Causas que inducen a la revolución superando históricamente a la simple reforma

01. Prólogo

Estimado señor Horacio:

          Interpretamos que Ud. nos ha remitido el importante trabajo de Pierre Rimbert —con el que coincidimos—, para que sea divulgado. Lo haremos pero si antes somos capaces de aportar a ese texto, una breve introducción que pueda permitir a nuestros lectores, acceder más fácilmente a la comprensión de lo dicho allí por el autor y esto es lo que intentaremos a continuación, sin antes también citar el brillante párrafo en la obra de Trotsky titulada: “Literatura y Revolución”:

<<Ninguna idea progresista ha surgido jamás de una “base de masa”. Si no, no sería progresista. Sólo a la larga va la idea al encuentro de las masas, siempre y cuando, desde luego, responda a las exigencias del desarrollo social. Todos los grandes movimientos han surgido como “escombros” de movimientos anteriores. Al principio el cristianismo fue un “escombro” del judaísmo. El protestantismo un “escombro” del catolicismo, es decir, de la cristiandad degenerada. El grupo Marx-Engels surgió como un “escombro” de la izquierda hegeliana. La Internacional Socialista fue preparada en plena guerra (mundial) por los escombros de la Socialdemocracia Internacional. Si esos iniciadores (como Marx, Engels y Lenin) fueron capaces de crearse una base de masa, fue sólo porque no temieron al aislamiento. Sabían de antemano que la calidad de sus ideas se transformaría en cantidad. Esos “escombros” no sufrían de anemia; al contrario, contenían en ellos la quintaesencia de los grandes movimientos históricos del mañana>>  (Op. Cit. Tomo II Ed. Ruedo Ibérico/1969 Pp. 192. El subrayado y lo entre paréntesis nuestros).  

 

          Ya lo hemos dicho: si a nosotros —incluido Ud. y ahora uno más conocido por nosotros llamado Pierre Rimbert—, se nos puede atribuir una virtud, es precisamente no temer al aislamiento. Este  nuevo compañero nuestro es un periodista francés que trabaja para el periódico “Le monde diplomatique”, del que pasó a ser subdirector desde 2010, así como también es miembro actualmente de la “Asociación de análisis y crítica de los medios de comunicación” (Acrimed) y del diario Le Plan B, heredero del periódico PLPL del cual fue uno de sus fundadores.

          Un saludo: GPM.

02. Introducción

          Tal como lo dejáramos expuesto en el apartado 04 de nuestro trabajo publicado en marzo pasado bajo el título: “Capital especulativo y Democracia representativa”, aludíamos allí a la euforia en los EE.UU tras la caída del llamado “telón de acero” a fines de la década de los noventa el siglo pasado, en referencia a la desaparición en esos momentos de la ex URSS burocráticamente degenerada por el stalinismo, lo cual dio pábulo a que el inefable Francis Fukuyama proclamara estúpidamente el “fin de la historia”, al mismo tiempo que la gran burguesía internacional de los EE.UU. celebraba el triunfo pírrico de la llamada globalización, basada en la libre e irrestricta circulación de los capitales en competencia unos con otros a escala planetaria, donde la tecnología informática se proyectaba en ese preciso momento, hacia su aplicación a las finanzas con las llamadas “TIC” (tecnologías de la comunicación y la información).

 

          Pero tal como la última recesión económica en curso ha puesto en evidencia, toda esta parafernalia no hizo más que acelerar la deriva del sistema capitalista hacia su necesario colapso definitivo, determinada por el desarrollo de las fuerzas productivas y su no menos necesaria consecuencia, a saber, el descenso histórico tendencial del incremento en las ganancias del capital global, respecto al cada vez mayor costo de producirlas. Una relación menguante que ha estado en el origen de las TIC, creadas entre otros propósitos para que ese capital global pueda sobrevivir ampliando la desigual distribución de la riqueza entre ricos y pobres, eludiendo impunemente las obligaciones fiscales en sus respectivos países, o sea, tratando de contrarrestar así el lucro menguante de explotar trabajo ajeno. Una maniobra que, a la postre, no ha podido detener el proceso decadente de este sistema de vida, en dirección a su inevitable debacle definitiva, sino al contrario. Porque esa substracción de valor al fisco, ha llegado al extremo de impedir el no menos imprescindible sostenimiento económico de los distintos Estados nacionales, mal llamados “del bienestar”. Y para eso no hay más que consultar la estadística de la deuda pública soberana insostenible que afecta en este momento a TODOS los Estados nacionales en los países de la cadena imperialista, pero que también compromete al resto de los países económicamente dependientes. En síntesis, que estamos ante una de las decisivas y fatales consecuencias sociales sistémicas derivadas del fenómeno capitalista postrero, llamado globalización —basado en la propiedad privada sobre los medios de producción y de cambio—, que ahora mismo atraviesa su fase agónica terminal.

 

          Y el caso es que, cuanto mayor es la deuda pública de un determinado país bajo condiciones capitalistas de recesión económica severa, menor es la posibilidad de su respectivo Estado nacional para sostener los servicios públicos esenciales a cargo suyo, que hacen a lo que, desde la recuperación económica tras la destrucción y el genocidio de la Segunda Guerra Mundial, se ha dado en llamar triunfalmente lo que se conoce por Estado del bienestar, tal como hoy día son los servicios públicos en educación, sanidad, jubilación y dependencia.

 

          En medio de tal exultante situación eufórica expansiva del capitalismo, el extremo izquierdo al que pudo llegar la socialdemocracia durante ese período post bélico en Europa, tuvo lugar corriendo el año 1959 durante el Congreso de Bad Godesberg, cuando el Partido Socialdemócrata de Alemania proclamó que:

 <<La libertad humana, la justicia, la solidaridad y la mutua obligación derivada de la común solidaridad, no es incompatible con la economía de mercado y la propiedad privada>> (Universidad de Málaga).

 

          A esta falsedad más hipócrita y ruin, se le llamó desde entonces socialismo democrático, que es a lo que inconfesablemente siguen hoy abrazados en España, por ejemplo, los nuevos popes de partidos políticos en coalición, como “Podemos”, “Izquierda Unida” y sus confluencias menores, que la extrema derecha burguesa del Partido Popular en plena campaña electoral, les señala a todos ellos atribuyéndoles estar poseídos por el espantajo del “comunismo”. ¿Y cómo calificar en el entramado de ese “cuco”, al liderazgo ejercido por “Podemos”? Una organización inspirada en el régimen venezolano al que consideran progresista y revolucionario, con su proyecto económico parasitario sin más vocación de progreso industrial, que el  basado en la extracción y refinería de petróleo crudo para exportación. Esto explica que la caída vertical de los precios de ese insumo a raíz de la última recesión económica mundial del sistema capitalista, en su fase tardía terminal, haya dado al traste con ese supuesto proyecto económico “revolucionario” del chavismo en Venezuela, que hoy a la vista está, en trance de ser colonizado por los EE.UU.        

 

          Y en cuanto al resto del mundo, dado que las recesiones económicas se caracterizan por un exceso de capital acumulado, productivamente ocioso a raíz de una insuficiente rentabilidad que justifique su inversión, pues está claro que esos capitales supernumerarios bajo tales condiciones recesivas, no dejan de presionar sobre los Estados nacionales con el propósito ganancial depredador, de apropiarse de esos servicios públicos esenciales, reconvertidos así de públicos en privados. ¿No es esto lo que se ha podido comprobar en España con el RD Ley 16 de 2012, intentando privatizar los servicios públicos de salud? ¿Y no es esto mismo lo que ya antes ha podido en parte lograr el gran capital con la llamada “educación privada concertada?       

 

          Y no es sólo esto, sino que paralelamente y por la misma causa que el sistema provoca insuficientes ganancias del trabajo explotado, por mediación de la productividad contenida en los medios de producción, resulta que para rescatar esas ganancias cesantes, los capitalistas pasan a la ofensiva atacando las condiciones de vida y de trabajo de los explotados, que a cambio de más bajos salarios se les exige trabajar en cada jornada durante más tiempo y con mayor intensidad. Esta es la realidad que explica las reformas laborales de los gobiernos en tiempos de recesión económica prolongada, como es el caso actualmente en Europa. Y en efecto, la reforma laboral exigida a los países de ese continente desde el año pasado, por la Comisión Europea (CE), el Banco Central Europeo (BCE), el FMI y el gobierno alemán, acabó siendo aprobada el pasado 9 de marzo por el gobierno a cargo del socialdemócrata de derecha en Francia, Francois Hollande. La nueva ley en ese país fulminó de facto principios sagrados de la izquierda burguesa tradicional, como el horario laboral de 35 horas semanales, que además permite despidos colectivos pagando indemnizaciones más bajas, aludiendo a “dificultades económicas” de las empresas, cuyos capitales disponibles para inversión productiva, por falta de rentabilidad suficiente, permanecen ociosos en paraísos fiscales, pudiendo así eludir allí sus obligaciones con el fisco y, desde donde incursionan para competir en los mercados especulativos esquilmándose unos a otros. A todo esto, el ala izquierda del gubernamental partido socialista francés —hermano de leche del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), ha simulado rechazar la reforma de palabra, mientras estos últimos días los grandes sindicatos protagonizan amplias movilizaciones populares y enfrentamientos con la policía.  

 

          Para que cobre pleno sentido y se pueda explicar la situación actual de la lucha de clases en Francia, el periodista Pierre Rimbert se remonta en la historia a fines de la década de los noventa el siglo pasado, cuando en junio de 1998 y a instancias del economista keynesiano James Tobin, la Asociación por la Tasación de las Transacciones financieras y por la Acción Ciudadana (ATTAC)” —de filiación política izquierdista socialdemócrata— propuso imponer una tasa entre el 0,01% y 0.1% a la transacción de divisas internacionales, con la finalidad de controlar la volatilidad de los tipos de cambio y mantener en equilibrio los niveles de producción, empleo e inflación monetaria. En palabras del propio Tobin, se trataba de:

 <<…introducir algún tipo de palo en las ruedas de nuestros excesivamente eficientes mercados internacionales de dinero>> (A Proposal for International Monetary Reform. Subrayado nuestro y en el sentido de la tendencia a maximizar al extremo las ganancias del gran capital).

            Pero era ese un palo cuyo irrisorio diámetro resistente a la presión de la maximización de las ganancias ejercido por el gran capital, calculado entre la décima y la centésima magnitud impositiva, resultó ser demasiado quebradizo como para corregir —en el sentido de “reformar” al sistema— que así resultó ser insignificante. Sin embargo fue admitido a modo de poner a prueba los escrúpulos del gran capital, como condición de que no sea necesario apelar a la revolución. Y en efecto así lo da a entender Rimbert en la primera parte introductoria de su trabajo:

    <<En verdad, la famosa tasa infradecimal de 0,1% presenta, incluso en su falta de concreción, una virtud pedagógica incontestable: si el orden económico (vigente) se obstina en rechazar un arreglo tan módico es que es irreformable —y, por lo tanto, se debe revolucionar—. Pero para provocar este efecto de revelación, había que jugar el juego y ubicarse en el terreno del adversario, el de la “razón económica” (o sea, la ley del valor)>>. (Lo entre  paréntesis nuestro).

            Y el caso es que, según la muy atenta y rigurosa observación de Rimbert sobre este juego de la moderación socialdemócrata desde la perspectiva del adversario capitalista, la realidad relatada por él mismo le condujo a preguntarse si el mundo asiste a la culminación de este ciclo signado por la moderación de la clase explotada. Y seguidamente contesta:

     <<El brote de movimientos observado sobre varios continentes desde principios de los años 2010 hizo surgir una corriente minoritaria pero influyente, cansada de solicitar solo migajas y de no recoger sino viento. A diferencia de los estudiantes de origen burgués de (aquel) Mayo de 1968, estos contestatarios conocieron y conocen la precariedad de sus estudios. Y, contrariamente a los procesionarios de los años 1980, no temen la asimilación del radicalismo a los regímenes del bloque del Este o al “gulag”: todos los que, entre ellos, tienen menos de 27 años nacieron después de la caída del muro de Berlín. Esta historia no es la suya. Con frecuencia provenientes de franjas desclasadas de las capas medias producidas en masa por la crisis, ellos y ellas hacen escuchar en las asambleas generales, sobre los sitios Internet disidentes, en las “zonas para defender”, los movimientos de ocupación de lugares, y hasta en los márgenes de las organizaciones políticas y sindicales, una música acallada durante mucho tiempo.

     Dicen: “El mundo o nada”; “No queremos a los pobres tranquilizados, queremos la miseria eliminada”, como lo escribió Víctor Hugo; no solo empleos y salarios, sino controlar la economía, decidir colectivamente lo que se produce, cómo se produce, lo que se entiende por “riqueza”. No la paridad hombre-mujer, sino la igualdad absoluta. No ya el respeto de las minorías y de las diferencias, sino la fraternidad que eleva al rango de igual a quienquiera que adhiera al proyecto político común. Nada de “corresponsabilidad”, sino relaciones de cooperación con la naturaleza. No un neocolonialismo económico disfrazado de ayuda humanitaria, sino la emancipación de los pueblos. En suma: “Queremos todo”, ambición que excede tan ampliamente el campo de visión política habitual, que muchos lo interpretan como la ausencia de toda reivindicación>>. (Pierre Rimbert: Op. Cit. Subrayado nuestro).

 

            Y esto de “ir a por todo” interpretado en términos de política programática, prácticamente no significa otra cosa que:

 

1) Expropiación de todas las grandes y medianas empresas industriales, comerciales y de servicios, sin compensación alguna.

 

2) Cierre y desaparición de la Bolsa de Valores.

 

3) Control obrero colectivo permanente y democrático de la producción y de la contabilidad en todas las empresas, privadas y públicas, garantizando la transparencia informativa en los medios de difusión para el pleno y universal conocimiento de la verdad, en todo momento y en todos los ámbitos de la vida social.

 

4) El que no trabaja en condiciones de hacerlo, no come.

 

5) De cada cual según su trabajo y a cada cual según su capacidad.

 

6) Régimen político de gobierno basado en la democracia directa, donde los más decisivos asuntos de Estado se aprueben por mayoría en Asambleas, simultánea y libremente convocadas por distrito, y los altos cargos de los tres poderes, elegidos según el método de la representación proporcional, sean revocables en cualquier momento de la misma forma.

 

        Hacia el cumplimiento de estos seis puntos políticos programáticos tiende irremediablemente la fuerza contenida en la relación económica contradictoria, antagónica e históricamente irreconciliable, entre burgueses y proletarios. Una fuerza de la cual resultarán una economía y una sociedad esencialmente distintas y unas relaciones sociales superiores al capitalismo. Y a propósito de esta problemática en trance de resolución política revolucionaria, decía Hegel que:

<<La fuerza es, de esta manera, una relación (por ejemplo en la física, la relación entre los polos eléctricos positivo y negativo conectada a una carga llamada lámpara, genera la fuerza electromotriz contenida en una pila, de lo cual resulta el fenómeno fotovoltaico de la luz. Y en la química, la relación entre dos sustancias de distinta composición, genera la fuerza reactiva creadora de una tercera sustancia distinta de las dos anteriores, pero de la misma naturaleza, es decir, que sigue siendo química. Asimismo en la sociedad humana tras la superación del comunismo primitivo, la relación entre la dos clases sociales resultantes con distintos intereses económicos, ha venido generando la fuerza política creadora de sociedades humanas superiores), donde cada término (en este caso clase social) de la relación (aunque particularmente distinto y contrario uno del otro) ambos son de una misma naturaleza (antropológica donde)  uno es el mismo que el otro (su contrario). Hay una fuerza que solicita y otra que es solicitada, pero si no hay relación no hay fuerza>>.  (G.W.F. Hegel: "Ciencia de la lógica" Libro II sección 2 cap. 3. Lo entre paréntesis y el subrayado nuestros).

 

            Y en este contexto nos estamos refiriendo a la fuerza de la razón científica dialéctica, que tiende al alumbramiento de la futura sociedad socialista en transición al comunismo, dejando históricamente atrás para siempre al capitalismo explotador, belicoso y corrompido hasta los tuétanos, usufructuado por el contubernio entre grandes empresarios y políticos institucionalizados. ¡¡Ésta es la verdadera política de progreso!! No la de los políticos profesionales hipócritas y corruptos al uso —ya sean de izquierda, centro o derecha—, quienes por oportunismo y voluntad propia han decidido desde sus formaciones partidarias, disputarse el gobierno de sus respectivos Estados nacionales, desde donde y so pretexto de “representar al pueblo”, en realidad representan los intereses de determinadas fracciones de la burguesía que, a su vez, compiten en la sociedad civil por el reparto de la explotación de trabajo ajeno en los distintos mercados. Y desde esas distintas perspectivas políticas representativas de determinados intereses económicos particulares, estos despreciables sujetos medran a expensas de otros ocultando sus verdaderos propósitos, bajo la falsedad criminal de sus engañosos discursos electoralistas, prometiendo todos ellos  “políticas de progreso” que ya no conducen a ninguna parte, en medio del desbarajuste y la miseria extrema de las mayorías sociales explotadas y oprimidas, al interior de este sistema de vida ya en fase agónica terminal.     

 

03. Cuando la protesta se reconcilia con el idealismo

Es hora de ir por todo.

Por Pierre Rimbert.

          En Francia, la oposición a la reforma del Código de Trabajo y la ocupación de las plazas han convergido: ante el agujero negro electoral, se organizan al margen.

          Demandar poco y esperar mucho: dieciocho años después de creada la Asociación para una Tasa Tobin de Ayuda a los Ciudadanos (Attac), en junio de 1998, la retención del 0,01% al 0,1% sobre las transacciones financieras inspiradas por el economista James Tobin para “poner un palo en la rueda” a los mercados, tarda en hacerse efectiva. La forma edulcorada en que negocian sin entusiasmo los cenáculos europeos, reportaría una fracción del monto (más de 100.000 millones de euros) estipulado en un principio. Pero, en realidad, ¿por qué haber exigido tan poco? ¿Por qué haber luchado tanto para introducir una fricción tan leve en la mecánica especulativa? La comodidad de la mirada retrospectiva y la enseñanza de la gran crisis de 2008 sugieren que la prohibición pura y simple de ciertos movimientos de capitales parasitarios se justificaba.

          Esta prudencia reivindicativa refleja el estado de ánimo de una época, en que el crédito de una organización militante ante un público urbano y cultivado se medía por su moderación. Con la caída de la URSS, el fin de la guerra fría y la proclamación por los neoconservadores estadounidenses del “fin de la historia”, toda oposición frontal al capitalismo de mercado estaba amenazada de ilegitimidad, no sólo a los ojos de la clase dirigente, sino también ante las clases medias ubicadas ahora en el centro del juego político. Para convencer, se creía, había que mostrarse “razonable”.

          En verdad, la famosa tasa infradecimal de 0,1% presenta, incluso, en su falta de concreción, una virtud pedagógica incontestable: si el orden económico se obstina en rechazar un arreglo tan módico es que es irreformable —y, por lo tanto, se debe revolucionar—. Pero para provocar este efecto de revelación, había que jugar el juego y ubicarse en el terreno del adversario, el de la “razón económica”.

El giro liberal

          La idea de un orden al que oponerse con moderación se impuso en Francia con mayor evidencia porque la iniciativa política había cambiado de campo. Desde el giro liberal del gobierno de Pierre Mauroy, en marzo de 1983, no sólo la izquierda dejó de hacer propuestas destinadas a “cambiar la vida”, sino que los dirigentes de todas las procedencias políticas hicieron caer sobre el sector asalariado un diluvio de reestructuraciones industriales, contrarreformas sociales, medidas de austeridad presupuestaria, etc. En el espacio de algunos años, la relación con el futuro dio un vuelco. Si el levantamiento de los siderúrgicos de Longwy contra el cierre de fábricas de 1978-1979 dejó, por su inventiva, el esbozo de una contra-sociedad obrera (1), la muy masiva de 1984 ya no pudo acariciar el sueño de la transformación social. La hora del combate defensivo llegó a principios de los años 1980 tanto en Francia como en Alemania después de la entrada en razón de la oposición extraparlamentaria y, en el Reino Unido, llegó en 1985, después del fracaso de la gran huelga de los mineros. Se trata desde entonces de hacer un poco menos dura la vida, de retraerse para atenuar el ritmo y el impacto de las desregulaciones, de las privatizaciones, de los acuerdos comerciales, de la corrosión del derecho de trabajo. La salvaguarda de las conquistas sociales, condición indispensable, dicta su urgencia y se impone poco a poco como el horizonte infranqueable de las luchas.

          En vísperas de la elección presidencial de 1995, aun los partidos identificados con el comunismo se resignaron a defender sólo reivindicaciones como la prohibición de los despidos, el aumento del salario mínimo y la disminución del tiempo de trabajo en un cuadro salarial sin cambios. Conducido por la Confederación General del Trabajo (CGT) y por Solidarios, el movimiento ganador de noviembre-diciembre de 1995 contra la reforma de la Seguridad Social conducida por Alain Juppé mantuvo un tiempo la hipótesis de la necesidad de pasar la posta de una izquierda política exangüe a una izquierda sindical fortalecida. Lo que siguió estuvo marcado sobre todo por el auge de la antiglobalización.

          El enfoque internacional de este movimiento, su calendario de convenciones y sus nuevas maneras de militar descansaban sobre un principio diferente a la vez de las confrontaciones ideológicas propias del post-sesenta y ocho, y de las indignaciones morales a la manera de “Restos du coeur”**: una segunda evaluación, apoyada sobre análisis científicos bien hechos para convencer a simpatizantes más familiarizados con las aulas que con las cadenas de montaje. Con sus economistas y sus sociólogos, sus siglas en porcentajes y sus descifrados, sus anti-manuales y sus universidades de verano, Attac tenía como misión popularizar una crítica especializada del orden económico. Ante cada decisión gubernamental que debilitaba los servicios públicos, ante todo acuerdo de librecambio urdido en secreto por las instituciones financieras internacionales respondían un conjunto de impecables argumentaciones, decenas de libros y cientos de artículos.

          Tratándose de inequidades, de política internacional, de racismo, de dominación masculina, de ecología, cada sector protestatario sacó a relucir desde esta época a sus pensadores, sus profesionales, sus investigadores, con la esperanza de dar credibilidad a sus decisiones políticas con el respaldo de una legitimación teórica. Esta crítica, conjugada con la degradación de las condiciones de vida, permitió movilizar a poblaciones políticamente desorganizadas, pero vulnerables a una globalización cuya violencia hasta ese momento estaba concentrada en el mundo obrero.

          El movimiento, al que Le Monde diplomatique estuvo estrechamente asociado, probó su seriedad, obtuvo victorias en el mundo intelectual, en los libros, en la prensa y hasta causó sensación en los noticieros. Durante infinito tiempo repitió evidencias mientras que sus adversarios, sin escrúpulo y sin descanso, ponían en práctica sus “reformas”. Como lo sugirió la ola contracultural de los años 1970, un orden político de derecha se lleva muy bien con los best-sellers de izquierda. Al oponer su buena voluntad inteligente a la mala fe política del adversario su crítica se hizo más audible. Pero no más eficaz, como lo probará la amarga experiencia, en 2015, del ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis, cuyos razonamientos académicamente homologados no pesaron frente al encarnizamiento conservador del Eurogrupo (2).

Metas módicas de la izquierda

          En el cuadro ideológico que cubre el período 1995-2015, coexisten dos elementos contradictorios. Por un lado, una repolitización trémula al principio y efervescente después, que se tradujo en una sucesión de luchas y de movimientos sociales masivos: 1995, 1996 (indocumentados), 1997-1998 (desocupados), 2000-2003 (cumbre de la ola antimundialización), 2003 (jubilaciones), 2006 (estudiantes precarios), 2010 (reformas de las jubilaciones), 2016 (derecho del trabajo), rechazo de los grandes proyectos inútiles (en particular a partir de 2012). Por otro lado, instituciones contestatarias fragilizadas: fuerzas sindicales contra la pared, movimiento social vuelto —o dado vuelta— hacia la especialidad, partidos de izquierda radical enterrados en las arenas de un juego institucional desacreditado. El aliento, las esperanzas, la imaginación y la cólera de unos no resuenan en los eslóganes, los libros y los programas de los otros.

          Todo sucede como si treinta años de batallas defensivas hubieran quitado a las estructuras políticas su capacidad de proponer —aunque fuera desde la adversidad—, una meta de largo plazo deseable y entusiasmante —esos “días felices” que imaginaron los Resistentes franceses a principios del año 1943. En un contexto infinitamente menos sombrío, muchas organizaciones de militantes se resignaron a no pretender lo imposible, sino a solicitar lo aceptable; a no anticiparse nuevamente sino a desear la detención de los aumentos de la edad jubilatoria. A medida que la izquierda erigía su modestia en estrategia, el plafón de sus esperanzas bajaba hasta el umbral de la depresión. Era necesario enlentecer el ritmo de las regresiones, perspectiva poco alentadora porque hacía parecer el “otro mundo posible” al primero, pero algo degradado. La precariedad, como símbolo de una época, marcó el combate ideológico —“precario”, del latín precarius: “obtenido por la oración”…

Regreso de las grandes ambiciones

¿Asistimos a la culminación de este ciclo? El brote de movimientos observado sobre varios continentes desde principios de los años 2010 hizo surgir una corriente minoritaria pero influyente, cansada de solicitar solo migajas y de no recoger sino viento. A diferencia de los estudiantes de origen burgués de Mayo de 1968, estos contestatarios conocieron y conocen la precariedad de sus estudios. Y, contrariamente a los procesionarios de los años 1980, no temen la asimilación del radicalismo a los regímenes del bloque del Este o al “gulag”: todos los que, entre ellos, tienen menos de 27 años nacieron después de la caída del muro de Berlín. Esta historia no es la suya. Con frecuencia provenientes de franjas desclasadas de las capas medias producidas en masa por la crisis, ellos y ellas hacen escuchar en las asambleas generales, sobre los sitios Internet disidentes, en las “zonas para defender”, los movimientos de ocupación de lugares, y hasta en los márgenes de las organizaciones políticas y sindicales, una música acallada durante mucho tiempo.

          Dicen: “El mundo o nada”; “No queremos a los pobres tranquilizados, queremos la miseria eliminada”, como lo escribió Víctor Hugo; no solo empleos y salarios, sino controlar la economía, decidir colectivamente lo que se produce, cómo se produce, lo que se entiende por “riqueza”. No la paridad hombre-mujer, sino la igualdad absoluta. No ya el respeto de las minorías y de las diferencias, sino la fraternidad que eleva al rango de igual a quienquiera que adhiera al proyecto político común. Nada de “corresponsabilidad”, sino relaciones de cooperación con la naturaleza. No un neocolonialismo económico disfrazado de ayuda humanitaria, sino la emancipación de los pueblos. En suma: “Queremos todo”, ambición que excede tan ampliamente el campo de visión política habitual que muchos lo interpretan como la ausencia de toda reivindicación.

          Si subir el nivel de demanda no acrecienta en un centímetro las chances de tener éxito, este desplazamiento presenta un doble interés. Confinado por ahora a los márgenes de la protesta, y hostil por principio a la organización política, el resurgimiento radical influye sobre los partidos por capilaridad, a semejanza del hijo que une al movimiento Occupy Oakland —el más obrero de este tipo en Estados Unidos— con los militantes que hacen campaña por el candidato demócrata Bernie Sanders en el marco muy institucional de la campaña presidencial. Pero, sobre todo, ese aumento refuerza las batallas defensivas cuando los que las conducen en condiciones difíciles pueden de nuevo contar con una meta de largo aliento y, sin un proyecto bien elaborado, con principios de transformación que iluminen el futuro. Pues querer todo, aunque no se pueda obtener nada en lo inmediato, es obligar a definir lo que se desea verdaderamente más que machacar sobre lo que ya no se soporta.

          Sería un error ver en este vuelco un deslizamiento de la acción reivindicativa hacia un idealismo mágico: restablece en realidad la lucha sobre bases clásicas. Que la izquierda solo evolucione en formación defensiva resulta una excepción histórica. Desde fines del siglo XVIII, los partidos políticos y más tarde los sindicatos, trataron siempre de articular objetivos estratégicos de largo plazo y batallas tácticas inmediatas. En Rusia, los bolcheviques asignaron el primer rol al partido y confiaron las organizaciones de trabajadores al segundo.

          En Francia, los anarco-sindicalistas integran “la doble tarea, cotidiana y de futuro”. Por un lado, explica en 1906 la carta de Amiens de la CGT, el sindicalismo persigue “la obra reivindicativa cotidiana (…) por medio de la realización de mejoras inmediatas”. Por el otro, “prepara la emancipación integral, que no puede realizarse sino por la expropiación capitalista”.
Como observaba el historiador Georges Duby, “la huella de un sueño no es menos real que la de una pisada”. En política, el sueño sin la pisada se disipa en el cielo brumoso de las ideas, pero la pisada sin el sueño se estanca. La pisada y el sueño diseñan un camino: un proyecto político. En este aspecto, las ideas empeñadas por la izquierda y reactivadas por los movimientos de estos últimos años prolongan una tradición universal de revueltas igualitarias. En abril, un cartel destinado a recoger las proposiciones de los participantes en la “Noche en pie”, en plaza de la República en París, proclamaba: “Cambio de Constitución”, “Sistema socializado de crédito”, “Revocabilidad de los representantes”, “Salario de por vida”. Pero también: “Cultivemos lo imposible”, “La noche en pie se volverá la vida en pie”, y “Quien tiene hierro tiene pan” —de connotación blanquista.

          Más allá de los socialismos europeos, utópicos marxistas o anarquistas, una línea temática une a los radicales contemporáneos con la legión de figuras rebeldes que colman la historia de la lucha de clases, desde la Antigüedad griega hasta los primeros cristianos, de los Qarmates de Arabia (fin del siglo XI) a los confines de Oriente. Cuando el paisano chino Wang Xiaobo en 993 se pone a la cabeza de una revuelta en Qincheng (Sichuan), declara que está “cansado de la desigualdad que existe entre los ricos y los pobres” y que quiere “nivelarla en beneficio del pueblo”. Los rebeldes aplicaron inmediatamente estos principios. Casi mil años más tarde, la revuelta de los Taiping, entre 1851 y 1864, condujo a la formación temporaria de un Estado chino disidente fundado sobre bases análogas (3). Como en Occidente, estas insurrecciones hicieron confluir a intelectuales utopistas que opusieron nuevas ideas al orden establecido y a pobres rebelados decididos a imponer la igualdad a cuchilladas.

          La tarea, en nuestros días, se anuncia aparentemente menos dura. Un siglo y medio de luchas y de críticas sociales definió las posiciones e impuso dentro de las instituciones puntos de apoyo sólidos. La convergencia tan deseada entre las clases medias cultivadas, el mundo obrero establecido y los precarizados de los barrios relegados no ha de operarse alrededor de partidos socialdemócratas agonizantes, sino en torno a formaciones que se armen de un proyecto político capaz de hacer brillar de nuevo “el sol del futuro”. La moderación perdió sus virtudes estratégicas. Ser razonable, racional, es ser radical.

UNIDAD, ORGANIZACION Y LUCHA POR LA LIBERACION NACIONAL Y SOCIAL, SOCIALISTA.