09 Nov '07 -Comunicación y literatura (I): decir lo indecible - Arturo Borra

                                    -I-

                                                “Hay que escribir aquello que no se puede hablar”.
                                                                                                A. Comte-Sponville[i]
 

Que hay un vínculo entre «comunicación» y «literatura» es sencillo de explicitar. Lo literario es, ante todo, un hecho de lenguaje, y allí donde el lenguaje se actualiza en una práctica social específica como es la práctica literaria, hay «comunicación», si por ello entendemos producción de sentido de unos sujetos (individuales y colectivos) determinados. Podría señalarse así una concurrencia válida entre dos campos que se desbordan mutuamente[ii].

La afirmación, sin embargo, no resulta ni arriesgada –por carecer de novedad- ni demasiado interesante –por tener pocos detractores en la actualidad, salvo para quienes pretenden que la escritura literaria es un fenómeno que no está dirigido más que a uno mismo-. Es cierto que no faltan discursos de corte individualista (habitualmente prologados por el enunciado denegatorio “no escribo más que para mí”) incluso en el espacio literario, pero el hecho mismo de apelar al campo del lenguaje los muestra ya implicados en una relación social, en la que un sujeto, en el mismo momento de afirmar su independencia absoluta del Otro, la niega pragmáticamente, al dirigirse a alguien, al llamar a otros a la escena, sea para ahondar en sus motivos y finalidades (colindantes al acto de escribir), sea para constituirlo como lector (de sus creaciones verbales). Extraña comunicación ésta que niega al Otro y a los otros, e incluso que, bajo pretexto de no interesarse por éstos, los apabulla con su retórica auto-referencial. La coherencia que hay que reclamar a esta posición ideológica no es la petición de un silencio a secas o el llamado a una retórica muda, puesto que al fin y al cabo dicho sujeto bien puede escribir con fines no-literarios, puramente catárticos o terapéuticos[iii]. Pero desde el momento mismo en que la escritura desarrolla pretensiones literarias, desborda la experiencia privada de los sujetos. De ahí que el gesto más coherente de este tipo de escritura que no reclama ningún destinatario es, en última instancia, el mutismo público[iv]. De la misma manera, contraponer una «poesía del conocimiento» a una «poesía de la comunicación» es erróneo, puesto que no hay conocimiento posible sin unas específicas relaciones sociales de producción de sentido, esto es, sin una práctica de intercambio comunicativo. Dicho en otros términos: todo conocimiento tiene como condición de posibilidad la comunicación intersubjetiva, de la que resultan productos discursivos determinados que, en determinados contextos histórico-culturales, identificamos como literarios. Toda poética (sea experiencial o metafísica, sentimental o conciencial, horizontal o vertical, realista u onírica, oficial o resistencial, ensimismada o comunitaria, por usar algunas dicotomías vigentes en el campo poético español contemporáneo[v]) presupone unas concretas relaciones de sentido que exceden cualquier intencionalidad comunicativa. Dicho en otros términos: el autor forma parte de un proceso semiótico del cual no sólo no es su punto privilegiado (como «origen» o «fuente») sino que además ni siquiera controla plenamente en términos de lo que produce. Los efectos de sentido que una producción textual genera en destinatarios específicos (no necesariamente previstos por el texto en cuestión) desbordan claramente las anticipaciones subjetivas, cuestionando así la idea de un «sujeto soberano» que gobernaría la lógica de la relación comunicativa. En esta dirección, cabe sostener que “(...) la necesidad crucial de la teoría literaria, en la actualidad, es desarrollar instrumentos conceptuales capaces de hacer justicia a la experiencia postindividualista del sujeto en la vida contemporánea misma, así como en los textos”[vi].

       Dicho lo cual, y como contrapartida, sostener un lazo simple entre comunicación y literatura es relativamente evidente pero irrelevante a principios del S.XXI, porque hoy día todo lo social –incluyendo la literatura como práctica discursiva- es susceptible de leerse en términos comunicacionales. Si unas décadas atrás, éste podría ser un debate –en el que las vanguardias tendrían un papel no menor-, hoy día asistimos más bien a una suerte de generalización de lo comunicacional que paga su precio en una dificultad para distinguir producciones textuales diferenciadas. El valor informativo de este enunciado de partida es entonces más bien bajo: no progresamos en nuestro análisis si no podemos especificar las peculiaridades de este tipo de comunicación que es la práctica literaria.  

                                                                  -II-

Empecemos entonces revisando esa “evidencia” primera: ¿qué significa que la creación literaria es una forma específica de comunicación? No es éste el espacio para reconstruir de forma pormenorizada las respuestas teóricas más típicas que suelen ponerse a consideración.

La más frecuente –aunque los intereses cognoscitivos de sus principales precursores teóricos fueran completamente ajenos a este campo problemático[vii]- podría invocar el siguiente itinerario esquemático: la literatura, como cualquier otro sistema social, es el conjunto de «mensajes» –o «informaciones»- que un «emisor» transmite a un «receptor». En otras palabras, el «mensaje literario» es transmitido desde un polo comunicativo (el escritor o el poeta), mediante un «código» (la lengua elegida), a través de un «canal» (el libro, la mayor parte de las veces), en un «contexto» (la situación a la que el poema o la narración remite), a otro polo comunicativo (lector), quien a su vez «retroalimenta» (o retro-informa) al emisor de los efectos de su mensaje. Lo específicamente literario estaría determinado tanto por la condición del emisor como por el tipo de mensaje. Estableciendo un paralelismo, y apoyándonos en la terminología del formalista ruso R. Jackobson[viii], se podría sostener incluso que lo distintivamente literario de esta comunicación es su «función poética»: el centramiento en el mensaje, más allá de sus referentes. Incluso desde una perspectiva interna habría que clarificar la relación entre «mensaje» y «código» en esta respuesta, puesto que no es claro cómo podría pensarse lo literario con independencia a los lenguajes que utiliza. Por lo demás, en este esquema, la claridad conceptual de las clasificaciones tiene como contracara una restricción más o menos radical del análisis: la dimensión institucional de lo literario, la intervención de diversos sujetos sociales en este campo simbólico, el vínculo entre lo cultural y lo ideológico con lo enunciativo, así como la relación entre lo enunciativo y las posiciones de poder que los distintos participantes ocupan en el campo literario, por mencionar algunas cuestiones, se disuelven o al menos no son suficientemente consideradas. Esta perspectiva comunicacional no sólo concluye allí donde sería preciso ahondar (¿cómo se constituye el «mensaje» o esas polaridades de «emisor»/«receptor»?, ¿cómo se genera ese mensaje, portador de información, que sería decodificada como “literaria”?), sino que hace tanto más difícil pensar lo literario cuanto más rigurosamente nos aferramos a sus categorías de análisis (¿qué sería al fin y al cabo la «información literaria», por poner un caso?, ¿cómo podría percibirse la diferencia entre un mensaje literario y uno extraliterario si ambos mantendrían el uso de un mismo «código»?, etc.). De hecho, el esquema comunicacional aquí supuesto es criticado desde líneas conceptuales diversas, sobre todo, por considerar que no da cuenta de la complejidad de los fenómenos comunicacionales y por incurrir en ciertos reductivismos (a los que habría que añadir los propios reductivismos de la crítica al funcionalismo comunicacional). Digamos elípticamente que la comunicación así representada está basada en una analogía con la cibernética y la teoría matemática de la información y que esa analogía no puede dar cuenta de las especificidades de la comunicación humana, incluyendo la comunicación literaria. Por otra parte, la llamada «crisis de la literariedad» ha producido un marco de nuevas reflexiones en las que se cuestiona la exclusividad de la «función poética» con respecto a la literatura. También otros tipos de discursos despliegan una función poética; la «retoricidad» es una dimensión de toda enunciación (aunque existan grados diferenciales de elaboración retórica según los tipos de juegos de lenguaje) y no un rasgo distintivo de lo literario. No es de extrañar que aquello que identificamos como literatura no sea más que la intensificación de ciertas operaciones que pertenecen al lenguaje en general. Siguiendo a J. Culler, podemos decir que la «literariedad» también está fuera de la literatura: los rasgos que habitualmente se le asignan están presentes, en diferentes medidas, en otros discursos. La lógica narrativa, por ejemplo, es común tanto a la literatura como a la historia. Los recursos retóricos, asimismo, no son privativos de los textos literarios y son usados con frecuencia en textos no literarios[ix].


Una segunda respuesta está relacionada a la «teoría de los actos de habla», procedente de la filosofía anglosajona del lenguaje, filosofía que tampoco se detuvo de forma pormenorizada en el estudio de la literatura. Al respecto, nos dice uno de los más destacados defensores de esta posición en el campo que nos interesa: “(...) una obra literaria es un discurso abstraído, o separado, de las circunstancias y condiciones que hacen posibles los actos ilocutivos; es un discurso, por tanto, que carece de fuerza ilocutiva”[x]. La literatura sería la “desviación” del uso cotidiano del lenguaje; Austin llama a esta presunta desviación “uso parasitario” o incluso “uso no serio” (sic). Una obra literaria sería “parasitaria” o “no seria” con respecto a los actos de habla “normales” (sic)[xi]. Con ello –aclara el autor- no se haría ninguna alusión peyorativa; tan sólo se trataría de señalar la existencia de un lenguaje primero con respecto al que la literatura se estructuraría como mímesis. Lo peculiar sería la depotenciación o decoloración ilocucionaria del acto de habla literario. El acto ilocucionario (lo que hago al decir), se vería reducido al punto cero. Pero el mismo Ohmann se apresura en expresar una reserva: “El escritor realiza, por supuesto, el acto ilocutivo de escribir una obra literaria (...)”[xii]. Con esta reserva, sin embargo, la sencillez y claridad de la definición precedente se muestran radicalmente sospechosas y la plausibilidad de la definición se debilita[xiii]. Sin olvidar el riesgo de fonocentrismo de estas posiciones que privilegian el «habla» y reducen la «escritura» a un fenómeno parasitario o incluso a un apéndice de la voz[xiv], en esa reserva se condensa casi todo: ¿puede decirse que un discurso literario está despojado de fuerza ilocucionaria cuando es estructurado para ser reconocido como “obra literaria”? Dicho de otra manera, ¿resulta irrelevante para el análisis la pretensión literaria de la obra, como primera acción ilocucionaria? Incluso admitiendo que la descontextualización es una operación posibilitada por la escritura en general, abriendo a lecturas en distintos espacios y tiempos relativamente distantes, ¿puede pensarse lo literario fuera de la reinscripción de un texto en unas condiciones sociales e institucionales específicas de manera de enmarcarlo como «juego de lenguaje» literario?

Quizás fue el dadaísmo uno de los movimientos artísticos que mejor mostró cómo un mismo objeto en contextos diferentes puede hacer cambiar su valor simbólico: pasar de una condición no-artística a una artística o a la inversa. Lo decisivo aquí es que el escritor realiza “el acto ilocutivo de escribir una obra literaria”. ¿Podemos decir sin contradicción que lo específico de lo literario es lo que supuestamente le falta, esto es, su carencia de fuerza ilocucionaria?[xv]. Aun admitiendo que este tipo de definiciones permiten subsumir algunas otras (la literatura como «mimesis», «creación de mundos», «retórica», «juego», «drama», «simbolismo representativo», etc.), de ello no se deriva su validez ni su capacidad para distinguir el discurso literario de otros discursos. Al igual que la «función poética», la pérdida de «fuerza ilocucionaria» no es privativa a la literatura o mejor dicho, a la «literariedad».

Autores como Habermas suscriben a esta tradición filosófica, aunque reformule parcialmente el planteo de Austin:

“En la práctica comunicativa cotidiana los actos de habla mantienen una fuerza que pierden en los textos literarios. En la práctica comunicativa cotidiana funcionan en contextos de acción en que los participantes han de dominar situaciones y, por consiguiente, han de resolver problemas; en el texto literario están cortados al talle de una recepción que descarga al lector de la necesidad de obrar: las situaciones a las que se enfrenta, los problemas que se le ponen delante no son directamente los suyos propios. La literatura obliga al lector al mismo tipo de tomas de postura que la comunicación cotidiana a los agentes. Ambos se ven implicados en historias, pero de forma distinta”[xvi].

Sin embargo, en el texto literario no habría pretensiones de validez salvo para los personajes:

“La transferencia de validez queda interrumpida en los márgenes del texto, no continúa hasta el lector a través de la relación comunicativa. En este sentido los actos de habla literarios son actos de habla ilocucionariamente depotenciados. La relación interna entre el significado y la validez de lo dicho sólo permanece intacta para los personajes de la novela, para las terceras personas o para las segundas personas convertidas en terceras –para el lector fingido-, pero no para el real”[xvii].

Lo que vale lo decide el autor como soberano. Si el lector quisiera tomar postura frente al texto literario, destruiría la ficción. Así entonces, lo distintivo aquí ya no sería sólo la depontenciación (compartida con los textos teóricos) sino la suspensión de sus pretensiones de validez. ¿Es aceptable con todo esta respuesta? A mi entender, de ninguna manera, porque desconoce la validez –habitualmente metafórica, pero no menos imperiosa y constitutiva- que reclama un texto literario. No digamos solamente la omisión que hay con respecto a la poesía en este contexto teórico, sino incluso la omisión que se hace del nuevo tipo de referencia que la literatura construye.

Aún cuando una crítica exhaustiva implicaría un espacio mayor de reflexión, me permito remitir al estudio de P. Ricoeur, en La metáfora viva[xviii], que muestran de forma perspicaz que la literatura, en particular sus juegos metafóricos, producen una «referencia de segundo grado» que de ninguna manera puede reducirse a una ornamentación textual. La metáfora viva, la metáfora que la poesía hace suya como forma de producción de significaciones (o incluso, podríamos agregar, la simbología a la que apela la narrativa literaria), no es segunda con respecto a un sentido primigenio; es constitutiva de ciertos conocimientos: su condición de posibilidad. Condenar la metáfora como disfraz es resultado de un malentendido radical: la tesis de una literalidad originaria que podría decir-se al desnudo y que la (mala) literatura vendría a ocultar en una retórica eufemística. Por lo demás, si el juego literario no buscara una verdad artística –de la que nunca podría estar seguro de haber encontrado-, sería un juego que quizás no valdría la pena jugar; a lo sumo, un pasatiempo intelectual o un artificio fulgurante, limitado a un instante de belleza.

En condición de interrogantes, podríamos señalar lo siguiente: ¿puede hablarse de un lenguaje cotidiano primero sustraído de lo poético o incluso de una secuencia fija entre cotidianeidad y poeticidad? ¿Qué relación hay entre lo poético y el lenguaje cotidiano? ¿Cómo concebir los argots nacidos en los márgenes, en los cuales existen no sólo recursos como la metáfora sino también una fuerte codificación?[xix]

Por su parte, Mary Louise Pratt reformula lo precedente: la literatura es un contexto lingüístico que requiere una serie de sobreentendidos, conocimientos, convenciones y expectativas que se ponen en juego cuando el lenguaje es usado en esta situación enunciativa; la «literariedad» no está ligada a propiedades textuales formales más o menos invariantes sino a una disposición de los interlocutores hacia el mensaje; la teoría de los actos de lenguaje permite más bien describir lo literario con los mismos términos que permiten describir otras clases de discurso (inscribiéndose en el mismo modelo básico de lenguaje que todas las otras actividades comunicativas)[xx]. Siguiendo a Caparrós, estas asunciones conllevarían al menos dos implicaciones: 1) la noción de literatura es «normativa» y, 2) la «literariedad» no es problemática, porque de hecho son los participantes en este campo –como escritores, críticos, editores y lectores- los que hacen de una obra literaria una obra artística.

La respuesta anterior, con todo, es insatisfactoria: no hacen más que postergar el tratamiento de la problemática bosquejada; no soluciona estrictamente nada, sino que resitúa la problemática en un marco institucional determinado[xxi]. Bastaría, pues, con repreguntar: ¿qué hace que unos sujetos reconozcan ciertos productos lingüísticos como literarios y que a otros les sea negada su carta de ciudadanía artística? ¿Qué normas –y decididas por quiénes- determinan la pertenencia literaria? Al fin y al cabo, en un plano sociológico, permanece la pregunta: si literatura es lo que unos portavoces -autorizados por unas comunidades específicas- seleccionan de la madeja de textos existentes en una cultura dada, ¿qué ocurre con aquellos textos que no son con-validados por esos portavoces? Bien podríamos señalar aquí la centralidad del desarrollo de pautas literarias críticas, como forma de tomar distancia de los cánones culturales dominantes e incluso como forma de recuperación de textos literarios olvidados. No se trataría, pues, de una función mesiánica de la crítica –que vendría a restituir la verdad de lo reprimido, una suerte de «contra-canon»-, sino más bien, de su potencia para producir debates, para cuestionar cualquier monopolio de la legitimidad literaria, de lo que «es» literatura. El ejercicio de una «crítica dialógica» radical permitiría, así, cuestionar el derecho de unos portavoces institucionalizados a reducir lo literario a sus definiciones y nociones, en suma, a un «canon literario» fijo y necesario. De ahí la centralidad de este tipo de crítica, finalmente, en la producción de una cultura literaria pluralista, resistente a todo intento de reducción desde una perspectiva única[xxii]. Si en ocasiones podemos juzgar unos productos literarios como mejores con respecto a otros, un pluralismo estricto nos prohíbe determinar la mejor obra en términos absolutos. Puesto que el ser (literario) se dice de muchas maneras -parafraseando a Aristóteles- no estamos en condiciones de determinar un único estilo o más ampliamente, una tradición literaria unitaria que sería depositaria exclusiva del valor estético. Antes bien, cada tradición produce determinadas obras cumbre y aunque, en última instancia, dichas tradiciones sean mutuamente comparables, no existe una medida impersonal o un metalenguaje (poético) neutro que conduciría a una elección universal y unívoca por una de estas tradiciones[xxiii]. Dicho lo cual, la apertura acerca de lo que constituye lo literario no resulta en absoluto un obstáculo. Las distintas formas de comprender la literatura han conducido a diversos proyectos de escritura y esos proyectos –a menudo en disputa- pueden ser invocados para cuestionar los intentos prematuros de clausurar los debates acerca de lo literario[xxiv]. 

                                                            -III-

Como respuestas vivas, en curso, estas interpretaciones de la comunicación literaria no son instantáneamente descartables. Habrá que evaluar su fecundidad, las nuevas aportaciones que realizan y su fuerza interpretativa. Con todo, entiendo que una tercera respuesta plausible, incorporando elementos del campo de la pragmática del lenguaje (es decir, recuperando parcialmente la respuesta precedente), puede remitirse no sólo a la filosofía sino asimismo al campo de la semiótica y de los estudios culturales. Al interior de estos campos intelectuales, sin dudas, hallamos líneas diversas de investigación que a menudo producen lecturas contradictorias entre sí. Me contentaré con esbozar algunas hipótesis de lectura que, apoyándose en dichos campos, no pretenden ser más que exploratorias.
Partamos entonces de la afirmación que sostiene que en el mundo humano, la comunicación es una práctica significante en múltiples niveles; lo que Charles Peirce llamó el proceso de semiosis social infinita, o la producción social de sentidos que, dado su modo de funcionamiento, es inagotable, en tanto todo signo es signo de otro signo ad infinitum, esto es, signo que reclama de otros interpretantes a su vez interpretables.

Un texto literario es creación verbal, en primer orden. Y todo lenguaje presupone una relación social que lo sostenga. Al lenguaje como decía magistralmente Barthes, hay que entenderlo como “(...) intercambio de imágenes, como intercambio, efectivamente, de reconocimientos. Cuando hablo, pido ser reconocido por el otro, diga lo que diga. (...) el lenguaje no sirve solamente para comunicar; sirve para existir, sencillamente”[xxv]. Dejo en suspenso la distinción final entre «comunicación» y «existencia», que corre el riesgo de dicotomizar algo que dista de ser dicotomizable; parafraseando a Wittgenstein, que se refería a los distintos «juegos de lenguaje», podemos decir que somos ahí. Al fin y al cabo, no hay vida humana ni identidad por fuera de los intercambios simbólicos (no sólo verbales) que producimos al interior de una comunidad de pertenencia. Lo que ahora en cambio me interesa destacar es que, cuando hablo o escribo, cuando apelo al lenguaje, ya estoy demandando un reconocimiento del otro: reclamo ser escuchado-leído, reclamo otro que está allí para hacer posible esta escena de la escritura en la que, en general, el «yo» ni siquiera es dueño o propietario del sentido de lo que crea y mucho menos en el campo de lo literario en particular, donde la invención está regulada por unas tradiciones artísticas específicas, incluyendo aquella tradición de la invención que acompaña la literatura propiamente moderna[xxvi].

La «comunicación», desde luego, no es algo distintivo de lo literario; hay comunicación donde hay humanidad, donde hay sujetos capaces de dar sentido al mundo que habitan. De forma complementaria, dentro del campo literario, hay formas de comunicación diversas, basadas en estéticas divergentes: desde el realismo que reclama un estilo directo, típicamente anecdótico y sencillo hasta el hermetismo que radicaliza su apuesta por lo indirecto, lo sumergido y complejo. Con todo, con independencia a las estilizaciones del discurso literario, o incluso a las ideologías que necesariamente subyacen a toda búsqueda estética, quisiera remarcar el lazo regular que existe entre opacidad y literatura.

1.                  No es infrecuente reconocer que, tras la elaboración literaria, se pone de manifiesto la condición opaca del lenguaje, desapercibida en el mundo cotidiano que naturaliza –o incluso, normaliza- ciertos usos lingüísticos. Esta opacidad de la comunicación literaria, en una de sus dimensiones fundamentales, es crítica del lenguaje: muestra que los discursos articuladores de la esfera práctica en general ocultan su contingencia, su carácter político, su apertura radical. Dicho en otros términos: explicitan que el universo lingüístico del presente –sobre el cual se estructuran las prácticas cotidianas- podría ser diferente. La posibilidad de otros lenguajes es también promesa de otros mundos. Al cuestionar la transparencia del lenguaje coloquial, reactiva sus límites: interroga por lo excluido de ese universo, por las formas de nombrar lo real, por los modos en que constituye un mundo. En suma, hace reconocible que el lenguaje no es un instrumento neutro sino un vehículo ideológico que soporta una multiplicidad de luchas sociales, incluyendo los antagonismos de clase. La filosofía marxista del lenguaje -incluyendo a Bajtin y a su alter ego Voloshinov- han enfatizado la «multiacentualidad del signo», queriendo con ello significar que todo significante es susceptible de una multiplicidad de significados, dependiendo de su articulación en una cadena lingüística determinada. En este sentido, la comunicación literaria, al hacer estallar los límites habituales del lenguaje, muestra las mediaciones político-culturales que operan en toda interpretación del mundo, incluyendo aquella que pretende erigirse como “lo real mismo”, como la Cosa en sí, esto es, aquella que se im-pone como «sentido común cotidiano». Con ello, la comunicación literaria pone en juego la oscuridad de toda comunicación o, si se prefiere, muestra la imposibilidad radical de un discurso transparente y neutro que expresaría la realidad a secas[xxvii].

2.                  Ahora bien, la comunicación literaria es también comunicación de la opacidad. Con independencia a toda sintaxis literaria, a los modos de articulación lingüística –más o menos complejos-, la literatura suele comprometer –incluso arriesgando su comprensibilidad misma- una interrogación por lo desconocido: produce un sentido sobre lo enigmático que hay en lo humano, en el mundo histórico-social y en la comunicación misma[xxviii]. Es por tanto una forma de reenvío a la oscuridad en que moramos. La repetida alusión al carácter elusivo de lo literario, a la condición constitutiva del enigma en el proceso de creación literario, no son simples artilugios para disimular nuestra incapacidad, en cualquier caso recurrente, de especificar aquello que constituye el ser de lo literario. Por lo demás, una experiencia artística que eluda esa opacidad genera habitualmente creaciones estéticas poco interesantes e incluso triviales[xxix]. No es éste el espacio para abordar la compleja relación entre «literatura» y «conocimiento». Digamos, sin embargo, que la literatura es irreductible a toda operación de traducción de unos saberes preconstituidos en otros espacios. La idea de que el arte literario muestra en términos concretos lo que unas teorías previas determinan de forma independiente es al menos unilateral. La literatura no es mera ejemplificación de lo conocido –aunque sin dudas apele en ocasiones a tal recurso-, sino alumbramiento, producción de unas significaciones que desestructuran y reestructuran nuestros conocimientos disponibles o, si se prefiere, que muestran los límites de nuestro saber actual. Sólo así podría sostenerse que la literatura no sólo dice lo no-dicho (y aquí reside su función rememorativa), sino que también dice lo indecible (al menos en otros géneros discursivos, incluyendo el discurso cotidiano).

3.                  La opacidad no refiere en primer término a una escasez (de claridad, de significados) sino a un exceso semántico producto de una elaboración formal radicalmente abierta, que habilita e incita a múltiples lecturas: la condensación a la que a menudo apela la literatura, así como el conjunto de recursos estilísticos que apuntan a la «intensificación del significante», constituyen un plus de sentido y ese plus es precisamente lo que explica la densidad significativa, la apertura del sentido que, sin ser privativa a la literatura, es reapropiada por este campo para hacer estallar las significaciones sociales habituales. Ese exceso es precisamente lo que hace de cada lectura una batalla interpretativa, una pugna por reasignar un sentido que se fuga en una multiplicidad –potencialmente inagotable- de otras interpretaciones más o menos interesantes. Así pues, «opacidad» y «exceso», aparecen interrelacionados en la literatura, bajo la forma de una resistencia a convertir sus creaciones simbólicas en meros ejemplos de teorías preexistentes clarificadas. El carácter relativamente inasimilable de la literatura moderna, quizás, se explique por estos rasgos coexistentes. El lenguaje poético, en este sentido, más que instaurar una nueva codificación, es destrucción de la lógica codificadora, que en última instancia instaura la pretensión de univocidad para todos los juegos de lenguaje: es estallido y ese estallido sólo puede significar puesta en acto de la opacidad que habilita a múltiples lecturas de una superficie de por sí necesariamente ambivalente, dado tal excedente de sentido.

-IV-

Sin pretender cancelar debates incipientes, que requieren elucidaciones críticas, vale remarcar aquello que ya puede entreverse: un escritor, con independencia a su intencionalidad comunicativa (esto es, si quiere o no comunicarse), es lanzado a un intercambio simbólico desde el momento mismo en que irrumpe públicamente con su discurso. Sólo en ese momento en que un texto adquiere notoriedad pública -esto es, que se extraña de quien lo formuló, que se abre a la mirada de los otros, autonomizándose de su productor- nace como literario[xxx]. Lo dicho permite avanzar en la distinción entre «composición literaria» y «literatura». En parte, despeja la pregunta de si un texto inédito puede ser literario o no, dado que no niega su constitución formal inmanente, sino que cuestiona que baste por sí misma para ser aceptado como producto literario por una comunidad interpretativa. Estrictamente, permite explicar por qué un texto puede devenir literario –lo que requiere que esté dispuesto de tal forma que alguien pueda reconocerle una condición literaria inmanente- sin necesariamente serlo en la actualidad[xxxi].

Ahora bien, si el «ser» o incluso el «estatuto» de un texto literario depende de su notoriedad pública y, en general, de cierto reconocimiento social como tal, en suma, de su circulación dentro de una comunidad cultural que le asigna un sentido específico –enmarcándole dentro de clases o géneros de discurso-, eso no niega la incidencia decisiva de esa comunidad en el momento de su producción. Digamos de forma anticipada que esa incidencia social en la producción textual no determina el posicionamiento del sujeto en cuanto al tipo de discurso en que se emplaza. Ese sujeto está marcado socialmente, esto es, fijado en sus pertenencias y filiaciones y puede que incluso esas marcas prefiguren los órdenes de discurso a los que podría aspirar legítimamente. Pero es la decisión del sujeto –decisión a menudo inconsciente, basada en unas identificaciones determinadas- lo que hace que un texto sea elaborado con pretensiones artísticas o no. Podría darse el caso de que un texto sea reconocido como literario sin tener pretensiones de serlo; a la inversa, hay textos con pretensiones literarias que no consiguen ser reconocidos nunca como tales. En ninguno de los dos casos las condiciones sociales de producción de un discurso determinan de forma unilateral la «literariedad» (y más ampliamente, la «artisticidad»), aunque sin dudas, jamás podría ser reconocido como tal si en sus propiedades formales no hubiera al menos componentes que dejen asimilarlo a tal campo. Como contrapartida, la literariedad de un texto tampoco es determinable de forma exclusiva a partir de su inmanencia textual. Esto es decir: la producción literaria está sobredeterminada por condiciones sociales e históricas de producción y recepción específicas, lo que supone a su vez una relativa autonomía de lo literario con respecto a otras dimensiones de la vida social[xxxii]. En este sentido, tal como M. Bajtin hubiera remarcado, la «intertextualidad» es una de esas condiciones de formación de los enunciados.

¿Cuáles son entonces las marcas distintivas de la comunicación literaria? Antes de avanzar en una tercera respuesta, intentaré despejar un malentendido. No faltan quienes cuestionan las creaciones literarias que no prestarían atención a la “comunicación”, queriendo con ello decir que habría creaciones literarias herméticas y de difícil acceso, cuando no directamente inaccesibles. Hacer literatura “comunicable” sería hacer textos de comprensión más o menos universal. Pero tanto para quienes sostienen que la literatura no está relacionada con la comunicación como aquellos que ponen lo comunicacional como una propiedad normativamente exigible del texto literario, desconocen de manera crucial –y es lógico o internamente coherente que así sea- no sólo la presencia insoslayable de esta dimensión, sino el hecho más fundamental de que la comunicación no constituye una opción lingüística o una forma electiva de desarrollar inteligibilidad, sino una condición constitutiva de todo texto (literario o no).

Ya dijimos que una cierta función poética se despliega en diversos géneros escriturales, por lo que no es sostenible que el despliegue de una estética del lenguaje sea distintiva del juego literario. Aun admitiendo que existieran fronteras porosas entre los discursos sociales en un contexto cultural dado, también aquí podríamos apelar a la pragmática, para señalar que la comunicación literaria suele tomar distancia, de forma deliberada o no, de los juegos de lenguaje cotidianos: la historia de la literatura, entonces, sería entonces la historia de un alejamiento, de una autonomización tanto formal como semántica del discurso, no sólo como función de una efectiva voluntad de distinción, sino como posibilidad misma de decir lo que permanece indecible en el mundo cotidiano. Al respecto, J. Kristeva resume esta posición en un bello texto:


“Lo que escritor –y el extranjero, ese traductor- transfiere a la lengua de su comunidad es la lengua singular de su «memoria involuntaria» y de sus sensaciones. (...)
Traductor en este sentido, el escritor es radicalmente otro, el extranjero más escandaloso”[xxxiii].
 

La literatura, testimoniante de una experiencia de extranjería, de los dramas de la individuación, es permanente «borrador de inconsciente», que se transpone en la forma del texto. En este sentido, este amor por la otra lengua supone violentar el discurso de los clanes: el escritor con sus trazas conquista la extranjería, abandonando así la familiaridad de su lengua materna. “El que habla la «otra lengua», nuestro extranjero-traductor, es invitado a callar, a menos que se una a alguno de los clanes existentes, a una de las retóricas en vigor”[xxxiv].  

Ahora bien, ¿podríamos incluir en ese espacio literario la literatura de cordel, el melodrama, la sátira, o, para decirlo refiriéndonos a un continente mayor, la «literatura popular»? Quizás no desde la perspectiva del extrañamiento lingüístico[xxxv], aunque  no deberíamos dejar de preguntar si pérdida de extrañeza no suele conducir a una asimilación sistémica como «producto masivo» (en la que lo «popular» es usado como clave hegemónica y no como distancia crítica).

Admitamos, de forma provisoria, la regionalidad del intento de fijación del sentido de lo literario como «extrañamiento». Al fin y al cabo, podría alegarse, también el arte literario puede concebirse como «proximidad» con respecto a experiencias sociales mayoritarias (y así lo pretenden algunas vertientes estéticas), pese a que esta proximidad no remita habitualmente a la pertenencia común de enunciador y enunciatario, sino más bien a un intento de aproximación que, por lo demás, no podría evitar vestigios de una distancia social de partida. Desde luego, sería difícil justificar por qué habría que seguir considerando esa literatura como popular, pero en cualquier caso, podría admitirse que hay cierto tipo de literatura que no se reconoce en el discurso de la extranjería.

Una conceptualización que no pueda incluir esas otras producciones literarias (con independencia al valor estético que le asignemos) me parece no sólo teóricamente débil, sino políticamente perniciosa. Sería, asimismo, un prejuicio asimilar literatura popular a un tipo de escritura que prescinde de la distancia crítica, como si la «crítica» fuera un atributo inherente a ciertas clases sociales. ¿Por qué deberíamos aceptar la invisibilización de un cierto tipo de «literatura», especialmente de la «literatura popular», incluso asignándole un supuesto familiarismo? ¿Por qué repetir en el campo de los estudios literarios el típico etnocentrismo cultural, por no mencionar el clasismo que le colinda?

 Una respuesta que evite estas objeciones (de la que aquí no puedo más que trazar un esbozo preliminar), partiría pues de la consideración comprehensiva de que la comunicación literaria es aquella que tiende a subvertir, mediante procedimientos diversos (como la ficcionalización, la metaforización, el distanciamiento, la apelación a un lenguaje simbólico e incluso la parodia), lo que públicamente se considera comunicable en un momento dado[xxxvi]. Entre el mundo cotidiano y el mundo artístico no hay una relación de pura continuidad ni de radical ruptura: cada formación literaria especifica una distancia determinada con respecto a lo cotidiano –que sigue siendo una de sus referencias fundamentales-, planteando de forma simultánea líneas de continuidad y discontinuidad. Más que un corte con el mundo primario de la vida, la literatura lo recupera de forma selectiva –para ponerlo en tensión, apelando a la alteridad de lo ausente (de ahí la centralidad no sólo de las rememoraciones sino también de las invocaciones utópicas). La comunicación literaria –caracterizada por su opacidad en el sentido antes especificado[xxxvii]- pone en cuestión los límites de lo enunciable y al hacerlo, desafía una «voluntad de verdad» prevalente en una sociedad, en el sentido que M. Foucault da a esta categoría[xxxviii]. Por lo demás, el vínculo de lo literario con respecto al mundo cotidiano dista de ser invariante: puede ser (y a menudo es) usado como apoyatura estratégica para cuestionar la intrusión de «poderes extraños», esto es, para antagonizar con los «imperativos sistémicos» tanto del mundo político-económico como de la cultura oficial. Eso explica, sin dudas, la tendencia de la literatura moderna a ser leída como un campo de resistencia político-cultural, aunque en el contexto presente, no cabe desconocer la reapropiación económica que se hace de ésta como mercancía cultural específica[xxxix]. Cuando el discurso literario prescinde de esta relación crítica con la realidad histórica se hace romo.

Esta tercera hipótesis de lectura quizás no constituye una regularidad universal; podría ayudar a pensar ciertas producciones artísticas (entre las que estarían incluidas las del vanguardismo), pero posiblemente no la totalidad de la «literatura» como objeto teórico. Así, hay comunicación literaria que cuestiona lo que en los discursos cotidianos aparece como comunicable y que, en nuestros términos hay que redescribir como aquello que aparece como «horizonte de comunicación», esto es, como las fronteras del campo de significación en el que los participantes se mueven en su interacción concreta. La opacidad tendencial que está presente en estos productos comunicativos no es descartada bajo el descrédito, la sospecha o incluso la acusación de estar ante algo absurdo o insignificante, sino que es aceptada como parte constitutiva de esa producción (aun cuando su contenido pudiera ser leído como escandaloso o como una infracción de ciertos códigos morales o de ciertas prohibiciones). Es lo que se conoce como «principio de cooperación hiperprotegido»[xl] que se puede condensar en una fórmula: cuando un lector reconoce un texto como literario, está dispuesto a hacerse cargo de sus oscuridades, sin suponer que carecen de sentido, incluso cuando éstas fueran provocativas o perturbadoras. 

Esa respuesta permitiría explicar por qué a menudo la literatura pone de manifiesto, llevándola al límite, la opacidad del lenguaje, visibilizando los modos de funcionamiento de lo lingüístico, esto es, desnaturalizando nuestros universos significantes. Quizás habría que precisar restringiendo nuestra respuesta: las obras artísticas modernas (por más problemática que resulte la categoría de “obra” en la época del pastiche) ponen en crisis la presunta transparencia del lenguaje cotidiano, esto es, la supuesta naturalidad que adquiere a fuerza de sedimentación. Esa transparencia, en última instancia sospechosa, es efecto de la dominación simbólica, en la que se instaura un universo lingüístico que favorece a ciertos sujetos hegemónicos (el sujeto burgués, masculino, blanco, europeo, heterosexual, joven, católico). En particular, los mejores exponentes de la literatura moderna siembran inquietud, dislocando nuestro horizonte de sentido previo. La perplejidad que tan a menudo se produce ante ese tipo de literatura no es accidental; constituye un efecto estético decisivo. Se trata de una puesta en crisis de nuestro horizonte interpretativo –mediante el cuestionamiento de las categorías de lenguaje y pensamiento que estructuran y reproducen la vida cotidiana. Estas operaciones, en última instancia, son subversivas aún contra la intencionalidad del escritor: no remiten en primer lugar a una disidencia explícita con un orden social efectivo, sino más bien a modos de discurso que producen efectos desestructurantes sobre ciertas identidades sociales, condición de todo cambio histórico.
 
                                                                        -V-
No dudo de la precariedad de la respuesta esbozada. Pero puede que aunque insuficiente, ayude a construir apuntes relativamente valiosos para distinguir el discurso literario de otras matrices discursivas, lo que no implica que el discurso literario sea el único registro que produce estas dislocaciones con respecto a las prácticas de comunicación. Tampoco desconozco que lo precedente no vale para todo género literario de la misma forma ni mucho menos para todas las orientaciones estéticas (desde los vanguardismos hasta las transvanguardias).
Admito sin reservas que ninguna de estas conceptualizaciones permite identificar un conjunto estable de rasgos que permitirían arribar a un concepto universal de lo literario, en su heterogeneidad radical. Pero arribar a una «definición» -la más de las veces dudosa y hasta donde conozco, no demasiado convincente- no es una condición indispensable para avanzar en nuestro conocimiento de lo literario. Es probable que ni siquiera existan algo así como “rasgos estables” de la literatura: su historicidad es un fenómeno insoslayable y cualquier intento de conceptuación (cualquier teoría literaria), debe pasar por el tamiz de su historia interna, conectada a la historia en general.

Ahora bien, si el ser inestable de lo literario –y de aquello que aparece históricamente como valioso dentro de ese campo- es significado por prácticas discursivas en las que necesariamente participan sujetos diversos (autores, lectores, editores, críticos, etc), entonces, toda «definición» con pretensiones universales será objeto de disputa social y política por instituir ciertas pautas de legitimidad. A menudo, serán puestas en cuestión apelando a contraejemplos que esas definiciones excluirían de forma inválida. En cualquier caso, la condición histórica de la literatura y la pluralidad de sentidos que adquiere en la historia humana, preservaría de toda cristalización en un concepto cerrado, aunque desde luego nada nos prohíbe hacer uso de éstos en tanto construcciones abiertas.

Comprobar esta precariedad de nuestros conceptos es al mismo tiempo reconocer que los discursos literarios no pueden aislarse del campo general de la discursividad (tal como parecen señalar algunos estudios culturales ingleses). La inscripción de un texto como literario no se efectúa simplemente por una serie de atributos esenciales (si así fuera, una obra no podría devenir literaria), sino por su entrada en una red de relaciones de comunicación: aquellas que permiten significar socialmente un discurso como literario[xli]. Que un discurso sea identificado así por un conjunto de actores deja intacta la problemática. La respuesta que aquí esbocé en otro nivel permite evitar la objeción etnocéntrica: no determina una sola manera de producir distancia con respecto al mundo histórico-social ni señala el grado de lejanía (o proximidad) con respecto a ese mundo. Si la comunicación literaria pone en crisis aquello que socialmente se considera públicamente comunicable –y aquí lo grotesco, lo sucio, lo bajo y lo feo suelen tener un espacio, aunque retóricamente elaborado-, de ahí no se deduce ningún procedimiento en particular ni mucho menos una posición ideológica en relación a una formación social concreta.

Dejaré en suspenso, pues, el intento de conceptuar la «literatura» como totalidad abierta o en devenir. Lo precedente señala, al mismo tiempo, que producir una conceptualización válida de lo literario supone enfrentarse a serias dificultades, a irresoluciones concretas y específicas que, hasta donde conozco, siguen abiertas y pendientes.

                                                      -VI-                                                                

Asumiendo la esencial indefinición de lo que significa un «texto literario», en cualquier caso, emerge en esta red de interacciones simbólicas -a las que llamamos comunicación-. La pretensión monádica (a la que suscribiera T. Adorno en su Teoría estética) sólo podría sostenerse como una estrategia de resistencia a la integración con respecto a un mercado artístico serializado en el que las exigencias de comunicabilidad son, meramente, exigencias de transparencia para un consumo fácil que reafirma las formas de conciencia y el orden existentes. Pero incluso estas formas de resistencia textual comunican una distancia social e ideológica a la vez. Marca un posicionamiento que, lejos de quebrar una relación de sentido entre determinados interlocutores, señala más bien su asimetría radical. Esta soledad de la obra, en todo caso, sería resultado de un deliberado aislamiento, tendente a denunciar una condición histórica del ser humano: la de su creciente reificación. Cabría preguntarse si un aislamiento tal, finalmente, no impotencia el deseo de la obra, esto es, su voluntad de ser leída, de afectar, de comprometer. Siguiendo esta línea, podríamos arriesgar la siguiente paradoja: para criticar la cosificación de las masas, Adorno apuesta por un arte monádico; pero al resistirse a todo intento de comunicación, termina la obra misma convirtiéndose en una cosa, privada de sentido. La resistencia a la cosificación mercantil lleva a la cosificación en este caso inútil del arte. Es probable que se replique que esta cosificación no mercantil es su forma de resistencia: la autonomía de la obra cuestionaría la sociedad de la que nace, pero la sociedad, al no poder comunicarse con la obra, sería perturbada: quedaría manifiesta la “incomunicación” colectiva. Puede que ésta sea la astucia de Adorno, réplica de la astucia de Kafka: “Para él, la única, débil, mínima posibilidad de impedir que el mundo tenga al final razón consiste en dársela”[xlii]. Pero en última instancia, no podría haber «conmoción», ni «disonancia» ni «negatividad» si el arte no produjera determinados efectos de sentido, y sin dudas, esos efectos tienen como condición un discurso resultante de un práctica comunicacional. Entiendo que algunas dificultades que surgen de esta postura podrían ser salvadas si lo comunicacional fuera resemantizado, en la dirección aquí reconstruida.

En cualquier caso, nunca estamos suficientemente solos para escribir, tal como decía Kafka. Hay que despejar el eterno malentendido de que la soledad buscada del escritor es deseo de no tener un destinatario (por más difusos que sean sus contornos). Puede que el sujeto de la escritura no logre tomar distancia de sus predecesores e, incluso, que retornen cuanto más quiera conjurarlos. Pero en cualquier caso, ese sujeto necesariamente tiene al Otro como destinación, al Otro incluso como aquel que (imagino) me llama a esta escena para decir algo –un llamado al que respondo necesariamente mal, dada la magnitud del llamado y al que, sin embargo, debo responder con mi responsabilidad-. Como contraparte, la labor del escritor es menos la preocupación de hacer comunicable, que de articular modalidades comunicativas específicas en vista a determinadas finalidades. Incluso el más radical hermetismo comunica una distancia con el lector, una región de ininteligibilidad deliberada, que lejos de suspender o cancelar la diseminación semántica, la incita.

         La comunicación (y el malentendido que le es co-sustancial) no es entonces, en primera instancia, una decisión del escritor, sino una dimensión irreductible de la condición humana. Plantearla como algo opcional –que podría estar ausente en un específico juego de lenguaje literario- resulta engañoso. Lo comunicacional, sin embargo, dista de ser un intercambio armónico y transparente. La ambigüedad (y la pluralidad de lecturas) son condición misma de lo comunicacional y no fenómenos que la interrumpen. La incomunicación total, en este sentido, es la muerte.
         Habría pues que insistir en que la comunicación literaria no es ni clara ni distinta y, cuando lo es, termina socavando su propio registro. Antes bien, recuerda lo que el racionalismo olvida: el espesor del ser humano, en su danza pasional, sus luchas agónicas, sus esperanzas y temores a menudo enfrentados a los de otros. Por eso la literatura es diálogo y pugna de sentido; la dificultad de asimilación es medida de su fuerza inventiva y subversiva. Eso no significa, desde luego, que la «incomprensibilidad» sea de por sí indicio de literariedad; a menudo, sin embargo, los textos literarios más valiosos exigen una auténtica batalla, un intento por construir una relación de inteligibilidad plena entre un discurso y un lector dispuesto a darle crédito. Una obra que juzgamos bella, imprescindible o incluso valiosa más allá de su belleza, suele estar ligada a cierta dificultad para asimilarla, a un enigma difícil de desentrañar, que poco o nada tiene de común con una actitud oscurantista. Ante la exigencia de una «obra», se erige el desafío, la promesa de un sentido (de belleza, de verdad, de justicia).
         Todo lector desarrollará alguna hipótesis de lectura, en la que pone en juego un grado específico de comprensión e incomprensión a la vez. Nunca se comprende todo, pero eso no quita que nos privemos de una interpretación. Dentro de la experiencia literaria hay entonces una dimensión a interrogar que es la comunicación (intersubjetiva), pero esa experiencia también tiene que habérselas con otras dimensiones, incluyendo la dimensión estética. Estética y comunicación se enlazan y se rebasan: nada nos exime, pues, de tener que elaborar juicios estéticos, sobre la base de razones y motivos que articulan una crítica literaria particular. No es este, sin embargo, el lugar para intentar trazar esos lineamientos.

                                                            -VII-

¿Qué hay del silencio en la literatura? En último término, introducir lo comunicación en lo literario es preguntarse no sólo por el campo de la palabra sino también por el campo del silencio que excede los espaciamientos, las pausas versales  y estróficas, las elipsis, las perífrasis, las capitulaciones. También el decir literario nace de un silencio, de un intervalo o, como ya insinué, de una distancia incluso consigo mismo. ¿Cómo se comunican los silencios? ¿Cómo se coexiste con los límites del lenguaje, incluso de ese lenguaje que la institución literaria radicaliza con voluntad de construir un lenguaje de los límites? ¿Qué lugar da a lo indecible cada poética? ¿Qué economía lingüística -más o menos reticente- produce cada formación literaria? Ante estos asuntos, más que determinar si una «obra» (concepto problemático pero no menos requerido desde el punto de vista interno a la exigencia creativa, como captó M. Blanchot en El espacio literario) transmite un “mensaje comprensible”, resulta clave saber por qué el autor queda apresado en ciertas modalidades comunicativas específicas, qué genera en la diversidad de lectores, con sus itinerarios diversos (independientemente a la voluntad de quien escribe) y aun, por qué se puede producir una comunidad de sentido más allá del desfasaje constitutivo entre creación y recepción. Son interrogantes sobre los que habrá que volver.

En todo caso, tomar la decisión teórica de cruzar unas categorías, de poner en relación dos términos, no es simplemente aplicar un sentido sedimentado sobre lo comunicacional y lo literario, en buena medida porque no son tan claros como quisiéramos y, en segundo lugar, porque aquellas instancias que atestiguan lo sedimentado -como es el caso del saber enciclopédico- no resuelven las disputas sociales por el sentido de ciertos términos y en particular, los debates (en las ciencias sociales y en la filosofía) acerca de la comunicación humana y la literatura.
No alcanza con sostener que el enunciador (en este caso el poeta o el escritor) no tiene privilegio; hay que descentrarlo radicalmente: la comunicación no depende ni principal ni exclusivamente de su decir como instancia voluntaria, aunque el sentido común diga lo contrario. Hacer centro en la voluntad tal vez no sea más que una fantasía de control: el sujeto literario, como cualquier humano, dice más de lo que (cree que) dice (y J. Lacan nos lo recuerda). Porque siempre que nos comunicamos, sea de forma lingüística o no, se produce una relación de sentido que el sujeto no domina en absoluto: el discurso se autonomiza dando lugar a un juego de interpretaciones diversas que a veces ni siquiera el propio sujeto conoce. Hay resemantización permanente incluso contra el enunciador. El desfasaje entre enunciador y destinatario es fundante de todo proceso comunicacional –y eso vale especialmente para el texto literario como «texto abierto».
Reclamar univocidad a la literatura es negar, de este modo, uno de sus rasgos distintivos. La multiplicidad de lecturas no es una amenaza, a pesar de los contrasentidos que habitualmente produce: activan interpretaciones con acentos múltiples y tal es su riqueza, contra los sentidos sedimentados por unos discursos dominantes. De ahí, también, la silenciosa crítica al «discurso del amo» que pretende gobernar de forma soberana el «Sentido», pretensión que se opone a la «diseminación» en nombre de una verdad extra-textual de la que sería portador único y excluyente.
No es precisamente éste el tiempo de concluir, sino más bien el tiempo de una interrogación sin término. Puede que esas preguntas nos permitan reactivar algunos límites de nuestros discursos -mostrando sus omisiones y clausuras- y a través de esa reactivación, podamos devolver la «literatura» a las prácticas contingentes que la instituyeron en los límites de lo (in)decible.
                                                                                    Arturo Borra


[i] Comte-Sponville, A., Impromptus, Andrés Bello, Barcelona, 1999, p.44.

[ii] Indicaciones similares se pueden trazar entre «creación imaginativa» y «literatura». Es frecuente todavía recluir la «imaginación creadora» o la «creatividad» a secas al campo artístico; sin embargo, esta perspectiva conceptual resulta teóricamente insostenible a la luz de diversas investigaciones ligadas a lo «imaginario»: J. P. Sartre, G. Bachelard, J. Lacan y C. Castoriadis, entre otros autores, han argumentado en sus escritos, por caminos diversos e incluso divergentes, acerca de la imposibilidad de una reducción de lo imaginario a una esfera restringida de la actividad humana. Así pues, lo literario es un tipo específico de creación (discursiva), producto de lo «imaginario radical» -y no sólo de la imaginación individual- que hace posible su emergencia, por usar una distinción formulada por Cornelius Castoriadis en La institución imaginaria de la sociedad, (II Tomos), Tuquets, Buenos Aires, 1999. Eso no evita, con todo, que aún hoy la figura del artista sea rodeada por una especie de aura mítica: la referencia al «creador» como origen de la obra es síntoma de este malentendido.  

[iii] El «diario» -como relato autobiográfico- es de esas escrituras que parecen no tener otro destinatario más que el sí mismo; sin embargo, exige un desdoblamiento del sujeto. En cuanto adquiere cierta dimensión literaria el diario pierde necesariamente la condición secreta que se le atribuye -abriéndose a la lectura de un destinatario virtualmente anónimo-. El espacio íntimo, en este caso, reenvía a la esfera pública.

[iv] Hay que señalar que el valor de las producciones literarias es independiente de las consideraciones teóricas que pudieran hacer al respecto sus productores. Que determinado sujeto artístico desarrolle una auto-interpretación de su hacer poco plausible no implica de forma necesaria que sus creaciones carezcan de valor estético.

[v] Sería interesante indagar acerca de los usos que se hacen de estas dicotomías, no sólo para privilegiar uno de sus términos en detrimento del contrario, sino también para enmarcar cierta producción poética de forma reductiva, bajo la forma del rótulo negativo, del prejuicio que condena por irrelevantes poéticas enteras que no aceptan sin más la dicotomización del campo poético ni encajan de forma exclusiva con una de las alternativas esbozadas.

[vi] Jamenson, F., Lo imaginario y lo simbólico en Lacan, El cielo por asalto, Buenos Aires, 1995, p.47.

[vii] Un examen más pormenorizado nos conduciría a abordar algunos textos de Niklas Luhmann, quien desde una perspectiva sistémica abordó el campo del arte.

[viii] Las distintas «funciones del lenguaje» (incluyendo la «función poética») han sido desarrolladas por Roman Jackobson en Lingüística y Poética, Cátedra, Madrid.

[ix] Cf., Culler, J., Breve introducción a la teoría literaria, Crítica, Barcelona, 2004, p.29 y ss.

[x] Ohmann, R., “Los actos de habla y la definición de la literatura”, en VVAA, Pragmática de la comunicación literaria, Arco Libros, Madrid, 1999, p.28. No es extraño que el autor llame a los actos literarios “quasi actos de habla” (op. cit., p.29).

[xi] Sin negar los valiosos aportes que la filosofía del lenguaje ha efectuado en general, considero que la terminología utilizada para abordar lo literario es sintomática de un déficit analítico en este campo.

[xii] Ohmann, R.,  op. cit,, p. 28.

[xiii] R. Ohmann mismo señala que este tipo de definición de la literatura incluye numerosas subclases de discurso que no pertenecen a ella, tales como chistes, respuestas irónicas, parábolas y fábulas, etc. Sin embargo, sin aducir razón alguna, el autor sostiene que la admisión de dichas subclases no supone incurrir en un “grave error” (op. cit., p.31).

[xiv] Me remito aquí a la meticulosa crítica por parte de J. Derrida, efectuada en algunos pasajes De la gramatología, Siglo XXI, México, 1998, donde cuestiona la reducción de la «escritura» a un apéndice de la voz como proximidad de la presencia del ser.

[xv] Dejemos claro que aquí no se discuten los «efectos perlocutivos» de la literatura –lo que el decir hace en el receptor-, sino aquello que hacemos al decir.

[xvi] Habermas, J., Pensamiento postmetafísico, Taurus, 1990, Madrid, pp. 257-258.

[xvii] Habermas, op. cit., p. 258.

[xviii] Paul Ricoeur, La metáfora viva, Trotta, Madrid, 2001.

[xix] Aquí cabe hacer alusión a algunas de las reflexiones de Heidegger acerca de la originariedad del lenguaje como Poesía o Poetizar en sentido amplio, esto es, como hacer creador, dar forma a la materia (cf. Heidegger, M., Arte y poesía, Fondo de Cultura Económica. Madrid, 1999), irreductible a la poesía como arte. Aquí el autor parece aproximar «poética» y «poiesis». Si bien un análisis crítico de sus reflexiones excede este espacio, su teoría del arte como fijación de la verdad en la forma, o desocultación del ser, aun siendo problemática en más de un sentido (cf. Heidegger, M, op. cit., “Prólogo”, p. 20 y ss.) permitiría confrontar con esta concepción de lo literario como acto de habla especial que imita los actos de habla cotidianos, sin valor de verdad ni pretensión de validez alguna: “La obra de arte abre a su modo el ser del ente. Esta apertura, es decir, el desentrañar la verdad del ente, acontece en la obra” (Heidegger, M., op. cit., pp.67-68). Más adelante, agrega: “El ser-creado de la obra quiere decir fijada la verdad en la forma. Es la conjunción conforme a la cual se ajusta la desgarradura. La desgarradura conformada es la unión del resplandor de la verdad” (op. cit., p.100). Ideas tales como que la poesía es “el fundamento que soporta la historia”, el “lenguaje primitivo de un pueblo histórico”, “diálogo”, “fundamentación de la existencia humana” o incluso aquello que hace posible el lenguaje, entre otras, desbordan la noción de lo poético circunscrito a la institución artística y reclaman una elucidación independiente. Con todo, remiten a un hecho más básico: la relación intrínseca que hay entre poesía y lenguaje cotidiano. “El lenguaje mismo es Poesía en sentido esencial. (...) Así, pues, el habla no es Poesía porque es la poesía primordial, sino que la poesía acontece en el habla porque ésta guarda la esencia originaria de la Poesía” (op. cit., p.114).

[xx] cf., Domínguez Caparrós, J., “Literatura y actos de lenguaje”, en VVAA, Pragmática de la comunicación literaria, op. cit., pp.99-103.

[xxi] J. Culler también cuestiona esta solución: concluir que es literatura lo que una sociedad considera literatura es inconducente. “No resuelve la cuestión, sólo la desplaza; en lugar de preguntarnos qué es la literatura, debemos preguntarnos ahora qué es lo que nos impulsa (a nosotros, o a los miembros de otra sociedad) a tratar algo como literatura” (op. cit., p. 33).

[xxii] T. Todorov nos previene, con todo, del “puro pluralismo” en el cual se produce la “(...) suma aritmética de varios inmanentes, a una copresencia de voces que es también ausencia de atención: varios sujetos se expresan, pero ninguno tiene en cuenta sus divergencias con los demás” (La crítica de la crítica, Paidós, Barcelona, 2005, p. 176). Eso nos conduce a evitar un modelo de yuxtaposiciones, reclamando más bien la confrontación de perspectivas. Desde un enfoque histórico, pueden rastrearse algunas ideas sobre la importancia de la diversidad estilística en Ginzburg, C., Ojazos de madera, Península, Barcelona, 2000,  especialmente, los capítulos VI y VII, pp.145-205.

[xxiii] En este contexto no puedo abordar la problemática de la «inconmensurabilidad» tratada por T. Kuhn y P. Feyerabend en diversas oportunidades y desde perspectivas parcialmente divergentes. Con todo, la noción misma de «crítica dialógica» sería impensable e impracticable si no existiera al menos la posibilidad de una comparación recíproca, aunque por vía interpretativa, lo cual supone, como insistiera Kuhn, una pérdida semántica. Kuhn ha formulado una interesante crítica a la tesis heredada sobre la comparabilidad objetiva y neutral entre las teorías científicas (que él reconsidera remitiéndose a una unidad de análisis diferente, como es la categoría de «paradigma»), destacando las dificultades de traducción y la indisponibilidad de una medida común. Remito aquí a Kuhn, T., La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1996, y Kuhn, T., ¿Qué son las revoluciones científicas? y otros ensayos, Paidós, España, 1996.

[xxiv] Con ello no sugiero de ninguna manera que todo texto con pretensiones literarias sea con-validado como tal o tenga el mismo valor estético. Antes bien, señalo la multiplicidad como un punto de partida. Nada nos impide, por otra parte, considerar determinado tipo de literatura como más o menos valiosa, más o menos olvidable. No dudo que el análisis crítico de ciertas creaciones literarias conduce a constatar no sólo una preocupante uniformización estética sino además, una decepcionante reducción de las posibilidades creativas.

[xxv] Barthes, R., Variaciones sobre la escritura, Paidós, Barcelona, 2002, p.176.

[xxvi] Quizás habría que decir también que el intento vanguardista por romper de forma completa con la tradición –intento destinado a fracasar necesariamente- ha dado lugar a la invención de otra tradición –aquella que pretendió refundar radicalmente lo artístico-.

[xxvii] El realismo estético no invalida lo precedente, puesto que su estrategia consiste en ocultar sus propias operaciones interpretativas: niega sin suprimir esta opacidad. Dicho en otros términos, su eficacia narrativa o poética se basa en presentar como “evidente” aquello que es producto de una determinada perspectiva discursiva. Estrictamente, se trata de un borramiento del sujeto de la enunciación que, sin embargo, no lo anula como intérprete. Si, con todo, esta estrategia discursiva es reconocida como literaria, esto se debe fundamentalmente a la dificultad de borrar de forma completa las marcas textuales que lo especifican como producto estético. Esto significa que, en última instancia, el realismo debe contradecir de forma implícita lo que propone, a menos que terminemos postulando la condición inherentemente literaria de lo real.

[xxviii] Lo enigmático no refiere ni preferente ni primariamente a una condición metafísica, sino al campo de lo real y, en particular, a la realidad histórico-social efectiva, incluyendo sus dimensiones políticas, culturales y económicas. Es ilusorio suponer que disponemos de un «mapa completo de nuestra formación social»; lo que sabemos, pues, es susceptible de reenviarse a lo que desconocemos y este reenvío es lo que hace interrogarnos.

[xxix] En este sentido puede entenderse lo que el poeta A. Gamoneda refirió en un recital poético dado en mayo de 2007 en Valencia: “El poema viene de lo que no sabemos” o incluso, algo que planteó en uno de sus libros: “El trabajo se inicia y fundamenta en la eliminación, en la tachadura (...)” (Reescritura, Abada, Madrid, 2004, p.6). Un texto literario que no implica hacer avanzar nuestra comprensión (es decir, que no nos permite dar sentido a aquello que nos resulta ininteligible) puede resultar redundante, aunque quizás no superfluo, si tiene una función rememorativa, ligada al querer alumbrar lo que se olvida. Cuando tachamos lo redundante, lo ya-sabido, nace la escritura literaria. Si bien puede argumentarse que la literatura como acto rememorativo es clave no sólo en términos estéticos sino también políticos (por ejemplo, recordar las injusticias históricas), ello no contradice lo anterior: la rememoración conlleva una relectura del pasado, lo cual supone introducir lo no-sabido (incluso lo «inconsciente» en sentido freudiano) en el campo de la memoria. También J. A. Valente, dentro del campo poético español, sugiere algo análogo en su búsqueda de una «poesía del conocimiento». ¿Qué habría que decir en este contexto sobre las vanguardias estéticas de principios del siglo XX y, en particular, sobre el «surrealismo»? En todo caso, la premisa que parecen compartir, a pesar de las notables diferencias, podría formularse de la siguiente manera: la literatura es irreductible a un lugar de ilustración o ejemplificación de una teoría elucidada por otros medios.

[xxx] La autonomización del discurso literario con respecto a su autor es un fenómeno particular de una regularidad comunicacional más amplia: en último término, todo producto comunicativo se independiza de su productor, siendo apropiado de formas diferenciales por sus destinatarios. Georg Simmel, uno de los principales precursores del siglo XX acerca de los estudios sobre lo cultural, decía: “La mayor parte de los productos de nuestro crear espiritual contienen en el interior de su significación una cierta cuota que nosotros no hemos creado. (...) en casi todas nuestras realizaciones hay contenido algo de significación que puede ser extraído por otros sujetos, pero que nosotros mismos no hemos introducido” (Simmel, G., Sobre la aventura, Península, Barcelona, 2001, p.348).

[xxxi] Habría que decir como contrapartida que algunos textos literarios pueden perder tal condición en otra época; ser reclasificados, marginados, o incluso desestimados por carecer de “calidad artística” o por no ajustarse al “canon” literario dominante. Por más controvertida que sea esta cuestión, en los debates sobre lo que es literario suele irrumpir, de forma más o menos solapada, consideraciones normativas que conducen a excluir ciertos discursos, generalmente por no respetar las «reglas de género» -a pesar de que las grandes obras artísticas también lo hacen-. En última instancia, la distinción entre lo fáctico y lo normativo, cuando da lugar a una separación nítida, termina dando lugar a juicios que no se reconocen a sí mismos, tornándose irreflexivos. Cualquier intento de «demarcación» rigurosa se enfrenta a estos problemas entre otros, aunque parece razonable preguntar por qué habría que reconocer ciertos textos como «literarios» cuando prescinden precisamente de las convenciones y recursos usados en este campo. En cualquier caso, es imposible sustraer la dimensión programática de las conceptualizaciones acerca de lo literario.

[xxxii] Me remito a la «teoría general de la discursividad», reformulada por Verón, E., La semiosis social, Gedisa, Barcelona, 1988. También puede consultarse Foucault, M., La arqueología del saber, S. XXI, México, 1985, especialmente en el análisis de las relaciones entre discurso y condiciones de emergencia discursivas.

[xxxiii] Kristeva, J., El porvenir de la revuelta, Seix Barral, Barcelona, 2000, pp.82-83)

[xxxiv] Kristeva, J., op.cit., p.68.

[xxxv] No deja de ser importante recordar, de todas formas, que el extrañamiento no es una simple técnica literaria sino un modo de vincularse a lo real. C. Ginzburg, en sus estudios sobre la distancia, se refiere a ello a propósito de lo que Tolstoi aprendió de Voltaire: “(...) el uso del extrañamiento como expediente deslegitimador a cualquier nivel: político, social y religioso” (Ojazos de madera, op. cit., p.32).

[xxxvi] Hay que enfatizar que aquello que en un momento dado no se considera públicamente comunicable incluye ciertas prácticas y acontecimientos públicos que no se consideran «adecuados» ni «oportunos» para las formaciones discursivas hegemónicas. Lo público públicamente no-comunicable suele ser un efecto de ocultamiento, incluso a través de operaciones eufemísticas, que no remite de forma invariante ni principal a una supuesta realidad inefable.

[xxxvii] Vale enfatizar que la «opacidad» no tiene como núcleo privilegiado el círculo de la intimidad, ni mucho menos la esfera privada: también hay regiones de la esfera pública –estatal y societal- que resultan oscuras, cuando no oscurecidas, como efecto tanto de una creciente complejidad social, como de unas políticas regidas por el secretismo y el particularismo de ciertos agentes (gubernamentales, sindicales, empresariales, entre otros). Para una distinción entre lo público-estatal y lo público-societal, véase Castoriadis, C., “La democracia como procedimiento y como régimen”, en Revista Iniciativa Socialista, nº 38, febrero 1996.

[xxxviii] Cf., Foucault, M., El orden del discurso, Tusquets, Madrid, 1973.

[xxxix] Pensar los vínculos específicos entre «literatura», «industrias culturales» y «cultura masiva» excede los objetivos de este ensayo. Me limitaré a señalar que la dimensión resistencial y subversiva de las producciones literarias modernas no excluye -incluso de forma contradictoria- una articulación determinada con mercados editoriales específicos, susceptibles de convertir esa dimensión crítica en un aspecto promocionable destinado a públicos minoritarios. No deja de resultar irónico que producciones literarias de este tipo –piénsese por ejemplo en Cien años de Soledad o en Canto general- se conviertan en best-seller, subvirtiendo en última instancia la lógica misma de subversión, aunque no por ello neutralizándola de forma completa. Que los bienes culturales sean incorporados a mercados capitalistas no significa que pierdan todo su potencial crítico; la asimilación sistémica no equivale a su anulación, ni a desconocer sus especificidades significativas. Resulta cínico plantear como plenamente equivalentes productos comunicacionales diferenciados. Además de atribuir una falsa omnipotencia al capitalismo –en particular, a su capacidad de asimilación-, negaría no sólo las finalidades radicalmente distintas de esos productos, sino además, la producción de efectos de sentido diferenciales. 

[xl] Culler, J., op. cit., p. 37 y ss.

[xli] Como procuré enfatizar, lo «social» en este contexto remite a un tejido heterogéneo de sujetos individuales y colectivos, que excede toda forma instituida de «sociedad». No supone ninguna homogeneidad ideológica ni reenvía de forma exclusiva a una estructura de clases o a una unidad racionalmente estructurada.

[xlii] Adorno, T., Crítica cultural y sociedad, Sarpe, Madrid, 1984, p. 188.

Editado por arturo, el día 09 Noviembre '07 - 16:31, en series.

Han dicho algo al respecto:

Comentario de castigatrix - 10 Noviembre '07 - 19:40



Estimado Sr. Borra: gracias por su artículo. Es poco frecuente por estos lares (a excepción de algunos textos de la sección “Poéticas”) artículos que, como el suyo, avancen racionalmente sobre un tema teórico espinoso como el del concepto de literatura. Felizmente, además, su texto se esfuerza en ser claro y eficazmente comunicativo. Por todo ello, reitero agradecimientos. Le apunto, a renglón seguido, algunas cuestiones que echo en falta.


  • Antes de avanzar sobre una cuestión que juzgo crucial y que suele faltar en todos los apuntes teóricos acerca de la naturaleza del hecho literario, querría notificarle que no se me escapa que el suyo es, precisamente, un texto teórico. Digo esto anticipando una posible y futurible contraargumentación de determinadas posiciones. Pues bien, lo que echo en falta en este tipo de análisis es la consideración de la “literalidad” como un “hecho social y político”. Por supuesto, su texto introduce en varios puntos, y acertadamente, la cuestión social, sacando el debate del ensimismamiento de discurrir sobre la “literatura en sí misma”. Sin embargo, con “hecho social y político” no apunto a la naturaleza sociológica, cultural o incluso ideológica de la literatura, sino a una cuestión que podríamos llamar más bien de “economía política”. Para decirlo ya de una vez, lo que se suele soslayar en los textos teóricos es la cuestión de los medios de producción, o por decirlo de otro modo, de “la industria cultural”. Tomando alguno de los hilos de su exposición (en particular los apartados IV y VI), ¿no le parece sospechoso que algo tan determinante para lo definición de lo literario como cuáles son los medios de producción de la literatura y en manos de quiénes están sea sistemáticamente silenciado en la crítica literaria? A ver si consigo ser medianamente clara. Desde luego, hoy día, existe un entramado empresarial-publicitario al que podemos llamar “industria literaria”. Son esas empresas que se encargan de la edición, distribución, venta y difusión de los libros (esto es, de la publicación y la publicidad). Cabe señalar que si teóricamente todavía hay quien se empeña en separar (como bien Vd. denuncia) la literatura del resto del campo comunicativo, estas empresas, sin embargo, operan justo en sentido contrario: son las propietarias de periódicos, radios, televisiones, canales de distribución, editoriales… (y tienen intereses en otras esferas de la producción como las energías, la alimentación…). Algunas de ellas, acumulan una cantidad enorme de poder. Santiago Alba Rico (en , entre otras obras, “Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos”) argumenta al respecto más o menos lo siguiente: en un mundo con tal cantidad de sobreinformación (de ruido informativo) sólo aquellos que disponen de medios de distribución de discursos poderosos pueden abrirse hueco suficiente para ser escuchados. En otras palabras, sólo quien tenga, pongamos, un millón de euros o el apoyo de quiénes tienen un millón de euros, pueden ser escuchados. Se pregunta Alba Rico (y de otro modo también autores como Fernández Liria y Sánchez Ferlosio) si entonces podemos hablar de “libertad de expresión”. Formulado de otro modo: en un mundo en que el poder de hacer público un discurso se encuentra acumulado (y por tanto, secuestrado) en unas pocas manos privadas, ¿existe la libertad de expresión? Y, a efectos de lo que estamos debatiendo, ¿no estaría el poder de constituir la definición de la “literalidad” en las mismas manos que deciden que sí y que no se difunde y publica? Fernández Liria, por ejemplo, concluye que en un mundo en que sólo unos pocos tienen el poder efectivo de decidir qué discursos van a ocupar espacio público y cuánto, la censura directa no es necesaria: es mucho más eficaz como mecanismo de control la cola del paro. Este planteamiento choca de frente con la ideología dominante, de corte individualista y romántica, de la libertad del autor. Vd. ya ha señalado cómo el autor está sobredeterminado socialmente, pero ¿no habría que reflexionar sobre cómo el autor está determinado económica y políticamente? Evidentemente, alguien que desea hacer literatura debe tener en mente qué es la literatura, lo que incluye, sin lugar a dudas, la cuestión de qué discursos son publicados por la industria cultural como literarios. Porque si no se tiene en cuenta esta cuestión, nuestro autor en particular puede encontrarse con el hecho de jamás convertirse, precisamente, en un literato (sancionado socialmente, esto es, respaldado política y económicamente por la industria). Desde esta perspectiva materialista, resultaría que los verdaderos autores (al menos, en gran medida) no serían los sujetos individuales que sostienen la pluma, sino las corporaciones que sostienen el cheque. Y en la misma medida, las voluntades de los lectores estarían secuestradas por este factor de economía política. No es de extrañar que los escritores hagan el esfuerzo cínico (e involuntario) de pasar por el aro autocensurándose y, a la vez, olvidar que han transigido. Por supuesto, ni que decir tiene, esta perspectiva es sumamente inquietante para los escritores, que sin duda prefieren seguir “sintiendo” que actúan libremente (e incluso, como Vd. señala, que “sólo escriben para sí mismos”), de tal modo que su comportamiento avala su propia dominación al obviarla. Su libertad (vigilada), sin embargo, suele apuntalar de hecho la ideología dominante y, no en pocos casos, traicionar a su clase. De algún modo, se comportan del mismo modo que el comprador de lotería que, sabiendo que la única manera de “escapar” de la dominación capitalista, compra su billete con la esperanza de que le toque el gordo. Pero es que la esperanza (en la lotería) es cómo la válvula de la olla a presión, un mecanismo más del sistema. La esperanza de que te toque el gordo, así como la esperanza de verse publicado, es una forma de autoengaño, una forma de no asumir la propia posición de debilidad. Y del mismo modo que ocurre esto con la actual industria cultural es muy probable que haya ocurrido a lo largo de toda la historia de la literatura (en la Edad Media es la iglesia, y la aristocracia por tanto, quienes disponían de los medios de producción culturales; a partir del Renacimiento se inicia la transferencia de estos medios a la burguesía, a través de libreros y mecenas diversos). Que, eventualmente, una obra o escritor escape a estos mecanismos de control o que la industria cuente con pequeños nichos donde publicar discursos contrarios a su propia dominación (especialmente hoy día) con el fin de mantener la ilusión de libertad, no me parece contrargumentos suficientes. ¿No le parece a Vd., Sr. Borra, que esto debería ser descrito también teóricamente? ¿Y no le parece que tiene algo que ver con las posibilidades de hallar una definición suficiente de “literatura”? Al menos, nosotras (hablo por mí y por las compañeras con quienes comparto habitualmente estos debates) somos de la opinión de que falta por escribir una “Historia de la propiedad de los medios de producción culturales”. Esta historia, estamos convencidas, no sería diferente de la, ya escrita pero todavía incompleta, historia de los medios de producción a secas. Para impedir que se haga los medios dominantes arrecian su ataque contra el materialismo histórico desde posturas idelizantes y postmodernas.


  • Me ha gustado muy especialmente la forma en que tiene de abordar la cuestión de la supuesta exclusividad del lenguaje literario. Me refiero a cuando habla de la función poética y de la retoricidad. Es increíble que haya quien todavía se empeñe en tales presupuestos para avalar la supuesta autonomía del arte en general y de la poesía en particular. Por aquí hay bastantes que se suben constantemente a ese carro de “el arte por el arte” y que, además, tratan de hacerlo pasar por revolucionario. E incluso hay quien, como Jorge Riechmann (lo he leído en un documento de esta misma biblioteca: Dossier del II Foro Social de las Artes (Valencia)) no sólo niega que la poesía sea una forma de comunicación (esto es, que esté incluida, como Vd. afirma en un marco discursivo más general), sino que afirma “que uno entra en poesía como en religión” (y otra perla: “no hay que confundir la poesía con los talleres ocupacionales”; esto es, la poesía por y para los poetas). Riechmann sustituye así el oscurantismo idealista de la “verdad revelada” religiosa por otro oscurantismo, el de la “indagación poética”. Que alguien como Riechmann, de formación científica, haga estas declaraciones nos produce a nosotras (de nuevo yo y mis compañeras de debate) una enorme perplejidad. No sabemos si se trata de un despiste formidable o de una culposa voluntad de afianzar su propia posición. Porque esta es otra sospecha, que compartimos con otras personas que han pasado por aquí: sólo tratan de estos temas, especialmente en poesía, los propios escritores o postulantes a escritores. De manera que parece inevitable que defiendan, en el fondo, planteamientos favorables a sus ambiciones (y, entonces, como hemos visto, posiblemente defiendan también la posiciones de quienes han de publicarlos).

    Finalmente, reitero que su texto me parece de lo más interesante. Lástima que se lea sólo aquí, en el blog (el blanco sobre negro no favorece la lectura de textos largos). Quizá podrían publicarlo los administradores del sitio en la sección poéticas. Un saludo.



Comentario de arturo - 13 Noviembre '07 - 17:18



Bueno Castigatrix, el agradecido soy yo, no sólo por tu lectura, sino también por dejar tus comentarios, que desde ya, son bienvenidos, más allá de las razonables diferencias que podamos tener. Soy consciente del carácter espinoso de esta problemática; eso mismo, quizás, lo haga de difícil abordaje y necesariamente incompleto (y asumo que todos lo son). Admitido eso, diré que procuré abordar la condición socio-política en otros dos textos (publicados aquí, también) además del presente; por eso me sentí en condiciones de dar parcialmente por supuesto esas dimensiones, aunque desde ya, hago unas cuantas alusiones al respecto, tal como reconocés. ¿Qué práctica de comunicación podría sustraerse de lo social y lo político? Desde luego, ninguna. Pero apuntás a algo más, refiriéndote a un asunto de “economía política”. Desde luego, no seré yo quien se oponga a esa referencia. Pero precisamente porque la considero de magnitud suficiente, es que tomé la decisión de abordarla de forma diferenciada en otro contexto. De hecho, señalé lo siguiente en un pie de página de este ensayo:

“Pensar los vínculos específicos entre «literatura», «industrias culturales» y «cultura masiva» excede los objetivos de este ensayo. Me limitaré a señalar que la dimensión resistencial y subversiva de las producciones literarias modernas no excluye incluso de forma contradictoria una articulación determinada con mercados editoriales específicos, susceptibles de convertir esa dimensión crítica en un aspecto promocionable destinado a públicos minoritarios. No deja de resultar irónico que producciones literarias de este tipo –piénsese por ejemplo en Cien años de Soledad o en Canto general- se conviertan en best-seller, subvirtiendo en última instancia la lógica misma de subversión, aunque no por ello neutralizándola de forma completa. Que los bienes culturales sean incorporados a mercados capitalistas no significa que pierdan todo su potencial crítico; la asimilación sistémica no equivale a su anulación, ni a desconocer sus especificidades significativas. Resulta cínico plantear como plenamente equivalentes productos comunicacionales diferenciados. Además de atribuir una falsa omnipotencia al capitalismo –en particular, a su capacidad de asimilación-, negaría no sólo las finalidades radicalmente distintas de esos productos, sino además, la producción de efectos de sentido diferenciales”.

Haber dicho eso, desde luego, no me exime de la necesidad de abordar esa problemática en toda su magnitud, si es que pretendo ofrecer una lectura global (aunque incompleta) sobre lo literario. Pero me permite al menos considerarla lo suficientemente compleja como para no pretender avanzar en esa problemática demasiado rápido. Dicho esto, y aceptando que la economía política de la literatura sea un capítulo relevante para una teoría literaria materialista, sólo puedo agregar que el objetivo de este ensayo no era sencillamente tematizar esa cuestión. Y puesto que especifiqué cuál era mi objetivo centrarme en el vínculo constitutivo entre comunicación y literatura tomo tu comentario como una incitación a explayarme al respecto en otras ocasiones.
Si tuviera que avanzar de forma tentativa sobre esta cuestión, compartiría con vos algunas de tus preguntas. Me preguntás: “¿no le parece sospechoso que algo tan determinante para lo definición de lo literario como cuáles son los medios de producción de la literatura y en manos de quiénes están sea sistemáticamente silenciado en la crítica literaria?”. Mi respuesta aquí introduciría algunos matices: sin dudas, hay un silencio bastante enojoso con respecto a los modos desiguales de distribución de las oportunidades de acceso a la publicación, y mucho más, un silencio ominoso con respecto a las pautas de aceptación de determinados productos literarios en detrimento de otros (censurados la mayor parte de las veces de forma más o menos indirecta). Habitualmente, ciertas estéticas dominantes se establecen como “lo literario” mismo, y así terminan monopolizando no sólo las industrias editoriales, sino también concursos y eventos literarios que oficialmente son considerados “relevantes”. Hasta ahí, de acuerdo. Lo que en cambio no tengo claro es por qué los medios de producción literarios deberían intervenir en la definición de “literatura”. Y puesto que se trata de una categoría marxista, no encuentro en su historia una primacía tal de los medios de producción por sobre las relaciones productivas (que para el caso, es lo que constituye el “campo literario”). Por supuesto, no deberíamos desconocer la incidencia de las industrias culturales en la producción literaria misma, en tanto fija pautas hegemónicas de aceptabilidad (e incluso instaura “marcos” de lo que “es” literatura); aún así, esas fijaciones serán subvertidas y cuestionadas por otros actores del campo. No acepto, entonces, que estos actores centralizados sean los que detenten la legitimidad de las “definiciones” ni tampoco les concedo el poder de hacerlo. A pesar de todo, está la realidad de las luchas. Algo así también señalaba aquí:
“No se trataría, pues, de una función mesiánica de la crítica –que vendría a restituir la verdad de lo reprimido, una suerte de «contra-canon»-, sino más bien, de su potencia para producir debates, para cuestionar cualquier monopolio de la legitimidad literaria, de lo que «es» literatura. El ejercicio de una «crítica dialógica» radical permitiría, así, cuestionar el derecho de unos portavoces institucionalizados a reducir lo literario a sus definiciones y nociones, en suma, a un «canon literario» fijo y necesario. De ahí la centralidad de este tipo de crítica, finalmente, en la producción de una cultura literaria pluralista, resistente a todo intento de reducción desde una perspectiva única”.

Los dueños de los medios, por lo demás, suelen controlar los canales de distribución e incitan a través de políticas editoriales ciertas producciones literarias, pero aún así, por fortuna, no determinan la totalidad de lo que se produce en el campo. Su poder no es omnipresente, y eso nos da una esperanza a quienes escribimos bajo su sombra, desde, si se quiere, ciertos contra-poderes. La “libertad de expresión” es restringida por estos monopolios, pero existe a pesar de ellos, en una medida históricamente variable. Por esa misma razón, cualquier concepción de lo literario que se limite a lo que el discurso dominante sostenga quedará atrapado por sus mismas omisiones. Pueden decidir qué se publica hasta cierto punto, pero no todo ni mucho menos toda la producción literaria. La sobredeterminación, pues, implica un cierto grado de indeterminación autoral, que nada tiene que ver con la libertad al modo romántico.
En otro nivel, pues, no coincidiría con la idea de que el autor está determinado económicamente. Eso sería mucho decir, sobre todo, porque recae en una versión economicista del materialismo que fue revisada desde múltiples frentes. Escribir es un acto en sentido psicoanalítico: puede dislocar ciertas estructuras, lo que no significa que estas estructuras (económicas y políticas) no existan. Y ahí llego al punto más controversial: “Desde esta perspectiva materialista, resultaría que los verdaderos autores (al menos, en gran medida) no serían los sujetos individuales que sostienen la pluma, sino las corporaciones que sostienen el cheque. Y en la misma medida, las voluntades de los lectores estarían secuestradas por este factor de economía política”.

Aquí ya no comparto las conclusiones, por las razones dichas. La teoría de la sobredeterminación es parte de una discusión interna al marxismo que apunta a desplazar la teoría de la determinación en última instancia por la economía. No se puede adscribir a las dos, porque se distinguen nítidamente. Que hay una autocensura silenciosa en ocasiones, desde luego; incluso quienes transigen, quienes se entregan, etc…pero eso no niega cierta autonomía relativa del sujeto (escritor para el caso): precisamente, aquí las condiciones de existencia (económicas, políticas, culturales e ideológicas) no suprimen ciertas decisiones de los sujetos. Si así fuera, el determinismo económico –como ley última de las relaciones sociales- eximiría a cada cual de sus responsabilidades ético-políticas.
Para terminar, me parece que si finalmente todos caemos en las garras de la dominación, si nadie escapa a sus designios, difícilmente podríamos instaurar alguna vez algún cambio histórico. Quiero decir: el riesgo de quienes buscamos un mundo social más justo es terminar atribuyéndole tal poder a los sujetos y dispositivos dominantes que finalmente terminamos impotenciándonos, esto es, desmovilizándonos. ¿De qué serviría luchar si ya estamos derrotados de antemano? No creo, francamente, que se salven muchos escribiendo; a lo sumo, algunos escritores acomodaticios, que son habitualmente los menos valiosos. Si invalidamos las alternativas –por ser previsiones propias del sistema mismo que se dice combatir- finalmente, lo único que queda es una metafísica de la omnipotencia del capitalismo. Pero esto es parálisis política; más todavía: es cuestionar la posibilidad misma de una política de la subversión. No estoy negando que haya obstáculos reales, que las relaciones de fuerza sean desiguales, etc., pero aún así, ¿podríamos afirmar seriamente que toda iniciativa política y estética está radicalmente condenada al fracaso?
Con tales aporías se encontró la izquierda ya hace tiempo y aunque los debates sean necesarios, la teoría de la hegemonía contribuyó a desplazarse de este quietismo político involuntario. No creo que incluir la economía política nos conduzca a una “definición suficiente de literatura”, porque eso supondría caer en una visión puramente externalista de este campo; a la inversa, el idealismo se quedó simplemente en la obra de arte como manifestación del espíritu. Pienso que una teoría materialista debe redescribir las prácticas literarias como productos comunicacionales específicos inscriptos en específicas relaciones de poder. También debería decir que esa historia de los medios de producción cultural fue escrita al menos en parte. Desde Mattelard hasta Murciano, desde Muraro hasta Williams, desde E. Madrid hasta Habermas, por citar algunas referencias, han intentado hacer algo así y todas desde el “materialismo histórico” cuestionando “posturas idelizantes y postmodernas”.
Puesto que he dicho mucho ya, unos comentarios breves. Cuestioné en otras ocasiones la autonomía del arte, pero de ahí no se deriva (como es habitual hacerlo dentro de las poéticas españolas dominantes) una impugnación generalizada de las vanguardias. No conozco en profundidad la obra de Riechman, por lo que no me pronuncio al respecto. Pero subyace detrás un planteamiento que en última instancia descansa en un supuesto sobre los escritores que no considero válido. Puesto que también escribo, debería preguntar: ¿eso significa que este discurso finalmente carece de valor cognoscitivo por querer defender un espacio para su propia y limitada libertad enunciativa? Pero si somos coherentes con esa premisa a mi entender sociologista, ¿quién podría hablar sin hacer “planteamientos favorables a sus ambiciones” que a su vez expresan las posiciones de las clases dominantes que determinan en general las prácticas sociales?
En fin Castigatrix, vuelvo a reiterar mi agradecimiento por tu intervención. Estoy seguro que este intercambio no producirá acuerdos totales, pero al menos permite aclarar(nos) desde dónde intentamos hablar.
Otro saludo agradecido,
Arturo



Comentario de castigatrix - 23 Noviembre '07 - 13:06



Estimado Arturo: espero que me permita que le responda, de momento, con brevedad, casi exclusivamente como “acuse de recibo”. Muchas gracias por su respuesta. Quiero que sepa que por aquí valoramos mucho este diálogo, su discurso, su presencia por este foro. Dice Vd. que no está de acuerdo con mis concluciones y quisiera disculparme por haberme hecho aparecer como una voz que saca conclusiones. Demasiado vanidosa (”¿Dónde esta la utilidad / de nuestras utilidades?/ Volvamos a la verdad:/ vanidad de vanidades”) y, por tanto, poco útil. Es en diálogos como este con Vd. donde siento que hay un arrimo a algo (pero no un arribo). La disculpa va acompañada, pues, de una rectificación. Creo comprender qué intenta decirme sobre el determinismo (sobredeterminación dice Vd.) con que exponía (menos balbuciente de lo que debiera) mis sospechas. También creo entender desde qué lugar dice Vd. que ese determinismo sería anquilosante para las resistencias al capitalismo. Por lo que sé, este punto era ambiguo (abierto) en la propia obra de Marx (e incluso de Lenin). Déjeme, por el momento, que le diga entonces que lo que siento (y desde luego no sé) es que, siendo más que posible que el determinismo radical conduzca a un callejón sin salida, temo de igual modo que hacer central la libertad del sujeto (el escritor, en este caso) es un desvío peligroso. Sé que esto que digo puede sonar terrible y me gustaría poder hallar una formulación mejor (que probablemente escapa a mis facultades), pero lo que temo es que esa centralidad de la libertad del sujeto literario no sea más que una forma de esperanza. Y no pocas veces, la esperanza mirada de cerca no es más que un síntoma de debilidad real (de ahí el ejemplo del comprador de lotería). Si esto que estoy diciendo tiene algún sentido para Vd. (o para cualquiera otra persona que lo lea), lo que echo preocupantemente en falta es, por decirlo de nuevo de mala manera, un análisis realista de la situación (un análisis que alumbre más lo que se puede que lo que se espera hacer). Tal vez no tanto porque la realidad material condicione hasta las últimas consecuencias las producciones literarias, sino porque comprender esas condiciones en profundidad, más allá de afirmar que existen (como dando por supuesto que realmente comprendemos cómo funcionan), sería la manera de aumentar nuestro poder (“poder” como verbo, no como sustantivo; “poder” tal cosa o tal otra o “no poder” casi ninguna). Es decir, un discurso anclado en el poder y no en la libertad. Y se me hace sospechoso que discurramos poco o casi nada por esas vías. En particular, también me parece sospechosa la reiterada identificación (no digo, en absoluto, que sea el caso de lo que Vd. dice porque, entre otras cosas, bien claro deja que el escritor es un producto social y político) entre sujeto de la producción literaria e individuo. Sobre todo porque ya sabemos que la construcción del individuo (y de las masas de individuos) es una de las tecnologías básicas de la dominación capitalista. Y por este lado hay algo de romanticismo liberal e individualista también. ¿Cómo decirlo? ¿No se le hace a Vd. también sospechoso que en nuestros discursos sobre literatura haya desaparecido el análisis de la clase, y de la lucha de clases, y que todo parezca remitirse al sujeto individual? ¿Es descabellado considerar que el sujeto de la producción literaria es la clase social y la lucha de clases? ¿No podría ser que en muchas ocasiones ese sujeto, por más político que se presente, no sea más que la máscara del individuo (liberal, capitalista, por apellido)? (No entro en lo del autonomismo del arte o de la poesia, donde siento que nos entendemos más que bien).

Supongo que no me estoy explicando suficientemente bien, pero hasta aquí llegan mis capacididades.

Por lo demás, revisitaré su discurso, porque hay jugosos detalles (y entrar en los detalles, ser capaces de detallar como Vd. hace sea tal vez lo más necesario, precisamente para evitar “impugnaciones generales”, poco operativas). Estoy de acuerdo en que este diálogo puede servir para ir arrimándonos a algunas lugares válidos. Válidos para todos. Por eso, no creo que se trate tanto de llegar a acuerdos totales, sería más bien cómo hacer para acercarnos a eso que nos pueda valer a todos. Inwit (una visitante de este lugar, en otros tiempos asidua y a quien echamos de menos) dijo aquí una vez que deberíamos intentar descartar esa insensata manía de obligar al otro a coincidir con nosotros hasta en los últimos flecos del discurso. Intuyo que estará Vd. de acuerdo. Para mí el asunto va por ahí. La cuestión sería más bien que sólo a través del diálogo soy capaz de ir entendiendo, de ir colocando con alguna lógica racional compartida, de ir verbalizando algunas cuestiones. No se trata tampoco de MI postura (creo que carezco de ella) frente a la SUYA, sino más bien que necesitamos dialogar para arrimarnos a algún lado que sea válido para todos. Bueno, mejor lo dijo Machado: ”¿Tu verdad? No, la verdad / Y sal conmigo a buscarla / La tuya, guárdatela”. Hago incapié en salir juntos a bucarla. (Ya lo sé: tarea ardua, incluso a veces pesada).

Un saludo agredecido.



Comentario de arturo - 26 Noviembre '07 - 17:38



Castigatrix, permitime no tratarte de usted y lo mismo te pido. Comparto con vos que la verdad es más bien búsqueda e interrogación, así que tampoco yo pretendo ejercerla desde algún magisterio. Valoro tu sinceridad y este diálogo que nos ayuda a crecer en la cultura del intercambio crítico: algo insuficientemente presente incluso entre intelectuales de izquierda. Desde estas posiciones nada concluyentes, entonces, sigamos dialogando. Eso no significa que no podamos avanzar en una senda, llegar incluso a conclusiones tentativas, pero necesariamente desde la conciencia de los límites.
Así entonces, acuerdo en que el determinismo amenaza con ser una aporía en Marx, pero no al punto de perder de vista que los hombres hacen la historia en condiciones que no eligen plenamente. En Marx se superponen dos concepciones de la historia; en mi lectura, desde ya, remarco una que sin negar las determinaciones concretas, evita clausurar en un apriorismo lo que decide en el campo de la historia: la praxis humana, su devenir abierto. Eso desde ya no conduce al idealismo, sino a una variante del materialismo que confiere al sujeto (individual y colectivo) una responsabilidad ético-política importante. No se trata, entonces, de reintroducir una suerte de libertad incondicionada, sino más bien, de sostener la tensión entre estructura y sujeto: puesto que no hay estructura plena, somos lanzados (forzados) a tomar decisiones en condiciones materiales específicas. Ni libertad absoluta ni necesidad completa: libertad relativa en condiciones de existencia que restringen y posibilitan el campo de las oportunidades históricas. Nuestra autonomía relativa se mueve entre fijaciones sistémicas contingentes y aquello que, en su horizonte, queda abierto como posibilidad. Nuestras intervenciones, pues, parten de la indeterminación parcial de la realidad histórico-social: por fortuna, lo dominante no puede agotar lo existente. Ahí radica una esperanza no-mesiánica, que nada tiene que ver con la Esperanza de Salvación que espera un “golpe de dados” que nos saque del drama. Creo que hay formas de esperanza diferentes; la que me interesa es aquella que ya no espera; la esperanza de apostar por el camino que nos falta, por construir lo que no tenemos. Esa esperanza que se levanta del suelo, que no niega la realidad del duelo, es la que puede quizás ayudarnos a luchar contra lo existente. ¿Qué seríamos entonces sin el sueño de lo diferente? Soñar, Castigatrix, me parece hoy imprescindible, pero un sueño que movilice los pies y no que nos hunda en el letargo. Fijate que este “sueño” no niega la necesidad de un conocimiento pormenorizado de la realidad histórica; un análisis que permita comprender nuestra formación social (incluyendo sus antagonismos y contradicciones) y nuestro poder efectivo de transformación. Tal como lo pienso, el poder aquí no sólo no es lo otro a la libertad, sino una posibilidad implicada en la libertad. Es condición de existencia de la libertad, aquello que permite cierta capacidad de acción electiva en un campo dado. Inscribir las condiciones de libertad en un campo de poder no es algo nuevo; desde Foucault para adelante, me parece, es algo ineludible.
Comparto que sujeto e individuo no coinciden: el segundo es “soporte” de un cruce de identificaciones (siempre precarias) que constituyen al primero: decía Althusser que “el individuo siempre es ya sujeto”. Eso de alguna forma señala que la idea misma de un “individuo soberano”, sin lazos con lo social, es delirante; y puesto que ya critiqué de sobra el individualismo que subyace a muchas ideologías estéticas (el genio creador como principio subyacente a la escritura), sólo diré que comparto con vos la idea de que el “individuo” es una forma histórica y social específica a la modernidad, aunque con algunos antecedentes en la antigüedad griega. Eso sí, una forma instituida que opera sobre un fondo de clase y que sostiene nuestro mundo capitalista. Lo llamativo es que este “individuo” apenas si se ha singularizado, lo que cuestiona no tanto la noción misma de “individuo” –después de todo, no sólo hay individualidades burguesas-, sino la ideología individualista que lo convierte en un fetiche.
Que los análisis literarios suele perder de vista las (luchas de) clases merece una reflexión importante, aunque esos intentos estuvieron en Hausser, por ejemplo, en su “Historia social del arte y la literatura”, en Adorno y Marcuse o, más recientemente, en Bourdieu y Williams. No creo que tu pregunta sea descabellada, pero creo que hay que responderla con cierta precaución, para evitar una transposición simple –en el plano literario- de lo extra-literario. Ese externalismo apenas si permite comprender la dinámica inmanente del campo literario, gobernado por lógicas relativamente autónomas. La categoría de “mediación” (o más recientemente, de “articulación”) ayuda a pensar cómo esas luchas y nuestra propia pertenencia de clase operan en productos comunicacionales como la literatura. Creo que nuestra respuesta debería avanzar tomando las luchas de clase como condición de producción de lo literario. Una teoría de la conciencia como “reflejo” de esas luchas, en cambio, suele caer en cierto mecanicismo que no puede dar cuenta de lo ideológico en general como proceso productivo (y no meramente reproductivo). Desde luego, hablar de un “sujeto político” no tiene implicaciones necesariamente revolucionarias y ni siquiera progresistas: pienso en los arribistas que a cambio de un lugar en el mostrador están dispuestos a consentir modos de autorización literaria lamentables… como la mayoría de los concursos literarios y una buena parte del mercado editorial.
También hasta aquí llego esta vez. Gracias otra vez por pasar por aquí y abrir unos diálogos que van más allá de las impugnaciones, para dar lugar a la crítica dialogante. Desde ya, no seré yo quien pretenda que arribemos a un único puerto; en todo caso, asumo que la construcción de una posición válida nos implica pero nos excede. Espero que hayamos contribuido a esa tarea.
Va otro saludo agradecido,
Arturo



Introduce un comentario


Nombre:  
¿Recordar información personal?

E-mail:
URL:
Comentario: / Textile

Importante: responde a la pregunta anti-spam



  ( Registrar su nombre de usuario / Validarse )

Notificar: Sí, envíeme un email cuando alguien responda.