La Semana Trágica

 
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Los comunistas reconocemos como principio que la lucha de clases es el motor de transformación en las sociedades clasistas. Las clases se forman a lo largo de procesos históricos en los que van adquiriendo madurez. El proletariado no es una excepción. Sus orígenes pueden remontarse al campesinado expropiado de sus medios de producción que va a los núcleos urbanos a vender su fuerza de trabajo: precisamente una de las características principales que define al proletariado es la propiedad de la fuerza de trabajo libre.

El proletariado conoce durante el siglo XIX una serie de experiencias que harán transformar su conciencia de clase en sí hacía la conciencia de clase para sí. De defender su derecho a existir, derecho a unas condiciones de vida que, al menos, permitan su reproducción como clase económica, pasa a comprender la necesidad de terminar con el régimen de explotación. Esta conciencia es la que permite hablar de proletariado revolucionario.

Esta transformación de la conciencia se produce a través de sus luchas y de la reflexión en torno a éstas. La llamada Semana Trágica de Barcelona (26 de julio–1 de agosto de 1909) significó un momento donde se acumularon distintos elementos que impregnaban la ideología, la táctica y estrategia del movimiento obrero en su estado concreto de desarrollo: la idea de República como contenido de la Revolución, Huelga General como arma definitiva, anarcosindicalismo, reivindicaciones económicas, rechazo a la guerra colonial…

En cualquier caso, la Semana Trágica fue una insurrección, principalmente del proletariado barcelonés (aunque también hubo insurrecciones en poblaciones como Sabadell o Mataró), que valientemente se lanzó a la lucha contra la dominación burguesa, ejerciendo así activamente de vanguardia del proletariado en el Estado español. Sus efímeros éxitos y sus fracasos sólo pueden explicarse por la falta de madurez como clase revolucionaria y por las dudas y vacilaciones de las organizaciones que decían representar sus intereses. La falta de un apoyo decidido por parte del Partido Radical y el PSOE principalmente, por miedo a que una eventual derrota acabara con su cómoda situación legal como consecuencia de la represión, significó privar a los insurgentes de una dirección y coordinación a nivel estatal. El aislamiento del movimiento, que se limitó a Cataluña, explica en parte su derrota.

Del análisis de aquellos elementos y de cómo influyeron en los acontecimientos de la Semana Trágica se pueden extraer lecciones de fondo que sirvan para comprender mejor los requisitos necesarios para iniciar una nueva ola de revolución proletaria.

La clase obrera y la burguesía en Barcelona en el cambio de siglo

La industria principal en la zona era la textil, más concretamente, la productora de hilo, que era propiedad de una veintena de familias relacionadas por vínculos matrimoniales. Esta industria dependía de sus ventas a las colonias, pues no se podía contar con el mercado interior dada la debilidad de éste, y de la política proteccionista del gobierno, que defendía los intereses de su propia clase. Sin embargo, desde mediados de la década de los 80, venían acumulando excedentes, en lo que era el inicio de una clásica crisis de superproducción capitalista. Este problema fue aplazado de momento gracias a la guerra de Cuba. Este conflicto, como la mayoría que se dan en el capitalismo, benefició a los explotadores textiles que consiguieron contratos con el ejército para vestir a los proletarios convertidos en soldados: la burguesía los viste y su gobierno los manda al matadero; ganan los de siempre y pierden los de siempre (se calcula en torno al 50% la mortalidad de las tropas españolas), independientemente del resultado del conflicto.

Pero, esta vez, además del desastre que supone para los explotadores el final de una guerra –es decir, el fin de los negocios ligados al conflicto–, su resultado –la pérdida de las colonias– supuso un doble revés para los explotadores, pues perdían buena parte de los mercados de exportación.

Volviendo a la industria de hilos, la mayor parte estaba agrupada en el Valle del Ter, donde aprovechaban la fuerza hidráulica, más barata que el carbón. En las colonias del Ter se agrupaba la mayor concentración industrial de Cataluña. Los obreros estaban organizados en sociedades textiles. En un plano más amplio, las sociedades de oficio barcelonesas agrupaban en los albores del siglo XX a 45.000 obreros, en torno a un tercio del total.

Ante la crisis arriba comentada, la clase explotadora pretendió que la asumieran los trabajadores reduciendo salarios. En los primeros años del siglo XX, la burguesía responde a las protestas obreras, organizadas en torno al “Pacto del hambre”, con una mezcla de lockouts (cerrar las fábricas, despedir a los obreros en huelga y reabrirlas con obreros nuevos y salarios más bajos) por parte de la patronal contra las masas y de represión policial contra los dirigentes, demostrando una vez más que el gobierno respondía a los intereses de la burguesía, cuya dictadura representa. En 1902 hay una huelga general, ante los planes de sustituir a los obreros por obreras, a fin de reducir los salarios. La lucha de resistencia fracasa y las sociedades textiles son desmanteladas. Hacia 1904, el movimiento obrero articulado en torno a las consecuencias de la crisis del 98 estaba deshecho.

Movimiento obrero

Como hemos visto, la clase obrera contaba con un mínimo de organización para defenderse ante el capital. Para el siglo XX, la clase trabajadora ya había adquirido conciencia en sí, en torno a la defensa de sus condiciones de existencia. Igualmente, experimentaba los límites de esta conciencia resistencialista, donde las victorias de hoy son las derrotas de mañana; lo obtenido en una lucha se perdía en otra para volverse a ganar más tarde, así ad infinitum. De este modo, la resistencia servía –y sirve– para reproducir el capitalismo en la medida que se ufana por mantener a una de las clases que lo define. La única manera de romper este círculo vicioso es organizando la Revolución. En cuanto a la resistencia como “acumulación de fuerzas”, lo mismo que la resistencia a secas, significa que estas fuerzas acumuladas pueden desaparecer en una embestida del capital.

Volviendo al caso que nos ocupa, las organizaciones eran destruidas con cada derrota para ser reconstruidas más tarde. Las luchas de la última década del siglo XIX habían terminado en fracaso. La ola de bombas entre 1893 y 1897 fue identificada con el movimiento obrero y culminaron en las ejecuciones de Montjuic de 1897. El alcance de la represión llevó a que hacia 1900 existiera una nueva generación de líderes sin experiencia ni vínculos con el movimiento anterior. Esta generación dirigió las luchas del “Pacto del hambre” y hacia 1904 intentaba rearticular el movimiento obrero en medio del reflujo. En ese año las sociedades de oficio se agrupan en la Federación Local de Sociedades Obreras. Sin embrago, el número de huelgas desciende en los años centrales de esta década, y desciende aún más el número de huelgas protagonizadas por sociedades miembros de la Federación. Esto refleja la debilidad del movimiento obrero organizado. La tendencia empieza a cambiar hacia 1907, cuando se atisba un cambio de coyuntura y el fin de la crisis de 1898. Es entonces cuando se funda Solidaridad Obrera, a partir de las sociedades de oficio, buscando agrupar a los obreros en cuanto que tales, sin hacer distinciones del trabajo que realizan. Esto es importante, pues hasta entonces la mayoría de las asociaciones eran “de oficio”, lo que dificultaba la coordinación de las luchas y la toma de conciencia de ser una misma clase, por encima de las diferencias laborales. Además, las sociedades de oficio no dejaban de reflejar los restos de cierta mentalidad gremial. Estos restos suponían la diferenciación de los obreros según el oficio que desempeñaban. Por lo tanto, estos esfuerzos de superación significaban un paso adelante en el desarrollo de la conciencia en si, al comprender que en las luchas de los trabajadores por mejorar sus condiciones de vida no se necesitan organizaciones separadas por oficios, ya que todos forman parte de una misma clase. Pero Solidaridad Obrera no era una organización revolucionaria, al menos no inmediatamente. En su primer manifiesto público del 3 de agosto de 1907, proclamaba:

“Queremos en el orden inmediato: el mantenimiento de las bases que por efecto de las huelgas y de las convenciones recíprocas fueron aceptadas y firmadas por patronos y obreros de los respectivos ramos y que constan en las actas confirmadas por las autoridades locales.”

Aquí vemos, por una parte, la diferenciación de clase –patronos y obreros– como dos grupos distintos que luchan entre sí; pero por otra, que la lucha es para llegar a acuerdos y que éstos son respaldados por las autoridades locales, es decir, el Estado. Pero al mismo tiempo, frente a esta declaración de sindicalismo, Solidaridad Obrera rechazaba la política reformista como:

“Formas con que las clases privilegiadas quieren proteger al obrero y que no son más que vallas encubiertas para impedir nuestra marcha directa por el camino de nuestra emancipación social.”

Esta confusión ideológica sólo puede explicarse como falta de madurez, pero al mismo tiempo refleja la lucha de dos líneas que recorría la organización entre reformistas y revolucionarios. Esta lucha estaba protagonizada por los grupos que competían por hacerse con el control de la organización: anarcosindicalistas, socialistas y republicanos radicales.

Los primeros representaban la izquierda, carecían de organización propia y hablaban de revolución a través de la huelga general. Por eso les interesaba una organización obrera fuerte que preparara la huelga general revolucionaria.

Los socialistas representaban el ala derecha, encarnaban un ejemplo claro de revisionismo que buscaba conseguir influencia para obtener diputados en las Cortes y desde ahí “transformar” la sociedad. Se habían opuesto a la huelga de 1902, pues consideraban ésta un medio inútil de lucha al desembocar inevitablemente en violencia, donde los obreros tenían las de perder dada la superioridad militar del Estado. Aquí vemos una incomprensión total del marxismo, de la teoría del Estado y del papel de la violencia revolucionaria. Sin embargo, desde 1904 buscaban un acercamiento al movimiento obrero para remediar la caída de afiliados a través de la táctica denominada “aproximar sin confundir”. Sobran las palabras. Apoyando esta política, el Congreso de Stuttgart de 1907 de la II Internacional había insistido en la necesidad de acercarse a los sindicatos para proporcionarles objetivos comunes más allá de las reivindicaciones particulares de cada agrupación. En este sentido, Antonio Fabra Ribas, el hombre fuerte de la Federación Socialista Catalana entre 1908 y 1909, defendía el acercamiento al sindicalismo y el antimilitarismo como medio para ganarse a las masas.

El tercer grupo, el Partido Republicano Radical, era una mezcla de lenguaje revolucionario, anticlericalismo y anticatalanismo. Más que querer controlar Solidaridad Obrera, buscaba ganarse a los obreros para su cacareada “revolución social” que instaurase la República. Negaban la necesidad de organización de los obreros más allá del Partido Radical, pues éste era el único capaz de llevar a cabo dicha revolución. Este partido representaba los intereses de la pequeña burguesía urbana que carecía de sitio en el sistema de la Restauración. Su interés en el movimiento obrero no iba más allá de conseguir representación política, de ahí la necesidad de utilizar un discurso demagógico que insistía en el anticlericalismo, como forma de excitar y atraerse a las masas. De esta manera, apartaba a los obreros de la lucha consecuentemente revolucionaria. Su influencia política sobre los trabajadores era grande; sin embargo, los intereses reaccionarios de este partido se pusieron de manifiesto durante la Semana Trágica. Cuando estalló la revuelta, sus líderes, que desempeñaban cargos electos en el Ayuntamiento, intentaron desligarse de ella y sus cuadros intermedios la dirigieron, sin grandes dificultades, hacia la quema de edificios religiosos, tarea no condenable, pero sin duda no primordial en medio de una insurrección. Este partido, en relación con nuestros comunistas republicanos, hace recordar la expresión de Marx sobre la historia que se repite, la primera vez como tragedia y la segunda como farsa. Si bien la influencia del Partido Radical sobre los obreros fue una tragedia y explica parte de la incapacidad política de su movimiento, los comunistas republicanos de hoy ni siquiera con capaces de extender su influencia sobre nadie más allá de sus organizaciones.

La guerra de Marruecos y la huelga general

Hacia 1908, una nueva crisis económica estalla en Barcelona, consecuencia de la recesión en EE.UU., y la incertidumbre la burguesía se acrecienta por la cercanía de la expiración del acuerdo decenal de 1899 con EE.UU. para repartirse el mercado filipino.

Una vez más, los costos de la crisis se desplazan al proletariado: despidos masivos en el Valle del Ter y descenso de salarios. Los sindicatos textiles empiezan a hablar de la posibilidad de una huelga general ante el lockout que dejó sin salario a 800 trabajadores en el Valle del Ter. Las asociaciones textiles y Solidaridad Obrera acordaron a principios de julio de 1909 una huelga general, pero no se concretó ninguna fecha. El mismo día que se decidió la huelga se publicó el Real Decreto que autorizaba la llamada a filas a los reservistas para Marruecos.

En el conflicto colonial con Marruecos confluyen varios aspectos políticos y económicos. La causa más inmediata para movilizar a los obreros-soldados es el ataque a las obras de construcción del ferrocarril en Melilla. Sin embargo, hay otros intereses, como la defensa de las minas del Rif, propiedad de burgueses españoles, y el deseo de la alta oficialidad de desquitarse de la derrota de la guerra de Cuba. El gobierno creía en una guerra fácil y barata gracias a la movilización de obreros en calidad de reservistas. Había otras posibilidades para obtener tropas, como los excedentes de cupo del servicio militar, pero las sociedades aseguradoras contra esta obligación calculaban sus coeficientes –y por tanto sus beneficios– en base a estos excedentes. El gobierno, como no podía ser de otro modo, se dedicaba a defender los intereses de la burguesía financiera y éstos pasaban por sus inversiones en las aseguradoras. Por su parte, los trabajadores tenían muy claro que eran ellos los que pagaban con su sangre las aventuras coloniales a través de diversos mecanismos, como la posibilidad de evitar el servicio militar con el pago de una suma de dinero por lo general prohibitiva en relación con los salarios.

El PSOE se opuso a la guerra desde el principio, siguiendo las directivas antimilitaristas del Congreso de Stuttgart de la II Internacional. Sin embargo, se oponía con argumentos de dudoso origen marxista, como que la guerra no respondía a intereses nacionales, sino internacionales, dando a entender que el conflicto respondía a los intereses que la República francesa tenía en la zona. Una vez más, se habló de huelga general; pero con las noticias de los primeros combates los dirigentes de Madrid se mostraron indecisos por miedo a perder los beneficios que habían ido consiguiendo del gobierno desde su fundación.

Sin embargo la situación en Barcelona era más decidida. La ciudad era un puerto de embarque, y los primeros reservistas embarcados eran catalanes. A esto se unía la animosidad acumulada de los obreros por la crisis textil.

Semana Trágica

Los primeros embarques se llevan a cabo el domingo 18 de julio. Tras el desfile por el centro, se producen disturbios en el puerto debidos al descontento y a las provocaciones de mujeres de la alta burguesía, que repartían tabaco y símbolos religiosos a las tropas. Como consecuencia de ello, 10 soldados son sometidos a consejo de guerra ya dentro del barco que los lleva a Marruecos.

Durante la semana siguiente, el ambiente se radicaliza en la ciudad, así como en el resto de las principales ciudades. Hay manifestaciones callejeras a diario y la idea de una huelga general cada vez se hace más presente. Finalmente, el sábado 24 de julio se crea un comité de huelga formado por el socialista Antonio Fabra Ribas, José Rodríguez Romero en representación de los anarquistas, y Miguel Villalobos Moreno, por parte de Solidaridad Obrera. Este órgano pretendía coordinar la huelga que él mismo convoca para el 26 de enero; sin embargo, será arrollado por el desarrollo de los acontecimientos. Es de destacar que ninguna organización se decide a convocar la huelga: ni UGT, ni Solidaridad Obrera, ni mucho menos los republicanos radicales. Las dudas fueron moneda común, bien como resultado del oportunismo de unos, el miedo a la represión de otros o las dos cosas a la vez. El caso es que, una vez dada la señal, las masas muestran mucha más decisión que los que dicen representar sus intereses.

El domingo por la noche se cortan las líneas de telégrafo y se arrancan vías férreas, a fin de aislar la ciudad. Llaman al atención estas acciones, más o menos espontáneas, pero con un fin muy determinado. Del mismo modo, los, todavía en la noche del domingo, huelguistas no pueden conocer la necesidad de aislar la ciudad si no es por la experiencia de las luchas anteriores.

Por otra parte, los episodios de la quema de edificios religiosos no es censurable per se, sino porque solamente atacaron estos edificios, dejando en pie los de la clase dominante. Esto muestra la influencia en la clase del anticlericalismo del que hacía gala el Partido Radical, que en la práctica, si bien sirvió para exaltar a las masas, tuvo como aspecto negativo distraer energías que debieron ser empleadas para combatir al enemigo principal: el Estado.

Otra cuestión táctica es el intento de dividir y atraerse a las fuerzas armadas que combaten la insurrección, aplaudiendo al ejército en las barricadas donde se presenta y disparando sobre el resto de fuerzas armadas. La idea era atraerse al ejército, o por lo menos neutralizar su actividad. Un ejemplo de las tensiones que esta práctica llegó a provocar es el caso de Eugenio del Hoyo, policía municipal que el miércoles 28 por la mañana disparó desde un edificio contra una patrulla de soldados.

La Semana Trágica comenzó el lunes, con la huelga general convocada por el comité. Éste pretendía que fuera pacífica y se limitara al lunes; sin embargo, en las primeras horas los huelguistas consiguen paralizar el centro y los suburbios, en buena medida a través de la neutralización de los tranvías, símbolo del orden en la ciudad. La huelga se extiende a localidades cercanas como Sabadell, Tarrasa o Badalona. El martes 27 de julio, la huelga toma tintes de insurrección con los asaltos a armerías, los primeros combates en las barricadas y las primeras quemas de conventos, iglesias e instituciones regentadas por religiosos. Estas acciones durarán hasta el jueves y en torno a 80 edificios religiosos quedaron reducidos a cenizas. El miércoles llegan refuerzos militares y los obreros muestran su cansancio de tres días en las barricadas. Esto marca el principio del fin. El fracaso de la huelga fuera de Cataluña desmoraliza a los dirigentes y por la noche los miembros del comité de huelga consideran que hay que poner fin a la insurrección con un repliegue ordenado. Sin embargo, en Palafrugell, Mataró, Granollers y Sabadell se ha proclamado la República. El jueves, las fuerzas armadas van desmontando una a una las barricadas del centro en torno a Drassanes-Paral·lel, no sin una fuerte resistencia, como en los suburbios de Clot y Poble Nou. Entre el viernes y el sábado desaparece el resto de focos.

En el balance de la insurrección la peor parte se la llevan los obreros, con 75 muertos, mientras que las fuerzas del Estado sólo sufren 3 bajas. La derrota no es suficiente y el susto que la clase obrera le ha dado a la clase dominante sólo puede aliviarse con represalias: 2.000 procesados, 175 penas de destierro, 59 cadenas perpetuas y 5 condenas a muerte.

La Semana Trágica y la Revolución Socialista

Los acontecimientos de aquella semana quedaron marcados en la memoria de la sociedad durante decenios. Supuso el bautismo de fuego de un proletariado en condiciones de combatir la dictadura del capital, de empuñar las armas por algo más que evitar los despidos o la reducción de los salarios. Si bien esto no significa que se dieran todas las condiciones para la Revolución Socialista: faltaban precisamente las condiciones subjetivas, una vanguardia revolucionaria que encauzase la energía proletaria hacia la toma del poder en forma de Dictadura del Proletariado. Como hemos visto, ni socialistas ni anarquistas tenían un programa que sirviese a tal efecto, ni mucho menos el Partido Radical.

De aquí se extraen dos consecuencias. La primera, la importancia de la vanguardia, que ésta esté armada con la concepción proletaria del mundo –y no con el revisionismo del PSOE de la época o la ideología pequeñoburguesa de los anarquistas–, de su fusión con las masas, que permita dotarlas de conciencia revolucionaria y organizarlas para que la lucha alcance sus objetivos.

La otra consecuencia es quizá más profunda y se hace más patente hoy, en estos días de negación de los principios dentro del movimiento comunista, de inventarse tareas que se supone acercarán a la revolución, como es el caso de la III República, pero que no sirven realmente sino a los intereses de otras clases.

En este sentido, la necesidad de una República responde a una pretendida fase de transición antioligárquica. Sin embargo, la Semana Trágica puso en duda, hace ya un siglo, la necesidad de esta etapa, pues la existencia de una clase obrera en lucha contra la burguesía y sus intereses era ya la contradicción principal entonces, así que: si el proletariado está en condiciones de dirigir la toma del poder, ¿qué necesidad hay de buscar alianzas con otras clases con un objetivo que no es la revolución?

A pesar de esto, uno de los argumentos suele ser que en el Estado español no se ha dado o culminado una revolución burguesa. Si bien es cierto que la burguesía revolucionaria no jugó un papel tan importante como en Francia o en Inglaterra, también es difícil encontrar casos de un modelo de revolución como la inglesa o la francesa más allá de estos países. Lo más común fue el modo prusiano, que pasaba por un entendimiento entre la incipiente burguesía y los terratenientes feudales.

En el caso hispano, este entendimiento viene marcado por el proceso de la desamortización. Por un lado, suponía la puesta en marcha de un mercado de tierra capitalista: permitió la compra de tierra a los burgueses más adinerados, porque eran los únicos que podían pujar en subasta pública, a excepción de la nobleza terrateniente. Y es aquí donde está la clave, pues con la desamortización esta clase cambió sus derechos señoriales sobre la tierra por el control total sobre sus tierras convertidas en mercancía. A partir de entonces, la tierra se podría comprar y vender libremente.

Por otra parte, la desamortización supuso expropiar al campesinado de terrenos que complementaban su economía de subsistencia, como los terrenos comunales de los municipios o los aprovechamientos furtivos o semifurtivos de las grandes propiedades eclesiásticas. Así que, ahora, una parte del campesinado, la que carece de tierras en propiedad, se ve totalmente desposeída de los medios de producción y no le queda más remedio que proletarizarse, lo que unido al aumento demográfico y la concentración de las tierras permite mano de obra suficiente para escasas áreas de desarrollo industrial: Cataluña y Euskadi: he aquí la base material para los futuros charnegos y maketos.

Así pues, cuando se inicia la Restauración, en el último cuarto del siglo XIX, la burguesía consolida la transformación burguesa de la sociedad española: estructuras latifundistas en buena parte del mundo rural trabajadas por jornaleros, un proletariado numeroso en las pocas zonas industrializadas y una burguesía agraria (esta es su esencia, por mucho que las apariencias de los señoritos con títulos nobiliarios traten de distraerla), financiera e industrial, que ejerce su dictadura a través de una monarquía parlamentaria.

Todo esto tiene lugar en el marco político del Estado español. Como se ve, este representa una alianza entre las clases dominantes de las distintas naciones, configurando un solo bloque político-económico que cristaliza en la forma de dicho Estado. Esta alianza supone la existencia de una sola formación social capitalista en un Estado de carácter multinacional, en cuyo marco se desenvuelven las distintas relaciones entre clases: todas las burguesías de las naciones comparten una comunión de intereses económicos, que está por encima de sus respectivos intereses particulares de orden político o cultural, como fracciones nacionales del capital. Por ello, la Semana Trágica fue más allá de un combate del proletariado catalán contra su burguesía nacional, significó la focalización de la contradicción capital-trabajo cuando aquel destacamento del proletariado ejerció el papel de vanguardia efectiva de todas las clases trabajadoras del Estado español, y cuando, como tal vanguardia, se enfrentó heroicamente al Estado español.

No nos engañemos: el Estado español es, desde hace más de un siglo, una alianza de todas las burguesías nacionales que ejercen una sola dictadura de clase en una sola formación social capitalista. Por tanto, el ámbito de la revolución es el de todo el territorio del Estado y no cada uno de las diversos “marcos nacionales”: el proletariado revolucionario, para tener éxito, sólo puede responder a dicha alianza burguesa con su acción unitaria en todo el Estado, comenzando por la Reconstitución de un único Partido Comunista en el Estado español.


Movimiento Anti-Imperialista
Noviembre de 2009