El 9 (22) de enero, 200.000 obreros creyentes y piadosos —los de mayor atraso político en la ciudad de San Petersburgo— marcharon por la ciudad portando iconos religiosos y retratos del zar demostrando sus intenciones pacíficas, hasta congregarse ante las puertas del Palacio de Invierno, residencia del zar ruso Nicolás II. Pretendían apelar directamente al zar reclamando un salario más alto y mejores condiciones de trabajo. La protesta iba encabezada por el sacerdote ortodoxo Gueorgui Apollónovich Gapón, líder de un sindicato de trabajadores, la Asamblea de Trabajadores rusa.

Ante la ausencia del Zar, su tío, el gran duque Vladimir ―Comandante de la Guardia Imperial rusa― ordenó abrir fuego contra los manifestantes, causando cien muertos y varios centenares de heridos. Propagada la noticia, se sucedieron huelgas en numerosas ciudades, levantamientos campesinos en zonas rurales y motines de soldados en las Fuerzas Armadas, que se prolongaron durante todo ese año.

Lenin abordó la crisis revolucionaria abierta tras el domingo sangriento del 9 de enero de 1905 según el siguiente razonamiento: El problema central que la historia debía resolver era el de decidir, en primer lugar, si la lucha de clases resolvería la crisis enfilando francamente por el camino directo a la democracia burguesa el más favorable al desarrollo capitalista y al aumento numérico del proletariado ―que esa era la estrategia diseñada por la socialdemocracia revolucionaria para el período― o si, para llegar allí, la historia habría de dar un rodeo zigzagueante pasando antes por el régimen monárquico-constitucional que sellara la alianza entre la nobleza en el poder y la burguesía liberal, en contra de los intereses políticos de la clase asalariada y el campesinado pobre.

Discernir sobre este asunto con pleno conocimiento de causa, exige analizar y emitir juicio sobre la discusión dentro del POSDR en 1905, respecto de la o las clases que debería/n desempeñar el papel de sujeto en la inminente revolución, no sólo en el proceso de lucha contra la autocracia, sino en la administración del poder revolucionario resultante. Para ello, hay que empezar por decir que las personalidades políticas y sus respectivas fracciones partidarias, coincidían en cuanto a que, en lo inmediato, la revolución no podía pasar de ser burguesa, producto de la contradicción entre las fuerzas económicas productivas de la sociedad impulsadas por el capitalismo ruso ―todavía no suficientemente extendido aun cuando altamente tecnificado en las grandes ciudades―, y las condiciones políticas del régimen autocrático feudal empeñado en mantener vivas las ya caducas y extemporáneas relaciones sociales de señorío y servidumbre en el campo.

Pero esta contradicción sólo determinaba el carácter burgués de la revolución. De ella no podía deducirse qué clase o bloque histórico de clases conduciría la sociedad a los fines de la revolución democrática. En ese momento (1905), en el movimiento obrero todas las fuerzas políticas se habían puesto de acuerdo en la necesidad de derrocar el zarismo. Pero a la hora de hacer efectiva esa consigna, los mismos que cinco años atrás la habían rechazado alegando que era “prematura” porque las masas no estaban dispuestas a asumirla, proponían sutilmente delegar esa responsabilidad histórica en la burguesía. Las discrepancias se trasladaron así, al terreno de la estrategia de poder, al problema sobre qué clase o bloque de clases debían hacerse cargo de administrar el poder surgido del derrocamiento de la autocracia zarista.

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