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De todo corazón acepto el lema
de que “el mejor gobierno es el que gobierna menos”, y me gustaría
que fuera honrado con más diligencia y sistema. En la práctica
significa asimismo, lo cual también creo: “que el mejor gobierno
es el que no gobierna en absoluto”; y cuando los hombres estén
preparados para él, ese y no otro será el que tendrán.
El Gobierno es, a lo más, una conveniencia; aunque la mayoría
de ellos suelen ser inútiles, y alguna vez, todos sin excepción,
inconvenientes. Las objeciones puestas al hecho de contar con un
ejército regular, que son muchas y de peso, y merecen prevalecer,
pueden ser referidas en última instancia a la presencia de
un Gobierno igual de establecido. El ejército regular no
es sino el brazo armado del Gobierno permanente. Este, a su vez,
aunque no representa sino el modo elegido por el pueblo de ejecutar
su voluntad, es igualmente susceptible de abuso y perversión
antes de que aquél pueda siquiera actuar por su mediación.
Reparad en la presente guerra mejicana, la obra de un número
relativamente escaso de individuos que se valen del gobierno establecido
como instrumento; pues, para empezar, el pueblo no habría
consentido esta medida.
Este gobierno americano ¿qué es sino
una tradición, aunque reciente, que trata de transmitirse
inalterada a la posteridad, pese a ir perdiendo a cada instante
retazos de su decencia? Carece de la vitalidad y la fuerza de un
solo hombre vivo, pues éste puede doblegarlo a voluntad.
Es como una especie de arma de madera para el pueblo
mismo; y si alguna vez al usasen verdaderamente como real unos contra
otros, de seguro que se les desharía en astillas. Sin embargo,
no por ello deja de serles necesario; pues los individuos han de
tener alguna complicada maquinaria que otra y oír su estrépito
para satisfacer su idea de gobernar. Los gobiernos revelan, así,
cuán fácil de imponer son los hombres, incluso a estos
mismos, para su mismo medro. Excelente, convengamos; pero este Gobierno
jamás patrocinó empresa alguna más que con
la premura con que se apartó de su camino. No guarda libre
al país. No pacifica el Oeste. No educa. Es el carácter
inherente a todo el pueblo americano el que da la razón de
los logros; y estos habrían sido más numerosos si
en ocasiones el Gobierno no hubiera obstaculizado su curso. Y es
que el gobierno es una conveniencia con cuyo concurso los hombres
respetarían gustosamente su respectiva independencia; y,
lo dicho, tanto más conveniente cuanto menos interfiera en
la vida del pueblo. De goma india han de ser el comercio y las relaciones
que implica para conseguir botar por encima de las barreras que
le son constantemente interpuestas por los legisladores; y si uno
fuera a juzgar a estos hombres por el efecto de sus acciones, que
no sólo parcialmente por sus intenciones, merecerían
ser clasificados junto con esos malhechores que obstruyen la vía
férrea.
Pero, para hablar prácticamente como simple
ciudadano, y a diferencia de quienes se autotitulan “hombres de
ningún gobierno”, yo reclamo, no la ausencia de todo gobierno,
sino, enseguida, uno mejor. Que cada hombre haga saber qué
clase de Gobierno gozaría de su respeto, y ése será
el primer paso para conseguirlo.
Después de todo, la razón práctica
de por qué, cuando el poder se encuentra en manos del pueblo,
se permite que gobierne una mayoría y que continúe
haciéndolo así durante un largo periodo de tiempo,
no responde al hecho de que sean más susceptibles de verse
en posesión de la verdad ni la de que tal se antoje como
más propio a la minoría, sino a que son físicamente
los más fuertes. Pero un Gobierno tal, que la mayoría
juzgue en todos los casos, no puede basarse en la justicia, incluso
tal como la entienden los hombres. ¿No puede haber un Gobierno
donde la mayoría no decida virtualmente mal o bien, sino
en conciencia? ¿Dónde la mayoría falle sólo
aquellas cuestiones a las que es aplicable un criterio utilitario?
¿Debe rendir el ciudadano su conciencia, siquiera por un
momento, o en el grado más mínimo, al legislador?
¿Por qué posee, pues, cada hombre una conciencia?
Estimo que debiéramos ser hombres primero y súbditos
luego. No es deseable cultivar por la ley un respeto igual al que
se acuerda a lo justo. La única obligación que tengo
derecho a asumir es la de hacer en todo momento lo que considero
propio. Se dice, verdad es, que toda corporación carece de
conciencia; pero una corporación de hombres que sí
la tienen es una corporación con conciencia. La ley jamás
hizo a los hombres un ápice más justos; y. En razón
de su respeto por ellos, incluso lo mejor dispuestos se convierten
a diario en agentes de la injusticia. Resultado común y natural
de un respeto indebido por las leyes que uno pueda ver, por ejemplo,
una columna militar: coronel, capitán, cabo, soldados rasos,
artificieros, etc. Marchando en admirable orden colina arriba, colina
abajo y valle al través en dirección al frente. ¡En
contra de su voluntad! ¡Sí! Contra su sentido común
y su conciencia, lo que hace del marchar tarea ardua, en verdad,
y causa de sobresalto cardiaco. A ninguno de ellos cabe la menor
duda de que el asunto que les ocupa es ciertamente condenable; su
inclinación auténtica se orientas hacia el hacer pacífico.
Y bien ¿Cómo los describiríamos? ¿Son
acaso personas? ¿Pequeños objetos, parapetos, pertrechos
movibles a voluntad, al servicio de alguien sin escrúpulos
que detenta el poder? Visitad un establecimiento naval y contemplad
al marino, es decir, a lo que puede hacer de un hombre el gobierno
americano o alguien provisto de malas artes... una simple sombra,
un vestigio de humanidad, un ser vivo y de pie, pero enterrado ya,
podría decirse, bajo salvas y demás ceremonias; aunque
pudiere ocurrir también que:
“Not a drum was heard, not a funeral note,
As his corse to the rampart we hurried;
Not a soldier discharged his farewell shot
O´er the grave where our hero we buried.”
(No redobló el tambor ni gimió el clarín,
/ cuando llevamos su cadáver con prisas al bastión;
/ no hubo fusil que descargara su adiós / sobre la tumba
que acogió a nuestro héroe)
La gran masa de los hombres sirve al Estado, pues
así; no sólo como hambres principalmente, sino como
máquinas; con su cuerpo. Son ejército permanente y
milicia establecida, carceleros, guardias, posee comitatus
etc. En la mayoría de casos no existe ejercicio alguno libre,
sea del propio juicio o del sentido moral, sino relegamiento al
nivel del leño, de la tierra o de las piedras; y quizás
puedan construirse algún día hombres que cumplan con
igual perfección este cometido. Tales no merecen más
respeto que un fantoche o que basura. Su valor raya con el de los
caballos y los perros. Sin embargo, incluso se les reputa buenos
ciudadanos. Otros, como es el caos de la mayoría de legisladores,
políticos, juristas, clérigos y funcionarios, ven
al Estado principalmente con la cabeza; y como quiera que raramente
establecen distinciones morales, son tan susceptibles de servir
al mal sin intención, como a Dios. Unos pocos, muy pocos,
muy pocos, héroes, mártires, reformadores - que no
reformistas -, y hombres sirven al Estado también con su
conciencia, y así, se le resisten las más de las veces;
y éste los trata como enemigos. El hombre prudente sólo
se revelará útil y no se avendrá a ser “barro”
ni a “obturar un agujero para detener al viento”, sino que, por
lo menos dejará esa tarea a su polvo:
To be a sencondary at control,
“Y am too high-born to be propertied,
Or useful serving-man and instrument
To any soverign state throughout the world.”
(Nací demasiado alto para ser poseído
/ o segundo al control, / o útil hombre-capaz e instrumento
/ de ningún estado soberano.)
Quién se da enteramente al prójimo
es considerado por éste, inútil y egoísta:
el que se da en parte sólo, es considerado bienhechor y filántropo.
¿Cómo le cuadra al hombre comportarse
para con su Gobierno americano hoy? Respondo que no puede asociarse
con él sin desgracia. Me es imposible reconocer como gobierno,
siquiera un instante, a esa organización política
que lo es también del esclavo.
Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución,
es decir, el privilegio de rehusar adhesión al gobierno y
de resistírsele cuando su tiranía o su incapacidad
son visibles e intolerables. Pero, casi todo el mundo dice que no
es éste el caso actual, aunque opinan que sí lo fue
cuando la Revolución del 75. Si alguien fuere a decirme que
el presente es un mal gobierno porque gravó ciertos artículos
extranjeros arribados a sus puertos, lo más probable es que
me quedara impertérrito puesto que puedo pasarme perfectamente
sin ellos: todas las máquinas poseen roces. Y posiblemente
ello resulte en bien suficiente para contrarrestar el mal. En cualquier
caso, es mal mayor el soliviantarse por ello. Pero, cuando los roces
buscan máquina en que alojarse, y la opresión y el
robo se organizan, yo digo: desprendámonos de esta máquina
inmediatamente. En otras palabras, cuando la sexta parte de la población
de un país que se ha arrogado el título de país
de la libertad la componen los esclavos, y toda una nación
es injustamente arrollada y conquistada por un ejército extranjero
y sometida a la ley marcial, creo que no es demasiado temprano para
que los hombres honrados se rebelen y hagan la revolución.
Y lo que hace este deber tanto más urgente es el hecho de
que el país así arrollado no es el nuestro, y sí
lo es, en cambio, el ejército invasor.
En su “Duty of Submission to civil Government” Paley,
autoridad común con tantos otros sobre cuestiones morales,
reduce toda obligación civil al grado de conveniencia; y
viene a decir, que “en tanto el interés de la sociedad toda
lo requiera, es decir, mientras el Gobierno establecido no pueda
ser rechazado o cambiado sin inconveniencia pública, es la
voluntad de Dios que aquél sea obedecido, y nada más”...
Con la admisión de este principio, la justicia de cada caso
particular de resistencia se reduce a un cómputo de la cantidad
de peligro y trastorno, de un lado, y de la probabilidad y coste
de remediarlo, del otro. Al respecto, añado, que cada hombre
juzgue por sí mismo. Parece no obstante, que Paley jamás
ha considerado aquellos casos en que no rige la regla de lo utilitario,
aquellos en los que un pueblo, al igual que el individuo, debe hacer
justicia a cualquier precio. Si yo le he arrebatado injustamente
el leño salvador a un hombre que se ahoga, debo devolvérselo
aunque perezca yo. Según Paley, tal sería inconveniente.
Pero el que salvaría su vida, en tal caso, debe perderla.
Este pueblo debe dejar de tener esclavos y de hacer la guerra a
Méjico, aunque le cueste la existencia como pueblo.
En la practica, las naciones convienen con Paley.
Pero ¿cree alguien que Massachusetts hace exactamente lo
que es justo en la crisis actual?
“A drab of state, acloth-o´-silver slut,
To have her train borne up, and her soul trail in the dirt.”
(Un estado prostituido, una ramera en galas de plata
/ con la larga cola alzada en pompa, y el alma a rastras.)
Hablando prácticamente, los que se oponen
a una reforma en Massachusetts no son cien mil políticos
del Sur, sino cien mil comerciantes y granjeros de aquí,
más interesados en comercio y agricultura que en humanidad,
y nada dispuestos a hacer justicia al esclavo y a México,
cueste lo que cueste. No querello con enemigos remotos sino con
los que, cerca de casa, cooperan con los lejanos y proclaman precisamente
las ideas de estos, que, sin el concurso de aquellos serían
inocuas. Solemos decir que la masa de los hombres carece de preparación,
pero la mejoría es lenta porque los pocos no están
materialmente mejor que los muchos. No es tan importante que muchos
sean igual de buenos que tú como el que exista alguna medida
de bondad absoluta en algún lugar; pues esto haría
fermentar toda la masa. Son miles los que por opinión se
oponen a la esclavitud y a la guerra y que, sin embargo, no hacen
nada para ponerle fin; que, estimándose hijos de Washington
y de Frankiln, siguen sentados con sus manos en los bolsillos y
dicen que no saben que hacer, por lo que no hacen nada; quienes
posponen incluso la cuestión de la libertad a la del libre
comercio, y que tranquilamente se informan de los precios actuales
del mercado junto con las últimas noticias de México,
después de comer, y hasta que puede que terminen por dormirse
en el empeño. ¿Qué precio alcanza hoy un hombre
honesto y patriota? Dudan, vacilan, se lamentan, y en ocasiones,
piden; pero no hacen nada seriamente y de efecto. Esperarán,
con la mejor disposición, a que sean otros quienes remedien
la maldad para que ellos no tengan que seguir lamentándose
de su existencia. A lo más darán su voto con descuido
y una salutación de adiós al justo, cuando éste
pase por su lado. Hay novecientos noventa y nueve paladines de la
virtud por cada hombre virtuoso; pero es mucho más fácil
tratar con el poseedor real de algo que con su guardián temporal.
Toda votación es un juego, como el de
damas o el chanquete, pero con un leve tinte moral, un quehacer
festivo con el Bien y el Mal, con resonancias morales; y el envite,
naturalmente, es inherente a él. No se apuesta sobre el carácter
de los votantes. Yo deposito mi voto, quizá por lo que estimo
correcto; pero no me siento vitalmente interesado en que prevalezca.
Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. Su obligación,
por tanto, jamás pasa del grado de lo conveniente. Incluso
votar por lo justo es no hacer nada por ello. Apenas significa otra
cosa que exponer débilmente a los hombres el deseo de que
fuera así. El hombre prudente no dejará lo justo a
merced del azar ni deseará que prevalezca gracias al poder
de la mayoría vote, por fin, por la abolición de la
esclavitud será porque es indiferente a ella o porque queda
ya muy poca que abolir mediante su voto. Serán ellos, entonces
los únicos esclavos, Sólo el voto de aquél
que afirma con él su propia libertad puede acelerar la abolición
de la esclavitud.
Me llega la noticia de una convención que
ha de celebrarse en Baltimore o en cualquier otro sitio para proceder
a la selección de un candidato a la Presidencia, reunión
compuesta primariamente de editores y políticos profesionales;
y pienso: ¿Qué ha de importar al hombre independiente,
inteligente y respetable a qué decisión puedan llegar
en cualquier caso? ¿Es que no podremos contar con la sabiduría
y honradez de aquél de cualquier modo? ¿Será
imposible que sumemos algunos votos independientes? ¿Acaso
no son numerosísimos los hombres que en este país
no asisten a convenciones? Pero no: encuentro que el hombre respetable,
el así llamado, ha abandonado inmediatamente su posición
y desespera de su país cuando su país tiene más
razón para desesperar de él. En consecuencia, adopta
a uno de los candidatos así elegidos como único asequible,
demostrando de esa manera que es él mismo el asequible a
cualquier designio del demagogo. Su voto no tiene más valor
que el de cualquier extranjero sin principios o nativo veleidoso,
que bien puede que haya sido comprado. Loor al hombre que es un
hombre y, como dice mi vecino ¡posee un hueso en la espalda,
imposible de doblegar con la mano! Nuestras estadísticas
mienten: la población ha resultado demasiado grande. ¿Cuántos
hombres hay por milla cuadrada en este país? ¿Acaso
América no ofrece incentivo suficiente para que los hombres
vengan a establecerse aquí? El americano ha quedado en un
Odd Fellow - que puede ser reconocido por el desarrollo de
su órgano de gregarismo y por su manifiesta falta de intelecto
y de confianza en sí mismo, cuyo primero y principal interés
al llegar a este Nuevo Mundo consiste en ver que los asilos se hallan
en buen estado, y antes, sin embargo, ha endosado su porte viril
para ir a recabar fondos para el sostenimiento de viudas y huérfanos;
en alguien, en fin, que se atreve a vivir solamente con ayuda de
la compañía de seguros que ha prometido enterrarle
decentemente.
No es deber del hombre, después de todo, el
dedicarse a la erradicación de mal alguno, ni siquiera del
más conspicuo y tremendo; puede, en cambio, atender legítimamente
a muchos otros intereses. Pero, sí tiene la obligación,
por lo menos, de lavarse de él totalmente las manos y, si
no le concede ya ulterior atención, de no prestarle prácticamente
su apoyo. Si me dedico a otras tareas y contemplaciones debo asegurarme,
en primer lugar, de que no lo hago sobre las espaldas de otro hombre;
y librarle de mí, llegado el caso, para que también
pueda atender a sus propios objetivos. ¡Ved cuánta
flagrante irregularidad es tolerada! He oído decir a algunos
de mis conciudadanos: “ me gustaría que me enviaran a sofocar
una rebelión de esclavos, o de marcha contra Méjico
... ya verían si voy”. Y, sin embargo, esos mismos hambres
han proporcionando un sustituto, directamente con su adhesión
o indirectamente por medio de su dinero. El soldado que rehúsa
intervenir en una guerra injusta es aplaudido por aquellos que no
rehúsan sostener al gobierno injusto que la libra; por aquellos
cuyos actos y autoridad mismos él desprecia y rasa con lo
más vil, como si el estado fuera penitente hasta el extremo
de llegar a alquilar a uno para que le flagele mientras peca,
pero no lo suficiente como para dejar de pecar un solo instante.
Así, bajo el nombre del orden y del gobierno civil, se nos
hace rendir homenaje, al fin, a nuestra propia ruindad; y a sostenerla
incluso. Tras el primer sofoco del pecar viene la indiferencia;
y de inmoral deviene, por así decir, amoral, y no del todo
innecesario a esa vida que hemos trajinado.
El error más craso y extendido requiere para
supervivencia de la virtud más desinteresada. Los nobles
son los más propensos a incurrir en el leve reproche de que
es susceptible comúnmente la virtud del patriotismo. Aquellos
que mientras desaprueban el carácter y la necesidad de determinado
gobierno, le conceden su adhesión y sostén, son indudablemente
sus más concienzudos paladines; y así, a menudo, el
obstáculo más difícil para la reforma. Algunos
solicitan al Estado que disuelva la Unión que ignore las
demandas del Presidente. ¿Por qué no la disuelven
ellos mismos - la unión entre ellos mismos y el Estado -
y se niegan a ingresar su cuota en el Tesoro? ¿Acaso no se
hallan en igual relación con el Estado que éste con
la Unión? ¿Y no han sido las razones que han impedido
al Estado el resistirse a la Unión las mismas que les impiden
a ellos el resistirse al Estado?
¿Cómo puede sentirse un hombre satisfecho
tan sólo por sustentar una opinión, y cómo
puede hasta gozar de ello? ¿Hay algún disfrute en
hacerlo, si en su opinión está siendo vejado? Si tu
vecino te estafa un solo dólar, no te quedas tan ancho con
el conocimiento del hecho ni con proclamarlo así; ni siquiera
exigiéndole la debida restitución, sino que tomas
medidas inmediatas para hacerla efectiva, al tiempo que dispones
las necesarias para que el lance no vuelva a ocurrir. La acción
en base a los principios - la percepción y la practica de
lo que es justo - cambia las cosas y las relaciones; es esencialmente
revolucionaria, y no casa plenamente con lo anterior. No sólo
divide estado e iglesias; divide familias. ¡Sí! Divide
al individuo separando en él lo diabólico de lo divino.
Hay leyes injustas. ¿Nos contentaremos obedeciéndolas
o trataremos de corregirías y seguiremos obedeciendo hasta
que lo consigamos o, mas bien, las transgrediremos enseguida? Bajo
un Gobierno como el presente, los hombres piensan por lo general
que es mejor aguardar hasta haber persuadido a la mayoría
de la necesidad de alterarlas. Piensan que, de resistirse, el remedio
sería peor que la enfermedad. Pero es culpa del Gobierno
mismo que el remedio sea peor que la enfermedad. Aquél la
empeora. ¿Por qué no prevé y procura, en cambio,
las reformas necesarias? ¿Por qué no atiende a su
prudente minoría? ¿Por qué grita y se agita
antes de ser herido? ¿Por qué no anima a sus ciudadanos
a que se mantengan alerta para que le señalen sus faltas,
y a conducirse mejor de lo que, de otro modo, esperaría de
ellos? ¿Por qué crucifica siempre a Cristo y excomulga
a Copérnico, y a Lutero, al tiempo que declara rebeldes a
Washington y a Flanklin?
Uno pensaría que una negación práctica
y deliberada de la autoridad de aquél es la única
ofensa jamás contemplada como tal por el Gobierno; pues,
de no ser así ¿por qué no la ha tipificado
como tal? ¿Por qué no le ha asignado una pena definida,
adecuada y en proporción? Si un hombre carente de bienes
rehusa tan sólo una vez ganar nueve chelines para el Estado,
da en la cárcel por un período de tiempo no limitado
por ninguna de las leyes que conozco y determinado tan sólo
por el arbitrio de quienes le metieron allí; pero si robare
90 veces 9 chelines del Estado, pronto se le permite campar nuevamente
a su aire.
Si la injusticia forma parte de la necesaria fricción
de toda máquina de gobierno, que siga, que siga. Quizá
llegue a suavizarse con el desgaste; la máquina, ciertamente,
lo hará. Si la injusticia tiene una polea, un muelle o una
palanca exclusivos, puede que quizás podáis considerar
si el remedio no será peor que la enfermedad; pero si es
de naturaleza tal, que requiere de vosotros como agentes de injusticia
par otros, entonces os digo: Romped la ley. Que vuestra vida sea
una contrafricción que detenga la máquina. Lo que
hay que hacer, en todo, es no prestarse a servir al mismo mal que
se condena.
En cuanto a adoptar los modos aportados por el estado
para remedio del mal, no los reconozco como tales. Requieren demasiado
tiempo y la vida del hombre es breve. Tengo otros asuntos que atender.
Vine a este mundo no para hacer de él principalmente un buen
lugar donde vivir, sino para vivir en él fuera bueno o malo.
Al hombre no le cabe el hacerlo el hacerlo todo, sino algo; y porque
no puede hacer todas las cosas, no es necesario que haga algo mal.
No es asunto mío el andar con peticiones al Gobernador o
a la legislatura, como tampoco de ellos el de mandarme a mí;
y si prestasen oídos sordos a mis reclamaciones ¿qué
debería hacer yo entonces? Pero ante tal contingencia, el
Estado no ha proporcionado consecuencia; es su propia Constitución
la que está en falta. Puede que lo que diga parezca duro,
intransigente y poco conciliador; pero el espíritu que pueda
apreciarlo o merecerlo debe ser tratado con el máximo de
amabilidad y consideración. Así, todo cambio es para
mejorar, como que el nacimiento y la muerte convulsionan el cuerpo.
No vacilo en decir que quienes se proclaman abolicionista
debieran retirar inmediata y efectivamente todo su apoyo, tanto
personal como material, al gobierno de Massachusetts sin esperar
a constituir una mayoría de uno antes de que les afecte el
derecho de prevalecer por vía de colectivo. Estimo que es
suficiente si tienen a Dios de su parte, y que no hace falta aguardar
a sumar ese uno adicional. Además, cualquier hombre que sea
más justo que sus vecinos, constituye ya una mayoría
de uno.
Y yo confronto a este Gobierno americano o a su representante,
el Gobierno del Estado, directamente, cara, una vez al año
nada más, en la persona de su recaudador de impuesto; del
único modo que le cabe hacerlo a un hombre de mi situación;
entonces, me dice taxativamente: Reconóceme; y la manera
más sencilla y efectiva - y en el estado actual de las cosas,
indispensable - de tratarlo en base a la presentación, expresando
tu poca satisfacción y amor para con él es negándolo.
Mi convecino civil, el recaudador de impuestos, es la persona con
que he de vérmelas - pues es con hombres, al fin y al cabo,
y no con papeles, con lo que yo peleo -, persona que libremente
ha elegido ser un agente del Gobierno ¿Cómo podrá
nunca saber bien qué es y hace como funcionario de la Administración,
o como simple hambre, hasta que no se vea obligado a considerar
si debe tratarme, a su vecino, por el que siente respeto, como tal
y como persona de buena disposición, o como a un maníaco
alterador de la paz y el orden, y a ver si puede superar este obstáculo
a su convecindad sin necesidad de tener que recurrir a un pensamiento
más rudo y más impetuoso en correspondencia a su acción?
Se bien que si un millar, un centenar, una docena tan sólo
de hombres que podría nombrar - si sólo diez hombres
honestos... - ¡Ay! Si un hombre HONESTO en este Estado, en
Massachusetts, dejando de guardar esclavos se retirase efectivamente
de esta sociedad nacional de la que es consocio, y fuera por ello
encerrado en la cárcel del condado, la esclavitud daría
fin en América. Pues no importa cuán pequeño
pueda parecer el comienzo: lo que se hace bien hecho queda para
siempre. Pero nos gusta más hablar de ello: esa, decimos,
es nuestra misión. La Reforma cuenta con innumerables periódicos
a su favor, pero no tiene un solo hambre. Si mi estimado vecino,
el embajador del Estado, que dedicará sus días a solucionar
la cuestión de los Derechos Humanos en la Cámara del
Consejo, en lugar de ser amenazado con las prisiones de Carolina
fuera a convertirse en preso de Massachusetts - este Estado que
se revela tan ansioso por infligirle con engaños el pecado
de la esclavitud humana al otro, aunque por el momento sólo
pueda descubrir un acto de inhospitalidad como razón de su
querella con él - l Legislatura no desestimaría el
asunto de manera tan olímpica el invierno que viene.
Bajo un gobierno que encarcela a cualquiera injustamente,
el lugar apropiado para el justo es también la prisión.
Y hoy, el sitio adecuado, el único que Massachusetts ha proporcionado
para sus espíritus más libres y menos desalentables
está en sus prisiones, donde han de ser separados y enajenados
del Estado, por acción de esta, dado que ellos ya lo han
hecho por sus principios. Allí es donde debieran dar
con ellos el esclavo fugitivo y el prisionero mejicano en libertad
condicional, y el indio venido a denunciar las injusticias hechas
a su raza; en este terreno de exclusión, pero más
libre y honorable, donde el Estado coloca a aquellos que no están
con él sino contra él - el único hábitat
donde, en un Estado esclavizador, el hombre puede vivir con honor.
Si alguien cree que su influencia se perdería en ese lugar,
que sus voces, pues, han dejado de infligirse a los oídos
del Estado, y que ya no es enemigo de cuenta tras de los muros,
si alguien piensa así, digo, es que no sabe que la verdad
es mucho más fuerte que el error, ni con cuánta mayor
eficacia y elocuencia puede combatir la injusticia aquél
que la ha experimentado, aunque sólo sea en medida escasa,
en su propia persona. Dad vuestro voto completo, no una simple tira
e papel, comprometed toda vuestra influencia. Una minoría
es impotente sólo cuando se aviene a los dictados de la mayoría;
no es, entonces, siquiera minoría. Pero es irresistible cuando
detiene el curso de los eventos oponiéndoles su peso. Si
la alternativa es: mantener a los justos en prisión o renunciar
a la guerra y a la esclavitud, el Estado no dudará al elegir.
Si un millar de personas rehusaran satisfacer sus impuestos este
año, la medida no sería ni sangrienta ni violenta,
como sí, en cambio, el proceder contrario, que le permitiría
al Estado el continuar perpetrando acciones violentas con derramamiento
de sangre inocente. Y esa es, de hecho, la definición de
la revolución pacífica, si tal es posible. Si el recaudador
de impuestos o cualquier otro funcionario público me pregunta,
como así ha ocurrido ya, “pero ¿qué he de hacer
yo?”, mi respuesta es: “Si en verdad deseas colaborar, renuncia
al cargo”. Cuando el súbdito niegue su lealtad y el funcionario
sus oficios, la revolución se habrá conseguido. Suponed,
no obstante, que corra la sangre. ¿Acaso no se vierte ésta
cuando es herida la conciencia? La auténtica virilidad e
inmortalidad del hombre se pierden por esa herida, y aquél
se desangra hasta la muerte eterna. Y yo veo correr ahora esos ríos
de sangre.
He considerado el encarcelamiento del transgresor
más que la requisa de sus bienes - aunque ambos procedimientos
satisfagan igual propósito - porque quienes afirman el derecho
más puro y son, por consiguiente, los más peligrosos
para un estado corrompido, no han tenido por lo común mucho
tiempo para acumular riquezas. El Estado rinde a tales un servicio
comparativamente escaso, y las tasas más leves suelen parecer
exorbitantes, en particular si se ven obligados a ganarlas mediante
labor especial de las manos. Si hubiere alguien que viviere totalmente
ajeno al uso del dinero, el propio Estado dudaría en reclamárselo.
Pero el rico - para no llegar a ninguna comparación envidiosa
- se vende siempre a la institución que lo enriquece. En
términos absolutos: cuanto más dinero menos virtud;
pues aquél se interpone entre el hombre y sus objetivos,
que alcanza por él, de modo que no hubo mucho de virtud en
su loro. Allana muchos interrogantes que de otro modo se vería
obligado a resolver, mientras que la única cuestión
nueva que presenta es la de como gastarlo, la cuál es tan
difícil como superflua. El soporte moral desaparece, pues,
de debajo de sus pies. Las oportunidades de vivir disminuyen en
proporción directa al aumento de los llamados “medios”. Lo
mejor que un hombre puede hacer por su cultura cuando es rico consiste
en tratar de desarrollar y sacar adelante los planes que abriga
el pobre. Cristo respondió a los herodianos conforme a su
condición: “Traédme la moneda del tributo para que
la vea” y así lo hizo uno, extrayéndola de su bolsillo.
Si usáis monedas que llevan la imagen del César y
que él ha hecho circular y da valor, es decir, si sois hombres
del Estado y gozosamente os aprovecháis de las ventajas del
gobierno del César, devolvedle algo de lo que es suyo cuando
os lo demande; es decir: “Dad lo que es de César a César;
y lo que es de Dios, a Dios”. y les dejó, así, maravillados,
sin saber más que antes, pues que no sabían qué
era de quién porque no deseaban saberlo. Cuando converso
con el más libre de mis vecinos me doy cuenta de que, diga
lo que diga acerca de la magnitud y la seriedad de la cuestión
y sobre la consideración que le merece la tranquilidad pública,
el problema se reduce en última instancia a que no
puede pasarse sin la protección del gobierno existente ,
y a que teme horrorosamente las consecuencias que el desobedecerle
pudiere acarrear a sus propiedades o a su familia. Por mi parte,
no me gustaría pensar que jamás haya de confiar en
la protección del Estado, pero si niego su autoridad cuando
me presenta su impuesto, pronto tomará y se apropiará
de lo que me pertenece, perjudicándome así cuento
en mi persona y en la de los míos. Y eso es duro. Hace que
al hombre le sea imposible el vivir honesta y al mismo tiempo cómodamente
en cuanto a lo externo se refiere. Dejará de valer la pena
el acumular propiedades que, a la postre, desaparecerían
también. Hay que emplearse o sentar plaza en algún
sitio, y cultivar una pequeña cosecha, que comerse cuanto
antes. Uno habrá de encerrarse en sí mismo y no depender
de nadie, presto siempre, dispuesto a recomenzar en cualquier momento
y averso a entretener demasiados negocios. Es posible enriquecerse
incluso en Turquía, siempre que se sea un buen súbdito
del gobierno turco en todos los aspectos. Confucio dijo: “si un
Estado se gobierna por los principios de la razón, la pobreza
y la miseria son sujetas a la vergüenza”. No; hasta que no
necesite que la protección de Massachusetts me sea otorgada
en algún distante puerto meridional, donde mi libertad fuere
puesta en peligro, o hasta que no tenga más ocupación
que la de crear una propiedad aquí mediante empresa pacífica,
puedo permitirme el negar mi sometimiento leal a Massachusetts y
su derecho a mi propiedad y mi vida. Me cuesta menos, en todos los
sentidos, el incurrir en pena de desobediencia al Estado que el
obedecer, en cuyo caso me sentiría mermado en mi propia estimación.
Hace algunos años, el Estado me emplazó
en nombre de la Iglesia a que pagara cierta cantidad para el sostenimiento
de un clérigo a cuyos sermones solía acudir mi padre,
aunque yo no. “Paga”, dijo “O serás encerrado”. Rehusé
pagar. Pero lamentablemente, otros juzgaron oportuno el transigir.
No veo por qué el director de la escuela ha de verse forzado
a contribuir al sostenimiento del clérigo, y no al
revés; pues yo no era el maestro estatal, pero subvenía
a mis necesidades mediante subscripción voluntaria. No comprendía
por qué el Liceo no había de presentar su propio impuesto,
y hacer que el Estado apoyara su demanda al igual que lo hacía
la Iglesia. Sin embargo, a instancias de los alcaldes, condescendí
a deponer por escrito una declaración como la siguiente:
“Sabed todos por la presente que yo, Henry Thoreau, no deseo ser
considerado miembro de ninguna sociedad establecida a la que no
me haya expresado unido”, documento que entregué al secretario
municipal, quien aún lo posee. El Estado sabedor entonces
de que yo no deseaba ser considerado miembro de aquella Iglesia,
,jamás ha vuelto ha hacerme semejante demanda, aunque determinó
que en aquella ocasión debía respetar su presunción
original. Si hubiera sabido cómo nombrarlas, me habría
excluido entonces de todas las sociedades en las que nunca me habría
incluido, pero no supe cómo hacerme con la lista completa.
No he pagado impuesto de capitación durante
seis años, hecho que en una ocasión me llevó
a la celda por una noche; y mientras contemplaba los muros de sólida
roca y unos cuatro o cinco palmos de grosor, la puerta de madera
y hierro de un palmo y medio de grueso y la reja que tamizaba la
luz, no pude menos que asombrarme de la estupidez de aquella institución
que me trataba como si yo no fuera sino mera carne, sangre y huesos
que encerrar. Me hice cruces de que a la postre hubiera concluido
que era ese, precisamente, el mejor empleo que podía darme
y de que no hubiera pensado en hacer uso de mis servicios de alguna
otra forma. Vi que si había una pared de piedra entre mí
y mis conciudadanos, se anteponía otra, más difícil
de romper o salvar, antes de que pudieran llegar a ser tan libres
como yo. En momento alguno un gran mal gasto de piedras y mortero.
Me sentí como si hubiera sido el único entre mis conciudadanos
que hubiera pagado su tributo. Llanamente, no sabían cómo
tratarme, sino que se comportaban como personas mal educadas. En
cada amenaza y en cada cumplido saltaba el desatino; pues creían
que mi mayor deseo era el hallarme del otro lado del muro. Y no
podía dejar de sonreírme al ver con que diligencia
y cuidado me cerraban la puerta cuando me enfrascaba en mis meditaciones,
que los seguían afuera sin problema ni dificultad, o siendo
sino ellos todo lo que allí era peligroso. Como no podían
llegar a mí, habían resuelto castigar mi cuerpo; igual
que los muchachos que, si no pueden vérselas con una
persona contra la que guardan algún agravio, atacan a su
perro. Vi que el Estado era de pocas luces, temeroso como mujer
aislada con su cubertería de plata, y que no era capaz de
distinguir amigo de enemigo, de manera que le perdí el resto
del respeto que aún me quedaba y le compadecí.
Así pues el Estado no se enfrenta nunca intencionalmente
contra el sentido del hombre, intelectual y moral, sino contra su
cuerpo, sus sentidos. No se arma de honestidad o de ingenio superior
sino de mayor fuerza física. Pero yo no he nacido para ser
violentado. Y respiraré a mi aire; veremos quién es
el más fuerte. ¿Qué fuerza tiene la multitud?
Sólo pueden forzarme a algo aquellos que obedecen a una ley
superior a la mía. Me obligan a ser como ellos. Pero no he
oído decir que los hombres sean forzados a vivir de ese u
otro modo. ¿Qué vida sería ésta? Cuando
doy con un gobierno que me dice: “Tu dinero o tu vida” ¿Por
qué he de apresurarme a darle mi dinero? Puede que se halle
en gran estrechez y que no sepa qué hacer: no puedo evitarlo.
Debe ayudarse a sí mismo; hacer como hago yo. No vale la
pene lloriquear por ello. Yo no soy responsable del buen funcionamiento
de la sociedad. No soy el hijo del ingeniero. Observo que cuando
una bellota y una castaña caen juntas, una no permanece inerte
para dejar paso a la otra, sino que ambas obedecen sus propias leyes
y rebrotan, crecen tan bien como les es posible, hasta que una acaso
supere y destruya a la otra. Si una planta no puede vivir de acuerdo
con su naturaleza, muere; igual ocurre con el hombre.
La noche en prisión fue harto interesante
y novedosa. A mi llegada, los presos, en mangas de camisa, estaban
reunidos frente a la puerta charlando y disfrutando de la brisa
vespertina. Entonces, dijo el carcelero: “¡Hala, chicos, es
hora de cerrar!” Y así, se dispersaron; y fui oyendo sus
pasos de retorno a los desiertos apartamentos. El que hablara me
presentó asimismo a mi compañero de celda, a quien
calificó de sujeto “de primera clase e inteligente. Una vez
cerrada nuestra puerta, el dicho me indicó donde colgar el
sombrero y cómo se manejaba uno en aquellas circunstancias.
Las celdas eran encaladas una vez al mes; y aquella era por lo menos
la más blanca, de mobiliario más sencillo y la más
limpia entre todas las habitaciones de la villa. Naturalmente, quería
saber de donde procedía y qué me había llevado
allá. Una vez se lo hube dicho, le pregunté a mi vez
otro tanto presumiéndolo, claro está, hombre honesto,
cual - tal como va el mundo - creo que en efecto era. “Vaya”, respondió...
“me acusan de haber incendiado un granero, lo cual no hice”. Según
pude más o menos averiguar, probablemente había ido
a dormir la mona a un granero con la pipa encendida, y así
fue como ocurrió lo demás. Tenía fama de hombre
listo; había pasado unos tres meses allí en espera
de ser juzgado y habría de esperar otros tantos hasta serlo.
Pero, se había hecho perfectamente a la situación
y se contentaba con ella puesto que le salía la manutención
gratis y además, opinaba, se le trataba bien.
El ocupaba una ventana; yo, la otra, y llegué
a la conclusión de que si uno permanecía allá
suficiente tiempo, a la postre, su ocupación principal habría
de ser, precisamente, la de mirar a través de aquellas. Pronto
me hube al corriente de los prospectos restantes de ocupantes anteriores,
y examinando las vías de huida de cautivos de otrora - donde
una reja había sido aserrada - quedando también enterado
de la historia y unas confidencias que jamás circulaban fuera
de las paredes carcelarias. Probablemente se trata de la única
casa de la villa donde se componen versos que se imprimen luego
con carácter circular, que no se publican. Me fue mostrada
de ellos una lista nada menguada, compuesta y cantado vindicativamente
por un grupo de jóvenes frustrado en su intento de evasión.
Le saqué a mi compañero de celda tanta
información como me fue posible por miedo a no tropezarme
nuevamente con él; en última instancia, me indicó
cuál era mi catre y hasta me dejó soplar la lampará
Fue como un viaje a un país exótico,
tal como jamás hubiera podido esperar conocer, el pernoctar
allá una noche. Me pareció que nunca había
oído sonar el reloj del Ayuntamiento y que eran absolutamente
nuevos para mí los rumores vespertinos de la villa; y es
que dormíamos con las ventanas abiertas, que quedaban por
dentro de la reja. Era como si contemplara de pronto mi villa
natal a la luz de la Edad Media, y a nuestro Concord convertido
en uno de los brazos del Rin, mientras se sucedían ante mí
atónita mirada visiones de caballeros y castillos. Y no eran
sino los roces de mis convecinos desfilando ante mí. Vime
transformado en espectacular y oyente involuntario de todo cuanto
era dicho y hecho en la cocina de la adyacente posada del pueblo,
experiencia que, confieso, me era totalmente nueva y extraña.
Fue una panorámica próxima, un primer plano de mi
villa natal, que hizo que me sintiera más adentro en ella.
Jamás había conocido sus instituciones, y ésta
es una de las peculiares, pues que se trata de una cabeza de condado.
En suma, empecé a comprender el hacer de sus habitantes.
Por la mañana nuestro desayuno era introducido
por un ventanuco practicado al efecto en la puerta, y en pequeñas
latas oblongas de capacidad tal que contuvieran exactamente medio
litro de chocolate, un pedazo de pan y una cuchara de hierro. Cuando
vinieron de nuevo en busca de los cacharros fui lo suficiente novato
como para devolver el pan que me había sobrado; mi compañero,
no obstante, lo evitó diciéndome que lo reservara
para la comida o la cena. Al poco fue exclaustrado para acudir a
las faenas de recogida del heno en un campo próximo, al que
iba a diario y del que no regresaría hasta el mediodía;
se despidió, pues, diciendo que dudaba de verme otra vez.
Cuando salí de prisión - pues alguien
interfirió y pagó el impuesto - no observé
que se hubieran producido grandes cambios en el colectivo, en lo
comunitario, como fue el caso de quien, entrado de joven, salió
hecho un viejo chocho de pelos grises, sin embargo, a mi modo de
ver, una modificación sí había tenido lugar
en la escena - la villa, el estado, el país - y mayor aun
que cualquiera que pudiera deberse al mero paso del tiempo. El Estado
en que vivía se me ofreció con perfiles más
definidos. Vi hasta que punto podían ser tenidos como buenos
los vecinos y amigos que me rodeaban; reparé en que su amistad
era apta sólo para climas estivales; que no abrigaban deseos
de llevar a término ninguno especialmente justo; que por
sus prejuicios y supersticiones constituían una raza tan
distinta de mí como lo sería un chino o un malayo;
que con sus sacrificios en aras de la humanidad no incurrían
en riesgos, n siquiera en aquel que pudiere afectar tan sólo
a sus bienes, que después de todo, no eran tan nobles, sino
que trataban al ladrón como les había tratado a ellos;
y que, mediante cierta apariencia externa y unas cuantas plegarias,
así como discurriendo de vez en cuando por una vía
recta, pero inútil, esperaban salvar sus almas. Puede que
esto parezca un juicio severo sobre mis conciudadanos, pues, según
creo, muchos de ellos no saben siquiera que poseen una institución
tal como la de la cárcel de su comunidad.
Antiguamente era costumbre en nuestro pueblo que
cuando un infeliz deudor salía de prisión, sus conocidos
le saludaban mirando a través de los dedos, cruzados como
representación de las rejas carcelarias. “¿Qué
tal?”. Pero mis vecinos no me saludaron de esta manera sino que,
primero, miraron inquisitivamente, y luego entre sí, como
si yo estuviera de vuelta de un largo viaje. Fui encarcelado cuando
me dirigía al zapatero en busca de un remiendo. Al ser puesto
en libertad, a la mañana siguiente, procedí a dar
fin a lo que me había llevado allá, y de nuevo sobre
mi calzado rejuvenecido, me unía a un grupo de gayuberos
impacientes por contar con mi guía; y en media hora tan sólo
- pues el caballo fue pronto aparejado - vime en medio del campo
de gayubas, en uno de nuestros cerros más latos y a eso de
unas dos millas del pueblo, y constaté que no veía
al Estado por parte alguna.
Y esta es la historia de “Mis Prisiones”.
Nunca me he negado a pagar el impuesto viario pues
tan deseoso estoy de ser un buen vecino como un mal súbdito;
y en lo que al sostenimiento de las escuelas se refiere, ahora mismo
estoy aportando mi parte a la educación de mis conciudadanos.
No es por nada en particular que me niego a someterme a la ley fiscal.
Simplemente, deseo rehusar mi adhesión al Estado, retirarme
y mantenerme efectivamente al margen de él. No trato de averiguar
el fin de mi dólar, de poder hacerlo, hasta que pueda aplicarse
a la compra de un hombre o de un mosquete con que darle muerte.
El dólar es inocente, pero me preocupa el conocer los efectos
de mi contribución al erario. De hecho, declaro llanamente
mi guerra al Estado, a mi modo, aunque seguiré haciendo uso
y obteniendo cuantas ventajas pueda de él, como es habitual
es estos casos.
Si otros, por simpatía para con el Estado,
pagan el impuesto que se me reclama, no hacen sino lo que han hecho
en el caso propio o, más bien, fomentan la injusticia en
mayor grado aun de lo que el Estado requiere. Si satisfacen la tasa
por razón de un equivocado interés por el individuo
gravado, para preservar sus propiedades o evitar su reclusión
en la cárcel, es porque no han considerado sensatamente hasta
qué extremo dejan que sus sentimientos interfieran con el
bien público.
Esta es, pues, mi situación presente. Pero,
toda guardia es poca en tal caso, si las acciones son mediatizadas
por pura obstinación o por un indebido respeto a la opinión
del prójimo. Que el individuo proceda solamente como corresponde
a su personalidad y al momento.
En ocasiones, pienso: Pero, estas gentes abrigan
buenas intenciones; sólo que son ignorantes; lo harían
mejor si supieran cómo, ¿Por qué obligar a
tu vecino al esfuerzo de una regla, ni siquiera en este mundo. Si
un hombre es libre de pensar, de soñar, de desear, lo que
no es nunca por mucho tiempo lo que le parece ser, no hay reformadores
ni gobiernos insensatos que puedan interrumpirle fatalmente.
Sé que la mayoría de los hombres piensan
de un modo diferente a mí; y aquellos cuyas vidas están
por profesión dedicadas al estudio de estos temas o similares
me satisfacen tan poco los demás. Los estadistas y los legisladores,
que de forma tan plena se hallan integrados en la institución,
jamás la contemplan crítica y crudamente. Hablan de
separarse de la sociedad, pero carecen de lugar de reposo fuera
de ella. Puede que se trate de hombres de experiencia y criterio,
y no cabe dudad alguna de que han inventado sistemas ingeniosos
y hasta útiles, por lo que sinceramente les damos las gracias;
pero toda su inventiva y utilidad quedan encerradas en límites
ciertamente no muy amplios. Propenden a olvidarse de que el mundo
no es gobernado mediante un programa político y la conveniencia.
Webster jamás se sale de lo que sea materia de gobierno y,
por consiguiente, no puede hablar sobre él con autoridad.
Sus palabras son sabiduría para aquellos legisladores que
no contemplan reforma alguna esencial en el régimen existente;
pero para los pensadores y para quienes legislan para siempre, jamás
toca el tema siquiera de pasada. Sé de quienes con sus serenas
y prudentes especulaciones pronto revelarían cuán
limitados son el alcance y la hospitalidad de la mente de aquél.
Y sin embargo, comparado con el pobre hacer de la mayoría
de reformistas y con la sabiduría y elocuencia, más
míseras aún, de los políticos en general, son
las suyas las únicas palabras sensatas y de valor, y damos
gracias al cielo por ello. Comparativamente, pues, él siempre
se nos antoja fuerte, original, y sobre todo, práctico. Con
todo, su cualidad no es la sabiduría sino la prudencia. La
verdad del jurista no es tal, sino consistencia, coherencia, utilidad,
conveniencia. La verdad armoniza siempre consigo misma y no es movida
primariamente por el fin de revelar la justicia, que puede equivaler
a un hacer mal. Bien merece ser llamado, como así ha sido,
Defensor de la Constitución. No cabe esperar de él
más golpes que los defensivos. No es conductor sino seguidor.
Sus líderes son los hombres del ochenta y siete.- Jamás
he hecho esfuerzo alguno- dice - y me propongo continuar siempre
así; jamás he apoyado ninguna moción, ni pienso
apoyarla si sugiere, para alterar la disposición o convenio
originales, en correspondencia con los cuales los diferentes Estados
se constituyeron en la Unión -. Sin embargo reparando en
el beneplácito que la Constitución acuerda a la esclavitud,
añade: -Dado que forma parte del corpus original, dejad que
se mantenga-. Pese a su especial agudeza y habilidad es incapaz
de separar un hecho de sus meras relaciones políticas, y
de contemplarlo tal como se presenta en términos absolutos
a la consideración del intelecto. ¿Qué cabe
al hombre, por ejemplo, aquí en América con respecto
a la esclavitud sino riesgos o verse llevado a dar una respuesta
tan desesperada como la siguiente - en tanto que profesa hablar
en términos absolutos y como mero particular - de donde puede
inferirse un código nuevo y singular de deberes sociales?
- La manera - dice él - con que los gobiernos de esos Estados
en los que existe la esclavitud hayan de regularla queda a su respectiva
consideración bajo su responsabilidad ante los constituyentes,
ante las leyes generales de lo propio, humano y justo, y ante Dios.
Las asociaciones que puedan formarse en otros lugares nacidas de
un sentimiento humanitario o de razones otras cualesquiera, no tienen
nada que ver con la cuestión. Jamás han recibido mi
apoyo ni lo recibirán.
Quienes no conocen fuentes de verdad más puras,
que no han seguido el curso de ésta hasta cotas más
elevadas, se atienen prudentemente a la Biblia y a la Constitución
y beben de ellas con reverencia y humildad; pero quienes reparan
por dónde brotan aquellas gota a gota para alimentar ese
lago o aquella laguna, se fajan fuertemente la cintura y siguen
su peregrinación en busca del manantial primero.
No ha habido hombre alguno de genio legislador en
América. Son raros en la historia del mundo. Abundan los
oradores, los políticos, los hombres especialmente elocuentes,
se cuentan por miles; pero no ha abierto aún la boca aquel
orador capaz de resolver los numerosos y muy vilipendiados problemas
que nos acucian hoy. Nos gusta la elocuencia por sí misma
y no por la verdad de que pueda ser portadora o por el heroísmo
que pueda inspirar. Nuestros legisladores no han aprendido aún
el valor relativo que encierra para una nación el libre comercio
y la libertad, la unión y la rectitud. Carecen de genio o
de talento para cuestiones comparativamente modestas de imposición
fiscal y finanzas, de comercio, de producción y de agricultura.
Si quedáramos al albedrío del ingenio verbal de los
legisladores del Congreso a modo de guía, no contrapesada
por la razonada experiencia y quejas efectivas del pueblo, América
pronto dejaría de conservar su rango en el concierto de las
naciones. El Nuevo Testamento ha sido escrito hace ya mil ochocientos
años - aunque caso no tenga derecho a referirme a ello -
y sin embargo ¿dónde está el legislador con
sabiduría y talento practico suficiente para hacer uso de
la luz que aquél imparte sobre la ciencia de la legislación?
La autoridad del gobierno, aun aquella a la que estoy
dispuesto a someterme - pues obedeceré prestamente a aquellos
que saben y pueden hacer las cosas mejor que yo, y en muchos casos,
hasta a quienes ni saben ni puedan tanto - es, con todo, todavía
impura: para que aquél pueda ser estrictamente justo habrá
de contar con la aprobación y consenso de los gobernados.
No puede ejercer más derecho sobre mi persona y propiedad
que el que yo le conceda. El progreso desde una monarquía
absoluta a otra de carácter limitado es un avance hacia el
verdadero respeto por el individuo. Incluso el filósofo chino
fue lo suficiente sabio como para considerar el individuo base del
Imperio. ¿Es la democracia, tal como la conocemos, el último
logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar
un paso más hacia el reconocimiento y organización
de los derechos del hombre? Nunca podrá haber un Estado realmente
libre e iluminado hasta que no reconozca al individuo como poder
superior independiente del que derivan el que a él le cabe
y su autoridad, y, en consecuencia, le dé el tratamiento
correspondiente. Me complazco imaginándome un Estado, al
fin, que puede permitirse el ser justo con todos los hombres y acordar
a cada individuo el respeto debido a un vecino; que incluso no consideraría
improcedente a su propio reposo el que unos cuantos decidieran vivir
marginados, sin interferir con él ni acogerse a él,
pero cumpliendo sus deberes de vecino y prójimo. Un Estado
que produjere esta clase de fruto y acertare a desprenderse de él
tan pronto como hubiere madurado prepararía el camino hacia
otro más perfecto y glorioso, que también he soñado,
pero del que no se ha visto aún traza alguna.
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