16 Dic '06 -La curiosidad mata al gato

He aquí un fragmento del propio Adorno, Teodoro.

La curiosidad es enemiga de lo nuevo, a lo que de cualquier modo, no se le permite existir. La ceguera de su pasión vuelve indiferentes e irrelevantes los datos hacia los que se dirige. No importa cuan útil pueda ser desde un punto de vista práctico el poseer la mayor cantidad de información a nuestra disposición, siempre prevalece la regla de hierro según la cual la información en cuestión no debe nunca tocar lo esencial, nunca debe degenerar en pensamiento. Esto queda asegurado por la restricción de información a lo que el monopolio ha suministrado, a mercancías, o a aquellos cuya función en el mundo de los negocios les ha convertido en mercancías. La curiosidad por la información es inseparable de la mentalidad repleta de opiniones de aquellos que lo saben todo. Hoy, el individuo curioso se convierte en nihilista. Todo cuanto ya sabe y puede identificar se vuelve inútil en el proceso, mera repetición, excesivo tiempo y dinero gastados. La actitud del bien informado deriva de la del comprador que sabe moverse por el mercado. De este modo está directamente relacionado con el negocio publicitario .

La publicidad se transforma en información cuando ya no queda dónde escoger, cuando el reconocimiento de marcas comerciales ha tomado el lugar de la elección, cuando, al mismo tiempo, la totalidad fuerza a cualquiera que desee sobrevivir a seguir conscientemente el proceso. Esto es lo que sucede bajo el monopolio de la industria cultural. Se pueden distinguir tres estadios en la dominación de necesidades en desarrollo: Publicidad, información y mandato. Como forma de familiarización omnipresente, la industria cultural disuelve estos estadios uno en el otro. La curiosidad que despierta reproduce brutalmente aquella del niño que ya derivaba de la compulsión, decepción y renuncia. El niño se vuelve curioso cuando sus padres se niegan a proporcionarle información genuina. No se trata de ese deseo original de comprensión con el que ontologías antiguas y modernas oscuramente lo conectan, sino de una mirada narcisísticamente vuelta sobre sí misma. La curiosidad, que transforma el mundo en objetos, no es objetiva: no tiene nada que ver con lo que es sabido, sino con el hecho de saberlo, con tener, con la sabiduría como posesión. Es precisamente así cómo se organizan hoy los objetos de la información. Su carácter indiferente predestina su ser y les hace incapaces de trascender el hecho abstracto de la posesión mediante cualquiera de sus propias cualidades inmanentes. Como hechos, se organizan de forma que puedan ser captados lo más rápida y fácilmente posible. Arrancados de todo contexto, separados del pensamiento, se hacen instantáneamente accesibles a una comprensión infantil. No deben ser nunca ampliados de ninguna manera sino que, como si de platos favoritos se tratara, deben obedecer a la regla de identidad, si no se quiere que sean rechazados por falsos o extraños. Deben ser siempre precisos, pero nunca veraces.

El individuo curioso que aquí cae víctima, es simplemente el ciudadano que ha llegado a una conciencia de sí, la persona que ha aprendido a relacionarse con la realidad y cuya aparente locura simplemente confirma la locura objetiva que los hombres han logrado, por fin, alcanzar.

Cuanto más se agota a sí misma la participación en la cultura de masas en el acceso informado a hechos culturales, más se acaba pareciendo el negocio cultural a los concursos, esas pruebas de aptitudes en las que se mide ejecución y adecuación, y finalmente, al deporte. Mientras se anima incansablemente a los consumidores a competir, bien en virtud de la forma en que se le ofrecen los productos, bien mediante técnicas propagandísticas, los propios productos empiezan a exhibir, hasta en los detalles técnicos de su realización, características de tipo deportivo.

El paradigma de este deporte cultural es la competición, el antiguo reto de estilo feudal y espíritu burgués. Aquí la integridad de la memoria, la sustancia de la individualidad, es fragmentada y arrancada del protector abrigo del olvido, atrapada en las dinámicas de intercambio de valores y libre competencia y, por último, desechada como supuesto saber. Entonces, esta sabiduría se pone a prueba en competiciones.

El momento sensual del arte se transforma, bajo la mirada de la industria cultural en medida, comparación y evaluación de fenómenos físicos. Todo Arte Burgués ha preservado este momento en el fenómeno del intérprete virtuoso. La obra de arte ha caído en manos de especialistas competidores, víctima de esa división del trabajo cuya hegemonía pretendía confrontar. Esto se encuentra presente en la misma fabricación de la obra, se glorifica así la producción social como tal y la falsedad de esta forma de producción, el culto al trabajo manifiestamente encarnado en los bienes de consumo, encierra la apropiación de su propio plusvalor dentro del producto.

Editado por satrapaPh, el día 16 Diciembre '06 - 22:53, en Critica Comentario.

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