Un plan para Colombia


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A finales del pasado año, el presidente de Colombia, Andrés Pastrana, hizo público un plan de normalización institucional (denominado informativamente Plan Colombia) que repasaba, con ambición reformadora, prácticamente todas las esferas de la política del país, desde el narcotráfico hasta la reforma democrática del Estado, pasando por la reforma agraria (seudorreforma que sólo habla del reparto de las tierras confiscadas a los narcotraficantes) y la paz con la guerrilla. A los pocos meses -y para que nos hagamos una idea del talante democrático de este señor y de dónde confía extraer los recursos y la fuerza política y moral para llevarlo a cabo-, se presentó ante el Senado de los Estados Unidos para recabar su aprobación y solicitar el apoyo financiero necesario para cumplirlo. Este plan, consensuado y aprobado no por el pueblo colombiano, sino por la clase dominante norteamericana, por el clan imperialista más poderoso, expoliador y agresivo del mundo, pretende comenzar la obra de normalización de la vida pública colombiana atajando lo que considera el problema clave de la actual crisis nacional, el narcotráfico. Efectivamente, para su gobierno, el que Colombia se haya convertido en el principal productor y distribuidor clandestino de cocaína del planeta no sólo daña gravemente su papel y su imagen internacional, sino que, además, genera un ambiente de corrupción generalizada que se ha extendido e introducido en los mismos mecanismos íntimos del aparato estatal. Además, para él, el narcotráfico sostiene la subversión interna, a la guerrilla, e impide el desarrollo de la agricultura y su especialización en productos de exportación lícitos que puedan contribuir al desarrollo general de la economía del país. No es extraño, pues, que Pastrana vea en la lucha contra el tráfico ilegal de cocaína la piedra de toque de todo su plan de reforma y normalización política. Pero, naturalmente, las cosas nunca son como aparentan, y en política menos.

El criterio general que guía todo el Plan Colombia es el de la utilización de la vía militar como solución de los problemas más acuciantes, léase narcotráfico y guerrilla. De los 1.300 millones de dólares de ayuda al plan que Estados Unidos aportará, más del 80% irá destinado a la compra de material de guerra (armamento pesado, entre 60 y 80 helicópteros y equipos de comunicaciones de alta tecnología, todo made in USA, por supuesto) y al asesora-miento y entrenamiento militar y policial (se calcula que irán a Colombia hasta 500 asesores, y más si existen «evidencias de una agresión», según reza una cláusula del Plan Colombia. Como ha dicho alguien con razón, ésta es «la cláusula del imperio», la cláusula que permitiría legalmente la escalada militar yanqui en aquel país). De esta manera, las redes de distribución de la coca serán perseguidas y aniquiladas policialmente (con el peligro, ya advertido por los interesados, de que se dispersen para refugiarse en los países limítrofes, sobre todo Brasil, sobredimensionando el problema de las redes de distribución a escala continental), y los cultivos serán fumigados desde el aire. A pesar de que esta política viene siendo aplicada desde lustros y de que no ha dado ningún resultado, Pastrana y Clinton pretenden convencer a base de herbicidas al campesino colombiano de que se dedique al cultivo alternativo -en cuyos programas apenas si se ha invertido dinero, y ante los que el Plan Colombia pasa de puntillas- para salir de la mísera situación en que se encuentra. Esta política de Bauernlegen (palo al campesino) parecería absurda dentro de una estrategia real y verdaderamente honesta de conciliación nacional y de integración política de una de las principales capas sociales del país; pero todo cobra sentido cuando tenemos en cuenta que la principal consecuencia de la fumigación del campesino colombiano h¿ sido la expulsión de sus tierras (proceso en el que los grupos paramilitares -organizados por el Estado y financiados por los terratenientes precisamente para este cometido, además de para luchar contra la guerrilla- han contribuido no poco). En Colombia, hay más de un millón de campesinos desplazados. Naturalmente, sus tierras pasarán a manos de los terratenientes latifundistas, principales beneficiarios de la estrategia del herbicida. La burguesía industrial colombiana también saldrá ganando con ella, pues dispone de un millón más de proletarios a los que explotar y con los que empujar a la baja los salarios de los obreros. A todas luces, el Plan Colombia está pensado para favorecer la acumulación capitalista.

Para la financiación del dichoso plan, también se ha creado una Mesa de Donantes que ha sido instalada en Madrid. La Unión Europea participará con unos 2.500 millones de dólares de ayuda, en su mayoría como inversiones en proyectos económicos, si bien ya en una fase avanzada de ejecución del plan (cuando la fase militar haya creado las condiciones deseables para los buitres capitalistas europeos, es decir, para cuando su dinero no corra peligro). Indudablemente, Colombia se está convirtiendo en uno más de los escenarios de la pugna entre las potencias imperialistas por el dominio del mundo. No es una casualidad que aquella Mesa haya sido ubicada en la capital del Estado que la U.E. está utilizando como cabeza de puente para ganar influencia en Latinoamérica, el Estado español (principal inversor europeo en Sudamérica y, hoy, principal competidor frente al capital norteamericano en ese hemisferio). La guerrilla colombiana -en mayor medida las FARC- está utilizando estas contradicciones interimperialistas para debilitar la alianza entre Pastrana y el Departamento de Estado. El reciente periplo europeo de varios representantes de la guerrilla implicados en las conversaciones de paz con el gobierno colombiano ha tenido como principal objetivo el recabar el apoyo de ciertos sectores dirigentes de la U.E. para neutralizar la creciente influencia norteamericana en aquel país. No sería acertado, desde luego, considerarlo descabellado, y constituiría, incluso, una sabia táctica si los objetivos últimos a los que sirve fuesen justos.

Pero, hoy por hoy, la guerrilla colombiana en su práctica totalidad ha apostado por el acuerdo de paz, la desmilitarización y la conciliación nacional como su línea estratégica básica. A medio plazo, el desarme guerrillero es una cuestión de tiempo. Sólo quedan por dilucidar las concesiones a que está dispuesto el Estado para la integración política de las fuerzas insurgentes en el sistema constitucional. Desde hace tiempo, las operaciones militares guerrilleras sólo tienen sentido desde la perspectiva de alcanzar posiciones de fuerza más sólidas para la negociación. También desde hace tiempo, la guerrilla se ha ido desvinculando de los intereses de las masas y ha ido desprestigiándose ante ellas. Los enfrentamientos fratricidas entre las distintas organizaciones guerrilleras, la financiación mercantilista de sus recursos militares (secuestros e impuestos forzosos a los campesinos, principalmente a los cultivadores de coca) y el alejamiento cada vez mayor de los objetivos revolucionarios para situarse progresivamente en una estrategia reformista, han marcado un techo que ha puesto límite a su capacidad de influir sobre ellas y que le ha sumergido en un impasse del que sólo ha sabido salir con la negociación y la búsqueda de la reconciliación con las clases dirigentes del país. En las rondas de negociaciones con el gobierno, tanto las FARC como el ELN, han planteado un modelo de relaciones económicas y de relaciones políticas que no se sale un ápice del marco del capitalismo ni del marco del Estado burgués. Como mucho, alcanzan a oponer al modelo neoliberal del gobierno el modelo socialdemócrata de algunos de sus mentores europeos. Pero entre el capitalismo abierto y salvaje y el capitalismo con careta apenas si existen distancias. La alternativa revolucionaria que representó la guerrilla ha fracasado en Colombia. El Plan que este país necesita para salir de la miseria, de la opresión y de la sumisión semicolonial consiste, única y exclusivamente, en la recuperación de la vía revolucionaria que ponga en las manos de las masas trabajadoras el destino de la nación, destruyendo las bases de la explotación de los capitalistas, los terratenientes y los imperialistas de toda calaña y construyendo otras nuevas en el camino del Socialismo.



12 Octubre 2000
(Octavilla distribuida por el MAI en concentraciones contra el Plan Colombia)