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  DOCUMENTOS - DOSSIER DESOBEDIENCIA CIVIL  
     
 
DEL DEBER DE LA DESOBEDIENCIA  CIVIL

HENRY DAVID THOREAU

 
 
 
   
   
 
De todo corazón acepto el lema de que “el mejor gobierno es el que gobierna menos”, y me gustaría que fuera honrado con más diligencia y sistema. En la práctica significa asimismo, lo cual también creo: “que el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto”; y cuando los hombres estén preparados para él, ese y no otro será el que tendrán. El Gobierno es, a lo más, una conveniencia; aunque la mayoría de ellos suelen ser inútiles, y alguna vez, todos sin excepción, inconvenientes. Las objeciones puestas al hecho de contar con un ejército regular, que son muchas y de peso, y merecen prevalecer, pueden ser referidas en última instancia a la presencia de un Gobierno igual de establecido. El ejército regular no es sino el brazo armado del Gobierno permanente. Este, a su vez, aunque no representa sino el modo elegido por el pueblo de ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de abuso y perversión antes de que aquél pueda siquiera actuar por su mediación. Reparad en la presente guerra mejicana, la obra de un número relativamente escaso de individuos que se valen del gobierno establecido como instrumento; pues, para empezar, el pueblo no habría consentido esta medida.  

Este gobierno americano ¿qué es sino una tradición, aunque reciente, que trata de transmitirse inalterada a la posteridad, pese a ir perdiendo a cada instante retazos de su decencia? Carece de la vitalidad y la fuerza de un solo hombre vivo, pues éste puede doblegarlo a voluntad.

Es como una especie de arma de madera para el pueblo mismo; y si alguna vez al usasen verdaderamente como real unos contra otros, de seguro que se les desharía en astillas. Sin embargo, no por ello deja de serles necesario; pues los individuos han de tener alguna complicada maquinaria que otra y oír su estrépito para satisfacer su idea de gobernar. Los gobiernos revelan, así, cuán fácil de imponer son los hombres, incluso a estos mismos, para su mismo medro. Excelente, convengamos; pero este Gobierno jamás patrocinó empresa alguna más que con la premura con que se apartó de su camino. No guarda libre al país. No pacifica el Oeste. No educa. Es el carácter inherente a todo el pueblo americano el que da la razón de los logros; y estos habrían sido más numerosos si en ocasiones el Gobierno no hubiera obstaculizado su curso. Y es que el gobierno es una conveniencia con cuyo concurso los hombres respetarían gustosamente su respectiva independencia; y, lo dicho, tanto más conveniente cuanto menos interfiera en la vida del pueblo. De goma india han de ser el comercio y las relaciones que implica para conseguir botar por encima de las barreras que le son constantemente interpuestas por los legisladores; y si uno fuera a juzgar a estos hombres por el efecto de sus acciones, que no sólo parcialmente por sus intenciones, merecerían ser clasificados junto con esos malhechores que obstruyen la vía férrea.

Pero, para hablar prácticamente como simple ciudadano, y a diferencia de quienes se autotitulan “hombres de ningún gobierno”, yo reclamo, no la ausencia de todo gobierno, sino, enseguida, uno mejor. Que cada hombre haga saber qué clase de Gobierno gozaría de su respeto, y ése será el primer paso para conseguirlo.

Después de todo, la razón práctica de por qué, cuando el poder se encuentra en manos del pueblo, se permite que gobierne una mayoría y que continúe haciéndolo así durante un largo periodo de tiempo, no responde al hecho de que sean más susceptibles de verse en posesión de la verdad ni la de que tal se antoje como más propio a la minoría, sino a que son físicamente los más fuertes. Pero un Gobierno tal, que la mayoría juzgue en todos los casos, no puede basarse en la justicia, incluso tal como la entienden los hombres. ¿No puede haber un Gobierno donde la mayoría no decida virtualmente mal o bien, sino en conciencia? ¿Dónde la mayoría falle sólo aquellas cuestiones a las que es aplicable un criterio utilitario? ¿Debe rendir el ciudadano su conciencia, siquiera por un momento, o en el grado más mínimo, al legislador? ¿Por qué posee, pues, cada hombre una conciencia? Estimo que debiéramos ser hombres primero y súbditos luego. No es deseable cultivar por la ley un respeto igual al que se acuerda a lo justo. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en todo momento lo que considero propio. Se dice, verdad es, que toda corporación carece de conciencia; pero una corporación de hombres que sí la tienen es una corporación con conciencia. La ley jamás hizo a los hombres un ápice más justos; y. En razón de su respeto por ellos, incluso lo mejor dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia. Resultado común y natural de un respeto indebido por las leyes que uno pueda ver, por ejemplo, una columna militar: coronel, capitán, cabo, soldados rasos, artificieros, etc. Marchando en admirable orden colina arriba, colina abajo y valle al través en dirección al frente. ¡En contra de su voluntad! ¡Sí! Contra su sentido común y su conciencia, lo que hace del marchar tarea ardua, en verdad, y causa de sobresalto cardiaco. A ninguno de ellos cabe la menor duda de que el asunto que les ocupa es ciertamente condenable; su inclinación auténtica se orientas hacia el hacer pacífico. Y bien ¿Cómo los describiríamos? ¿Son acaso personas? ¿Pequeños objetos, parapetos, pertrechos movibles a voluntad, al servicio de alguien sin escrúpulos que detenta el poder? Visitad un establecimiento naval y contemplad al marino, es decir, a lo que puede hacer de un hombre el gobierno americano o alguien provisto de malas artes... una simple sombra, un vestigio de humanidad, un ser vivo y de pie, pero enterrado ya, podría decirse, bajo salvas y demás ceremonias; aunque pudiere ocurrir también que:

 “Not a drum was heard, not a funeral note,
As his corse to the  rampart we hurried;
Not a soldier discharged his farewell shot
O´er the grave where our hero we buried.”

(No redobló el tambor ni gimió el clarín, / cuando llevamos su cadáver con prisas al bastión; / no hubo fusil que descargara su adiós / sobre la tumba que acogió a nuestro héroe)

La gran masa de los hombres sirve al Estado, pues así; no sólo como hambres principalmente, sino como máquinas; con su cuerpo. Son ejército permanente y milicia establecida, carceleros, guardias, posee comitatus  etc. En la mayoría de casos no existe ejercicio alguno libre, sea del propio juicio o del sentido moral, sino relegamiento al nivel del leño, de la tierra o de las piedras; y quizás puedan construirse algún día hombres que cumplan con igual perfección este cometido. Tales no merecen más respeto que un fantoche o que basura. Su valor raya con el de los caballos y los perros. Sin embargo, incluso se les reputa buenos ciudadanos. Otros, como es el caos de la mayoría de legisladores, políticos, juristas, clérigos y funcionarios, ven al Estado principalmente con la cabeza; y como quiera que raramente establecen distinciones morales, son tan susceptibles de servir al mal sin intención, como a Dios. Unos pocos, muy pocos, muy pocos, héroes, mártires, reformadores - que no reformistas -, y hombres sirven al Estado también con su conciencia, y así, se le resisten las más de las veces; y éste los trata como enemigos. El hombre prudente sólo se revelará útil y no se avendrá a ser “barro” ni a “obturar un agujero para detener al viento”, sino que, por lo menos dejará esa tarea a su polvo:

To be a sencondary at control,
“Y am too high-born to be propertied,
Or useful serving-man and instrument
To any soverign state throughout the world.”

(Nací demasiado alto para ser poseído / o segundo al control, / o útil hombre-capaz e instrumento / de ningún estado soberano.)

Quién se da enteramente al prójimo es considerado por éste, inútil y egoísta: el que se da en parte sólo, es considerado bienhechor y filántropo.

¿Cómo le cuadra al hombre comportarse para con su Gobierno americano hoy? Respondo que no puede asociarse con él sin desgracia. Me es imposible reconocer como gobierno, siquiera un instante, a esa organización política que lo es también del esclavo.

Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el privilegio de rehusar adhesión al gobierno y de resistírsele cuando su tiranía o su incapacidad son visibles e intolerables. Pero, casi todo el mundo dice que no es éste el caso actual, aunque opinan que sí lo fue cuando la Revolución del 75. Si alguien fuere a decirme que el presente es un mal gobierno porque gravó ciertos artículos extranjeros arribados a sus puertos, lo más probable es que me quedara impertérrito puesto que puedo pasarme perfectamente sin ellos: todas las máquinas poseen roces. Y posiblemente ello resulte en bien suficiente para contrarrestar el mal. En cualquier caso, es mal mayor el soliviantarse por ello. Pero, cuando los roces buscan máquina en que alojarse, y la opresión y el robo se organizan, yo digo: desprendámonos de esta máquina inmediatamente. En otras palabras, cuando la sexta parte de la población de un país que se ha arrogado el título de país de la libertad la componen los esclavos, y toda una nación es injustamente arrollada y conquistada por un ejército extranjero y sometida a la ley marcial, creo que no es demasiado temprano para que los hombres honrados se rebelen y hagan la revolución. Y lo que hace este deber tanto más urgente es el hecho de que el país así arrollado no es el nuestro, y sí lo es, en cambio, el ejército invasor.

En su “Duty of Submission to civil Government” Paley, autoridad común con tantos otros sobre cuestiones morales, reduce toda obligación civil al grado de conveniencia; y viene a decir, que “en tanto el interés de la sociedad toda lo requiera, es decir, mientras el Gobierno establecido no pueda ser rechazado o cambiado sin inconveniencia pública, es la voluntad de Dios que aquél sea obedecido, y nada más”... Con la admisión de este principio, la justicia de cada caso particular de resistencia se reduce a un cómputo de la cantidad de peligro y trastorno, de un lado, y de la probabilidad y coste de remediarlo, del otro. Al respecto, añado, que cada hombre juzgue por sí mismo. Parece no obstante, que Paley jamás ha considerado aquellos casos en que no rige la regla de lo utilitario, aquellos en los que un pueblo, al igual que el individuo, debe hacer justicia a cualquier precio. Si yo le he arrebatado injustamente el leño salvador a un hombre que se ahoga, debo devolvérselo aunque perezca yo. Según Paley, tal sería inconveniente. Pero el que salvaría su vida, en tal caso, debe perderla. Este pueblo debe dejar de tener esclavos y de hacer la guerra a Méjico, aunque le cueste la existencia como pueblo.

En la practica, las naciones convienen con Paley. Pero ¿cree alguien que Massachusetts hace exactamente lo que es justo en la crisis actual?

“A drab of state, acloth-o´-silver slut,
To have her train borne up, and her soul trail in the dirt.”

(Un estado prostituido, una ramera en galas de plata / con la larga cola alzada en pompa, y el alma a rastras.)  

Hablando prácticamente, los que se oponen a una reforma en Massachusetts no son cien mil políticos del Sur, sino cien mil comerciantes y granjeros de aquí, más interesados en comercio y agricultura que en humanidad, y nada dispuestos  a hacer justicia al esclavo y a México, cueste lo que cueste. No querello con enemigos remotos sino con los que, cerca de casa, cooperan con los lejanos y proclaman precisamente las ideas de estos, que, sin el concurso de aquellos serían inocuas. Solemos decir que la masa de los hombres carece de preparación, pero la mejoría es lenta porque los pocos no están materialmente mejor que los muchos. No es tan importante que muchos sean igual de buenos que tú como el que exista alguna medida de bondad absoluta en algún lugar; pues esto haría fermentar toda la masa. Son miles los que por opinión se oponen a la esclavitud y a la guerra y que, sin embargo, no hacen nada para ponerle fin; que, estimándose hijos de Washington y de Frankiln, siguen sentados con sus manos en los bolsillos y dicen que no saben que hacer, por lo que no hacen nada; quienes posponen incluso la cuestión de la libertad a la del libre comercio, y que tranquilamente se informan de los precios actuales del mercado junto con las últimas noticias de México, después de comer, y hasta que puede que terminen por dormirse en el empeño. ¿Qué precio alcanza hoy un hombre honesto y patriota? Dudan, vacilan, se lamentan, y en ocasiones, piden; pero no hacen nada seriamente y de efecto. Esperarán, con la mejor disposición, a que sean otros quienes remedien la maldad para que ellos no tengan que seguir lamentándose de su existencia. A lo más darán su voto con descuido y una salutación de adiós al justo, cuando éste pase por su lado. Hay novecientos noventa y nueve paladines de la virtud por cada hombre virtuoso; pero es mucho más fácil tratar con el poseedor real de algo que con su guardián temporal.

Toda votación es  un juego, como el de damas o el chanquete, pero con un leve tinte moral, un quehacer festivo con el Bien y el Mal, con resonancias morales; y el envite, naturalmente, es inherente a él. No se apuesta sobre el carácter de los votantes. Yo deposito mi voto, quizá por lo que estimo correcto; pero no me siento vitalmente interesado en que prevalezca. Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. Su obligación, por tanto, jamás pasa del grado de lo conveniente. Incluso votar por lo justo es no hacer nada por ello. Apenas significa otra cosa que exponer débilmente a los hombres el deseo de que fuera así. El hombre prudente no dejará lo justo a merced del azar ni deseará que prevalezca gracias al poder de la mayoría vote, por fin, por la abolición de la esclavitud será porque es indiferente a ella o porque queda ya muy poca que abolir mediante su voto. Serán ellos, entonces los únicos esclavos, Sólo el voto de aquél que afirma con él su propia libertad puede acelerar la abolición de la esclavitud.

Me llega la noticia de una convención que ha de celebrarse en Baltimore o en cualquier otro sitio para proceder a la selección de un candidato a la Presidencia, reunión compuesta primariamente de editores y políticos profesionales; y pienso: ¿Qué ha de importar al hombre independiente, inteligente y respetable a qué decisión puedan llegar en cualquier caso? ¿Es que no podremos contar con la sabiduría y honradez de aquél de cualquier modo? ¿Será imposible que sumemos algunos votos independientes? ¿Acaso no son numerosísimos los hombres que en este país no asisten a convenciones? Pero no: encuentro que el hombre respetable, el así llamado, ha abandonado inmediatamente su posición y desespera de su país cuando su país tiene más razón para desesperar de él. En consecuencia, adopta a uno de los candidatos así elegidos como único asequible, demostrando de esa manera que es él mismo el asequible a cualquier designio del demagogo. Su voto no tiene más valor que el de cualquier extranjero sin principios o nativo veleidoso, que bien puede que haya sido comprado. Loor al hombre que es un hombre y, como dice mi vecino ¡posee un hueso en la espalda, imposible de doblegar con la mano! Nuestras estadísticas mienten: la población ha resultado demasiado grande. ¿Cuántos hombres hay por milla cuadrada en este país? ¿Acaso América no ofrece incentivo suficiente para que los hombres vengan a establecerse aquí? El americano ha quedado en un Odd Fellow  - que puede ser reconocido por el desarrollo de su órgano de gregarismo y por su manifiesta falta de intelecto y de confianza en sí mismo, cuyo primero y principal interés al llegar a este Nuevo Mundo consiste en ver que los asilos se hallan en buen estado, y antes, sin embargo, ha endosado su porte viril para ir a recabar fondos para el sostenimiento de viudas y huérfanos; en alguien, en fin, que se atreve a vivir solamente con ayuda de la compañía de seguros que ha prometido enterrarle decentemente.

No es deber del hombre, después de todo, el dedicarse a la erradicación de mal alguno, ni siquiera del más conspicuo y tremendo; puede, en cambio, atender legítimamente a muchos otros intereses. Pero, sí tiene la obligación, por lo menos, de lavarse de él totalmente las manos y, si no le concede ya ulterior atención, de no prestarle prácticamente su apoyo. Si me dedico a otras tareas y contemplaciones debo asegurarme, en primer lugar, de que no lo hago sobre las espaldas de otro hombre; y librarle de mí, llegado el caso, para que también pueda atender a sus propios objetivos. ¡Ved cuánta flagrante irregularidad es tolerada! He oído decir a algunos de mis conciudadanos: “ me gustaría que me enviaran a sofocar una rebelión de esclavos, o de marcha contra Méjico ... ya verían si voy”. Y, sin embargo, esos mismos hambres han proporcionando un sustituto, directamente con su adhesión o indirectamente por medio de su dinero. El soldado que rehúsa intervenir en una guerra injusta es aplaudido por aquellos que no rehúsan sostener al gobierno injusto que la libra; por aquellos cuyos actos y autoridad mismos él desprecia y rasa con lo más vil, como si el estado fuera penitente hasta el extremo de llegar a alquilar a uno  para que le flagele mientras peca, pero no lo suficiente como para dejar de pecar un solo instante. Así, bajo el nombre del orden y del gobierno civil, se nos hace rendir homenaje, al fin, a nuestra propia ruindad; y a sostenerla incluso. Tras el primer sofoco del pecar viene la indiferencia; y de inmoral deviene, por así decir, amoral, y no del todo innecesario a esa vida que hemos trajinado.

El error más craso y extendido requiere para supervivencia de la virtud más desinteresada. Los nobles son los más propensos a incurrir en el leve reproche de que es susceptible comúnmente la virtud del patriotismo. Aquellos que mientras desaprueban el carácter y la necesidad de determinado gobierno, le conceden su adhesión y sostén, son indudablemente sus más concienzudos paladines; y así, a menudo, el obstáculo más difícil para la reforma. Algunos solicitan al Estado que disuelva la Unión que ignore las demandas del Presidente. ¿Por qué no la disuelven ellos mismos - la unión entre ellos mismos y el Estado - y se niegan a ingresar su cuota en el Tesoro? ¿Acaso no se hallan en igual relación con el Estado que éste con la Unión? ¿Y no han sido las razones que han impedido al Estado el resistirse a la Unión las mismas que les impiden a ellos el resistirse al Estado?

¿Cómo puede sentirse un hombre satisfecho tan sólo por sustentar una opinión, y cómo puede hasta gozar de ello? ¿Hay algún disfrute en hacerlo, si en su opinión está siendo vejado? Si tu vecino te estafa un solo dólar, no te quedas tan ancho con el conocimiento del hecho ni con proclamarlo así; ni siquiera exigiéndole la debida restitución, sino que tomas medidas inmediatas para hacerla efectiva, al tiempo que dispones las necesarias para que el lance no vuelva a ocurrir. La acción en base a los principios - la percepción y la practica de lo que es justo - cambia las cosas y las relaciones; es esencialmente revolucionaria, y no casa plenamente con lo anterior. No sólo divide estado e iglesias; divide familias. ¡Sí! Divide al individuo separando en él lo diabólico de lo divino.

Hay leyes injustas. ¿Nos contentaremos obedeciéndolas o trataremos de corregirías y seguiremos obedeciendo hasta que lo consigamos o, mas bien, las transgrediremos enseguida? Bajo un Gobierno como el presente, los hombres piensan por lo general que es mejor aguardar hasta haber persuadido a la mayoría de la necesidad de alterarlas. Piensan que, de resistirse, el remedio sería peor que la enfermedad. Pero es culpa del Gobierno mismo que el remedio sea peor que la enfermedad. Aquél la empeora. ¿Por qué no prevé y procura, en cambio, las reformas necesarias? ¿Por qué no atiende a su prudente minoría? ¿Por qué grita y se agita antes de ser herido? ¿Por qué no anima a sus ciudadanos a que se mantengan alerta para que le señalen sus faltas, y a conducirse mejor de lo que, de otro modo, esperaría de ellos? ¿Por qué crucifica siempre a Cristo y excomulga a Copérnico, y a Lutero, al tiempo que declara rebeldes a Washington y a Flanklin?

Uno pensaría que una negación práctica y deliberada de la autoridad de aquél es la única ofensa jamás contemplada como tal por el Gobierno; pues, de no ser así ¿por qué no la ha tipificado como tal? ¿Por qué no le ha asignado una pena definida, adecuada y en proporción? Si un hombre carente de bienes rehusa tan sólo una vez ganar nueve chelines para el Estado, da en la cárcel por un período de tiempo no limitado por ninguna de las leyes que conozco y determinado tan sólo por el arbitrio de quienes le metieron allí; pero si robare 90 veces 9 chelines del Estado, pronto se le permite campar nuevamente a su aire.

Si la injusticia forma parte de la necesaria fricción de toda máquina de gobierno, que siga, que siga. Quizá llegue a suavizarse con el desgaste; la máquina, ciertamente, lo hará. Si la injusticia tiene una polea, un muelle o una palanca exclusivos, puede que quizás podáis considerar si el remedio no será peor que la enfermedad; pero si es de naturaleza tal, que requiere de vosotros como agentes de injusticia par otros, entonces os digo: Romped la ley. Que vuestra vida sea una contrafricción que detenga la máquina. Lo que hay que hacer, en todo, es no prestarse a servir al mismo mal que se condena.

En cuanto a adoptar los modos aportados por el estado para remedio del mal, no los reconozco como tales. Requieren demasiado tiempo y la vida del hombre es breve. Tengo otros asuntos que atender. Vine a este mundo no para hacer de él principalmente un buen lugar donde vivir, sino para vivir en él fuera bueno o malo. Al hombre no le cabe el hacerlo el hacerlo todo, sino algo; y porque no puede hacer todas las cosas, no es necesario que haga algo mal. No es asunto mío el andar con peticiones al Gobernador o a la legislatura, como tampoco de ellos el de mandarme a mí; y si prestasen oídos sordos a mis reclamaciones ¿qué debería hacer yo entonces? Pero ante tal contingencia, el Estado no ha proporcionado consecuencia; es su propia Constitución la que está en falta. Puede que lo que diga parezca duro, intransigente y poco conciliador; pero el espíritu que pueda apreciarlo o merecerlo debe ser tratado con el máximo de amabilidad y consideración. Así, todo cambio es para mejorar, como que el nacimiento y la muerte convulsionan el cuerpo.

No vacilo en decir que quienes se proclaman abolicionista debieran retirar inmediata y efectivamente todo su apoyo, tanto personal como material, al gobierno de Massachusetts sin esperar a constituir una mayoría de uno antes de que les afecte el derecho de prevalecer por vía de colectivo. Estimo que es suficiente si tienen a Dios de su parte, y que no hace falta aguardar a sumar ese uno adicional. Además, cualquier hombre que sea más justo que sus vecinos, constituye ya una mayoría de uno.

Y yo confronto a este Gobierno americano o a su representante, el Gobierno del Estado, directamente, cara, una vez al año nada más, en la persona de su recaudador de impuesto; del único modo que le cabe hacerlo a un hombre de mi situación; entonces, me dice taxativamente: Reconóceme; y la manera más sencilla y efectiva - y en el estado actual de las cosas, indispensable - de tratarlo en base a la presentación, expresando tu poca satisfacción y amor para con él es negándolo. Mi convecino civil, el recaudador de impuestos, es la persona con que he de vérmelas - pues es con hombres, al fin y al cabo, y no con papeles, con lo que yo peleo -, persona que libremente ha elegido ser un agente del Gobierno ¿Cómo podrá nunca saber bien qué es y hace como funcionario de la Administración, o como simple hambre, hasta que no se vea obligado a considerar si debe tratarme, a su vecino, por el que siente respeto, como tal y como persona de buena disposición, o como a un maníaco alterador de la paz y el orden, y a ver si puede superar este obstáculo a su convecindad sin necesidad de tener que recurrir a un pensamiento más rudo y más impetuoso en correspondencia a su acción? Se bien que si un millar, un centenar, una docena tan sólo de hombres que podría nombrar - si sólo diez hombres honestos... - ¡Ay! Si un hombre HONESTO en este Estado, en Massachusetts, dejando de guardar esclavos se retirase efectivamente de esta sociedad nacional de la que es consocio, y fuera por ello encerrado en la cárcel del condado, la esclavitud daría fin en América. Pues no importa cuán pequeño pueda parecer el comienzo: lo que se hace bien hecho queda para siempre. Pero nos gusta más hablar de ello: esa, decimos, es nuestra misión. La Reforma cuenta con innumerables periódicos a su favor, pero no tiene un solo hambre. Si mi estimado vecino, el embajador del Estado, que dedicará sus días a solucionar la cuestión de los Derechos Humanos en la Cámara del Consejo, en lugar de ser amenazado con las prisiones de Carolina fuera a convertirse en preso de Massachusetts - este Estado que se revela tan ansioso por infligirle con engaños el pecado de la esclavitud humana al otro, aunque por el momento sólo pueda descubrir un acto de inhospitalidad como razón de su querella con él - l Legislatura no desestimaría el asunto de manera tan olímpica el invierno que viene.

Bajo un gobierno que encarcela a cualquiera injustamente, el lugar apropiado para el justo es también la prisión. Y hoy, el sitio adecuado, el único que Massachusetts ha proporcionado para sus espíritus más libres y menos desalentables está en sus prisiones, donde han de ser separados y enajenados del Estado, por acción de esta, dado que ellos ya lo han hecho por  sus principios. Allí es donde debieran dar con ellos el esclavo fugitivo y el prisionero mejicano en libertad condicional, y el indio venido a denunciar las injusticias hechas a su raza; en este terreno de exclusión, pero más libre y honorable, donde el Estado coloca a aquellos que no están con él sino contra él - el único hábitat donde, en un Estado esclavizador, el hombre puede vivir con honor. Si alguien cree que su influencia se perdería en ese lugar, que sus voces, pues, han dejado de infligirse a los oídos del Estado, y que ya no es enemigo de cuenta tras de los muros, si alguien piensa así, digo, es que no sabe que la verdad es mucho más fuerte que el error, ni con cuánta mayor eficacia y elocuencia puede combatir la injusticia aquél que la ha experimentado, aunque sólo sea en medida escasa, en su propia persona. Dad vuestro voto completo, no una simple tira e papel, comprometed toda vuestra influencia. Una minoría es impotente sólo cuando se aviene a los dictados de la mayoría; no es, entonces, siquiera minoría. Pero es irresistible cuando detiene el curso de los eventos oponiéndoles su peso. Si la alternativa es: mantener a los justos en prisión o renunciar a la guerra y a la esclavitud, el Estado no dudará al elegir. Si un millar de personas rehusaran satisfacer sus impuestos este año, la medida no sería ni sangrienta ni violenta, como sí, en cambio, el proceder contrario, que le permitiría al Estado el continuar perpetrando acciones violentas con derramamiento de sangre inocente. Y esa es, de hecho, la definición de la revolución pacífica, si tal es posible. Si el recaudador de impuestos o cualquier otro funcionario público me pregunta, como así ha ocurrido ya, “pero ¿qué he de hacer yo?”, mi respuesta es: “Si en verdad deseas colaborar, renuncia al cargo”. Cuando el súbdito niegue su lealtad y el funcionario sus oficios, la revolución se habrá conseguido. Suponed, no obstante, que corra la sangre. ¿Acaso no se vierte ésta cuando es herida la conciencia? La auténtica virilidad e inmortalidad del hombre se pierden por esa herida, y aquél se desangra hasta la muerte eterna. Y yo veo correr ahora esos ríos de sangre.

He considerado el encarcelamiento del transgresor más que la requisa de sus bienes - aunque ambos procedimientos satisfagan igual propósito - porque quienes afirman el derecho más puro y son, por consiguiente, los más peligrosos para un estado corrompido, no han tenido por lo común mucho tiempo para acumular riquezas. El Estado rinde a tales un servicio comparativamente escaso, y las tasas más leves suelen parecer exorbitantes, en particular si se ven obligados a ganarlas mediante labor especial de las manos. Si hubiere alguien que viviere totalmente ajeno al uso del dinero, el propio Estado dudaría en reclamárselo. Pero el rico - para no llegar a ninguna comparación envidiosa - se vende siempre a la institución que lo enriquece. En términos absolutos: cuanto más dinero menos virtud; pues aquél se interpone entre el hombre y sus objetivos, que alcanza por él, de modo que no hubo mucho de virtud en su loro. Allana muchos interrogantes que de otro modo se vería obligado a resolver, mientras que la única cuestión nueva que presenta es la de como gastarlo, la cuál es tan difícil como superflua. El soporte moral desaparece, pues, de debajo de sus pies. Las oportunidades de vivir disminuyen en proporción directa al aumento de los llamados “medios”. Lo mejor que un hombre puede hacer por su cultura cuando es rico consiste en tratar de desarrollar y sacar adelante los planes que abriga el pobre. Cristo respondió a los herodianos conforme a su condición: “Traédme la moneda del tributo para que la vea” y así lo hizo uno, extrayéndola de su bolsillo. Si usáis monedas que llevan la imagen del César y que él ha hecho circular y da valor, es decir, si sois hombres del Estado y gozosamente os aprovecháis de las ventajas del gobierno del César, devolvedle algo de lo que es suyo cuando os lo demande; es decir: “Dad lo que es de César a César; y lo que es de Dios, a Dios”. y les dejó, así, maravillados, sin saber más que antes, pues que no sabían qué era de quién porque no deseaban saberlo. Cuando converso con el más libre de mis vecinos me doy cuenta de que, diga lo que diga acerca de la magnitud y la seriedad de la cuestión y sobre la consideración que le merece la tranquilidad pública, el problema se reduce en última instancia  a que no puede pasarse sin la protección del gobierno existente , y a que teme horrorosamente las consecuencias que el desobedecerle pudiere acarrear a sus propiedades o a su familia. Por mi parte, no me gustaría pensar que jamás haya de confiar en la protección del Estado, pero si niego su autoridad cuando me presenta su impuesto, pronto tomará y se apropiará de lo que me pertenece, perjudicándome así cuento en mi persona y en la de los míos. Y eso es duro. Hace que al hombre le sea imposible el vivir honesta y al mismo tiempo cómodamente en cuanto a lo externo se refiere. Dejará de valer la pena el acumular propiedades que, a la postre, desaparecerían también. Hay que emplearse o sentar plaza en algún sitio, y cultivar una pequeña cosecha, que comerse cuanto antes. Uno habrá de encerrarse en sí mismo y no depender de nadie, presto siempre, dispuesto a recomenzar en cualquier momento y averso a entretener demasiados negocios. Es posible enriquecerse incluso en Turquía, siempre que se sea un buen súbdito del gobierno turco en todos los aspectos. Confucio dijo: “si un Estado se gobierna por los principios de la razón, la pobreza y la miseria son sujetas a la vergüenza”. No; hasta que no necesite que la protección de Massachusetts me sea otorgada en algún distante puerto meridional, donde mi libertad fuere puesta en peligro, o hasta que no tenga más ocupación que la de crear una propiedad aquí mediante empresa pacífica, puedo permitirme el negar mi sometimiento leal a Massachusetts y su derecho a mi propiedad y mi vida. Me cuesta menos, en todos los sentidos, el incurrir en pena de desobediencia al Estado que el obedecer, en cuyo caso me sentiría mermado en mi propia estimación.

Hace algunos años, el Estado me emplazó en nombre de la Iglesia a que pagara cierta cantidad para el sostenimiento de un clérigo a cuyos sermones solía acudir mi padre, aunque yo no. “Paga”, dijo “O serás encerrado”. Rehusé pagar. Pero lamentablemente, otros juzgaron oportuno el transigir. No veo por qué el director de la escuela ha de verse forzado a contribuir  al sostenimiento del clérigo, y no al revés; pues yo no era el maestro estatal, pero subvenía a mis necesidades mediante subscripción voluntaria. No comprendía por qué el Liceo no había de presentar su propio impuesto, y hacer que el Estado apoyara su demanda al igual que lo hacía la Iglesia. Sin embargo, a instancias de los alcaldes, condescendí a deponer por escrito una declaración como la siguiente: “Sabed todos por la presente que yo, Henry Thoreau, no deseo ser considerado miembro de ninguna sociedad establecida a la que no me haya expresado unido”, documento que entregué al secretario municipal, quien aún lo posee. El Estado sabedor entonces de que yo no deseaba ser considerado miembro de aquella Iglesia, ,jamás ha vuelto ha hacerme semejante demanda, aunque determinó que en aquella ocasión debía respetar su presunción original. Si hubiera sabido cómo nombrarlas, me habría excluido entonces de todas las sociedades en las que nunca me habría incluido, pero no supe cómo hacerme con la lista completa.

No he pagado impuesto de capitación durante seis años, hecho que en una ocasión me llevó a la celda por una noche; y mientras contemplaba los muros de sólida roca y unos cuatro o cinco palmos de grosor, la puerta de madera y hierro de un palmo y medio de grueso y la reja que tamizaba la luz, no pude menos que asombrarme de la estupidez de aquella institución que me trataba como si yo no fuera sino mera carne, sangre y huesos que encerrar. Me hice cruces de que a la postre hubiera concluido que era ese, precisamente, el mejor empleo que podía darme y de que no hubiera pensado en hacer uso de mis servicios de alguna otra forma. Vi que si había una pared de piedra entre mí y mis conciudadanos, se anteponía otra, más difícil de romper o salvar, antes de que pudieran llegar a ser tan libres como yo. En momento alguno un gran mal gasto de piedras y mortero. Me sentí como si hubiera sido el único entre mis conciudadanos que hubiera pagado su tributo. Llanamente, no sabían cómo tratarme, sino que se comportaban como personas mal educadas. En cada amenaza y en cada cumplido saltaba el desatino; pues creían que mi mayor deseo era el hallarme del otro lado del muro. Y no podía dejar de sonreírme al ver con que diligencia y cuidado me cerraban la puerta cuando me enfrascaba en mis meditaciones, que los seguían afuera sin problema ni dificultad, o siendo sino ellos todo lo que allí era peligroso. Como no podían llegar a mí, habían resuelto castigar mi cuerpo; igual que los muchachos que, si no pueden vérselas  con una persona contra la que guardan algún agravio, atacan a su perro. Vi que el Estado era de pocas luces, temeroso como mujer aislada con su cubertería de plata, y que no era capaz de distinguir amigo de enemigo, de manera que le perdí el resto del respeto que aún me quedaba y le compadecí.

Así pues el Estado no se enfrenta nunca intencionalmente contra el sentido del hombre, intelectual y moral, sino contra su cuerpo, sus sentidos. No se arma de honestidad o de ingenio superior sino de mayor fuerza física. Pero yo no he nacido para ser violentado. Y respiraré a mi aire; veremos quién es el más fuerte. ¿Qué fuerza tiene la multitud? Sólo pueden forzarme a algo aquellos que obedecen a una ley superior a la mía. Me obligan a ser como ellos. Pero no he oído decir que los hombres sean forzados a vivir de ese u otro modo. ¿Qué vida sería ésta? Cuando doy con un gobierno que me dice: “Tu dinero o tu vida” ¿Por qué he de apresurarme a darle mi dinero? Puede que se halle en gran estrechez y que no sepa qué hacer: no puedo evitarlo. Debe ayudarse a sí mismo; hacer como hago yo. No vale la pene lloriquear por ello. Yo no soy responsable del buen funcionamiento de la sociedad. No soy el hijo del ingeniero. Observo que cuando una bellota y una castaña caen juntas, una no permanece inerte para dejar paso a la otra, sino que ambas obedecen sus propias leyes y rebrotan, crecen tan bien como les es posible, hasta que una acaso supere y destruya a la otra. Si una planta no puede vivir de acuerdo con su naturaleza, muere; igual ocurre con el hombre.

La noche en prisión fue harto interesante y novedosa. A mi llegada, los presos, en mangas de camisa, estaban reunidos frente a la puerta charlando y disfrutando de la brisa vespertina. Entonces, dijo el carcelero: “¡Hala, chicos, es hora de cerrar!” Y así, se dispersaron; y fui oyendo sus pasos de retorno a los desiertos apartamentos. El que hablara me presentó asimismo a mi compañero de celda, a quien calificó de sujeto “de primera clase e inteligente. Una vez cerrada nuestra puerta, el dicho me indicó donde colgar el sombrero y cómo se manejaba uno en aquellas circunstancias. Las celdas eran encaladas una vez al mes; y aquella era por lo menos la más blanca, de mobiliario más sencillo y la más limpia entre todas las habitaciones de la villa. Naturalmente, quería saber de donde procedía y qué me había llevado allá. Una vez se lo hube dicho, le pregunté a mi vez otro tanto presumiéndolo, claro está, hombre honesto, cual - tal como va el mundo - creo que en efecto era. “Vaya”, respondió... “me acusan de haber incendiado un granero, lo cual no hice”. Según pude más o menos averiguar, probablemente había ido a dormir la mona a un granero con la pipa encendida, y así fue como ocurrió lo demás. Tenía fama de hombre listo; había pasado unos tres meses allí en espera de ser juzgado y habría de esperar otros tantos hasta serlo. Pero, se había hecho perfectamente a la situación y se contentaba con ella puesto que le salía la manutención gratis y además, opinaba, se le trataba bien.

El ocupaba una ventana; yo, la otra, y llegué a la conclusión de que si uno permanecía allá suficiente tiempo, a la postre, su ocupación principal habría de ser, precisamente, la de mirar a través de aquellas. Pronto me hube al corriente de los prospectos restantes de ocupantes anteriores, y examinando las vías de huida de cautivos de otrora - donde una reja había sido aserrada - quedando también enterado de la historia y unas confidencias que jamás circulaban fuera de las paredes carcelarias. Probablemente se trata de la única casa de la villa donde se componen versos que se imprimen luego con carácter circular, que no se publican. Me fue mostrada de ellos una lista nada menguada, compuesta y cantado vindicativamente por un grupo de jóvenes frustrado en su intento de evasión.

Le saqué a mi compañero de celda tanta información como me fue posible por miedo a no tropezarme nuevamente con él; en última instancia, me indicó cuál era mi catre y hasta me dejó soplar la lampará

Fue como un viaje a un país exótico, tal como jamás hubiera podido esperar conocer, el pernoctar allá una noche. Me pareció que nunca había oído sonar el reloj del Ayuntamiento y que eran absolutamente nuevos para mí los rumores vespertinos de la villa; y es que dormíamos con las ventanas abiertas, que quedaban por dentro de la reja. Era como si contemplara  de pronto mi villa natal a la luz de la Edad Media, y a nuestro Concord convertido en uno de los brazos del Rin, mientras se sucedían ante mí atónita mirada visiones de caballeros y castillos. Y no eran sino los roces de mis convecinos desfilando ante mí. Vime transformado en espectacular y oyente involuntario de todo cuanto era dicho y hecho en la cocina de la adyacente posada del pueblo, experiencia que, confieso, me era totalmente nueva y extraña. Fue una panorámica próxima, un primer plano de mi villa natal, que hizo que me sintiera más adentro en ella. Jamás había conocido sus instituciones, y ésta es una de las peculiares, pues que se trata de una cabeza de condado. En suma, empecé a comprender el hacer de sus habitantes.

Por la mañana nuestro desayuno era introducido por un ventanuco practicado al efecto en la puerta, y en pequeñas latas oblongas de capacidad tal que contuvieran exactamente medio litro de chocolate, un pedazo de pan y una cuchara de hierro. Cuando vinieron de nuevo en busca de los cacharros fui lo suficiente novato como para devolver el pan que me había sobrado; mi compañero, no obstante, lo evitó diciéndome que lo reservara para la comida o la cena. Al poco fue exclaustrado para acudir a las faenas de recogida del heno en un campo próximo, al que iba a diario y del que no regresaría hasta el mediodía; se despidió, pues, diciendo que dudaba de verme otra vez.

Cuando salí de prisión - pues alguien interfirió y pagó el impuesto - no observé que se hubieran producido grandes cambios en el colectivo, en lo comunitario, como fue el caso de quien, entrado de joven, salió hecho un viejo chocho de pelos grises, sin embargo, a mi modo de ver, una modificación sí había tenido lugar en la escena - la villa, el estado, el país - y mayor aun que cualquiera que pudiera deberse al mero paso del tiempo. El Estado en que vivía se me ofreció con perfiles más definidos. Vi hasta que punto podían ser tenidos como buenos los vecinos y amigos que me rodeaban; reparé en que su amistad era apta sólo para climas estivales; que no abrigaban deseos de llevar a término ninguno especialmente justo; que por sus prejuicios y supersticiones constituían una raza tan distinta de mí como lo sería un chino o un malayo; que con sus sacrificios en aras de la humanidad no incurrían en riesgos, n siquiera en aquel que pudiere afectar tan sólo a sus bienes, que después de todo, no eran tan nobles, sino que trataban al ladrón como les había tratado a ellos; y que, mediante cierta apariencia externa y unas cuantas plegarias, así como discurriendo de vez en cuando por una vía recta, pero inútil, esperaban salvar sus almas. Puede que esto parezca un juicio severo sobre mis conciudadanos, pues, según creo, muchos de ellos no saben siquiera que poseen una institución tal como la de la cárcel de su comunidad.

Antiguamente era costumbre en nuestro pueblo que cuando un infeliz deudor salía de prisión, sus conocidos le saludaban mirando a través de los dedos, cruzados como representación de las rejas carcelarias. “¿Qué tal?”. Pero mis vecinos no me saludaron de esta manera sino que, primero, miraron inquisitivamente, y luego entre sí, como si yo estuviera de vuelta de un largo viaje. Fui encarcelado cuando me dirigía al zapatero en busca de un remiendo. Al ser puesto en libertad, a la mañana siguiente, procedí a dar fin a lo que me había llevado allá, y de nuevo sobre mi calzado rejuvenecido, me unía a un grupo de gayuberos impacientes por contar con mi guía; y en media hora tan sólo - pues el caballo fue pronto aparejado - vime en medio del campo de gayubas, en uno de nuestros cerros más latos y a eso de unas dos millas del pueblo, y constaté que no veía al Estado por parte alguna.

Y esta es la historia de “Mis Prisiones”.

Nunca me he negado a pagar el impuesto viario pues tan deseoso estoy de ser un buen vecino como un mal súbdito; y en lo que al sostenimiento de las escuelas se refiere, ahora mismo estoy aportando mi parte a la educación de mis conciudadanos. No es por nada en particular que me niego a someterme a la ley fiscal. Simplemente, deseo rehusar mi adhesión al Estado, retirarme y mantenerme efectivamente al margen de él. No trato de averiguar el fin de mi dólar, de poder hacerlo, hasta que pueda aplicarse a la compra de un hombre o de un mosquete con que darle muerte. El dólar es inocente, pero me preocupa el conocer los efectos de mi contribución al erario. De hecho, declaro llanamente mi guerra al Estado, a mi modo, aunque seguiré haciendo uso y obteniendo cuantas ventajas pueda de él, como es habitual es estos casos.

Si otros, por simpatía para con el Estado, pagan el impuesto que se me reclama, no hacen sino lo que han hecho en el caso propio o, más bien, fomentan la injusticia en mayor grado aun de lo que el Estado requiere. Si satisfacen la tasa por razón de un equivocado interés por el individuo gravado, para preservar sus propiedades o evitar su reclusión en la cárcel, es porque no han considerado sensatamente hasta qué extremo dejan que sus sentimientos interfieran con el bien público.

Esta es, pues, mi situación presente. Pero, toda guardia es poca en tal caso, si las acciones son mediatizadas por pura obstinación o por un indebido respeto a la opinión del prójimo. Que el individuo proceda solamente como corresponde a su personalidad y al momento.

En ocasiones, pienso: Pero, estas gentes abrigan buenas intenciones; sólo que son ignorantes; lo harían mejor si supieran cómo, ¿Por qué obligar a tu vecino al esfuerzo de una regla, ni siquiera en este mundo. Si un hombre es libre de pensar, de soñar, de desear, lo que no es nunca por mucho tiempo lo que le parece ser, no hay reformadores ni gobiernos insensatos que puedan interrumpirle fatalmente.

Sé que la mayoría de los hombres piensan de un modo diferente a mí; y aquellos cuyas vidas están por profesión dedicadas al estudio de estos temas o similares me satisfacen tan poco los demás. Los estadistas y los legisladores, que de forma tan plena se hallan integrados en la institución, jamás la contemplan crítica y crudamente. Hablan de separarse de la sociedad, pero carecen de lugar de reposo fuera de ella. Puede que se trate de hombres de experiencia y criterio, y no cabe dudad alguna de que han inventado sistemas ingeniosos y hasta útiles, por lo que sinceramente les damos las gracias; pero toda su inventiva y utilidad quedan encerradas en límites ciertamente no muy amplios. Propenden a olvidarse de que el mundo no es gobernado mediante un programa político y la conveniencia. Webster jamás se sale de lo que sea materia de gobierno y, por consiguiente, no puede hablar sobre él con autoridad. Sus palabras son sabiduría para aquellos legisladores que no contemplan reforma alguna esencial en el régimen existente; pero para los pensadores y para quienes legislan para siempre, jamás toca el tema siquiera de pasada. Sé de quienes con sus serenas y prudentes especulaciones pronto revelarían cuán limitados son el alcance y la hospitalidad de la mente de aquél. Y sin embargo, comparado con el pobre hacer de la mayoría de reformistas y con la sabiduría y elocuencia, más míseras aún, de los políticos en general, son las suyas las únicas palabras sensatas y de valor, y damos gracias al cielo por ello. Comparativamente, pues, él siempre se nos antoja fuerte, original, y sobre todo, práctico. Con todo, su cualidad no es la sabiduría sino la prudencia. La verdad del jurista no es tal, sino consistencia, coherencia, utilidad, conveniencia. La verdad armoniza siempre consigo misma y no es movida primariamente por el fin de revelar la justicia, que puede equivaler a un hacer mal. Bien merece ser llamado, como así ha sido, Defensor de la Constitución. No cabe esperar de él más golpes que los defensivos. No es conductor sino seguidor. Sus líderes son los hombres del ochenta y siete.- Jamás he hecho esfuerzo alguno- dice - y me propongo continuar siempre así; jamás he apoyado ninguna moción, ni pienso apoyarla si sugiere, para alterar la disposición o convenio originales, en correspondencia con los cuales los diferentes Estados se constituyeron en la Unión -. Sin embargo reparando en el beneplácito que la Constitución acuerda a la esclavitud, añade: -Dado que forma parte del corpus original, dejad que se mantenga-. Pese a su especial agudeza y habilidad es incapaz de separar un hecho de sus meras relaciones políticas, y de contemplarlo tal como se presenta en términos absolutos a la consideración del intelecto. ¿Qué cabe al hombre, por ejemplo, aquí en América con respecto a la esclavitud sino riesgos o verse llevado a dar una respuesta tan desesperada como la siguiente - en tanto que profesa hablar en términos absolutos y como mero particular - de donde puede inferirse un código nuevo y singular de deberes sociales? - La manera - dice él - con que los gobiernos de esos Estados en los que existe la esclavitud hayan de regularla queda a su respectiva consideración bajo su responsabilidad ante los constituyentes, ante las leyes generales de lo propio, humano y justo, y ante Dios. Las asociaciones que puedan formarse en otros lugares nacidas de un sentimiento humanitario o de razones otras cualesquiera, no tienen nada que ver con la cuestión. Jamás han recibido mi apoyo ni lo recibirán.

Quienes no conocen fuentes de verdad más puras, que no han seguido el curso de ésta hasta cotas más elevadas, se atienen prudentemente a la Biblia y a la Constitución y beben de ellas con reverencia y humildad; pero quienes reparan por dónde brotan aquellas gota a gota para alimentar ese lago o aquella laguna, se fajan fuertemente la cintura y siguen su peregrinación en busca del manantial primero.

No ha habido hombre alguno de genio legislador en América. Son raros en la historia del mundo. Abundan los oradores, los políticos, los hombres especialmente elocuentes, se cuentan por miles; pero no ha abierto aún la boca aquel orador capaz de resolver los numerosos y muy vilipendiados problemas que nos acucian hoy. Nos gusta la elocuencia por sí misma y no por la verdad de que pueda ser portadora o por el heroísmo que pueda inspirar. Nuestros legisladores no han aprendido aún el valor relativo que encierra para una nación el libre comercio y la libertad, la unión y la rectitud. Carecen de genio o de talento para cuestiones comparativamente modestas de imposición fiscal y finanzas, de comercio, de producción y de agricultura. Si quedáramos al albedrío del ingenio verbal de los legisladores del Congreso a modo de guía, no contrapesada por la razonada experiencia y quejas efectivas del pueblo, América pronto dejaría de conservar su rango en el concierto de las naciones. El Nuevo Testamento ha sido escrito hace ya mil ochocientos años - aunque caso no tenga derecho a referirme a ello - y sin embargo ¿dónde está el legislador con sabiduría y talento practico suficiente para hacer uso de la luz que aquél imparte sobre la ciencia de la legislación?

La autoridad del gobierno, aun aquella a la que estoy dispuesto a someterme - pues obedeceré prestamente a aquellos que saben y pueden hacer las cosas mejor que yo, y en muchos casos, hasta a quienes ni saben ni puedan tanto - es, con todo, todavía impura: para que aquél pueda ser estrictamente justo habrá de contar con la aprobación  y consenso de los gobernados. No puede ejercer más derecho sobre mi persona y propiedad que el que yo le conceda. El progreso desde una monarquía absoluta a otra de carácter limitado es un avance hacia el verdadero respeto por el individuo. Incluso el filósofo chino fue lo suficiente sabio como para considerar el individuo base del Imperio. ¿Es la democracia, tal como la conocemos, el último logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y organización de los derechos del hombre? Nunca podrá haber un Estado realmente libre e iluminado hasta que no reconozca al individuo como poder superior independiente del que derivan el que a él le cabe y su autoridad, y, en consecuencia, le dé el tratamiento correspondiente. Me complazco imaginándome un Estado, al fin, que puede permitirse el ser justo con todos los hombres y acordar a cada individuo el respeto debido a un vecino; que incluso no consideraría improcedente a su propio reposo el que unos cuantos decidieran vivir marginados, sin interferir con él ni acogerse a él, pero cumpliendo sus deberes de vecino y prójimo. Un Estado que produjere esta clase de fruto y acertare a desprenderse de él tan pronto como hubiere madurado prepararía el camino hacia otro más perfecto y glorioso, que también he soñado, pero del que no se ha visto aún traza alguna.

 
     
 

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Desobediencia civil