El tiempo sólo es tardanza de lo que todavía está por venir
Vaya este modesto trabajo, en homenaje
a los inmortales genios del pasado, empeñados por descubrir la verdad de lo que
ha venido siendo este mundo en cada etapa de su desarrollo. Y en solidaridad
con los que hoy siguen su ejemplo, luchando tenazmente por todos los medios espirituales
y materiales legítimos contra la mentira, la injusticia y la violencia del
poder corrupto, para que la verdad prevalezca como único, necesario y realmente
posible fundamento de la LIBERTAD. GPM.
01. Salario y plusvalor
La jornada laboral en España es oficialmente
de 40 horas semanales, de lo cual cabe suponer que el total de horas mensuales
trabajadas por cada asalariado es aproximadamente 160. Aunque no sea cierto,
porque los hay —y no son pocos— que trabajan más durante más que ese tiempo por
menos salario. Al año son, pues, según estimaciones oficiales, 1.686 horas. Si
multiplicamos esta cifra por 16.758.200, que en 2012 era el número de
asalariados activos en este país, el total anual de horas trabajadas será de
28.354.874.400 (veintiocho mil trescientos cincuenta y cuatro millones,
ochocientas setenta y cuatro mil cuatrocientas).
Por otra parte, el “valor bruto añadido
al coste de los factores de la producción” ese año en España, fue de
1.213.961.172.538U$S (un billón, doscientos trece mil novecientos sesenta y un
millones, ciento setenta y dos mil quinientos treinta y ocho). Traducida esta
cifra a Euros según el tipo medio de cambio ese año que fue de 1,322€ por
dólar, dicho valor añadido ascendió a 918.276.227.336€ (novecientos dieciocho
mil doscientos setenta y seis millones, doscientos veintisiete mil trescientos
treinta y seis Euros)
Dividiendo este valor añadido bruto
(antes de impuestos) por las horas trabajadas, resulta que en una hora de
trabajo, cada asalariado español contribuyó a crear, término medio, un valor
añadido aproximado equivalente a 32,39/hora que sus patronos se apropiaron sin
compensación alguna.
La jornada laboral
en España es oficialmente
de 40 horas semanales, de lo cual cabe suponer que el total de horas trabajadas mensualmente por cada
asalariado es de 160. Aunque no sea
cierto, porque los hay —y no son pocos— que trabajan más durante más que ese
tiempo por menos salario. Al año son, pues, 1.920
horas (160x12). Si multiplicamos esta cifra por 16.758.200,
que en 2012 era el número de asalariados
activos en este país, el total
anual de horas trabajadas será de 32.175.744.000 (treinta y dos mil ciento setenta
y cinco millones, setecientas cuarenta y cuatro mil).
Por otra parte, el “valor
bruto añadido al coste de los factores de la producción” ese año en
España, fue de 1.213.961.172.538U$S
(un billón, doscientos trece mil novecientos sesenta y un millones, ciento
setenta y dos mil quinientos treinta y ocho). Traducida esta cifra a Euros
según el tipo medio de cambio ese año que fue de 1,322€
por dólar, dicho valor añadido ascendió a 1.604.856.670.095€ (un billón, seiscientos cuatro mil ochocientos
cincuenta y seis millones, seiscientos setenta mil noventa y cinco)
Dividiendo este valor añadido bruto (antes de impuestos) por las horas trabajadas, resulta que en
una hora de trabajo, cada
asalariado español contribuyó a crear,
término medio, un valor añadido aproximado equivalente a 49,88€/hora
que sus patronos se apropiaron sin compensación alguna.
Ahora bien, entre ese total de 16.758.200
asalariados, un 35% de ellos que suman 5.865.370 personas, en 2012 teóricamente cobraban la mínima retribución de 641,40€/mes,
llamado salario mínimo interprofesional.
Luego su salario colectivo anual
fue de 641,40 x 12 x 5.865.370 = 45.144.579.816€ (cuarenta y cinco mil cuatrocientos
diecinueve millones, setenta y nueve mil ciento treinta y dos), cifra equivalente
a 1.920 horas de trabajo aportadas a esta sociedad por todos y cada uno de ellos. En total 11.261.510.400 horas (5.865.370
x 1.920).
Pero esos asalariados a cambio de su trabajo, percibieron
cada uno solo 3,82€/hora (al
mes: 3,82 x 8 x 21 ≃ 641,40). Es decir, 13 veces menos de lo que se apropian sus
patronos en cada hora de trabajo, de lo cual resulta que la tasa de explotación
a la que fueron sometidos —resultante de la relación 49,68€ ÷ 3,82€—
excedió el 1.300% de su sueldo/hora. Como que el 1.300% de 3,82 se
aproxima a 49,68€, que es lo que cada asalariado español —incluyendo a ese 35%
que cobra el salario mínimo— aportó término medio con su trabajo a la sociedad
española en una hora.
Y para saber cuál es ese mismo grado de
explotación expresado en tiempos de trabajo, hay que hacer el siguiente
razonamiento: si todos los asalariados crearon por término medio 49,88€ de
valor cada 60 minutos de la jornada laboral de ocho horas, pero el 35% de ellos
cobró a cambio 3,82€/hora, para determinar el tiempo insumido en producir este último valor, habrá que
plantear la siguiente regla de tres: 49,68€ es a 60” lo que 3,82 es a X”, que
se resuelve por el siguiente cálculo: 3,82€ x 60” ÷ 49,68€ = 4,61”. O sea, que para generar el
equivalente a su salario mínimo de 3,82€/hora de trabajo, cada uno de los 5.865.370 asalariados empleó 4,61 minutos. El resto lo trabajaron gratis para
sus patronos. Trece veces más, a una tasa de explotación de 60”/4,61” = 1.302%
(un mil trescientos dos por ciento), que aproximadamente se corresponde con la
relación en términos de valor monetario: 49,88 ÷ 3,82 = 13,058 veces más que 3,82, o
sea, el 1.305% de ese valor monetario/hora.
Y
en cuanto al resto de los asalariados
que cobran un salario superior al
mínimo —según su categoría—, la tasa
de explotación a la que son sometidos debe calcularse, obviamente, de
la misma forma, teniendo en cuenta su mayor
remuneración diferencial relativa por hora trabajada, respecto de sus
compañeros de menos rango que perciben el mínimo. Un plus salarial que no deja
de ser por eso inversamente
proporcional y progresivamente
decreciente, respecto de la ganancia
que producen y sus respectivos patronos capitalizan sucesivamente, bajo condiciones de explotación que,
como hemos dicho, resulta ser creciente
según aumenta la productividad de su trabajo.
En
síntesis, todo un sistema jurídicamente
legalizado desde los tiempos de la Ilustración, para
que se considere lícito que la ganancia de los burgueses aumente a expensas del salario, tanto más cuanto mayor sea el
avance científico-técnico incorporado a los medios de producción, movidos por un
número cada vez más menguante de
asalariados. Aumento que se ve multiplicado por la creciente aceleración
en los ritmos de trabajo impuestos por la cadencia mecánica —debidamente
cronometrada— que sus patronos trasmiten a sus asalariados forzándoles a producir más por unidad de tiempo
empleado. Un régimen de trabajo que se viene aplicando desde hace ya más
de doscientos años, para convertir salario en plusvalor:
<<Resulta, pues, sumamente ventajoso,
hacer que los mecanismos funcionen infatigablemente, reduciendo al mínimo
posible los intervalos de reposo. La perfección en la materia sería trabajar
siempre (…). Se ha introducido en el mismo taller a los dos sexos y a las tres
edades explotadas en rivalidades, de frente y, si podemos hablar en estos
términos, arrastrados sin distinción por el motor mecánico hacia el trabajo
prolongado, hacia el trabajo de día y de noche, para acercarse cada vez más al
movimiento perpetuo>>. (Barón
Dupont: “Informe a la Cámara de París”,
1847. Citado por Benjamín Coriat en “El
taller y el cronómetro” Cap. III Ed. Siglo XXI/1982 Pp. 38)
¿Qué
significa lo dicho hasta este punto? Que el
tiempo de trabajo asalariado, siendo la única fuente creadora de valor, a los
burgueses no les cuesta nada. Porque tanto el equivalente al salario como el plusvalor del cual se apropian sin contraprestación alguna, es
creado por sus empleados durante cada jornada laboral:
<<Que para alimentar
y mantener en pie la fuerza de trabajo durante veinticuatro horas, haga
falta media jornada de trabajo, no
quiere decir, ni mucho menos, que el obrero no pueda trabajar durante una jornada entera. El valor de la fuerza de trabajo (que se contrata y gasta fuera de la
fábrica o lugar de empleo para reponerla diariamente) y su valorización en el proceso de trabajo (dentro
del ámbito laboral) son, por tanto, dos
factores completamente distintos. Al comprar la fuerza de trabajo, el
capitalista no perdía de vista esta diferencia
de valor. El carácter útil de la fuerza de
trabajo, en cuanto apto para fabricar hilado o botas, es conditio sine qua non[1], toda
vez que el trabajo, para poder crear valor, ha de invertirse
siempre en forma útil. Pero el factor decisivo es el valor de uso específico de esta mercancía (una
vez comprada), que le permite ser fuente (creadora)
de valor, y de más valor (plusvalor)
que el que ella misma (potencial o
virtualmente) tiene. He aquí el servicio específico que de ella espera
el capitalista>>. (K. Marx: “El
Capital” Libro I Cap. 6. Lo entre paréntesis y el subrayado nuestros).
Ergo:
en el capitalismo, desde el punto de vista del coste social que suponen los asalariados, solo se valora su fuerza de trabajo, es decir, el potencial de energía o capacidad para trabajar a pleno
rendimiento durante cada jornada de labor. Un potencial contenido en los medios de vida necesarios para ejercitar
ese trabajo día que pasa, equivalentes a su salario[2]:
<<…quien dice capacidad de trabajo no
dice trabajo, del mismo modo que no es lo mismo capacidad para digerir que digestión. Para digerir
no basta, ciertamente, con tener un buen estómago. Cuando decimos capacidad de
trabajo, no hacemos caso omiso de los medios de vida necesarios para
alimentarla. Lejos de ello, expresamos el valor de esa capacidad, en el valor
de tales medios (de vida)>>. (K. Marx: Op.
cit. El subrayado y lo entre paréntesis nuestro)
Y
como decía Sismondi,
bajo el capitalismo “la capacidad de trabajo no es nada, si no se la vende”. De
todo este razonamiento se desprende, que si el trabajo humano como gasto
de esa capacidad o fuerza humana —que la burguesía digiere económicamente
y asimila como plusvalor para acumular más capital— tuviera valor y se pagara por él a quienes lo ejecutan, el
sistema capitalista habría sido materialmente
imposible[3].
Éste
es, pues —según la ley económica del
valor— un sistema de vida absolutamente
incompatible con el principio de la verdadera justicia distributiva, que si la ley jurídica vigente no contempla,
es la prueba de que los asalariados vivimos sometidos a la dictadura del
capital, por más “democracia” que nos
pongan delante de las narices.
Seguramente
que ante esto, más de un “librepensador” consagrado a la defensa del cretinismo
burgués muy celoso de su propiedad privada, se sentirá indignado creyendo, como
así nos han enseñado desde pequeños, que los patronos justifican lo que ganan, por
el hecho de que también trabajan encargándose de que sus asalariados hagan bien
el suyo, lo cual a Marx le ha sugerido una fina e irónica respuesta:
<<¿Acaso no
ha trabajado él mismo, ¿no ha efectuado el trabajo de vigilar, de dirigir al asalariado?
¿Este trabajo suyo no forma valor? Su propio overlooker
(capataz) y su manager (gerente)
se encogen de hombros (como si ellos en
tal cometido no pintaran nada). Pero
entretanto el capitalista, con sonrisa jovial ha vuelto a adoptar su vieja
fisonomía. Con toda esa letanía no ha hecho más que tomarnos el pelo. Todo el
asunto le importa un comino. Para inventar esos subterfugios y argucias
parecidas ya están los profesores de economía, que para eso él mismo les paga
por ello. Él es un hombre práctico, que si bien fuera de su negocio no siempre
considera como es debido lo que dice, dentro de él sabe muy bien lo que
hace>> (K. Marx: Op. cit. Cap. V. Lo entre
paréntesis y el subrayado nuestros)
02.
De la penuria relativa a la miseria absoluta
Pero
el principio activo de la ganancia creciente,
no acaba su recorrido y consecuencias sociales en el simple hecho de aumentarla
a expensas del trabajo ajeno. Porque el desarrollo
progresivo de la fuerza productiva, que abarata el salario e incrementa el plusvalor en la misma
exacta medida, al mismo tiempo determina que un cada vez menor número de asalariados ponga en movimiento más eficaces medios de producción,
de lo cual resulta que el empleo
de asalariados disminuye progresivamente,
respecto su crecimiento vegetativo
natural, fenómeno del cual resulta lo que Marx llamó ejército industrial de reserva.
De
esta forma, al disminuir el número de asalariados respecto de los medios que se les obliga a poner en
movimiento, la ganancia de los capitalistas no deja de aumentar, aun cuando
—como es matemáticamente
demostrable—, aumenta cada vez menos. Consecuentemente, dicha dinámica sustitutiva
de trabajo vivo por trabajo muerto, como hemos dicho crea también una masa creciente de desocupados
permanentes, que combinado con el empleo precario, ambas formas de
enriquecimiento de una minoría, a expensas de la penuria relativa creciente de las mayorías, hacen presión sobre
los ocupados para que trabajen más intensamente
y durante más tiempo, a cambio de una menor retribución, deteriorando así,
progresivamente, el nivel de vida relativo
del conjunto, que en épocas
de crisis deviene en términos absolutos[4].
Una
deriva que no puede sino ensanchar históricamente
la brecha de la distribución de la riqueza entre asalariados y capitalistas en
general[5].
Un proceso que se pudo ver ratificado, una vez más desde agosto de 2007, tras
el estallido de la presente crisis mundial en EE.UU., que se extendió a Europa
en 2008 y en España debió empezar a ser administrada por el gobierno socialdemócrata
del PSOE, cuando impuso por decreto la congelación salarial de los empleados
públicos. Se limitó a esto, porque en ese momento los devastadores efectos de la
sobreacumulación absoluta de capital
no había llegado aún a exigir,
que se apliquen los recortes salariales nunca
antes vistos que ha debido seguir
gestionando el actual gobierno del Partido Popular, con las cuentas del
Estado en práctica quiebra técnica, arrastrando una deuda pública que casi llega hoy al 90%
del PBI (Producto Bruto Interno).
¿Y
qué hacían los opulentos empresarios amigos del “bon vivant”
mientras todo este descalabro se preparaba en el subsuelo económico del sistema
cinco años atrás? Pues, alternar el “dolce far niente” con el “negocio” de
explotar alegremente trabajo ajeno, delegando su gestión en muy bien pagados
especialistas a sueldo y prebendas. Ni más ni menos que como en los tiempos del
esclavismo y el feudalismo. Pero ahora en nombre de la “libertad”, la
“democracia” y los “derechos humanos”. Asociados en fracciones empresariales que
compiten entre sí, hasta en la tarea de dirimir cuales de ellas se llevan el
gato al agua en materia de obras públicas, recalificaciones de suelo y demás
oportunidades de convertir dinero público aportado por los contribuyentes, en
capital privado, corrompiendo a políticos profesionales de todos los colores, altos empleados públicos y jueces.
Así
es como la sociedad civil en
manos de los muy dignos empresarios se funde
por la cúspide, formando un bloque
compacto de poder real con el
Estado a cargo de políticos profesionales que promulgan leyes y las
ejecutan según el preferente interés de sus mandantes, los explotadores. Y mientras
tanto no faltan jueces dictando sentencias favorables al “interés general” de
esa opulenta minoría que “les adorna”[6].
¿Dónde ha quedado, pues, la sagrada separación
de poderes que, según dicen, inventó el tan ponderado Montesquieu, atravesada desde hace mucho como
está, por el dinero que todo
lo pudre, incluso el disponible por empresarios
de tres al cuarto para corromper a políticos sin distinción de
partidos, en su aspiración por codearse con sus colegas de más alto nivel de
riqueza bajo el capitalismo tardío? ¿Y de qué moral pueden presumir los de abajo, que sin gozar de tales privilegios
siguen tolerando impasibles semejante inmoralidad, poniendo en valor la máxima
que reza: “Cada uno en su casa y Dios en la de todos?
Estamos
ante una realidad cada vez más insoportable —hace ya mucho anunciada—, que todavía
viene gozando de acreditada querencia entre esa mayoría de explotados. Y allí no faltan, incluso, los
que reniegan de tal condición social tratando de huir de ella como de la peste,
pero que las crisis periódicas les vuelven a poner en su sitio una y otra
vez.
Un
mundo donde la ignorancia, que jamás ha sido de provecho para nadie, contribuye
a inhibir cualquier determinación que apunte a cambiar de raíz el status quo
imperante. Tal es el secreto mejor guardado de una minoría social cada vez más irrisoria de explotadores
privados, políticos profesionales, jueces y demás altos funcionarios al
servicio del aparato Estatal, quienes junto con el ejército de periodistas
venales a sabiendas de que mienten para seguir conservando sus privilegios, durante
las campañas electorales aparecen divididos sirviendo en partidos políticos, cada
cual prometiendo a la plebe “ciudadana” lo que hará a cambio de su voto. Pero lo
cierto es que, invariablemente, ninguno de ellos en función de gobierno se aparta jamás, siquiera un palmo,
de aparentar cambiar algo e incluso cambiarlo todo, para que todo siga esencialmente como está[7].
¿Queremos capitalismo? ¡¡Pues, toma capitalismo!!
[1] Condición necesaria
[2] “El trabajo humano es el empleo de esa simple fuerza de trabajo que todo ser humano común y corriente, por término medio, posee en su organismo corpóreo, sin necesidad para ello de una especial educación”. (K. Marx: “El Capital” Libro I Cap. I Aptdo. 2)
[3] Marx distingue entre los conceptos: producto de valor y valor del producto. El primero añade valor al producto que crea durante el proceso productivo mismo, mientras que en el valor del producto está contenido el de los demás factores de la producción (como es el caso de las máquinas y las materias primas) de que se vale el asalariado para crear ese producto, de modo que se limitan a trasladar el valor que portan, como resultado de un proceso productivo previo, es decir, que no añaden ningún valor al que contribuyen a crear. Así las cosas, el único factor de la producción que crea valor en todo proceso productivo, es el trabajo asalariado. Sin el factor subjetivo encarnado en el trabajador, no puede haber producto y, por tanto, tampoco valor del producto ni producto de valor.
[4] Si algo como el salario aumenta progresivamente menos que otra cosa, como la ganancia, significa que disminuye relativamente. Pero si disminuye en todo o más de lo que esa otra cosa se incrementa, su disminución es absoluta. Esto es lo que sucede con la remuneración de los asalariados en tiempos de crisis, cuando los despidos por falta de rentabilidad suficiente, inducen a que los patronos exijan que sus empleados trabajen más por la misma retribución o incluso menos. Tal como propusiera ya en 2009 el empresario-delincuente hoy preso, Gerardo Díaz Ferrán.
[5] Un
informe del sindicato español
CC.OO., destacó en 2012 que “…más del 12% de los trabajadores en ese país vivía
en hogares por debajo del umbral de la pobreza. Un dato calificado de "muy
preocupante" para CCOO, pues la frontera que define la pobreza, situada en
el 60% del ingreso mediano por unidad de consumo, se redujo un 6% al pasar de
7.900 al año en 2009 a 7.500 en 2011…”. Una política que fue iniciada
[6] “Hacete amigo del juez” le hacía decir ya José Hernández al “viejo vizcacha” emulando a Sancho Panza en su “Martín Fierro” —el Quijote de las pampas Argentinas—, allá por los años 70 del siglo XIX. Ver estrofas 2320 y 2325.
[7] Así lo ha
mostrado el escritor italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa en su obra: “El
gatopardo”, que Luccino Visconti llevó a la pantalla en 1963, protagonizada en los principales papeles por Burt
Lancaster, Claudia Cardinale y Alain Delon.