p) El proceso revolucionario de 1868-1873

Los cambios operados en la estructura económica y social de España desde 1830, especialmente la desamortización de Mendizábal y la posterior eliminación del régimen de señorío y servidumbre durante los gobiernos “moderados” bajo el reinado de Isabel II, no se tradujeron en innovaciones técnicas aplicadas al trabajo rural, dado que los nuevos propietarios prefirieron mantener los sistemas de explotación en vez de invertir en mejoras. La difusión de la propiedad privada resultante del reparto de tierras hecho con un criterio recaudatorio, combinó el latifundio con el minifundio. El rendimiento de la tierra no aumentó; incluso bajó el rendimiento medio por unidad de superficie cultivada, porque las nuevas tierras que se incorporaron al cultivo eran de peor calidad. Pero sí se incrementó la producción por el sólo hecho de haberse extendido la frontera agraria, aunque en perjuicio de la cabaña ganadera, ya que muchas de las tierras expropiadas que habían servido para el alimento del ganado, se reconvirtieron al cultivo, lo cual contribuyó al descenso de los rendimientos dado que disminuyó el abono natural aportado a esas tierras por la ganadería. Aunque aumentó el cultivo de patata y maíz ―especialmente en el Norte― el trigo y otros cereales siguieron siendo los productos fundamentales, casi exclusivos de gran parte de la población, que, aunque lentamente, aumentó.

Los gobiernos moderados, que prioritaron la defensa de los nuevos propietarios burgueses de la tierra, impulsaron una política económica proteccionista, estableciendo fuertes aranceles a la importación de alimentos, precisamente para garantizar la venta ―a precios elevados― de la producción en el mercado interno. El resultado fue que en años de buenas cosechas, los precios se mantenían relativamente altos al no haber competencia exterior ni un mercado nacional suficientemente integrado, mientras que en años de malas cosechas los precios se disparaban. Los propietarios conseguían de esta manera acumular enormes ganancias, pero sin invertir en la mejora de la producción  puesto que el gobierno les garantizaba la venta interna a precios de monopolio.

                Por todo ello la producción agrícola española sólo creció lentamente. Fue una agricultura estancada, incapaz de suministrar mano de obra adicional a la industria, ni, por tanto, mercado para los productos fabriles, sea de consumo productivo para el campo –maquinaria agrícola-- sea de consumo final para los obreros (productos agrarios elaborados, utensilios del hogar, etc.) En conjunto, la nueva estructura de la propiedad agraria supuso un lastre importante para el desarrollo de los demás sectores productivos. Especialmente para el proletariado, una población jornalera con salarios muy bajos, que apenas mejoró su nivel de vida y aumentó su número. De hecho se mantuvo en permanente amenaza de hambre a causa de malas cosechas o de plagas. En el curso de este período entre las décadas de 1830 a 1860, se sucedieron varias crisis agrarias que repercutieron en la capacidad de compra del campesinado y afectaron, por tanto, a los negocios industriales y financieros.

Hacia 1830, sólo un sector y una ciudad habían iniciado su industrialización: el textil de Barcelona, basado en la tecnología inglesa.  La industria catalana había experimentado una fuerte crisis a raíz de la pérdida de las colonias. Sin embargo, a partir de 1832 comenzó una nueva fase de expansión, lenta al principio, más acelerada desde 1840, tras finalizar la guerra, y que se prolongó hasta 1862. Las causas de ese despegue, único en España, hay que buscarlas en dos factores: la mecanización acelerada y la política proteccionista. La introducción de la energía del vapor y la mecanización de las fábricas textiles se produjo en esos treinta años, y dio lugar a una disminución de costes y precios y a una multiplicación de las ventas, proceso que se extendió hasta fines de la década de los cincuenta, pero con la contrapartida de sustituir la mano de obra masculina por niños y mujeres, con salarios mucho más bajos. Las mujeres se convierten en obreras con las mismas jornadas que los hombres, pero sufriendo una clara discriminación, puesto que su sueldo se fijaba en el 50% del de los obreros. Niños y niñas fueron contratados en las fabricas a partir de edades tan tempranas como los cinco años, todo ello por unos sueldos de autentica miseria. Fue precisamente en esta región donde se inició el movimiento obrero. Otra consecuencia fue la concentración fabril del trabajo y una mayor centralización del capital global nacional: se pasó de 4.583 fábricas en 1840 a 3.500 en 1860.

Los gobiernos de los años treinta y cuarenta realizaron una política proteccionista y prohibieron la importación de telas de algodón, lo cual permitió que los productos catalanes compitieran con ventaja en el mercado interior. El intento de Espartero de introducir el librecambio y, por tanto, de abrir el país a las telas inglesas, fue una de las claves de su fracaso y de la revuelta catalana de 1842. Esta política permitió mantener la expansión de la producción, pero ralentizó las inversiones y la modernización. Cuando la crisis estalló en 1862-1863, ante el encarecimiento del algodón ocasionado por la guerra de secesión norteamericana, las fábricas se quedaron sin recursos para afrontarla, quebrando muchas de ellas y produciendo un paro creciente. No obstante, hacia 1860 era la industria más avanzada de España y había eliminado prácticamente a las pequeñas industrias levantinas y gallegas.

 Mucho menor fue el desarrollo del sector siderúrgico. Aunque la demanda de hierro comenzó a crecer a partir de 1830, no puede hablarse de un despegue industrial propiamente dicho. En primer lugar, porque faltó capital para un proceso de mecanización, tanto en el campo como en la industria -salvo en la textil catalana- que disparó la demanda de acero. En segundo lugar, porque el boom siderúrgico que hubiera supuesto el ferrocarril o los barcos de vapor no se produjo, al permitir la ley de 1856 la libre importación sin aranceles de esta materia prima del extranjero, mucho más barata que la española. En tercer lugar, la escasez, baja calidad y alto coste del carbón español aumentaba los precios del hierro nacional. Prueba de ello, y del atraso técnico de nuestra industria, es que en 1856 aún el 57% de la producción se obtenía con hornos de carbón vegetal.

 Hubo tres etapas bien diferenciadas en la formación de la siderurgia española durante el siglo XIX: la etapa inicial transcurrió entre 1830 y 1860; en ella, el predominio fue de los altos hornos andaluces, que suministraban un hierro de alta calidad pero también muy caro. Desde los años cincuenta comenzó a producirse en el Norte un hierro más barato, que dio lugar a la segunda etapa, entre 1860 y 1880, de predominio de los altos hornos asturianos (la Felguera, fundada por los hermanos Duro), que instalaron sistemas de carbón mineral y aprovecharon las minas de la zona. Su calidad no era mejor que la del hierro malagueño, pero su precio era considerablemente menor, por lo que rápidamente lo desbancó del mercado. Las minas de Tharsis fueron explotadas por los británicos a partir de 1866. En 1870, el Gobierno desamortizó las minas de Riotinto y éstas pasaron a manos de un consorcio internacional. El mercurio de Almadén fue controlado por los Rothschild.

La tercera etapa se inició hacia 1880, y en ella se impuso el predominio vizcaíno, gracias a la excelente calidad del hierro vasco, la concentración de sus empresas (las familias Chávarri e Ibarra fundaron los Altos Hornos de Vizcaya), los encargos de la Marina y la acumulación de capitales generada por la venta al exterior, que permitieron organizar las factorías a partir de altos hornos modernos, con procedimientos de última generación. Pero todo esto sucedió más tarde. Hacia 1868, tras la crisis generada por el fin de la fiebre ferroviaria, la siderurgia española era débil, poco avanzada, con producción demasiado cara y con muy poca demanda en perspectiva como para expandirse. Desde luego, estaba a años luz de las siderurgias inglesa, alemana o francesa.

Otras industrias de consumo, como la harinera, aceitera, vitivinícola, la del calzado, la cerámica o el vidrio, crecieron a lo largo del período, pero dado el lento crecimiento del mercado interno capitalista, su producción era de pequeña escala, con baja progresión en el empleo de mano de obra y sistemas de producción más artesanales que propiamente industriales. En cuanto a la minería, la falta de de racionalización operativa y los problemas financieros de la hacienda pública ―por causa de las guerras en el extranjero [57] ―, dieron pábulo a que la propiedad de las minas pasaran a manos de acreedores extranjeros, como garantía del cobro de los empréstitos que los sucesivos gobiernos se vieron obligados a pedir desde la época de Carlos III. Los yacimientos minerales españoles en mercurio, plomo, cobre y, en menor medida hierro, eran aún abundantes en el siglo XIX. Algunos de ellos, esenciales para la industria, eran por entonces prácticamente inexistentes en Europa. Sin embargo, por falta de capital-dinero disponible debieron ser cedidos a capitales extranjeros que explotaron las minas, comercializaron el mineral y se llevaron los beneficios.

Respecto de la red viaria, el reformismo borbónico del siglo XVIII dotó a España de un sistema de comunicaciones adecuado a las necesidades del transporte en la época del Antiguo Régimen, pero insuficiente para la etapa industrial posterior a la desamortización. Allí donde se iban construyendo las carreteras empedradas y los ferrocarriles, la accidentada orogra­fía peninsular hacía bastante más costosas las obras que en otros países europeos. En cuanto a la canalización de los ríos a fin de hacerlos navegables, el relativamente corto y desigual cau­dal desbarataba toda posibilidad de una red similar a la francesa o alemana. Por tanto, la ampliación de la infraestructura de transportes hubo de limitarse en España a las carreteras y, en mayor medida, al ten­dido de ferrocarriles. La ampliación y dragado de puertos, el balizamiento de costas, la introducción de una red telegráfi­ca, la renovación de los servicios postales, y muy singularmen­te la aplicación del vapor a los transportes terrestres y marí­timos completaron, en lo esencial, el panorama de moderni­zación.

Es de señalar que el plan de carreteras isabelino, radial y con seis grandes rutas nacionales, se debe en buena medida a Bravo Murillo, siendo en lo fundamental el que ha subsis­tido hasta hace pocas décadas. Su trazado se ajustó en líneas generales a la red viaria precedente. De igual forma ocurriría más tarde con el ferrocarril. Ante todo se trató de asegurar el tránsito entre la capital y cada uno de los puntos clave de la periferia nacional y con el extranjero, aun cuando ello redundara en el perjuicio de construir centenares de kilómetros de carretera o ferrocarril de escaso o nulo rendimiento económico. En 1867, la red de carreteras nacionales fue estimada en 20.000 kilómetros. De ellas, aproximadamente la mitad, eran carreteras principales. A diferencia de los ferrocarriles, las carre­teras fueron construidas por el Estado. Su multiplicación generó una expansión sin precedentes del comercio in­terior, no obstante el ferrocarril acabó representando la mayor parte del tráfico terrestre.

Sin embargo, hasta 1855 el total de kilómetros de vías férreas construidos era sólo de 440; el retraso general de la economía española y el clima de permanente inestabilidad habían impedido planificar la construcción y atraer inversiones. Las concesiones recayeron sobre grupos afines al partido moderado, que en gran parte se dedicaron a especular con ellas en Bolsa, provocando algunos de los graves escándalos de corrupción que jalonaron el final de la década que acabó con el reinado de Isabel II.

Una propicia legislación atrajo cuantioso capital extranjero ―principalmente francés― al sector ferroviario español, en rápida expansión. Fueron  los  progresistas quienes, en 1855, aprobaron la ley General de Ferrocarriles. Esta ley fijaba condiciones muy favorables para la construcción: regulaba la formación de las compañías de construcción, garantizaba las inversiones extranjeras en caso de guerra, eximía de aranceles a los materiales necesarios para tender las líneas, subvencionaba hasta un tercio del coste de construcción y permitía a las compañías financiarse emitiendo obligaciones. Se fijaba un plano radial de interés general a partir de Madrid, y se optaba por un ancho de vía mayor que el europeo. Para justificar la decisión, se argumentó mayor ancho permitiría máquinas más potentes y convoyes más rentables.

Al amparo de la Ley de Sociedades de Crédito promulgada en 1856, que completó el marco legal de las inversiones ferroviarias, se formaron tres grandes grupos, mayoritariamente participados por la banca francesa de las familias Pereire, Rosthschild y Prost, que fundaron las tres grandes compañías ferroviarias: la del Norte, la MZA (Madrid a Zaragoza y Alicante) y la de Ferrocarriles Andaluces. A ellos se unieron, como socios españoles, algunos de los principales magnates de las finanzas y de la Bolsa. Esos tres grupos acapararon las principales concesiones, sacando sus acciones a Bolsa y emitiendo obligaciones para financiar las construcciones. Entre 1855 y 1865 se construyeron 4.310 Km., totalizando 4.750 al término del periodo, es decir, 430 Km. al año, lo que da una idea del boom ferroviario en esos años bajo el gobierno de la Unión Liberal; buena parte del capital acumulado disponible y de los recursos del Estado, se invirtieron en el ferrocarril. Se calcula que el 40% de la financiación corrió por cuenta de inversores españoles, otro 40% por capitales extranjeros y un 20% a cargo del Estado.

En este periodo se construyeron una buena parte de las líneas principales de la red, lo que se tradujo en un cambio considerable del coste y condiciones de transporte de viajeros y mercancías. Se ha dicho que el ferrocarril absorbió buena parte de los capitales que hubieran debido invertirse en la industria, y que, al permitir importar hierro del exterior sin aranceles se perdió una oportunidad de lanzar la siderurgia nacional. Pero también es verdad que sin ferrocarriles difícilmente hubiera podido crecer la siderurgia y que ésta no estaba en condiciones de cubrir la demanda de hierro y carbón para su construcción. Además, no es seguro que los capitales invertidos en el ferrocarril, de otro modo hubieran ido a parar a la industria.

En 1868 se habían construido en España más de 5.000 Km., una extensión superior a la de grandes potencias como Austria, Prusia y Rusia, pero en densidad muy por detrás de Bélgica, Gran Bre­taña (10.000 Km. en 1848) y Francia. Para entonces, la inversión global en los fe­rrocarriles se aproximaba a los 2.000 millones de pesetas. Sin duda, el ferrocarril contribuyó al desarrollo industrial de España y, por ende, a la formación de un proletariado socialmente significativo. Pero el motor básico que impulsó la extensión de las relaciones de producción capitalistas en el segundo tercio del siglo XIX no fue ese, sino los cambios sociales en la estructura de la propiedad territorial, que tuvo por causa eficiente la desamortización de los bienes eclesiásticos durante el reinado de Isabel II. Esto explica que el proletariado irrumpiera por primera vez en la escena política nacional como “fuerza social espontánea relativamente autónoma”, recién durante la “crisis revolucionaria” de 1873. [58] (según el censo de 1860, los asalariados pasaron a representar el 54% de la población activa en el agro.)

La crisis financiera de 1866, prácticamente paralizó la construcción ferroviaria, que sólo se reanudó después de 1876, aunque a ritmo más atenuado. De hecho, la propia crisis se debió en parte al hundimiento de las sociedades de crédito que estaban detrás de las compañías ferroviarias. Como ocurre en estos casos bajo el capitalismo, el afán especulativo de los rendimientos a corto plazo, determinó que se invirtiera demasiado dinero en líneas que no resultaron rentables, por lo que sus acciones se desplomaron, causando el pánico en la Bolsa y llevando a las sociedades gestoras de los fondos de inversión a la quiebra. En este contexto, la industria textil catalana también entró en crisis a causa de la guerra de Secesión en EE.UU., que suspendió sus exportaciones de algodón. A esto se añadió la crisis de subsistencias de la población a raíz del paro obrero y el fracaso de las cosechas de 1867/68.

Ya entre 1863 y septiembre del 68, la inestabilidad política del reinado de Isabel II se había vuelto permanente. En ese periodo se sucedieron siete gobiernos, que la Unión liberal de O’Donnell y en Partido Moderado de Narváez, se repartieron en acuerdo con la reina mediante la combinación del fraude comicial sistemático y la represión a los opositores. Así, el régimen político isabelino bipartidista fue perdiendo apoyo, hasta que los progresistas se negaron a seguir participando en unas elecciones fraudulentas, acercándose a los demócratas y recurriendo de nuevo a métodos de levantamiento contra la monarquía.

A la crisis política de ese bloque de poder le sucedió una crisis intelectual de apoyo político.  Muchos intelectuales se distanciaron del régimen. Cuando, en abril de 1865, el militante demócrata Emilio Castelar fue expedientado por criticar a la corona en la prensa, los estudiantes le manifestaron su apoyo en la llamada noche de San Daniel, enfrentándose a la Guardia Civil, con el resultado de varios muertos y heridos.

Prim y otros militares progresistas protagonizaron varios pronunciamientos, como el de Villarejo de Salvanés en enero de 1866. Los demócratas se pusieron a discutir la forma de gobierno, monarquía o república, ampliando el número de sus seguidores. En conexión con los demócratas, en junio de 1866 se preparó la sublevación de los sargentos de cuartel de San Gil. La represión fue dura y rápida, saldándose con 66 fusilados por las tropas de la reina.

En este clima de corrupción política y descontento social creciente por el impresionante aumento del paro y la miseria popular, la burguesía financiera acabó alejándose de la corona. Progresistas, demócratas y republicanos empezaron a planificar una estrategia para acabar con los gobiernos corruptos de unionistas y moderados en contubernio con la  monarquía isabelina, firmando el Pacto de Ostende para destronar a la reina. Muerto O´Donnell, los unionistas se sumaron al pacto, dejando a la corona completamente aislada junto a su camarilla, sectores de la vieja nobleza y la Iglesia en su totalidad.

El pronunciamiento tuvo lugar en septiembre de 1868, en el que se acusó a la reina de no haber acatado lealmente las limitaciones de su cargo estipuladas en la constitución de 1845. La sublevación comenzó en Cádiz a cargo de la escuadra de Juan Bautista Topete, seguida por las fuerzas de los Generales Prim y Francisco Serrano. Este último derrotó en Alcolea a las tropas isabelinas. El levantamiento se generalizó y la reina debió partir a Francia en setiembre de 1868. Se inició así el llamado “sexenio revolucionario (1868-1874).

En 1869 la coalición revolucionaria elaboró su propia Constitución, de carácter liberal-democrático, buscando una nueva dinastía cuyos miembros aceptaran el papel de monarcas constitucionales, rompiendo con los “vicios” autoritarios heredados del absolutismo; esa dinastía la encontró en la casa de Saboya, que reinaba en la Italia recién unificada, uno de cuyos príncipes se convirtió en rey de España en 1870 con el nombre de Amadeo I. No obstante, la falta de tradición democrática, las divisiones entre los partidos y la resistencia de las fuerzas conservadoras hicieron que aquel régimen no arraigara. Amadeo de Saboya acabó abdicando el 2 de febrero de 1873, y siete meses después, los representantes parlamentarios, reunidos en asamblea, proclamaron la República el 19 de setiembre.

La Primera República española tuvo una vida corta y agitada. Su base social era muy estrecha, especialmente entre las clases burguesas de la sociedad; e incluso sus representantes políticos, los republicanos, se hallaban divididos sobre la forma que debía adoptar el nuevo Estado (unitario o federal) y sobre la actitud a tomar ante la cuestión social; efectivamente, en los años sesenta se habían empezado a manifestar en las grandes ciudades movimientos reivindicativos de una clase obrera surgida al hilo de la industrialización, como estaba ocurriendo en toda Europa, aunque de insuficiente significación social y política. La República tuvo que hacer frente a tres rebeliones armadas: por un lado, la sublevación independentista de los colonos cubanos, que recelaron de las reformas del sexenio, muy especialmente de la posibilidad de que se aboliera la esclavitud, situación que condujo a la “Guerra de los diez años”, iniciada en 1868; por otro lado, los carlistas volvieron a alzarse en armas contra el Estado, como ya lo habían intentado en 1846 y 1860, aprovechando la pérdida de legitimidad que suponía el cambio de dinastía primero y la abolición de la monarquía después, dando inicio a la Segunda Guerra Carlista, entre  1872 y 1876.

Por último, una interpretación radical de los principios democráticos y federalistas, determinó que en algunas ciudades se proclamaran cantones independientes como punto de partida para una ulterior federación de comunidades soberanas desde la base (Insurrección cantonal de 1873-1874). Ante tantos y tan graves problemas, la República no consiguió estabilizarse: cuatro presidentes se sucedieron al frente del Poder Ejecutivo: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, con lo que el proyecto constitucional nunca llegó a promulgarse. Así las cosas, hasta que un golpe de Estado militar acabó disolviendo la Asamblea para instaurar un régimen autoritario de transición, antes de que la solución de restaurar a los Borbones se acabara imponiendo por la fuerza de las propias circunstancias en 1874.

El análisis de estos hechos por parte de la intelectualidad revolucionaria corrió a cargo de Federico Engels en un trabajo titulado “Los bakuninistas en acción: Memorias sobre los levantamientos en España en el verano de 1873”, que apareció en los números 105, 106 y 107 del periódico alemán “Volksstaat”, correspondientes al 31 de octubre y al 2 y 5 de noviembre de 1873 respectivamente, donde explicó los sucesos acaecidos durante el verano de ese año, momento culminante de la revolución burguesa española de 1868-1874. Lo primero y principal a destacar de este análisis es el juicio de Engels acerca de la correlación fundamental de fuerzas sociales en ese momento, dado que de ello dependía el carácter de la revolución y la estrategia de poder del proletariado para ese período de la lucha de clases en España:

<<España es un país muy atrasado industrialmente, y, por lo tanto, no puede hablarse aún de una emancipación inmediata y completa de la clase obrera. Antes de esto, España tiene que pasar por varias etapas previas de desarrollo (económico y social) y quitar de en medio toda una serie de obstáculos (remanencia de los privilegios de la nobleza, de los fueros y demás particularismos feudales que impedían unificar el país en torno a la ley del valor, sin lo cual era mucho más difícil unificar políticamente al proletariado como condición ineludible para la futura construcción del socialismo.)

La República brindaba la ocasión para acortar en lo posible esas etapas y para barrer rápidamente estos obstáculos. Pero estaocasión sólo podía aprovecharse mediante la intervención política activa de la clase obrera española.

La masa obrera lo sentía así; en todas partes presionaba para que se interviniese en los acontecimientos, para que se aprovechase la ocasión de actuar, en vez de dejar a las clases poseedoras el campo libre para la acción y para las intrigas, como se había  hecho hasta entonces.>> (F. Engels: Op. Cit. Advertencia Preliminar. 1894. El subrayado y lo entre paréntesis es nuestro)

¿Y qué debía hacer el proletariado español para evitar que se volvieran a repetir las inhibiciones de los Jovellanos, el oportunismo vacilante de los Espartero y las corruptas componendas con la realeza de los Mendizábal, los O’Donnell y los Narváez? Organizarse como partido revolucionario nacional independiente, esgrimiendo un programa de reivindicaciones económicas y políticas que le permitieran ganarse la voluntad política de los campesinos pobres y de la pequeñoburguesía de las ciudades, para ejercer el doble poder con vistas a imponer la república social burguesa en una dinámica de revolución permanente, como ya hemos visto que ―tras la experiencia fallida de 1848/49― Marx y Engels habían aconsejado para el futuro en marzo de 1850 desde la “Liga de los Comunistas”.

Al día siguiente de abdicar el rey Amadeo I, fue elegida una Asamblea Constituyente que se reunió en la primera semana de junio, y el 8 de ese mes fue proclamada la República federal. Inmediatamente estalló la tercera guerra carlista. El 11 se constituyó un gobierno provisional bajo la presidencia de Pi y Margall, al tiempo que se formó una comisión encargada de redactar el proyecto de una nueva Constitución, de la que fueron excluidos los republicanos extremistas llamados “intransigentes” bajo la dirección de la autodenominada “Alianza Internacional de la democracia socialista” de cuño anarquista, quienes pretendían la desmembración de España en “cantones independientes”, sin otro programa social que el de los republicanos burgueses, enemigos naturales de la clase obrera.[59]

Habiendo rechazado el nuevo ordenamiento constitucional, los republicanos burgueses puros ―llamados “Intransigentes”― y los anarquistas nucleados en la “Alianza Internacional” de Bakunin, se alzaron en armas. Del 5 al 11 de julio, triunfaron en Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga, Cádiz, Alcoy, Murcia, Cartagena, Valencia, etc., e instauraron en cada una de estas ciudades un gobierno cantonal independiente. El 18 de julio dimitió Pi y Margall y fue sustituido por Salmerón, quien inmediatamente lanzó sus tropas contra los insurrectos, que fueron vencidos a los pocos días, tras ligera resistencia; ya el 26 de julio, con la caída de Cádiz, quedó restaurado el poder del Gobierno federal en toda Andalucía y, casi al mismo tiempo, fueron sometidas Murcia y Valencia; sólo esta última luchó con alguna energía. Tales fueron los hechos que acabaron con el llamado “sexenio democrático” bajo el reinado de Isabel II.

Veamos ahora el comportamiento de las distintas fuerzas en pugna. Tanto los “carlistas”, como los liberales burgueses “moderados” y los intransigentes, seguían en sus trece; los primeros, empeñados en restaurar la monarquía absoluta de los borbones. Los segundos, proponiendo reeditar la fórmula de la monarquía parlamentaria. Por su parte, los “intransigentes” luchaban por la república burguesa federal” en régimen de democracia formal representativa. Finalmente, los asalariados españoles hicieron por primera vez historia mayoritariamente organizados en torno a la “Alianza Internacional”, con una minoría marxista irrelevante localizada en Valencia.

¿Qué querían los “aliancistas”? Lo que llevaban predicando hacía ya años: que los revolucionarios no debían intervenir en ninguna acción política orgánica que no tuviera por finalidad la emancipación social inmediata y completa de la clase obrera, cualesquiera fueran las condiciones históricas de esa acción; y que todo otro cometido de esa lucha suponía el reconocimiento del Estado, para ellos el gran principio del mal; por lo tanto, la participación en cualquier clase de elecciones para la formación de cualquier forma de gobierno, era una traición a esa finalidad absoluta del poder obrero “que merecía la muerte”. En un informe citado por Engels, la organización española de la Iª Internacional da cuenta de la posición de la “Alianza”ante las elecciones generales para las Cortes Constituyentes:

<<...Celebráronse con este objeto dos grandes asambleas, una en Barcelona y otra en Alcoy, y los separatistas (los aliancistas) se opusieron con todas sus fuerzas a que se determinara cuál había de ser la actitud política de la Internacional (¡de la suya, nótese bien!), resolviéndose que la Internacional, como Asociación, no debe ejercer acción política alguna; pero que los internacionales, como individuos, podían obrar en el sentido que quisieran y afiliarse en el partido que mejor les pareciese, siempre en uso de la famosa autonomía. Y ¿qué resultó de la aplicación de una teoría tan bizarra? Que la mayoría de los internacionales, incluso los anárquicos, tomaron parte en las elecciones, sin programa, sin bandera, sin candidatos, contribuyendo a que viniese a las Constituyentes una casi totalidad de burgueses, con excepción de dos o tres obreros, que nada representan, que no han levantado ni una sola vez su voz en defensa de los intereses de nuestra clase y que votan tranquilamente cuantos proyectos les presentan los reaccionarios de la mayoría.>> (F. Engels: Op.cit.)

Seguidamente, Engels hizo el siguiente comentario:

<<A eso conduce el “abstencionismo político” bakuninista. En tiempos pacíficos, en que el proletariado(revolucionario) sabe de antemano que a lo sumo conseguirá llevar al Parlamento unos cuantos diputados y que la obtención de una mayoría parlamentaria le está por completo vedada, se conseguirá acaso convencer a los obreros en algún sitio que otro de que es toda una actuación revolucionaria quedarse en casa cuando haya elecciones y, en vez de atacar al Estado concreto, en el que vivimos y que nos oprime, atacar al Estado en abstracto, que no existe en ninguna parte y, por lo tanto, no puede defenderse.>> (Ibíd. Lo entre paréntesis es nuestro)

Para atacar al Estado en la sociedad moderna, se necesita un partido efectivamente revolucionario y con influencia de masas. En “tiempos pacíficos”, la vanguardia revolucionaria ―como condición de existencia del partido―, es prácticamente inexistente, sólo cabe hablar de una irrisoria minoría necesariamente dispersa de la que es ilusorio esperar que pueda atacar al Estado vigente de ninguna de las formas ni por ningún medio, salvo que el nombre de esa cosa llamada “partido revolucionario” se niegue en la práctica para todos sus efectos.

Este asunto ya fue motivo de discusión y discordia en la “Liga de los Comunistas” una vez pasada la ola revolucionaria de 1848/49. La fracción voluntarista, practicista y pequeñoburguesa de Willych y Schapper, sostenía que la acción revolucionaria para llevar los obreros al poder, todavía era posible en Alemania, declarando explícitamente que, si no, era preferible abandonar la política. En lugar de los condicionamiento reales, destacaban la voluntad política pura como el aspecto principal de la revolución. Para Marx y Engels, en cambio, había condicionamientos reales que negaban tal posibilidad; tales condiciones consistían en que, por efecto de la derrota coyuntural, las masas obreras habían caído en la inercia de la contrarrevolución, y todo lo que el partido revolucionario perdía en base social, cohesión interna e influencia sobre el movimiento de masas, lo estaba ganando el partido de la pequeñoburguesía. Así lo entendían y lo comunicaban Marx y Engels en marzo de 1850:

<<De este modo, mientras que el partido democrático, el partido de la pequeñoburguesía, se organizaba cada vez más en Alemania, el partido obrero perdía su única base firme, mantenía su organización, a lo sumo, en algunos sitios y para fines puramente locales, y ello hacía que, dentro del movimiento general, cayese totalmente bajo la hegemonía y la dirección de los demócratas pequeñoburgueses. Hay que poner fin a este estado de cosas y asegurar la independencia de los obreros>>(“Circular del Comité Central de la Liga”)

De la España de 1873, no podía decirse que pasara precisamente por “tiempos pacíficos”.  Pero sí que, ante la inexistencia del partido obrero, el movimiento de los explotados y oprimidos estaba dirigido por la pequeñoburguesía (intransigentes liberales y anarquistas). Bajo tales condiciones, ni siquiera podía plantearse si los revolucionarios comunistas debían o no participar en ningún gobierno provisional ni presentar candidatos a las elecciones para la conformación de una Asamblea Constituyente; sencillamente porque el partido, como tal, no existía, del mismo modo que había dejado de existir en Alemania cuando Marx y Engels redactaron la “Circular al Comité Central de la Liga”; por eso ni siquiera mencionaron en ella el problema de si era o no correcto o necesario participar en un gobierno provisional ni en una posible Asamblea Constituyente.

¿Por qué? Pues, porque la construcción de la vía política hacia la “dictadura democrática de las mayorías sociales” ―la única que podía acabar definitivamente con el contubernio de los representantes políticos burgueses de distinto color con la aristocracia y la realeza, garantizando de una vez por todas la plena vigencia del capitalismo en Alemania―, esa vía había quedado momentáneamente interrumpida por la derrota del movimiento revolucionario entre marzo y diciembre de 1849.

¿Y en la España de 1873? Esa vía jamás había sido trazada por nadie en la conciencia de los asalariados; por lo tanto, antes de pensar en gobiernos provisionales y Asambleas Constituyentes, eran necesarios los ingenieros y operarios del partido todavía inexistente, para realizar la obra del partido revolucionario que debía construirla. Recién en ese momento cabría preguntarse si esa vía debía o no pasar por determinados gobiernos provisionales y/o Asambleas constituyentes.

Esto es lo que resolvieron los revolucionarios alemanes en 1850:

<<Consciente de esta necesidad (la de reconstruir el partido), ya en el invierno de 1848-49 el Comité Central envió a Alemania  un emisario, Joseph Moll, con el encargo de proceder a la reorganización de la Liga. Pero la misión encomendada a Moll no dio resultados duraderos, de una parte porque los obreros alemanes no habían reunido aún, por aquél entonces, las experiencias necesarias y, de otra, porque la misión se vio interrumpida por la insurrección de mayo de 1849. El propio Moll echó mano del fusil, se unió al ejército de Baden y el Palatinado, y cayó el 29 de junio en el combate junto al río Murg. [60] La Liga perdió en él a uno de sus miembros más veteranos, más activos y más seguros, que había participado en todos los congresos y comités centrales, y llevado a cabo, ya anteriormente y con gran éxito, una serie de misiones. Después de la derrota de los partidos revolucionarios de Alemania y Francia en julio de 1849, han vuelto a reunirse en Londres casi todos los miembros del Comité Central, completándose con nuevos elementos revolucionarios y acometiendo con redoblado esfuerzo la reorganización de la Liga..

Esta reorganización sólo puede efectuarse por medio de un emisario, y el Comité Central considera de la mayor importancia que este emisario se ponga en viaje precisamente en los momentos actuales, en que estamos a las puertas de una nueva revolución y en que, por tanto,  el partido obrero debe actuar lo más organizadamente  y con la mayor unanimidad e independencia  que sea posible, si no quiere que la burguesía vuelva a explotarlo y llevarlo a la zaga, como en 1848>>  (Op.cit.)    

Dada la política objetivamente contrarrevolucionaria de los anarquistas inmediatamente inmodificable, los comunistas españoles debían actuar, pero como procedió la “Liga de los Comunistas” desde julio de 1849, es decir, denunciando a los anarquistas como lo hizo Engels, pero no proponerse participar en el gobierno provisional ni en la constituyente, porque eso significaría quedar a la retranca de los intransigentes burgueses puros o de los anarquistas, corriendo el peligro de malograr su alternativa revolucionaria, dada la desfavorable correlación política de fuerzas. Para cambiar semejantes condiciones adversas, era necesario poner todos los esfuerzos en crear un partido con influencia de masas de suficiente magnitud, como para estar en condiciones de disputarle la opinión pública a la burguesía, convirtiendo el discurso y la acción de sus militantes en referente y centro político gravitatorio del conjunto de la clase obrera y los campesinos. Tal es la ineludible premisa para atacar efectivamente al Estado burgués, incluso en el propio reducto de sus instituciones, de modo tal que los representantes del partido en el gobierno provisional y en la Constituyente, sientan que la presión político-moral concentrada de sus compañeros de organización y de las masas simpatizantes en lucha, es mayor que la sufrida por ellos dentro de las instituciones de Estado burguesas, condición necesaria y suficiente para que cumplan rigurosamente su mandato.

Sólo en tales circunstancias vale la pena considerar el resto de las condiciones existentes, para decidir si es necesario y, por tanto, correcto, participar o no en eventuales gobiernos provisionales o asambleas constituyentes burguesas. Esto es lo que, a nuestro modo de ver, Engels debió haber dicho para completar su crítica política a los anarquistas españoles de la Alianza en aquél momento. Al no haberlo hecho, su texto quedó expuesto desde entonces a que los enemigos de la revolución dentro del propio movimiento, utilicen esa crítica al abstencionismo político sistemático de los anarquistas respecto de las instituciones burguesas en esas precisas circunstancias, para justificar ante los electores de antes y de ahora su política de compromiso histórico sistemático con ellas. Esto mismo volvió a sucederle a Engels tras redactar su famoso prólogo de 1895 a la obra de Marx:“Las Luchas de clases en Francia”, donde su errónea caracterización de las perspectivas electorales de la clase obrera alemana a fines del siglo XIX, se prestó a la escandalosa manipulación de su pensamiento por parte de Víctor Adler y Karl Kautsky [61] . Nada se puede manipular que no sea efectivamente manipulable.

   Regidos por el axioma incondicional de la acción directa, la Alianza llenó el vacío de su abstención electoral por la consigna de la huelga general:

<<En el programa bakuninista, la huelga general es la palanca de que hay que valerse para desencadenar la revolución social. Una buena mañana, los obreros de todos los gremios de un país y hasta del mundo entero dejan el trabajo y, en cuatro semanas a lo sumo, obligan a las clases poseedoras a darse por vencidas o a lanzarse contra los obreros, con lo cual dan a éstos el derecho a defenderse y a derribar, aprovechando la ocasión, toda la vieja organización social. La idea dista mucho de ser nueva; primero los socialistas franceses y luego los belgas se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin embargo, por su origen, un caballo de  raza inglesa.>> (Ibíd)[62]

El proceso que culminó en esta medida extrema fue el siguiente: Una vez implantado, el régimen republicano supuso que todos los representantes del pueblo fueran elegidos por sufragio universal masculino, en tanto que el presidente fue nombrado por el Parlamento, cargo que recayó el 11 de febrero en el republicano federal (moderado) Estanislao Figueras, quien formó el primer gobierno, en parte con ministros de la anterior etapa monárquica, pero incorporando también a reputados republicanos. Después de superar una crisis ministerial, Figueras estuvo al frente del ejecutivo durante cuatro meses (desde el 11 de febrero hasta el 11 de junio). Acosado por intransigentes y aliancistas, dimitió y se marchó a Francia. Fue sustituido por  su correligionario Pi y Margall, un moderado discípulo de Proudhon, de extracción obrera, que intentó negociar con los intransigentes:

<<Pi era, de todos los republicanos oficiales, el único socialista, el único que comprendía la necesidad de que la República se apoyara en los obreros. Así presentó en seguida un programa de medidas sociales de inmediata ejecución, que no sólo eran directamente ventajosas para los obreros, sino que, además, por sus efectos, tenían necesariamente que empujar a mayores avances y, de este modo, por lo menos poner en marcha la revolución social.>> (Ibíd)

Pero los internacionales bakuninistas, sujetos al principismo abstracto de rechazar hasta las medidas más revolucionarias cuando son iniciativa del Estado en condiciones objetivas no revolucionarias, optaron por apoyarse en los intransigentes más exaltados, abandonando a un ministro sensible a las demandas sociales manifiestas. Como las negociaciones de Pi con los intransigentes se dilataban, empezaron a perder la paciencia; los más fogosos de ellos comenzaron en Andalucía el levantamiento cantonal. Sus más impacientes seguidores exigieron a Pi la creación inmediata de una república federal, al tiempo que le acusaban de pasividad. El 12 de julio de ese año estalló la insurrección en Cartagena (Murcia). Federales intransigentes tomaron el Ayuntamiento y nombraron una junta revolucionaria; dueños de la ciudad, se apoderaron del arsenal y del puerto con toda la Flota de guerra española. Días más tarde, el general Juan Contreras asumió el mando militar de las fuerzas sublevadas, al tiempo que los cantonalistas elegían jefe del cantón a Roque Barcia. En medio del levantamiento cantonal, el proyecto de constitución federal fue rechazado por las Cortes. Había llegado la hora de que los jefes de la Alianza actuasen también, si no querían seguir marchando a remolque de los intransigentes burgueses. En vista de esto, ordenaron la huelga general.

Según reporta Engels, los asalariados de Barcelona ―el centro fabril más importante de España― que en materia de enfrentamientos con las clases dominantes habían acreditado “más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo”, fueron llamados por la Alianza a enfrentarse una vez más con el ejército de los poderosos,

<<...pero no con las armas que ellos tenían también en sus manos, sino con un paro general, con una medida que sólo afecta directamente a los burgueses individuales, pero que no va contra su representación colectiva, contra el Poder del Estado.

Los obreros barceloneses habían podido, en la inactividad de los tiempos de paz, prestar oído a las frases violentas de hombres tan mansos como Alerini, Farga Pellicer y Viñas; pero cuando llegó la hora de actuar, cuando Alerini, Farga Pellicer y Viñas lanzaron, primero, su famoso programa electoral, luego se dedicaron constantemente a calmar los ánimos, y por fin, en vez de llamar a las armas, declararon la huelga general, acabaron por provocar el desprecio de los obreros. El más débil de los intransigentes revelaba, con todo, más energía que el más enérgico de los aliancistas. >> (Ibíd) 

De este modo, la política de la Internacional ―usurpada y falsificada por la Alianza en España― perdió toda su influencia, y cuando los bakuninistas proclamaron la huelga general, Engels dice que “los obreros se echaron sencillamente a reír”. Con semejante táctica, los anarquistas de la Alianza consiguieron que las fuerzas potencialmente revolucionarias de Barcelona se mantuviesen al margen del movimiento cantonal, evitando así que la clase obrera de Barcelona lograra que el movimiento obrero en su conjunto pudiera transformar el alzamiento cantonalista en una situación efectivamente revolucionaria, coordinando la acción de los cantones a instancias de un mando centralizado a escala estatal.

<<...la incorporación de Barcelona puede decirse que habría decidido el triunfo. Pero Barcelona no movió un dedo; los obreros barceloneses, que sabían a qué atenerse respecto a los intransigentes y habían sido engañados por los aliancistas, se cruzaron de brazos y dieron con ello el triunfo final al Gobierno de Madrid. Todo lo cual no impidió a los aliancistas Alerini y Brousse (acerca de cuyas personas da más detalles el informe sobre la Alianza) declarar en su periódico Solidarité révolutionaire: El movimiento revolucionario se extiende como un reguero de pólvora por toda la península... En Barcelona todavía no ha pasado nada, ¡pero en la plaza pública la revolución es permanente!

Pero era la revolución de los aliancistas, que consiste en mantener torneos oratorios y, precisamente por esto, es «permanente», sin moverse del sitio.>> (Ibíd)

A todo esto, la consigna de huelga general había cuajado en Alcoy, un centro fabril de reciente creación, que por entonces contaba con 30.000 habitantes, donde los bakuninistas habían logrado incidir con rapidez tras un año de trabajo. 

<<El socialismo, bajo cualquier forma, era bien recibido por estos obreros, que hasta entonces habían permanecido completamente al margen del movimiento, como ocurre en algunos lugares rezagados de Alemania, donde repentinamente la Asociación General Obrera Alemana [63] adquiere de momento gran número de adeptos. Alcoy fue elegido, por tanto, para sede de la Comisión federal bakuninista española; y esta Comisión federal es, precisamente, la que vamos a ver aquí actuar.>> (Ibíd)

El 7 de julio, una asamblea obrera decidió ir a la huelga general; al otro día envió una comisión a entrevistarse con el alcalde, requiriéndole para que en veinticuatro horas convoque a los patronos y les presente las reivindicaciones de los obreros.

Pero, según el propio informe oficial de la Comisión Federal aliancista del 14 de julio de 1873, el alcalde, Albors, un republicano burgués, entretuvo a los obreros mientras pedía tropas a Alicante y aconsejaba a los patronos que no cedieran. Tras celebrar una reunión con los patronos, el alcalde, que en un principio había prometido a los obreros mantenerse neutral, lanzó una proclama en la que “injurió y calumnió a los obreros, tomando partido por los patronos” en una clara actitud beligerante. Los obreros enviaron una comisión al Ayuntamiento, para comunicarle al Consejo que si el alcalde no mantenía la neutralidad prometida, debía renunciar. La comisión no fue recibida y, cuando salía del Ayuntamiento, la fuerza pública disparó contra ellos y el pueblo allí congregado en actitud pacífica y sin armas.

Así comenzó la lucha, según el informe aliancista. El pueblo se armó, y comenzó la batalla que duró “veinte horas”. De una parte, los obreros, que Solidarité révolutionnaire cifró en 5.000; de otra parte, 32 guardias civiles acantonados en el Ayuntamiento y algunas gentes armadas parapetadas en cuatro o cinco casas junto al mercado. Cuando a los guardias se les agotaron las municiones, capitularon.

<<”En Alcoy --dice, lleno de júbilo, Solidarité révolutionnaire--, nuestros amigos, en número de 5.000, son dueños de la situación. Veamos qué hicieron de su “situación” los tales “dueños”>> (Ibíd).

En este punto, Engels dice que la Alianza y su periódico dan por terminado su informe; “nos dejan en la estacada ―afirma― tenemos que contentarnos con la información general de la prensa”:

<<Por ésta nos enteramos de que en Alcoy se constituyó inmediatamente un “Comité de Salud Pública”, es decir, un gobierno revolucionario.>>(Ibíd)

En su Congreso celebrado por ellos en Saint Imier (Suiza) el 15 de septiembre de 1872, los aliancistas habían acordado que toda organización de un Poder político llamado provisional o revolucionario, no puede ser más que un nuevo engaño, “como todos los gobiernos que existen actualmente”. Además, los miembros de la Comisión federal de España, residente en Alcoy, habían hecho lo indecible para conseguir que el Congreso de la Sección española de la Internacional hiciese suyo este acuerdo. Sin embargo, Severino Albarracín, miembro de aquella Comisión, y también Francisco Tomás, su secretario, formaron parte de ese gobierno provisional y revolucionario que era el Comité de Salud Pública de Alcoy.

<<¿Y qué hizo este Comité de Salud Pública? ¿Cuáles fueron sus medidas para lograr la «emancipación inmediata y completa de los obreros?» Prohibir que ningún hombre saliese de la villa, autorizando en cambio para hacerlo a las mujeres, siempre y cuando que... ¡tuviesen pase! ¡Los enemigos de la autoridad restableciendo el régimen de pases! Por lo demás, la más completa confusión, la más completa inactividad, la más completa ineptitud.>> (Ibíd)

Entretanto, el general Velarde avanzaba con sus tropas desde Alicante. El Gobierno central tenía sus razones para ir apaciguando silenciosamente las insurrecciones locales de las provincias. Y los “dueños de la situación” en Alcoy tenían también las suyas para zafarse de un estado de cosas con el que no sabían qué hacer. Al final el Comité de Salud Pública resignó sus poderes, las tropas entraron en la villa el 12 de julio sin encontrar la menor resistencia, y la única promesa que, a cambio de esa capitulación, se le hizo al Comité de Salud Pública, fue conceder una amnistía general:

<<Los aliancistas “dueños de la situación” habían salido realmente del  aprieto una vez más. Y con esto terminó la aventura de Alcoy.>> (Ibíd)

El informe aliancista retoma su informe para describir los sucesos en Sanlúcar de Barrameda, junto a Cádiz. Allí, el alcalde clausuró el local de la Internacional y, con sus amenazas y sus incesantes atentados contra los derechos personales de los ciudadanos, provocó la cólera de los obreros. Una comisión reclamó del ministro el respeto del derecho y la reapertura del local, arbitrariamente clausurado. Pi y Margall accedió a ello en principio... pero lo denegó de hecho; al ver que el gobierno trataba de ilegalizar a la Asociación, destituyeron a las autoridades locales nombrando en su lugar a otras que ordenaron la reapertura del local de la Asociación: 

«¡En Sanlúcar... el pueblo es dueño de la situación!», exclama triunfalmente Solidarité révolutionnaire. Los aliancistas, que también aquí, en contra de sus principios anarquistas, instituyeron un gobierno revolucionario, no supieron por dónde empezar a servirse del Poder. Perdieron el tiempo en debates vacuos y acuerdos sobre el papel, y el 5 de agosto, después de ocupar las ciudades de Sevilla y Cádiz, (después de que Pi y Margallfuera destituidoel día 18 de julio, acusado de complicidad por negarse a combatir militarmente la insurgencia, siendo reemplazado por su hasta entonces ministro de Gracia y Justicia, Nicolás Salmerón) el general Pavía destacó a unas cuantas compañías de la brigada de Soria para tomar Sanlúcar y... no encontró la menor resistencia. Éstas son las hazañas heroicas llevadas a cabo por la Alianza, donde nadie le hacía la competencia.>> (Ibíd)

Este Nicolás Salmerón, era otro republicano federal, cuyo acceso a la presidencia de la República el mismo 18 de julio, coincidió con la generalización del movimiento cantonalista, que se extendió a numerosas ciudades: Valencia, Castellón, Sevilla, Cádiz, Alicante, Granada e, incluso, a la castellana Salamanca. Los aliancistas que desde muchos años atrás habían difundido sus principios irrenunciables de rechazo al ejercicio de cualquier poder político organizado, lo completaron sosteniendo que “toda acción revolucionaria de arriba abajo era perniciosa y que todo debía organizarse y llevarse a cabo de abajo arriba”, desde luego que fueron muy útiles a los intransigentes en esa tarea, dejando en sus manos el manejo de la situación política y la dirección del movimiento cantonalista. En este plan:

<<Ni que decir tiene que los obreros bakuninistas se tragaron el anzuelo y sacaron las castañas del fuego a los intransigentes>> (Ibíd)

Sin embargo, contradictoriamente con su premisa mayor, los aliancistas decidieron de improviso integrar los gobiernos locales de Andalucía, pero en minoría, porque la conducción política de cara a las masas, había sido dejado por los anarquistas de la Alianza en manos de los burgueses intransigentes. Así:

<<Los mismos bakuninistas que, pocos meses antes, en Córdoba, habían anatematizado como una traición y una añagaza contra los obreros la instauración de gobiernos revolucionarios, formaban ahora parte de todos los gobiernos municipales revolucionarios de Andalucía, pero siempre en minoría, de modo que los intransigentes podían hacer cuanto les viniera en gana. Mientras éstos monopolizaban la dirección política y militar del movimiento, a los obreros se les despachaba con unos cuantos tópicos brillantes o con unos acuerdos sobre supuestas reformas sociales del carácter más tosco y absurdo y que, además, sólo existían sobre el papel. En cuanto los líderes bakuninistas pedían alguna concesión real y positiva, se les rechazaba desdeñosamente. Lo más importante que tenían siempre que declarar los intransigentes directores del movimiento a los corresponsales de los periódicos ingleses, era que ellos no tenían nada que ver con estos llamados internacionales y que declinaban toda responsabilidad por sus actos, aclarando bien que tenían estrictamente vigilados por la policía a sus jefes y a todos los emigrados de la Comuna de París. Finalmente, en Sevilla, como veremos, los intransigentes, durante el combate contra las tropas del Gobierno, dispararon también contra sus aliados bakuninistas.>> (Ibíd) 

Así fue como, En el transcurso de pocos días, toda Andalucía estuvo en manos de los intransigentes armados. Sevilla, Málaga, Granada, Cádiz, etc., cayeron en su poder casi sin resistencia. Cada ciudad se declaró cantón independiente y nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Lo mismo hicieron después Murcia, Cartagena y Valencia. En Salamanca se hizo también un ensayo por el estilo, pero de carácter más pacífico. Aunque iniciada de un modo descabellado, esta insurrección tenía aún grandes perspectivas de éxito de haberse incorporado a ella Barcelona, y si se la hubiera dirigido con un poco de inteligencia. Aunque hubiese sido al modo de los pronunciamientos militares españoles, en que la guarnición de una plaza se subleva, va sobre la plaza más cercana, arrastra consigo a su guarnición, preparada de antemano, y, creciendo como un alud, avanza sobre la capital, hasta que una batalla afortunada o el paso a su campo de las tropas enviadas contra ella decide el triunfo:

<<Tal método era especialmente adecuado en esta ocasión. Los insurrectos se hallaban organizados en todas partes desde hacía mucho tiempo en batallones de voluntarios, cuya disciplina era, a decir verdad, pésima, pero no peor, seguramente, que la de los restos del antiguo ejército español, descompuesto en su mayor parte. La única fuerza de confianza de que disponía el Gobierno era la Guardia Civil, y ésta se hallaba desperdigada por todo el país. Ante todo había que impedir la concentración de los guardias civiles y, para ello, no existía más recurso que tomar la ofensiva y aventurarse a campo abierto; la cosa no era muy arriesgada, pues el Gobierno sólo podía oponer a los voluntarios tropas tan indisciplinadas como ellos mismos. Y, si se quería vencer, no había otro camino.

Pero, no. El federalismo de los intransigentes y de su apéndice bakuninista consistía, precisamente, en dejar que cada ciudad actuase por su cuenta y declaraba esencial, no su cooperación con las otras ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a toda posibilidad de una ofensiva general. Lo que en la guerra de los campesinos alemanes y en las insurrecciones alemanas de mayo de 1849 había sido un mal inevitable --la atomización y el aislamiento de las fuerzas revolucionarias, que permitió a unas y las mismas tropas del Gobierno ir aplastando un alzamiento tras otro--, se proclamaba aquí como el principio de la suprema sabiduría revolucionaria. (Ibíd) [64]

Ya vimos que los anarquistas que hegemonizaban el movimiento obrero en Barcelona, renunciaron a la violencia revolucionaria optando por la consigna pacífica de la huelga general. Esto, sumado a la compartimentación del poder político cantonalista y la consecuente descoordinación de los mandos militares insurgentes en cada ciudad, posibilitó que entre el 26 de julio y el 8 de agosto, los generales centralistas Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque y Arsenio Martínez Campos, no tuvieran demasiados contratiempos en tomar uno a uno casi todos los cantones.[65]

El 26 de julio,  Martínez Campos atacó a Valencia. Aquí, la insurrección había partido de los obreros. Al escindirse la Internacional en España, en Valencia fueron mayoría los “internacionales auténticos”, y el nuevo Consejo federal español fue trasladado a esta ciudad. A poco de proclamarse la República, cuando ya eran inminentes los combates revolucionarios, los obreros bakuninistas de Valencia, desconfiando de los líderes barceloneses ―que disfrazaban su táctica de apaciguamiento con frases ultrarrevolucionarias―, prometieron a los auténticos internacionales que harían causa común con ellos en todos los movimientos locales. Al estallar el movimiento cantonal, ambas fracciones se lanzaron inmediatamente a la calle, utilizando a los intransigentes, desalojando a las tropas. De los informes de los corresponsales de la prensa inglesa se desprende que en la Junta de Valencia tenían preponderancia decisiva los obreros:

<<Esos mismos corresponsales hablaban de los insurrectos de Valencia con un respeto que distaban mucho de dispensar a los otros rebeldes, en su mayoría intransigentes; ensalzaban su disciplina y el orden reinante en la ciudad y pronosticaban una larga resistencia y una lucha enconada. No se equivocaron. Valencia, ciudad abierta, se sostuvo contra los ataques de la división de Martínez Campos desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto, es decir, más tiempo que toda Andalucía junta.>> (Ibíd) 

 El 7 de septiembre, Nicolás Salmerón dimitió a raíz de negarse a firmar una pena de muerte, siendo sustituido por el también republicano federal, Emilio Castelar.

Después de tomar Valencia, Martínez Campos marchó sobre Cartagena, una de las fortalezas mejor defendidas de España, protegida por tierra con una muralla y una serie de fortines destacados en las alturas dominantes. Los 3.000 soldados del Gobierno, privados de artillería de sitio, con sus cañones ligeros eran, naturalmente, impotentes contra la artillería pesada de los fuertes, teniendo que limitarse a poner cerco a la ciudad por tierra; pero esto no significaba gran cosa, mientras los cartageneros dominasen el mar con los barcos de guerra apresados por ellos en el puerto.

Ganados por el cretinismo cantonal autonómico, a los sublevados de Cartagena no se les pasó ni un momento por la cabeza utilizar parte de ese poderío naval para ir en auxilio de los insurgentes en Valencia. Recién empezaron a pensar en el mundo exterior después de reprimidas las demás sublevaciones, cuando ellos mismos se vieron mermados en víveres y dinero. Fue entonces cuando hicieron una tentativa de marchar sobre Madrid, ¡que distaba de Cartagena, por lo menos, 60 millas alemanas, más del doble que Valencia o Granada!:

<<La expedición tuvo un fin lamentable no lejos de Cartagena; y el cerco cortó el paso a otro intento de salida por tierra. Se lanzaron, pues, a hacer salidas con la flota. ¡Y qué salidas! No podía ni hablarse de volver a sublevar, con los barcos de guerra cartageneros, los puertos de mar que acababan de ser sometidos. Por tanto, la marina de guerra del Cantón soberano de Cartagena se limitó a amenazar con que bombardearía a las demás ciudades del litoral marítimo desde Valencia hasta Málaga --también soberanas, según la teoría cartagenera--, y en caso necesario, a bombardearlas real y efectivamente, si no traían a bordo de sus buques los víveres exigidos y una contribución de guerra en moneda contante y sonante. Mientras estas ciudades habían estado levantadas en armas contra el Gobierno como cantones soberanos, en Cartagena regía el principio de «¡cada cual para sí!» Ahora, que estaban derrotadas, tenía que regir el principio de «¡todos para Cartagena!» Así entendían los intransigentes de Cartagena y sus secuaces bakuninistas el federalismo de los cantones soberanos.>> (Ibíd)

El cantón de Cartagena se mantuvo independiente hasta el 13 de enero del año siguiente, cuando ya había comenzado la denominada “fase pretoriana republicana” con el gobierno de Francisco Serrano, duque de la Torre, tras haber resistido a los intentos que el presidente republicano Emilio Castelar hizo por doblegarlo durante sus casi cuatro meses de permanencia en el cargo (desde el 7 de septiembre de 1873 hasta el 3 de enero de 1874). Los cantonalistas cartageneros sólo se rindieron diez días después del triunfo del golpe de Estado del general Manuel Pavía que dio origen a la mencionada “fase pretoriana” el 3 de enero de 1874, al serles prometido el indulto general y el reingreso en el Ejército a los militares sublevados. Muchos cantonalistas fueron deportados.

Los cantones suprimieron monopolios, reconocieron el derecho al trabajo, la jornada de ocho horas y terminaron con los impuestos sobre consumo (derecho de puertas), reivindicaciones programáticas en las que los anarquistas de la Alianza fueron al pie de los burgueses intransigentes. Las tendencias socialistas y anarquistas no consiguieron imponerse por lo general, si bien en Cádiz, Sevilla y Granada, los seguidores de la I Internacional tuvieron cierta influencia y, en el caso de la ciudad alicantina de Alcoy, el anarquismo fue uno de los ejes vertebradores del movimiento. Por todo lo expuesto hasta aquí, el alzamiento cantonal sucumbió de una manera vergonzosa, casi sin resistencia, arrastrando en su caída el prestigio y la organización de la Internacional en España:

<<No hay exceso, crimen ni violencia que los republicanos de hoy no atribuyan a la Internacional, habiéndose dado el caso, según se nos asegura, de que en Sevilla, durante el combate, los mismos intransigentes hacían fuego a sus aliados los internacionales (bakuninistas). La reacción, aprovechándose hábilmente de nuestras torpezas, incita a los republicanos a que nos persigan sublevando al mismo tiempo a los indiferentes contra nosotros, y lo que no pudieron lograr en tiempo de Sagasta lo consiguen ahora: hoy día en España el nombre de la Internacional es un nombre aborrecido hasta para la generalidad de los obreros.>> (Ibíd)


[57] Guerra de África de 1859-1860), Indochina (intervención hispanofrancesa de 1858-1862), México (donde España intervino junto a Francia e Inglaterra en 1861), Santo Domingo (reincorporada voluntariamente al Imperio colonial español en 1861-1865), Perú y Chile (Guerra del Pacífico de 1865-1868).

[58] Sobre los conceptos de “lucha espontánea relativamente autónoma” y “crisis revolucionaria”, ver en: http://www.nodo50.org/gpm/argbpri/02.htm

[59] Un año antes, el Congreso de la Internacional Comunista celebrado en La Haya entre el 2 y el 7 de setiembre de 1872, se había saldado con la división de ese movimiento político internacional de los trabajadores entre los marxistas y los anarquistas de la “Alianza”, estos últimos de gran influencia en el movimiento obrero español de la época. El Congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores de La Haya, se celebró con la asistencia de 65 delegados de 15 organizaciones nacionales. Dirigían las labores del Congreso Marx y Engels, que creyeron ver culminada su lucha de largos años contra toda clase de sectarismo pequeñoburgués en el movimiento obrero. La actuación escisionista de los anarquistas fue condenada, y sus líderes expulsados de la Internacional. Los acuerdos del Congreso de La Haya colocaron los cimientos para la futura fundación de partidos políticos de la clase obrera con existencia propia en los distintos países.

[60] Marx se refiere a las luchas desencadenadas en Baden y el Palatinado, región del suroeste alemán, donde la industria y el comercio eran insignificantes, la gran masa de su población de origen campesino o artesano, con un proletariado muy escaso, disperso  y poco desarrollado,  sin tradición socialista y sin ningún centro urbano importante donde pudiera cuajar un partido obrero independiente, tal como lo señala Engels en su trabajo titulado: “La campaña alemana  en pro de la Constitución del Imperio”, escrito entre fines de agosto de 1849 y febrero de 1850. Allí decidió Joseph Moll  malograr para siempre su valioso acervo ideológico y político, en lugar de emplearlo en cumplir la trascendental misión que le había sido encomendada por sus compañeros de organización. A esta campaña ―que en opinión de Franz Mehring “no merecía que nadie derramase por ella una gota de sangre”― también se sumó Engels como voluntario al  mando del antiguo teniente prusiano August Willich, a la sazón miembro de la “Liga de los Comunistas”, a quien aquella experiencia no, por lo visto le sirvió de nada. Sí, en cambio, a Engels, quien en la introducción a la obra citada sacó la debida conclusión política: “La historia de los movimientos políticos a partir de 1830, tanto en Alemania como en Francia o en Inglaterra, nos muestra a esta clase (la pequeñoburguesía) siempre jactanciosa, grandilocuente y a ratos incluso extremista en el terreno de las frases, cuando no barrunta peligro; medrosa retraída y evasiva, tan pronto atisba el peligro más leve (contra su propiedad): asombrada, preocupada y vacilante cuando ve que otras clases hacen suyo y toman en serio el movimiento iniciado por ella; dispuesta a traicionar el movimiento en aras de su existencia pequeñoburguesa, al llegar la hora de la lucha con las armas en la mano; por último, y como resultado de su indecisión, siempre engañada y maltratada preferentemente, al triunfar el partido reaccionario” (Op. Cit. Lo entre paréntesis es nuestro). Este juicio se ha revelado en todas partes como una verdad política con carácter de ley.

[60] Ver: http://nodo50.org/gpm/rafaelpla/11.htm

[61] En España, por tanto, tampoco en 1873 se trataba de optar entre participar en las elecciones a la Asamblea Constituyente o “quedarse en casa”, como parece sugerir Engels, alimentando ―sin querer― las perspectivas políticas más favorables a los mezquinos intereses políticos de los miserables oportunistas de siempre, a expensas de inadvertidos lectores de la obra que comentamos aquí, desde entonces hasta hoy día. Quedarse en casa es lo que hicieron como partido los anarquistas, permitiendo que sus militantes obraran cada uno por su cuenta como mejor les pareciera. Esta criminal dejación política es lo que se limitó a denunciar explícitamente Engels, dando a entender que, desde el punto de vista efectivamente revolucionario, la Alianza estaba en condiciones de participar con peso político decisivo, tanto en el gobierno provisional como en la constituyente, y eso es lo que hubiera debido hacer, porque era esa la táctica correcta. Pero no dijo qué hizo y, en su defecto, que debía o hubiera debido hacer la insignificante minoría de militantes españoles de la “Internacional comunista” en semejantes condiciones históricas.

[62] “En el Congreso de los aliancistas celebrado en Ginebra el 1º de septiembre de 1873 desempeñó gran papel la huelga general, si bien se reconoció por todo el mundo que, para esto, hacía falta una organización perfecta de la clase obrera y una caja bien repleta”. (F.Engels: Op.cit)

[63] Asociación General Obrera Alemana: organización de los obreros y artesanos alemanes, fundada en 1863. Su creación fue un paso adelante en el desarrollo del movimiento obrero independiente en Alemania, pero los líderes de la Asociación ―el socialista sui generis Lassalle y sus seguidores― imprimieron a la actividad un sesgo muy alejado de la línea revolucionaria que preconizaban Marx y Engels. Lassalle preconizaba el paso al socialismo mediante la introducción en la Prusia capitalista de las sociedades obreras de producción. Con el fin de obtener apoyo del Estado y reunir medios para la creación de dichas sociedades, Lassalle mantuvo negociaciones con el gobierno reaccionario prusiano de Bismarck. Los lassalleanos negaban el papel de los campesinos como aliados del proletariado y apoyaban la política de unificación de Alemania desde arriba bajo la hegemonía de la Prusia contrarrevolucionaria

[64] En este punto, Engels recuerda que, ya en septiembre de 1870, en sus “Lettres à un Français”), Bakunin había declarado que el único medio para expulsar de Francia a los prusianos con una lucha revolucionaria, consistía en abolir toda dirección centralizada y dejar que cada ciudad, cada aldea, cada municipio, dirigiese la guerra por su cuenta. Pensaba que si al ejército prusiano, con su dirección única, se le oponía el desencadenamiento de las pasiones revolucionarias espontáneas, el triunfo era seguro. Frente a la inteligencia colectiva del pueblo francés, abandonado por fin de nuevo a sus propios destinos, la inteligencia individual del general alemán Moltke se esfumaría. Por entonces,  los franceses no quisieron entenderlo así; pero en España se obsequió a Bakunin, como hemos visto y aún hemos de ver, con un triunfo resonante.

[65] El general Pavía se puso en marcha hacia el 20 de julio. El 24 fue ocupada Córdoba por una columna de guardias civiles y tropas de línea al mando de Ripoll. El 29, Pavía atacó las barricadas de Sevilla, la cual cayó en sus manos el 30 o el 31 (los telegramas no permiten fijar con seguridad las fechas). Dejó una columna móvil para someter los alrededores y avanzó sobre Cádiz, cuyos defensores no se batieron más que en el acceso a la ciudad, y aun aquí con pocos bríos; luego, el 4 de agosto, se dejaron desarmar sin resistencia. En los días siguientes desarmó, también sin resistencia, a Sanlúcar de Barrameda, San Roque, Tarifa, Algeciras y otra multitud de pequeñas ciudades, cada una de las cuales se había erigido en cantón independiente. Al mismo tiempo, envió columnas contra Málaga y Granada, que capitularon sin resistencia el 3 y el 8 de agosto respectivamente; y así, el 10 de agosto, en menos de 15 días y casi sin lucha, había quedado sometida toda Andalucía.