Marx y Engels ante la revolución burguesa en España

 

a) Origen del conflicto entre las cortes ciudadanas y la realeza

En agosto-septiembre de 1854, Marx se dedicó a exponer el resultado de sus estudios sobre el proceso revolucionario burgués en España, que escribió para el New York Daily Tribune” bajo el título «La España Revolucionaria». Para comprender mejor el carácter específico del movimiento revolucionario iniciado en España, Marx estudió detalladamente la historia de las tres revoluciones periódicas en ese país durante la primera mitad del siglo XIX, el primer período entre 1808 y 1814, el segundo entre 1820 y 1823, y el tercero entre 1834 y 1843, que reunió en un cuaderno de notas. El periódico norteamericano sólo publicó el análisis correspondiente al primer período (hasta 1820). Los restantes, consagrados a los acontecimientos de 1820-1822 y de 1833, no vieron la luz pública, salvo un fragmento en el que se refirió a las causas de la derrota revolucionaria en el segundo período.

La especificidad económica, social y política de España, que definió el carácter de su revolución burguesa desde el siglo XV, estuvo determinada, en primer lugar, por las consecuencias económicas y sociales de la lucha política de la Cortes españolas contra la invasión musulmana, compuestas por los representantes de la burguesía urbana, el clero y la nobleza. Esta lucha, que duró cerca de ochocientos años, a medida que alcanzaba la lenta reconquista del territorio nacional, confirió a la Cortes de la península un carácter político muy diferente al predominante en el resto de Europa, destacando por su relativa independencia respecto del poder de la realeza, y porque la burguesía de las ciudades tenía en ellas el mayor peso político específico potencial.

Por un lado, en el curso de los combates, la península era reconquistada en pequeños trozos, que se constituían en reinos separados, donde se promulgaban leyes y adquirían costumbres populares de reafirmación patriótica. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles vasallos, otorgaron a éstos un poder excesivo, que disminuyeron el poder de la realeza. De otro lado, las ciudades y poblaciones del interior alcanzaron una gran importancia económica y social, debido a la necesidad en que las gentes se encontraban de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular del país y el constante intercambio con Provenza y con Italia, dieron lugar a la creación, en las costas, de ciudades comerciales y marítimas de primera categoría.

Este proceso de incipiente preponderancia de las ciudades, tuvo lugar en el marco de los conflictos permanentes entre el poder feudal descentralizador de los nobles vasallos y la tendencia al absolutismo de la realeza. A fines del siglo XV, los reyes católicos crearon la “Santa hermandad” entre las distintas Cortes ciudadanas de España, con la finalidad, por un lado, de acelerar la reconquista del territorio nacional ocupado por los moros[1] y, por otro, de fortalecer a la burguesía en sus crecientes conflictos y enfrentamientos frente a la nobleza,[2] con la finalidad de debilitar a ambas clases en favor del absolutismo real. 

Para dar una idea del poder creciente de las Cortes ciudadanas, Marx describe la situación planteada entre Carlos I y las Cortes de Valladolid:

 <<Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde le había sido conferida la dignidad imperial, las Cortes se reunieron en Valladolid para recibir su juramento a las antiguas leyes y para coronarlo. Carlos se negó a comparecer y envió representantes suyos que habían de recibir, según sus pretensiones, el juramento de lealtad de parte de las Cortes. Las Cortes se negaron a recibir a esosrepresentantes y comunicaron al monarca que si no se presentaba ante ellas y juraba las leyes del país, no sería reconocido jamás como rey de España. Carlos se sometió; se presentó ante las Cortes y prestó juramento, como dicen los historiadores, de muy mala gana. Las Cortes con este motivo le dijeron: «Habéis de saber, señor, que el rey no es más que un servidor retribuido de la nación». (K. Marx: “New York Daily Tribune” 09/09/1854)

Esta situación insostenible fue el principio de las hostilidades entre Carlos I (V de Alemania) y las ciudades, para lo cual contó con el apoyo de la nobleza. Como reacción frente a las intrigas reales, estallaron en Castilla numerosas insurrecciones triunfantes, como resultado de las cuales se creó la “Junta Santa de Ávila”, y las ciudades unidas convocaron la Asamblea de las Cortes en Tordesillas, donde el 20 de octubre de 1520 dirigieron al rey una “protesta contra los abusos” de la nobleza. Las reclamaciones principales del movimiento eran: el regreso a España de Carlos V, la limitación de los excesos de los consejeros flamencos en sus cargos, la reducción de impuestos y gastos de la Corona, la prohibición de la salida de oro, plata y lana y un mayor protagonismo político de las Cortes.

Éste respondió privando a todos los diputados reunidos en Tordesillas de sus derechos personales. La guerra civil se había hecho inevitable. Al principio, la alta aristocracia se mantuvo al margen hasta que los comuneros, para ganar apoyo popular, agitaron a los movimientos antiseñoriales. Entonces, la alta nobleza cerró filas con los representantes del monarca. Los comuneros llamaron a las armas: sustituyeron el poder municipal por comunas, integradas por artesanos, comerciantes y miembros de la baja nobleza y del bajo clero. Sus soldados, mandados por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente por fuerzas superiores en la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521. Tras rodar las cabezas de los principales conspiradores (Bravo, Padilla y Maldonado) en el patíbulo, Carlos redujo drásticamente los privilegios municipales y las ciudades declinaron en población, riqueza y preponderancia política en las Cortes a favor de la nobleza. La principal consecuencia de la revuelta comunera fue la alianza entre la monarquía y la alta nobleza que dejaría a Castilla anclada en el conservadurismo social y económico de los valores medievales, frustrando los objetivos más innovadores de la burguesía. Cumplida la tarea:

<<Carlos se volvió entonces contra los nobles que lo habían ayudado a destruir las libertades de las ciudades, pero que conservaban, por su parte, una influencia política considerable. Un motín en su ejército por falta de paga lo obligó en 1539 a reunir las Cortes para obtener fondos de ellas. Pero las Cortes, indignadas por el hecho de que subsidios otorgados anteriormente por ellas habían sido malgastados en operaciones ajenas a los intereses de España, se negaron a aprobar otros nuevos. Carlos las disolvió colérico; a los nobles que insistían en su privilegio de ser eximidos de impuestos, les contestó que al reclamar tal privilegio, perdían el derecho a figurar en las Cortes, y en consecuencia los excluyó de dicha asamblea.>> (K.Marx: Op. Cit.)

Estos hechos constituyeron un golpe mortal para las Cortes, cuyas reuniones se redujeron desde entonces a la realización de una simple ceremonia palaciega. Por su parte, el tercer elemento constitutivo de esas antiguas Cortes: el clero católico, que desde los tiempos de Fernando el Católico había puesto el tribunal de la Santa Inquisición al servicio de la España señorial, a partir de ese momento decidió convertir a la Iglesia en el más potente instrumento del absolutismo real.

b) Especificidad de la realidad económica, social y política española en los siglos XVIII y XIX

El debilitamiento político de las Cortes, que trajo aparejada la pérdida de pujanza comercial e industrial de las ciudades, coincidió con la llegada a España de los primeros cargamentos de oro procedentes de la rapiña en las “Indias Occidentales” a expensas del genocidio y aniquilamiento de las civilizaciones inca, maya y azteca, por parte de conquistadores españoles como Hernán Cortés en México, Francisco de Pizarro en Perú y Núñez de Balboa en la provincia panameña del Darién. Al no encontrar en el Reino de España su equivalente en magnitudes de valor y riqueza que sólo pueden ser producidos por una industria pujante y un comercio voluminoso, ese oro sólo sirvió para que la realeza española de habsburgos y borbones viviera en la mayor opulencia, unificara el país por medio de las armas y gozara de una efímera supremacía en Europa; hasta que toda esa masa de oro acabó recalando en el Banco de Inglaterra:

<<Así, la libertad española desapareció en medio del fragor de las armas, de cascadas de oro y de las terribles iluminaciones de los autos de fe.>> (Ibíd)

Por otra parte, a diferencia de las del resto de Europa, la monarquía absoluta en España fue lo más parecido a las formas asiáticas de gobierno, como en Turquía, que era un conglomerado de repúblicas independientes, mal administradas, con diferentes leyes y costumbres, diferentes monedas, banderas militares de diferentes colores y sistemas impositivos también diferentes, que sólo tenían en común el hecho de rendir tributo a un soberano puramente nominal, sólo dispuesto a no tolerar la autonomía municipal, en caso de oponerse a sus intereses directos, pero que permitía con agrado la supervivencia de dichas instituciones, en tanto que éstas cumplieran con sus obligaciones tributarias, al tiempo que lo eximían de cumplir determinadas tareas evitándole la molestia de una administración regular. Esto explica que, durante siglos, las libertades municipales de España sobrevivieran en mayor o menor grado, aunque políticamente, aletargadas. ¿Cómo es posible explicar, si no, que precisamente en el país donde --en comparación con los otros Estados feudales europeos— el absolutismo de la monarquía española se desarrolló en su forma más acusada, la centralización política jamás haya conseguido eliminar a las Juntas locales y provinciales?

<<La respuesta no es difícil. Fue en el siglo XVI cuando se formaron las grandes monarquías. Éstas se edificaron en todos los sitios sobre la base de la decadencia de las clases feudales en conflicto: la aristocracia y las ciudades. Pero en los otros grandes Estados de Europa la monarquía absoluta se presenta como un centro civilizador, como la iniciadora de la unidad social. Allí era la monarquía absoluta el laboratorio en que se mezclaban y amasaban los varios elementos de la sociedad, hasta permitir a las ciudades trocar la independencia local y la soberanía medieval por el dominio general de las clases medias y la común preponderancia de la sociedad civil. En España, por el contrario, mientras la aristocracia se hundió en la decadencia sin perder sus privilegios más nocivos, las ciudades perdieron su poder medieval sin ganar en importancia moderna.>> (Ibíd)

Atraso económico y desvertebración política del país, todo ello redundaba en la debilidad de un poder central monárquico --más nominal que real-- y en la dispersión del poder efectivo y concreto en manos de comunidades locales y provinciales, aisladas entre sí. Tales fueron las condiciones sobre las que cabalgó la lucha de clases a principios del siglo XIX en España, cuando fue invadida por las fuerzas napoleónicas, emergencia ante la cual, las Juntas municipales y provinciales jugaron un papel político de primer orden, determinante en la lucha popular por la emancipación nacional contra el invasor francés, precursoras de la revolución burguesa de 1812. Esta realidad no fue prevista por Napoleón, quién, como todos sus contemporáneos, veía a España según la imagen deformada que la lente política de la decrépita Monarquía de Fernando VII le ofrecía: “un cadáver exánime” desangrado por su larga lucha contra el enemigo inglés. No vio la España social. Y así fue cómo al hacer pie en la península se llevó “una sorpresa fatal”, descubriendo que si el Estado español estaba medio muerto, la sociedad civil española rebosaba de vida, pletórica de fuerzas dispuestas a repeler la invasión por todas sus partes:

  <<Cuando Fernando abandonó Madrid sometiéndose a las exigencias de Napoleón, dejó establecida una Junta Suprema de gobierno que presidía el infante don Antonio. Pero en mayo esta Junta había desaparecido ya. No existía ningún gobierno central y las ciudades sublevadas formaron juntas propias, subordinadas a las de las capitales de provincia. Estas juntas provinciales constituían, por así decirlo, otros tantos gobiernos independientes, cada uno de los cuales puso en pie de guerra un ejército propio. La Junta de representantes de Oviedo manifestó que toda la soberanía había ido a parar a sus manos, declaró la guerra a Bonaparte y envió delegados a Inglaterra para estipular un armisticio. Lo mismo hizo más tarde la Junta de Sevilla>> (Op. Cit: 25/09/1854)

c) El carácter de la revolución y la contradicción del movimiento burgués de liberación

La base social mayoritaria de estas fuerzas estaba constituida por los campesinos, los habitantes de los pueblos del interior y el “numeroso ejército de mendigos, con hábito o sin él”. Todos ellos formaban la gran mayoría del partido nacional; la minoría estaba conformada por los habitantes de los puertos, de las ciudades comerciales y parte de las capitales de provincia, donde, bajo el reinado de Carlos V, se habían desarrollado “hasta cierto punto” las condiciones materiales de la sociedad burguesa moderna. Hasta cierto punto –decía Marx—, porque en esa sociedad distaban todavía de haberse extendido las relaciones de producción capitalistas y, con ellas, una masa suficiente de asalariados como para terciar en las relaciones de poder desde su propia perspectiva histórica de clase.

Dada esta correlación de fuerzas sociales fundamentales, el carácter de la revolución española en ese momento no podía llegar a ser más que burgués. En semejante contexto social de la lucha de clases, las Juntas locales y provinciales en que se organizó la resistencia nacional contra el yugo extranjero, fueron los gérmenes de las Cortes Constituyentes revolucionarias de la clase social inmediatamente llamada ha hacerse cargo de la historia de España: la burguesía. Tal es la proposición política implícita en la lógica que Marx desplegó en el discurso de sus artículos de 1854 para el “New York Daily Tribune”.

En realidad, la guerra de independencia española comenzó con una insurrección popular contra la camarilla personificada entonces por don Manuel Godoy, [3] lo mismo que la guerra civil del siglo XV se inició con el levantamiento contra la camarilla personificada por el marqués de Villena, y la revolución de 1854 con el levantamiento contra la camarilla personificada por el conde de San Luis. Todos estos eran los que Marx denominaba “favoritos cortesanos”, siguiendo la tradición iniciada por las castas dirigentes de los regímenes bajo el modo de producción asiático, particularmente en el antiguo Egipto. Eran los “favoritos” entre los “cortesanos de Palacio”, gentes todas ellas relacionadas muy directa e íntimamente con la familia Real. Aunque los cargos en el Gobierno y la Administración estaban ocupados por personas de confianza con cometidos concretos dentro de sus ámbitos respectivos de poder, existió otro tipo de “cargo”, si así lo podemos llamar, puesto que se trataba de una situación específicamente personal e irrepetible, en función de la alta confianza de que gozaban ciertos personajes de la Corte y la decisiva influencia que ejercían sobre sus respectivos monarcas los “favoritos cortesanos”, como también ha sido el caso de Rasputín (el depravado) en la Rusia Imperial bajo la dinastía Romanov.

El levantamiento popular contra Godoy, se produjo a raíz de conocerse que este “Príncipe de la Paz” había firmado con Napoleón Bonaparte el tratado secreto de Fontainebleau el 27 de octubre de 1807, por el cual aceptó la partición de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España. La insurrección se inició en Aranjuez entre el 17 y el 19 de marzo de 1808; fue inducida por el “partido de los cortesanos” [4] contra la política de Godoy, la cual condujo a la abdicación de Carlos IV y la subida al trono de su hijo, Fernando VII, que fue celebrada con exaltación en toda España. Conocidos los hechos, mediante engaños Napoleón citó a la familia real para una reunión también secreta en Bayona. Allí consiguió que Carlos IV anulara su abdicación al tiempo que él y su heredero, Fernando VII, le transfirieran sus poderes. Antes de invadir, Bonaparte otorgó el trono de España a su hermano José y entre las autoridades públicas más conspicuas nombró una junta española con la cual se reunió en Bayona para efectuar las presentaciones de rigor y dictarle una de sus Constituciones previamente preparadas.

<<Al no ver nada vivo en la monarquía española, salvo la miserable dinastía que había puesto bajo llaves, se sintió completamente seguro de que había confiscado España. Pero pocos días después de su golpe de mano recibió la noticia de una insurrección en Madrid, Cierto que Murat aplastó el levantamiento matando cerca de mil personas; pero cuando se conoció esta matanza, estalló una insurrección en Asturias que muy pronto englobó a todo el reino. Debe subrayarse que este primer levantamiento espontáneo surgió del pueblo, mientras las clases “bien” se habían sometido tranquilamente al yugo extranjero.>> (Op. Cit.)

En efecto, tras la matanza de Madrid y de las transacciones de Bayona, estallaron insurrecciones simultáneas en Asturias, Galicia, Andalucía y Valencia. Bonaparte, además de ocupar Madrid, tomó las cuatro plazas fuertes septentrionales de Pamplona, San Sebastián, Figueras y Barcelona, mientras la aristocracia y todas las autoridades militares, eclesiásticas, judiciales y administrativas constituidas, se desmarcaban de la resistencia exhortando a que el pueblo hiciera lo propio. El 7 de julio de 1808, la nueva Constitución fue firmada por 91 españoles de la máxima significación: entre ellos figuraban duques, condes y marqueses, así como varios superiores de órdenes religiosas y el Consejo Real de Castilla en pleno.[5] Durante la discusión de esta Constitución, lo único que estos “grandes de España” juzgaron digno de ser objetado en su texto, fue la pérdida por abolición de sus antiguos privilegios y exenciones; paradójicamente, la desaparición de esos privilegios y exenciones era la mayor aspiración de las clases bajas de la sociedad española que esperaban se produjera, pero no como una imposición, sino como una renuncia voluntaria de los afectados. Tal era el respeto que profesaban por el linaje y el ascendiente jerárquico de sus clases dominantes. Pero, evidentemente, más fuerte resultó ser la ascendencia de su espíritu colectivo hacia los valores nacionales, porque con la abyecta actitud de sumisión al invasor extranjero desde el primer momento de la lucha por la independencia, la alta nobleza y los burócratas gobernantes españoles perdieron toda influencia sobre el pueblo en general:

<<De un lado estaban los afrancesados, y del otro, la nación. En Valladolid, Cartagena, Granada, Jaén, Sanlúcar, La Carolina, Ciudad Rodrigo, Cádiz y Valencia, los miembros más eminentes de la antigua administración --gobernadores, generales y otros destacados personajes sospechosos de ser agentes de los franceses y un obstáculo para el movimiento nacional-- cayeron víctimas del pueblo enfurecido. En todas partes, las autoridades fueron destituidas. Algunos meses antes del alzamiento, el 19 de marzo de 1808, las revueltas populares de Madrid perseguían la destitución del Choricero (apodo de Godoy) y sus odiosos satélites. Este objetivo fue conseguido ahora en escala nacional y con él la revolución interior era llevada a cabo tal como lo anhelaban las masas, independientemente de la resistencia al intruso.>> (Ibíd)

La revolución se hizo, pues, contra el usurpador extranjero y contra el enemigo interno al mismo tiempo. Sin embargo, contradictoriamente, el pueblo llano seguía identificado con los valores de la nación, cuyo único símbolo político (de unidad nacional de España) era la realeza; pero la realeza existía gracias a los privilegios y exacciones de que gozaban los nobles a expensas del pueblo llano, es decir, del expolio del trabajo social de las clases más bajas; el movimiento popular, era, pues, nacional y al mismo tiempo dinástico, por tanto, feudal y contrarrevolucionario, contrario a los intereses de las clases populares; al proclamar la independencia de España con respecto a Francia, el pueblo español oponía el “deseado” Fernando a José Bonaparte. Su conciencia política estaba, pues sometida a la paradoja netamente reaccionaria de que lo nacional-dinástico prevalecía en su conciencia sobre lo social-burgués revolucionario. Para preservarse de las consecuencias sociales y políticas decadentes del feudalismo sobre la vida y la conciencia de sus clases subalternas, la realeza española –liderada ahora por Fernando VII--, dispuso en ese momento del chivo expiatorio propicio representado por quien había sido el “favorito de la corte”, en este caso, el “traidor” Godoy.[6] Este componente superestructural de la realidad española, hizo decir a Marx que el movimiento popular en su conjunto “más parecía dirigido contra la revolución que a favor de ella”, porque, bajo las condiciones de la época, la lucha por la independencia nacional contra el invasor, iba unida a la defensa de la realeza, y ésta a los privilegios sociales consagrados por leyes y costumbres feudales que Napoleón había venido a España para suprimir definitivamente.

Este espíritu reaccionario de la lucha por la independencia nacional, reflejaba en ese momento el poco peso social y la consecuente debilidad política de la única clase realmente interesada por ella, cuyas circunstancias le obligaban a asumir la dirección del movimiento: la burguesía. De ahí que ese espíritu retrógrado de las masas se trasladara naturalmente a las Juntas, de modo que si bien sus representantes fueron elegidos por sufragio universal, la obediencia hacia quienes habían venido siendo sus superiores naturales: la realeza y el clero, que prevalecía en la conciencia de los electores, reprodujo en ellos la misma jerarquía de los mismos estamentos políticos y religiosos que habían conducido a semejante situación, aunque encarnados en distintos personajes:

<<El pueblo tenía tal conciencia de su debilidad, que limitaba su iniciativa a obligar a las clases altas a la resistencia frente al invasor, sin pretender participar en la dirección de esta resistencia. En Sevilla, por ejemplo, “el pueblo se preocupó, ante todo, de que el clero parroquial y los superiores de los conventos se reunieran para la elección de la Junta”. Así las juntas se vieron llenas de gentes que habían sido elegidas teniendo en cuenta la posición ocupada antes por ellas y que distaban mucho de ser unos jefes revolucionarios. Por otra parte, el pueblo, al designar estas autoridades, no pensó en limitar sus atribuciones ni en fijar término a su gestión. Naturalmente, las juntas sólo se preocuparon de ampliar las unas y de perpetuar la otra. Y así, estas primeras creaciones del impulso popular, surgidas en los comienzos mismos de la revolución, siguieron siendo durante todo su curso otros tantos diques de contención frente a la corriente revolucionaria cuando ésta amenazaba desbordarse.>> (Ibíd)

d) Guerra de liberación, desvertebración política del país y ausencia de un mando militar central

El 20 de julio de 1808, mientras José Bonaparte entraba en Madrid, 14.000 soldados franceses a las órdenes de los generales Dupont y Vidal fueron derrotados por las tropas del General Castaños en Bailén; días después, José Bonaparte fue obligado a replegar sus efectivos de Madrid a Burgos. Otros dos acontecimientos aleccionaron a los españoles: uno, que las fuerzas resistentes al mando del general Palafox hizo levantar al francés Lefebvre el sitio de Zaragoza; el otro, la llegada a La Coruña del ejército del marqués de la Romana, compuesto por 7.000 hombres, quienes, a despecho de los franceses, habían embarcado en la isla de Funen para acudir en auxilio de la patria en peligro. Ante estos hechos, el sector  de la alta nobleza española que había aceptado la dinastía a de los Bonaparte o se mantenía prudentemente a la expectativa, decidió adherirse a la causa del pueblo, “lo cual representó para esta causa una ventaja muy dudosa”, acaba diciendo Marx en su articulo del 25 de setiembre.

La inexistencia en España de un poder central efectivo, es decir, que la Monarquía absoluta fuera simplemente nominal, permitió a su pueblo resistir eficazmente la primera embestida de los invasores:

<<Los franceses se desconcertaron por completo al descubrir que el centro de la resistencia española estaba en todas partes y en ninguna.>> (Op.cit. 20/10/1854)

Pero inmediatamente después del triunfo de Bailén y de la retirada francesa de Madrid, en el bando español se hizo evidente la necesidad de contar con “alguna clase de Gobierno central”. La primera evidencia surgió después de los primeros éxitos militares; las disensiones entre las juntas provinciales habían llegado a ser tan violentas, que al general Castaños, por ejemplo, le costó muchos esfuerzos impedir que Sevilla atacara a Granada. A raíz de este contratiempo que tuvo prácticamente inmovilizados en Andalucía los destacamentos al mando del General Castaños, el ejército francés expulsado de Zaragoza pudo así “rehacerse y ocupar una posición sólida. De lo contrario se lo hubiera podido hostigar hasta dispersarlo con relativa facilidad, dado que se había retirado a la línea del Ebro “en el mayor desorden”.

Pero lo que colmó el vaso de la tolerancia nacional ante las insensatas rivalidades entre las juntas y la discrecionalidad de los jefes militares, fue la decisión unilateral del general gallego Blake al atacar a los franceses[7]. La guerra de independencia no se podía llevar adelante con la eficacia requerida sin combinar los distintos despliegues militares, habida cuenta de que, ante los primeros reveses de su ejército, Napoleón movilizaría sus fuerzas destacadas en las orillas del Niemen, del Oder y de las costas del Báltico. También era necesaria una labor diplomática concertada para llevar adelante la política de alianzas con determinados países europeos, además de garantizar la percepción regular de los tributos manteniendo contacto con la América española; para todo esto era necesario contar con un poder político ejecutivo central y, de ser posible, un mando militar también conjunto; más aún cuando Francia lo tenía ya instalado en Burgos. Todas estas circunstancias presionaron en el sentido de obligar a la Junta de Sevilla a que renuncie a su cuestionada y, de hecho, inexistente supremacía política, para proponer a las distintas juntas provinciales que cada una de ellas eligiera a dos representantes, los cuales pasarían a constituir una Junta Central, en tanto que las juntas provinciales se encargarían del gobierno interior de sus respectivas provincias. Así fue como el 25 de setiembre de 1808, nació la Junta Suprema Central, compuesta por treinta y cinco representantes de juntas provinciales (treinta y cuatro de juntas peninsulares y una de las Islas Canarias).

  En condiciones objetivas normales o no revolucionarias, el curso y resultado de la lucha entre dos ejércitos enfrentados, no depende tanto de la mayor o menor  homogeneidad social e ideológica en sus respectivos centros políticos de decisión civil respecto de otros factores puramente militares, como en circunstancias anormales o revolucionarias. En condiciones de poder normales, sólo es uno el signo ideológico y político de clase que predomina en la sociedad, por tanto, es el mismo en los centros de decisión política; por el contrario, en condiciones revolucionarias ese signo político es dual, y esa dualidad de poder social e ideológico no puede dejar de reflejarse en los centros políticos de decisión, como ese fue el caso de las juntas provinciales y de la Junta Central en el bando español. Marx cita a propósito la opinión de un noble español llamado Urquijo, dirigiéndose al Capitán Cuesta el 3 de abril de 1808:

<<Nuestra España representa en sí un edificio gótico, construido con los materiales más diversos; existen en nuestro país tantos gobiernos, privilegios, leyes y costumbres como provincias. En España no hay nada que se parezca a lo que en Europa se llama dirección social. Estas causas constituirán siempre un obstáculo a la creación de un poder central que sea lo suficientemente sólido para unir todas las fuerzas nacionales>> (Ibíd)

e) Ausencia de liderazgo revolucionario, culto del pueblo por los títulos nobiliarios, y extrañamiento de los órganos del poder político popular.

Como ha sido dicho ya, las juntas provinciales cuyos miembros eran generalmente elegidos por el pueblo según la posición que ocupaban en la antigua sociedad y no según su aptitud y actitud política para crear una nueva, enviaron a su vez a la Junta Central a “grandes de España”: prelados, títulos de Castilla, ex ministros, altos empleados civiles y militares de elevada graduación, en lugar de los nuevos elementos surgidos de la revolución, “Desde sus comienzos, la revolución española fracasó por esforzarse en conservar un carácter legítimo y respetable”, donde la única legitimidad reconocida para ejercer el poder, era la que conferían los títulos nobiliarios y la alta jerarquía burocrática de la realeza y el clero, que, en aquél Estado confesional español, era casi decir lo mismo.

En esos momentos, la Junta Suprema Central estaba formada, en su mayoría, por elementos de la realeza, liderados por el Conde de Floridablanca[8], un representante de la nobleza influido por la ilustración francesa; por tanto, un posibilista de la monarquía absoluta (creador de la “real pragmática”) cuyo lema era “reformar desde el poder”.

<<Este fue el hombre al que la Junta Central designó para presidirla y al que la mayoría de sus miembros consideró como caudillo infalible.>> (Ibíd)

En segundo término, estaban los plebeyos partidarios del pensamiento político de Gaspar Melchor de Jovellanos; también impregnados del espíritu de la Ilustración, desde los aledaños del régimen preconizaban reformas al régimen monárquico que entendían necesarias al desarrollo social del pueblo, y aunque se mostraban reticentes a las transformaciones democráticas revolucionarias, ese era su inconfesado ideal; por último, en minoría estaban los liberales antimonárquicos representantes de la burguesía comercial que, no teniendo motivos para ocultar sus propósitos en consonancia con las medidas llevadas a cabo por la Revolución Francesa, no fueron capaces de crear un partido propio y se dejaron representar por Jovellanos. Todavía no se divisaba ninguna base social burguesa de magnitud que pudiera justificar su existencia. Refiriéndose a la personalidad política de Jovellanos, a su nula capacidad de liderazgo revolucionario burgués trascendente, Marx decía lo siguiente:

<<En la España sublevada podía proporcionar ideas a la juventud llena de aspiraciones, pero prácticamente no podía competir ni aun con la tenacidad servil de un Floridablanca. No exento por completo de prejuicios aristocráticos y, por lo mismo, propenso en gran medida, como Montesquieu, a la anglomanía, esta notable personalidad constituía la prueba de que si España había engendrado por excepción una mente capaz de grandes síntesis, sólo pudo hacerlo a costa de la energía individual de que estaba dotada para la realización de tareas puramente locales.>> (Ibíd)

Otro detalle que observó Marx en su análisis, son las formas de manifestación que, en la cúspide del movimiento, adquirieron las hondas aspiraciones  revolucionarias de las masas todavía veladas por su respeto a la autoridad, la propensión de sus advenedizos dirigentes a emular la tradicional preocupación principal de la realeza española por el protocolo, su propensión a las “galas” y todo tipo de actos oficiales propicios para ostentar sus “títulos”, no sólo por hacerse anunciar en los mismos términos (alteza, excelencia, majestad, etc.) al uso en la sociedad que, supuestamente, querían revolucionar, sino por la empalagosa policromía de sus “mejores galas”, en acusado contraste con la valía personal de quienes se pavoneaban portando semejante indumentaria, tanto más cuanto mayores eran los ingresos que a sí mismos se asignaban:

<<La circunstancia de que los jefes de la España en revuelta se preocupasen, ante todo, de vestirse con trajes teatrales, a fin de entrar  majestuosa y dignamente en la escena histórica, se hallaba de acuerdo con la antigua escuela española.>> (Ibíd)

  Tal era la idiosincrasia política de los presuntos revolucionarios burgueses españoles que, junto a los verdaderamente “Grandes de España”, habían pasado a formar parte de la Junta Suprema Central. Salvando las distancias respecto de las distintas condiciones objetivas y la diversa extracción social de los protagonistas, a la luz del resultado de los hechos históricos acaecidos y debidamente registrados desde entonces, ¿quién puede demostrar con solvencia intelectual para ello, que la preocupación esencial observada por Marx en aquellos pseudorevolucionarios burgueses españoles, no sea realmente la misma que hoy mueve a la gran mayoría de dirigentes políticos que se reclaman de la causa revolucionaria del proletariado en el Mundo entero, todavía dispuestos a compartir escaño en una misma Convención o Asamblea Nacional Constituyente, con los distintos representantes políticos de la burguesía en el poder?[9]

f) Naturaleza contrarrevolucionaria de la Junta Suprema Central

Volviendo a la situación revolucionaria de la España que, en 1808 luchaba contra el invasor francés, decir que, para llevar a buen término esa lucha de liberación nacional, había que combatir, al mismo tiempo contra los españoles que se habían demostrado dispuestos a seguir sirviendo y servirse de la realeza como institución, sin importarle de qué dinastía o nación procediera. En tal sentido, y para poner a sus lectores frente a las conclusiones de aquella primera experiencia revolucionaria de la burguesía española, Marx hizo dos preguntas:

<<¿Qué influencia ejerció la Junta en el desarrollo del movimiento revolucionario español? ¿Qué influencia ejerció en la defensa del país? Una vez contestadas estas dos preguntas, hallarán explicación muchos aspectos de las revoluciones españolas del siglo XIX (y la única del XX, entre 1931 y 1939, sin duda) que hasta ahora aparecían misteriosos e inexplicables.>> (Ibíd. Lo entre paréntesis es nuestro)

Para responder a la primera pregunta, Marx destacó el hecho de que la primera y primordial determinación política de la mayoría social realista en la Junta Central, no fue ganar la Guerra de la Independencia, sino sofocar los primeros “arrebatos revolucionarios”. Para ello empezó por ilegalizar y perseguir a la prensa liberal, designando un nuevo Inquisidor General a quien, sin embargo, los franceses impidieron entrar en funciones.

En segundo lugar, hizo retroceder el llamado “proceso de desamortización” en poder de las llamadas “manos muertas”[10] , prohibiendo la venta de más tierras en poder de la nobleza y el clero, amenazando, incluso, con anular los contratos privados en curso o ya cerrados, cuyo objeto de transacción eran los bienes eclesiásticos. 

En tercer lugar, la Junta no sólo reconoció la deuda nacional ocasionada por el cúmulo de dispendios durante sucesivos gobiernos corruptos, sino que ni siquiera adoptó medidas financieras para aliviar al presupuesto de esos enormes déficits, ni hizo nada para reformar el sistema tributario que hacía recaer la carga impositiva sobre los más desvalidos de la sociedad, ni para abrir nuevas fuentes de trabajo productivo que aflojara “los grilletes del feudalismo”. Al contrario.

En cuarto lugar, la Junta también dejó intangible la judicatura, organizada en el Consejo Real de Castilla, que había venido ejerciendo todas las funciones de un Tribunal Supremo y más; fortalecido durante el reinado de Felipe II, quien vio en él “un valioso complemento del Santo Oficio”, a caballo de las calamidades de esos tiempos y las dejaciones de los últimos reyes, los togados del Consejo Real de Castilla usurparon y acumularon un enorme poder al asumir las más diversas atribuciones, añadiendo a sus funciones de Tribunal Superior, las de legislador y superintendente administrativo de todos los reinos de España. Una verdadera oligarquía a la sombra que hacía sobre ellos el “poder” puramente nominal de los monarcas. Con el antecedente de que, como hemos dicho ya, el Consejo se había vendido a Napoleón y con este acto de traición había perdido toda su autoridad moral sobre el pueblo, con lo que lo único que le quedaba por hacer, es convertirse en el perro sangriento de la revolución y la lucha popular por la independencia. En semejantes condiciones, y:

<<Habiendo sido la autoridad más poderosa de la vieja España, el Consejo Real tenía que ser naturalmente el enemigo más implacable de una España nueva y de todas las autoridades populares recién surgidas que amenazaban con mermar su influencia suprema. Como gran dignatario de la orden de los abogados y garantía viva de todos sus abusos y privilegios, el Consejo disponía naturalmente de todos los numerosos e influyentes intereses encomendados a la jurisprudencia española. Era, por tanto, un poder con el que la revolución no podía llegar a ningún compromiso: había que barrerlo, o permitir que fuese él quien barriese a la revolución.>> (Op.cit. 27/10/1854. Subrayado nuestro)

g) División del trabajo entre la mayoría realista y la minoría liberal en la Junta Suprema Central

El día que se hizo cargo del poder, la Junta Central comunicó al Consejo su confirmación pidiéndole que cumplimentara la formalidad de prestarle juramento de fidelidad, declarando que, después de recibírselo, enviaría la misma fórmula de juramento a todas las demás autoridades del reino. Lo que Marx ha querido significar al decir lo subrayado en el párrafo anterior, fue que lo primero que la minoría liberal debería haber hecho ante semejante situación, es ponerse inmediatamente a la cabeza de la resistencia popular contra el invasor, convenciendo al pueblo y a los  generales más consecuentemente nacionalistas, de la necesidad de revolucionar la junta, depurándola por la fuerza de todos los elementos realistas de la aristocracia, el alto clero y los burócratas estatales, quienes, dada su probada propensión a claudicar en cualquier momento propicio ante las fuerzas de José Bonaparte, la debilitaban como necesario referente de poder social popular políticamente cohesionado, tanto de cara al mantenimiento de la moral en las bases civiles y militares que combatían en los distintos frentes de lucha contra el invasor, como ante el invasor mismo.

Habiendo renunciado a esta alternativa, los liberales dejaron a los realistas el camino expedito para neutralizar el proceso revolucionario. En efecto, después que los franceses entraron nuevamente en Madrid para disolver el Consejo Supremo Real, la mayoría contrarrevolucionaria en la Junta Central pudo resucitarlo creando el Consejo Reunido, que no era más que la unión del Consejo de Castilla con todas las demás supervivencias de los antiguos Consejos reales.

De este modo, toda la energía puesta por los revolucionarios en conseguir un poder centralizado hegemónico y reconocido, que combinara las tareas militares ―como la coordinación entre los mandos bajo la dirección de un Estado Mayor para superar la anarquía en las distintas iniciativas de la lucha contra los franceses―, con la centralización de las iniciativas políticas revolucionarias ―como la profundización de la desamortización confiscando de momento las tierras todavía bajo “manos muertas”— para estimular la participación comprometida de todo el pueblo en las dos tareas. Todo esto se fue al traste cuando los liberales se negaron a ejercer ese doble poder ―que debieran haber ejercido desde afuera y con el pueblo hacia el interior de las Juntas― consiguiendo así que se resolviera, no sólo en favor de la contrarrevolución y de los invasores, sino también en contra de los mismos liberales que supuestamente representaban en la Junta los intereses populares; porque los realistas se cebaron en la “obediencia debida” que por ellos profesaban sus teóricos opositores plebeyos,[11] que así pudieron comprometerles en la adopción de una serie de medidas antipopulares ―algunas señaladas más arriba―, lo cual desmotivó en el pueblo la lucha conjunta por la revolución y por la independencia, abandonados como se sintieron por sus dirigentes en bloque, especialmente por aquellos en quienes habían puesto sus mayores esperanzas de emancipación nacional y social: 

<<De este modo, la Junta creó por su propia iniciativa un poder central para la contrarrevolución, poder que, opuesto al suyo (al poder revolucionario que originariamente el pueblo supo ejercer a instancias de ella), nunca cesó de molestarla y contrarrestar sus actividades con sus intrigas y conspiraciones, tratando de inducirla a adoptar las medidas más impopulares, para denunciarla después con ademanes de virtuosa indignación y exponerla a la cólera y al desprecio del pueblo.>>  (Ibíd. Lo entre paréntesis nuestro)

Este originario poder popular se mantuvo vivo durante los dos primeros años de la insurrección contra Manuel Godoy y la invasión de los franceses, teñido de una muy resuelta determinación de conseguir reformas sociales y políticas que el viejo sistema ya no podía conceder, sin menoscabo de sus propios intereses y dominio basados en las relaciones de señorío y servidumbre. Marx dice que “todas las manifestaciones” de las juntas provinciales de aquella época, paradójicamente formadas en su mayoría por las clases privilegiadas, no dejaron de condenar al antiguo régimen y de prometer reformas radicales. La misma tónica siguió la Junta Central. Marx cita la primera proclama fechada el 26 de octubre de 1808, donde se refiere a la pervivencia de la misma situación existente durante los veinte años del gobierno de Godoy prueban asimismo los manifiestos de la Junta Central. En la primera proclama de ésta a la nación, fechada el 26 de octubre de 1808, se decía:

<<Una tiranía de veinte años [se refiere a los gobiernos de Floridablanca, Aranda, y Godoy, durante el reinado de Carlos IV (1788-1808)] ejercida por gente completamente incapaz, nos ha conducido al borde del precipicio. El pueblo, lleno de odio y de desprecio, ha vuelto la espalda a su Gobierno. Oprimidos y humillados, sin conocer nuestras propias fuerzas, buscando inútilmente el apoyo contra nuestro propio Gobierno en nuestras instituciones y leyes, incluso la dominación de los extranjeros hemos aceptado recientemente con menos odio que la funesta tiranía que pesa sobre nosotros. El dominio ejercido por la voluntad de un solo hombre, siempre caprichoso y casi siempre injusto, se ha prolongado demasiado tiempo; demasiado tiempo se ha abusado de nuestra paciencia, de nuestro legalismo, de nuestra lealtad generosa; por esto ha llegado el momento de llevar a la práctica leyes beneficiosas para todos. Son necesarias las reformas en todos los terrenos. La Junta crea distintas comisiones, cada una de las cuales se ocupará de un número de funciones determinadas y a las cuales se podrán después mandar todos los documentos referentes a los asuntos gubernamentales y administrativos>> (K. Marx: 27/10/1854. Lo entre corchetes es nuestro)

Y en el siguiente manifiesto fechado en Sevilla el 28 de octubre de 1809, la Junta decía:

<<Un despotismo degenerado y caduco ha desbrozado el camino a la tiranía francesa. Dejar que el Estado sucumba a consecuencia de los antiguos abusos, constituiría un crimen tan monstruoso como entregaros a manos de Bonaparte.>> (Op.cit)

Pero una cosa eran las declaraciones y muy otra la política efectiva y real de la Junta. Y aquí se impone esta pregunta: Si la Junta Suprema Central estaba dominada por los realistas, ¿cómo es posible que aceptara semejante discurso? Marx explica esta contradicción observando que en ese organismo “según parece” entre mayoría y minoría existía una especie de división del trabajo “sumamente original” implantada en la Junta Suprema Central, según la cual el partido liberal de Jovellanos se encargaba de “proclamar y protocolizar las aspiraciones revolucionarias de la nación”, mientras el partido conservador de Floridablanca hacía todo lo contrario, oponiendo “a la ficción revolucionaria la realidad contrarrevolucionaria”. Pero lo importante de este contraste ―acentuado por las propias afirmaciones de las Juntas provinciales ante la Junta Central— es que probaba “el hecho frecuentemente negado, de la existencia de aspiraciones revolucionarias en la época de la primera insurrección española”.

Para ponernos de acuerdo sobre lo que, con Marx, estamos analizando, digamos que el partido de Jovellanos representaba las aspiraciones políticas unívocas de una mayoría absoluta de la población española: burguesía incipiente, campesinado, pequeños artesanos y comerciantes de las ciudades. Por tanto, en términos de voluntad política socialmente concentrada, el partido de Jovellanos era mucho más representativo y potencialmente más poderoso que los partidos del National y de “La Reforme” juntos; porque, dada la irrisoria magnitud social del proletariado en la España de esa época, la homogeneidad de intereses de semejante conglomerado social en aquél contexto de la lucha de clases, le confería una fuerza potencial irresistible que, de ponerse en movimiento, hubiera resultado arrasadora. [12]

Por tanto, lo único que permite explicar la peculiar división del trabajo dentro de la Junta Suprema Central, el lujo político que se daban los realistas de poder combinar un discurso revolucionario con una política contrarrevolucionaria, era la incapacidad de los liberales para poner en movimiento con sentido político efectivamente subversivo, a toda esa potencial energía sin fisuras contenida en la unidad de los intereses populares estratégicos o históricos, dispuestas para la lucha revolucionaria, pero que confiaba en la que hubiera debido ser su dirección efectiva. El hecho de que no haya sido así, se debe a que los liberales no habían roto ideológicamente con la nobleza, lo cual se tradujo en cobardía política. Y esa cobardía política ―aunque no estaba justificada― sí se explica, en última instancia, por la todavía débil implantación de la burguesía industrial en el país. Y es injustificable porque, aún no habiéndose cumplido la condición suficiente para realizar plenamente la revolución burguesa, sí había en ese momento fuerza necesaria dispuesta como para que la sociedad española de aquella época, pudiera haberle “abreviado y mitigado los dolores del parto socialista” a las futuras generaciones de obreros.

h) Antiguos “favoritos cortesanos” y modernos políticos profesionales: la realeza comparte históricamente con la burguesía la misma esencia de los medios para mantener la hegemonía política sobre sus respectivas clases subalternas.

Con este razonamiento queremos contribuir a lo ya observado por Marx, en cuanto a que, si bien en aquél momento histórico las condiciones objetivas para completar la revolución  burguesa en España no estaban dadas, si estaban ya presentes aunque no maduras, las condiciones subjetivas para iniciarla. Y si no fue así, es porque esas condiciones no fueron percibidas ni, por tanto, valoradas por los intelectuales liberales, como para empeñarse en que sazonaran a la luz que la razón revolucionaria arrojara sobre sus propias luchas.

Había que convertir el oprobio espontáneo hacia los ocasionales gobiernos a cargo de los “favoritos cortesanos” ―verdaderos fusibles, chivos expiatorios del sistema de vida feudal―, como Godoy, en desprecio y odio consciente hacia las relaciones de señorío y servidumbre encarnadas por la aristocracia y la realeza. Había que poner la conciencia de los explotados y oprimidos en sintonía con el signo objetivamente revolucionario de la energía política contenida en las contradicciones de la vida económica, social y política de la época. Si los liberales no estuvieron por esa necesaria labor, se explica porque no fueron capaces de romper ellos mismos con los valores ideológicos y políticos de esa sociedad decadente ―haciendo seguidismo, primero con el despotismo ilustrado y después con la Junta Suprema Central― comprometidos políticamente con esos valores por el sólo hecho de su vigencia residual. Esta cobardía política de los liberales, no hacía más que ocultar, todavía más, las hondas aspiraciones revolucionarias que las masas escondían tras su venerable respeto por las formas del poder constituido, fenómeno del que Márx ha querido dejar implícito testimonio:

<<Para nosotros, sin embargo, lo importante es probar, basándonos en las mismas afirmaciones de las juntas provinciales consignadas ante la Central, el hecho frecuentemente negado de la existencia de aspiraciones revolucionarias en la época de la primera insurrección española.>>(Ibíd)

Para mantener el statu quo ―en el que parasitan― los dirigentes políticos oportunistas ―en este caso los liberales― del movimiento explotado moderno, han venido haciendo dejación de la necesaria labor de esclarecimiento ―sin la cual es imposible convertir las genuinas reivindicaciones de los explotados en efectiva acción revolucionaria organizada―, para luego justificar su posibilismo reaccionario pretextando el inmovilismo político de sus bases que ellos mismos han contribuido a mantener. Pero ese posibililismo cómplice de la clases dominantes tiene su límite en las contradicciones de la base material de la sociedad, que agravan las tensiones sociales hasta el punto en que los explotados se ven irresistiblemente lanzados a la arena de la lucha política muy a pesar de los oportunistas; es entonces cuando estos dirigentes ponen en tensión todos sus recursos retóricos y políticos para evitar que el despliegue de toda esa energía potencialmente subversiva de las masas, concentre su acción destructora sobre las relaciones sociales vigentes, verdadera causa formal [13] de todos las desgracias que se ceban sobre las mayorías de la sociedad. En esos momentos críticos, los oportunistas abandonan el ―hasta entonces― objeto directo de su acción política: los gobiernos de turno, es decir, las posibilidades del sistema para conceder reformas a instancias de esos gobiernos que logren aflojar las tensiones sociales.

Una vez producida la eclosión de esas tensiones que libera la energía objetivamente revolucionaria de las masas, el objeto directo de los oportunistas, su preocupación y acción política prioritaria desde el punto de vista instrumental, deja de ser la categoría gobierno y pasa a ser el movimiento contestatario portador de esa fuerza; no se trata ya de aflojar las tensiones sociales antes del estallido de la crisis, sino de orientar esa energía social ya en movimiento, para que la acción de las masas no recaiga sobre las causas formales, sino sobre las causas eficientes de la desgracia social y humana que padecen; es decir, no sobre el sistema de vida sino sobre los responsables directos sobre las personas a cargo de esos gobiernos, sobre sus eventuales y contingentes “responsables” individuales, para que, a la postre, la remoción de la causa eficiente deje intangible la causa formal.

Marx prosigue su discurso poniendo varios ejemplos probatorios de cómo la Junta Suprema Central se encargó de sofocar esos pequeños incendios revolucionarios surgidos en Galicia, Asturias, Valencia, Sevilla o Cádiz, reemplazando a los respectivos gobernantes y enviando allí, en calidad de delegados plenipotenciarios, a otros miembros de la aristocracia y burócratas políticos o militares sin raigambre de clase objetivamente interesada en el proceso revolucionario, sino al contrario. Pero, además, de una ineptitud política probada, cosa que ratificaron desde el momento en que se hicieron cargo de sus atribuciones discrecionales, como fue el caso del general de la Romana, José Caro, el barón de Labazora y el marqués de Villel. Al general de la Romana sus soldados solían llamarle el “marqués de las Romerías”, por sus perpetuas marchas y contramarchas. Dice Marx que, una vez al mando en Galicia, allí “no se entablaba nunca combate sino cuando daba la casualidad de que él estaba ausente”. Y citamos seguidamente un largo párrafo porque no tiene desperdicio:

Ese general, al ser arrojado de Galicia por Soult, entró en Asturias en calidad de delegado de la Junta Central. Su primer acto consistió en enemistarse con la Junta provincial de Oviedo, cuyas medidas, enérgicas y revolucionarias, le habían granjeado el odio de las clases privilegiadas. Llevó las cosas hasta el extremo de disolver la Junta y sustituir a sus miembros por sus propias criaturas. Informado el general Ney de estas disensiones surgidas en una provincia que había ofrecido una resistencia general y unánime a los franceses, lanzó al momento sus tropas contra Asturias, arrojó de allí al “marqués de las Romerías”, entró en Oviedo y lo saqueó durante tres días. Cuando los franceses evacuaron Galicia a fines de 1809, nuestro marqués y delegado de la Junta Central entró en La Coruña, concentró en sus manos toda la autoridad, suprimió las juntas de distrito que se habían multiplicado con la insurrección y las reemplazó por gobernadores militares; amenazó a los miembros de dichas juntas con perseguirlos, y persiguió efectivamente a los patriotas, manifestando extraordinaria benevolencia para con todos los que habían abrazado la causa del invasor y procediendo en todos los demás aspectos como un badulaque nocivo, incapaz y caprichoso. Y ¿cuáles habían sido los errores de las juntas provinciales y de distrito de Galicia? Esas juntas habían ordenado un reclutamiento general sin excepciones para clases ni personas, habían impuesto tributos a los capitalistas y propietarios, habían reducido los sueldos de los funcionarios públicos, habían ordenado a lascongregaciones religiosas que pusieran a su disposición los ingresos guardados en sus arcas; en una palabra, habían adoptado medidas revolucionarias. Desde la llegada del glorioso “marqués de las Romerías”, Asturias y Galicia, las dos provincias que más se distinguieron por su unánime resistencia a los franceses, se ponían al margen de la guerra de la Independencia cada vez que no se veían amenazadas por un peligro inmediato de invasión.

En Valencia, donde parecieron abrirse nuevos horizontes mientras el pueblo quedó entregado a sí mismo y a los jefes elegidos por él, el espíritu revolucionario se vio quebrantado por la influencia del Gobierno central. No satisfecha con colocar esta provincia bajo el generalato de un don José Caro, la Junta Central envió como delegado “propio” al barón de Labazora. Ese barón culpó a la Junta provincial de haber opuesto resistencia a ciertas órdenes superiores y anuló el decreto por el que aquélla había suspendido sensatamente la ocupación de las canonjías, prebendas y beneficios eclesiásticos vacantes, para destinar las cantidades correspondientes a los hospitales militares, Ello dio origen a agrias disputas entre la Junta Central y la de Valencia. A esto se debió más tarde el letargo de Valencia bajo la administración liberal del mariscal Suchet. De ahí el entusiasmo con que proclamó a Fernando VII a su regreso, oponiéndolo al Gobierno revolucionario de entonces.

En Cádiz, que era lo más revolucionario de España en aquella época, la presencia de un delegado de la Junta Central, el estúpido y engreído marqués de Villel, provocó una insurrección el 22 y 23 de febrero de 1809 que, de no haber sido desviada a tiempo hacia el cauce de la guerra por la independencia, hubiera tenido las más desastrosas consecuencias. (Ibíd)

            Al momento de asumir sus funciones la Junta Central, en setiembre de 1808, los franceses no dominaban aún ni la tercera parte del país, mientras las antiguas autoridades ya habían abandonado sus cargos, o se mostraban dispuestos a colaborar con el invasor, cuando no huían dispersándose ante la primera orden suya. Por tanto, se daban todas las condiciones políticas favorables para movilizar al pueblo alegando con total legitimidad la “defensa de la patria común”.  Así lo dio a entender en una de sus proclamas la fracción liberal de la  Junta Central:

<<La Providencia ha decidido que en la terrible crisis que atravesamos, no pudierais dar un solo paso hacia la independencia sin que al mismo tiempo no os acercara hacia la libertad>> (Ibíd. Subrayado nuestro).

En tales condiciones, la “revolución permanente” de carácter histórico burgués, donde ―como en las colonias inglesas del norte de América continental― la conmoción social interior se combinaba con la lucha por la emancipación nacional, la Junta Central estaba llamada a desempeñar las mismas funciones del Comité de Salud Pública francés al principio de su revolución, en 1793. Además, tenía ante sí el ejemplo de la audaz iniciativa a que ya habían sido forzadas ciertas provincias por la presión de las circunstancias. Pero, muy lejos de ello, no satisfecha con actuar como un peso muerto sobre la revolución española, la Junta Central laboró realmente en sentido contrarrevolucionario, restableciendo las autoridades antiguas, volviendo a forjar las cadenas que habían sido rotas, sofocando el incendio revolucionario en los sitios en que estallaba, no haciendo nada por su parte e impidiendo que los demás hicieran algo. Durante su permanencia en Sevilla, el 20 de julio de 1809 hasta el Gobierno conservador inglés juzgó necesario dirigir una nota a la Junta Central, protestando enérgicamente contra su rumbo contrarrevolucionario:

<<Se ha hecho notar en alguna parte que España sufrió todos los males de la revolución sin adquirir energía revolucionaria. De haber algo de cierto en esta observación, ello constituye una abrumadora condena de la Junta Central.>> (Ibíd.)

i) El carácter pretoriano del ejército español.
Causas de su independencia respecto del gobierno civil.

Durante las épocas revolucionarias, en que la conciencia de las mayorías sociales se convierte en una especie de campo de batalla virtual, donde los viejos valores decaen aunque todavía resisten, porque los nuevos no acaban de imponerse, la tendencia natural es a que los vínculos de mando y subordinación militar ―necesarios en toda lucha real― se relajen. Resolver este dilema depende de una vanguardia política suficientemente numerosa, que sepa imponer la disciplina civil sobre los mandos militares, arrastrando a las masas detrás de las consignas revolucionarias que den pleno sentido a la lucha por la emancipación nacional. Y el caso es que liberales como Jovellanos eran minoría y, como se ha visto ni siquiera fueron vanguardia política. Por eso es que la Junta Central,

<<...a causa de su composición absurda, no logró nunca dominar a los generales (y) éstos no pudieron nunca dominar a los soldados (por eso) hasta el fin de la guerra el ejército español no alcanzó jamás un nivel medio de disciplina y subordinación>> (K. Marx: “New York Daily Tribune”: 30/10/1854. Lo entre paréntesis nuestro)

Bajo semejantes condiciones se explica que el ejército español entre 1808 y 1814 fuera de derrota en derrota, en un paulatino proceso de descomposición desde el primer período de su historia, en que la población de provincias enteras se incorporó masivamente a un combate que nunca dejó de ser irregular; primero bajo la forma del masivo alzamiento insurreccional espontáneo por la emancipaciónnacional en toda su pureza, contra las fuerzas del invasor y la minoría de población autóctona que se puso de su parte. A este período de homogeneidad en su estrategia de liberación nacional y en la composición política de sus efectivos, le siguió su etapa guerrillera, donde el objetivo de la independencia apareció mezclado con el simple bandidaje, en esporádicas partidas pequeñas constituidas por los restos dispersos de aquél ejército de patriotas, españoles que desertaban del ejército francés y hasta simples delincuentes comunes:

<<Las guerrillas constituían la base de un armamento efectivo del pueblo. En cuanto se presentaba la oportunidad de realizar una captura o se meditaba la ejecución de una empresa combinada, surgían los elementos más activos y audaces del pueblo y se incorporaban a las guerrillas. Con la mayor celeridad se abalanzaban sobre su presa o se situaban en orden de batalla, según el objeto de la empresa acometida. No era raro ver a los guerrilleros permanecer todo un día a la vista de un enemigo vigilante para interceptar un correo o apoderarse de víveres. De este modo Mina el Mozo capturó al virrey de Navarra nombrado por José Bonaparte, y Julián hizo prisionero al comandante de Ciudad Rodrigo. En cuanto se consumaba la empresa cada cual se marchaba por su lado y los hombres armados se dispersaban en todas direcciones; los campesinos agregados a las partidas volvían tranquilamente a sus ocupaciones habituales “sin que nadie hiciera ningún caso de su ausencia”. De este modo resultaban interceptadas las comunicaciones en todos los caminos. Había miles de enemigos al acecho aunque no pudiera descubrirse ninguno. No podía mandarse un correo que no fuese capturado, ni enviar víveres que no fueran interceptados.>> (Op. Cit.)

 En su tercera etapa, las luchas, intrigas y conspiraciones intestinas entre los distintos generales dentro y fuera de las Juntas provinciales y en la propia Junta Central, se mezclaron con la resistencia al invasor imbuida de un auténtico espíritu revolucionario, hasta que de ese cóctel resultó que aquellas pequeñas partidas guerrilleras dispersas sintetizaron en destacamentos independientes de entre 3.000 y 6.000 hombres, al mando de los pocos sátrapas que sobrevivieron a esas mutuas conjuras, para quienes la lucha contra los franceses derivó en un simple pretexto que enmascaraba la defensa de sus respectivos intereses particulares.

Esta singular síntesis política contradictoria de término medio necesariamente inestable, entre unas fuerzas armadas independientes de un poder civil débil y desacreditado, constituidas por tropas irregulares en total descoordinación con una organización militar regular que no llega a la fase terminal de su lucha triunfante por un Estado burgués independiente, es lo que Marx definió como “ejército pretoriano”, producto de la política contrarrevolucionaria predominante al interior de la Junta Suprema Central española entre 1809 y 1814, preocupada exclusivamente en que se mantenga el mismo statu quo social inmediatamente anterior a la intervención francesa.    

La independencia de este ejército respecto del Gobierno civil supremo, los continuos desastres militares, la constitución, descomposición y reconstrucción constantes de sus mandos encarnados en distintos personajes a lo largo de seis años, confirieron al ejército español un carácter pretoriano, haciéndolo propenso a convertirse por igual en instrumento de cambios políticos en manos de sus jefes, que en el azote que les derribaba.[14] Bastantes de ellos que se veían ante la conveniencia de participar eventualmente en el Gobierno Central, otras veces le criticaban desde fuera y hasta conspiraban contra él. Como decía Marx: “echaban siempre su espada en la balanza política del poder” para inclinarla en favor de sus intereses particulares.

<<Así, Cuesta, que después pareció conquistar la confianza de la Junta Central en la misma proporción en que perdía las batallas, había empezado por conspirar con el Consejo Real y por prender a los diputados de León en la Junta Central. El propio general Morla, miembro de la Junta Central, se pasó al campo bonapartista después de haber entregado Madrid a los franceses. El fatuo «marqués de las Romerías», miembro también de la Junta Central, conspiró contra ella con el presuntuoso FranciscoPalafox, con el desdichado Montijo y con la turbulenta Junta de Sevilla. Los generales Castaños, Blake y La Bisbal (uno de los O'Donnell) figuraron e intrigaron sucesivamente como regentes en la época de las Cortes, y, finalmente, elcapitán general de Valencia don Javier Elio puso España a merced de Fernando VII.Indudablemente, el elemento pretoriano se hallaba más desarrollado entre los generales que entre sus tropas.>> (Op.cit)

Pero hubo otros, en quienes prevaleció el espíritu revolucionario, que durante la guerra aportaron al ejército eficientes jefes desde su condición originaria de irregulares,  como Mina, el Empecinado y otros caudillos de las partidas guerrilleras, mientras que distinguidos militares de línea, como Porlier, Lacy, Eroles y Villacampa, contribuyeron como jefes de los destacamentos móviles a una mayor eficacia de sus acciones:

<<No debemos, pues, extrañarnos de la influencia del ejército español en las conmociones posteriores, ni al tomar la iniciativa revolucionaria ni al malograr la revolución con su  pretorianismo.

En cuanto a las guerrillas, es evidente que, habiendo figurado durante ; tantos años en el teatro de sangrientas luchas, y habiéndose acostumbrado a la vida errante, satisfaciendo libremente sus odios, sus venganzas y su afición al saqueo, tenían que constituir por fuerza en tiempos de paz una muchedumbre sumamente peligrosa, dispuesta siempre a entrar en acción a la primera señal en nombre de cualquier partido y de cualquier principio, a defender a quien fuera capaz de darle buena paga o un pretexto para los actos de pillaje.>> (Ibíd)

j) Ausencia de poder revolucionario y caída de las primeras cortes constituyentes.

Pasemos ahora a considerar el acto puntual fallido de la burguesía española en su primer intento de constituirse como nueva clase dominante. Como hemos visto, este acto fue la culminación de un proceso de revolución social a caballo de la guerra de liberación nacional contra Francia. Comenzó el 24 de setiembre de 1810, cuando por exigencia de la lucha contra el invasor, las Cortes constituyentes extraordinarias se reunieron en la antigua isla de León con ese propósito. Continuó el 20 de febrero de 1811, cuando se trasladaron a Cádiz, donde el 19 de marzo de 1812 promulgaron la Constitución. Finalmente, el telón de este primer acto cayó el 20 de setiembre de 1813, cuando, tras haber protagonizado semejante rapto revolucionario al socaire de la lucha por la independencia, el pueblo llano de España, ante la sola presencia de Fernando VII recién llegado del exilio, volvió a su pasado tan rápida y ―en apariencia— enigmáticamente como se había proyectado al futuro, decidiendo que las Cortes contituyentes acabaran siendo violentamente sustituidas por las antiguas Cortes ordinarias, para que la realeza restaurada las hiciera regresar nuevamente de Cádiz a Madrid, el 15 de enero de 1814:

<<¿Cómo explicar el curioso fenómeno de que la Constitución de 1812, anatematizada después por las testas coronadas de Europa reunidas en Verona como la más incendiaria invención del jacobinismo, brotara de la cabeza de la España monástica y absolutista precisamente en la época en que ésta parecía consagrada por entero a sostener la guerra santa contra la revolución? ¿Cómo explicar, por otra parte, la súbita desaparición de esta misma Constitución, desvaneciéndose como una sombra (“un sueño de sombra”, dicen los historiadores españoles) al entrar en contacto con un Borbón de carne y hueso?>> (K. Marx: Op. Cit. 24/11/1854)

                Respecto de lo primero, tanto la aristocracia como la realeza coincidían en que la Constitución de 1812 fue una simple copia de la Constitución francesa de 1791, como dijera el propio Fernando VII en su edicto del 4 de mayo de 1814. Según otros, las Cortes de Cádiz se limitaron a reproducir las restricciones a la realeza por parte de sus súbditos, tomadas de los antiguos fueros feudales.[15] Para Marx, fue efectivamente una reproducción de los fueros, pero contemplados a la luz de la contradicción que esas concesiones reales suponían respecto a los ideales de la revolución de 1791, contradicción que explica las propias limitaciones ideológicas aristocráticas con que relevantes intelectuales de la época, como Jovellanos, interpretaron que eran las exigencias de la sociedad moderna.

                Una de las primeras medidas que tomaron los constituyentes españoles, fue anteponer la  “soberanía popular” a la soberanía real, de la realeza gobernante. Para ello, la Constitución consagró el derecho al sufragio para todos los españoles, exceptuando a las personas que se desempeñaran en el servicio doméstico de particulares, a los declarados en quiebra y a los delincuentes, dejando constancia de que, a partir de 1830, se excluiría del censo electoral a los analfabetos.  Para independizar a las futuras cortes legislativas de la influencia de la realeza, la Constitución prohibió ocupar escaños en las Cortes a los secretarios de despacho, a los consejeros de Estado y a los empleados de la casa real. También se prohibió a los diputados aceptar del Rey “honores y empleos”. Sobre estas dos disposiciones hay precedentes en las antiguas Cortes de Castilla. Además, las Cortes de Cádiz quitaron al Rey el derecho que había tenido siempre a “convocar, disolver o prorrogar” las Cortes. 

 Conscientes de que esta revolución política del Estado era incompatible con el antiguo sistema social basado en los privilegios de la aristocracia y la realeza, los constituyentes adoptaron medidas tendentes a revolucionar las relaciones de propiedad hasta entonces vigentes: abolieron la Inquisición; suprimieron las jurisdicciones señoriales, con sus privilegios feudales exclusivos, prohibitivos y privativos, a saber, los de caza, pesca, bosques, molinos, etc., exceptuando los adquiridos a título oneroso, por los cuales había de pagarse indemnización. Abolieron los diezmos en todo el territorio, suspendieron los nombramientos para todas las prebendas eclesiásticas no necesarias para el ejercicio del culto y adoptaron medidas para la supresión de los monasterios y la confiscación de sus bienes. Pero todo esto en el papel y en el recinto de las Cortes, sin vínculos con el exterior, políticamente compartimentada por la Junta Central y militarmente cercada por los franceses. Toda una experiencia de laboratorio al margen de la lucha de clases efectiva y real.

Para transformar en productivas las vastas extensiones de tierra inculta de los terrenos comunales y en posesión de la realeza, las Cortes decidieron poner la mitad a la venta en propiedad privada y con sus ingresos levantar la deuda pública; de la otra mitad, distribuyeron una parte por sorteo como recompensa patriótica entre los soldados desmovilizados de la guerra de la Independencia, repartiendo la otra parte gratuitamente y también por sorteo entre los campesinos pobres. Autorizaron el cercado de las tierras y otros bienes comunales que antes estaba prohibido; derogaron las leyes que impedían la conversión de pastizales en tierras de labor y viceversa; revocaron todas las leyes feudales sobre contratos agrícolas, así como la ley por la cual el heredero de un mayorazgo no estaba obligado a confirmar los arriendos concedidos por sus antecesores, pues la validez de los mismos expiraba con el que los había otorgado; anularon el “voto de Santiago”, antiguo tributo consistente en cierta cantidad del mejor pan y del mejor vino, que los labradores de ciertas provincias tenían que entregar principalmente para el sostenimiento del arzobispo y del capítulo de Santiago. Establecieron un impuesto progresivo considerable, etc. Con estas medidas, se trataba de sustituir la propiedad feudal por la propiedad capitalista, y la aristocracia por la burguesía, dando nacimiento al proletariado en sustitución de los siervos. Pero mientras la mayoría liberal decidía todo esto en esa abstracta “realidad virtual” a que habían sido reducidas las Cortes, la Junta Central en manos de los realistas, creaba todas las condiciones políticas para convertirlo en papel mojado.

De este modo, los constituyentes españoles de 1812 asumieron políticamente el principio filosófico del idealismo hegeliano, en cuanto a que es el Estado el que da sentido y forma a las relaciones sociales contenidas en la sociedad civil, y que el Estado es una creación ex-nihilo de la Idea Absoluta, en este caso, encarnada en los Constituyentes, y no al revés. Y eso es lo que a ellos les parecía. En efecto, en la sociedad feudal, los siervos estaban legalmente excluidos del derecho a la propiedad privada y, por tanto a la libertad; tenían derecho a usufructuar la tierra en que trabajaban ―a condición de entregar parte de su producto, o del tiempo de trabajo necesario para obtenerlo, al propietario o señor de esas tierras― y a trasmitir esa posesión en herencia como medio de vida de sus descendientes directos[16]; pero no eran libres en el sentido de que estaban sujetos, enfeudados ―también por ley que el Estado feudal hacía cumplir― a esa porción de tierra, cuyo propietario era el único legalmente facultado para enajenarla a otro de su misma condición social, en tal caso junto con sus siervos.

Esta realidad social, vista desde la inmediatez de su funcionamiento, parecía dimanar del Estado vigente, y que éste, a su vez, era el resultado de la racionalidad divina encarnada en el monarca. En realidad, los Estados no son la causa eficiente de nada primigenio ajeno a las sociedades que regimentan, sino el resultado o efecto de procesos históricos fácticos, de luchas sociales históricamente determinadas por intereses de clases sociales contrapuestos, resultados que sintetizan en tipos de Estado que, así pasan a regimentar la sociedad de clases en cada uno de sus períodos históricos de desarrollo. La sociedad feudal tuvo su origen y su lógica histórica, no en el Estado Feudal, sino en la decadencia de la sociedad esclavista que signó la disolución del Imperio romano. Y esta decadencia empezó, cuando el hecho de mantener a los esclavos no producía ya más de lo que costaba ―tal como está empezando a ocurrir ahora mismo con el sistema asalariado en relación con el paro masivo[17] — al tiempo que la alternativa del trabajo se encontraba proscrita por la idea moral dominante de que estaba reñido con la libertad de los amos, como esencia social distintiva del ciudadano miembro de “polis”, respecto del esclavo sujeto al arbitrio de su amo, único propietario de su libertad al que sólo él podía manumitir o conceder la libertad, con lo que “la única salida posible era una revolución radical”, dice Engels en “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”. Y continúa:

<<La situación no era mejor en las provincias. Las más amplias noticias que poseemos se refieren a las Galias (pueblos europeos llamados belgas, celtas y aquitanos). Allí, junto a los colonos, aún había pequeños agricultores libres. Para estar a salvo contra la violencia de los funcionarios, de los magistrados y de los usureros (del Imperio romano ya en decadencia), se ponían a menudo bajo la protección, bajo el patronato de un poderoso (sátrapa); y no fueron sólo los campesinos aislados quienes tomaron esta precaución, sino comunidades enteras, de tal suerte que en el siglo IV, los emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia decretos prohibiendo esta práctica. Pero, ¿de qué servía eso a los que buscaban protección? El señor les imponía la condición de que le transfirieran el derecho de propiedad de sus tierras, y en compensación les aseguraba el usufructo vitalicio de las mismas. La Santa Iglesia recogió e imitó celosamente esta artimaña en los siglos IX y X para agrandar el reino de Dios y sus propios bienes terrenales.>> (Op. Cit. Cap. VIII. Lo entre paréntesis es nuestro)     

A este proceso se sumó el grupo de pueblos indoeuropeos[18] ―llamados germanos―  que en el siglo V d.C conquistaron la mayor parte del oeste y del centro de Europa, contribuyendo a la desintegración definitiva del Imperio romano de Occidente. Hacia el siglo II a.C., los pueblos germanos ya habían ocupado el norte de Germania (fundamentalmente, la actual Alemania) y el sur de Escandinavia:

<<Por haber librado a los romanos de su  propio Estado, los bárbaros germanos se apropiaron de dos tercios de sus tierras y se las repartieron. El reparto se efectuó según el orden establecido en la gens[19]; como los conquistadores eran relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas extensiones, parte de ellas en propiedad de todo el pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y gens. En cada gens, los campos y prados dividiéronse en partes iguales, por sorteo, entre todos los hogares [en calidad de posesión, no de propiedad]. No sabemos si posteriormente se hicieron nuevos repartos; en todo caso, esta costumbre pronto se perdió en las provincias romanas, y las parcelas individuales se hicieron propiedad privada alienable, alodios (allod). Los bosques y los pastos permanecieron indivisos para su uso colectivo [propiedad comunal o social]. (...) Si el vínculo consanguíneo se perdió con rapidez en la gens, debiose a que sus organismos en la tribu y en el pueblo degeneraron por efecto de la conquista. Sabemos que la dominación de los subyugados es incompatible con el régimen de la gens y aquí lo vemos en gran escala>> (Ibíd. Lo entre corchetes es nuestro)

Otro tanto sucedió con los francos salios oriundos del medio y bajo Rin. Establecidos en las provincias romanas desde mediados del siglo II a.C, fueron sometidos por el emperador romano Juliano en el 358. Este dominio se prolongó hasta el siglo V, en que los salios vencieron a los romanos y se posesionaron no sólo de los vastos dominios que los romanos debieron abandonar, sino de los inmensos territorios que se extienden hasta el norte del río Loira. Así fue como el sátrapa o señor de los salios se convirtió, de simple jefe militar supremo en un verdadero príncipe, transformó esos territorios en dominios reales y, en virtud de ese hecho, expropió de sus tierras al pueblo trabajador libre para concederlas en feudo a los “favoritos” de su séquito o corte. Este séquito, formado primitivamente por su guardia militar  personal y por el resto de los mandos subalternos, se vio reforzado no sólo por romanos (galos romanizados) ―indispensables por su educación y conocimientos de escritura en latín vulgar y literario, así como del Derecho— sino también por esclavos, siervos y libertos que llegaron a formar parte de su corte y entre los cuales elegía sus “favoritos”. Tal es la verdadera genealogía de la realeza y de la aristocracia, de los distintos linajes reales. Desde los habsburgos y los orleans, a los borbones, todos ellos pasaron a reinar en el nombre de Dios en contubernio con el clero de turno que les concedió esa aureola inmaculada de dignidad supuestamente trascendente, a cambio de prebendas materiales y poder político compartido, una dignidad y un poder que, en realidad, vinieron al mundo pringados de sangre y cieno de la cabeza a los pies.  

La transformación del feudalismo en capitalismo se produjo tan insensiblemente como la transformación del esclavismo en feudalismo.[20] La difusión espontánea de la propiedad privada a instancias del florecimiento de las ciudades y de la actividad de los “burgos” o mercaderes ―una clase intermedia creada por la necesidad de intercambio que vinculaba, por mediación del dinero, a gentes de ambos estamentos (señores y siervos) de distintos feudos― determinó que las relaciones de libre intercambio fueran ganando terreno a las relaciones de dependencia directa entre señores y siervos; de este hecho evolutivo surgió el inevitable litigio emergente entre los distintos propietarios privados, por un lado, y entre estos y el Estado en tanto “poder ejecutivo”, por otro. Esta realidad derivada, determinó, a su vez, la necesidad de una institución estatal que genere un ordenamiento legal de las conductas con arreglo al cual, poder juzgar los comportamientos de unos “sujetos de derecho” respecto de los demás ―incluído el Estado― por una parte; por otra, la necesidad de una administración de justicia encargada de aplicar esas leyes. De la primera de estas últimas necesidades derivadas de la propiedad privada individual, surgió la existencia del llamado “poder legislativo”; de la segunda, el “poder judicial”.

La “independencia” formal o separación orgánica de estos tres poderes del Estado, surgió de sus respectivas competencias específicas a los fines de garantizar el funcionamiento ordenado de la sociedad libre de toda sujeción personal involuntaria. Tal división de poderes propia de una sociedad cada vez más basada en la libertad formal de que cada cual disponga irrestrictamente de lo que es suyo, sin más limitación que el respeto por la libertad de los demás, no estaba prevista en la sociedad que consagraba las relaciones de sujeción personal directa de unos sobre otros, de acuerdo con una jerarquía política --y sus  consecuentes privilegios-- determinada por la extensión de la propiedad territorial. El principio formal capitalista de que “todos los seres humanos son iguales ante la ley, impone, por ejemplo, que el miembro de la sociedad civil burguesa tiene el derecho de acudir al tribunal de justicia para demandar a otro, cualquiera sea la condición social de ambos, así como el deber de comparecer ante él cuando es demandado. En cambio:

<<Durante el feudalismo, el poderoso solía no hacerlo cuando era requerido por el tribunal, y a éste se lo trataba como si hubiera cometido una injusticia al desafiarlo. (...) En la época moderna, el principe tiene que reconocer la jurisdicción del tribunal en asuntos privados, y en los Estados libres pierde normalmente sus procesos>>21] (G.W. Hegel: “Principios de la filosofía del derecho”)

 Como hemos visto, esta primera experiencia de poder de la burguesía española, se operó en un contexto histórico que confirma lo que hemos venido comprobando en este trabajo con la inestimable guía de Marx, a saber, que la constitución jurídico-política definitiva de toda nueva clase dominante, tiene por condición necesaria un proceso previo más o menos cruento y prolongado de guerra civil, y por condición suficiente la conquista irreversible del poder efectivo por parte de esa clase. Mientras tanto, no puede hablarse de una nueva etapa en el desarrollo histórico de la humanidad. Y el caso es que, entre 1808 y 1814, las condiciones necesarias para iniciar el cambio político y social revolucionario burgués, en ese país no estaban del todo dadas. Por un lado, la debilidad de la realeza española, su incapacidad para ejercer su poder absoluto efectivo en la mayor parte del territorio nacional, favoreció el desarrollo de la revolución. Pero, por otro lado, el subdesarrollo económico del país y la consecuente lenta propagación de las relaciones capitalistas de intercambio, impidieron el giro evolutivo favorable a la burguesía en su correlación fundamental de fuerzas con  la aristocracia y la realeza. Esta relativamente pobre implantación social de la burguesía, determinó que los antiguos valores económicos y sociales, entrelazados con las jerarquías políticas y eclesiásticas vigentes, siguieran prevaleciendo en la conciencia colectiva de la sociedad española, no sólo en la del pueblo llano, sino también en la de la intelectualidad burguesa que debiera haberse puesto al frente del movimiento político y no lo hizo. ¿Por qué? Porque los preceptos dinásticos prevalecieron en su conciencia sobre los ideales de la revolución francesa que decían profesar, de modo que el resultado político de esa batalla ideológica fue que se quedaran a medio camino y sólo se atrevieran a proclamar esos ideales revolucionarios, omitiendo explicar pacientemente la necesidad del cambio subversivo y lanzar las consignas de acción para que sean las masas quienes los hagan realidad, para detonar en ellas la carga explosiva de sus profundas aspiraciones sociales emancipatorias, únicamente contenidas por esa indecisión de faltarle el respeto a la autoridad vigente durante centurias, que sólo el ejemplo de una minoría política decidida en su irreverencia y desprecio por lo ya caduco, puede inducir a que esa indecisión de las mayorías  se convierta en firme determinación. Esto es lo que gente como Jovellanos debieran haber hecho con los ideales revolucionarios burgueses antes de ponerlos negro sobre blanco en la Constitución de 1812. En este sentido, los representantes políticos de las clases medias entre 1808 y 1814, procedieron de la misma forma respecto de la burguesía, que los representantes políticos de las clases medias francesas entre 1848 y 1851 respecto del proletariado.[22] Proclamaron la revolución pero consintieron la contrarrevolución.

Esta política liberalmonárquica, legalista y reformista, de permanecer dentro de una institución de Estado monárquica, como fue la Junta Suprema Central, limitándose a ser portavoz de los ideales revolucionarios que en la práctica negaban disciplinándose a las decisiones reaccionarias de una mayoría aristocrática y clerical, elegida democráticamente, fue disipando aquella energía potencialmente transformadora no manifiesta del pueblo español, lo cual explica que las acciones guerrilleras de la resistencia contra el invasor francés, derivaran cada vez más en bandolerismo puro, y que las mayorías populares, desilusionadas ante la cobardía política de los liberales y las sucesivas derrotas militares, acabaran refiriéndose al Rey ausente, Fernando VII, como a “el deseado”, el único en quien confiaban que les sacaría de su postrada situación.

Destronado Napoleón a raíz de su fracasada campaña contra Rusia, cuando las tropas francesas se retiraron de España y Fernando entró en Valencia el 16 de abril de 1814, “el pueblo, presa de un júbilo exaltado, se enganchó a su carroza y dio a entender al rey por todos los medios, verbal y prácticamente, que anhelaba verse de nuevo sometido al yugo de antaño”; resonaron gritos jubilosos de “¡Viva el rey absoluto!” y “¡Abajo la Constitución!”:

<<En todas las grandes ciudades, la Plaza Mayor había sido rotulada Plaza de la Constitución, colocándose en ella una lápida con dichas palabras. En Valencia fue arrancada la lápida y sustituida por una placa “provisional” de madera, en la que se leía: “Real Plaza de Fernando VII”. El populacho de Sevilla destituyó a todas las autoridades existentes, eligió en su lugar otras para que ocuparan todos los cargos que habían existido bajo el antiguo régimen, y después pidió a las autoridades que restablecieran la Inquisición.>>

De Aranjuez a Madrid, la carroza de Fernando VII fue arrastrada por el pueblo. Cuando el rey se apeó del carruaje, la turba lo levantó en hombros, lo mostró triunfalmente a la inmensa muchedumbre congregada delante del palacio y así lo condujo hasta sus aposentos. En el frontispicio del Congreso de Madrid figuraba la palabra “Libertad” en grandes letras de bronce. La plebe corrió allí a quitarla. Llevaron escaleras de mano, fueron arrancando una tras otra las letras y, al caer a la calle cada una de ellas, los espectadores repetían sus aclamaciones. Reunieron todos los diarios de las Cortes y todos los periódicos y folletos liberales que fue posible encontrar, formaron una procesión a la cabeza de la cual iban las cofradías religiosas y el clero regular y secular, amontonaron todos los papeles en una plaza pública y los sacrificaron en un auto de fe político, después de lo cual se celebró una misa solemne y se cantó un Te Deum en acción de gracias por el triunfo alcanzado.

Más importante acaso que todo eso (ya que en estas vergonzosas manifestaciones de la plebe, la canalla de las ciudades fue en parte pagada para hacerlas, y además prefería, como los lazzaroni napolitanos, el gobierno ostentoso de los reyes y de los frailes al régimen sobrio de las clases medias) es el hecho de que en las nuevas elecciones generales obtuvieran una victoria decisiva los serviles;[23] las Cortes Constituyentes se vieron reemplazadas el 20 de septiembre de 1813 por las Cortes ordinarias, que se trasladaron de Cádiz a Madrid el 15 de enero de 1814.>> (K. Marx: “La España revolucionaria”. The New York Daily Tribune 1/12/1854)

Ya hemos visto cómo en el único momento en que las reformas de estructura capitalistas podían combinarse con las acciones militares de la defensa nacional, la mayoría realista en la Junta Central hizo todo lo posible para impedirlo reprimiendo las tendencias revolucionarias de las provincias. Por su parte, los liberales en las Cortes de Cádiz, carecieron de voluntad política para acercar la mecha de esa energía revolucionaria contenida en las contradicciones explosivas de la sociedad española en el momento preciso, a la chispa del espíritu y la letra de la Constitución, para liberar en ese momento toda la energía revolucionaria de las masas explotadas y oprimidas para conducirla por ahí, que eso era lo que se debería haber hecho. Esperaron hasta que esa energía se hubiera disipado, desangrado, desilusionado, pensando en que eso era lo de menos, porque el espíritu de la Constitución se iba a imponer por sí mismo, como si en las crisis revolucionarias, la fuerza de la razón pudiera reemplazar a la razón de la fuerza:

 <<Las Cortes de Cádiz, por el contrario, sin relación alguna con España durante la mayor parte de su existencia, no habían podido siquiera dar a conocer su Constitución y sus leyes orgánicas sino al retirarse los ejércitos franceses.

Las Cortes llegaron, por así decir, post factum. Encontraron a la sociedad fatigada, exhausta, dolorida: consecuencia natural de una guerra tan prolongada, sostenida enteramente en el suelo español, una guerra en la que, con los ejércitos en continuo movimiento, el Gobierno de hoy rara vez era el de mañana, en tanto que la efusión de sangre no cesaba un solo día durante cerca de seis años en toda la superficie de España, de Cádiz a Pamplona y de Granada a Salamanca.

No cabía esperar que una sociedad semejante fuera muy sensible a las bellezas abstractas de una Constitución política cualquiera. Sin embargo, cuando se proclamó por primera vez la Constitución en Madrid y en las otras provincias evacuadas por los franceses, fue acogida con «delirante entusiasmo», pues las masas esperaban de un mero cambio de gobierno la súbita desaparición de sus sufrimientos sociales. Cuando descubrieron que la Constitución no estaba dotada de tan milagrosas facultades, las mismas exageradas esperanzas que la festejaron a su llegada se convirtieron en desengaño, y entre estos apasionados pueblos meridionales, del desengaño al odio no hay más que un paso.>> (Op. Cit)

Pero los liberales no sólo fueron políticamente inconsecuentes con sus ideas, sino que, siguiendo esta lógica, desde su mayoría en la Cortes hicieron oportunismo del más bajo con lo más atrasado de la sociedad española, publicando decretos persecutorios contra la “extrema izquierda” del movimiento burgués: los afrancesados o josefinistas[24] , cediendo al “clamor vengativo del populacho y de los reaccionarios”, enemigos jurados de la revolución. Entre ese paquete de decretos, estuvo el establecimiento de regentes, autoridades supremas nombradas para ejecutar el restablecimiento de la soberanía nacional, que las Cortes hicieron recaer sobre esos mismos enemigos del cambio revolucionario, quienes, una vez retiradas las tropas francesas, usaron esa autoridad conferida por los liberales, para arremeter contra la Constitución:

<<A consecuencia de estas medidas fueron desterradas más de diez mil familias. Una multitud de pequeños tiranos invadió las provincias evacuadas por los franceses, estableciendo su autoridad proconsular y emprendiendo investigaciones, procesos, encarcelamientos, medidas inquisitoriales contra los acusados de adhesión a los franceses por haber aceptado cargos de ellos o haberles comprado bienes nacionales, etc. La regencia, en vez de procurar que la transición del régimen francés al nacional se produjese de una manera discreta y conciliadora, hizo todo lo posible por agravar los males y exacerbar las pasiones inevitables en tales traspasos de poderes. Pero ¿por qué obró de esta forma? Para poder pedir a las Cortes la suspensión de la Constitución de 1812, que, según decían, había provocado tan grandes daños.>> (Ibíd)

Para completar su faena prácticamente contrarrevolucionaria, las Cortes implantaron un impuesto directo único, es decir no progresivo como ordenaba la Constitución,  sobre la renta de la tierra, así como sobre los beneficios industriales y comerciales. Esto creó también un gran descontento entre el pueblo, pero todavía fue mayor el que suscitaron los absurdos decretos prohibiendo la circulación de todas las monedas españolas acuñadas por José Bonaparte, ordenando a sus poseedores cambiarlas por moneda nacional, al mismo tiempo que prohibían la circulación de moneda francesa y fijaban el tipo a que había de cambiarse y que difería muchísimo del establecido por los franceses en 1808 para el valor relativo de las monedas francesa y española, debido a lo cual muchos particulares sufrieron grandes pérdidas. Esa absurda medida contribuyó también a elevar el precio de los artículos de primera necesidad, que ya rebasaba considerablemente el nivel medio.

Como es de imaginar, las clases más interesadas en la derogación de la Constitución de 1812 y en la restauración del antiguo régimen ―la grandeza, el clero, los frailes y los abogados― no dejaron de fomentar hasta el más alto grado el descontento popular a raíz de la legislación antipopular que acompañó la implantación, en suelo español, del régimen constitucional. Tal fue la gota que colmó la charca política creada por los liberales, en la que acabaron por ahogarse las aspiraciones revolucionarias de las mayorías populares que habían hecho posible el curso del proceso abierto en 1808, no viendo otra alternativa que volverse a echar en brazos de la reacción absolutista. Este cambio se operó al mismo tiempo que ―tras el fracaso de su campaña militar en Rusia― Napoleón ordenaba la retirada de sus fuerzas de ocupación en España para atender la ofensiva de ingleses y austriacos sobre territorio francés, lo cual fue determinante para que el general británico Wellington pudiera penetrar en España desde sus posiciones en Portugal, tomando Vitoria en junio de 1813, lo cual precipitó la evacuación de las tropas francesas en Valencia al mando del General Suchet. Semejante contexto propició, en julio, el pronunciamiento anticonstitucional del General Elío en esa ciudad, al cual se plegaron inmediatamente los demás jefes militares del país. Esta realidad explica el triunfo de los serviles en las elecciones generales que ese mismo año se realizaron tras el golpe militar, lo cual permitió el regreso victorioso de Fernando VII al trono un año más tarde, quien por decreto del 4 de mayo de 1814, procedió por decreto a disolver las Cortes y a derogar la Constitución de 1812, proclamando su odio al despotismo y  prometiendo convocar otras Cortes con arreglo a las formas legales antiguas, establecer una libertad de prensa razonable, etc. Pero:

<<Fernando VII cumplió su palabra de la única manera que merecía el recibimiento que el pueblo español le había tributado, esto es, derogando todas las leyes dictadas por las Cortes, volviendo a poner todo como estaba antes, restableciendo la Santa Inquisición, llamando a los jesuitas desterrados por su abuelo, mandando a galeras, a los presidios africanos o al destierro a los miembros más destacados de las juntas y de las Cortes, así como a sus partidarios y, por último, ordenando el fusilamiento de los guerrilleros más ilustres: Porlier y Lacy.>> (Ibíd)

Salvando las distancias entre una época y otra, el talento y los ideales históricamente revolucionarios de Napoleón, frente a la ramplona mediocridad integral y el papel contrarrevolucionario de Franco, ¿quien puede negar la línea política de medio pelo que atraviesa, une e identifica sin diferencias de forma, el comportamiento de los liberales burgueses españoles desde 1808 hasta 1813 y el de los “comunistas” entre 1936 y 1939?

El 9 de septiembre de 1854, en su artículo introductorio a la serie de entregas publicadas por el periódico neoyorquino que hemos resumido parafraseando hasta aquí, Marx contesta afirmativamente la pregunta que acabamos de formular diciendo lo siguiente:

<<Los hechos e influencias que hemos indicado sucintamente actúan aún en la creación de sus destinos y en la orientación de los impulsos de su pueblo. Los hemos presentado porque son necesarios, no sólo para apreciar la crisis actual, sino todo lo que ha hecho y sufrido España desde la usurpación napoleónica: un período de cerca de cincuenta años, no carente de episodios trágicos y de esfuerzos heroicos, y sin duda uno de los capítulos más emocionantes e instructivos de toda la historia moderna>> (Ibíd. Subrayado nuestro)

Si algo de instructivo por excelencia tiene el conocimiento ―a través de Marx― de lo acontecido en este período de la lucha de clases en España, es precisamente todo lo que dejaron de hacer y debieran haber hecho los intelectuales liberalburgueses de este país en las condiciones revolucionarias de aquella época; lo mismo ―aunque en distintas condiciones históricas y con otro contenido de clase― que debieron haber hecho y no hicieron los autoproclamados “marxistas” españoles ciento veintitrés años después, posicionándose completamente de espaldas a los resultados del análisis de Marx para cometer la mayor de las usurpaciones posibles, que es cuando se hace política de espaldas a lo que exigen hacer las condiciones del momento en que se actúa, porque no se las conoce o ―para oprobio de quienes Marx llamó “miserables”— a despecho de conocerlas; en fin, cuando se induce a actuar deliberadamente a contramano de la historia, siguiendo inconfesables intereses creados ajenos y contrarios a la clase revolucionaria que se dice representar. En ambos casos puede decirse sin lugar a equívocos, que tanto el comportamiento de los intelectuales burgueses entre 1808 y 1814, como el de socialistas, comunistas --encuadrados en el P.C.E.-- y anarquistas entre 1936 y 1939, fue una traición a los intereses de la humanidad, en el primer caso representados por la burguesía, en el segundo por el proletariado. 

k) El pronunciamiento de Del Riego:Desde la revolución política ilusoria de las primeras cortes constituyentes, a las segundas cortes constituyentes de la primera revolución política real.

  

Desde su reposición en el trono, las penosas consecuencias sociales de la carga presupuestaria que suponían las sucesivas expediciones militares para sofocar el levantamiento en las colonias, y los sucesivos fracasos de Fernando VII por mejorar la situación económica y reformar la Hacienda, fueron sacando al pueblo llano español del sopor paralizante en que, como vimos, le había sumido la indecisión política de los liberales y la actuación decididamente contrarrevolucionaria de la mayoría absolutista en la Junta Suprema Central.

En 1832, poco antes de su muerte, M. de Martignac[25] publicó su obra “L'Espagne et ses révolutions”. Sobre el reinado de Fernando VII dice allí lo siguiente:

<<Dos años habían transcurrido desde que Fernando VII recuperara su poder absoluto y aún continuaban las proscripciones dictadas por una camarilla reclutada entre las heces de la sociedad. Toda la maquinaria del Estado había sido vuelta de arriba abajo. No reinaba sino el desorden, la pereza y la confusión. Los impuestos eran distribuidos de la manera más desigual. La situación financiera era deplorable: para los empréstitos no existía crédito alguno, era imposible atender a las más apremiantes necesidades del Estado, el ejército no percibía sus pagas, los magistrados se retribuían a sí mismos por medio de la venalidad, la corrompida e inactiva administración era incapaz de implantar mejora alguna ni aun de conservar nada. De aquí el descontento general del pueblo. El nuevo sistema constitucional fue acogido con entusiasmo por las grandes ciudades, por las clases comerciales e industriales, los hombres de profesiones liberales, el ejército y el proletariado. Tropezó con la resistencia de los frailes y causó estupor entre la población rural.>> (Op.cit. por Marx en “The New York Daily Tribune” 2/12/1854)

La nueva situación de creciente descontento popular fue la base sobre la que se montaron sucesivas conspiraciones cívicas y rebeliones militares:

<<En 1814, Mina intentó una sublevación en Navarra, dio la primera señal para la resistencia con un llamamiento a las armas y penetró en la fortaleza de Pamplona; pero, desconfiando de sus propios partidarios, huyó a Francia. En 1815, el general Porlier, uno de los más famosos guerrilleros de la guerra de la Independencia, proclamó en Coruña la Constitución. Fue ejecutado. En 1816, Richard intentó apoderarse del rey en Madrid. Fue ahorcado. En 1817, el abogado Navarro y cuatro de sus cómplices perecieron en el cadalso en Valencia por haber proclamado la Constitución de 1812. En el mismo año, el intrépido general Lacy fue fusilado en Mallorca, acusado del mismo crimen. En 1818, el coronel Vidal, el capitán Sola y otros que habían proclamado la Constitución en Valencia fueron vencidos y ejecutados. Fernando VII, en sus decretos de 1 de marzo, 11 de abril y 1 de junio de 1817, 24 de noviembre de 1819, etc., confirma literalmente lo dicho por M. de Martignac y resume sus lamentaciones con estas palabras: «El clamor de las quejas populares que llega hasta nuestros oídos reales nos saca de quicio».>> (K.Marx: “The New York Daily Tribune” 2/12/1854)

Al clima de creciente descontento entre el pueblo, se sumó el hecho de que, desde 1814, las  expediciones contra la América española provocaron 14.000 bajas y acabaron por hacerse sumamente odiosas al ejército, en razón de que estaban dirigidas por una política exterior desastrosa, pero sobretodo porque eran un medio subrepticio para alejar del escenario nacional a los regimientos considerados poco leales a la corona. Varios oficiales, entre ellos Quiroga, López Baños, San Miguel, O'Daly y Arco Agüero, decidieron aprovechar el descontento de los soldados para rebelarse proclamando la Constitución de 1812.  En 1819, hallándose concentrado en Cádiz el ejército expedicionario a punto de partir para las colonias americanas  sublevadas, mientras el gobierno tardaba en ordenar la partida de las tropas, se acordó un movimiento simultáneo entre don Rafael del Riego[26] ―que mandaba el segundo batallón de Asturias, a la sazón en Cabezas de San Juan― y Quiroga, San Miguel y otros jefes militares presos en la isla de León, que habían conseguido evadirse. 

La situación de Riego y sus hombres en Cabezas de San Juan, militarmente era, con mucho, la más difícil y arriesgada; aunque políticamente la más propicia para pasar a la historia, dadas las circunstancias. Esa localidad se encontraba en el centro de los tres puntos de concentración más importantes del ejército expedicionario listo para partir: Utrera, donde se hallaba la caballería, Lebrija, donde estaba la segunda división de infantería, y Arcos, donde había un batallón de cazadores junto al general en jefe y su Estado Mayor.

Mediante una acción por sorpresa, el 1 de enero de 1820 del Riego consiguió capturar al general y a su Estado Mayor, aunque el batallón acantonado en Arcos era dos veces más numeroso que el batallón proveniente de Asturias. Ese mismo día, proclamó en esta localidad la Constitución de 1812, eligió a un alcalde provisional y, no satisfecho con haber cumplido la misión que le había sido confiada, ganó para su causa a los cazadores, sorprendió al batallón de Aragón, situado en Bornos, se dirigió de Bornos a Jerez y de Jerez al Puerto de Santa María, proclamando en todas partes la Constitución, hasta que el 7 de enero llegó a la isla de León, en cuyo fuerte de San Pedro dejó a los militares que había hecho prisioneros.

Las fuerzas del ejército revolucionario, cuyo mando supremo había sido confiado a Quiroga, no pasaban en total de cinco mil hombres. Al ser rechazados sus ataques contra las puertas de Cádiz, se quedaron encerrados en la isla de León, mientras el resto del país parecía “sumido en una modorra letárgica”. Así transcurrió el mes de enero. Temeroso de que se agotara el potencial explosivo de la situación, Riego hizo en 1820 lo que ni él mismo, ni sus compañeros de armas, ni los intelectuales burgueses habían tenido el valor de hacer entre 1808 y 1814: contra la opinión de Quiroga y los demás jefes militares, formó una columna volante de 1.500 hombres y emprendió la marcha sobre una parte de Andalucía, aún a la vista de fuerzas diez veces superiores a las suyas que lo perseguían en medio de la indiferencia de la población civil, que no tomó partido por ninguno de los dos bandos. Así, proclamó la Constitución en Algeciras, Ronda, Málaga, Córdoba, etc.; en todas partes fue recibido amistosamente por los habitantes, pero sin provocar en ningún sitio un pronunciamiento serio, al tiempo que sus perseguidores se limitaron a hostigarle rehusando en todo momento entablar una batalla decisiva.

Su pequeño destacamento no fue diezmado en una sola batalla, sino que mermó por la fatiga, las constantes escaramuzas con el enemigo, las enfermedades y las deserciones, hasta que el 11 de marzo, ignorando lo que a esa fecha pasaba en el resto del país, decidió licenciar al resto de las tropas que aún le acompañaban, pensando que su iniciativa había fracasado. Mientras tanto, el resto de los revolucionarios permanecieron inmovilizados en la isla de León, bloqueados por mar y cercados por tierra. En este punto Marx formula esta pregunta: ¿Por qué Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución en Madrid el 9 de marzo, dado que Riego había licenciado a sus tropas dos días después, dando su causa por perdida? Y seguidamente contesta:

<<La marcha de la columna de Riego había despertado de nuevo la atención general. Las provincias eran todo expectación y seguían ávidamente cada uno de los movimientos. Las gentes, sorprendidas por la audacia de Riego, por la rapidez de su avance, por la energía con que rechazaba al enemigo, se imaginaban victorias inexistentes y adhesiones y refuerzos jamás logrados, Cuando las noticias de las hazañas de Riego llegaban a las provincias más distantes, iban agrandadas en no escasa medida, y por esto las provincias más lejanas fueron las primeras en pronunciarse por la Constitución de 1812. Hasta tal punto se encontraba España madura para una revolución, que incluso noticias falsas bastaban para producirla. También fueron noticias falsas las que originaron el huracán de 1848.[27]>> (Ibíd)

Así fue cómo en Galicia, Valencia, Zaragoza, Barcelona y Pamplona estallaron sucesivas insurrecciones. José Enrique O'Donnell, alias conde de La Bisbal, llamado por el rey para combatir a del Riego, no sólo se comprometió a tomar las armas contra éste y destruir su pequeño ejército, sino a capturarle. Lo único que pidió fue el mando de las tropas acantonadas en la Mancha y dinero para sus necesidades personales. El rey le entregó una bolsa de oro y las órdenes requeridas para las tropas de la Mancha. Pero a su llegada a Ocaña, el 4 de marzo, La Bisbal, se puso personalmente a la cabeza de las tropas rebeldes y proclamó la Constitución de 1812. La noticia de este cambio de frente por parte de O’Donell, levantó el espíritu público de Madrid, provocando manifestaciones civiles ante el Palacio Real. El monarca ordenó al general Ballesteros que reprimiera, pero, ante su negativa, el 6 de marzo decidió parlamentar con la revolución, y en un edicto fechado ese mismo día, propuso convocar las antiguas Cortes constituidas en estamentos, decreto que no satisfizo ni al partido de la vieja monarquía; menos aún al partido revolucionario, teniendo en cuenta, además, el antecedente de que, a su regreso de Francia en 1813, Fernando VII había hecho la misma promesa y después no la cumplió. Así fue cómo, tras las manifestaciones revolucionarias de Madrid del día 7, la “Gaceta” del día 8 publicó un decreto en el que Fernando VII prometía jurar la Constitución de 1812. Invadido el palacio por el pueblo el día 9, el rey pudo salvar su corona ―y muy probablemente su propia cabeza— sólo restableciendo las funciones del Ayuntamiento de Madrid de 1814, ante el cual juró la Constitución. La primera restauración fernandina acabó el 10 de marzo con la publicación del famoso manifiesto fernandino donde acaba diciendo: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. Simultáneamente se formó una Junta consultiva que asumió la soberanía del país, cuyo primer decreto puso en libertad a los presos políticos y autorizó el regreso de los emigrados. Fue éste el contexto en que el primer gobierno constitucional español se instaló en el palacio real. En este punto Marx dice que, todavía en 1820, el pueblo español no sabía en qué términos se había redactado ni cual era el verdadero espíritu de la Constitución de 1812, de lo cual deduce que:

La verdadera causa del entusiasmo provocado por el advenimiento al trono de Fernando VII había sido la alegría producida por el alejamiento de Carlos IV, su padre. Del mismo modo, el entusiasmo general que acompañara a la proclamación de la Constitución de 1812, fue debido a la alegría que produjo el alejamiento de Fernando VII. En cuanto a la Constitución misma, ya sabemos que, al quedar terminada, no había territorio donde proclamarla. Para la mayoría del pueblo español, era como el dios desconocido que adoraban los antiguos atenienses.>> (Ibíd)

Conclusión: Sin la valiente decisión del coronel del Riego, hubiera sido muy difícil que la constitución de 1812 volviera a ver la luz de la historia en 1820, despertando las energías revolucionarias del pueblo urbano. Pero si la revolución renació de sus cenizas a pesar del fracaso de la insurrección militar, ello fue posible no gracias a ese complot, sino a que la audaz iniciativa individual de del Riego fue seguida por los 35.000 hombres del ejército español; pero, no resultó menos cierto que sin el apoyo a esa gesta de 12 millones de españoles, es dudoso que del Riego hubiera contado con esa decisiva retaguardia militar, y quien sabe si hubiera juntado tanto valor como para llevarla a cabo. En efecto:

<<En sus decretos del 1 de marzo, 11 de abril y 1 de junio de 1817, del 24 de noviembre de 1819, etc., Fernando VII confirmó literalmente lo dicho por M. de Martignac y resume sus lamentaciones con estas palabras: «El clamor de las quejas populares que llega hastanuestros oídos reales nos saca de quicio>>. (Ibíd)

 Por último, la circunstancia de que la revolución prendiera al comienzo en las filas del ejército, se explica por el hecho de que, entre todas las instituciones del Estado feudal monárquico, esa es la única que fue radicalmente ganada por el espíritu revolucionario del pueblo durante la guerra de la Independencia.

Dada la forma radical y violenta con que se saldó el conflicto entre liberales y absolutistas en 1814, la revolución burguesa de 1820 determinó que el triunfo de los primeros implicara la persecución individual y la desaparición institucional del otro, provocando el exilio o la clandestinidad de sus miembros activos. A ningún historiador burgués se le ha ocurrido denunciar esta forma política “antidemocrática” de Riego y sus compañeros de armas. Pero estos mismos historiadores ―avalados por toda una legión de pseudomarxistas― son los que todavía contribuyen a crear opinión publica oponiendo a Lenin un Marx “democrático” que jamás existió, para acusarle a él y a los bolcheviques de siniestros “déspotas políticos”. ¿Por qué? Por haber aplicado en octubre de 1917, la misma enseñanza política que los liberales burgueses aprendieron en 1814 y llevaron a la práctica en 1820 con los políticos absolutistas.      

La apertura de las Cortes el 9 de julio de 1820, inició el régimen monárquico parlamentario previsto en la Constitución. Pero una cosa es la sanción de las leyes, y otra la implementación, su puesta en marcha; una cosa es la revolución política y muy otra la revolución social. Los liberales intentaron poner en marcha una serie de reformas políticas, encontrándose con varios obstáculos: con el propio rey; con su propia división interna en moderados y exaltados[28], y con la aristocracia, que desde marzo de 1820 llevó a cabo una serie de conjuras reaccionarias. La primera legislatura duró desde el 9 de julio hasta el 9 de noviembre de 1820. El triunfo de los doceañistas hizo que las primeras Cortes del Trienio siguieran con las reformas inacabadas en la anterior etapa liberal: liquidar el dominio que ejercían socialmente los estamentos privilegiados; y, finalmente, completar la nueva organización administrativa con la promulgación del código penal y de una nueva división territorial del país.

La primera crisis política se produjo en diciembre de 1820. Al pretender los liberales forzar la dimisión del marqués de las Amarillas,[29] el rey se enfrentó al ejecutivo y a las Cortes, provocando una crisis de gobierno cuyo punto álgido fue el enfrentamiento, en mayo de 1821, entre el monarca y las cortes. A este episodio le sucedieron los gabinetes "moderados" de Bardají, del marqués de Santa Cruz, y de Martínez de la Rosa, que intentaron llevar a cabo una acción de gobierno en varios frentes, con el propósito de restablecer la legalidad constitucional, controlar la radicalización izquierdista de los "exaltados" y del movimiento popular en las ciudades, y por la derecha de las Sociedades Patrióticas y de las partidas realistas reaccionarias.

La necesidad de encauzar una revolución ordenada, produjo un ensayo político superestructural que discurrió entre diciembre de 1821 y julio de 1822. En este intento se pretendía gobernar conforme a la correlación política de fuerzas del país, con una moderación que limitara la política liberal al sustrato socioeconómico todavía preponderantemente feudal de la nación. Este conato caería víctima de una combinación entre las conjuras internas de la aristocracia todavía intangible en sus bases sociales, y la conjura exterior de la Santa Alianza absolutista que así lo había decidido en su Congreso de Verona.

Una fecha clave en el Trienio Liberal,  fue la contrarrevolución del 7 de julio de 1822, en la que la guardia real se rebeló desde el Pardo realizando un asalto contra la Corte, que fue rechazada por la milicia nacional. Este golpe militar fallido fracturó definitivamente a los liberales entre “moderados” y “exaltados”, provocando la ofensiva radical de estos últimos y la caída de los primeros, dando paso, el 6 de agosto de 1822, al gabinete de Evaristo San Miguel.[30] Los “exaltados” se encargaron de atacar a las partidas realistas, no vacilando en utilizar todos los medios para liquidar la resistencia armada. Por su parte, el fracaso del 7 de julio obligó a que los absolutistas recurrieran a la invasión extranjera, petición que le hizo Fernando VII a su primo Luis XVIII. El 15 de agosto de 1822, el absolutismo formó la llamada Regencia de Urgell, con el marqués de Mataflorida y el barón de Eroles.

Dado que los liberales “exaltados” ―es decir, la extrema izquierda de ese partido― mantuvieron intangibles las bases económicas y sociales de la coalición aristocrático-absolutista, la política tributaria, agravada por las dificultades agrarias del trienio, empujó a amplios sectores campesinos hacia la contrarrevolución. Así explicó Marx las sucesivas interrupciones del proceso revolucionario en España:

<<Se trataba de una revolución burguesa, mejor dicho, de una revolución urbana, en la que la población rural --ignorante, rutinaria y fiel al fastuoso ceremonial de los oficios divinos-- se mantuvo como observador pasivo de la lucha entre los partidos, sin comprender apenas su significado.

En unas pocas provincias, en las que, a título de excepción, la población rural tomó parte activa en la pugna, la mayoría de los casos se puso de lado de la contrarrevolución, hecho completamente comprensible en este “almacén de antiquísimas costumbres, en este depósito de todo lo que en otros sitios hace ya mucho que ha sido exonerado y olvidado”, en este país en el que, en tiempos de la guerra de la independencia, había campesinos que calzaban espuelas tomadas en la Alhambra y estaban armados con alabardas y lanzas de vieja y fina factura, empleadas en las guerras del siglo XV.

El hecho de que el partido revolucionario no supiera vincular los intereses del campesinado con el movimiento de las ciudades, fue reconocido por dos personalidades que desempeñaron un papel muy destacado en la revolución: los generales Morillo y San Miguel. Morillo, del que en modo alguno se puede sospechar que simpatizara con la revolución, escribió desde Galicia al Duque de Angulema:

“Si las Cortes hubieran promulgado la ley de los derechos señoriales, desposeyendo de este modo a los grandes sus posesiones rústicas en favor de los plebeyos, Su Alteza se habría enfrentado con un amenazador ejército, integrado por numerosas personas de sentimientos patrióticos, que se habrían organizado espontáneamente, como sucedió en Francia en circunstancias análogas”

Además, era peculiaridad característica de España, el que cada campesino que tenía un escudo cincelado en piedra sobre la puerta de su mísera cabaña se considerara hidalgo y que, en consecuencia, la población rural, aunque expoliada y empobrecida, no solía experimentar el sentimiento de honda humillación que exasperaba a los campesinos de otros países de la Europa feudal.>>(K.Marx: Op.cit. 21/11/1854)  

Esta sociología fetichista en torno a los símbolos, celebraciones y ritos del bloque histórico de poder entre la aristocracia, la realeza y el clero, tuvo su fundamento material en la vigencia de los “fueros”, el “chocolate del loro” con que la aristocracia y el absolutismo pudieron mantener a las masas campesinas cautivas de su propia miseria e ignorancia. Tal fue la base económica sobre la que se erigieron los futuros nacionalismos burgueses modernos, que impidieron la unidad política de las distintas burguesías regionales dentro de los limites geopolíticos de España. Esta desvertebración de la sociedad española entre la ciudad y el campo, tuvo su causa inmediata en el atraso económico del país. Pero desde el punto de vista político, fue el producto más genuino de la incapacidad de los liberales para llevar el espíritu de la Constitución burguesa a la conciencia de las masas rurales, para integrar al pequeñoburgués agrario en el proyecto capitalista unitario definitivamente superador de las ataduras feudales y de los fueros reales.

l) Restauración de la monarquía Absoluta. La “década ominosa” de Fernando VII

Tal fue el contexto económico, social y político en las postrimerías de la experiencia revolucionaria iniciada con el pronunciamiento militar del Teniente coronel Eugenio del Riego. La situación se radicalizó desde mediados de 1822, cuando San Miguel formó gobierno el 6 de agosto de 1822. Los absolutistas respondieron proclamando el suyo nueve días después, denominado Regencia de Urgell, con lo que este doble poder político determinó que el proceso revolucionario ―hasta entonces limitado a la superestructura jurídico-política— se trasladara al terreno de la lucha militar desembocando en guerra civil.

En un primer momento de esta fase decisiva, los gobiernos “exaltados” fueron desarticulando el entramado realista interno. La campaña de Mina arrasó Castellfullit y tomó la plaza de Urgell en 1823, logrando que la Regencia realista tuviera que refugiarse en Francia. Quedó así en evidencia, que, para poder restablecer en el trono a Fernando VII, era necesaria la intervención extranjera, lo que acabó por producirse con la invasión exterior de un cuerpo expedicionario francés, los llamados “Cien Mil Hijos de San Luis”, en acuerdo con la Santa Alianza, directamente enviados por Luis XVIII, con lo cual, el 1 de octubre de 1823, ante la pasividad del campesinado, el absolutismo volvió a conseguir el control del país:

<<El número de frailes, que en 1822 llegaba a 16.310, se elevó en 1830 hasta 61.727, lo que supone un aumento de 45.417 en 8 años.

Según la Gaceta de Madrid, en un solo mes --del 24 de agosto al 24 de septiembre de 1824-- fueron fusiladas, ahorcadas o descuartizadas 1.200 personas, con la particularidad que para entonces aún no había sido dictado el bárbaro decreto contra los comuneros[31]francmasones, etc. Fue clausurada para muchos años la Universidad de Sevilla, y en su lugar abrieron una escuela estatal de toreo.

Conversando con su ministro de Guerra, Federico el Grande le preguntó cuál era a su juicio el país europeo más difícil de arruinar. Al ver que el ministro se encontraba algo turbado, respondió por él:

«Ese país es España, puesto que el Gobierno español hace ya muchos años que procura arruinarlo, pero en vano».

Diríase que Federico el Grande preveía el reinado de Fernando VII.>> (Op. Cit.)

Fernando VII comenzó entonces la “década ominosa” de su reinado, caracterizada por la sangrienta persecución a los liberales, al tiempo que, esta vez, intentó distanciarse de los absolutistas más radicales agrupados en torno a su hermano, Carlos María Isidro de Borbón, quien aspiraba a sucederle de acuerdo con la Ley Sálica. En esta línea “reformadora”, del absolutismo, Fernando rechazó el restablecimiento de la Inquisición y el empleo de los voluntarios realistas como fuerza armada, ordenó la formación de un cuerpo de policía y reorganizó el ejército. En 1829 contrajo cuartas nupcias con María Cristina de Nápoles, y al año siguiente promulgó la Pragmática Sanción que derogó la Ley Sálica, vigente desde Felipe V, que excluía a las mujeres de la sucesión a la Corona española, permitiendo así el acceso de su hija Isabel al trono de España, que la convirtió en heredera de la Corona en detrimento del aspirante, el príncipe Carlos María Isidro de Borbón, circunstancia que, pocos años después, en 1833, daría comienzo a las llamadas “guerras carlistas”.

m) El reinado de María Cristina. Primera guerra carlista. La desamortización de Mendizábal.

Un año antes, Carlos María y sus partidarios absolutistas, comenzaron a  conspirar apoyados por sectores tradicionalitas de la Iglesia. Ese año de 1832, el rey enfermó de gravedad, por lo que su esposa, María Cristina, asumió la regencia y, con su aprobación, inició una apertura del régimen apoyándose en los liberales. Tales fueron los frutos del interregno revolucionario entre 1820 y 1823, que, tras la muerte del rey Fernando acaecida el 29 de setiembre de 1833, desembocarían directamente en una guerra dinástica entre los borbones partidarios del absolutismo, y los borbones que proponían una reforma liberal moderada de término medio, entre el absolutismo feudal y la monarquía constitucional, propugnada por la Regente María Cristina de Borbón.

A propósito de esta coyuntura bélica, citando a Lord Liverpool[32] cuando dijo que jamás hubo cambio político de importancia “con menos encarnizamiento y efusión de sangre que la revolución española de 1820-23”, Marx le dio la razón agregando que, tanto ésta última como la de 1812, habían sido “revoluciones frívolas”. Por lo tanto, Marx sostiene ―y nosotros acordamos— que los liberales “podían haberle dado (a la revolución) la forma de las guerras civiles del siglo XIV”.[33] Sin embargo, en razón de las limitaciones económico-sociales, pero, sobre todo, de las políticas por parte de quienes oficiaron de vanguardia en ese período, la idiosincrasia monárquica intangible de las mayorías sociales campesinas en ese país, hicieron inevitable que la revolución burguesa adquiriera en España un carácter monárquico:

<<Debido a las tradiciones españolas, es poco probable que el partido revolucionario hubiera triunfado caso de derrocar a la monarquía. La propia revolución en España debía aparecer, para vencer, en calidad de pretendiente al trono (...) Fue precisamente Fernando VII quien proporcionó a la revolución una bandera monárquica, el nombre de Isabel, mientras que legaba la contrarrevolución a su hermano Don Carlos, el Don Quijote de la Santa Inquisición. Fernando VII se mantuvo fiel a sí mismo hasta el final. Si durante toda su vida pudo engañar a los liberales con falsas promesas, ¿podía renunciar a la satisfacción de engañar a los serviles a la hora de la muerte? ¡Por la parte religiosa siempre fue escéptico! De ningún modo podía creer que alguien ―ni siquiera el Espíritu Santo― pudiera ser tan estúpido que dijera la verdad>> (Op. Cit.)

Respecto de los moderados:

<<...enseguida perdieron su fervor a la revolución, y después la traicionaron, abrigando la esperanza de que podrían llegar al poder merced a la intervención francesa, y, de este modo, sin hacer esfuerzos para instaurar la nueva sociedad, recoger sus frutos sin permitir a los plebeyos el acceso a ellos.>> (Ibíd)

Como hemos visto, ese “enseguida” se puso de manifiesto en julio de 1821, y el “después”, cuando María Cristina de Borbón ―en acuerdo con los liberales “moderados”― otorgó a España el régimen constitucional conocido por “estatuto real de 1834”,[34] a medio camino entre el absolutismo y la monarquía constitucional inaugurada en Francia por Luis Felipe I de Orleans, en 1830. Esta movida ahondó la fractura expuesta entre liberales “moderados” y “exaltados”, quienes fundaron el Partido Progresista, al tiempo que el acercamiento de María Cristina de Borbón a los liberales de medio pelo, enconó aún más el conflicto con las huestes absolutistas de Carlos María Isidro de Borbón quien, desde Portugal, alentó al ejército y a la marina a unirse a su causa.  Este llamamiento prendió en las tropas acantonadas en Talavera de la Reina, cuyo alzamiento daría inicio a la primera guerra carlista, el 2 de octubre de 1833, propagándose rápidamente a las provincias vascongadas, Navarra, ambas Castillas, Aragón, Cataluña y Valencia, hasta 1840. 

En el transcurso del conflicto, durante el verano de 1835 los liberales progresistas protagonizaron un levantamiento con disturbios y quema de conventos, exigiendo que se derogara el Estatuto Real. Para calmar este descontento, María Cristina cedió el gobierno al Progresista Juan Álvarez Mendizábal[35], pero muy pronto entró en discordia con él a raíz del carácter revolucionario de su programa consiguiendo su dimisión el 14 de mayo de 1836. Le sustituyó el conservador Francisco Javier de Istúriz,[36] quien, al no contar con los apoyos suficientes en las Cortes, las disolvió. María Cristina firmó el decreto de disolución inaugurando una práctica frecuente en el constitucionalismo burgués español.

Cuando iban a reunirse las nuevas Cortes, estallaron distintos levantamientos en varias ciudades que Istúriz intentó controlar, hasta que la guardia del Real Sitio de La Granja (en la localidad segoviana de San Ildefonso) ―donde estaban reunidas las Cortes― se sublevó a iniciativa de los suboficiales (por eso llamada “sublevación de los sargentos) al mando de Mendizábal, el 12 de agosto, exigiendo la restitución de la Constitución de 1812. La reina regente se vio obligada a ceder, Istúriz fue destituido y unas nuevas Cortes proclamaron  la nueva Constitución en 1837, que acabó con la soberanía absoluta de la Corona ―aunque conservó el derecho al veto― dando paso, por primera vez, a un sistema de dos cámaras legislativas: el senado y la cámara de diputados. Con este texto, el sujeto de la soberanía volvió a recaer en la nación, como estipulaba la Constitución de 1812, no en la Corona, como contemplaba el Estatuto Real de 1834.

Mendizábal volvió a formar parte del gabinete ministerial cuando, el 11 de septiembre de 1836, el primer ministro, José María Calatrava le designó ministro de Hacienda tras el triunfo de la llamada sublevación de La Granja. Entre sus reformas de la hacienda pública y de la administración del Estado, Mendizábal se propuso dinamizar la economía agrícola del país, desposeyendo de sus pertenencias a las órdenes religiosas, con el propósito de reducir la deuda pública y proporcionar al Estado medios económicos con los que financiar la guerra civil contra los carlistas. Entre las reformas de la ley contenidas en su Memoria de 1837, destacó la supresión de las órdenes religiosas y la incautación por el Estado de sus bienes (con la salvedad de las dedicadas a la enseñanza de niños pobres y a la asistencia de enfermos), que permitió la formación de una quinta militar de 50.000 hombres para luchar contra el carlismo.

Entre el 15 y el 28 de septiembre de 1836, Mendizábal puso a consideración de la reina regente su programa de reformas, en el que destacaba el apoyo de las Cortes al nuevo gabinete ministerial, la reforma del clero regular o desamortización eclesiástica, la finalización inmediata de la guerra contra el carlismo y la eliminación de la deuda pública. En la desamortización de Mendizábal se procedió a la venta del patrimonio del clero regular (monjes, frailes) y de parte del secular ―lo que implicó la desaparición de monasterios y conventos― disponiendo que el Estado se comprometiera a proteger al clero por medio de subvenciones y pago de salarios. Aunque bien es verdad que de esa desamortización se benefició la plutocracia andaluza librecambista que Mendizábal antepuso a los intereses del campesinado ávido de tierras, burlando las expectativas de la población. Para eso, falseando los ideales democráticos de la revolución francesa en los que decían haberse inspirado los liberales progresistas, Mendizábal debió propugnar una reforma del censo electoral demasiado restringida respecto de la ―mucho más democrática― propuesta por los moderados,  lo cual condujo a la crisis política de mayo de 1836. Aunque no deja de ser cierto, que esta concesión a la burguesía agraria andaluza, también estuvo motivada por la exigencia de aumentar rápidamente los ingresos fiscales para paliar la desorbitada deuda pública a raíz de la guerra interna contra los carlistas y las expediciones de mantenimiento y reconquista de las colonias en América[37].

Durante la crisis de mayo del 36, el moderantismo se dividió en dos. Un grupo capitaneado por Istúriz, apoyó el criterio con que Mendizábal llevó a cabo la transferencia de los bienes hasta entonces propiedad del clero, pero criticaba el alcance de las reformas políticas y estaba dispuesto a revisar el Estatuto Real de 1834 en un sentido mucho más amplio y liberal. Esta tendencia de un moderantismo democrático fue el punto de partida de los primeros centristas, entre los “exaltados” y los moderados –ahora— de derechas que se declaró opuesto a la desamortización y abierto al "carlismo posibilista", dando origen al tradicionalismo y al neocatolicismo. Su única consigna era "orden y fortalecimiento del poder real". Se inspiraba en autores como Joseph De Maistre[38] y Robert Lamennais,[39], precursores de “la razón de Estado” que insistían en poner límites al individualismo capitalista en nombre de la autoridad de la Iglesia y del Estado. Salvando las distintas condiciones históricas de la lucha de clases en España entre aquella época y la actual, digamos que el papel que representó la derecha de los liberales (Mendizábal) en 1836, viene a ser hoy Izquierda Unida; el centro que entonces ocupó Istúriz y después Leopoldo O´Donell, lo ocupa hoy el Partido Comunista de España y demás formaciones políticas que se reclaman del republicanismo burgués, en tanto que el sitio de la extrema izquierda liberal ―que en 1820-23 ocupaban gente como del Riego y Evaristo San Miguel― es ocupado hoy por una exigua minoría de “exaltados”, que seguimos sobre la línea política materialista histórica más consecuentemente trazada entre Marx y Lenin. En este sentido, la tragedia histórica se repite, pero esta vez, como farsa. 

El General progresista Baldomero Fernández Espartero --que desde 1833 había tomado partido por los derechos dinásticos de la reina Isabel II en contra del absolutista Carlos Isidro de Borbón ―hermano de Fernando VII— en mayo de 1834 fue nombrado general en jefe de Vizcaya, dirigió el levantamiento de los dos sitios carlistas de Bilbao, el segundo de ellos después de derrotar a las fuerzas absolutistas de Carlos Isidro en Luchana, el 24 de diciembre de 1836, por lo cual la Reina regente María Luisa, le concedió el título de conde de Luchana. Accedió por vez primera al gobierno cuando, el 29 de julio de 1837, fue designado ministro de la Guerra durante el gobierno liberal revolucionario de Calatrava, si bien, desde agosto hasta octubre de ese mismo año, presidió oficiosamente un fugaz gabinete gubernamental en el que también desempeñó el Ministerio de la Guerra. Nombrado general en jefe del Ejército del Norte desde 1836, fomentó hábilmente las divisiones entre los mandos carlistas y atrajo a Rafael Maroto [40] hacia conversaciones de paz, que terminaron con la firma del Convenio de Vergara (31 de agosto de 1839), por medio del que se puso fin a la primera Guerra Carlista en casi todo el territorio español, por cuyo servicio recibió el título de duque de la Victoria. No obstante, se encargó de acabar definitivamente con el conflicto y pacificó la comarca de El Maestrazgo, donde derrotó y obligó a huir a Francia al general carlista Ramón Cabrera en julio de 1840, tras haber conquistado su bastión de Morella (Castellón) dos meses antes.

Una vez pacificado el país, la reina regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, cuya vida privada no era todo lo ejemplar que debiera, situación consentida y ocultada por el partido moderado para mantenerse en el gobierno. Llegó un momento en que dicho comportamiento salió a la calle como represalia por haber firmado la Ley de Ayuntamientos, desoyendo el consejo de Espartero, quien, ante la notoria impopularidad de dicha Ley, le había suplicado que no la firmara. Se sublevaron las principales ciudades de España y, ante tales sucesos, María Cristina se vio obligada a renunciar a la Regencia antes que pasar por el trance de que se debatiera en el Congreso su verdadero estado civil (viuda, casada,...) ante sus reiterados estados de gestación y alumbramiento, ya que para ser Regente debía permanecer viuda.

Reunidas las Cortes del Reino en septiembre de 1840, eligieron Regente al general Espartero, por ser considerado el español con más méritos para ello. Desde mayo del año siguiente, tras ser elegido por las Cortes, pasó a desempeñar la regencia hasta la segunda mitad de 1843. Gobernó bajo la vigencia de la Constitución de 1837 y llevó a cabo la desamortización de los bienes del clero secular (1841), pero, al mismo tiempo, reprimió duramente conspiraciones, tanto de signo moderado como democrático, a la vez que hubo de enfrentarse en el Congreso de los Diputados a sus propios correligionarios progresistas, tales como Joaquín María López y Salustiano de Olózaga. En agosto de 1843, Espartero fue expulsado del poder después del triunfo de una sublevación ―contra su desempeño de la regencia―, encabezada por el general moderado de derecha, Ramón María Narváez, quien venció a sus tropas en la batalla de Torrejón de Ardoz (Madrid), sublevación en la cual también participaron —o cuando menos, se inhibieron— la mayoría de los progresistas.[41] En octubre, al cumplir los trece años, las Cortes españolas declararon a Isabel II mayor de edad y, por tanto, tras jurar la Constitución, fue reconocida reina. Durante los treinta y cinco años de su reinado, se consolidó el difícil tránsito en España desde un Estado absolutista a otro liberal-burgués.

Con su triunfo militar sobre Espartero en julio de 1843, Narváez aupó provisionalmente al gobierno a Luis González Bravo[42], uno de los tantos tránsfugas que, del partido Liberal revolucionario (progresista) se pasó sin solución de continuidad a los moderados de derecha. El 30 de ese mismo mes Espartero huyó de España. Pasó a ser dictador Narváez, uno de los líderes del partido moderado, al que apoyaban los grandes latifundistas. En el país se estableció un prolongado dominio de la reacción, llamado la “década moderada”, durante la cual, en 1845, siendo ya jefe de gobierno el general Narváez, proclamó otra constitución, en la que se concedió un mayor poder a la autoridad real. Las bodas de Isabel II ocasionaron otro conflicto entre Narváez y la reina Isabel, quién al rechazar ésta como heredero al trono al hijo del infante don Carlos Isidro (los absolutistas le llamaban Carlos VI) para aceptar a su primo Francisco de Asís, sobrino de Fernando VII, ocasionó la destitución de Narváez al frente del gobierno. Al año siguiente empezó en Catalunya la Segunda Guerra Carlista (1847-1849), coincidiendo su curso con la segunda revolución francesa que, en febrero de 1848, puso fin en Francia al sistema monárquico constitucional de Luis Felipe I. Meses antes, el 4 de octubre de 1847, tras aceptar la opción marital de la Reina, Narváez fue nuevamente nombrado presidente del Consejo de Ministros, período de gobierno que se dilataría hasta la primavera de 1851. Narváez cayó el 10 de abril de l851, siendo sustituido en la Presidencia por Bravo Murillo. Durante el mandato de éste, se automarginó de la política activa, no participando en la revolución de julio de 1854, ni en la vida política del Bienio Progresista. El principal logro reaccionario de su primer gobierno, fue el haber conseguido neutralizar la repercusión política en España de los movimientos revolucionarios europeos de 1848. A todo esto, los políticos liberales revolucionarios, como siempre, limitándose a conspirar desde los escaños de las Cortes y en los medios castrenses, atentos a la que pueda saltar espontáneamente desde la sociedad civil, pero dejando toda iniciativa del poder político efectivo a los distintos pronunciamientos encarnados en los jefes militares de uno u otro signo ideológico.

n) Insurrección de 1854

El período liberal moderado de derechas, que legalmente comenzó con la promulgación de la nueva Constitución en 1845, se caracterizó por las rivalidades entre los generales Espartero y Narváez, ambos liberales aunque revolucionario pacato el primero y de clara voluntad política de centroderechas el segundo.  En la primavera de 1854, fue creciendo en España el descontento popular, debido a la grave situación económica del país y a las imposiciones de las fuerzas reaccionarias; sobre todo, cundió la protesta entre las masas al ser disueltas las Cortes ―en diciembre de 1853― que intentaban oponerse al decreto aprobado por el Gobierno, ordenando el pago de los impuestos ―a la renta territorial y a las ganancias industriales― con seis meses de antelación, en el marco de los enfrentamientos de todos los partidos políticos ―incluso los moderados en el gobierno― ante las arbitrariedades cometidas respecto de las concesiones ferroviarias.

En este contexto de crisis social y política, el 28 de junio de 1854 los Generales Leopoldo O’Donnell y Domingo Dulce [43] coincidieron en lanzar  sendos pronunciamientos en contra de la camarilla dirigida por el favorito de la reina Isabel II, Luis José Sartorius, Conde de San Luis, exigiendo su destitución bajo la consigna: “queremos la conservación del trono pero sin camarillas que lo deshonren”. Al pronunciamiento de O’Donell se le conoció como el “Manifiesto de Manzanares” que fue redactado por Antonio Cánovas del Castillo. [44]

La reina trató de ganarse el favor de O'Donnell, pero éste se negó contestándole que no se había concedido ninguna línea de ferrocarril u otra cuestión importante sin que se haya recibido una crecida “subvención”, habiendo llegado al extremo de “modificar innecesariamente el trazado de una línea férrea para hacerla pasar por tres posesiones de la Corona y vender los destinos públicos de la forma más vergonzosa... Nihil novum sub sole”. En realidad Isabel II era ajena a estas negociaciones maquinadas por María Cristina y el astuto Marqués de Salamanca. Sin embargo, eso no le inhibió de recibir joyas y dinero, que en buena parte distribuyó entre sus favoritos.

O’Donnell y Dulce sólo coincidían acerca de la destitución del entorno real, pero a partir de ahí empezaban sus diferencias. Para poner de manifiesto el carácter contradictorio de la dirección político-militar de ese movimiento, Marx aporta lo siguiente:

<<Convencido O'Donnell de que esta vez las ciudades españolas no serán puestas en movimiento por una simple revolución palaciega, manifiesta de súbito principios liberales. Su proclama está fechada en Manzanares, pueblo de la Mancha situado no lejos de Ciudad Real. En ella dice que su objeto es conservar el trono, pero, suprimiendo la camarilla, imponer la observancia rigurosa de las leyes fundamentales, perfeccionar la legislación electoral y de prensa, reducir los impuestos, establecer el ascenso por méritos en el servicio civil, llevar a cabo la descentralización y el establecimiento de una milicia nacional sobre bases amplias. Propone la creación de juntas provinciales y la reunión en Madrid de unas Cortes que habrán de encargarse de la revisión de las leyes. La proclama del general Dulce es todavía más enérgica. Dice así:

“Ya no hay progresistas y moderados: todos somos españoles e imitadores de los hombres del  7 de julio de 1822. El restablecimiento de la Constitución de 1837, el mantenimiento de Isabel II, el destierro perpetuo de la reina madre (María Cristina), la destitución del gobierno actual, el restablecimiento de la paz en nuestro país: tales son los fines que nosotros perseguimos a toda costa, como lo demostraremos en el campo del honor a los traidores (los moderados), a quienes hemos de castigar por su culpable insensatez.”>> (K. Marx: Op.cit. 18/07/1854. Lo entre paréntesis es nuestro)

En su artículo del 21/07/1854, Marx observó que desde principios del siglo XIX, los movimientos revolucionarios en España, “presentan un aspecto notablemente uniforme”, y es que “Todas las conjuras palaciegas son seguidas de sublevaciones militares y éstas acarrean invariablemente pronunciamientos municipales.” O sea, como decíamos al principio de este apartado: dada la descentralización del poder político en España o, por mejor decir, ante la ausencia de un Estado moderno que regule efectivamente el comportamiento de sus súbditos al interior de sus fronteras, el vínculo entre lo que pasaba en ese centro político puramente nominal que era la Corte real y sus provincias autónomas, debió ser necesariamente el ejército, la única institución con presencia e influencia orgánica en todo el territorio nacional, lo cual explica que las únicas demostraciones nacionales ―las de 1812 y 1822― fueran protagonizadas por los militares. Esta realidad acostumbró a las mayorías sociales españolas, a ver en esa institución la posibilidad real de concretar cualquier cambio, lo cual les indujo a dejar que sean ellos quienes, en última instancia, definan los conflictos según la tendencia predominante en la sociedad que determinaba el signo político de los sucesivos pronunciamientos militares. Pero estudiando lo acontecido durante la turbulenta época de 1830 a 1854, Marx llegó a la conclusión de que las ciudades de España se dieron cuenta de que, en lugar de seguir defendiendo la causa del pueblo, el ejército se había transformado en instrumento de las rivalidades entre los ambiciosos oficiales superiores que no pretendían ir más allá de ejercer la tutela militar de la realeza:

<<En consecuencia observamos que el movimiento de 1854 es muy diferente incluso al de 1843. L'emeute(el amotinamiento) del general O'Donnell no fue para el pueblo sino una conspiración contra la influencia predominante en la Corte, tanto más cuanto que contaba con el apoyo del ex favorito, Francisco Serrano, duque de la Torre[45]. Por consiguiente, las ciudades y el campo no se apresuraron a seguir el llamamiento de la caballería de Madrid. Debido a esto, el general O'Donnell hubo de modificar totalmente el carácter de sus operaciones, a fin de no verse aislado y expuesto a un fracaso. Tuvo que incluir en su proclama tres puntos igualmente opuestos a la supremacía del ejército: convocatoria de Cortes, gobierno barato y formación de una milicia nacional (suprimida en 1843 por Narváez a instancias de Luis González Bravo), reivindicación esta última nacida del deseo de las ciudades de volver a independizarse del ejército. Es, pues, un hecho que, si la sublevación militar ha logrado el apoyo de una insurrección popular, ha sido únicamente sometiéndose a las condiciones de esta última. Queda por comprobar si se verá constreñida a serle fiel y a cumplir estas promesas.>> (Op. Cit. 04/08/1854. Lo entre paréntesis nuestro)

Sobre la actitud de los liberales revolucionarios en el origen de estos episodios, Marx dice lo siguiente:

<<Sería prematuro formar una opinión sobre el carácter general de esta insurrección. Puede decirse, sin embargo, que no parece proceder del partido progresista pues el general San Miguel, su soldado, sigue sin pronunciarse en Madrid. Por el contrario, de todos los informes parece desprenderse que Narváez está en el fondo del asunto y que la reina Cristina ―cuya influencia ha disminuido mucho últimamente a causa del favorito de la reina, el conde de San Luis― no se halla del todo al margen de la cosa.>> (Op.cit. 07/07/1854)

 Hay que tener en cuenta que las discrepancias entre O’Donnell y la Reina a raíz del comportamiento de su “favorito cortesano”, hizo crisis en febrero, cuando por una disposición de Palacio se le ordenó salir del país. O’Donnell desobedeció ocultándose en Madrid, desde donde mantuvo correspondencia secreta con la guarnición de la capital y especialmente con el general Dulce, inspector general de Caballería.

El Gobierno sabía de su presencia en Madrid, y en la noche del 27 de junio, el general BIaser, ministro de la Guerra, y el general Lara, capitán general de Castilla la Nueva, recibieron avisos advirtiéndoles de que se preparaba un alzamiento bajo la dirección del general Dulce. Márx dice que “nada se hizo, sin embargo, para prevenir la insurrección o ahogarla en germen”. Esto explica que el día 28, el general Dulce no encontrara dificultades para reunir 2.000 hombres de caballería y, pretextando una revista, salir con ellos de la ciudad en compañía de O'Donnell, con la intención de apoderarse de la reina, que estaba en El Escorial.

El intento fracasó y la reina llegó a Madrid el 29, acompañada por el conde de San Luis, presidente del Consejo. Allí pasó revista, mientras los insurrectos acampaban en los alrededores de la capital, donde se les unió el coronel Echagüe con 400 hombres del regimiento del Príncipe y los fondos de la caja regimental: 1.000.000 de francos. Una columna compuesta por siete batallones de infantería, un regimiento de caballería, un destacamento de policía montada y dos baterías de artillería salió de Madrid el 29 por la tarde, bajo el mando del general Lara, para encontrar a los rebeldes, acantonados en las Ventas del Espíritu Santo y en el pueblo de Vicálvaro.

El 30 se produjo la batalla entre los dos ejércitos. Marx hace referencia a los hechos mencionando tres distintas fuentes: la publicada en “la Gaceta” de Madrid; la segunda, publicada por el “Messager de Bayonne”, y la tercera, es una información del corresponsal madrileño de la “Indépendance Belge”, testigo presencial de los hechos. Ésta última es la que a Marx le ha parecido más fiable y dice lo siguiente:

<<Las Ventas del Espíritu Santo y Vicálvaro han sido teatro de un sangriento combate, en el que las tropas de la reina se han visto rechazadas al lado de acá de la fonda de la Alegría. Tres cuadros formados sucesivamente en diferentes puntos, se disolvieron espontáneamente por orden del ministro de la Guerra. Un cuarto cuadro fue formado más allá de Retiro. Diez escuadrones de insurrectos, mandados personalmente por los generales O'Donnell y Dulce, lo atacaron por el centro (?), mientras algunas guerrillas lo hacían por el flanco (?). (Es difícil darse cuenta de lo que este corresponsal entiende por ataques al centro (!) y al flanco (!) de un cuadro.) Por dos veces, los insurrectos llegaron a combatir a corta distancia contra la artillería, pero fueron rechazados por la metralla que les llovía encima. Es evidente que los insurrectos intentaron apoderarse de algunos cañones emplazados en cada uno de los ángulos del cuadro. Habiéndose acercado entre tanto la noche, las fuerzas gubernamentales se iban retirando escalonadamente sobre la Puerta de Alcalá, cuando un escuadrón de caballería que había permanecido fiel fue sorprendido por un destacamento de lanceros insurrectos oculto tras la Plaza de Toros. En medio de la confusión producida por este ataque inesperado, los insurrectos se apoderaron de cuatro piezas de artillería que habían sido dejadas atrás. Las pérdidas fueron casi iguales por ambas partes. La caballería insurrecta sufrió mucho a causa de la metralla, pero sus lanzas han exterminado casi al regimiento de la Reina Gobernadora y a la policía montada. Las últimas referencias nos informan que los insurrectos recibieron refuerzos de Toledo y Valladolid. Circula incluso el rumor de que el general Narváez es esperado hoy en Vallecas, donde será recibido por los generales Dulce y O'Donnell, Ros de Olano y Armero. Se han abierto trincheras en la Puerta de Atocha. Una multitud de curiosos se aglomera en la estación del ferrocarril, desde la cual se distinguen las avanzadas del general O'Donnell. Sin embargo, todas las puertas de Madrid están sometidas a rigurosa vigilancia.>> (Op. Cit. =7/07/1854)

Los días posteriores al triunfo de la “Vicalvarada” se produjeron en Madrid algaradas callejeras y asaltos a palacios y casas de ministros y nobles. Cabe señalar, entre otras, el asalto a la casa del Ministro de Fomento, situada en la calle del Prado con vuelta a la de León. Así mismo, el palacio de D. José de Salamanca, en la calle Cedacero fue asaltado e incendiado. Igual suerte sufrió la casa del Ministro de Hacienda. Las barricadas aparecieron por las calles próximas a la Puerta del Sol. Pero las mayores iras populares se concentraron en el jefe de la policía, que fue sacado de su casa, paseado entre insultos y agresiones de la multitud y finalmente fusilado en la Plaza de la Cebada. El triunfo de la Vicalvarada había lanzado el pueblo a la calle y se tomó el desquite saqueando los palacios del marqués de Salamanca y de María Cristina, camino ya de un nuevo exilio.

En su artículo del 21 de julio, Marx da cuenta de las repercusiones que tuvieron los sucesos de Madrid, refiriéndose a los pronunciamientos de Valencia y Alicante, los de Granada, Sevilla y Jaén, en Andalucía, los de Burgos en Castilla la vieja, los de Valladolid en León, los de San Sebastián, Tolosa y Vitoria en las provincias Vascongadas, los de Pamplona en Navarra, los de Zaragoza en Aragón y los de Barcelona, Lérida, Gerona y Tarragona en Catalunya, agregando que:

<<Por los detalles que voy a comunicar se verá que los militares están muy lejos de haber tomado la iniciativa en todas partes; por el contrario, en algunos sitios han tenido que ceder al irresistible empuje de la población.

<<En Murcia se esperaban pronunciamientos según una carta de Cartagena, fechada el 12 de julio, que dice:

En un bando publicado por el gobernador militar de la plaza, se ordena a todos los habitantes de Cartagena que posean mosquetes u otras armas, que los entreguen a las autoridades civiles en un plazo de veinticuatro horas. A petición del cónsul de Francia, el Gobierno ha permitido que los residentes franceses depositen sus armas, como en 1848, en el consulado.

De todos estos pronunciamientos sólo cuatro merecen especial mención: los de San Sebastián, en las Vascongadas; Barcelona, la capital de Cataluña; Zaragoza, la capital de Aragón, y Madrid.>> (K.Marx: Op. Cit. 04/08/1854)

En el país vasco, los pronunciamientos tuvieron su origen en los municipios y en Aragón en los cuarteles. El Ayuntamiento de San Sebastián se estaba declarando en favor de la insurrección, cuando surgió la propuesta de armar al pueblo. De inmediato, la ciudad se convirtió en una fortificación militar. Hasta el día 17 no se consiguió la adhesión de los dos batallones que guarnecían la ciudad. Una vez conseguida la unión orgánica entre civiles y militares, mil paisanos armados y acompañados de algunas tropas salieron hacia Pamplona y consiguieron insurreccionar Navarra. La sola presencia de los recién llegados de San Sebastián facilitó el alzamiento de Pamplona. Después, el general Zabala se sumó al movimiento trasladándose a Bayona, e invitó a los soldados y oficiales del regimiento de Córdoba ―que se habían refugiado allí después de su última derrota en Zaragoza―, a regresar inmediatamente al país y a reunirse con él en San Sebastián. Según unos informes, el general Zabala se había dirigido después a Madrid para ponerse a las órdenes de Espartero, en tanto que por otros conductos se afirma que se habían puesto en marcha hacia Zaragoza, para unirse a los sublevados aragoneses. El general Mazarredo, comandante en jefe de las Provincias Vascongadas, que no quiso tomar arte en el pronunciamiento de Vitoria, se vio obligado a retirarse a Francia. Las tropas que tiene a sus órdenes el general Zabala son dos batallones del regimiento de Borbón, un batallón de carabineros y un destacamento de caballería. Antes de terminar con las Provincias Vascongadas añadiré como detalle característico que el brigadier Barcáiztegui, que ha sido nombrado gobernador de Guipúzcoa, es uno de los antiguos ayudantes de campo de Espartero.

En Barcelona la iniciativa partió, al parecer, de los elementos militares; pero informaciones complementarias hacen dudar mucho de la espontaneidad de su acción. El 13 de julio, a las 7 de la tarde, los soldados que ocupaban los cuarteles de San Pablo y del Buen Suceso cedieron a las demostraciones de la muchedumbre y se sublevaron al grito de: ¡Viva la reina! ¡Viva la Constitución! ¡Mueran los ministros! y ¡Abajo Cristina! Después de fraternizar con las masas y de desfilar con ellas por las Ramblas, se detuvieron en la Plaza de la Constitución. La caballería, acuartelada en la Barceloneta desde hacía seis días por la desconfianza que inspiraba al capitán general, se sublevó a su vez. A partir de este momento, toda la guarnición se pasó al lado del pueblo y la resistencia de las autoridades se hizo imposible. A las diez, el general Marchesi, gobernador militar, cedió a la presión general, y a media noche el capitán general de Cataluña anunciaba su decisión de incorporarse al movimiento. Entonces se trasladó a la Plaza del Ayuntamiento y arengó al pueblo, que la llenaba totalmente:

<<El 18 de julio se formó una Junta compuesta por el capitán general y otros eminentes personajes, con el lema de “Constitución, reina y moralidad”. Según noticias llegadas posteriormente de Barcelona, las nuevas autoridades han ordenado el fusilamiento de algunos obreros que habían destruido máquinas y atentado contra la propiedad. Igualmente se anunciaba la detención de un comité republicano reunido en una población vecina. Pero debe tenerse en cuenta que estas noticias pasan por las manos del Gobierno de Luis Napoleón, cuya vocación especial es calumniar a los republicanos y a los obreros.>> (Op. Cit.)

Destacamos este párrafo, porque parece haber sido en estas circunstancias que el proletariado entró por primera vez en la historia de España; al menos es en este pasaje donde Marx recién implica a esta clase social fundamental en política.

En Zaragoza, según se dice, la iniciativa partió de los militares, afirmación que es desmentida, sin embargo, por la noticia ―comunicada a renglón seguido― de haberse decidido inmediatamente la formación de una milicia. Lo que sí hay de cierto, y lo confirma incluso la Gaceta de Madrid, es que, antes del pronunciamiento de Zaragoza, 150 soldados del regimiento de caballería de Montesa que venían hacia Madrid, y estaban acuartelados en Torrejón (a cinco leguas de la capital), se sublevaron y abandonaron a sus jefes, que llegaron a Madrid en la tarde del día 13 con la caja regimental. Los soldados, al mando del capitán Baraiban, montaron a caballo y tomaron el camino de Huete, suponiéndose que se proponían unirse a las fuerzas del coronel Buceta, en Cuenca:

En cuanto a Madrid, contra cuya población se dice que marchan Espartero con el “Ejército del Centro” y el general Zabala con el Ejército del Norte, era lógico que una ciudad que vive de la Corte fuera la última en unirse al movimiento insurreccional. (Op. Cit)

El 15 de julio, La Gacetapublicó un comunicado del ministro de la Guerra, diciendo que los facciosos estaban en fuga y que “la entusiasta lealtad de las tropas iba en aumento”. El conde de San Luis, quien, al contrario, parece haber juzgado con bastante acierto la situación en Madrid, anunció a los obreros “que el general O'Donnell y los anarquistas les dejarían sin trabajo, mientras que si el Gobierno triunfaba, daría empleo a todos los trabajadores en las obras públicas con un jornal diario de seis reales. Por medio de esta estratagema el conde de San Luis esperaba alistar bajo su bandera a la parte más impresionable de los madrileños.” En este punto Marx recuerda a los lectores que:

Su éxito, empero, fue parecido al del partido del National en París, en 1848. [46] Los aliados conseguidos de este modo no tardaron en convertirse en sus más peligrosos enemigos, ya que los fondos destinados a su sostenimiento se agotaron al sexto día. Hasta qué punto temía el Gobierno un pronunciamiento en la capital, lo demuestra el bando del general Lara (el gobernador) prohibiendo la circulación de toda clase de noticias referentes a la marcha de la sublevación. Parece ser, además, que la táctica del general Anselmo Blaser se limitó a eludir todo contacto con los sublevados, por temor a que sus tropas se contagiaran. (Op. Cit.)

Ante semejante situación, la reina Isabel II, por las mismas razones obvias que su Madre inmediatamente después de la muerte de Fernando VII, se vio obligada a solicitar al general progresista Baldomero Fernández Espartero que encabezara un nuevo gabinete. Éste se constituyó el 19 de julio y en él enseguida nombró al propio O'Donnell como ministro de la Guerra, entregándole la llave del poder real, [47] lo cual puso de manifiesto su miedo a que el proceso pudiera desbordarle por la izquierda:

<<Apenas habían desaparecido las barricadas de Madrid a petición de Espartero, cuando ya la contrarrevolución ponía manos a la obra. El primer paso contrarrevolucionario fue la impunidad concedida a la reina Cristina, Sartorius y consortes. Después vino la formación del gabinete con el moderado O'Donnell como ministro de Guerra, quedando todo el ejército a disposición de este antiguo amigo de Narváez. En la lista figuran los nombres de Pacheco, Luján y don Francisco Santa Cruz, todos ellos notorios partidarios de Narváez y miembro el primero del vergonzoso gabinete de 1847.>>  (Op. Cit. 08/08/1854)

No obstante, fueron convocadas las Cortes Constituyentes que, desde noviembre de ese mismo año de 1854, ahondaron en la legislación liberal interrumpida por el moderantismo e, incluso, redactaron una Constitución (non nata, pues no llegó a promulgarse ni a entrar en vigor) que respondía al ideario progresista ―de compromiso histórico” con la realeza― ya expresado en las de 1812 y 1837. La medida más trascendente de cuantas promovió este gobierno durante aquellos dos años, fue la ley de Desamortización Civil y Eclesiástica, publicada en mayo de 1855 por iniciativa del ministro de Hacienda, Pascual Madoz.[48]. Consecuente con el carácter pretoriano del ejército, el futuro de esta ley estuvo signado por las contradicciones del gobierno militar surgido de la revolución, donde el mayor peso político específico en la balanza del poder real en tales condiciones, era ejercido por O`Donell en su carácter de Ministro de la Guerra, quien disentía de la orientación liberal presuntamente revolucionaria de Espartero. [49] Así las cosas, dos años después de aquella “crisis revolucionaria”, como es ley que suceda con las izquierdas que temen hacerse cargo de la revolución y pactan con el enemigo de clase, el 14 de julio de 1856 el enfrentamiento político entre Narváez y Espartero, llevó lógicamente a la dimisión de éste último, siendo sustituido por O'Donnell al frente del gabinete, quien, a su vez, conservó el Ministerio de la guerra, hasta que, el 12 de octubre de ese mismo año, como sucede con todo falso dado rodante que siempre acaba deteniéndose sobre su base más pesada. Así fue cómo Narváez se hizo nuevamente con el poder en el gobierno, consiguiendo que la sociedad española abortara la Constitución liberal de 1854.

Con el ascenso de este último se produjo el final del periodo revolucionario, el consiguiente alejamiento del poder de los progresistas y la restauración del régimen moderado, que habría de dominar el sistema político del país entre 1856 y 1868, si bien junto a la Unión Liberal creada en torno a O'Donnell, hasta que la revolución de 1868 supusiera el destronamiento de Isabel II y el inicio del llamado Sexenio Democrático. Cuando Narváez falleció en la primavera de 1868 (Madrid, 13 de abril), siendo presidente del gobierno, quedó descabezado el Partido Moderado, en un momento en que progresistas y demócratas articulaban lo que sería la revolución triunfante de septiembre de 1868.

o) Conjuras internacionales, corrupción política y aspiraciones populares manifiestas.

El artículo del 11 de agosto de 1854, bajo el título: “Reivindicaciones del pueblo español”, Marx comienza aludiendo a una caricatura por esos días aparecida en el periódico satírico francés “Charivari”, de tendencia burguesa republicana,[50] en la que el pueblo español aparecía disputando un combate, mientras Espartero y O'Donnell se abrazaban por encima de sus cabezas. A continuación, hacía el siguiente comentario:

<<...El Charivariha tomado por final de la revolución lo que sólo es su comienzo. Ya ha empezado la lucha entre O'Donnell y Espartero, y no sólo entre ellos, sino también entre los jefes militares y el pueblo. De poco le ha servido al Gobierno haber nombrado inspector de mataderos al torero Pucheta, haber creado una comisión para recompensar a los combatientes de las barricadas y haber nombrado por último a dos franceses, Pujol y Delmas, historiadores de la revolución. O'Donnell quiere que las Cortes sean elegidas con arreglo a la ley de 1845. Espartero, con arreglo a la Constitución de 1837; y el pueblo, por sufragio universal.

El pueblo se niega a deponer las armas antes de que sea publicado el programa del Gobierno, porque el programa de Manzanares ya no satisface sus aspiraciones. El pueblo exige la anulación del concordato de 1852,[51]la confiscación de los bienes de los contrarrevolucionarios, la revelación del estado de la Hacienda, la cancelación de todas las contratas de ferrocarriles y de otras obras públicas que constituyen verdaderas estafas y, por último, el procesamiento de Cristina por un tribunal especial. Dos tentativas que esta última ha realizado para fugarse han sido frustradas por la resistencia armada del pueblo.>> (Op. Cit.)

Meses antes de los pronunciamientos de O’Donnell y Dulce, Marx decía en el “New York Daily Tribune” que el Zar Alejandro I conspiraba en contubernio con el gobierno británico y a instancias de sus influencias en el periódico Times, con el propósito de provocar una desestabilización política en España y Portugal. Esta iniciativa pareció tener origen en un plan del primer ministro Inglés, Palmerston, urdido en 1845, consistente en promover el casamiento del príncipe Leopoldo Sachsen-Coburgo-Gotha (primo del príncipe Alberto, esposo de la reina inglesa) con la reina española Isabel II, lo cual hubiera consolidado la posición de Inglaterra en la Península Ibérica

<<A estas fechas se ha averiguado ya que fue el embajador inglés el que escondió a O'Donnell en su palacio e indujo al banquero Collado, actual ministro de Hacienda, a adelantar el dinero que necesitaban O'Donnell y Dulce para iniciar su pronunciamiento.>> (Op. Cit. 15/08/1854)

Seguidamente, para recordar que no fue ésta la primera vez que Rusia conspiró en España, Marx vuelve sobre la revolución de 1820 para recordar que el pronunciamiento en favor de la Constitución de 1812, no fue un pronto de las tropas acantonadas en la Isla de León. Marx atribuye a Chateubriand ―por entonces embajador inglés en el Congreso de Verona― haber dado a conocer que fue Rusia quien allí incitó a España a emprender la expedición de América del Sur y obligó a Francia a intervenir militarmente contra la revolución liberal en España, al tiempo que, según un mensaje del presidente de los EU.UU., Rusia prometió a este país hacer todo lo posible para impedir la expedición contra América del Sur.    

<<Poca penetración se precisa, por tanto, para deducir quién fue el autor de la insurrección de la isla de León.>> (Op.cit)

 Pero, hay más: Marx cita al historiador de Marliani en su Historia política de la España moderna (Barcelona, 1849), para probar que Rusia no tenía motivo alguno para oponerse al movimiento constitucional de España, hace las siguientes manifestaciones:

<<Fueron vistos en el río Neva soldados españoles jurando la Constitución (de 1812) y recibiendo sus banderas de manos imperiales. En su extraordinaria expedición contra Rusia, Napoleón había formado una legión especial con los prisioneros españoles en Francia, que después de la derrota de las tropas francesas se pasaron al bando ruso. Alejandro los recibió con marcada condescendencia y los alojó en Peterhof, adonde la emperatriz fue a visitarles con frecuencia. Un día, Alejandro les ordenó formar en el Neva helado y les hizo jurar la Constitución española, obsequiándoles al mismo tiempo con unas banderas bordadas por la misma emperatriz. Ese cuerpo, llamado a partir de entonces «Imperial de Alejandro», embarcó en Cronstadt y desembarcó en Cádiz. Se mostró fiel al juramento prestado en el Neva, sublevándose en 1821 en Ocaña por el restablecimiento de la Constitución.>> (Op. Cit.)

Seguidamente, Marx vuelve a 1854 para reportar que:

 <<Mientras Rusia intriga en la península por mediación de Inglaterra, hace al mismo tiempo a Francia denuncias contra Inglaterra. Así, leemos en la Gaceta de la Nueva Prusia que Inglaterra ha tramado la revolución española a espaldas de Francia.>> (Op.cit.)

Y concluye:

¿Qué interés tiene Rusia en fomentar conmociones en España? Crear en Occidente algo que distraiga la atención, provocar disensiones entre Francia e Inglaterra y finalmente inducir a Francia a una intervención. Los periódicos anglo-rusos nos dicen ya que las barricadas de Madrid han sido levantadas por insurrectos franceses de junio. Lo mismo se le ha dicho a Carlos X en el Congreso de Verona.

El precedente sentado por el ejército español había sido seguido por Portugal, propagándose a Nápoles, extendiéndose al Piamonte y mostrando en todas partes el peligroso ejemplo de la intervención de los ejércitos en la implantación de reformas y en la imposición de leyes a sus países por la fuerza de las armas. Inmediatamente después de acaecida la sublevación de Piamonte, surgieron movimientos encaminados al mismo fin en Lyon y en otros puntos de Francia. Hubo la conspiración de Berton en la Rochelle, en la que tomaron parte veinticinco soldados del regimiento número 45. La España revolucionaria transmitió a Francia sus odiosos elementos de discordia y ambas coligaron sus facciones democráticas contra el sistema monárquico. >> (Ibíd)

¿Decimos nosotros que la revolución española ha sido obra de los ingleses y los rusos? De ninguna manera. Rusia no hace más que apoyar los movimientos facciosos en los momentos en que sabe que hay una crisis revolucionaria próxima. Sin embargo, el verdadero movimiento popular que después empieza, resulta siempre tan contrario a las intrigas de Rusia como a la conducta opresora de su Gobierno. Tal sucedió en Valaquia en 1848. Tal ha sucedido en España en 1854.>> (Ibíd. Lo entre paréntesis y el subrayado nuestro)

Para comprender el brusco viraje de la política exterior rusa durante el período considerado por Marx, hay que tener presente que, en 1821, Rusia estaba todavía bajo el influjo de la revolución Francesa, y que  el Zar Alejandro I no pudo sustraerse a ese movimiento internacional de tal magnitud, que dio pábulo a lo que se llamó “despotismo ilustrado”, entendido por la realeza europea de izquierdas, no como voluntad política de transitar sin traumas hacia el capitalismo, sino para preservar sus propios privilegios de clase dominante, haciendo concesiones a la burguesía emergente en la que, hasta ese entonces, no veía motivos para sentirse amenazada. Más aún después de la derrota del ejército imperial francés en territorio ruso, lo cual cohesionó a los explotados de ese país en torno al zarismo. Esto es lo que, a nuestro juicio, explica la política reformista de Alejandro I.

Asesorado por un comité secreto de jóvenes admiradores de la monarquía parlamentaria británica, Alejandro abolió los tribunales secretos, la tortura y la censura, otorgó mayores poderes al Senado, abrió la posibilidad de liberar a los siervos permitiéndoles comprar su libertad, fundó universidades y abrigó otros proyectos que no llegaron a realizarse, como el de dotar a Rusia de una constitución liberal. Pero la mayor parte de sus energías fueron absorbidas por los problemas internacionales ligados a las guerras napoleónicas, en un momento en que el liberalismo no era un peligro inminente para Rusia. Aliado inicialmente con Inglaterra, las sucesivas derrotas frente a Francia (Austerlitz, 1805; Eylau y Friedland, 1807) le llevaron a concluir una alianza con Napoleón (Tratado de Tilsit, 1807); a cambio de declarar la guerra a los ingleses y de reconocer el orden impuesto por Francia en el continente, Alejandro obtuvo la anexión de Finlandia a costa de Suecia (1809).

La alianza no duró mucho, pues Rusia se veía perjudicada por el apoyo francés al renacimiento de una Polonia independiente y por el bloqueo continental, que le impedía seguir exportando cereales y materias primas a Inglaterra; el enfrentamiento llevó a Napoleón a lanzar la campaña de Rusia en 1812. La catástrofe que sufrió la “grande armée” francesa en aquella campaña ─causada en gran medida por las dificultades de la distancia y el clima─ convirtió al zar en el líder de la coalición que iría derrotando a Napoleón hasta la caída de éste: la triple alianza entre Rusia Austria y Prusia. Alejandro I entró en París al frente de sus tropas en 1814 y promovió un trato moderado a los vencidos: se opuso a la idea de desmembrar Francia, restauró en el trono a los Borbones y firmó un tratado de paz con el nuevo rey, Luis XVIII. ¿Se le podía pedir más a un zar en semejantes condiciones?  Sería como esperar hoy que un Clinton, un Schröeder, un Felipe González o a un Carrillo, se hicieran bolcheviques.

Desde 1821, aterrorizado por sucesivos conatos de los liberales revolucionarios en Rusia, se convirtió en un déspota reaccionario. Ante la proliferación de las sociedades secretas masónicas que conspiraban contra la autocracia, él mismo, que había pertenecido a esta logia desde 1805, en 1822 prohibió la masonería [52]. Aliado del sultán turco contra la diplomacia occidental, Alejandro promovió la intervención armada contra las revoluciones liberales del continente y, en el interior, reprimió toda libertad de expresión recortando los escasos derechos que había concedido a los siervos. Murió súbitamente el 1 de diciembre de 1825 durante un viaje a Crimea[53], pocos días antes de que su hermano y heredero directo, Nicolás I, se viera enfrentado a la acción sediciosa de los oficiales del ejército imperial ruso llamados “decembristas”, liderados por intelectuales aristócratas como Pável Pestel, Konstantín Riléiev o Serguéi Muraviov-Apóstol, representantes de nobleza rusa más progresista, que se abrazaron al clavo ardiendo de la revolución francesa, nada más que para sacudirse las frustraciones sociales de su condición señorial subalterna frente al despotismo de la realeza:

<<En 1825, la intelectualidad aristocrática, dando expresión política a esta necesidad, se lanzó a una conspiración militar, con el fin de poner freno a la autocracia. Presionada por el desarrollo de la burguesía europea, la nobleza avanzada intentaba, de este modo, suplir la ausencia del tercer estado. Pero no se resignaba, a pesar de todo, a renunciar a sus privilegios de casta; aspiraba a combinarlos con el régimen liberal por el que luchaba; por eso, lo que más temía era que se levantaran los campesinos. No tiene nada de extraño que aquella conspiración no pasara de ser la hazaña de unos cuantos oficiales brillantes, pero aislados, que sucumbieron casi sin lucha. Ese sentido tuvo la sublevación de los "decembristas".>> (L. D. Trotsky: “Historia de la revolución rusa” Prólogo)

El movimiento revolucionario moderno de Rusia se inició con este alzamiento en apoyo del candidato a la sucesión del Zar Alejandro I, su hijo Constantino, supuestamente partidario de los cambios sociales inspirados en la revolución francesa; pero el alzamiento fue sofocado con rapidez y dio el pretexto para el establecimiento de un reinado, el de Nicolás I (1825-1855), fuertemente represivo y despótico.

No obstante haber tenido orígenes distintos, bajo distintas condiciones históricas, la nobleza comparte con la pequeñoburguesía el común carácter contradictorio de sus comportamientos, producto de su misma posición de sector de clase intermedio: la pequeñoburguesía entre el gran capital y el proletariado; la aristocracia, entre la realeza y el campesinado. Tal como desde la etapa del capitalismo maduro ha venido sucediendo con el pequeño explotador de trabajo ajeno, también ha sucedido antes con los aristócratas. El comportamiento de ambas categorías sociales intermedias se homologan en que obedecen a una doble y contradictoria tendencia, según la correlación de fuerzas entre sus extremos. El pequeñoburgues ama la propiedad privada burguesa, pero teme y odia sus naturales consecuencias: la competencia y el monopolio, que, en condiciones normales, amenazan con proletarizarle. Esto explica que, bajo semejantes circunstancias, busque apoyo en el proletariado dentro de la democracia representativa, para moderar esa propensión natural expropiatoria del gran capital. Pero cuando las condiciones se vuelven críticas y las luchas del proletariado amenazan la estabilidad del sistema en su conjunto, el pequeño explotador tiende a echarse en brazos de la gran burguesía aceptando la solución del totalitarismo.

Del mismo modo, la nobleza en su etapa decadente, que por algo amaba las relaciones de señorío y servidumbre y no le podía caber en la cabeza una forma de vida menos imperfecta que esa, se enfrentó alternativamente a la realeza y al campesinado; de ahí que fluctuara entre la monarquía parlamentaria y el absolutismo, según la menor o mayor amenaza que, para la preservación de sus privilegios señoriales, suponía la tendencia histórica objetiva hacia la revolución burguesa. Alejandro I encarnó este paradigma político de oscilación periódica entre un filoliberalismo paternalista y el absolutismo autocrático más cruel, que signó la transición entre el feudalismo decrépito y el capitalismo emergente en Rusia. Su antecesora inmediata fue Catalina II “La Grande”, así llamada por haber emulado la política interior reformista de Pedro I. Introdujo en Rusia la cultura francesa y durante algún tiempo estuvo interesada en las teorías liberales expuestas por algunos escritores franceses como Voltaire. En 1767, profundizó en la reforma administrativa del reino y en la legislación social, intentando mejorar las condiciones de vida de los siervos campesinos, disposición que no llegó a poner en práctica por la radical oposición de la nobleza. Seis años más tarde, ante el estallido de un levantamiento cosaco y de campesinos dirigido por Yemelyan Ivánovich Pugachov  ―sofocado en 1775— determinó que, en  lugar de suavizar las opresivas leyes sobre la servidumbre, Catalina las endureciera aún más. Tras el comienzo de la Revolución Francesa de 1789, la emperatriz abandonó por completo sus puntos de vista liberales.

Como hemos visto, la Edad Moderna se inició en Europa con el establecimiento de las monarquías autoritarias y una concepción de unidad del Estado y del poder centralizado al que no se ajustó del todo la Monarquía española, obligada a compatibilizar la existencia de dominios que gozaban de legislación propia, con la tendencia objetiva del capitalismo emergente hacia la uniformidad y el centralismo. La creciente inclinación de los reyes hacia el poder absoluto, encontró menos resistencia en Castilla ―donde acabó imponiéndose― que en el reino de Aragón y las vascongadas, donde la capacidad de control real fue tradicionalmente menor. A fin de reforzar su poder de Estado, la realeza despojó a la alta aristocracia de buena parte de su poder político y económico, cooptando para ello a una minoría representativa de la baja nobleza y a los hidalgos[54], para cubrir los cargos de los Consejos consultivos y de la burocracia civil y militar, debilitando así el peligro de desestabilización del sistema por esos dos frentes de la lucha de clases.[55] Tres cuartos de lo mismo ha venido haciendo la gran burguesía desde el capitalismo tardío con los hijos “privilectos” de la aristocracia obrera y de la pequeñoburguesía, promovidos a los altos cargos administrativos, políticos y militares del aparato Estatal. El poder de la realeza tuvo, además, sus propios instrumentos de propaganda, entre los que –por su continuidad y proyección— destacaron las emisiones monetarias sin respaldo[56] y las condecoraciones. En tal sentido, de la sociedad capitalista contemporánea puede decirse, con el “Eclesiastés”, que “níhil sub Sole nóvum”.

p) El proceso revolucionario de 1868-1873

Los cambios operados en la estructura económica y social de España desde 1830, especialmente la desamortización de Mendizábal y la posterior eliminación del régimen de señorío y servidumbre durante los gobiernos “moderados” bajo el reinado de Isabel II, no se tradujeron en innovaciones técnicas aplicadas al trabajo rural, dado que los nuevos propietarios prefirieron mantener los sistemas de explotación en vez de invertir en mejoras. La difusión de la propiedad privada resultante del reparto de tierras hecho con un criterio recaudatorio, combinó el latifundio con el minifundio. El rendimiento de la tierra no aumentó; incluso bajó el rendimiento medio por unidad de superficie cultivada, porque las nuevas tierras que se incorporaron al cultivo eran de peor calidad. Pero sí se incrementó la producción por el sólo hecho de haberse extendido la frontera agraria, aunque en perjuicio de la cabaña ganadera, ya que muchas de las tierras expropiadas que habían servido para el alimento del ganado, se reconvirtieron al cultivo, lo cual contribuyó al descenso de los rendimientos dado que disminuyó el abono natural aportado a esas tierras por la ganadería. Aunque aumentó el cultivo de patata y maíz ―especialmente en el Norte― el trigo y otros cereales siguieron siendo los productos fundamentales, casi exclusivos de gran parte de la población, que, aunque lentamente, aumentó.

Los gobiernos moderados, que prioritaron la defensa de los nuevos propietarios burgueses de la tierra, impulsaron una política económica proteccionista, estableciendo fuertes aranceles a la importación de alimentos, precisamente para garantizar la venta ―a precios elevados― de la producción en el mercado interno. El resultado fue que en años de buenas cosechas, los precios se mantenían relativamente altos al no haber competencia exterior ni un mercado nacional suficientemente integrado, mientras que en años de malas cosechas los precios se disparaban. Los propietarios conseguían de esta manera acumular enormes ganancias, pero sin invertir en la mejora de la producción  puesto que el gobierno les garantizaba la venta interna a precios de monopolio.

                Por todo ello la producción agrícola española sólo creció lentamente. Fue una agricultura estancada, incapaz de suministrar mano de obra adicional a la industria, ni, por tanto, mercado para los productos fabriles, sea de consumo productivo para el campo –maquinaria agrícola- sea de consumo final para los obreros (productos agrarios elaborados, utensilios del hogar, etc.) En conjunto, la nueva estructura de la propiedad agraria supuso un lastre importante para el desarrollo de los demás sectores productivos. Especialmente para el proletariado, una población jornalera con salarios muy bajos, que apenas mejoró su nivel de vida y aumentó su número. De hecho se mantuvo en permanente amenaza de hambre a causa de malas cosechas o de plagas. En el curso de este período entre las décadas de 1830 a 1860, se sucedieron varias crisis agrarias que repercutieron en la capacidad de compra del campesinado y afectaron, por tanto, a los negocios industriales y financieros.

Hacia 1830, sólo un sector y una ciudad habían iniciado su industrialización: el textil de Barcelona, basado en la tecnología inglesa.  La industria catalana había experimentado una fuerte crisis a raíz de la pérdida de las colonias. Sin embargo, a partir de 1832 comenzó una nueva fase de expansión, lenta al principio, más acelerada desde 1840, tras finalizar la guerra, y que se prolongó hasta 1862. Las causas de ese despegue, único en España, hay que buscarlas en dos factores: la mecanización acelerada y la política proteccionista. La introducción de la energía del vapor y la mecanización de las fábricas textiles se produjo en esos treinta años, y dio lugar a una disminución de costes y precios y a una multiplicación de las ventas, proceso que se extendió hasta fines de la década de los cincuenta, pero con la contrapartida de sustituir la mano de obra masculina por niños y mujeres, con salarios mucho más bajos. Las mujeres se convierten en obreras con las mismas jornadas que los hombres, pero sufriendo una clara discriminación, puesto que su sueldo se fijaba en el 50% del de los obreros. Niños y niñas fueron contratados en las fabricas a partir de edades tan tempranas como los cinco años, todo ello por unos sueldos de autentica miseria. Fue precisamente en esta región donde se inició el movimiento obrero. Otra consecuencia fue la concentración fabril del trabajo y una mayor centralización del capital global nacional: se pasó de 4.583 fábricas en 1840 a 3.500 en 1860.

Los gobiernos de los años treinta y cuarenta realizaron una política proteccionista y prohibieron la importación de telas de algodón, lo cual permitió que los productos catalanes compitieran con ventaja en el mercado interior. El intento de Espartero de introducir el librecambio y, por tanto, de abrir el país a las telas inglesas, fue una de las claves de su fracaso y de la revuelta catalana de 1842. Esta política permitió mantener la expansión de la producción, pero ralentizó las inversiones y la modernización. Cuando la crisis estalló en 1862-1863, ante el encarecimiento del algodón ocasionado por la guerra de secesión norteamericana, las fábricas se quedaron sin recursos para afrontarla, quebrando muchas de ellas y produciendo un paro creciente. No obstante, hacia 1860 era la industria más avanzada de España y había eliminado prácticamente a las pequeñas industrias levantinas y gallegas.

 Mucho menor fue el desarrollo del sector siderúrgico. Aunque la demanda de hierro comenzó a crecer a partir de 1830, no puede hablarse de un despegue industrial propiamente dicho. En primer lugar, porque faltó capital para un proceso de mecanización, tanto en el campo como en la industria -salvo en la textil catalana- que disparó la demanda de acero. En segundo lugar, porque el boom siderúrgico que hubiera supuesto el ferrocarril o los barcos de vapor no se produjo, al permitir la ley de 1856 la libre importación sin aranceles de esta materia prima del extranjero, mucho más barata que la española. En tercer lugar, la escasez, baja calidad y alto coste del carbón español aumentaba los precios del hierro nacional. Prueba de ello, y del atraso técnico de nuestra industria, es que en 1856 aún el 57% de la producción se obtenía con hornos de carbón vegetal.

 Hubo tres etapas bien diferenciadas en la formación de la siderurgia española durante el siglo XIX: la etapa inicial transcurrió entre 1830 y 1860; en ella, el predominio fue de los altos hornos andaluces, que suministraban un hierro de alta calidad pero también muy caro. Desde los años cincuenta comenzó a producirse en el Norte un hierro más barato, que dio lugar a la segunda etapa, entre 1860 y 1880, de predominio de los altos hornos asturianos (la Felguera, fundada por los hermanos Duro), que instalaron sistemas de carbón mineral y aprovecharon las minas de la zona. Su calidad no era mejor que la del hierro malagueño, pero su precio era considerablemente menor, por lo que rápidamente lo desbancó del mercado. Las minas de Tharsis fueron explotadas por los británicos a partir de 1866. En 1870, el Gobierno desamortizó las minas de Riotinto y éstas pasaron a manos de un consorcio internacional. El mercurio de Almadén fue controlado por los Rothschild.

La tercera etapa se inició hacia 1880, y en ella se impuso el predominio vizcaíno, gracias a la excelente calidad del hierro vasco, la concentración de sus empresas (las familias Chávarri e Ibarra fundaron los Altos Hornos de Vizcaya), los encargos de la Marina y la acumulación de capitales generada por la venta al exterior, que permitieron organizar las factorías a partir de altos hornos modernos, con procedimientos de última generación. Pero todo esto sucedió más tarde. Hacia 1868, tras la crisis generada por el fin de la fiebre ferroviaria, la siderurgia española era débil, poco avanzada, con producción demasiado cara y con muy poca demanda en perspectiva como para expandirse. Desde luego, estaba a años luz de las siderurgias inglesa, alemana o francesa.

Otras industrias de consumo, como la harinera, aceitera, vitivinícola, la del calzado, la cerámica o el vidrio, crecieron a lo largo del período, pero dado el lento crecimiento del mercado interno capitalista, su producción era de pequeña escala, con baja progresión en el empleo de mano de obra y sistemas de producción más artesanales que propiamente industriales. En cuanto a la minería, la falta de de racionalización operativa y los problemas financieros de la hacienda pública ―por causa de las guerras en el extranjero [57] ―, dieron pábulo a que la propiedad de las minas pasaran a manos de acreedores extranjeros, como garantía del cobro de los empréstitos que los sucesivos gobiernos se vieron obligados a pedir desde la época de Carlos III. Los yacimientos minerales españoles en mercurio, plomo, cobre y, en menor medida hierro, eran aún abundantes en el siglo XIX. Algunos de ellos, esenciales para la industria, eran por entonces prácticamente inexistentes en Europa. Sin embargo, por falta de capital-dinero disponible debieron ser cedidos a capitales extranjeros que explotaron las minas, comercializaron el mineral y se llevaron los beneficios.

Respecto de la red viaria, el reformismo borbónico del siglo XVIII dotó a España de un sistema de comunicaciones adecuado a las necesidades del transporte en la época del Antiguo Régimen, pero insuficiente para la etapa industrial posterior a la desamortización. Allí donde se iban construyendo las carreteras empedradas y los ferrocarriles, la accidentada orogra­fía peninsular hacía bastante más costosas las obras que en otros países europeos. En cuanto a la canalización de los ríos a fin de hacerlos navegables, el relativamente corto y desigual cau­dal desbarataba toda posibilidad de una red similar a la francesa o alemana. Por tanto, la ampliación de la infraestructura de transportes hubo de limitarse en España a las carreteras y, en mayor medida, al ten­dido de ferrocarriles. La ampliación y dragado de puertos, el balizamiento de costas, la introducción de una red telegráfi­ca, la renovación de los servicios postales, y muy singularmen­te la aplicación del vapor a los transportes terrestres y marí­timos completaron, en lo esencial, el panorama de moderni­zación.

Es de señalar que el plan de carreteras isabelino, radial y con seis grandes rutas nacionales, se debe en buena medida a Bravo Murillo, siendo en lo fundamental el que ha subsis­tido hasta hace pocas décadas. Su trazado se ajustó en líneas generales a la red viaria precedente. De igual forma ocurriría más tarde con el ferrocarril. Ante todo se trató de asegurar el tránsito entre la capital y cada uno de los puntos clave de la periferia nacional y con el extranjero, aun cuando ello redundara en el perjuicio de construir centenares de kilómetros de carretera o ferrocarril de escaso o nulo rendimiento económico. En 1867, la red de carreteras nacionales fue estimada en 20.000 kilómetros. De ellas, aproximadamente la mitad, eran carreteras principales. A diferencia de los ferrocarriles, las carre­teras fueron construidas por el Estado. Su multiplicación generó una expansión sin precedentes del comercio in­terior, no obstante el ferrocarril acabó representando la mayor parte del tráfico terrestre.

Sin embargo, hasta 1855 el total de kilómetros de vías férreas construidos era sólo de 440; el retraso general de la economía española y el clima de permanente inestabilidad habían impedido planificar la construcción y atraer inversiones. Las concesiones recayeron sobre grupos afines al partido moderado, que en gran parte se dedicaron a especular con ellas en Bolsa, provocando algunos de los graves escándalos de corrupción que jalonaron el final de la década que acabó con el reinado de Isabel II.

Una propicia legislación atrajo cuantioso capital extranjero ―principalmente francés― al sector ferroviario español, en rápida expansión. Fueron  los  progresistas quienes, en 1855, aprobaron la ley General de Ferrocarriles. Esta ley fijaba condiciones muy favorables para la construcción: regulaba la formación de las compañías de construcción, garantizaba las inversiones extranjeras en caso de guerra, eximía de aranceles a los materiales necesarios para tender las líneas, subvencionaba hasta un tercio del coste de construcción y permitía a las compañías financiarse emitiendo obligaciones. Se fijaba un plano radial de interés general a partir de Madrid, y se optaba por un ancho de vía mayor que el europeo. Para justificar la decisión, se argumentó mayor ancho permitiría máquinas más potentes y convoyes más rentables.

Al amparo de la Ley de Sociedades de Crédito promulgada en 1856, que completó el marco legal de las inversiones ferroviarias, se formaron tres grandes grupos, mayoritariamente participados por la banca francesa de las familias Pereire, Rosthschild y Prost, que fundaron las tres grandes compañías ferroviarias: la del Norte, la MZA (Madrid a Zaragoza y Alicante) y la de Ferrocarriles Andaluces. A ellos se unieron, como socios españoles, algunos de los principales magnates de las finanzas y de la Bolsa. Esos tres grupos acapararon las principales concesiones, sacando sus acciones a Bolsa y emitiendo obligaciones para financiar las construcciones. Entre 1855 y 1865 se construyeron 4.310 Km., totalizando 4.750 al término del periodo, es decir, 430 Km. al año, lo que da una idea del boom ferroviario en esos años bajo el gobierno de la Unión Liberal; buena parte del capital acumulado disponible y de los recursos del Estado, se invirtieron en el ferrocarril. Se calcula que el 40% de la financiación corrió por cuenta de inversores españoles, otro 40% por capitales extranjeros y un 20% a cargo del Estado.

En este periodo se construyeron una buena parte de las líneas principales de la red, lo que se tradujo en un cambio considerable del coste y condiciones de transporte de viajeros y mercancías. Se ha dicho que el ferrocarril absorbió buena parte de los capitales que hubieran debido invertirse en la industria, y que, al permitir importar hierro del exterior sin aranceles se perdió una oportunidad de lanzar la siderurgia nacional. Pero también es verdad que sin ferrocarriles difícilmente hubiera podido crecer la siderurgia y que ésta no estaba en condiciones de cubrir la demanda de hierro y carbón para su construcción. Además, no es seguro que los capitales invertidos en el ferrocarril, de otro modo hubieran ido a parar a la industria.

En 1868 se habían construido en España más de 5.000 Km., una extensión superior a la de grandes potencias como Austria, Prusia y Rusia, pero en densidad muy por detrás de Bélgica, Gran Bre­taña (10.000 Km. en 1848) y Francia. Para entonces, la inversión global en los fe­rrocarriles se aproximaba a los 2.000 millones de pesetas. Sin duda, el ferrocarril contribuyó al desarrollo industrial de España y, por ende, a la formación de un proletariado socialmente significativo. Pero el motor básico que impulsó la extensión de las relaciones de producción capitalistas en el segundo tercio del siglo XIX no fue ese, sino los cambios sociales en la estructura de la propiedad territorial, que tuvo por causa eficiente la desamortización de los bienes eclesiásticos durante el reinado de Isabel II. Esto explica que el proletariado irrumpiera por primera vez en la escena política nacional como “fuerza social espontánea relativamente autónoma”, recién durante la “crisis revolucionaria” de 1873. [58] (según el censo de 1860, los asalariados pasaron a representar el 54% de la población activa en el agro.)

La crisis financiera de 1866, prácticamente paralizó la construcción ferroviaria, que sólo se reanudó después de 1876, aunque a ritmo más atenuado. De hecho, la propia crisis se debió en parte al hundimiento de las sociedades de crédito que estaban detrás de las compañías ferroviarias. Como ocurre en estos casos bajo el capitalismo, el afán especulativo de los rendimientos a corto plazo, determinó que se invirtiera demasiado dinero en líneas que no resultaron rentables, por lo que sus acciones se desplomaron, causando el pánico en la Bolsa y llevando a las sociedades gestoras de los fondos de inversión a la quiebra. En este contexto, la industria textil catalana también entró en crisis a causa de la guerra de Secesión en EE.UU., que suspendió sus exportaciones de algodón. A esto se añadió la crisis de subsistencias de la población a raíz del paro obrero y el fracaso de las cosechas de 1867/68.

Ya entre 1863 y septiembre del 68, la inestabilidad política del reinado de Isabel II se había vuelto permanente. En ese periodo se sucedieron siete gobiernos, que la Unión liberal de O’Donnell y en Partido Moderado de Narváez, se repartieron en acuerdo con la reina mediante la combinación del fraude comicial sistemático y la represión a los opositores. Así, el régimen político isabelino bipartidista fue perdiendo apoyo, hasta que los progresistas se negaron a seguir participando en unas elecciones fraudulentas, acercándose a los demócratas y recurriendo de nuevo a métodos de levantamiento contra la monarquía.

A la crisis política de ese bloque de poder le sucedió una crisis intelectual de apoyo político.  Muchos intelectuales se distanciaron del régimen. Cuando, en abril de 1865, el militante demócrata Emilio Castelar fue expedientado por criticar a la corona en la prensa, los estudiantes le manifestaron su apoyo en la llamada noche de San Daniel, enfrentándose a la Guardia Civil, con el resultado de varios muertos y heridos.

Prim y otros militares progresistas protagonizaron varios pronunciamientos, como el de Villarejo de Salvanés en enero de 1866. Los demócratas se pusieron a discutir la forma de gobierno, monarquía o república, ampliando el número de sus seguidores. En conexión con los demócratas, en junio de 1866 se preparó la sublevación de los sargentos de cuartel de San Gil. La represión fue dura y rápida, saldándose con 66 fusilados por las tropas de la reina.

En este clima de corrupción política y descontento social creciente por el impresionante aumento del paro y la miseria popular, la burguesía financiera acabó alejándose de la corona. Progresistas, demócratas y republicanos empezaron a planificar una estrategia para acabar con los gobiernos corruptos de unionistas y moderados en contubernio con la  monarquía isabelina, firmando el Pacto de Ostende para destronar a la reina. Muerto O´Donnell, los unionistas se sumaron al pacto, dejando a la corona completamente aislada junto a su camarilla, sectores de la vieja nobleza y la Iglesia en su totalidad.

El pronunciamiento tuvo lugar en septiembre de 1868, en el que se acusó a la reina de no haber acatado lealmente las limitaciones de su cargo estipuladas en la constitución de 1845. La sublevación comenzó en Cádiz a cargo de la escuadra de Juan Bautista Topete, seguida por las fuerzas de los Generales Prim y Francisco Serrano. Este último derrotó en Alcolea a las tropas isabelinas. El levantamiento se generalizó y la reina debió partir a Francia en setiembre de 1868. Se inició así el llamado “sexenio revolucionario (1868-1874).

En 1869 la coalición revolucionaria elaboró su propia Constitución, de carácter liberal-democrático, buscando una nueva dinastía cuyos miembros aceptaran el papel de monarcas constitucionales, rompiendo con los “vicios” autoritarios heredados del absolutismo; esa dinastía la encontró en la casa de Saboya, que reinaba en la Italia recién unificada, uno de cuyos príncipes se convirtió en rey de España en 1870 con el nombre de Amadeo I. No obstante, la falta de tradición democrática, las divisiones entre los partidos y la resistencia de las fuerzas conservadoras hicieron que aquel régimen no arraigara. Amadeo de Saboya acabó abdicando el 2 de febrero de 1873, y siete meses después, los representantes parlamentarios, reunidos en asamblea, proclamaron la República el 19 de setiembre.

La Primera República española tuvo una vida corta y agitada. Su base social era muy estrecha, especialmente entre las clases burguesas de la sociedad; e incluso sus representantes políticos, los republicanos, se hallaban divididos sobre la forma que debía adoptar el nuevo Estado (unitario o federal) y sobre la actitud a tomar ante la cuestión social; efectivamente, en los años sesenta se habían empezado a manifestar en las grandes ciudades movimientos reivindicativos de una clase obrera surgida al hilo de la industrialización, como estaba ocurriendo en toda Europa, aunque de insuficiente significación social y política. La República tuvo que hacer frente a tres rebeliones armadas: por un lado, la sublevación independentista de los colonos cubanos, que recelaron de las reformas del sexenio, muy especialmente de la posibilidad de que se aboliera la esclavitud, situación que condujo a la “Guerra de los diez años”, iniciada en 1868; por otro lado, los carlistas volvieron a alzarse en armas contra el Estado, como ya lo habían intentado en 1846 y 1860, aprovechando la pérdida de legitimidad que suponía el cambio de dinastía primero y la abolición de la monarquía después, dando inicio a la Segunda Guerra Carlista, entre  1872 y 1876.

Por último, una interpretación radical de los principios democráticos y federalistas, determinó que en algunas ciudades se proclamaran cantones independientes como punto de partida para una ulterior federación de comunidades soberanas desde la base (Insurrección cantonal de 1873-1874). Ante tantos y tan graves problemas, la República no consiguió estabilizarse: cuatro presidentes se sucedieron al frente del Poder Ejecutivo: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, con lo que el proyecto constitucional nunca llegó a promulgarse. Así las cosas, hasta que un golpe de Estado militar acabó disolviendo la Asamblea para instaurar un régimen autoritario de transición, antes de que la solución de restaurar a los Borbones se acabara imponiendo por la fuerza de las propias circunstancias en 1874.

El análisis de estos hechos por parte de la intelectualidad revolucionaria corrió a cargo de Federico Engels en un trabajo titulado “Los bakuninistas en acción: Memorias sobre los levantamientos en España en el verano de 1873”, que apareció en los números 105, 106 y 107 del periódico alemán “Volksstaat”, correspondientes al 31 de octubre y al 2 y 5 de noviembre de 1873 respectivamente, donde explicó los sucesos acaecidos durante el verano de ese año, momento culminante de la revolución burguesa española de 1868-1874. Lo primero y principal a destacar de este análisis es el juicio de Engels acerca de la correlación fundamental de fuerzas sociales en ese momento, dado que de ello dependía el carácter de la revolución y la estrategia de poder del proletariado para ese período de la lucha de clases en España:

<<España es un país muy atrasado industrialmente, y, por lo tanto, no puede hablarse aún de una emancipación inmediata y completa de la clase obrera. Antes de esto, España tiene que pasar por varias etapas previas de desarrollo (económico y social) y quitar de en medio toda una serie de obstáculos (remanencia de los privilegios de la nobleza, de los fueros y demás particularismos feudales que impedían unificar el país en torno a la ley del valor, sin lo cual era mucho más difícil unificar políticamente al proletariado como condición ineludible para la futura construcción del socialismo.)

La República brindaba la ocasión para acortar en lo posible esas etapas y para barrer rápidamente estos obstáculos. Pero estaocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política activa de la clase obrera española.

La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la ocasión de actuar, en vez de dejar a las clases poseedoras el campo libre para la acción y para las intrigas, como se había  hecho hasta entonces.>> (F. Engels: Op. Cit. Advertencia Preliminar. 1894. El subrayado y lo entre paréntesis es nuestro)

¿Y qué debía hacer el proletariado español para evitar que se volvieran a repetir las inhibiciones de los Jovellanos, el oportunismo vacilante de los Espartero y las corruptas componendas con la realeza de los Mendizábal, los O’Donnell y los Narváez? Organizarse como partido revolucionario nacional independiente, esgrimiendo un programa de reivindicaciones económicas y políticas que le permitieran ganarse la voluntad política de los campesinos pobres y de la pequeñoburguesía de las ciudades, para ejercer el doble poder con vistas a imponer la república social burguesa en una dinámica de revolución permanente, como ya hemos visto que ―tras la experiencia fallida de 1848/49― Marx y Engels habían aconsejado para el futuro en marzo de 1850 desde la “Liga de los Comunistas”.

Al día siguiente de abdicar el rey Amadeo I, fue elegida una Asamblea Constituyente que se reunió en la primera semana de junio, y el 8 de ese mes fue proclamada la República federal. Inmediatamente estalló la tercera guerra carlista. El 11 se constituyó un gobierno provisional bajo la presidencia de Pi y Margall, al tiempo que se formó una comisión encargada de redactar el proyecto de una nueva Constitución, de la que fueron excluidos los republicanos extremistas llamados “intransigentes” bajo la dirección de la autodenominada “Alianza Internacional de la democracia socialista” de cuño anarquista, quienes pretendían la desmembración de España en “cantones independientes”, sin otro programa social que el de los republicanos burgueses, enemigos naturales de la clase obrera.[59]

Habiendo rechazado el nuevo ordenamiento constitucional, los republicanos burgueses puros ―llamados “Intransigentes”― y los anarquistas nucleados en la “Alianza Internacional” de Bakunin, se alzaron en armas. Del 5 al 11 de julio, triunfaron en Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga, Cádiz, Alcoy, Murcia, Cartagena, Valencia, etc., e instauraron en cada una de estas ciudades un gobierno cantonal independiente. El 18 de julio dimitió Pi y Margall y fue sustituido por Salmerón, quien inmediatamente lanzó sus tropas contra los insurrectos, que fueron vencidos a los pocos días, tras ligera resistencia; ya el 26 de julio, con la caída de Cádiz, quedó restaurado el poder del Gobierno federal en toda Andalucía y, casi al mismo tiempo, fueron sometidas Murcia y Valencia; sólo esta última luchó con alguna energía. Tales fueron los hechos que acabaron con el llamado “sexenio democrático” bajo el reinado de Isabel II.

Veamos ahora el comportamiento de las distintas fuerzas en pugna. Tanto los “carlistas”, como los liberales burgueses “moderados” y los intransigentes, seguían en sus trece; los primeros, empeñados en restaurar la monarquía absoluta de los borbones. Los segundos, proponiendo reeditar la fórmula de la monarquía parlamentaria. Por su parte, los “intransigentes” luchaban por la república burguesa federal” en régimen de democracia formal representativa. Finalmente, los asalariados españoles hicieron por primera vez historia mayoritariamente organizados en torno a la “Alianza Internacional”, con una minoría marxista irrelevante localizada en Valencia.

¿Qué querían los “aliancistas”? Lo que llevaban predicando hacía ya años: que los revolucionarios no debían intervenir en ninguna acción política orgánica que no tuviera por finalidad la emancipación social inmediata y completa de la clase obrera, cualesquiera fueran las condiciones históricas de esa acción; y que todo otro cometido de esa lucha suponía el reconocimiento del Estado, para ellos el gran principio del mal; por lo tanto, la participación en cualquier clase de elecciones para la formación de cualquier forma de gobierno, era una traición a esa finalidad absoluta del poder obrero “que merecía la muerte”. En un informe citado por Engels, la organización española de la Iª Internacional da cuenta de la posición de la “Alianza”ante las elecciones generales para las Cortes Constituyentes:

<<...Celebráronse con este objeto dos grandes asambleas, una en Barcelona y otra en Alcoy, y los separatistas (los aliancistas) se opusieron con todas sus fuerzas a que se determinara cuál había de ser la actitud política de la Internacional (¡de la suya, nótese bien!), resolviéndose que la Internacional, como Asociación, no debe ejercer acción política alguna; pero que los internacionales, como individuos, podían obrar en el sentido que quisieran y afiliarse en el partido que mejor les pareciese, siempre en uso de la famosa autonomía. Y ¿qué resultó de la aplicación de una teoría tan bizarra? Que la mayoría de los internacionales, incluso los anárquicos, tomaron parte en las elecciones, sin programa, sin bandera, sin candidatos, contribuyendo a que viniese a las Constituyentes una casi totalidad de burgueses, con excepción de dos o tres obreros, que nada representan, que no han levantado ni una sola vez su voz en defensa de los intereses de nuestra clase y que votan tranquilamente cuantos proyectos les presentan los reaccionarios de la mayoría.>> (F. Engels: Op.cit.)

Seguidamente, Engels hizo el siguiente comentario:

<<A eso conduce el “abstencionismo político” bakuninista. En tiempos pacíficos, en que el proletariado(revolucionario) sabe de antemano que a lo sumo conseguirá llevar al Parlamento unos cuantos diputados y que la obtención de una mayoría parlamentaria le está por completo vedada, se conseguirá acaso convencer a los obreros en algún sitio que otro de que es toda una actuación revolucionaria quedarse en casa cuando haya elecciones y, en vez de atacar al Estado concreto, en el que vivimos y que nos oprime, atacar al Estado en abstracto, que no existe en ninguna parte y, por lo tanto, no puede defenderse.>> (Ibíd. Lo entre paréntesis es nuestro)

Para atacar al Estado en la sociedad moderna, se necesita un partido efectivamente revolucionario y con influencia de masas. En “tiempos pacíficos”, la vanguardia revolucionaria ―como condición de existencia del partido―, es prácticamente inexistente, sólo cabe hablar de una irrisoria minoría necesariamente dispersa de la que es ilusorio esperar que pueda atacar al Estado vigente de ninguna de las formas ni por ningún medio, salvo que el nombre de esa cosa llamada “partido revolucionario” se niegue en la práctica para todos sus efectos.

Este asunto ya fue motivo de discusión y discordia en la “Liga de los Comunistas” una vez pasada la ola revolucionaria de 1848/49. La fracción voluntarista, practicista y pequeñoburguesa de Willych y Schapper, sostenía que la acción revolucionaria para llevar los obreros al poder, todavía era posible en Alemania, declarando explícitamente que, si no, era preferible abandonar la política. En lugar de los condicionamiento reales, destacaban la voluntad política pura como el aspecto principal de la revolución. Para Marx y Engels, en cambio, había condicionamientos reales que negaban tal posibilidad; tales condiciones consistían en que, por efecto de la derrota coyuntural, las masas obreras habían caído en la inercia de la contrarrevolución, y todo lo que el partido revolucionario perdía en base social, cohesión interna e influencia sobre el movimiento de masas, lo estaba ganando el partido de la pequeñoburguesía. Así lo entendían y lo comunicaban Marx y Engels en marzo de 1850:

<<De este modo, mientras que el partido democrático, el partido de la pequeñoburguesía, se organizaba cada vez más en Alemania, el partido obrero perdía su única base firme, mantenía su organización, a lo sumo, en algunos sitios y para fines puramente locales, y ello hacía que, dentro del movimiento general, cayese totalmente bajo la hegemonía y la dirección de los demócratas pequeñoburgueses. Hay que poner fin a este estado de cosas y asegurar la independencia de los obreros>>(“Circular del Comité Central de la Liga”)

De la España de 1873, no podía decirse que pasara precisamente por “tiempos pacíficos”.  Pero sí que, ante la inexistencia del partido obrero, el movimiento de los explotados y oprimidos estaba dirigido por la pequeñoburguesía (intransigentes liberales y anarquistas). Bajo tales condiciones, ni siquiera podía plantearse si los revolucionarios comunistas debían o no participar en ningún gobierno provisional ni presentar candidatos a las elecciones para la conformación de una Asamblea Constituyente; sencillamente porque el partido, como tal, no existía, del mismo modo que había dejado de existir en Alemania cuando Marx y Engels redactaron la “Circular al Comité Central de la Liga”; por eso ni siquiera mencionaron en ella el problema de si era o no correcto o necesario participar en un gobierno provisional ni en una posible Asamblea Constituyente.

¿Por qué? Pues, porque la construcción de la vía política hacia la “dictadura democrática de las mayorías sociales” ―la única que podía acabar definitivamente con el contubernio de los representantes políticos burgueses de distinto color con la aristocracia y la realeza, garantizando de una vez por todas la plena vigencia del capitalismo en Alemania―, esa vía había quedado momentáneamente interrumpida por la derrota del movimiento revolucionario entre marzo y diciembre de 1849.

¿Y en la España de 1873? Esa vía jamás había sido trazada por nadie en la conciencia de los asalariados; por lo tanto, antes de pensar en gobiernos provisionales y Asambleas Constituyentes, eran necesarios los ingenieros y operarios del partido todavía inexistente, para realizar la obra del partido revolucionario que debía construirla. Recién en ese momento cabría preguntarse si esa vía debía o no pasar por determinados gobiernos provisionales y/o Asambleas constituyentes.

Esto es lo que resolvieron los revolucionarios alemanes en 1850:

<<Consciente de esta necesidad (la de reconstruir el partido), ya en el invierno de 1848-49 el Comité Central envió a Alemania  un emisario, Joseph Moll, con el encargo de proceder a la reorganización de la Liga. Pero la misión encomendada a Moll no dio resultados duraderos, de una parte porque los obreros alemanes no habían reunido aún, por aquél entonces, las experiencias necesarias y, de otra, porque la misión se vio interrumpida por la insurrección de mayo de 1849. El propio Moll echó mano del fusil, se unió al ejército de Baden y el Palatinado, y cayó el 29 de junio en el combate junto al río Murg. [60] La Liga perdió en él a uno de sus miembros más veteranos, más activos y más seguros, que había participado en todos los congresos y comités centrales, y llevado a cabo, ya anteriormente y con gran éxito, una serie de misiones. Después de la derrota de los partidos revolucionarios de Alemania y Francia en julio de 1849, han vuelto a reunirse en Londres casi todos los miembros del Comité Central, completándose con nuevos elementos revolucionarios y acometiendo con redoblado esfuerzo la reorganización de la Liga..

Esta reorganización sólo puede efectuarse por medio de un emisario, y el Comité Central considera de la mayor importancia que este emisario se ponga en viaje precisamente en los momentos actuales, en que estamos a las puertas de una nueva revolución y en que, por tanto,  el partido obrero debe actuar lo más organizadamente  y con la mayor unanimidad e independencia  que sea posible, si no quiere que la burguesía vuelva a explotarlo y llevarlo a la zaga, como en 1848>>  (Op.cit.)    

Dada la política objetivamente contrarrevolucionaria de los anarquistas inmediatamente inmodificable, los comunistas españoles debían actuar, pero como procedió la “Liga de los Comunistas” desde julio de 1849, es decir, denunciando a los anarquistas como lo hizo Engels, pero no proponerse participar en el gobierno provisional ni en la constituyente, porque eso significaría quedar a la retranca de los intransigentes burgueses puros o de los anarquistas, corriendo el peligro de malograr su alternativa revolucionaria, dada la desfavorable correlación política de fuerzas. Para cambiar semejantes condiciones adversas, era necesario poner todos los esfuerzos en crear un partido con influencia de masas de suficiente magnitud, como para estar en condiciones de disputarle la opinión pública a la burguesía, convirtiendo el discurso y la acción de sus militantes en referente y centro político gravitatorio del conjunto de la clase obrera y los campesinos. Tal es la ineludible premisa para atacar efectivamente al Estado burgués, incluso en el propio reducto de sus instituciones, de modo tal que los representantes del partido en el gobierno provisional y en la Constituyente, sientan que la presión político-moral concentrada de sus compañeros de organización y de las masas simpatizantes en lucha, es mayor que la sufrida por ellos dentro de las instituciones de Estado burguesas, condición necesaria y suficiente para que cumplan rigurosamente su mandato.

Sólo en tales circunstancias vale la pena considerar el resto de las condiciones existentes, para decidir si es necesario y, por tanto, correcto, participar o no en eventuales gobiernos provisionales o asambleas constituyentes burguesas. Esto es lo que, a nuestro modo de ver, Engels debió haber dicho para completar su crítica política a los anarquistas españoles de la Alianza en aquél momento. Al no haberlo hecho, su texto quedó expuesto desde entonces a que los enemigos de la revolución dentro del propio movimiento, utilicen esa crítica al abstencionismo político sistemático de los anarquistas respecto de las instituciones burguesas en esas precisas circunstancias, para justificar ante los electores de antes y de ahora su política de compromiso histórico sistemático con ellas. Esto mismo volvió a sucederle a Engels tras redactar su famoso prólogo de 1895 a la obra de Marx:“Las Luchas de clases en Francia”, donde su errónea caracterización de las perspectivas electorales de la clase obrera alemana a fines del siglo XIX, se prestó a la escandalosa manipulación de su pensamiento por parte de Víctor Adler y Karl Kautsky [61] . Nada se puede manipular que no sea efectivamente manipulable.

   Regidos por el axioma incondicional de la acción directa, la Alianza llenó el vacío de su abstención electoral por la consigna de la huelga general:

<<En el programa bakuninista, la huelga general es la palanca de que hay que valerse para desencadenar la revolución social. Una buena mañana, los obreros de todos los gremios de un país y hasta del mundo entero dejan el trabajo y, en cuatro semanas a lo sumo, obligan a las clases poseedoras a darse por vencidas o a lanzarse contra los obreros, con lo cual dan a éstos el derecho a defenderse y a derribar, aprovechando la ocasión, toda la vieja organización social. La idea dista mucho de ser nueva; primero los socialistas franceses y luego los belgas se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin embargo, por su origen, un caballo de  raza inglesa.>> (Ibíd)[62]

El proceso que culminó en esta medida extrema fue el siguiente: Una vez implantado, el régimen republicano supuso que todos los representantes del pueblo fueran elegidos por sufragio universal masculino, en tanto que el presidente fue nombrado por el Parlamento, cargo que recayó el 11 de febrero en el republicano federal (moderado) Estanislao Figueras, quien formó el primer gobierno, en parte con ministros de la anterior etapa monárquica, pero incorporando también a reputados republicanos. Después de superar una crisis ministerial, Figueras estuvo al frente del ejecutivo durante cuatro meses (desde el 11 de febrero hasta el 11 de junio). Acosado por intransigentes y aliancistas, dimitió y se marchó a Francia. Fue sustituido por  su correligionario Pi y Margall, un moderado discípulo de Proudhon, de extracción obrera, que intentó negociar con los intransigentes:

<<Pi era, de todos los republicanos oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que la República se apoyara en los obreros. Así presentó en seguida un programa de medidas sociales de inmediata ejecución, que no sólo eran directamente ventajosas para los obreros, sino que, además, por sus efectos, tenían necesariamente que empujar a mayores avances y, de este modo, por lo menos poner en marcha la revolución social.>> (Ibíd)

Pero los internacionales bakuninistas, sujetos al principismo abstracto de rechazar hasta las medidas más revolucionarias cuando son iniciativa del Estado en condiciones objetivas no revolucionarias, optaron por apoyarse en los intransigentes más exaltados, abandonando a un ministro sensible a las demandas sociales manifiestas. Como las negociaciones de Pi con los intransigentes se dilataban, empezaron a perder la paciencia; los más fogosos de ellos comenzaron en Andalucía el levantamiento cantonal. Sus más impacientes seguidores exigieron a Pi la creación inmediata de una república federal, al tiempo que le acusaban de pasividad. El 12 de julio de ese año estalló la insurrección en Cartagena (Murcia). Federales intransigentes tomaron el Ayuntamiento y nombraron una junta revolucionaria; dueños de la ciudad, se apoderaron del arsenal y del puerto con toda la Flota de guerra española. Días más tarde, el general Juan Contreras asumió el mando militar de las fuerzas sublevadas, al tiempo que los cantonalistas elegían jefe del cantón a Roque Barcia. En medio del levantamiento cantonal, el proyecto de constitución federal fue rechazado por las Cortes. Había llegado la hora de que los jefes de la Alianza actuasen también, si no querían seguir marchando a remolque de los intransigentes burgueses. En vista de esto, ordenaron la huelga general.

Según reporta Engels, los asalariados de Barcelona ―el centro fabril más importante de España― que en materia de enfrentamientos con las clases dominantes habían acreditado “más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo”, fueron llamados por la Alianza a enfrentarse una vez más con el ejército de los poderosos,

<<...pero no con las armas que ellos tenían también en sus manos, sino con un paro general, con una medida que sólo afecta directamente a los burgueses individuales, pero que no va contra su representación colectiva, contra el Poder del Estado.

Los obreros barceloneses habían podido, en la inactividad de los tiempos de paz, prestar oído a las frases violentas de hombres tan mansos como Alerini, Farga Pellicer y Viñas; pero cuando llegó la hora de actuar, cuando Alerini, Farga Pellicer y Viñas lanzaron, primero, su famoso programa electoral, luego se dedicaron constantemente a calmar los ánimos, y por fin, en vez de llamar a las armas, declararon la huelga general, acabaron por provocar el desprecio de los obreros. El más débil de los intransigentes revelaba, con todo, más energía que el más enérgico de los aliancistas. >> (Ibíd) 

De este modo, la política de la Internacional ―usurpada y falsificada por la Alianza en España― perdió toda su influencia, y cuando los bakuninistas proclamaron la huelga general, Engels dice que “los obreros se echaron sencillamente a reír”. Con semejante táctica, los anarquistas de la Alianza consiguieron que las fuerzas potencialmente revolucionarias de Barcelona se mantuviesen al margen del movimiento cantonal, evitando así que la clase obrera de Barcelona lograra que el movimiento obrero en su conjunto pudiera transformar el alzamiento cantonalista en una situación efectivamente revolucionaria, coordinando la acción de los cantones a instancias de un mando centralizado a escala estatal.

<<...la incorporación de Barcelona puede decirse que habría decidido el triunfo. Pero Barcelona no movió un dedo; los obreros barceloneses, que sabían a qué atenerse respecto a los intransigentes y habían sido engañados por los aliancistas, se cruzaron de brazos y dieron con ello el triunfo final al Gobierno de Madrid. Todo lo cual no impidió a los aliancistas Alerini y Brousse (acerca de cuyas personas da más detalles el informe sobre la Alianza) declarar en su periódico Solidarité révolutionaire: El movimiento revolucionario se extiende como un reguero de pólvora por toda la península... En Barcelona todavía no ha pasado nada, ¡pero en la plaza pública la revolución es permanente!

Pero era la revolución de los aliancistas, que consiste en mantener torneos oratorios y, precisamente por esto, es «permanente», sin moverse del sitio.>> (Ibíd)

A todo esto, la consigna de huelga general había cuajado en Alcoy, un centro fabril de reciente creación, que por entonces contaba con 30.000 habitantes, donde los bakuninistas habían logrado incidir con rapidez tras un año de trabajo. 

<<El socialismo, bajo cualquier forma, era bien recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente al margen del movimiento, como ocurre en algunos lugares rezagados de Alemania, donde repentinamente la Asociación General Obrera Alemana [63] adquiere de momento gran número de adeptos. Alcoy fue elegido, por tanto, para sede de la Comisión federal bakuninista española; y esta Comisión federal es, precisamente, la que vamos a ver aquí actuar.>> (Ibíd)

El 7 de julio, una asamblea obrera decidió ir a la huelga general; al otro día envió una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndole para que en veinticuatro horas convoque a los patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros.

Pero, según el propio informe oficial de la Comisión Federal aliancista del 14 de julio de 1873, el alcalde, Albors, un republicano burgués, entretuvo a los obreros mientras pedía tropas a Alicante y aconsejaba a los patronos que no cedieran. Tras celebrar una reunión con los patronos, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros mantenerse neutral, lanzó una proclama en la que “injurió y calumnió a los obreros, tomando partido por los patronos” en una clara actitud beligerante. Los obreros enviaron una comisión al Ayuntamiento, para comunicarle al Consejo que si el alcalde no mantenía la neutralidad prometida, debía renunciar. La comisión no fue recibida y, cuando salía del Ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra ellos y el pueblo allí congregado en actitud pacífica y sin armas.

Así comenzó la lucha, según el informe aliancista. El pueblo se armó, y comenzó la batalla que duró “veinte horas”. De una parte, los obreros, que Solidarité révolutionnaire cifró en 5.000; de otra parte, 32 guardias civiles acantonados en el Ayuntamiento y algunas gentes armadas parapetadas en cuatro o cinco casas junto al mercado. Cuando a los guardias se les agotaron las municiones, capitularon.

<<”En Alcoy --dice, lleno de júbilo, Solidarité révolutionnaire--, nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la situación. Veamos qué hicieron de su “situación” los tales “dueños”>> (Ibíd).

En este punto, Engels dice que la Alianza y su periódico dan por terminado su informe; “nos dejan en la estacada ―afirma― tenemos que contentarnos con la información general de la prensa”:

<<Por ésta nos enteramos de que en Alcoy se constituyó inmediatamente un “Comité de Salud Pública”, es decir, un gobierno revolucionario.>>(Ibíd)

En su Congreso celebrado por ellos en Saint Imier (Suiza) el 15 de septiembre de 1872, los aliancistas habían acordado que toda organización de un Poder político llamado provisional o revolucionario, no puede ser más que un nuevo engaño, “como todos los gobiernos que existen actualmente”. Además, los miembros de la Comisión federal de España, residente en Alcoy, habían hecho lo indecible para conseguir que el Congreso de la Sección española de la Internacional hiciese suyo este acuerdo. Sin embargo, Severino Albarracín, miembro de aquella Comisión, y también Francisco Tomás, su secretario, formaron parte de ese gobierno provisional y revolucionario que era el Comité de Salud Pública de Alcoy.

<<¿Y qué hizo este Comité de Salud Pública? ¿Cuáles fueron sus medidas para lograr la «emancipación inmediata y completa de los obreros?» Prohibir que ningún hombre saliese de la villa, autorizando en cambio para hacerlo a las mujeres, siempre y cuando que... ¡tuviesen pase! ¡Los enemigos de la autoridad restableciendo el régimen de pases! Por lo demás, la más completa confusión, la más completa inactividad, la más completa ineptitud.>> (Ibíd)

Entretanto, el general Velarde avanzaba con sus tropas desde Alicante. El Gobierno central tenía sus razones para ir apaciguando silenciosamente las insurrecciones locales de las provincias. Y los “dueños de la situación” en Alcoy tenían también las suyas para zafarse de un estado de cosas con el que no sabían qué hacer. Al final el Comité de Salud Pública resignó sus poderes, las tropas entraron en la villa el 12 de julio sin encontrar la menor resistencia, y la única promesa que, a cambio de esa capitulación, se le hizo al Comité de Salud Pública, fue conceder una amnistía general:

<<Los aliancistas “dueños de la situación” habían salido realmente del  aprieto una vez más. Y con esto terminó la aventura de Alcoy.>> (Ibíd)

El informe aliancista retoma su informe para describir los sucesos en Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz. Allí, el alcalde clausuró el local de la Internacional y, con sus amenazas y sus incesantes atentados contra los derechos personales de los ciudadanos, provocó la cólera de los obreros. Una comisión reclamó del ministro el respeto del derecho y la reapertura del local, arbitrariamente clausurado. Pi y Margall accedió a ello en principio... pero lo denegó de hecho; al ver que el gobierno trataba de ilegalizar a la Asociación, destituyeron a las autoridades locales nombrando en su lugar a otras que ordenaron la reapertura del local de la Asociación: 

«¡En Sanlúcar... el pueblo es dueño de la situación!», exclama triunfalmente Solidarité révolutionnaire. Los aliancistas, que también aquí, en contra de sus principios anarquistas, instituyeron un gobierno revolucionario, no supieron por dónde empezar a servirse del Poder. Perdieron el tiempo en debates vacuos y acuerdos sobre el papel, y el 5 de agosto, después de ocupar las ciudades de Sevilla y Cádiz, (después de que Pi y Margallfuera destituidoel día 18 de julio, acusado de complicidad por negarse a combatir militarmente la insurgencia, siendo reemplazado por su hasta entonces ministro de Gracia y Justicia, Nicolás Salmerón) el general Pavía destacó a unas cuantas compañías de la brigada de Soria para tomar Sanlúcar y... no encontró la menor resistencia. Éstas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza, donde nadie le hacía la competencia.>> (Ibíd)

Este Nicolás Salmerón, era otro republicano federal, cuyo acceso a la presidencia de la República el mismo 18 de julio, coincidió con la generalización del movimiento cantonalista, que se extendió a numerosas ciudades: Valencia, Castellón, Sevilla, Cádiz, Alicante, Granada e, incluso, a la castellana Salamanca. Los aliancistas que desde muchos años atrás habían difundido sus principios irrenunciables de rechazo al ejercicio de cualquier poder político organizado, lo completaron sosteniendo que “toda acción revolucionaria de arriba abajo era perniciosa y que todo debía organizarse y llevarse a cabo de abajo arriba”, desde luego que fueron muy útiles a los intransigentes en esa tarea, dejando en sus manos el manejo de la situación política y la dirección del movimiento cantonalista. En este plan:

<<Ni que decir tiene que los obreros bakuninistas se tragaron el anzuelo y sacaron las castañas del fuego a los intransigentes>> (Ibíd)

Sin embargo, contradictoriamente con su premisa mayor, los aliancistas decidieron de improviso integrar los gobiernos locales de Andalucía, pero en minoría, porque la conducción política de cara a las masas, había sido dejado por los anarquistas de la Alianza en manos de los burgueses intransigentes. Así:

<<Los mismos bakuninistas que, pocos meses antes, en Córdoba, habían anatematizado como una traición y una añagaza contra los obreros la instauración de gobiernos revolucionarios, formaban ahora parte de todos los gobiernos municipales revolucionarios de Andalucía, pero siempre en minoría, de modo que los intransigentes podían hacer cuanto les viniera en gana. Mientras éstos monopolizaban la dirección política y militar del movimiento, a los obreros se les despachaba con unos cuantos tópicos brillantes o con unos acuerdos sobre supuestas reformas sociales del carácter más tosco y absurdo y que, además, sólo existían sobre el papel. En cuanto los líderes bakuninistas pedían alguna concesión real y positiva, se les rechazaba desdeñosamente. Lo más importante que tenían siempre que declarar los intransigentes directores del movimiento a los corresponsales de los periódicos ingleses, era que ellos no tenían nada que ver con estos llamados internacionales y que declinaban toda responsabilidad por sus actos, aclarando bien que tenían estrictamente vigilados por la policía a sus jefes y a todos los emigrados de la Comuna de París. Finalmente, en Sevilla, como veremos, los intransigentes, durante el combate contra las tropas del Gobierno, dispararon también contra sus aliados bakuninistas.>> (Ibíd) 

Así fue como, En el transcurso de pocos días, toda Andalucía estuvo en manos de los intransigentes armados. Sevilla, Málaga, Granada, Cádiz, etc., cayeron en su poder casi sin resistencia. Cada ciudad se declaró cantón independiente y nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Lo mismo hicieron después Murcia, Cartagena y Valencia. En Salamanca se hizo también un ensayo por el estilo, pero de carácter más pacífico. Aunque iniciada de un modo descabellado, esta insurrección tenía aún grandes perspectivas de éxito de haberse incorporado a ella Barcelona, y si se la hubiera dirigido con un poco de inteligencia. Aunque hubiese sido al modo de los pronunciamientos militares españoles, en que la guarnición de una plaza se subleva, va sobre la plaza más cercana, arrastra consigo a su guarnición, preparada de antemano, y, creciendo como un alud, avanza sobre la capital, hasta que una batalla afortunada o el paso a su campo de las tropas enviadas contra ella decide el triunfo:

<<Tal método era especialmente adecuado en esta ocasión. Los insurrectos se hallaban organizados en todas partes desde hacía mucho tiempo en batallones de voluntarios, cuya disciplina era, a decir verdad, pésima, pero no peor, seguramente, que la de los restos del antiguo ejército español, descompuesto en su mayor parte. La única fuerza de confianza de que disponía el Gobierno era la Guardia Civil, y ésta se hallaba desperdigada por todo el país. Ante todo había que impedir la concentración de los guardias civiles y, para ello, no existía más recurso que tomar la ofensiva y aventurarse a campo abierto; la cosa no era muy arriesgada, pues el Gobierno sólo podía oponer a los voluntarios tropas tan indisciplinadas como ellos mismos. Y, si se quería vencer, no había otro camino.

Pero, no. El federalismo de los intransigentes y de su apéndice bakuninista consistía, precisamente, en dejar que cada ciudad actuase por su cuenta y declaraba esencial, no su cooperación con las otras ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a toda posibilidad de una ofensiva general. Lo que en la guerra de los campesinos alemanes y en las insurrecciones alemanas de mayo de 1849 había sido un mal inevitable --la atomización y el aislamiento de las fuerzas revolucionarias, que permitió a unas y las mismas tropas del Gobierno ir aplastando un alzamiento tras otro--, se proclamaba aquí como el principio de la suprema sabiduría revolucionaria. (Ibíd) [64]

Ya vimos que los anarquistas que hegemonizaban el movimiento obrero en Barcelona, renunciaron a la violencia revolucionaria optando por la consigna pacífica de la huelga general. Esto, sumado a la compartimentación del poder político cantonalista y la consecuente descoordinación de los mandos militares insurgentes en cada ciudad, posibilitó que entre el 26 de julio y el 8 de agosto, los generales centralistas Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque y Arsenio Martínez Campos, no tuvieran demasiados contratiempos en tomar uno a uno casi todos los cantones.[65]

El 26 de julio,  Martínez Campos atacó a Valencia. Aquí, la insurrección había partido de los obreros. Al escindirse la Internacional en España, en Valencia fueron mayoría los “internacionales auténticos”, y el nuevo Consejo federal español fue trasladado a esta ciudad. A poco de proclamarse la República, cuando ya eran inminentes los combates revolucionarios, los obreros bakuninistas de Valencia, desconfiando de los líderes barceloneses ―que disfrazaban su táctica de apaciguamiento con frases ultrarrevolucionarias―, prometieron a los auténticos internacionales que harían causa común con ellos en todos los movimientos locales. Al estallar el movimiento cantonal, ambas fracciones se lanzaron inmediatamente a la calle, utilizando a los intransigentes, desalojando a las tropas. De los informes de los corresponsales de la prensa inglesa se desprende que en la Junta de Valencia tenían preponderancia decisiva los obreros:

<<Esos mismos corresponsales hablaban de los insurrectos de Valencia con un respeto que distaban mucho de dispensar a los otros rebeldes, en su mayoría intransigentes; ensalzaban su disciplina y el orden reinante en la ciudad y pronosticaban una larga resistencia y una lucha enconada. No se equivocaron. Valencia, ciudad abierta, se sostuvo contra los ataques de la división de Martínez Campos desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto, es decir, más tiempo que toda Andalucía junta.>> (Ibíd) 

 El 7 de septiembre, Nicolás Salmerón dimitió a raíz de negarse a firmar una pena de muerte, siendo sustituido por el también republicano federal, Emilio Castelar.

Después de tomar Valencia, Martínez Campos marchó sobre Cartagena, una de las fortalezas mejor defendidas de España, protegida por tierra con una muralla y una serie de fortines destacados en las alturas dominantes. Los 3.000 soldados del Gobierno, privados de artillería de sitio, con sus cañones ligeros eran, naturalmente, impotentes contra la artillería pesada de los fuertes, teniendo que limitarse a poner cerco a la ciudad por tierra; pero esto no significaba gran cosa, mientras los cartageneros dominasen el mar con los barcos de guerra apresados por ellos en el puerto.

Ganados por el cretinismo cantonal autonómico, a los sublevados de Cartagena no se les pasó ni un momento por la cabeza utilizar parte de ese poderío naval para ir en auxilio de los insurgentes en Valencia. Recién empezaron a pensar en el mundo exterior después de reprimidas las demás sublevaciones, cuando ellos mismos se vieron mermados en víveres y dinero. Fue entonces cuando hicieron una tentativa de marchar sobre Madrid, ¡que distaba de Cartagena, por lo menos, 60 millas alemanas, más del doble que Valencia o Granada!:

<<La expedición tuvo un fin lamentable no lejos de Cartagena; y el cerco cortó el paso a otro intento de salida por tierra. Se lanzaron, pues, a hacer salidas con la flota. ¡Y qué salidas! No podía ni hablarse de volver a sublevar, con los barcos de guerra cartageneros, los puertos de mar que acababan de ser sometidos. Por tanto, la marina de guerra del Cantón soberano de Cartagena se limitó a amenazar con que bombardearía a las demás ciudades del litoral marítimo desde Valencia hasta Málaga --también soberanas, según la teoría cartagenera--, y en caso necesario, a bombardearlas real y efectivamente, si no traían a bordo de sus buques los víveres exigidos y una contribución de guerra en moneda contante y sonante. Mientras estas ciudades habían estado levantadas en armas contra el Gobierno como cantones soberanos, en Cartagena regía el principio de «¡cada cual para sí!» Ahora, que estaban derrotadas, tenía que regir el principio de «¡todos para Cartagena!» Así entendían los intransigentes de Cartagena y sus secuaces bakuninistas el federalismo de los cantones soberanos.>> (Ibíd)

El cantón de Cartagena se mantuvo independiente hasta el 13 de enero del año siguiente, cuando ya había comenzado la denominada “fase pretoriana republicana” con el gobierno de Francisco Serrano, duque de la Torre, tras haber resistido a los intentos que el presidente republicano Emilio Castelar hizo por doblegarlo durante sus casi cuatro meses de permanencia en el cargo (desde el 7 de septiembre de 1873 hasta el 3 de enero de 1874). Los cantonalistas cartageneros sólo se rindieron diez días después del triunfo del golpe de Estado del general Manuel Pavía que dio origen a la mencionada “fase pretoriana” el 3 de enero de 1874, al serles prometido el indulto general y el reingreso en el Ejército a los militares sublevados. Muchos cantonalistas fueron deportados.

Los cantones suprimieron monopolios, reconocieron el derecho al trabajo, la jornada de ocho horas y terminaron con los impuestos sobre consumo (derecho de puertas), reivindicaciones programáticas en las que los anarquistas de la Alianza fueron al pie de los burgueses intransigentes. Las tendencias socialistas y anarquistas no consiguieron imponerse por lo general, si bien en Cádiz, Sevilla y Granada, los seguidores de la I Internacional tuvieron cierta influencia y, en el caso de la ciudad alicantina de Alcoy, el anarquismo fue uno de los ejes vertebradores del movimiento. Por todo lo expuesto hasta aquí, el alzamiento cantonal sucumbió de una manera vergonzosa, casi sin resistencia, arrastrando en su caída el prestigio y la organización de la Internacional en España:

<<No hay exceso, crimen ni violencia que los republicanos de hoy no atribuyan a la Internacional, habiéndose dado el caso, según se nos asegura, de que en Sevilla, durante el combate, los mismos intransigentes hacían fuego a sus aliados los internacionales (bakuninistas). La reacción, aprovechándose hábilmente de nuestras torpezas, incita a los republicanos a que nos persigan sublevando al mismo tiempo a los indiferentes contra nosotros, y lo que no pudieron lograr en tiempo de Sagasta lo consiguen ahora: hoy día en España el nombre de la Internacional es un nombre aborrecido hasta para la generalidad de los obreros.>> (Ibíd)

q) Resumen de Engels sobre lo actuado por los anarquistas:

<<Examinemos, pues, el resultado de toda nuestra investigación:

  1. En cuanto se enfrentaron con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a echar por la borda todo el programa que hasta entonces habían mantenido. En primer lugar, sacrificaron su dogma del abstencionismo político y, sobre todo, del abstencionismo electoral. Luego, le llegó el turno a la anarquía, a la abolición del Estado; en vez de abolir el Estado, lo que hicieron fue intentar erigir una serie de pequeños Estados nuevos. A continuación, abandonaron su principio de que los obreros no debían participar en ninguna revolución que no persiguiese la inmediata y completa emancipación del proletariado, y participaron en un movimiento cuyo carácter puramente burgués era evidente. Finalmente, pisotearon el principio que acababan de proclamar ellos mismos, principio según el cual la instauración de un gobierno revolucionario no es más que un nuevo engaño y una nueva traición a la clase obrera, instalándose cómodamente en las juntas gubernamentales de las distintas ciudades, y además casi siempre como una minoría impotente, neutralizada y políticamente explotada por los burgueses.
  2. Al renegar de los principios que habían venido predicando siempre, lo hicieron de la manera más cobarde y más embustera y bajo la presión de una conciencia culpable, sin que los propios bakuninistas ni las masas acaudilladas por ellos se lanzasen al movimiento con ningún programa ni supiesen remotamente lo que querían. ¿Cuál fue la consecuencia natural de esto? Que los bakuninistas entorpeciesen todo movimiento, como en Barcelona, o se viesen arrastrados a levantamientos aislados, irreflexivos y estúpidos, como en Alcoy y Sanlúcar de Barrameda, o bien que la dirección de la insurrección cayera en manos de los burgueses intransigentes, como ocurrió en la mayoría de los casos. Así, pues, al pasar a los hechos, los gritos ultrarrevolucionarios de los bakuninistas se tradujeron en medidas para calmar los ánimos, en levantamientos condenados de antemano al fracaso o en la adhesión a un partido burgués, que, además de explotar ignominiosamente a los obreros para sus fines políticos, los trataba a patadas.
  3. Lo único que ha quedado en pie de los llamados principios de la anarquía, de la federación libre de grupos independientes, etc., ha sido la dispersión sin tasa y sin sentido de los medios revolucionarios de lucha, que permitió al Gobierno dominar una ciudad tras otra con un puñado de tropas y sin encontrar apenas resistencia.
  4. Fin de fiesta: No sólo la Sección española de la Internacional ―lo mismo la falsa que la auténtica― se ha visto envuelta en el derrumbamiento de los intransigentes, y hoy esta Sección ―en tiempos numerosa y bien organizada― está de hecho disuelta, sino que, además, se le atribuye todo el cúmulo de excesos imaginarios sin el cual los filisteos de todos los países no pueden concebir un levantamiento obrero; con lo que se ha hecho imposible, acaso por muchos años, la reorganización internacional del proletariado español.

  5. En una palabra, los bakuninistas españoles nos han dado un ejemplo insuperable de cómo no debe hacerse una revolución.>> (Ibíd.)

febrero 2006

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[1] La “Santa hermandad” fue decisiva en la “Guerra de Granada”, última etapa de la reconquista llevada a cabo por los reinos cristianos en lucha para expulsar a los musulmanes. Después, tuvo una función esencial a la necesidad histórica de la unidad política de España a instancias de la libre circulación de la riqueza, al encargársele la función de perseguir el delito en las poblaciones y caminos, y de árbitro jurídico en las diversas transacciones. En tal sentido, la “Santa hermandad” daba posesión de la tierra, se encargaba de la venta de bienes embargados y de difuntos, ante él se realizaban los testamentos, realizaba mensuras, etc.; además de cuidar el orden público entre la población. La “Santa Hermandad” está en los antecedentes históricos inmediatos de la actual Guardia Civil: http://www.tnsejerespa.galeon.com/aficiones934806.html

[2] Los nobles acusaban a las ciudades de intrusiones en sus antiguos privilegios y jurisdicciones territoriales (impuestos de peaje y demás restricciones a la circulación de la riqueza) que menoscababan las ganancias comerciales en los intercambios interregionales.

[3] Su nombramiento como primer ministro en sustitución del conde de Aranda, en noviembre de 1792, estuvo determinado por la necesidad de contar con una persona desvinculada de la administración anterior y capaz de iniciar una política hostil con Francia, sobre todo después de la ejecución de Luis XVI en enero de 1793. Tras dos años de guerra, Godoy firmó la Paz de Basilea con Francia (julio de 1795), por la que recibió el título de príncipe de la Paz. A partir de entonces, la política exterior española quedó vinculada a los intereses franceses: por el Tratado de San Ildefonso (agosto de 1796) el Directorio francés dispuso de la flota española para luchar contra Gran Bretaña. La consecuencia más dramática fue la derrota de la Armada española en el cabo de San Vicente (1797) y el desastre de Trafalgar (1805). Después de quedar apartado momentáneamente del poder (1798-1801) Godoy regresó al gobierno con título de generalísimo, por haber obtenido la victoria sobre Portugal en la guerra de las Naranjas. Siguiendo las pautas marcadas por Napoleón, firmó el Tratado de Amiens (marzo de 1802), por el que España obtuvo de Gran Bretaña la isla de Menorca a cambio de Trinidad. La oposición favorable al príncipe Fernando (futuro Fernando VII) preparó una conspiración (proceso de El Escorial de 1807), aunque la definitiva caída de Godoy se produjo a raíz del motín de Aranjuez, el 18 de marzo de 1808. Después acompañó a los reyes en su exilio y murió en 1851 en París.

[4] Este partido, dirigido por Fernando VII, aprovechó el descontento popular provocado por la entrada de las tropas francesas en España, para desencadenar una revuelta popular conocida como “el motín de Aranjuez” (marzo de 1808), que provocó la destitución de Godoy y la abdicación de Carlos IV en beneficio del hasta entonces príncipe de Asturias.

[5] Emulando en obsecuente humillación al resto de los grandes de España que asistieron a esa reunión constitutiva del nuevo poder extranjero, el Consejo Real de Castilla se dirigió a José Bonaparte como «el retoño eminente de una familia destinada por el cielo mismo a reinar».

[6] El hecho de que buena parte del pueblo llano en la España de hoy, siga abrazado al intangible Borbón: Juan Carlos I, quien encarna todos los valores del sistema burgués en el país como Jefe del Estado, se explica, en parte, porque para eso existen los modernos “favoritos cortesanos” que son los políticos profesionales. Según la Constitución, ellos son los únicos responsables de lo que pasa en el país, cuyos partidos se alternan a cargo del gobierno a instancias de los comicios, cuando las políticas de Estado que deben adoptar los que eventualmente han sido electos (porque así lo requiere la preservación de la clase dominante minoritaria que ostenta el poder real) son contrarias a los intereses de las mayorías.  

[7]Aunque las juntas le habían pedido que cooperase con las demás fuerzas, Blake decidió actuar por su cuenta, y el 10 de septiembre inició su avance con intención de tomar Bilbao, provocando al enemigo en Vizcaya envolver su flanco derecho. Diez días después, su vanguardia se apoderó de la ciudad de Bilbao. Jourdan, jefe del estado mayor de José Bonaparte, respondió enviando más tropas al alto Ebro, donde se unieron a los primeros refuerzos de Napoleón llegados de Alemania.

El mariscal Ney lanzó un contraataque con 10.000 hombres. Expulsó a la vanguardia gallega de Bilbao y la hizo retroceder provocando una sangrienta matanza; pero, como no quería arriesgarse a entablar batalla con todo el ejército de Blake, dejó 3.000 soldados en la ciudad y volvió al Ebro, estableciendo su posición frente a los 10.000 españoles que mantenía el general Pignatelli en Logroño.

[8] Siendo primer ministro con Carlos III, llevó a cabo una política reformista ilustrada. Tomó medidas para impedir el acaparamiento y la especulación de grano, derivados de las crisis agrícolas, fomentó la libertad industrial y comercial, y llevó a cabo la reforma en la educación tras ordenar la expulsión de los jesuitas que acaparaban la mayoría de las cátedras. Se innovaron las materias y disciplinas a impartir y se introdujeron modernos métodos pedagógicos aunque lo más importante es que su control pasó a estar en manos del Estado, así como los colegios mayores y el sistema de provisión de becas; la creación de academias científicas y colegios superiores, como los Reales Estudios de San Isidro, completaron la reforma en este campo. Cuando murió Carlos III, Floridablanca continuó de primer ministro con su hijo Carlos IV, pero cambió radicalmente de política debido a la revolución francesa, cuya influencia combatió desde el poder ordenando un cordón sanitario para impedir la llegada de ideas, personas y libros de Francia, causa que le llevó a ser sustituido y desterrado por Manuel Godoy en 1792. Con motivo de la abdicación de Carlos IV en 1808, y la invasión napoleónica que acabó con el gobierno de Godoy, fue democráticamente elegido Presidente de la Junta Suprema Central. 

[9] Los militantes revolucionarios honestos y responsables, que al primer cambio político favorable a las luchas populares contra regímenes burgueses dictatoriales, ven cómo otros muchos se montan sobre la consigna de Asamblea Nacional Constituyente, antes de poner todo el entusiasmo en esa galopada deberían hacer el mismo ejercicio de memoria histórica que estamos nosotros haciendo ahora mismo, para darse cuenta de que por ahí malogran sus esfuerzos porque conducen el movimiento hacia otro completo despropósito político.

[10] Durante el feudalismo se llamó “manos muertas” a la propiedad territorial de la nobleza y el clero considerada inalienable o amortizada, porque no podía pasar de manos ―de ahí la expresión manos muertas― base del poder de la Iglesia y del linaje familiar.  En el siglo XVIII, la mayor parte de la tierra apta para el trabajo en España era propiedad de las llamadas “manos muertas”, quienes al no poder transmitir ni vender, encarecían los arrendamientos y otras formas de tenencia, frenando así el crecimiento de la economía y de la población. El proceso de desamortización fue Iniciado por Carlos III, durante cuyo reinado España alcanzó la plenitud del “despotismo ilustrado”. Sus medidas liberalizadoras permitieron la dispersión social de la propiedad, y el trabajo asalariado sobre ellas favoreció el desarrollo de la nueva clase burguesa. Ayudado por un equipo de ministros excepcionales, entre los cuales destacan los nombres de Esquilache, Floridablanca, Campomanes, Roda, Aranda y Múzquiz, Carlos III impulsó importantes reformas económicas, sociales y políticas. Medidas tales como el proyecto de contribución única y universal, la reorganización del Consejo de Castilla, la prohibición de aumentar los bienes de manos muertas y la limitación de la inmunidad eclesiástica, inquietaron a la aristocracia y al alto clero, quienes organizaron en 1766 el llamado "motín de Esquilache". Lejos de amilanarse, Carlos III dio un mayor impulso a las reformas y, en 1767, expulsó del reino a la Compañía de Jesús bajo la acusación de haber participado en la revuelta. A continuación, sometió al poder real el Tribunal de la Inquisición, otra gran fuerza de la Iglesia en España. Estas medidas contaron con el apoyo entusiasta de los técnicos e intelectuales ilustrados y de la incipiente burguesía española.

[11] Las inhibiciones políticas del “respeto por la autoridad”, que la burguesía española entre 1810 y 1814 sufrió durante aquél primer  trance de su necesidad histórica que le impelía a vencer su relación de servidumbre con los miembros de la realeza –a quienes consideraba como sus superiores jerárquicos— son las mismas inhibiciones que hoy están en proceso de tener inevitablemente que superar los asalariados respecto de sus patronos y el Estado burgués todavía existentes. La regularidad en el ejercicio secular del mando –sea personal o institucional— de las clases dominantes, mientras demuestra su eficacia funcional a la vida de una mayoría de súbditos, si además se ejerce por mandato legal, so pena de hacer tronar el escarmiento para los transgresores, crea en torno suyo una aureola de dignidad, respeto y temor reverencial de tal fuerza de cohesión social en torno a los valores vigentes, que, hasta cierto punto, hace imposible siquiera imaginar que se pueda vivir de otra manera, determinando así que la conducta individual y colectiva no deje de gravitar hacia el centro religioso, moral, jurídico y político que justifica ese poder. Es lo que Hegel llamaba “espíritu objetivo de la sociedad” y que Marx entendía como cosificación de una realidad social efectiva que, aun cuando científicamente se llegue a demostrar que es históricamente transitoria ―quizas más por legalidad fáctica durante generaciones, que por sus justificaciones ideológicas―, es natural que sus clases dominantes la consideren eterna y así lo introyecten en la conciencia servil de sus clases subalternas. En “Historia y conciencia de clase”, George Lukacs explicaba con otras palabras este fenómeno, diciendo que la necesidad material inmediata que cualquier asalariado experimenta para vivir, y la más o menos inmediata satisfacción de esa necesidad vital que el sistema capitalista le permite ofreciéndole un contrato de trabajo con cualquiera de sus patrones. La reproducción de esta relación social por mediación del circulo temporal recurrente entre trabajo y consumo, le hace parecer al asalariado que no puede trabajar para vivir si no existe para él un capital encarnado en su patrón. Este prejuicio confiere a los patrones autoridad para actuar como tales, es decir, como “patrones de conducta” de sus asalariados cada uno dentro de sus respectivas empresas, que el Estado consagra con carácter de ley, para que sean ellos quienes ordenen despóticamente cómo y por cuanto tiempo deben trabajar sus asalariados para ganarse la vida. Esta autoridad se debilita en la medida en que el capitalismo:

<<...No es capaz de dominar, porque no es capaz de asegurar a su esclavo la existencia, ni siquiera en el merco de su propia esclavitud, porque se ve obligada a dejarle decaer hasta el punto de tener que mantenerle en lugar de ser mantenida por él. La sociedad ya no puede vivir bajo su dominación; lo que equivale a decir que la existencia de la burguesía es, en lo sucesivo, incompatible con la sociedad>> (K.Marx-F.Engels: “Manifiesto Comunista”Cap. I)  

[12] Es evidente que, en ausencia de proletariado, todos los sectores más deprimidos de las clases subalternas dentro del llamado “tercer Estado” feudal remanente: pequeñoburguesía en general  (campesinos, artesanos y comerciantes), o sea, la mayoría absoluta de la población, debieran estar liderados por la burguesía en un bloque de fuerza política vectorial de la misma dirección y sentido históricos.

[13] Categoría filosófica comprendida en el concepto de “causalidad”, que designa la relación entre una causa y su efecto, habiendo, por tanto, tantas causas como los distintos efectos que producen.  En el sistema aristotélico, la causa formal se define según la naturaleza de una cosa o forma orgánica de un ser vivo ―en este caso, la sociedad feudal en tránsito al capitalismo― cuya organización social determinaba que, en ella, se proceda de un modo determinado. Por ejemplo, para tener acceso a la tierra, los campesinos debían pagar tributo ―en trabajo o productos― a sus señores, “legítimos”  propietarios de esos fundos. La causa final es el objetivo de una acción, su finalidad. Por ejemplo, la salud es el fin de la persona que pasea. El problema que plantea la causa final en la sociedad de clases, es que la finalidad no es la misma para las clases dominantes que para las clases subalternas. La finalidad de los señores consistía en convertir el trabajo de sus siervos en riqueza propia, mientras que la finalidad del siervo  se reducía a vivir de su propio trabajo a condición de enriquecer a su señor. Por último, la causa eficiente es la que provoca cualquier cambio en una cosa o situación social dada. Así, el autor de una decisión aparece como el causante de su resultado. El derecho, como la moral, tienen por objeto la personificación de las causas eficientes, las conductas individuales.

[14] El término remite al siglo II a.C la guardia personal de un general romano se conoció como la cohorte pretoriana. En el 27 a.C., Augusto, el primer emperador romano, instituyó la Guardia Pretoriana como una fuerza independiente de nueve cohortes, cada una formada por 500 hombres, bajo el mando de un prefecto, llamado el prefecto pretoriano. Era el único gran grupo de tropas permanentes que podían estar en Roma o en sus proximidades, y adquirió un enorme poder político. Sus miembros servían durante dieciséis años, recibían privilegios y pagas especiales. Usaron su poder político de forma poco escrupulosa, y en las ocasiones de crisis deponían y nombraban emperadores a su voluntad. Así, en el 193 d.C., tras el asesinato del emperador Publio Helvio Pertinax, vendieron el trono a Didio Severo Juliano, el mismo año en que su sucesor, el emperador Lucio Septimio Severo, reorganizó la Guardia. En el 312, el emperador Constantino I, el Grande, la abolió.

[15] Los “fueros” eran preceptos legales de la España Medieval, en los que se hacían constar los derechos y privilegios especiales, que se otorgaban a las distintas ciudades y comunidades rurales, para legislar y administrar autónomamente dentro de su jurisdicción territorial, en materia de impuestos, servicio militar, etc. Se trataba, por lo tanto, del ejercicio por particulares de atribuciones públicas que, inicialmente, habían correspondido en exclusiva a la realeza en representación del Estado feudal. Este espíritu todavía predomina en lo que hace a la unidad política entre el Estado burgués y las distintas “comunidades autónomas”, lo que se conoce como “el Estado de las autonomías”.

[16] Podían también disponer del producto excedente del consumo familiar a cambio de dinero, con el que solían adquirir lo que les ofrecían los burgos y ellos necesitaban, o comprar exenciones de diferente tipo a sus señores, incluida su emancipación social, pasando a ser libertos. 

[17] Según el último informe de la ONU actualmente hay en el mundo 180.000.000 de asalariados sin empleo. Si suponemos que el 60%  de los empleados trabaja a tiempo parcial (en promedio la mitad de las ocho horas de la jornada de labor, teniendo en cuenta que hay contratos por horas) ―como en la UE―

[18] El término “indoeuropeos” alude a los pueblos de Europa cuyas lenguas tienen una raíz idiomática común. Así, se llama indoeuropea a “la mayor familia de lenguas del mundo que está formada por las siguientes subfamilias: albana, armenia, báltica, celta, eslava, germánica, griega, indoirania, itálica (que incluye las lenguas románicas), y las dos subfamilias hoy desaparecidas, la anatolia, que incluye la lengua de los hititas, y la tocaria. En el presente algo más de 1.500 millones de personas hablan lenguas indoeuropeas. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII y durante todo el siglo siguiente, la lingüística comparada y la llamada neogramática se esforzó en acumular datos que demostraran que este conjunto de lenguas tan aparentemente diversas, formaban parte de una única familia. (Enciclopedia Microsoft® Encarta® 2002). 

[19] Se llama así a la organización de las comunidades por relación de parentesco. Esta organización fue desapareciendo en Europa a raíz de la conquista. Cuando el imperio se disolvió, romanos y germanos mezclaron sus genes borrándose el carácter hasta entonces puramente familiar de las comunidades, pasando a organizarse según el territorio que ocupaban y en el que se reproducían, dando así origen al concepto de “nación”, llamada originalmente “marca” o límite de un territorio nacional:

<<La gens desapareció en la marca, donde, sin embargo, se encuentran huellas visibles del parentesco original de sus miembros. De esta manera, la organización gentilicia se transformó insensiblemente en una organización territorial y se puso en condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos en los países donde se sostuvo la marca (norte de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia).>> (Ibíd) 

[20] La imperceptibilidad con que decantan o sintetizan naturalmente los procesos sociales y políticos, es lo que está en la génesis de todo fetichismo acerca de las estructuras económicas y superestructuras políticas vigentes ―aunque cambiantes― a lo largo de la historia. Son las clases dominantes y sus epígonos intelectuales entre las clases subalternas, los que se encargan de concebir como eternas, las provisionales o transitorias estructuras de dominación vigentes que ellos personifican y usufructúan en cada período histórico. Así, del mismo modo que Aristóteles no pudo concebir una sociedad basada en la libertad formal de todos los individuos como ciudadanos iguales ante la ley, los intelectuales burgueses de hoy día tampoco pueden concebir una sociedad basada en el concepto de igualdad universal entre ciudadanos realmente libres, liberados del trabajo asalariado, del capital y del mercado, como necesidades vitales de individuos socialmente desiguales, en tanto que una parte cada vez  más minoritaria de ellos, vive y medra a expensas del trabajo ajeno.

[21] Todo el mundo sabe desde hace mucho que, aun cuando el poderoso cumpla con la obligación formal de comparecer ante los tribunales, lo más común no es que pierda el juicio ante la demanda de un ciudadano sin recursos, sino que lo gane. De modo que, en esencia, poco es lo que la sociedad moderna ha progresado entre explotadores y explotados. Además, la separación de poderes que Montesquieu pensó como garantía de equilibrio y estabilidad funcional entre ellos, poco ha tenido y tiene que ver con estos valores. Como se ha visto, la prueba de la práctica que acabó con la primera república francesa el 18 Brumario de Luis Bonaparte, no ha podido ser más categórica.

[22] Nos referimos al partido de “La Reforme” liderado por Ledrú Rollin. De esta repetida enseñanza de las revoluciones respecto de la relación vanguardia-masa, debieran tomar buena nota los militantes de base que le siguen haciendo la pelota a sus direcciones reformistas en formaciones políticas estatalizadas, autoproclamadas comunistas o revolucionarias. 

[23] Las cortes estaban divididas en tres partidos: los serviles, los liberales y los americanos. Serviles fue el apodo dado en España durante la guerra de la Independencia (1808-1814), a los partidarios de la línea absolutista que se pronunció contra toda reforma liberal. Se llamaba “americanos” a un pequeño grupo que representaba en las Cortes a los españoles de Ultramar. Los “americanos” apoyaban en las Cortes ora a los serviles ora a los liberales ―de acuerdo con sus intereses particulares― y no desempeñaron papel alguno de importancia; más tarde, los serviles formaron parte de la camarilla cortesana de Fernando VII; en los últimos años de vida del rey, unos cuantos de ellos se aliaron a su hermano Don Carlos Mª Isidro, el iniciador del linaje carlista.

[24] Partidarios de José Bonaparte

[25] Acompañó en carácter de comisario francés, a Luis Antonio de Borbón, duque de Angulema, al frente de los llamados “Cien mil hijos de San Luis”, el cuerpo expedicionario francés que, en 1823, invadió España para reponer en el trono a Fernando VII, destituido por la revolución liberal de 1820.

[26] Nacido en Tuña, Cangas del Narcea (Asturias), el 17 de abril de 1784. Siendo todavía un niño fue llevado a Oviedo, ciudad en la que se vio rodeado de un ambiente culto y liberal (dadas las relaciones de su padre) en la que cursó estudios de Filosofía, buena parte de la carrera de Leyes y el primer año de Cánones. En 1807, movido por el ambiente beligerante que se respiraba en toda Europa, y llevado también por su personalidad idealista, con el beneplácito de su padre decidió abandonar la carrera de letras por la de las armas. Ingresa en Madrid como Guardia de Corps, cuerpo que al año siguiente formará parte del Motín de Aranjuez contra Godoy, y por lo que será disuelto. En esta situación y tras los sucesos del dos de mayo, Riego decide trasladarse a su tierra, donde se ha iniciado también el levantamiento contra las tropas napoleónicas. En Oviedo, el 8 de agosto de ese mismo año es nombrado capitán de Infantería del Regimiento de línea de Tineo, y poco después ayudante del general Acevedo, con cuyas tropas parte hacia las vascongadas, donde combaten y son derrotados, por lo que iniciaron la retirada hacia Espinosa de los Monteros, batalla en la que los españoles sufrieron un nuevo revés. En este enfrentamiento es herido el general Acevedo, al que Riego protege y acompaña tratando de salvar su vida, pero, interceptados por los franceses, matan alevosamente al general y a del Riego lo trasladan prisionero a Francia, donde permaneció hasta 1813. Cumplida su condena, regresóa España en 1814 para reincorporarse al ejército con el grado de teniente coronel, desembarcando en La Coruña a tiempo de jurar la Constitución ante el general Lacy. Durante el sexenio absolutista maduró en sus ideas liberales y entró en la dinámica conspirativa contra el absolutismo de Fernando VII, como miembro de las sociedades secretas masónicas, por entonces panacea de los liberales.

[27] Este fenómeno de la comunicación “boca a boca”, sólo posible en condiciones prevolucionarias, nace cuando el descrédito de las clases dominantes se acentúa ante una iniciativa política que alumbra fugazmente la idea precursora de una vida mejor hasta entonces oscurecida en la conciencia popular. Es lo que también ocurrió más recientemente durante los momentos previos a la lucha abierta por el poder contra el dictador cubano Fulgencio Batista en 1959, cuando las iniciativas del “Movimiento 26 de julio” revivieron lo más originario en materia de comunicación verbal. La llamada “radio bemba”, fue de importancia decisiva para mantener y extender la cohesión política revolucionaria del pueblo cubano. Aviso para navegantes inducidos por las magnificencias de la burguesía, a imaginar que la técnica en poder de los capitalistas, puede más que las contradicciones de una realidad social decadente y su necesaria consecuencia más o menos mediata: las formas de la lucha revolucionaria de clases (ideológica, política y militar). Estas formas, en principio asumidas por una vanguardia como condición necesaria, nada más iluminar lo que las clases dominantes mantienen oscurecido en la conciencia de los explotados, determinan más o menos automáticamente sus correspondientes medios de acción posibles, según las condiciones de la lucha:

<<No hay fuerza más irresistible que la de una idea cuando le llega su hora.>> (Víctor Hugo)

[28] Los moderados eran partidarios de la monarquía constitucional, prevista en la Constitución de 1820. Representaban los intereses de la alta burguesía y de la nobleza liberal. Los exaltados proponían la máxima limitación de esta prerrogativa regia. En las décadas del 40 y 50, el general Narváez, organizador de la sublevación militar de 1843, fue uno de los líderes de los moderados, pasando luego a ser de hecho dictador de España.

[29] Este contrarrevolucionario formó parte en el primer gobierno constitucional de Fernando VII. Fue el único hombre de confianza del monarca y el encargado de disolver al ejercito de la Isla de León en agosto de 1820.

[30] Militar y político español, presidente del gobierno entre 1822 y 1823. Nacido en Gijón (Asturias) en 1785, combatió desde 1808 en la guerra de la Independencia, en cuyo transcurso fue capturado y enviado a Francia. Regresó a España en 1814. Colaboró en el triunfo del pronunciamiento de Rafael del Riego. Militó en el sector de los liberales llamados “exaltados”. Desde el 6 de agosto de 1822 hasta el 2 de marzo de 1823 fue presidente del gobierno. Durante su mandato, a finales de 1822, las potencias de la Santa Alianza amenazaron a su gobierno si no se restablecía la autoridad del rey Fernando VII. A mediados de 1823 fue capturado por las tropas de los Cien Mil Hijos de San Luis, enviadas para restaurar en el absolutismo al Rey. En 1824, un año después de ser mandado a Francia como prisionero, se exilió en Gran Bretaña. Fallecido Fernando VII, regresó a España en 1834 y participó en la primera Guerra Carlista formando parte del Ejército de Isabel II. Mariscal de campo y capitán general de Aragón desde 1836, en septiembre de ese año ingresó en el Partido Progresista y elegido diputado a las Cortes Constituyentes que elaboraron la Constitución de 1837. Desde agosto hasta octubre de ese año, Baldomero Fernández Espartero le nombró ministro de la Guerra y de Marina. Durante la regencia de Espartero, fue capitán general de Castilla la Nueva (1841) y ministro de la Guerra (entre mayo de 1841 y junio de 1842). Apoyó el triunfo de la Vicalvarada (1854) y, al inicio del llamado “bienio progresista”, volvió a ocupar durante 10 días la cartera del Ministerio de la Guerra (julio-agosto de 1854). En agradecimiento a su colaboración en el mantenimiento de la monarquía durante el proceso revolucionario de 1854, Isabel II le nombró capitán general y duque de San Miguel con categoría de Grandeza de España. Académico de la Historia y autor de una Historia de Felipe II (1844), falleció en 1862, en Madrid.

[31] <<Se llamaban comuneros los miembros de la unión política secreta ―Confederación de los comuneros españoles― creada durante la revolución burguesa de 1820-1823. Los comuneros representaban los intereses de las capas más democráticas de la población urbana: artesanos, obreros, una parte de la intelectualidad, de la oficialidad y de la pequeña burguesía urbana. Contaban con 70.000 afiliados. Los comuneros eran partidarios de la lucha más resuelta contra la contrarrevolución. Una vez aplastada la revolución, los comuneros fueron cruelmente perseguidos y cesaron su actividad.>> (K.Marx: “La España revolucionaria” en “The New York Daily Tribune” 21/11/1854. Nota 27)

[32] Primer ministro inglés entre 1824 y 1827.

[33] Se refiere a las guerras durante la tardía Edad Media o decadencia del feudalismo, es decir, la época en que se inició el proceso de constitución política de la burguesía europea en sus distintos Estados nacionales, como la llamada “guerra de los cien años” entre Francia e Inglaterra. La guerra campesina en Alemania o la rebelión de los comuneros en España.  (Lo entre paréntesis es nuestro)

[34] Obra del, por entonces, presidente del Consejo de Ministros, Francisco Martínez de la Rosa, un liberal que transitó el camino hacia la moderación desde que, tras ser elegido presidente del gobierno en febrero de 1822, renunció al cargo en repudio a la radicalización política de los “exaltados” a raíz del triunfo de la Milicia Nacional contra el intento de golpe contrarrevolucionario protagonizado por la Guardia Real, en julio de ese año, que había llegado a secuestrar al gobierno de Martínez de la Rosa en el propio palacio real de Madrid. Arrojado al exilio por la segunda restauración de Fernando VII, regresó a España en 1931, y en mérito a aquél gesto suyo de repudio a la izquierda liberal, María Cristina le asignó el más alto cargo en el gobierno previsto para un plebeyo, encomendándole la redacción del Estatuto.

[35] Nacido en Cádiz en 1790. Hijo de una familia de comerciantes de origen judío, trabajó como empleado de banca y pronto cambió su apellido materno (Méndez) por el que se le conoce. Durante la guerra de la Independencia (1808-1814), estuvo vinculado a la logística de las tropas españolas enfrentadas a los invasores franceses. Identificado con las ideas liberales como miembro de la masonería, desde su cargo de proveedor de las tropas que debían embarcarse para luchar contra la emancipación de las colonias americanas apoyó el levantamiento de Rafael del Riego en 1820. Finalizado en 1823 el Trienio Liberal, hubo de exiliarse en Londres (Gran Bretaña), donde logró enriquecerse con sus actividades mercantiles, facilitando la financiación de la expedición que, en 1833, restableció en el trono de Portugal a María II de Braganza, quien le recompensó con distinguidos cargos gubernamentales. Destacada figura del que habría de ser el llamado Partido Progresista, en junio de 1835, ya iniciada la primera Guerra Carlista, fue nombrado ministro de Hacienda por el presidente del gobierno español José María Queipo de Llano, conde de Toreno. En septiembre del mismo año, por orden de la regente María Cristina de Borbón, se hizo cargo de la presidencia del gobierno por ausencia de su titular, Miguel Ricardo de Álava.

[36] De origen gaditano, nació en 1790. Participó en la guerra de la Independencia (1808-1814) y, en 1820, colaboró desde su ciudad natal en los preparativos del pronunciamiento de Rafael del Riego. Durante el consiguiente Trienio Liberal (1820-1823), fue elegido diputado. Desde enero de 1822, destacó como miembro de la tendencia liberal de los denominados “exaltados”,  presidiendo en Sevilla y Cádiz las últimas Cortes constitucionales del periodo, que huían de los Cien Mil Hijos de San Luis. Comenzado el período “ominoso” del absolutismo, huyó a Gran Bretaña. Regresó a España en 1834, un año después del fallecimiento del Rey, y pronto pasó a las filas políticas del Partido Moderado. Designado presidente del gobierno, el 15 de mayo de 1836, por la regente María Cristina de Borbón, de inmediato disolvió las Cortes recién elegidas para proceder a convocar unas nuevas que reformaran el Estatuto Real. El malestar provocado entre los progresistas por esta medida, acabó por causar la denominada sublevación de La Granja del 12 de agosto de 1836 y su sustitución por José María Calatrava dos días después. Volvió a exiliarse en Gran Bretaña, de donde regresó en 1837, año en el que fue elegido diputado. Ejerció este cargo sucesivamente hasta 1845, lo que le permitió ser presidente del Congreso en 1838 y como tal permanecer hasta 1840. Presidió de nuevo el gobierno desde abril de 1846 hasta enero de 1847. En él también ejerció como ministro de Estado (Asuntos Exteriores) y se ocupó de facilitar el matrimonio de la reina Isabel II con Francisco de Asís de Borbón en octubre de 1846. De enero a junio de 1858 presidió su último gobierno. Tras desempeñar diversos cargos diplomáticos, en 1864 abandonó la actividad política y falleció, en 1871, en Madrid.

[37] La desamortización de Mendizábal creó una gran riqueza. Desmanteló señoríos para repartirlos en lotes más pequeños poniéndolos en subasta. La intención era crear una clase media. El problema fue que los que tenían dinero fueron los que se quedaron con las tierras, por lo tanto fue un fracaso ya que lo que pasó con las tierras fue pasar de manos dentro de las mismas clases pudientes. La iglesia perdió parte de sus bienes y parte del patrimonio histórico y monumental sufrió grandes daños. La iglesia tenía trabajadores a su servicio, y al perder las tierras, los puestos de trabajo desaparecieron. Sólo desamortizaron los señoríos de la baja nobleza: la consecuencia para la literatura es que sigue habiendo un pueblo de analfabetos, que son personajes preferidos de algunas formas literarias, principalmente el costumbrismo (literatura, pintura, corriente artística que tiene como objeto reflejar los usos y costumbres, durante el siglo XIX). Estas desigualdades sociales darán lugar a las novelas de tesis donde se intenta defender al pueblo inculto y maltratado ante los ricos de siempre.

[38] Teórico político y filósofo francés (1753-1821). Máximo exponente del pensamiento conservador, enemigo de la ilustración y de la revolución francesa a la que contrapuso el Estado teocrático y de la monarquía absoluta hereditaria como forma de gobierno. Después de cursar estudios de derecho en Turín, consiguió ser miembro del tribunal de justicia (senado) de Saboya. Ocupada esta provincia por las tropas revolucionarias francesas en 1793, buscó refugio en Lausana, pero cuatro años más tarde el Directorio francés consiguió que fuera expulsado de territorio suizo, donde había desarrollado una intensa actividad contrarrevolucionaria. Profundamente influido por la teosofía de Jakob Böhme, Louis-Claude de Saint-Martin y Emanuel Swedenborg, arremetió contra el pensamiento moderno, al que consideraba desprovisto de todo ascendiente en la divina providencia como referente arquitectónico del orden natural y social. Profundamente pesimista respecto de todo progreso humano libre de cometer injusticias, llegó a decir que: “El que se mete en una revolución jamás se mete en otra”, y que: “Toda la grandeza, todo el poder, toda la subordinación a la autoridad reside en el verdugo; él es el horror y el lazo de la asociación humana. Remuévase este agente incomprensible del mundo, y al instante el orden cede ante el caos, los tronos se tambalean, y la sociedad desaparece...”

[39] Nacido en Saint-Malo (Francia) el 19 de junio de 1782. Durante su formación siguió con interés las teorías de Rousseau. En 1808 publica un trabajo que escribe en colaboración con su hermano Jean y en el que analiza el papel de la Iglesia en Francia. Con este ensayo enfrentó la política anticlerical de Napoleón, al tiempo que defendió la restauración del catolicismo. Debido a esta crítica al régimen napoleónico, su libro fue censurado. Ordenado sacerdote en 1816, no tardó mucho en ejercer influencia sobre la intelectualidad francesa. En 1830 publicó "L`Avenir", un periódico que propugnaba la separación de la Iglesia y el Estado. Defensor del sistema democrático, sus ideas rápidamente llegaron al Vaticano, que, en 1832, prohibió su edición. En 1834 escribió "Palabras de un creyente", momento en que coincide con su ruptura con el Vaticano y su retirada del sacerdocio. El resto de su vida la dedicó a la literatura y la filosofía. Las obras que publicó en este tiempo se mantienen fieles a los principios que defendió durante toda su vida. Prueba de ello son: "El último del pueblo"; "La esclavitud moderna" y "El país y el gobierno".

[40] Militar nacido en Lorca (Murcia) en 1783. Luchó en la guerra de Independencia contra el ejercito francés, también combatió en Perú y Chile contra los independentistas volviendo a España como general en 1825. Se unió a los carlistas llegando a ser el comandante en jefe del ejercito carlista de Cataluña y después como comandante en jefe del ejercito del Norte.

Defendió la idea de casar a la heredera al trono, la futura Isabel II con el primogénito de Carlos María Isidro al conflicto carlista. Mando fusilar a los generales carlistas que se le opusieron y cuando el aspirante al trono, Carlos María Isidro le destituyó,  Maroto detuvo a su sustituto y firmó por su cuenta un acuerdo con Espartero –el famoso abrazo de Vergara_ que puso fin a la guerra civil en el frente del Norte, el más activo.

[41] Espartero se vio obligado a exiliarse y, desde el Puerto de Santa María (Cádiz), embarcó hacia Inglaterra y pasó a residir en Londres bajo protección de la Reina Victoria, hasta que, en 1849, el propio Narváez le permitió regresar a España.

[42] Nacido en Cádiz (1811), estudió leyes en la Universidad de Alcalá de Henares militando inicialmente en las filas del revolucionario Partido Progresista. Dedicado al periodismo, desde su propia publicación, “El Guirigay”, entre 1837 y 1838 fustigó al Partido Moderado y a la regente María Cristina de Borbón. En 1840 participó en el triunfo de Baldomero Fernández Espartero. En 1843 acabó su progresismo contribuyendo al triunfo de Narváez para ponerse la chaqueta del Partido Moderado y pasar a presidir el gobierno en sustitución de Salustiano Olózaga. Durante su mandato, se dedicó a encarcelar a sus antiguos correligionarios, ejerciendo el cargo de forma autoritaria. Desarmó a la Milicia Nacional para reemplazar este cuerpo armado progresista por la Guardia Civil, creada ese mismo año por el Duque de Ahumada. Durante el “bienio progresista”  (1854-56) hubo de exiliarse.

[43] Natural de Sotés (La Rioja), combatió a los absolutistas en la Primera Guerra Carlista que terminó con el grado de teniente coronel. Mandaba el retén de Alabarderos que impidió el secuestro de la reina Isabel por Concha y Diego de León durante el frustrado pronunciamiento antiesparterista de 1841. Tuvo un destacado papel en la preparación de la revolución de julio de 1854 contra el gobierno Sartorius. Siendo capitán general de Cataluña reprimió la intentona carlista de San Carlos de la Rápita (1860). Participó en la crisis final del régimen isabelino: era uno de los generales desterrados por González Bravo en 1868 y volvió a Canarias con Serrano. Fue uno de los firmantes del Manifiesto España con honra (19-IX-1868). Aunque estaba ya muy enfermo, aceptó el encargo del gobierno provisional y ocupó por segunda vez (la anterior fue en 1862- 1866) la Capitanía General de Cuba; en este año -1869- no tuvo el éxito que acompañó su primera época antillana y fue atacado por todos, españolistas y autonomistas. El general Dulce, que fue marqués de Castrelflorite, y uno de los teórico del «intervencionismo» del ejército en la política, murió en Amelie-les-Bains (Cataluña francesa) en 1869.

[44] Nacido en Málaga el 8 de febrero de 1828. Ante la situación de claro enfrentamiento entre moderados y progresistas, Cánovas no busco una tercera línea apoyada en la conciliación, aunque con claro signo conservador; esta búsqueda del equilibrio entre ambas tendencias tendrían su fruto posteriormente en la Unión Liberal de O'Donnell. En buenas relaciones con éste, participó en las conversaciones previas a la revolución de 1854; su primera actividad pública, la llevó a cabo el día 30 de junio, durante la conocida “Vicalvarada”.

[45] Francisco Serrano Domínguez, Duque de la Torre y Conde de San Antonio, también llamado el "general bonito" por quien fue su amante, la reina Isabel II, nació el 17 de Diciembre de 1810 en la Isla de León (Cádiz). Hijo de un militar, Francisco Serrano, perseguido por Fernando VII, y con parientes en la nobleza. Fue educado en el Colegio de Vergara, y a los doce años, en 1822, ingresó como cadete en el regimiento de caballería de Sagunto, llegando al grado de alférez en el año 1823. Ascendió rápidamente, obteniendo casi todos sus ascensos por méritos de guerra, ya que se distinguió en la guerra contra los carlistas, como ayudante del general Espoz y Mina durante el año 1825, y del general en jefe de Cataluña desde el año 1836. En el momento de producirse la firma del Abrazo de Vergara entre Espartero y Maroto (31 de agosto de 1839) era coronel. La expedición de Tortosa en 1839, en la que se enfrentó a Cabrera, le valió el grado de brigadier; ese mismo año entró en política ya que fue diputado en el Congreso por Málaga. Cuando la reina María Cristina de Borbón tuvo que renunciar y exiliarse, Serrano apoyó a Espartero, dándole su voto para la Regencia, y el duque de la Victoria, en compensación, le nombró mariscal de campo en diciembre de 1840, otorgándole el cargo de segundo cabo de la Capitanía General de Valencia. El 10 de mayo de 1843, el Gabinete López, donde Serrano ocupaba la cartera de Guerra, se enfrentó al Regente. Fue esta la primera vez que Serrano dejó de apoyar a su, hasta entonces, amigo Espartero, debido a sus enormes ambiciones políticas. De aquí la expresión de desconfianza que Marx recogió de la opinión pública española en esa época sobre este personaje. 

[46] En marzo de 1848, el Gobierno provisional de la República Francesa --donde el partido de los republicanos burgueses moderados, agrupados en torno al periódico National, desempeñaba el papel dirigente-- organizó en París los talleres nacionales, intentando ganarse el apoyo de sus obreros en la lucha contra el proletariado revolucionario. Fracasó esta tentativa de escindir a la clase obrera, y los obreros de los talleres nacionales constituyeron el núcleo fundamental de los insurrectos en la sublevación de junio de 1848. Ver http://www.nodo50.org/gpm/constituyente/07.htm .

[47] Lo mismo que hizo el “moderado” Allende con Pinochet en 1971.

[48] Pascual Madoz (1806-1870), político español. Nacido en Pamplona (Navarra), estudió leyes en la Universidad de Zaragoza y combatió en 1823 a las tropas de los Cien Mil Hijos de San Luis, que le capturaron cuando participaba en la defensa de Monzón (Huesca). Comprometido con el movimiento liberal, padeció el exilio en Francia después de licenciarse en Derecho. Regresó a su país en 1833, tras el fallecimiento del rey absolutista Fernando VII, y comenzó a ejercer en Barcelona como abogado, al tiempo que como periodista e incluso editor. Fue, además, gobernador del Valle de Arán (Val d’Aran) en los años iniciales de la primera Guerra Carlista. Elegido diputado en 1836, entre 1845 y 1850 editó el voluminoso Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, compuesto por 16 volúmenes, en el cual empezó a trabajar desde 1834 y que ha supuesto una fuente estadística indispensable para la historiografía cuando ésta se ha ocupado de la primera mitad del siglo XIX español. Durante el Bienio Progresista (1854-1856) fue gobernador de Barcelona, presidió el Congreso de los Diputados y Baldomero Fernández Espartero le nombró ministro de Hacienda, cargo que desempeñó desde el 25 de enero hasta el 6 de junio de 1855. Como tal, logró la aprobación de la controvertida Ley General de Desamortización de 1 de mayo de ese año, que pretendió completar el ya iniciado proceso desamortizador con la venta pública de los bienes civiles y de los bienes eclesiásticos que se encontraban todavía fuera del libre mercado. Finalizado el Bienio Progresista en 1856, volvió a exiliarse. Regresó a España en 1865 y resultó nuevamente elegido diputado en diciembre de ese año. Participó en el movimiento que pretendía destronar a Isabel II, lo cual logró la revolución de 1868, tras la que fue nombrado gobernador de Madrid. Miembro de la comisión enviada a Italia para ofrecer el trono de España al duque de Aosta (futuro Amadeo I), falleció en Génova en 1870, antes de que éste asumiera el trono.

[49] El 19 de agosto de 1854, Marx elaboró un editorial monográfico para el “New York Daily Tribune” titulado “Espartero”, donde definió el carácter político de este general por su tendencia permanente al compromiso con los moderados dentro del  Partido Liberal. Una especie de Comandante Marcos de aquella época, bastante más turbulenta que la del México actual tras la caída del Muro de Berlín. Decía Marx allí, que si Espartero “puede ser considerado como el símbolo de la unidad del gran partido liberal, es también evidente que nos hallamos en presencia de una unidad en que todos los extremos quedan atenuados”. Sigue apostillando que sus méritos militares fueron “tan dudosos, como indiscutibles su defectos políticos”, destacando que, en el terreno militar “la impresión general que sus hechos de armas sudamericanos produjeron en el ánimo excitable de sus compatriotas, se caracteriza suficientemente por el hecho de que se lo llamara ‘jefe del ayacuchismo’ y a sus partidarios se les diera el nombre de ayacuchos”, en alusión a la desgraciada batalla de Ayacucho, en la que España perdió definitivamente Perú y toda Sudamérica. (...) Trátase en todo caso ―agrega Marx― de un héroe sumamente peregrino, cuyo bautismo histórico data de una derrota y no de una victoria. En los siete años de guerra contra los carlistas, jamás se distinguió por uno de esos golpes de audacia que dieron a conocer pronto a Narváez, su rival, como un soldado de nervios de acero”.  En el terreno político, dice Marx, por ejemplo, que, “Cuando Cristina se vio obligada en 1840 a renunciar a la regencia y a huir de España, Espartero, contrariando la voluntad de un amplio sector de los progresistas, asumió la autoridad suprema dentro de los límites del Gobierno parlamentario. Entonces se rodeó de una especie de camarilla y adoptó los aires de un dictador militar, sin ponerse realmente por encima de la mediocridad de un rey constitucional. Otorgó su favor más bien a los moderados que a los progresistas, los cuales, salvo raras excepciones, quedaron apartados de los cargos públicos”.  En tal sentido, el hecho de que, tras el triunfo de la “vicalvarada” Espartero haya preferido nombrar a O’ Donnell en perjuicio de Dulce para el cargo de ministro de la guerra, es elocuente.

[50] Editado en París a partir de 1832, en tiempos de la monarquía de Julio se mofaba del Gobierno, y en 1848 se pasó al campo de la contrarrevolución.

[51] El concordato entre el Papa Pío IX y la reina de España Isabel II fue concertado el 16 de marzo de 1851 y refrendado por las Cortes en octubre de 1851. Según este documento, la corona española se comprometía a subvencionar al clero a costa del Tesoro, a cesar la confiscación de las tierras de la Iglesia y devolver a los conventos las tierras incautadas durante la tercera revolución burguesa (1834-1843) que no hubieran sido vendidas

[52] La masonería tuvo su origen durante la edad media, en que los miembros de los gremios artesanos y mercantiles guardaban el secreto de sus prácticas por razones de protección económica. La francmasonería, surgió en el siglo XIV como gremio de artesanos albañiles. En los siglos XVII y XVIII se establecieron sociedades secretas con fines científicos o de subversión política. Algunas, como la orden de los rosacruces, mezclaban la ciencia con el misticismo, otras se convirtieron en importantes centros de disensión política. La conocida como Hijos de la Libertad fue creada en las colonias estadounidenses en el siglo XVIII para hacer frente al dominio británico. En el siglo XIX, ciertas sociedades secretas, como los carbonarios en Italia, los fenianos en Irlanda y los partidarios del nihilismo en Rusia, ejercieron un papel político de considerable importancia.

Los ideales masónicos de tolerancia religiosa e igualdad fundamental de todas las personas, estaban en armonía con el creciente espíritu de liberalismo durante el siglo XVIII. Uno de los principios básicos de las órdenes masónicas en todo el mundo de habla inglesa, ha sido que la religión es un asunto exclusivo del individuo.

[53] Circuló la leyenda de que había fingido la muerte para retirarse a hacer vida de ermitaño (bajo el nombre de Fédor Kusmitch). Su tumba, abierta en 1926, fue encontrada vacía.

[54]El termino proviene de la expresión “hijodalgo” acuñada en el siglo XI, que literalmente significa “hijo de algo”, esto es, que hidalgos son todos aquellos a quienes la realeza distinguía “por algo suyo” o de sus ascendientes, sean posesiones o actos de servicio. Entre los privilegios que el rey concedía a los hidalgos, el principal era el de "no pechar", lo que significaba no pagar tributos a la Corona. Esta fue la causa de que en las Chancillerías (tribunal superior de justicia) de la época se conserven multitud de pleitos entablados entre diversos personajes que se afanaban en poder demostrar su condición de hidalgos, porque a veces era muchísimo más importante quedar exento de pagos y tributos, que demostrar que se era de estado noble. Pertenecer a la baja nobleza y aún simplemente ejerciendo modestísimos oficios, no derogaba la hidalguía. En muchos pueblos existieron hidalgos que eran labradores, zapateros, comerciantes y hasta "pobres de solemnidad". No eran propiamente nobles, pero sí disfrutaban de exención de cargas personales. Junto a ellos convivían otras personas que eran ricas, que poseían bienes y que, sin embargo, eran "pecheros" tenían que pagar los tributos "y todas sus haciendas no les bastaban para alcanzar la hidalguía". Los hidalgos del siglo XVII se dividían en tres grupos, claramente diferenciados entre sí: los terratenientes de modestos predios que vivían de su hacienda;

los hijos de familias arruinadas, o los que alcanzaron la hidalguía por el número de hijos que hubieron de emplearse como labriegos o declararse pobres de solemnidad, y, aquellos que para huir de la miseria se enrolaban en el Ejército.

El pueblo español siempre se ha caracterizado por su ingenio. Ocurre que para alcanzar la dignidad de hidalgo, o lo que es igual, librarse de la pesada carga de los tributos, impuestos y pagos al Tesoro Real, existía un medio en el que nada tenía que ver la sangre y sí la bragueta, hasta el punto que, a aquellos que conseguían la ansiada dignidad, se les denominó así: “hidalgos de bragueta”. Para ello, debían demostrar palpablemente y sin la menor duda, que su mujer legítima había parido siete hijos varones y él era el padre; con eso bastaba para que se le extendiera la oportuna documentación que lo acreditaba como hidalgo. Y no importaba que el solicitante fuera humildísimo, que no tuviera ni un maravedí, que fuera pobre de solemnidad y aún mendigo, o que fuera un total analfabeto; sus siete hijos varones lo convertían en hidalgo y con ello, naturalmente, se le terminaban apuros y agobios para el pago de los onerosos tributos al Tesoro. En el siglo XVI y XVII se difundió en toda España un afán por conseguir el título de hidalguía a cualquier precio. En el año 1540 había en Castilla 108..358 vecinos hidalgos frente a 897.130 pecheros. En el año 985 se habla ya de los "filii bene natorum" (los hijos de los bien nacidos). La dicotomía "hidalgo-pechero" ya aparece en algunos documentos asturianos del siglo X, donde se habla de hombres "majores" y "minores", según que paguen impuestos, reparen murallas, se incorporen a las huestes militares o no lo hagan.

[55] Fue Pedro I “El Grande” (1672-1725), quien promovió en Rusia el equivalente a la hidalguía española, la llamada “nobleza de servicio”. Especial trascendencia tuvo la reforma del Ejército, que permitió a personas sin título nobiliario la posibilidad de acceder al cuerpo de oficiales superiores, acabando así con el monopolio nobiliario en esos cargos.

[56] En al menos un caso de la historia moderna más reciente, la forma política totalitaria de gobierno burgués impropiamente conocida por “dictadura militar”, emuló a las monarquías absolutas en eso de apelar a la emisión de dinero inflacionario con fines de control social. Nos referimos a la “dictadura de Videla”, que comenzó su andadura en Argentina con Ezequiel Martínez de Hoz como ministro de economía, una de cuyas primeras medidas consistió en establecer la paridad del dólar con la moneda nacional, lo cual elevó momentáneamente el poder adquisitivo de la población respecto de los productos de importación y el turismo internacional. Con esta medida, la burguesía argentina compró la voluntad política de los pequeños patronos y la aristocracia obrera del país, quienes durante algunos años, con esa “plata dulce” pudieron sentirse como los hidalgos en España desde el siglo XV, mirando para otro lado mientras los llamados “grupos operativos” de las FF.AA. hacían el trabajo sucio de secuestrar, torturar y asesinar a decenas de miles de opositores a los planes del gran capital multinacional. 

[57] Guerra de África de 1859-1860), Indochina (intervención hispanofrancesa de 1858-1862), México (donde España intervino junto a Francia e Inglaterra en 1861), Santo Domingo (reincorporada voluntariamente al Imperio colonial español en 1861-1865), Perú y Chile (Guerra del Pacífico de 1865-1868).

[58] Sobre los conceptos de “lucha espontánea relativamente autónoma” y “crisis revolucionaria”, ver en: http://www.nodo50.org/gpm/argbpri/02.htm

[59] Un año antes, el Congreso de la Internacional Comunista celebrado en La Haya entre el 2 y el 7 de setiembre de 1872, se había saldado con la división de ese movimiento político internacional de los trabajadores entre los marxistas y los anarquistas de la “Alianza”, estos últimos de gran influencia en el movimiento obrero español de la época. El Congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores de La Haya, se celebró con la asistencia de 65 delegados de 15 organizaciones nacionales. Dirigían las labores del Congreso Marx y Engels, que creyeron ver culminada su lucha de largos años contra toda clase de sectarismo pequeñoburgués en el movimiento obrero. La actuación escisionista de los anarquistas fue condenada, y sus líderes expulsados de la Internacional. Los acuerdos del Congreso de La Haya colocaron los cimientos para la futura fundación de partidos políticos de la clase obrera con existencia propia en los distintos países.

[60] Marx se refiere a las luchas desencadenadas en Baden y el Palatinado, región del suroeste alemán, donde la industria y el comercio eran insignificantes, la gran masa de su población de origen campesino o artesano, con un proletariado muy escaso, disperso  y poco desarrollado,  sin tradición socialista y sin ningún centro urbano importante donde pudiera cuajar un partido obrero independiente, tal como lo señala Engels en su trabajo titulado: “La campaña alemana  en pro de la Constitución del Imperio”, escrito entre fines de agosto de 1849 y febrero de 1850. Allí decidió Joseph Moll  malograr para siempre su valioso acervo ideológico y político, en lugar de emplearlo en cumplir la trascendental misión que le había sido encomendada por sus compañeros de organización. A esta campaña ―que en opinión de Franz Mehring “no merecía que nadie derramase por ella una gota de sangre”― también se sumó Engels como voluntario al  mando del antiguo teniente prusiano August Willich, a la sazón miembro de la “Liga de los Comunistas”, a quien aquella experiencia no, por lo visto le sirvió de nada. Sí, en cambio, a Engels, quien en la introducción a la obra citada sacó la debida conclusión política: “La historia de los movimientos políticos a partir de 1830, tanto en Alemania como en Francia o en Inglaterra, nos muestra a esta clase (la pequeñoburguesía) siempre jactanciosa, grandilocuente y a ratos incluso extremista en el terreno de las frases, cuando no barrunta peligro; medrosa retraída y evasiva, tan pronto atisba el peligro más leve (contra su propiedad): asombrada, preocupada y vacilante cuando ve que otras clases hacen suyo y toman en serio el movimiento iniciado por ella; dispuesta a traicionar el movimiento en aras de su existencia pequeñoburguesa, al llegar la hora de la lucha con las armas en la mano; por último, y como resultado de su indecisión, siempre engañada y maltratada preferentemente, al triunfar el partido reaccionario” (Op. Cit. Lo entre paréntesis es nuestro). Este juicio se ha revelado en todas partes como una verdad política con carácter de ley.

[60] Ver: http://nodo50.org/gpm/rafaelpla/11.htm

[61] En España, por tanto, tampoco en 1873 se trataba de optar entre participar en las elecciones a la Asamblea Constituyente o “quedarse en casa”, como parece sugerir Engels, alimentando ―sin querer― las perspectivas políticas más favorables a los mezquinos intereses políticos de los miserables oportunistas de siempre, a expensas de inadvertidos lectores de la obra que comentamos aquí, desde entonces hasta hoy día. Quedarse en casa es lo que hicieron como partido los anarquistas, permitiendo que sus militantes obraran cada uno por su cuenta como mejor les pareciera. Esta criminal dejación política es lo que se limitó a denunciar explícitamente Engels, dando a entender que, desde el punto de vista efectivamente revolucionario, la Alianza estaba en condiciones de participar con peso político decisivo, tanto en el gobierno provisional como en la constituyente, y eso es lo que hubiera debido hacer, porque era esa la táctica correcta. Pero no dijo qué hizo y, en su defecto, que debía o hubiera debido hacer la insignificante minoría de militantes españoles de la “Internacional comunista” en semejantes condiciones históricas.

[62] “En el Congreso de los aliancistas celebrado en Ginebra el 1º de septiembre de 1873 desempeñó gran papel la huelga general, si bien se reconoció por todo el mundo que, para esto, hacía falta una organización perfecta de la clase obrera y una caja bien repleta”. (F.Engels: Op.cit)

[63] Asociación General Obrera Alemana: organización de los obreros y artesanos alemanes, fundada en 1863. Su creación fue un paso adelante en el desarrollo del movimiento obrero independiente en Alemania, pero los líderes de la Asociación ―el socialista sui generis Lassalle y sus seguidores― imprimieron a la actividad un sesgo muy alejado de la línea revolucionaria que preconizaban Marx y Engels. Lassalle preconizaba el paso al socialismo mediante la introducción en la Prusia capitalista de las sociedades obreras de producción. Con el fin de obtener apoyo del Estado y reunir medios para la creación de dichas sociedades, Lassalle mantuvo negociaciones con el gobierno reaccionario prusiano de Bismarck. Los lassalleanos negaban el papel de los campesinos como aliados del proletariado y apoyaban la política de unificación de Alemania desde arriba bajo la hegemonía de la Prusia contrarrevolucionaria

[64] En este punto, Engels recuerda que, ya en septiembre de 1870, en sus “Lettres à un Français”), Bakunin había declarado que el único medio para expulsar de Francia a los prusianos con una lucha revolucionaria, consistía en abolir toda dirección centralizada y dejar que cada ciudad, cada aldea, cada municipio, dirigiese la guerra por su cuenta. Pensaba que si al ejército prusiano, con su dirección única, se le oponía el desencadenamiento de las pasiones revolucionarias espontáneas, el triunfo era seguro. Frente a la inteligencia colectiva del pueblo francés, abandonado por fin de nuevo a sus propios destinos, la inteligencia individual del general alemán Moltke se esfumaría. Por entonces,  los franceses no quisieron entenderlo así; pero en España se obsequió a Bakunin, como hemos visto y aún hemos de ver, con un triunfo resonante.

[65] El general Pavía se puso en marcha hacia el 20 de julio. El 24 fue ocupada Córdoba por una columna de guardias civiles y tropas de línea al mando de Ripoll. El 29, Pavía atacó las barricadas de Sevilla, la cual cayó en sus manos el 30 o el 31 (los telegramas no permiten fijar con seguridad las fechas). Dejó una columna móvil para someter los alrededores y avanzó sobre Cádiz, cuyos defensores no se batieron más que en el acceso a la ciudad, y aun aquí con pocos bríos; luego, el 4 de agosto, se dejaron desarmar sin resistencia. En los días siguientes desarmó, también sin resistencia, a Sanlúcar de Barrameda, San Roque, Tarifa, Algeciras y otra multitud de pequeñas ciudades, cada una de las cuales se había erigido en cantón independiente. Al mismo tiempo, envió columnas contra Málaga y Granada, que capitularon sin resistencia el 3 y el 8 de agosto respectivamente; y así, el 10 de agosto, en menos de 15 días y casi sin lucha, había quedado sometida toda Andalucía.