Tratamiento del maltratador


Andrés MONTERO GÓMEZ, psicólogo y presidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia
Publicado en el diario "La Razón" - Mayo 2001
AMontero@sepv.org

La nueva redacción del Plan Integral contra la Violencia Doméstica, que estará vigente hasta el año 2004, y el informe elaborado sobre la materia por el Consejo General del Poder Judicial, postulan ambos el tratamiento de los agresores intrafamiliares como una de las vías de afrontamiento de la violencia contra la mujer en contextos domésticos.

   Si nos concentramos en el plano de las agresiones que constituyen delito, el supuesto que fundamenta la opción de las instituciones a favor de implementar programas de intervención psicológica para los maltratadores tiene dos vertientes centrales: una genérica, que considera que el agresor, en cuanto delincuente, merece ser rehabilitado y resocializado, en línea con el espíritu de la Constitución (art. 25); otra más específica, ligada al argumento de que la violencia que ejerce el maltratador está imbricada en, y mantenida por, un desorden de índole psicológica.

No obstante, los enfoques psicológico-legales se enfrentan, de un lado, a condicionantes derivados de la incertidumbre asociada a la efectividad de las intervenciones terapéuticas con maltratadores y, de otro, al binomio delincuente-enfermo que, incorrectamente a mi juicio, está primando algunas propuestas.

En primera instancia, la relación entre desorden psicológico y conducta agresiva no es tan lineal ni dicotómica como pudieran pretender algunos planteamientos. Son más del 95 por ciento los agresores de mujeres no diagnosticados de enfermedad mental. El maltratador no es un enfermo, pero semejante perspectiva no excluye que haya algo en su estructura de personalidad que desvíe su conducta de aquello que se considera comportamiento normal pues, caso contrario, no tendría sentido un eventual tratamiento.

Esa desviación atribuible a los maltratadores intrafamiliares suele abarcar, grosso modo, tres áreas de déficit que, a su vez, constituyen las principales dimensiones de la psicoterapia aplicable, a saber: pobre control de impulsos, carencias emocionales e insuficiencia de habilidades sociales y de solución de problemas. La triada se complementa mórbidamente con problemas de abuso de alcohol en la mitad de los agresores, y un determinado sistema de creencias y actitudes hostiles disfuncionales en la práctica totalidad. El conjunto deficitario así descrito, complejo en su conformación y expresión, no priva al agresor de su contacto con la realidad ni, por tanto, de su responsabilidad.

Sin embargo, es el sistema de creencias a través del cual el agresor filtra la interpretación de su conducta el que va a determinar, significativamente, las probabilidades terapéuticas de modificar su conducta. El mecanismo de interpretación que se activa en el agresor para comprender su propia conducta ¬engranado con esquemas mentales de negación, minimización, racionalización o amnesia selectiva respecto a la violencia que ejerce¬ funciona para proteger su frágil autoestima, justificar su conducta y, sobre todo, construyendo una realidad paralela que lo exima de todo sentimiento de culpa, trasladando ésta bien a la víctima bien a circunstancias vitales o a otras personas.

El resultado es un agresor que se considera inocente del trato degradante e inhumano que inflige a la mujer, es decir, para él la violencia sintoniza bien con su sentido de la identidad (es egosintónica) y no le preocupa. No existen estudios que nos informen sobre qué proporción de maltratadores es egosintónica, aunque cabe sospechar que son una buena mayoría a la luz de las observaciones disponibles (en Estados Unidos, no llegan al 5 por ciento los agresores de mujeres que comparecen ante la Justicia y aceptan tratamiento psicológico voluntario). A este respecto, no es extraño que las escasas evaluaciones realizadas sobre programas de tratamiento de maltratadores, de esa ínfima proporción que se someten a psicoterapia, arrojen resultados que no superan el 40 por ciento de éxito en seguimientos a medio plazo.

   En otro orden, desligar el programa de tratamiento del cumplimiento de la pena podría tener repercusiones negativas para la consecución del objetivo terapéutico en estos agresores egosintónicos. La alternativa de incorporarse a una terapia dejando en suspenso la condena, a la manera de lo que ya ocurre con toxicómanos que delinquen bajo determinadas circunstancias que no se dan en maltratadores (delito funcional para obtener droga, no habitualidad, desintoxicación final acreditada), transmitiría al agresor el doble mensaje negativo de victimización (él es la víctima, el enfermo) y de evitación del castigo por medio de una conducta instrumental (asistir al tratamiento). Si, como suele suceder, la peculiar estructura cognitiva de estos maltratadores autocomplacientes no se modifica, el resultado será la reproducción de las pautas de violencia en su siguiente relación «afectiva». Aparte políticas preventivas, una línea de solución pasaría por diseñar adecuadas y más potentes estrategias de reestructuración cognitiva personalizadas que desactiven los esquemas disfuncionales del agresor, e integrar psicológicamente la propia condena penal en el paquete terapéutico.