6. El derecho constitucional español convertido en papel mojado

El derecho humano fundamental al “progreso social” y a “elevar el nivel de vida” de los ciudadanos en cualquier país “dentro de un concepto más amplio de la libertad”, es tan esencial a la convivencia en democracia, como que de no ser debidamente protegido, implica que las demandas incumplidas de tal derecho proclamado, supongan que “un régimen de Derecho” degenere inevitablemente en despotismo, ante lo cual, más temprano que tarde, se abre paso el “supremo recurso a la rebelión contra la tiranía y la opresión”.

Esta certera previsión, no es solo cosa de contumaces marxistas subversivos como nosotros; está inscrita y contenida en el preámbulo de la “Declaración Universal de Derechos Humanos” aprobada y proclamada por la burguesía internacional el 10 de diciembre de 1948, en solemne sesión de la “Asamblea General de las Naciones Unidas” celebrada ese día. Fue dentro de este espíritu, que la Constitución Española, aprobada por las Cortes en sesiones plenarias del Congreso de diputados y senadores el 31 de octubre de 1978, declaró en su preámbulo la igualmente solemne “voluntad de garantizar la convivencia democrática (…) conforme a un orden económico y social justo”, se supone que desde el punto de vista de las mayorías sociales como condición de la democracia o gobierno del pueblo, que tal es la etimología de la palabra.

Demostrando hasta qué punto los explotadores se mofan del proletariado, semejante declaración de intenciones quedó negro sobre blanco en el texto constitucional español, un año y cuatro días después de firmados los “Pactos de la Moncloa”, que fue cuando la burguesía, en comandita con los sindicatos mayoritarios, decidieron hacer por adelantado precisamente lo contrario. Los 13,4 puntos porcentuales de poder adquisitivo sobre el PIB que le rapiñaron al proletariado entre 1976 y 2006, son la prueba del timo de la estampita que subyace bajo esa cínica y vacua palabrería sobre los derechos humanos que adorna el texto de la Constitución adoptada en diciembre de 1978.

En realidad, el único orden económico y social justo que la clase capitalista dominante reconoce, es la sistemática explotación del trabajo asalariado; y está reiteradamente probado que el único derecho fundamental que la burguesía respeta y hace valer de ser preciso a sangre y fuego, es el sacrosanto derecho a la propiedad privada sobre los medios de producción, como baluarte del cada vez más desigual reparto del producto de valor que se obtiene con el trabajo humano explotado.[ [6] ]

Todo el cinismo universal de la burguesía, el abismo de significación entre lo que esta clase dominante dice y lo que hace, salta a la vista si se observa que en el texto de la Constitución española declara que la propiedad privada sobre los medios de producción NO es un derecho fundamental, cuando de hecho ese tipo de propiedad específicamente burguesa, es el fundamento “humano” o sustancia social que determina y vertebra EL SER Y EXISTIR de la sociedad capitalista, “desde que la burguesía vino al mundo manando sangre de la cabeza a sus pies” .

En efecto, la constitución española se iguala con todas las demás constituciones burguesas, en que reconoce el derecho a la propiedad. Lo hace en el Capítulo Segundo del Título I relativo a los “derechos y libertades”, inciso 1 del artículo 33. Pero lo expone hipócritamente como un derecho NO fundamental o insustancial, es decir, como “secundario” o “derivado” en el sentido de que no tiene su determinación en si mismo sino en otros derechos constitucionales “de la persona humana” que esos sí —no menos hipócritamente— la burguesía considera fundamentales, como por ejemplo, el derecho a la vida, a la integridad física, a la libertad y a la igualdad de los seres humanos como ciudadanos ante la Ley, esto es, al interior de la comunidad política o Estado.

Y esto no fue algo que se inventó la burguesía española tras la muerte de Franco para transitar hacia la “democracia”, porque no ha hecho sino recrear el espíritu embaucador de la modernidad capitalista encarnado en la burguesía francesa más de cien años antes, tras eliminar los privilegios de la nobleza y crear el flamante Estado democrático Republicano, un ámbito separado de la sociedad civil en el que se simuló que los miembros de las dos clases sociales universales remanentes fueran declarados iguales ante la Ley, esto es, jurídica y políticamente emancipados de toda propiedad actuando como simples ciudadanos, de modo tal que allí, al ser todos iguales, un hombre valga un voto y la democracia representativa salte por obra del sortilegio burgués, como la paloma blanca desde la chistera de un mago.

Tal fue el “truco del almendruco” que los trileros ideológicos de la burguesía Francesa de entonces sintetizaron en la palabra fraternidad, logrando que la imaginaria igualdad formal de burgueses y proletarios convertidos por arte de birle birloque en “ciudadanos”, pasara por ser algo real en la conciencia enajenada de los explotados, allá por febrero de 1848:

<<Así, (…) en las frases hipócritas de las fracciones burguesas excluidas hasta allí del poder, la dominación de la burguesía había quedado abolida con la implantación de la República. Todos los monárquicos se convirtieron, por aquél entonces, en republicanos, y todos los millonarios de Paris en obreros. La frase que corresponde a esta imaginaria abolición de las relaciones de clase era la fraternité, la confraternización y la fraternidad universales. Esta idílica abstracción de los antagonismos de clases, esta conciliación sentimental de los intereses de clase contradictorios, este elevarse en alas de la fantasía por encima de la lucha de clases, esta fraternité fue, de hecho, la consigna de la revolución de Febrero. (…) El proletariado de París se dejó llevar con deleite por esta generosa borrachera de fraternidad>> (K. Marx: “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850” Cap. I)

Esta fue, también, la borrachera que selló la confraternización entre las dos Españas de la Guerra Civil durante la transición a la democracia, período que medió entre la dictadura franquista y el referéndum de la Constitución que consagró a la Monarquía Parlamentaria como forma de gobierno:

<<En la conciencia republicana y, por tanto, contrarrevolucionaria, de las capas obreras y pequeñoburguesas más amplias del PCE —educadas en ese tópico desde que sus direcciones políticas adoptaron las posiciones del VI Congreso de la Comintern en 1935— se consideraba que, durante la guerra civil, esta formación política de cuño stalinista había sido “ferozmente anticapitalista” por el simple hecho de haberse opuesto a la forma dictatorial de gobierno burgués encarnada en el franquismo, del mismo modo que los fascistas del “bunker” familiar se consideraban a sí mismos “ferozmente anticomunistas”, por el simple hecho de haber combatido la forma democrático-burguesa de gobierno durante la República. Un doble mal entendido ideológico pequeñoburgués, del que la burguesía sacó todo el jugo político posible a expensas del verdadero comunismo, ausente de la conciencia obrera durante todo ese período. Una vez acabada la guerra civil, ese doble malentendido perdió por completo su razón de ser y todo fue cuestión de unificar a España en torno al prejuicio de que todos somos “ciudadanos”. Se trataba, pues, de abandonar los “extremos” para confluir en el centro político del sistema, de modo que ni fascismo ni República sino Monarquía parlamentaria>>

Dentro de esa fórmula de poder político-institucional intermedio entre las dos Españas idénticamente burguesas de la guerra civil, quedaron como es natural comprendidos los franquistas descafeinados, los socialdemócratas travestidos en liberales, y los “comunistas” socialdemocratizados. Pues bien, ¿qué hizo ese “centro político” para que su acción de gobierno se traduzca en un “orden económico y social justo”? Pues, nada, sino todo lo contrario: el 23 de octubre de 1977, junto a las direcciones nacionales de los sindicatos mayoritarios firmó los Pactos de la Moncloa, verdadero golpe de Estado incruento contra los intereses y derechos de la mayoría absoluta de la sociedad.

En setiembre, para detener este inminente atropello, la CNT de Catalunya propuso a los Comités regionales de UGT y CC.OO., la convocatoria de una manifestación que tuvo lugar en Barcelona durante el mes de octubre, con la participación de 400.000 trabajadores. Temerosa de que este legítimo ejemplo de dignidad ciudadana legalmente expresado en la calle cundiera en el resto del país, la patronal ordenó al flamante “Estado de derecho” —donde se supone que “todos somos iguales ante la Ley”—, para que detenga por todos los medios posibles esa peligrosa deriva política iniciada por la CNT, para lo cual el ex jefe del fascista Sindicato Español Universitario (SEU), por entonces Ministro de Gobernación y dirigente de la “Unión de Centro Democrático” (UCD), Rodolfo Martín Villa, hizo gala de sus profundas convicciones democráticas apelando secretamente a la Brigada Político Social del Estado franquista residual, y ésta a un delincuente común habitual confidente de la policía, quien fue encargado de montar una provocación política contra la CNT, reclutando a cuatro incautos jóvenes de filiación anarquista para implicarles en el incendio de una conocida sala de fiestas llamada “La Scala”, preparando sendos “cócteles molotov” que fueron lanzados contra sus instalaciones, donde previamente alguien había dejado suficiente fósforo como para que allí no quedara nada sin arder:

Fue por esas fechas que Martín Villa dijo: "No me preocupa ETA, quienes de verdad me preocupan son los anarquistas y el movimiento libertario". A la luz de lo acontecido, los cuatro jóvenes reclutados por el confidente policial, acusados de cometer el atentado, fueron a dar con sus huesos en la cárcel; pero el muy honorable “ciudadano” Rodolfo Martín Villa, responsable de su planificación y centralización operativa, ni siquiera fue llamado a declarar siguiendo como si nada hubiera ocurrido al frente del postfranquista Ministerio de Gobernación. Y luego, tras ser aprobada la Constitución, sin solución de continuidad pasó a desempeñarse como flamante Ministro del Interior y senador de las Cortes Generales en el nuevo Estado “democrático de derecho”, ámbito en el que se supone —y se nos sigue queriendo hacer creer—, que “todos los ciudadanos somos iguales ante la Ley”.

Sobre este siniestro personaje pesa también el asesinato del militante de la LCR Germán Rodríguez en la plaza de toros de Pamplona, durante los Sanfermines de 1978. En homenaje a su memoria, el profesor y periodista Salvador López Arnau hizo una semblanza de ese delincuente político llamado Rodolfo Martín Villa, ampliamente conocido como “La porra de la Transición”, cuyos valiosos servicios a la común causa política del capital español, le han sido reconocidos y generosamente compensados por el mundo empresarial. Un verdadero paradigma del tupido entramado de intereses políticos y personales entre la sociedad civil y el Estado, donde todos los representantes políticos burgueses de izquierda, centro y derecha, acaban metidos en un mismo y único bloque histórico de poder estratégico, aunque tácticamente diferenciados unos de otros por intereses particulares específicos en sus respectivos partidos políticos, muy especialmente a la hora de los mítines de campaña electoral. Tanto como para que los asalariados permanezcan ideológica, política y organizativamente divididos entre esas distintas fracciones políticas de la misma condición de clase burguesa:

<<El ministro del interior, el entonces dirigente político de la UCD, antiguo gobernador civil franquista de amplio, temible y viejo curriculum, (que) era entonces el señor Martín Villa, el mismo ciudadano que años después dirigió una corporación eléctrica multinacional (Endesa) que entró igualmente a balazo limpio en territorios chilenos, el mismo que actualmente ostenta, con exquisitos modales, la presidencia de Sogecable.
Sogecable es parte del holding de PRISA, la editora de El País, una publicación que ha formado culturalmente, o cuanto menos ha influido ideológica y políticamente durante más de veinte años —su desprestigio actual es un dato sociológico sin duda relevante— a las élites de este país.
El señor Martín Villa, el presidente de Sogecable, ex ministro del interior, el gobernador civil franquista y ex presidente de una corporación eléctrica, jamás pidió disculpas por lo sucedido
(el asesinato de German Rodriguez). Ni pensó en ello seguramente. Entraron, dispararon, asesinaron. Sin perdón, sin piedad, a sangre fría.
Este señor presidente se asoma de cuando en cuando a una tertulia de la cadena SER —ya definitivamente encadenada a los amos del medio— en la que suele intervenir el señor Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE. Lo hace para felicitarle y para mostrarle su amistad. No sólo eso. Cuando cumplió su nonagésimo aniversario fue él, según dicen, el señor ex ministro en tiempos del asesinato de Germán Rodríguez, quien
(le) organizó (a Carrillo) una fiesta de homenaje y cumpleaños ….>>
(Lo entre paréntesis nuestro)

Lo que no alcanzan a comprender todavía ciertos intelectuales que, por eso, no han roto del todo sus vínculos ideológicos y políticos con este sistema de vida —como tal parece ser el caso de Salvador López Arnau, dicho esto con todos nuestros respetos—, es que la criminal sinrazón encarnada en determinados sujetos, como Rodolfo Martín Villa o Santiago Carrillo, tiene la causa de su esencial irracionalidad no en la moral antidemocrática y traidora que respectivamente presidió la acción política individual de tales personajes, sino en la base económica del sistema con que ambos personajes históricos se identifican. Nos referimos a la Ley General de la Acumulación Capitalista de la que ellos son criaturas ideológicamente cautivas y eso explica su comportamiento así como que acepten los honores y de buen grado disfruten de los privilegios políticos y/o materiales con que la burguesía les compensa, a cambio de su lealtad y los servicios prestados al sistema.

En tal sentido y a propósito del objeto de este trabajo, lo que todo asalariado consciente del lugar que ocupa en esta sociedad debe saber, es que, según progresa la acumulación del capital en poder de los explotadores, al cada vez mayor ritmo de aceleración impuesto por el desarrollo tecnológico incorporado a los medios de producción, menor es la participación de sus salarios en el producto de su trabajo colectivo y mayor su penuria relativa. Por tanto, más menguado su aporte al fondo común previsional y menor su futuro salario diferido que recibirá en concepto de pensiones.

Así las cosas, la declamada libertad igual entre ciudadanos como supuesto fundamento jurídico-político de la no menos presunta fraternidad entre explotadores y explotados, es un embeleco que se trueca justamente en su contrario, según el desigual valor patrimonial y dinerario que cada cual puede disponer directa o indirectamente como propietario privado al interior de la sociedad civil. Y es que, entre cada individuo idealmente igual a los demás como ciudadano en el Estado y la distinta clase social a la que realmente pertenece en la sociedad civil, subyace una contradicción social que necesariamente se resuelve en una libertad desigual: la que una minoría de individuos ejerce por su condición de propietarios sobre los medios de producción, sobre una mayoría que solo dispone de su fuerza de trabajo.

Bajo tales condiciones de sistemático sometimiento, engaño y expolio, pues, el ideal imaginario de la fraternidad universal no puede menos que resolverse necesariamente en la realidad de la lucha entre esas dos clases universales antagónicas históricamente irreconciliables. Porque lo que prevalece como síntesis de la contradicción entre ese falso ideal de igualdad y la verdadera realidad desigual de los seres humanos bajo el capitalismo, es la propiedad privada sobre los medios de producción, verdadero fundamento del derecho clasista y, por tanto, despótico, a la vida, a la integridad física y a la libertad de los explotadores sobre los explotados.

La prueba está, en que las cuatro víctimas del caso “La Scala” —así como Germán Rodríguez— perdieron la vida y otros cuatro jóvenes anarquistas su libertad; pero el delincuente político Martín Villa, no solo salió impune sino que fue distinguido y materialmente retribuido a cambio de haber ordenado hacer uso de la violencia criminal, para conspirar contra los legítimos derechos ciudadanos de una significativa parte del proletariado a la libertad de expresión y de manifestación legalmente reconocidos; en fin, por haber vulnerado la Ley supuestamente igual para todos, de cuyo cumplimiento ese individuo llamado Rodolfo Martín Villa, se supone que debiera ser garante y el primero en cumplirla.

Pero antes que esa obligación ciudadana, primó en el Estado español —y en el alto burócrata político Martín Villa, naturalmente—, el interés de la patronal en contubernio con los dos grandes sindicatos. Había que sacar adelante lo pactado en La Moncloa. Sin ese requisito político que permitió recuperar la ganancia de los capitalistas en detrimento de los asalariados, el relanzamiento de la acumulación en España no hubiera sido posible tan rápido tras la crisis mundial de superproducción de capital que se manifestó en 1971, cuando el gobierno de Nixon se vio obligado a declarar la inconvertibilidad del dólar, decisión que fue seguida por el goteo de capital productivo en fuga hacia la especulación en diversos mercados mundiales, hasta que pocos años después afectó al mercado de las materias primas y los combustibles (un curioso parecido no por casualidad, con lo que está sucediendo actualmente), circunstancia que la burguesía internacional aprovechó entre 1977 y 1979 para disfrazar, de cara a los asalariados, las verdaderas causas de esa crisis de superproducción de capital, presentándola como “la crisis del petróleo”:

<<Esta intoxicación tiene un objetivo bastante práctico en la lucha de clases cotidiana: convencer a la clase obrera y a los sindicatos de que no tienen derecho a ninguna compensación (en forma de aumento de los salarios nominales), por el aumento del costo de la vida que vendría originado por el aumento de los precios del petróleo y de las demás materias primas. “Todo el mundo” debe pagar la factura crecida de las importaciones de petróleo.
En realidad, los capitalistas son actualmente capaces de transferir el mayor coste de la energía a los consumidores, lo que significa que la “cuenta del petróleo”, es pagada en última instancia por la masa de asalariados.>> (Winfried Wolf: Revista
“Inprecor” Nº 12. Febrero/1980)

Tal fue el trasfondo económico y político que determinó el acuerdo estratégico en materia salarial y de pensiones, suscrito por el Estado y la sociedad Civil a instancias de la burguesía y los dos grandes sindicatos, conocido como “Los Pactos de la Moncloa”, sin antes haber combinado la tergiversación informativa de la realidad con el montaje de la provocación y la violencia disuasiva, para que por ese brete del engaño y el chantaje político criminal, los asalariados españoles acepten ser los principales pagadores de la recesión durante aquellos años, costeando sin contrapartida salarial el aumento en el precio de los alimentos, a raíz de la especulación de los capitalistas con el carburante y la materia prima para elaborarlo, todo ello convertido así en ganancia bruta de los capitalistas compartida con la burocracia estatal en forma de impuestos.

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[6] Marx distingue entre los conceptos de “valor del producto” y “producto de valor”. El primero designa al valor que el trabajo de los explotados traslada de los medios de producción al producto por el equivalente a su desgaste técnico, que la patronal amortiza contablemente. El segundo concepto equivale a la suma del salario que los explotados reproducen en una de las dos partes en que se divide la jornada de labor colectiva, más el plusvalor que añaden en la otra parte y la patronal se apropia gratuitamente.