mujeres. El que éstas queden ligadas a la esfera
privada es otra razón que las hace difícilmente accesibles.
Por otra parte, el recelo ante el “imperialismo cultural” de las feministas
occidentales ha hecho caer a algunas en el otro lado del abismo: el relativismo
cultural que, paradójicamente, le viene muy bien a las elites masculinas
que se autodesignan como representantes culturales.
M. Walzer en su Tratado
sobre la tolerancia reconoce, en sintonía con las tesis de
Okin, que las “cuestiones del género” ofrecen, quizás la
mayor dificultad a la convivencia multicultural. No es sólo que
estas cuestiones sufran al tener que enfrentar las ideas de igualdad y
de protección de los derechos humanos, sino que la misma transmisión
de la cultura, su reproducción corre peligro si las mujeres ingresan
a la par en la esfera pública abandonando la privada:
“Estamos ante materias
enormemente sensibles. La subordinación de las mujeres –manifiesta
en el aislamiento, el ocultamiento del cuerpo o la mutilación-
no tiene por objeto exclusivo la imposición de los derechos de propiedad
patriarcales. Tiene que ver también con la reproducción cultural
o religiosa, cuyos agentes más seguros se suponen que son las mujeres...
La tradición se transmite en las canciones de cuna que cantan las
madres, en los rezos que susurran, en las ropas que hacen, en la comida
que elaboran y en las costumbres y los ritos familiares que enseñan.
Una vez que las mujeres se incorporan a la esfera pública, ¿cómo
va a producirse esa transmisión?”
Walzer detecta certeramente
qué lo que está en juego es el control patriarcal de la reproducción
–“¿quién va a controlar los lugares de reproducción?
El útero no es sino el primero de esos lugares; la casa y la escuela
son los siguientes y,.., están también en discusión”
-. De hecho, antes de que se pusiera de moda hablar de multiculturalismo,
ya, en el feminismo, hablábamos de la naturaleza transcultural del
patriarcado. La sensibilidad multicultural hacia las diferencias no tiene
porque anular la percepción de la discriminación de las mujeres
en distintos marcos culturales. Señalar lo obvio, la dominación
patriarcal, lo que muchas mujeres de esa cultura, también, señalan
y sumarnos a sus voces no puede ser entendido como “ofensa cultural imperialista”
. La mejor estrategia en estos casos es preguntar directamente a las mujeres
del Tercer Mundo y lo que va resultando cada vez más claro
es que sus demandas – poder sobrevivir, trabajar, acceder a la educación,
tener control sobre su propia reproducción, tener libertad de movimientos,
no sufrir violencias, etc.- son bastante parecidas a las nuestras. Bejing,
el foro alternativo, en Septiembre de 1995 fue la prueba. La mala intelectualización
de esta supuesta confrontación entre feminismo occidental y mujeres
de otras culturas ha ocultado la existencia de muchas reivindicaciones
comunes.
La justificación
“cultural” para violar los derechos de las mujeres no es de recibo. A esta
“pseudojustificación” hay que contestar con la exigencia de que
hablen las víctimas, de dar la palabra a las que sufren, al tiempo,
que, efectivamente, se debe huir de lo que se ha caracterizado como el
“síndrome de la misionera”. ¿Qué podemos hacer a esta
luz? Al menos, debemos imponernos reflexionar sobre las coimplicaciones
entre cultura y género. Preguntarnos, por ejemplo, acerca del efecto
de las restricciones culturales sobre las vidas de hombres y mujeres. Si
los primeros son siempre los beneficiados y las segundas siempre las perjudicadas
no podremos aceptarlas tan fácilmente. La idea transcultural de
justicia tiene que intervenir críticamente para sopesar las tradiciones
culturales.
Se necesita, además,
hilar muy fino porque las regulaciones culturales recaen sobre todo en
la vida familiar que es donde se transmite la misma cultura y donde se
aprenden los roles genéricos. Los controles culturales sobre las
mujeres –de ellos y de nosotros- tienen que ver con el deseo masculino
de controlar la reproducción y asegurarse de que sus hijos realmente
lo sean y de ejercer, además, toda la potestad sobre ellos. En esto
coinciden las grandes religiones monoteístas y otras muchas. Han
justificado la opresión de las mujeres tratando de convencernos
de que somos inmaduras, irresponsables, excesivamente emotivas, débiles,
etc. No se pueden fiar de nosotras y, en consecuencia, tienen que someternos
porque si nos dejan libres el mal y el caos se cernirá sobre todos.
A este respecto, pienso que la crítica feminista interna a las teologías
de las diferentes religiones es absolutamente básica para mostrar
la inconsecuencia entre los fines de la piedad y la justicia y el maltrato
a las mujeres. En casos como el del Islam donde cultura y religión
están fuertemente trabadas, la exégesis y la discusión
hermenéutica del mismo Corán, como pone de manifiesto Fátima
Mernissi en El harén político. El profeta y las mujeres ,
es una condición ineludible para afrontar con garantías las
reformas que vemos avanzan tímidamente en países como Egipto
y Marruecos.
Si vamos a las cuestiones
concretas vemos que la mayoría de los ejemplos que exigen “respeto
cultural” tienen que ver con el control de las mujeres. Son minoritarios
y anecdóticos los que tienen que ver con otras cuestiones- que los
sijs no sean multados por no llevar casco si van en moto, que un musulmán
se pueda retirar un viernes por la tarde a orar, que los gitanos no tengan
que escolarizar obligatoriamente a sus hijos en un solo lugar-. Asuntos
como vestimenta de las mujeres- del chador a la burka-, herencias, divorcios,
matrimonios arreglados entre familias, derechos reproductivos, patria postestad,
o simplemente violencias ritualizadas –como la mutilación femenina
o el apedreamiento a las adúlteras- se llevan la palma. A la vista
de lo anterior la sangrante pregunta es la siguiente: ¿va a servir
el multiculturalismo, entre cuyas virtualidades está el sensibilizarnos
respecto a los otros y cuestionar el privilegio cultural occidental, para
revigorizar y fijar el patriarcado?
Nuestra apuesta decidida
es que el multiculturalismo debe dejarse criticar por el feminismo en contrapartida
a los denodados esfuerzos feministas por asumir las consecuencias de la
crítica multiculturalista sin por ello optar por romper el imperativo
de la solidaridad entre mujeres y el mandato de la justicia en todo el
planeta. Empecemos pues a escuchar las voces de las mujeres de las otras
culturas. Exijamos que sus voces no sean silenciadas. Una de las consecuencias
del ensanchamiento de la teoría feminista es la de aprender a escuchar
lo que nos dicen las otras. Los enfoques dialógicos requieren de
algo más que del ejercicio de la competencia comunicativa. Siempre
es más difícil escuchar y comprender lo que los otros y otras
nos quieren decir que articular nuestras propias exigencias de validez.
Pero aún puede haber más, aprender de los otros significa
no hacer ascos a la “hibridación” , evitar la dinámica social
de hacer extraños y, quizás, desencializar la propia pertenencia.
Quizás, un ideal de cosmopolitismo para este mundo multicultural
tenga que pasar por el dejar de prestar tanto peso a la propia identidad
cultural o, por lo menos, contrapesarla con el “gusto” por los diferentes
que nos descubren las contingencias de nuestro inestable ser, que
nos hacen por decirlo con Kristeva, Extranjeros para nosotros mismos
.
El estimar las exigencias
de las mujeres de las otras culturas nos lleva a constatar convergencias
porque suelen poner el dedo en la llaga de los mismos problemas con los
que lleva debatiendo nuestra tradición feminista occidental: la
igualdad, la libertad, el poder, la democracia, la distinción público/privado,
etc. Por lo tanto, a la insistente fuerza fragmentadora de las diferencias
hay que oponerle el sufrimiento común que sólo podemos distinguir
en el diálogo y la atención a las otras. La naturaleza transcultural
del patriarcado habilita la dimensión global, planetaria e intercultural
del feminismo.
III
¿Cómo
habilitar una comunidad de diálogo feminista global e intercultural
que responda, como ensayo general en el que participe la mitad de la humanidad,
a la idea de una universalidad interactiva en la que las definiciones de
lo que es apropiado como discurso, de lo que se puede o no se puede decir,
no genere exclusiones? La atención a los diálogos reales
y las correcciones al privilegio interpretativo de las, que, en este caso,
han estipulado las reglas del juego han de servir para desactivar
las desigualdades de acceso a la competencia comunicativa. La idea rectora
es que
“...la democracia
requiere más que la institución de ciertas reglas o procedimientos;
la habilidad para utilizar tales reglas apropiadamente exige que la gente
posea ciertas capacidades morales que sólo pueden ser desarrolladas
al practicarlas.”
El problema de dejarse seducir
absolutamente por lo local, tentación a la que sucumben ciertos
comunitarismos, es que puede suponer perder de vista el soporte donde sustentar
la crítica moral a las prácticas de dominación y a
la injusticia. Respetar las diferencias no puede saldarse con el olvido
de la justicia.
La articulación
de una comunidad discursiva global feminista (Conferencias de las
Naciones Unidas, Foros alternativos de las ONG, interacciones entre grupos
de base como las redes East/West o la Women´s Global Network
for Reproductive Rights) puede lograr la conjunción de ambos objetivos.
En torno al imperativo de la solidaridad entre mujeres, sea cual sea su
condición, se constituye esta referencia de comunidad de diálogo
empírica. Si alguna virtualidad analítica muestra el feminismo
es su análisis de las situaciones de opresión como paso previo
a establecer la comunicación. De hecho, la pluralización
feminista ha llevado a instituir ámbitos de discusión diversos
en los que se han desafíado las visiones dominantes por parte de
mujeres lesbianas, de otras razas, etc. N. Fraser ha desarrollado esta
idea al hablar de “contraesferas públicas” que desafíen
las definiciones hegemónicas que imponen los grupos dominantes.
¿Pueden estas acotadas prácticas discursivas debilitar y
quebrar la unidad del movimiento feminista al no comprometerse con un diálogo
abierto de todas? La cuestión no debería ser que la articulación
contrastada de la diversidad fuera irreconciliable con la prosecución
del diálogo a otro nivel. Pero los conflictos son inevitables.
De lo que se trata es de
habilitar la igualdad discursiva y desactivar el silencio de las implicadas.
No podemos olvidar que las
discusiones reales siempre están impregnadas de poder: el prefijar
los asuntos pertinentes, la decisión de quién puede hablar
y quién no, de quién está excluido, de cuánto
tiempo pueden hablar unos y otros, la determinación de quién
debe dedicarse exclusivamente a escuchar o de lo qué se da por supuesto,
etc. Esta suma de restricciones muestra su pertinencia para ser analizada.
A veces, la participación aparentemente inclusiva y la agenda abierta
pueden impedir más que promover la discusión ajena a coacciones.
El caso es que en condiciones
de desigualdad de poder es indispensable, incluso epistemológicamente,
el propiciar comunidades cerradas para que las “subalternas” puedan tomar
la palabra sin coerciones. El asunto que propone A. Jaggar como ejemplo
para estimar su propia propuesta de habilitar la voz de las silenciadas
es la discusión acerca de la práctica del sati, esto es,
la costumbre que sanciona que las viudas hindúes deben inmolarse
en la pira funeraria de sus maridos. Acerca de este asunto se han vertido
tres narrativas y sus correspondientes interpretaciones: - para los ingleses
colonizadores era una costumbre bárbara, -para los tradicionalistas
hindúes las viudas eran heroínas y defensoras de las costumbres
propias, posteriormente, para los esquemas marxistas y estructuralistas
las infraestructuras económicas y la transmisión de la propiedad
se convertían en claves explicativas. El caso es que a las
únicas a las que no se les consulta en estas interpretaciones es
a las mismas viudas. Su voz queda silenciada y su acción, a la vista
de las explicaciones de los otros, queda fijada como inescrutable.
¿Por qué hasta
hace relativamente poco tiempo las viudas han callado? Uma Narayan da la
clave explicando que no se trata de la complacencia del esclavo sino, esencialmente,
de la falta de capacidad para conceptualizar la injusticia a la que se
está sujeta. La mujer subalterna debe crear su propio lenguaje,
pero el lenguaje es público, por lo tanto, el déficit no
es individual sino colectivo. El crear un lenguaje que responda a la propia
experiencia es un proyecto común del que surgirá una identidad
y unas demandas colectivas. Pues bien la articulación de estas demandas
exige un espacio de comunicación en cuyo seno pueda emergen perspectivas
morales contrahegemónicas.
Estas comunidades cerradas
de subalternos han de ser relativamente pequeñas, y prestar apoyo
emocional a la vez que racional a las nuevas perspectivas morales y a los
nuevos lenguajes a la vez que explorar sus implicaciones. Si uno es un
disidente individual que no encuentra ningún eco será descartado
como loco o un criminal. Se necesita un espacio en el que estar a salvo
con otros para articular un nuevo lenguaje, para articular respuestas desde
la propia realidad. La resistencia es una actividad social de validación
y creación de identidades. Protegidas por la comunidad, las
mujeres pueden ser ellas mismas y sentirse liberadas y auténticas
y empezar a disentir desafiando los relatos que han falseado y/o acallado
su voz.
No obstante, este es un
primer paso para que emerja la voz de las silenciadas. Nuestra tarea es
la de exigir que esa voz cuente y la de crear las condiciones para que
eso suceda. Sólo después podremos habilitar el diálogo
irrestricto con otros grupos. No se pretenden minimizar, sin embargo, los
riesgos del grupo cerrado. El problema es que el vínculo con la
comunidad es esencial para las autodefiniciones de los miembros, para constituir
su identidad y esto las convierte en terreno abonado para la ghettización.
Si uno disiente, se esgrime la amenaza última de expulsión
y esto puede suponer pérdida del sentimiento de pertenencia, del
apoyo emocional, de los amigos, etc. Esto es especialmente fuerte en los
grupos étnicos y en las minorías culturales en donde la pertenencia
a la comunidad es más fuerte que la misma estructuración
de la individualidad sobre todo si el medio exterior les es hostil como
ocurre en la mayoría de los países a los que emigran.
El grupo cerrado es un momento
necesario para encontrar, sin mediaciones, la propia voz de las oprimidas,
pero sólo debe ser una fase. No debe ser una dinámica continuada
que perpetué la exclusión en sentido contrario a la que se
ha sufrido – valgan como ejemplo el rechazo a los occidentalizados, o a
los mestizos, o por ejemplo, a los bisexuales en las comunidades lesbianas
o gays, etc.-. No deben convertirse en un refuerzo de la homogeneidad.
Se priva, además, a los miembros de la posibilidad de pensamiento
alternativo. Deben abrirse al escrutinio crítico desde fuera. Este
es el momento para volver al diálogo irrestricto en donde ya no
se podrá silenciar a las posiciones de los que se hallan en desventaja
discursiva.
¿Cómo
puede aplicarse estas ideas el feminismo occidental? ¿Qué
significa para ellas (nosotras) abrirse a un escrutinio público
más amplio? En principio, opina Jaggar tener que lidiar con los
antifeministas occidentales –cosa que hacemos todos los días- y,
medirse con las perspectivas no occidentales. Debemos exigirnos, sobre
todo, respetar las perspectivas de las mujeres del Tercer Mundo, especialmente
de aquellas que en sus propios países están silenciadas.
La virtualidad del diálogo
de miembros pertenecientes a la misma comunidad y que tienen entre sí
diferencias es que ayuda a refinar las propias perspectivas y es esencial
para promover cambios sociales en contextos democráticos. La propuesta
es, pues, la de un diálogo feminista global que crea las condiciones
tanto para tomar la voz como para ser escuchado animando una dinámica
en la que se entreteje el reconocimiento social de las identidades de los
otras, y de su derecho a interpretar la propia situación. No obstante,
esas mismas interpretaciones tendrán que ser puestas en el ojo del
huracán del escrutinio crítico en una situación pragmática
en la que cada cual acepta que su perspectiva está determinada por
su localización social, por los privilegios de los que disfruta
o por las discriminaciones que sufre.
La objeción culturalista,
la que opina que las culturas son absolutamente inconmensurables, a esto
sería que el feminismo no es un movimiento global, sino un invento
occidental. Esta intelección queda reforzada por la imagen tópica
del “mujer media del tercer mundo” –sexualmente reprimida, ignorante, pobre,
no educada, ligada a la tradición y a la familia, victimizada,...-
que suelen tener muchas de las feministas occidentales. Al etnocentrismo
de esta visión normalizada hay que sumar el fenómeno de la
distorsionada recepción del feminismo en el Tercer Mundo como
“decadente producto
del capitalismo, identificado con el imperialismo, disponible para las
mujeres de las élites locales, que separa a las mujeres de sus responsabilidades
familiares o que las distrae de las luchas revolucionarias de liberación
nacional.”
No obstante, la historia
desmiente que las reivindicaciones feministas sean sólo occidentales
–en Asia, en los países árabes (Nadal al Sadawi, Fatima Mernissi),
en la India (Vandana Shiva) existen feministas, esto es, mujeres que luchan
por sus derechos-. La recepción del feminismo tiene que ver con
la percepción de que es un movimiento blanco y de clase media. No
obstante, en todos los países existen grupos que promueven los intereses
de género, estratégicos o práctico-materiales de las
mujeres. Dentro de los movimientos de mujeres en el Tercer Mundo encontramos
estas preocupaciones: la necesidad de la abolición de la división
sexual del trabajo, el aligeramiento de la carga del trabajo doméstico
y del trabajo relacionado con el cuidado de los niños, la eliminación
de formas institucionalizadas de discriminación – herencias, propiedad,
divorcio, ...-, la libertad de elección acerca de tener o no hijos
o de cuantos o la necesidad de arbitrar las medidas de control de la violencia
contra las mujeres. Estas reivindicaciones nos ilustran, como apuntábamos
al tratar del desafío multiculturalista al feminismo, acerca de
una convergencia global con los compromisos básicos del feminismo
occidental.
A pesar de esta confluencia
nos encontramos con grandes dificultades para establecer un diálogo
genuinamente igualitario, abierto e inclusivo. Pero estos no serían
obstáculos insuperables en la marcha hacia la posibilidad de una
comunidad de discurso feminista global. Pero, ¿quién debería
participar en el discurso feminista global? Aquí tenemos que habilitar
modelos pragmáticos reales enfrentado el asunto de las desigualdades
de poder. A veces, como nos hacía ver Jaggar, las limitaciones
a la participación son necesarias cuando los grupos son minorías
estigmatizadas en las que algunos temas se pueden volver contra ellas.
Deben, por tanto, ser excluidos los miembros de comunidades más
poderosas. Al menos, en un primer momento. Esto no significa que
no sea legítimo, desde la posición de outsider, el cuestionar
las prácticas de otras culturas al tiempo que permitimos que las
personas de otras culturas cuestionen las nuestras. Ambos insiders
y outsiders ofrecen ventajas complementarias: los primeros comprenden mejor
los códigos implícitos, los segundos ofrecen alternativas.
De lo que se trata es de evitar tanto el síndrome de la misionera,
que acaba pontificando sobre lo que no entiende, como la indiferencia del
aquello no va conmigo que cultiva el prejuicio culturalista.
En lo que queremos volver
a incidir es en que no hay porque cerrar las vías al diálogo
identificando a una comunidad con su sección más conservadora
o con su elite dominante, casi siempre, masculina. El desacuerdo intracomunitario
es tan real como el extracomunitario. Aquí nos vuelven a aparecer
los problemas de la representación: quién está habilitado
para hablar en nombre de quien y de dónde proviene la autorización.
No hay ni comunidades puras ni identidades puras o ¿es que vamos
a negar la palabra a aquellos que hayan constituido en función de
“identidades puentes” y que precisamente pueden cumplir mejor las
funciones de mediación entre distintas culturas? La integración
global y el interculturalismo hace que las culturas aparezcan dislocadas,
las lenguas mezcladas y que los individuos incorporen múltiples
códigos para descifrar su identidad porque pertenecemos a muchas
comunidades . Todos, además, sabemos algo de la comunidad de al
lado y las comparaciones son inevitables:
“En las circunstancias
del mundo contemporáneo, incluso las mujeres que nunca hayan salido
físicamente de su comunidad de origen están probablemente
dispuestas a evaluar sus propias vidas a la luz de lo que saben acerca
de la situación de las mujeres en otras culturas – aunque también
es cierto que las mujeres no occidentales saben probablemente mucho más
acerca de las culturas occidentales que las occidentales acerca de las
no occidentales.”
El hecho de la globalización
no permite que las comunidades estén a salvo de otras influencias.
No es, por tanto, nada descabellado buscar alianzas entre las feministas
occidentales y las no occidentales. La agenda del feminismo global
esta sobre el tapete. De lo que se trata es, pues, de delimitar prioridades.
En primer lugar, el tratar de la injusticia del sistema global mismo fracturado
de Norte a Sur, una cuestión que pocas feministas occidentales trabajan,
ligado al problema de la deuda del Tercer mundo y, a una de sus consecuencias
más devastadoras, la feminización de la pobreza. En segundo
lugar, el estimar cómo afecta la degradación ambiental a
las mujeres y niños, tanto en lo que respecta a supervivencia como
a salud –algo que ha apuntado la perspectiva ecofeminista -. En tercer
lugar, el analizar la cuestión reproductiva desde el punto de vista
de las mujeres y salvaguardando sus derechos y su libertad sexual. En cuarto
lugar, el tratar los fenómenos globales del militarismo –ligado
muchas veces en el Tercer mundo al nacionalismo y al integrismo-, el turismo
sexual y el tráfico internacional de mujeres. La agenda de discusión
y análisis llevará a arbitrar estrategias políticas
coherentes. Ahora, por ejemplo, que se debate tanto, a la vista de lo sucedido
en Kosovo, acerca del delicado derecho de intervención y sobre las
condiciones en que debe aplicarse, no estaría de más preguntarnos
si la situación de Afganistán, en donde las mujeres son reprimidas
en un grado que atenta contra su supervivencia física y psíquica
básica, ni siquiera se las atiende en los hospitales ni se las deja
trabajar, sería una de las situaciones susceptibles de consideración
para restablecer los derechos humanos básicos de las mujeres . La
vieja pregunta vuelve a resonar: ¿Son o no son los derechos de las
mujeres derechos humanos?
Numerosas autoras
en su interés por las pragmáticas reales nos proporcionan
pistas para arbitrar una visión realista del diálogo intercultural
feminista y, al tiempo, mitigan, sin hacer concesiones ni al etnocentrismo
ni al culturalismo, las tensiones ya aludidas entre feminismo y multiculturalismo.
El carácter patriarcal de las culturas, las propias y extrañas,
no tendrá patente de corso para escapar al enjuiciamiento crítico
por parte de todas las mujeres que colaborarán, a través
de la maquinaria de la disensión, en prestar visibilidad y voz a
las que antes estaban sumidas en la oscuridad y el silencio. Así,
creo, se comienza a reescribir, sumando textos y voces distintas,
la solidaridad feminista en tiempos globales.
1-Uma Narayan, Dislocating
Cultures. Identities, Traditions, and Third World Feminism. New York, Routledge,
1997.
2-N. Fraser, K. Olson y
R. Rorty (Eds.) Adding Insult to Injury: Social Justice and the Politics
of Recognition, Verso Books, 1999
3- M. C. Lugones y
Elizabeth Spelman “Have We Got a Theory for You! Feminist Theory, Cultural
Imperialism and the Demand for “The Woman´s Voice” en N. Tuana y
R. Tong (Eds.), Feminism and Philosophy, Westview Press, 1995. pp. 444-507.
4-Javier Muguerza plantea
esta cuestión al referirse a la posibilidad de un diálogo
intercultural en “El puesto del hombre en la cosmópolis”, Laguna,
Revista de Filosofía, Ex., 1999, p. 30.Se trataría
de “apoyar moral y materialmente a los disidentes”.
5-Cf. P. Balta, “Los Islam(s)”
en El Islam, Madrid, Salvat, 1996.
6-S. Moller Okin, “Feminism
and Multiculturalism: Some Tensions” en Ethics, vol. 108, nº 4, July,
1998, pp. 661-684. Cf., también, de la misma autora, “Desigualdad
de género y diferencias culturales” en C. Castells, Perspectivas
feministas en teoría política, Barcelona, Paidós,
1996.
7-El problema del comunitarismo
es cómo delimitar qué es la comunidad o quien está
autorizado para representar su voz cuando en su interior se plantea un
conflicto de intereses, pero, también, qué hacer cuando el
conflicto es intercomunitario. Desde una perspectiva liberal los derechos
individuales marcan un límite a la protección otorgada a
las culturas, pero, también, lo pueden sostener puesto que el individuo
necesita para su bienestar la defensa de sus credenciales de pertenencia
a una cultura. En todo caso, la fundamentación liberal del multiculturalismo
reconoce la igual dignidad que merece toda persona.
8-Ibid., p. 664.
9-Barcelona, Paidós,
1998. Pp.72-79.
10 Op. cit., p. 77-78.
11 Ibid.
12 Ibid., p. 665.
13 Madrid. Ediciones del
oriente y del mediterráneo, 1999.
14 Cf. P. Werbner
& T. Modood (Eds.) Debating Cultural Hybridity. Multi-Cultural Identities
and the Politics of Anti-Racism, London, Zed Books, 1997.
15 J. Kristeva, Etrangers
à nous-mêmes, París, Fayard, 1988.
16 A. M. Jaggar, “Toward
a Feminist Conception of Moral Reasoning”, en J. Sterba, Ethics: The Big
Questions, Oxford, Blackwell, 1998, pp. 356-374. P. 361.
17 N. Fraser, “Rethinking
the Public Sphere: A Contribution to the Critique of Actually Existing
Democracy” en Social Text, nº 25/26, 1990.
18 Ibid., p. 18.
19 Cf. A. Ferguson,
“Resisting the Veil of Privilege: Building Bridge Identities as an Ethico-Politics
of Global Feminism” en Hypatia, vol. 13, nº3, Summer 1998. Pp. 95-113.
20 Para una discusión
del prejuicio culturalista, cf. U. Narayan, “Essence of Culture and a Sense
of History: A Feminist Critique of Cultural Essentialism” en Hypatia, vol.
13, nº 2, p. 86-106.
21 M. Lugones & E. Spelmann,
art. cit., p. 496.
22 V. Shiva, Abrazar la
vida. Mujer, ecología y desarrollo. Madrid, Horas y horas, 1992.
23 Este tema ha surcado,
vía correo electrónico, Internet, que es ahora otro medio
de conexión global, que, desgraciadamente, al parecer, refleja las
desigualdades Norte /Sur y pobres y ricos.