03. Un aleccionador retazo de la historia

 

¿Y qué decir de los políticos profesionales de medio pelo en nuestros días, esos oportunistas socialdemócratas de hoy, verdaderos inútiles en la tarea de llevar adelante las ya no sólo necesarias sino posibles causas nobles? Inútiles porque a la primera oportunidad en busca de notoriedad, poder y riqueza, se corrompen pasando a compartir mesa y mantel con la gran burguesía. Sí, esos hipócritas que quieren el capitalismo pero no sus necesarias e inevitables consecuencias, y que a sabiendas siguen consagrando el actual estatus quo como el non plus ultra de la sociedad humana, oficiando de mediadores entre explotadores y explotados al interior de las instituciones políticas en los distintos Estados capitalistas, sin excepción. Para mantener y consolidar esa odiosa relación de dominio y sujeción.

 

Esto mismo es lo que hicieron sus antecesores desde los tiempos en que irrumpieran al interior del sistema. Pero aquellos eran unos ingenuos, sinceros y honestos reformadores sociales, como el francés Joseph Proudhon y el prusiano Wilhelm Weitling, sin ambiciones de “famoseo” y enriquecimiento, que es lo que esconden estos de hoy, buena parte de ellos sin darse cuenta. Y a propósito, es interesante lo que relata el escritor y crítico literario Pavel Vasilievich Annenkov en sus memorias, cuando presto a iniciar su viaje por Europa en 1846, un terrateniente ruso, “famoso como intérprete de canciones zíngaras, buen jugador de cartas y experimentado cazador”, llamado Tolstoi —nada que ver con su homónimo autor de “Guerra y Paz”—, le entregó una carta para el ya también célebre Karl Marx, a quien había conocido personalmente en uno de sus viajes por Europa y haberle prometido vender sus tierras en Rusia, para poner todo su patrimonio al servicio de la “inminente revolución”. Pero una vez que volvió a pisar su tierra natal olvidó por completo la promesa.

 

Lo interesante del episodio vinculado con ese viaje, es que así pudo Annenkov conocer a Marx en Bruselas entregándole la carta el 30 de marzo, cuando al día siguiente y en presencia de Federico Engels, tenía previsto realizar en su casa una reunión con el sastre Weitling —quien por entonces dirigía en Alemania un partido político de cierta influencia entre los círculos obreros— para concretar una táctica común con arreglo a una estrategia reformadora de la sociedad. Tan ilusoria como la que hoy día siguen propugnando nuestros políticos profesionales que medran inculcando las mismas tonterías superficiales desde los aparatos ideológicos del Estado, alternándose periódicamente con los liberales de la derecha y del centro-derecha ocupando sus instituciones de gobierno en el Mundo entero:

<<El sastre agitador Weitling era un hombre joven, rubio, hermoso, que vestía una chaquetilla bastante cursi, tenía una barbita de corte coquetón y más bien con aspecto de viajante de comercio que de obrero rudo y amargado, tal como yo me lo había imaginado>>. (Hans Magnus Enzensberger: “Conversaciones con Marx y Engels” Ed. Anagrama. Barcelona/1973 Tomo I Pp. 64)

 

            Una vez presentados, los asistentes tomaron asiento en torno a “una mesita verde”, cuya cabecera fue ocupada por Marx portando un lápiz “con su testa de león inclinada sobre una hoja de papel”, flanqueado a su derecha por “su amigo y compañero en la propaganda, el alto, erguido, serio y británicamente digno Engels”, quien inició la sesión destacando:

       <<….la necesidad de que aquellas personas dedicadas a la reforma del mundo laboral tengan ideas claras acerca de sus respectivas opiniones, y que era necesario crear una doctrina común, que sirviera de bandera y en torno a la cual pudieran congregarse todos aquellos que no tuvieran el tiempo o las posibilidades de ocuparse en cuestiones teóricas…>> (Op. Cit.)

 

            Cuenta Enzensberger que Engels no había terminado su discurso, cuando Marx le interrumpió levantando la cabeza y dirigiéndose directamente a Weitling comenzó diciéndole:

     <<Díganos Weitling, Ud. que armó tanto jaleo en Alemania con su propaganda comunista y ha reunido en torno suyo a tantos obreros que de esta forma perdieron el trabajo y el pan. ¿Con qué argumentos defiende Ud. su actividad revolucionaria y social, y cómo piensa basarla en el futuro? Todavía recuerdo con todo detalle —dice Annenkov— la forma de esa pregunta brusca, dado que aquél reducido círculo de personas dio lugar a una apasionada discusión que, como explicaré más adelante, no duró mucho tiempo.

     Weitling parecía querer mantener la discusión en lugares comunes de la retórica liberal. Con semblante serio, preocupado, comenzó a explicar que no era tarea suya crear nuevas teorías económicas, sino aceptar aquellas que —como había quedado demostrado en Francia— eran las más adecuadas para que los obreros abrieran sus ojos ante lo desesperado de su situación, ante todas las injusticias que les infligían los gobiernos y la sociedad, y para que aprendieran a no conceder crédito a ninguna promesa, poniendo todas sus esperanzas en ellos mismos, en la construcción de la sociedad comunista democrática.

    Weitling hablo mucho, pero con gran extrañeza por mi parte y a diferencia del discurso de Engels, sus palabras eran oscuras y enredadas, incluso en la forma, repitiéndose a menudo y corrigiendo sus propias palabras. Con grandes dificultades llegó a la conclusión, que en su caso vino retrasada o con antelación a las premisas. En aquel momento estaba hablando a unos oyentes muy distintos a los que habitualmente le rodeaban en su taller o leían su diario y sus panfletos sobre la situación económica actual. De esta forma perdió la libertad de pensamiento y de lenguaje.

     A buen seguro hubiera continuado hablando, a no ser que Marx le interrumpiera enfadado y frunciendo las cejas para iniciar su sarcástica respuesta. Ésta venía a decir, en esencia, que era sencillamente un fraude el sublevar al pueblo sin darle algunas bases firmes y elaboradas para su actividad. Marx continuó afirmando que el despertar unas esperanzas fantásticas nunca conduciría a la salvación de los que sufrían, sino que les llevaría a su fracaso. Y esto era todavía más válido en Alemania, donde dirigirse a los obreros sin unas doctrinas concretas y unas ideas rigurosamente científicas equivalía a un juego vacío e inconsistente con la propaganda, que presupone por una parte un apóstol entusiasmado, y por otra unos asnos que le prestan atención boquiabiertos. Y señalándome con un brusco gesto continuó: Aquí, entre nosotros se encuentra un ruso. En aquél país, Weitling, quizás estuviera indicado el papel que Ud. ha venido desempeñando. Solo allí pueden constituirse con éxito asociaciones entre apóstoles absurdos y discípulos igualmente absurdos.

     Marx continuó desarrollando su opinión de que en un país civilizado como Alemania era imposible lograr algo sin una doctrina sólida, concreta, y que hasta el momento no se había conseguido más que ruido, arrebatos perniciosos y fracasos de la causa misma que uno ha tomado en sus manos.

     Las pálidas mejillas de Weitling se colorearon y sus palabras adquirieron viveza. Con voz trémula por la excitación, comenzó a demostrar que una persona que había logrado reunir en torno suyo a centenares de personas en nombre de la idea de la justicia, la solidaridad y el amor fraterno, no podía ser tildada de persona sin contenido, ociosa; que él, Weitling, se consolaba frente a los ataques de hoy con los centenares de cartas y manifestaciones de adhesión y gratitud que recibía desde todos los rincones de su patria, y que su modesta labor para la tarea común tenía mayor importancia que la crítica y los análisis de gabinete, que se efectuaban lejos de los sufrimientos del mundo y de las vicisitudes del pueblo.

     Estas últimas palabras de Weitling despertaron definitivamente la rabia de Marx, quien en su exasperación golpeó la mesa con el puño y tal fuerza, que la lámpara comenzó a tambalearse, y dando un salto gritó: “Hasta ahora, la ignorancia jamás ha sido de provecho para nadie”.

     Nosotros seguimos su ejemplo y también nos levantamos. La entrevista había llegado a su fin. Y mientras Marx iba recorriendo la estancia de un extremo a otro con desacostumbrada ira y excitación, me despedí rápidamente de él y de los demás y regresé a casa, sumamente sorprendido por todo cuanto acababa de ver y oír>> (Ibíd).   

 

            La supina ignorancia que demostró Weitling en su escueto y superficial discurso aquél día, consistió en concebir bajo el capitalismo lo inconcebible, es decir, la justicia y el amor fraterno. Dos virtudes humanas de imposible realización bajo las condiciones de explotación económica y sometimiento político de una clase social sobre otra. Una situación que todavía hoy perdura, por el simple hecho de que la clase explotada y sin dejar de luchar por reivindicaciones económicas inmediatas, la sigue tolerando. ¿No es éste mismo status quo, el que siguen proclamando desde las instituciones de Estado los actuales líderes políticos de los partidos afines a la izquierda reformista institucionalizada?

 

          En octubre de 1846 Proudhon publicó su “Filosofía de la Miseria”. Y en junio de 1847 Marx le respondió bajo el título: “Miseria de la filosofía”, donde pulverizó todos y cada uno de sus triviales argumentos. Pero de esta obra jamás los medios políticos reformistas han dicho ni pio. Nada. Solo silencio y boicot absoluto. Como también es cierto que prohibido está mentar la soga en casa del ahorcado.

 

          En esa obra Marx demuestra, incontrovertiblemente, que el carácter o naturaleza de la sociedad humana, sus relaciones sociales y sus instituciones económicas, sociales y políticas, así como sus formas de organización, han sido revolucionadas periódicamente cambiando de modo radical, según fue avanzando el desarrollo de las fuerzas sociales productivas que sucesivamente transformó no menos radicalmente sus formas de producir, desde el comunismo primitivo hasta el capitalismo, pasando sucesivamente por el modo de producción asiático, el esclavismo y el feudalismo.     

 

          Y para explicar este proceso de desarrollo y cambio epocal —donde todas las formas humanas de trabajar y de vivir han sido históricamente transitorias—, Marx apeló a la expresión “fuerzas productivas adquiridas” que sustituyen a otras anteriores. Y para ello seguramente se inspiró en Heráclito donde dice que “nunca nos bañamos dos veces en las aguas de un mismo río”:

<<El señor Proudhon confunde las ideas y las cosas. Los seres humanos jamás renuncian a lo que han conquistado, pero esto no quiere decir que no renuncien nunca a la forma social bajo la cual han adquirido determinadas fuerzas productivas. Todo lo contrario. Para no verse privados del resultado obtenido, para no perder los frutos de la civilización, los seres humanos desde el momento en que el tipo de su comercio no corresponde ya a las fuerzas productivas adquiridas, se ven constreñidos a cambiar todas sus formas sociales tradicionales. Hago uso aquí de la palabra comercio en su sentido más amplio (relación), del mismo modo que empleamos en alemán el vocablo Verkehr. Por ejemplo: los privilegios, la institución de gremios y corporaciones, el régimen reglamentado de la Edad Media, eran relaciones sociales (en la sociedad moderna ya superadas) que sólo correspondían a las fuerzas productivas adquiridas y al estado social anterior, del que aquellas instituciones habían brotado. Bajo la tutela del (ya obsoleto y perimido) régimen de las corporaciones y las ordenanzas, se acumularon capitales, se desarrolló el tráfico marítimo, se fundaron colonias; y los seres humanos habrían perdido estos frutos de su actividad, si se hubiesen empleado en conservar aquellas formas a la sombra de las cuales habían madurado aquellos frutos. Por eso estallaron dos truenos: la revolución de 1640 y la de 1688. En Inglaterra quedaron destruidas las viejas formas económicas, las relaciones sociales con ellas congruentes y el régimen político que era la expresión oficial de la vieja sociedad civil. Por tanto, las formas de la economía bajo las que los hombres producen, consumen e intercambian productos, son transitorias e históricas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los seres humanos cambian su modo de producción, y con el modo de producción cambian las relaciones económicas (comerciales), que no eran más que las relaciones necesarias de aquel modo concreto de producción>>. (Carta de Marx a P. V. Annenkov 28/12/1846. El subrayado y lo entre paréntesis nuestros).

 

            Sobre la base de este razonamiento dialéctico y para no remontarnos más atrás en la historia, decir con Marx que el desarrollo de las fuerzas productivas alcanzado durante la tardía Edad Media, fue posibilitado por la difusión del molino de viento y de agua en los trabajos de transformación industrial de la materia prima agrícola, metálica, maderera, textil, etc., así como la invención del astrolabio —utilizado en Europa desde el Siglo XII— perfeccionó la navegación de ultramar, un invento al que le sucedió el sextante en 1750. Y qué decir de la imprenta, que desde 1455 dio un enorme impulso a la difusión del conocimiento y la cultura de la población en general. Todos estos adelantos que aumentaron la productividad del trabajo social, sin duda estuvieron en la causa fundamental o básica que finalmente acabaron con las formas medievales de producir e intercambiar riqueza, sustituyendo las antiguas instituciones económicas, sociales y políticas medievales, por las propiamente capitalistas que dieron pábulo a la Revolución francesa hasta nuestros días:

     <<Esto es lo que el señor Proudhon no ha sabido comprender y menos aún demostrar. Incapaz de seguir el movimiento real de la historia, el señor Proudhon nos ofrece una fantasmagoría con pretensiones de dialéctica. No siente la necesidad de hablar de los siglos XVII, XVIII y XIX, porque su historia discurre en el reino nebuloso de la imaginación y se remonta muy por encima del tiempo y del espacio. En una palabra, eso no es historia, sino antigualla hegeliana, no es historia profana —la historia de los seres humanos—, sino historia sagrada: la historia de las ideas (divinas).             A su modo de ver, el hombre no es más que un instrumento del que se vale la idea (del Dios creador) o la razón eterna para desarrollarse. Las evoluciones de que habla el señor Proudhon son concebidas como evoluciones que se operan dentro de la mística de la idea absoluta. Si rasgamos el velo que envuelve este lenguaje místico, resulta que el señor Proudhon nos ofrece el orden en que las categorías económicas se hallan alineadas en su cabeza. No hará falta que me esfuerce mucho para probarle que este es el orden de una mente muy desordenada.

     El señor Proudhon inicia su libro con una disertación acerca del valor, que es su tema predilecto. En esta no entraré en el análisis de dicha disertación.

     La serie de evoluciones económicas de la razón eterna comienza con la división del trabajo. Para el señor Proudhon la división del trabajo es una cosa bien simple.      ¿Pero, no fue el régimen de castas una determinada división del trabajo? ¿No fue el régimen de las corporaciones otra división del trabajo? ¿Y la división del trabajo del régimen de la manufactura (de los artesanos), que comenzó a mediados del siglo XVII y terminó a fines del XVIII en Inglaterra, no difiere, acaso, totalmente de la división del trabajo de la gran industria, de la industria moderna? (Op. Cit.)

 

          El error de Proudhon consistió en anteponer las puras ideas abstractas como producto de su propia imaginación inspirada en una supuesta divinidad intangible —típica de la fe cristiana—, dejando a un lado la cruda realidad material. Aceptó la falacia de autoridad celestial filosofada por Hegel, según la cual el desarrollo histórico de la humanidad había sido obra de Dios y alcanzado su zenit insuperable con el capitalismo. Fue víctima de su propia ingenuidad basada en esa creencia suya, como así lo dejó Marx negro sobre blanco, tanto en la carta que acabamos de citar, como seguidamente al redactar su respuesta en: “Miseria de la filosofía”, que publicó en junio de 1847.

 

 

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