h) Antiguos “favoritos cortesanos” y modernos políticos profesionales: la realeza comparte históricamente con la burguesía la misma esencia de los medios para mantener la hegemonía política sobre sus respectivas clases subalternas.

Con este razonamiento queremos contribuir a lo ya observado por Marx, en cuanto a que, si bien en aquél momento histórico las condiciones objetivas para completar la revolución  burguesa en España no estaban dadas, si estaban ya presentes aunque no maduras, las condiciones subjetivas para iniciarla. Y si no fue así, es porque esas condiciones no fueron percibidas ni, por tanto, valoradas por los intelectuales liberales, como para empeñarse en que sazonaran a la luz que la razón revolucionaria arrojara sobre sus propias luchas.

Había que convertir el oprobio espontáneo hacia los ocasionales gobiernos a cargo de los “favoritos cortesanos” ―verdaderos fusibles, chivos expiatorios del sistema de vida feudal―, como Godoy, en desprecio y odio consciente hacia las relaciones de señorío y servidumbre encarnadas por la aristocracia y la realeza. Había que poner la conciencia de los explotados y oprimidos en sintonía con el signo objetivamente revolucionario de la energía política contenida en las contradicciones de la vida económica, social y política de la época. Si los liberales no estuvieron por esa necesaria labor, se explica porque no fueron capaces de romper ellos mismos con los valores ideológicos y políticos de esa sociedad decadente ―haciendo seguidismo, primero con el despotismo ilustrado y después con la Junta Suprema Central― comprometidos políticamente con esos valores por el sólo hecho de su vigencia residual. Esta cobardía política de los liberales, no hacía más que ocultar, todavía más, las hondas aspiraciones revolucionarias que las masas escondían tras su venerable respeto por las formas del poder constituido, fenómeno del que Márx ha querido dejar implícito testimonio:

<<Para nosotros, sin embargo, lo importante es probar, basándonos en las mismas afirmaciones de las juntas provinciales consignadas ante la Central, el hecho frecuentemente negado de la existencia de aspiraciones revolucionarias en la época de la primera insurrección española.>>(Ibíd)

Para mantener el statu quo ―en el que parasitan― los dirigentes políticos oportunistas ―en este caso los liberales― del movimiento explotado moderno, han venido haciendo dejación de la necesaria labor de esclarecimiento ―sin la cual es imposible convertir las genuinas reivindicaciones de los explotados en efectiva acción revolucionaria organizada―, para luego justificar su posibilismo reaccionario pretextando el inmovilismo político de sus bases que ellos mismos han contribuido a mantener. Pero ese posibililismo cómplice de la clases dominantes tiene su límite en las contradicciones de la base material de la sociedad, que agravan las tensiones sociales hasta el punto en que los explotados se ven irresistiblemente lanzados a la arena de la lucha política muy a pesar de los oportunistas; es entonces cuando estos dirigentes ponen en tensión todos sus recursos retóricos y políticos para evitar que el despliegue de toda esa energía potencialmente subversiva de las masas, concentre su acción destructora sobre las relaciones sociales vigentes, verdadera causa formal [13] de todos las desgracias que se ceban sobre las mayorías de la sociedad. En esos momentos críticos, los oportunistas abandonan el ―hasta entonces― objeto directo de su acción política: los gobiernos de turno, es decir, las posibilidades del sistema para conceder reformas a instancias de esos gobiernos que logren aflojar las tensiones sociales.

Una vez producida la eclosión de esas tensiones que libera la energía objetivamente revolucionaria de las masas, el objeto directo de los oportunistas, su preocupación y acción política prioritaria desde el punto de vista instrumental, deja de ser la categoría gobierno y pasa a ser el movimiento contestatario portador de esa fuerza; no se trata ya de aflojar las tensiones sociales antes del estallido de la crisis, sino de orientar esa energía social ya en movimiento, para que la acción de las masas no recaiga sobre las causas formales, sino sobre las causas eficientes de la desgracia social y humana que padecen; es decir, no sobre el sistema de vida sino sobre los responsables directos sobre las personas a cargo de esos gobiernos, sobre sus eventuales y contingentes “responsables” individuales, para que, a la postre, la remoción de la causa eficiente deje intangible la causa formal.

Marx prosigue su discurso poniendo varios ejemplos probatorios de cómo la Junta Suprema Central se encargó de sofocar esos pequeños incendios revolucionarios surgidos en Galicia, Asturias, Valencia, Sevilla o Cádiz, reemplazando a los respectivos gobernantes y enviando allí, en calidad de delegados plenipotenciarios, a otros miembros de la aristocracia y burócratas políticos o militares sin raigambre de clase objetivamente interesada en el proceso revolucionario, sino al contrario. Pero, además, de una ineptitud política probada, cosa que ratificaron desde el momento en que se hicieron cargo de sus atribuciones discrecionales, como fue el caso del general de la Romana, José Caro, el barón de Labazora y el marqués de Villel. Al general de la Romana sus soldados solían llamarle el “marqués de las Romerías”, por sus perpetuas marchas y contramarchas. Dice Marx que, una vez al mando en Galicia, allí “no se entablaba nunca combate sino cuando daba la casualidad de que él estaba ausente”. Y citamos seguidamente un largo párrafo porque no tiene desperdicio:

Ese general, al ser arrojado de Galicia por Soult, entró en Asturias en calidad de delegado de la Junta Central. Su primer acto consistió en enemistarse con la Junta provincial de Oviedo, cuyas medidas, enérgicas y revolucionarias, le habían granjeado el odio de las clases privilegiadas. Llevó las cosas hasta el extremo de disolver la Junta y sustituir a sus miembros por sus propias criaturas. Informado el general Ney de estas disensiones surgidas en una provincia que había ofrecido una resistencia general y unánime a los franceses, lanzó al momento sus tropas contra Asturias, arrojó de allí al “marqués de las Romerías”, entró en Oviedo y lo saqueó durante tres días. Cuando los franceses evacuaron Galicia a fines de 1809, nuestro marqués y delegado de la Junta Central entró en La Coruña, concentró en sus manos toda la autoridad, suprimió las juntas de distrito que se habían multiplicado con la insurrección y las reemplazó por gobernadores militares; amenazó a los miembros de dichas juntas con perseguirlos, y persiguió efectivamente a los patriotas, manifestando extraordinaria benevolencia para con todos los que habían abrazado la causa del invasor y procediendo en todos los demás aspectos como un badulaque nocivo, incapaz y caprichoso. Y ¿cuáles habían sido los errores de las juntas provinciales y de distrito de Galicia? Esas juntas habían ordenado un reclutamiento general sin excepciones para clases ni personas, habían impuesto tributos a los capitalistas y propietarios, habían reducido los sueldos de los funcionarios públicos, habían ordenado a lascongregaciones religiosas que pusieran a su disposición los ingresos guardados en sus arcas; en una palabra, habían adoptado medidas revolucionarias. Desde la llegada del glorioso “marqués de las Romerías”, Asturias y Galicia, las dos provincias que más se distinguieron por su unánime resistencia a los franceses, se ponían al margen de la guerra de la Independencia cada vez que no se veían amenazadas por un peligro inmediato de invasión.

En Valencia, donde parecieron abrirse nuevos horizontes mientras el pueblo quedó entregado a sí mismo y a los jefes elegidos por él, el espíritu revolucionario se vio quebrantado por la influencia del Gobierno central. No satisfecha con colocar esta provincia bajo el generalato de un don José Caro, la Junta Central envió como delegado “propio” al barón de Labazora. Ese barón culpó a la Junta provincial de haber opuesto resistencia a ciertas órdenes superiores y anuló el decreto por el que aquélla había suspendido sensatamente la ocupación de las canonjías, prebendas y beneficios eclesiásticos vacantes, para destinar las cantidades correspondientes a los hospitales militares, Ello dio origen a agrias disputas entre la Junta Central y la de Valencia. A esto se debió más tarde el letargo de Valencia bajo la administración liberal del mariscal Suchet. De ahí el entusiasmo con que proclamó a Fernando VII a su regreso, oponiéndolo al Gobierno revolucionario de entonces.

En Cádiz, que era lo más revolucionario de España en aquella época, la presencia de un delegado de la Junta Central, el estúpido y engreído marqués de Villel, provocó una insurrección el 22 y 23 de febrero de 1809 que, de no haber sido desviada a tiempo hacia el cauce de la guerra por la independencia, hubiera tenido las más desastrosas consecuencias. (Ibíd)

            Al momento de asumir sus funciones la Junta Central, en setiembre de 1808, los franceses no dominaban aún ni la tercera parte del país, mientras las antiguas autoridades ya habían abandonado sus cargos, o se mostraban dispuestos a colaborar con el invasor, cuando no huían dispersándose ante la primera orden suya. Por tanto, se daban todas las condiciones políticas favorables para movilizar al pueblo alegando con total legitimidad la “defensa de la patria común”.  Así lo dio a entender en una de sus proclamas la fracción liberal de la  Junta Central:

<<La Providencia ha decidido que en la terrible crisis que atravesamos, no pudierais dar un solo paso hacia la independencia sin que al mismo tiempo no os acercara hacia la libertad>> (Ibíd. Subrayado nuestro).

En tales condiciones, la “revolución permanente” de carácter histórico burgués, donde ―como en las colonias inglesas del norte de América continental― la conmoción social interior se combinaba con la lucha por la emancipación nacional, la Junta Central estaba llamada a desempeñar las mismas funciones del Comité de Salud Pública francés al principio de su revolución, en 1793. Además, tenía ante sí el ejemplo de la audaz iniciativa a que ya habían sido forzadas ciertas provincias por la presión de las circunstancias. Pero, muy lejos de ello, no satisfecha con actuar como un peso muerto sobre la revolución española, la Junta Central laboró realmente en sentido contrarrevolucionario, restableciendo las autoridades antiguas, volviendo a forjar las cadenas que habían sido rotas, sofocando el incendio revolucionario en los sitios en que estallaba, no haciendo nada por su parte e impidiendo que los demás hicieran algo. Durante su permanencia en Sevilla, el 20 de julio de 1809 hasta el Gobierno conservador inglés juzgó necesario dirigir una nota a la Junta Central, protestando enérgicamente contra su rumbo contrarrevolucionario:

<<Se ha hecho notar en alguna parte que España sufrió todos los males de la revolución sin adquirir energía revolucionaria. De haber algo de cierto en esta observación, ello constituye una abrumadora condena de la Junta Central.>> (Ibíd.)


[13] Categoría filosófica comprendida en el concepto de “causalidad”, que designa la relación entre una causa y su efecto, habiendo, por tanto, tantas causas como los distintos efectos que producen.  En el sistema aristotélico, la causa formal se define según la naturaleza de una cosa o forma orgánica de un ser vivo ―en este caso, la sociedad feudal en tránsito al capitalismo― cuya organización social determinaba que, en ella, se proceda de un modo determinado. Por ejemplo, para tener acceso a la tierra, los campesinos debían pagar tributo ―en trabajo o productos― a sus señores, “legítimos”  propietarios de esos fundos. La causa final es el objetivo de una acción, su finalidad. Por ejemplo, la salud es el fin de la persona que pasea. El problema que plantea la causa final en la sociedad de clases, es que la finalidad no es la misma para las clases dominantes que para las clases subalternas. La finalidad de los señores consistía en convertir el trabajo de sus siervos en riqueza propia, mientras que la finalidad del siervo  se reducía a vivir de su propio trabajo a condición de enriquecer a su señor. Por último, la causa eficiente es la que provoca cualquier cambio en una cosa o situación social dada. Así, el autor de una decisión aparece como el causante de su resultado. El derecho, como la moral, tienen por objeto la personificación de las causas eficientes, las conductas individuales.