10. Respuesta de la “escuela psicológica de economía” frente al Materialismo Histórico

Sus representantes han abrazado el concepto de individuo no como un producto de la historia humana en cierta etapa de su desarrollo inaugurado por la Revolución Francesa —olvidando que la psicología surgió con el capitalismo—, sino como si hubiera sido un arquetipo bíblico y así seguirá per saecula saeculorum:

<<(...) A los profetas del siglo XVIII, sobre cuyos hombros aún se apoyan totalmente Smith y Ricardo, este individuo (típico) del siglo XVIII —que es el producto, por un lado, de la disolución de las formas de sociedad feudales, y por el otro, de las nuevas fuerzas productivas desarrolladas a partir del siglo XVI— se les aparece como un ideal cuya existencia habría pertenecido al pasado. No como un resultado histórico, sino como punto de partida de la historia. Según la concepción que tenían de la naturaleza humana, el individuo aparecía como con¬forme a la naturaleza en cuanto puesto por la naturaleza y no en cuanto producto de la historia. Hasta hoy, esta ilusión ha sido propia de toda época nueva>>. (“Elementos fundamentales para la crítica de la economía política”. Introducción, Pp. 3-4. Ed. Siglo XXI/1971. El subrayado y lo entre paréntesis nuestro)

Bandiendo como ariete a la categoría individuo, la escuela psicológica de economía vino expresamente a querer llevarse por delante no solo a la economía política clásica y su teoría objetiva del valor basada en el trabajo social, sino muy especialmente al Materialismo Histórico. Para llevar a cabo su propósito, los psicólogos de la economía suplantaron las relaciones entre las clases sociales como objeto de estudio de la economía política, por la relación entre los individuos y las cosas consideradas desde el punto de vista de su utilidad, de cara al consumo directo y a la gratificación personal como valores de uso, o desde el punto de vista de su productividad de cara a la producción y el beneficio empresarial como valores de cambio.

Surgió así el llamado “homo economicus” puro del hedonismo, con su propensión a la satisfacción personal que parecía uniformizar el comportamiento de todos los seres humanos bajo el capitalismo, sin distinción de clases sociales. Del mismo modo que por una especie de sortilegio del lenguaje surgió en 1848 de la Revolución Francesa de febrero, el nuevo “homo civita” o ciudadano sujeto a derechos y obligaciones según la misma ley jurídica igual para todos. Así, por influjo ideológico de esa ley consensuada:

<<Todos los monárquicos se convirtieron por aquél entonces en republicanos y todos los millonarios de París en obreros. La frase que correspondía a esta imaginaria abolición de las relaciones de clase era la fraternité, la confraternización y fraternidad universales. Esta idílica abstracción de los antagonismos de clase, esta conciliación sentimental de los intereses de clase contradictorios, esto de elevarse en alas de la fantasía por encima de la lucha de clases, esta fraternité fue, de hecho, la consigna de la revolución de Febrero (…) El proletariado de París se dejó llevar por esta generosa borrachera de fraternidad>>. (K. Marx: “Las luchas de clases en Francia” Cap. I)

Esta fue, también, como no podía ser de otra manera, la encubierta intencionalidad deliberada de los psicólogos marginalistas de la escuela de Viena: suplantar el trabajo social por la utilidad como percepción sensorial para el cálculo del valor económico.

Acabamos de ver cómo los economistas vulgares se ocuparon de ocultar el hecho básico de que la ganancia del capital surge durante el acto de la producción —donde a simple vista no se ve—, tratando infructuosamente de desviar la atención de la sociedad hacia el mundo de los intercambios, donde sin mayor esfuerzo parece que dicha ganancia se origina en el mercado como resultado de la diferencia entre el precio de venta y el precio de costo de las mercancías. Paradójicamente, uno de esos economistas vulgares llamado Frédéric Bastiat, escribió una breve obra costumbrista que tituló así: "Lo que se ve y lo que no se ve" : http://bastiat.org/es/lqsvylqnsv.html

Casi inmediatamente después que el Materialismo Histórico desmintiera las mistificaciones de los economistas vulgares herederos perversos de la economía política clásica, la burguesía reaccionó a través de los economistas vulgares de la escuela psicológica, quienes se inventaron la idea de que el valor económico habita en la subjetividad y más precisamente en el subconsciente de cada individuo, como producto de su relación con los valores de uso.

Lo hicieron para despojar a la economía política de su objeto social específico propio: las relaciones entre clases sociales, dejando en pie solo la relación entre los individuos y las cosas. Con tal propósito crearon una disciplina del pensamiento cuyo objeto de estudio se desplazó desde la sociedad al sujeto aislado como presunto fundamento de los intercambios, al cual se le atribuyó la capacidad de atribuir valor a las cosas según la supuesta común propensión a optimizar su comportamiento respecto de los más diversos objetos útiles para la vida o rentables para los negocios. Tal es lo que el Materialismo Histórico ha caracterizado como “cosificación del pensamiento”. A esto se reduce la metodología de la llamada escuela psicológica de economía.

Por este derrotero de la extrañación o enajenación del pensamiento respecto de la sociedad capitalista —proponiendo pensar cosas en lugar de pensar relaciones sociales—, los intelectuales de la burguesía creyeron haber escamoteado la explotación del trabajo por el capital, llegando a proponer —e imponer— en todas las universidades del sistema y a escala planetaria, un concepto de “economía pura” donde lo que desaparece frente al pensamiento, es el objeto socio-económico mismo de la Economía Política como ciencia, es decir, la relación social básica de producción entre las dos clases sociales universales y, con ella, el cometido fundamental de la burguesía como clase dominante: la acumulación de capital a expensas del trabajo asalariado.

Lo que hicieron desaparecer los agentes ideológicos de la burguesía —a instancias de esta escuela que hizo de la psicología aplicada a la economía política su caballo ideológico de batalla para los fines del control político de los explotados—, fue el qué o “quid” político de la cuestión económica, su esencia, causa formal o razón de ser de la realidad social llamada capitalismo, de modo tal que en ella solo quede por discernir acerca de cómo cada individuo (de tal modo desclasado) puede aprovecharse como mejor pueda de esa realidad social cosificada, convertida de tal modo en fetiche —dado que no se conoce— y sobre cuya esencia está terminantemente prohibido ponerse a pensar.

De semejante concepción del mundo vacía de contenido económico-social, derivó un método formal sin objeto específico, que el economista británico Lionel Charles Robbins (1894-1984), definió como la adecuación de medios escasos a fines múltiples. Dicho más vulgarmente: obtener de la intangible realidad social vigente, la máxima satisfacción o beneficio individual con el menor coste o esfuerzo, sea cual fuere la específica parcela de la realidad en que se actúe sobre una multiplicidad de objetos diversos, sometidos al método hedonista individual, sin importar qué es o en qué consiste la sociedad como totalidad orgánica en la que se crea o produce tal diversidad de objetos. Se dio pábulo así, a un amplio espectro de disciplinas “económicas”, desde una economía del lenguaje hasta una economía del sexo, pasando por una economía de la salud, de la educación, del trabajo, de la energía, de la empresa, de la información, de la atención, etc., etc., etc., y hasta una economía de la cancamusa: Mobuzz

Al calor de toda esta sofistería postmoderna apologética del capitalismo, se ha incubado, pues, la economía de la cancamusa que practican trabajadores intelectuales a sueldo y prebendas en general, políticos profesionales al uso y su adosada caterva de charlatanes que medran desfilando habitualmente por los llamados “mas media” del sistema en soporte de papel, radiofónico, televisivo e informático, oficiando de expertos en lo que se les ponga por delante. [10] La “cancamusa económica” en particular consiste, esencialmente, en la sinergia de obtener mediante el engaño y con el menor coste o esfuerzo, el mayor rédito de la explotación del trabajo asalariado por parte de la burguesía, sin que se note. [11]

¿En qué consistió, a la postre, la nueva mistificación de la realidad capitalista por parte de estos intelectuales al servicio del sistema? En sustituir la economía política centrada en las relaciones sociales entre las dos clases universales específicas del capitalismo , por la subjetividad de las relaciones entre los individuos y las cosas. ¿Para qué? Para escamotear la explotación de trabajo asalariado como verdadera causa de las crisis económicas, agitando ante las propias narices de sus clases subalternas, la idea de que la realidad económica en este modo de vida no ES lo que es independientemente de toda voluntad humana individual o colectiva, sino que se la puede crear, tal como —según estos señores— los individuos crean el valor de las cosas por simple introspección antojadiza; así como con la misma discrecionalidad, tal parece que tres o cuatro especuladores pueden crear las crisis económicas en cualquier momento, después de ser aupados a la condición de héroes porque también parece que son ellos quienes crean el auge de los negocios en la producción: http://www.abc.es/agencias/noticia.asp?noticia=559277

No es casual que la instrumentación de semejante superchería pseudocientífica hiciera acto de presencia desde principios de la década de los setenta del siglo XIX, solo tres años después de que Marx publicara el primer volumen de su obra fundamental bajo el titulo de: “El Capital”. Williams Stanley Jevons (1835-1882), decía que el carácter científico de cualquier disciplina del pensamiento, consiste precisamente en adaptarlo a la naturaleza de su objeto de estudio. Nada más ajustado a la verdad metodológica. Pero este señor aparentó ignorar que lo primordial del método científico, pasa por no falsear la naturaleza del objeto. Y lo que comenzaron haciendo estos mentores de la escuela psicológica de economía, es lo que hace cualquier prestidigitador ilusionista sobre un escenario: falsificar el objeto que muestra, es decir, trocarlo, hacer pasar una cosa por otra. En nuestro caso, hacer desaparecer de la conciencia de la sociedad las relaciones entre clases sociales, sustituyéndolas por relaciones entre individuos y cosas. Marx decía que los burgueses viven igual de enajenados que los asalariados, sólo que esa enajenación “les hace sentir bien”.

De semejante charca ideológica surgió la idea de la utilidad como determinación subjetivamente cuantitativa del valor que los individuos atribuyen a las cosas de su propiedad, según el grado de felicidad o satisfacción que les proporciona, valoración considerada axiomática por parecer tan evidente que no necesita demostración alguna. Y a partir de esta supuesta relación económica simple entre cosas y sujetos a quienes supuestamente se les atribuye la facultad de valorarlas cuantitativamente según la respectiva maximización de su utilidad que experimentan, de aquí los psicólogos de la economía dedujeron que tal es el fundamento que hace posibles las relaciones sociales de intercambio. Fijémonos que las “cosas” con las cuales los “individuos” se relacionan en tanto que consumidores potenciales, son productos del trabajo social. Pero resulta que el valor de estas cosas no surge de una relación de producción entre los propietarios de los medios de producción y los propietarios de la fuerza de trabajo, sino de la íntima introspección que los “individuos” hacen de esas “cosas”, es decir, de su utilidad, al modo como si la humanidad hubiera retrocedido a la etapa antropomórfica más primitiva de la recolección.

Así fue como estos señores fundaron la nueva “economía” presuntamente emancipada del trabajo social —porque precisamente de esto se trataba—, cuyas “leyes” podían muy bien deducirse del axioma que atribuyeron al homo economicus. De tal modo, el valor de las cosas sería una creación introspectiva de los individuos según la distinta utilidad que cada cual les confiere y trata de maximizar. A esto le han llamado conducta racional. De aquí dedujeron que tal es el fundamento del intercambio y la formación de los precios. El resultado de la propensión supuestamente “racional” a la obtención de la máxima utilidad personal, es que los valores así determinados adquieren realidad social en los pecios de mercado allí donde la oferta y la demanda coinciden.

Supongamos por un momento, que la determinación cuantitativa del valor pudiera surgir efectivamente de semejante abstracción individual respecto de los productos del trabajo social, como si vinieran dados por la naturaleza. Dado que no hay dos individuos iguales, lo más probable es que de la maximización de sus respectivas utilidades resulte una desigual valoración que cada individuo atribuye a las cosas de las cuales se apropia para su consumo, de modo que en una mayoría de intercambios no habriía equidad y una de las partes enajene más valor mercantil a cambio de menos, lo cual demuestra que los psicólogos de la economía no se distinguen o difieren ni un ápice de los economistas vulgares post clásicos desenmascarados por Marx según hemos visto más arriba.

a) El valor según la Ley psicológica de la utilidad marginal decreciente

Para fundamentar su teoría de la utilidad marginal, los precursores de la escuela psicológica o subjetiva de economía comenzaron echando mano a la famosa paradoja entre el agua y los diamantes expuesta por Adam Smith en su obra ya citada:

<<La palabra VALOR, tiene dos sentidos diferentes: algunas veces expresa la utilidad de algún objeto particular; otras el poder comprar con ellas otros bienes que la posesión del objeto comporta. El uno puede denominarse valor de uso; el otro, valor de cambio. Las cosas que tienen el máximo valor de uso, tienen frecuentemente poco o ningún valor de cambio; por el contrario, aquellas que tienen el máximo valor de cambio, tienen a menudo poco o ningún valor de uso. No hay nada más útil que el agua; pero prácticamente nada se puede conseguir a cambio. Un diamante, por el contrario, tiene escaso valor de uso; pero muy a menudo permite obtener a cambio de él una gran cantidad de otros bienes.>> (A. Smith: “La riqueza de las naciones”)

Este aparente contrasentido económico se torna todavía más acusado si reemplazamos el agua por el aire, provisto libre y gratuitamente por la naturaleza sin coste social ninguno y, por tanto, un bien del que no se ocupa la economía política carente de todo precio en dinero, aunque sea el bien más vital e imprescindible de todos.

¿Cómo resolvió la escuela psicológica de economía el problema planteado por Adam Smith? El austríaco Karl Menger en Viena, el francés Leon Walras en Lausana y el británico William Stanley Jevons, coincidieron en proponer lo que, según ellos, fue una respuesta alternativa coherente: Si me estoy muriendo de sed en un desierto y suponiendo que tenga el dinero, efectivamente pagaría más por un vaso de agua que salve mi vida, de lo que pagaría por un diamante.

En la mañana del 22 de Agosto de 1495, el rey Ricardo III se aprestaba para librar la batalla más importante de su vida, acosado por el ejército de Enrique Tudor, Conde de Richmond, empeñado en arrebatarle la corona de Inglaterra. Ricardo mandó imperativamente a un sirviente suyo que comprobara si su caballo favorito estaba listo para la batalla. El sirviente, asustado, urgió al herrero que preparaba al animal ante el avance de las tropas del conde de Bosworth. Con una barra de hierro aquél pobre hombre moldeó apresuradamente las cuatro herraduras que seguidamente clavó en los cascos del caballo. Pero al llegar a la cuarta pata, advirtió que le faltaba un clavo para completar la tarea. Ante la dramática situación, se las arregló como pudo para evitar la cólera real y entregó a tiempo el caballo, pero la última herradura no quedó tan firme como debiera.

Estando el rey en lo más duro de la batalla, observó que sus soldados cedían al empuje de sus adversarios, ante lo cual espoleó a su caballo y se lanzó a cruzar el campo de batalla para arengar e infundir valor a los suyos. En ese momento crucial su caballo perdió la herradura mal fijada y tropezó descabalgando al rey. Asustado, el caballo se alejó de Ricardo dejándolo en tierra a merced de sus enemigos al tiempo que sus soldados huían despavoridos. Fue entonces cuando Ricardo, blandiendo asustado su espada, gritó: “¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!” Pero no había caballo alguno para él. Ya era tarde. Los soldados de Enrique Tudor dieron rápida cuenta de Ricardo, que murió reclamando algo tan simple y abundante como un caballo, a cambio de su mayor y más valiosa posesión: su reino, tan escaso en la Gran Bretaña de entonces como que no había otro más que ése.

También bajo circunstancias excepcionales de un individuo en medio de un desierto, su valoración subjetiva del agua sería mucho mayor que la valoración subjetiva de un diamante. Pero en circunstancias normales o corrientes —y es tarea de la ciencia ocuparse de hechos que se repiten con regularidad— cualquier persona tiene suficiente agua disponible si experimenta la necesidad de beber, bastando simplemente con abrir un grifo a un coste simbólico, lo cual desvirtúa la explicación que ofrecen los psicólogos en términos económicos de tal supuesta paradoja entre un bien libre carente de valor o de valor absolutamente irrisorio y un bien económico de los más valiosos.

Los teóricos de la “escuela psicológica de economía” respondieron a esta razonable objeción, apelando al supuesto principio de la escasez o rareza de ciertas cosas como un componente esencial de su valor:

<<Todos los bienes tienen utilidad pero no todos los bienes tienen valor. Para que exista valor, la utilidad debe estar acompañada de la escasez. Esto no quiere decir escasez absoluta sino sólo escasez relativa en comparación con la demanda de la clase de bienes en cuestión. Pongámoslo en forma más exacta. Los bienes adquieren valor cuando la oferta total disponible de los bienes de esa clase es limitada, siendo insuficiente para cubrir las demandas de necesidades que estos bienes pueden satisfacer, o lo cercanamente insuficiente como para que la pérdida de parte de los bienes que son cuestión de valoración, convierta la oferta en insuficiente. Por el contrario, los bienes no tienen valor cuando están disponibles en una cantidad tan abundante que no sólo todas las necesidades están satisfechas, sino que además queda un excedente de esos bienes y no hay más necesidades para ser satisfechas por ellos; además el excedente debe ser lo suficientemente grande como para que una pérdida de parte de estos bienes no impida la satisfacción de ninguna necesidad>>. (Eugen von Böhm-Bawerk." Capital and Interest". Libertarian Press. 1959, p. 129).

Falso. La relativa mayor escasez de una materia prima —como fue el caso en tiempos de Böm Bawerk con los yacimientos de diamante en bruto—, solo cabe atribuirla a la dificultad que la naturaleza opone al trabajo social de su prospección y extracción. A este trabajo se suma el de su posterior corte, tallado y pulido. El corte de un diamante es el factor más importante para determinar su belleza y valor. Un buen corte manipula la luz para maximizar el brillo de una piedra, trabajo complejo encargado de eliminar todas las imperfecciones de su naturaleza, lo cual intensifica la magnificencia de la gema incrementando su valor.

Ya hemos visto cómo el talento previsor de Marx se adelantó a su tiempo vaticinando que los diamantes llegarían a obtenerse del carbón a costes relativamente irrisorios, desmintiendo el argumento de la escasez como presunto fundamento del valor de las mercancías. Un diamante se produce naturalmente a más de 160 Km. bajo la superficie terrestre partiendo de un trozo de carbón sometido durante miles de millones de años a presiones 50 o 60.000 veces mayores de las existentes a nivel del mar. La más moderna ciencia aplicada al tratamiento de los minerales desde 1976, permite hoy acortar ese lento proceso natural de transformación a unos pocos días, obteniendo no una zirconia sino un verdadero diamante con las mismas propiedades físicas y ópticas de uno natural. Se logra mediante máquinas con capacidad de generar la necesaria presión hidráulica de 1.500 Kg. por cm2, aumentando la temperatura a 1.482ºC, casi equivalente al punto de fusión del acero. Esto modifica la estructura molecular del carbón hasta convertirlo en un diamante en solo cuatro días. Incluso hoy, por 8.000 dólares, se pueden obtener perfectos ejemplares en base a las cenizas de un difunto: http://www.youtube.com/watch?NR=1&feature=endscreen&v=9y4CzrBwnr8

Los diamantes contienen una gran gama de colores que solo el trabajo de los maestros talladores puede sacar a la luz. El más habitual es el blanco. Al principio es una piedra grande y vasta. El objetivo es tallar el diamante más grande posible eliminando todas las imperfecciones que puedan restarle belleza y valor. Para hacer este trabajo de precisión, los maestros talladores utilizan una lupa que aumenta el tamaño de la piedra hasta diez veces. Examinan cuidadosamente el diamante bruto una y otra vez intentando lograr la mejor forma de dividir la pieza. Luego se disponen a serrar el diamante en la dirección de la veta. Para ello, usando cola caliente fijan el diamante en bruto a un soporte colocado ante una sierra sin fin de hoja de bronce muy fina, pero que no puede cortar el diamante por sí misma dado que solo un diamante puede cortar otro diamante. Por eso se aplica a la hoja una mezcla de polvo de diamante y aceite. Cortar por la mitad un diamante en bruto de tamaño normal puede llevar hasta cuatro horas de trabajo.

A continuación, el maestro diamantista aplica cola caliente sobre una herramienta de soporte para fijarlo firmemente a su sitio. Seguidamente presiona el diamante sobre un disco giratorio de hierro colado al que se le aplica una mezcla de polvo de diamante y aceite. Primero elimina las marcas que dejó la sierra de corte. Después, para darle brillo a la piedra, da forma a las facetas, un diseño particular de pequeñas caras planas de geometría variable, diseñadas para qué unas reflejen la luz sobre otras de forma precisa, cortando en el ángulo adecuado respecto a las demás facetas para lograr el máximo brillo. Aquí, el diamantista comienza por la faceta central o “tabla” en la parte superior del diamante. A continuación sigue con el tallado de la culata, es decir, las facetas que terminan en punta formando la parte inferior del diamante. Si se tallan profundas o demasiado poco profundas, la luz escapará por el fondo y el diamante será oscuro en el centro y apagado en general. El diamantista usa herramientas especiales para medir el ángulo de cada faceta, creando la inclinación ideal a 42 grados. Después se tallan las facetas de la corona que rodean el diamante bajo la “tabla”. Usando otro tipo de sujeción, el diamantista talla lo que se denomina “filetin” o anillo que separa las facetas de la corona —en la mitad superior del diamante— de las facetas de la culata o parte inferior.

Los diamantes se pesan utilizando un sistema de medida basado en los kilates. Un kilate equivale a 0,2 gramos. El pulido de un diamante de un kilate puede llevar entre tres y cuatro horas. Una vez acabado se hierve en ácido para eliminar residuos. El estilo de tallado más habitual de un diamante llamado “brillante” que se remonta al Siglo XVII, tiene 58 facetas. La calidad del tallado es un factor clave a la hora de clasificar un diamante. Los expertos también valoran lo que se denomina “claridad” según el grado de imperfecciones de la piedra. http://www.youtube.com/watch?v=4rIhHcLGM7k&feature=endscreen&NR=1

Semejante valoración alternativa de las cosas por los individuos aisladamente considerados respecto de la sociedad en que viven, fue la herencia que los psicólogos de la economía recibieron directamente trasmitida por los autores más representativos de la economía política clásica, como Adam Smith y David Ricardo, tal como así lo puso de relieve Marx ya en 1857:

<<El cazador o el pescador aislados, con los que comienzan sus estudios Smith y Ricardo [12] pertenecen a las pobres imaginaciones del Siglo XVIII. Son robinsonadas que de ningún modo expresan —como creen los historiadores de la civilización— una simple reacción contra un exceso de refinamiento y un retorno a lo que equivocadamente se concibe como una vida natural. El “Contrrato Social” de Rousseau [13] , que establece relaciones y conexiones entre sujetos independientes por naturaleza, tampoco reposa sobre semejante naturalismo. Esa es solo la apariencia puramente estética de las grandes y pequeñas robinsonadas. En realidad, se trata más bien de una anticipación de la “sociedad civil” que se preparaba desde el Siglo XVI y que desde el Siglo XVIII marchaba a pasos de gigante hacia su madurez [14] . En esta sociedad de libre concurrencia cada individuo aparece como desprendido de los lazos naturales, etc., que en las épocas históricas precedentes hacían de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado y circunscripto>>. (“Elementos fundamentales para la crítica de la economía política”. Introducción, Pp. 3-4. Ed. Siglo XXI/1971)

Así fue cómo los marginalistas más originarios han venido construyendo sus “modelos” microeconómicos”, suponiendo que los individuos valoran las cosas introspectivamente según el supuesto principio axiomático “hedonista racional, es decir, por el impulso primario tendente a procurarse el mayor placer personal, que pasó por ser, para ellos, el fundamento económico universal de la vida humana, tanto en el consumo como en la producción. Y así fue como intentaron sacudirse la molesta teoría objetiva valor.

Semejante tipo cosificado de relaciones entre individuos y cosas fue, para esta escuela, la premisa de las relaciones económicas interpersonales entre individuos. Según este peculiar criterio, todos los individuos en tanto que consumidores, se relacionan primordialmente con cosas útiles, “valorándolas” según el grado de utilidad marginal que su consumo les proporciona, tal como los antiguos primates en la etapa de la recolección se relacionaban directamente con los frutos de la naturaleza. De esta relación los psicólogos han supuesto axiomáticamente que en la sociedad moderna surge la función económica de la demanda. Un evidente “quid pro quo”. Como si bajo el capitalismo, la noción de utilidad y la consecuente demanda para el consumo de cada cual, no supusiera el previo poder de compra como resultado de los ingresos procurados por el trabajo social —ya sea propio o ajeno— para la obtención de las cosas útiles como condición necesaria de su demanda.

Los psicólogos de la economía intelectualmente aplicados a elaborar su peculiar teoría del valor, han confundido la utilidad de cada tipo de objeto útil con la finalidad para la cual es utilizado, es decir, confunden la utilidad de los valores de uso (su objetividad) con el acto de usarse, con el servicio que presta. Y no tanto con la necesidad vital que satisface sino más bien con la satisfacción personal que proporciona. El servicio que brinda una cosa es su utilidad en el acto de consumirla, cumpliendo así su finalidad específica. El consumo o usufructo satisfactorio y saludable de una cosa es, por tanto, el efecto de su utilidad, la confirmación de que es útil para la vida.

Pero, ¿cuál es la causa eficiente de que una cosa sea útil? Sobre tan decisivo asunto los subjetivistas callan. El materialismo histórico enseña que no siempre fue la misma. Durante la etapa de la recolección en que los monos antropomorfos arborícolas se alimentaban de frutos directamente provistos por la naturaleza, la utilidad era gratuita y el hecho de distinguir entre lo útil y lo inútil para sus vidas, debió pasar por la prueba del consumo.

Pero desde la más temprana etapa del salvajismo, en la que los primates tomaron distancia respecto de su medio natural transformándolo, con lo cual se amplió el horizonte de sus propias necesidades, fue cuando para ellos la utilidad pasó a ser social e individualmente costosa y la humanidad entró en la cultura del trabajo. Desde entonces, la utilidad de las cosas quedó sin excepción determinada por el costo social de producirlas para satisfacer las necesidades.

Bajo tales condiciones históricas de vida, la noción de utilidad dejó de ser una consecuencia del consumo, para pasar a serlo en última instancia del trabajo social. Desde entonces, la causa eficiente de la utilidad o sustancia primordial de la cual emana todo objeto útil, dejó de ser el consumo y en su lugar la producción tomó irreversiblemente las riendas del proceso. Como que todo trabajo humano consiste en el acto de transformar la materia provista por la naturaleza con arreglo a un fin útil para su vida social. Este acto de transformación de la naturaleza por mediación del trabajo, supone la idea preconcebida de darle a la materia provista por la naturaleza, la forma adecuada a su correspondiente necesidad para que el producto resulte ser algo socialmente útil:

<<Una araña ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de obras. Pero, hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar su obra la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que antes de comenzar el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia ideal. El obrero no se limita a hacer cambiar de forma la materia que le brinda la naturaleza, sino que, al mismo tiempo, realiza en ella su fin, fin que él sabe que rige como una ley las modalidades de su actuación y al que tiene necesariamente que supeditar su voluntad>>. (K. Marx: “El Capital” Libro I Cap. V Aptdo. 1. El subrayado nuestro)

Dicho esto, es evidente que para ser aceptado por la sociedad, la idea preconcebida materializada en todo producto del trabajo debe pasar la prueba del consumo:

<<Si es inútil, lo será también el trabajo que éste encierra; no contará como trabajo ni representará, por tanto, un valor.>> (K. Marx: “El Capital” Libro I Cap. I)

Pero de aquí a proponer que el valor de las cosas está determinado por el supuesto principio de la utilidad marginal experimentada por el consumidor, media un abismo de irracionalidad. Acerca de este presunto comportamiento humano hedonista racional como fundamento del valor atribuido a los bienes de consumo final, cabe señalar que desde los tiempos de la economía autosuficiente, milenios antes de que la productividad del trabajo social posibilitara el excedente económico dando pábulo a los intercambios mediante trueque, y aun mucho después de generalizarse los intercambios monetarios en las sociedades precapitalistas, desde el comunismo primitivo hasta la sociedad de clases, así en la sociedad esclavista como bajo el feudalismo, la economía doméstica vino rigiéndose por la costumbre y la tradición, ajena por completo a este supuesto principio racional maximizador de la utilidad.

¿Se impuso este principio presuntamente axiomático bajo el capitalismo? Los primeros subjetivistas de las escuelas de Lausana y Viena —precursores de la más actual escuela neoclásica de economía— han venido sosteniendo de forma terminante que sí. El utilitarismo marginalista que salieron a proponer fue oriundo de Inglaterra. Inspirado en la corriente filosófica del empirismo encarnado en John Looke y David Hume, se instaló en la Universidad de Cambridge llevado allí por Jeremy Bentham y James Mill durante la primera mitad del Siglo XIX.

A diferencia de sus sucesores —los economistas neoclásicos— subjetivistas como Menger y Walras llevaron este infundio al extremo de sostener que la economía de la empresa capitalista también calcula el beneficio buscando maximizar la utilidad de los medios de producción, al modo como los consumidores maximizan la utilidad de los bienes de consumo final. Es sobre esta “metodología” que los más recientes economistas de la escuela subjetiva de economía han venido construyendo sus “modelos microeconómicos”.

La solución que propusieron estos profesionales del antimarxismo al problema del valor económico, consistió, pues, en postular que el principio de la maximización de la productividad aplicado a los medios de producción en la economía de la empresa capitalista, es una extensión del principio de la maximización de la utilidad aplicado a los valores de uso en la economía doméstica. O sea, que el beneficio máximo en cada empresa capitalista se obtiene partiendo del mismo principio de maximización de la utilidad en la economía doméstica aplicado a los factores de la producción. Y que la utilidad marginal de las mercancías (valor subjetivo) es lo que determina su precio y, por consiguiente, las proporciones de su intercambio en el mercado.

b) La demanda como función de la utilidad marginal decreciente.

¿Qué es la utilidad marginal decreciente? Los psicólogos de la economía lo han venido ejemplificando con ejemplos con el siguiente: supongamos que el consumo de una manzana otorga a un individuo una utilidad de 10. El consumo de la siguiente una utilidad de 15 y el de tres, 18. Así las cosas, la utilidad marginal de la segunda manzana es igual a 15-10 = 5. La de la tercera manzana será de 18-15 = 3. Finalmente, dado que 3 es menor que 5, la ley de la utilidad marginal decreciente se ha verificado. Bien. Es evidente que aquí se está vinculando el consumo con la función fisiológica del hipotálamo ventromedial que libera la leptina, una hormona que normalmente regula el apetito y la sensación de saciedad. ¿Qué tiene que ver esto con la función económica de la demanda de manzanas, que se manifiesta poniendo a la necesidad de adquirirlas en relación directa con la disponibilidad de dinero para satisfacer su precio en el mercado? Alguien puede llegar a la saciedad degustando esta fruta, y al cabo de unas horas volver a repetir el mismo hábito visitando el frigorífico familiar, hasta notar que se agotó y es cuando recién se predispone a repetir el hábito de comprarla. ¿Cuál es la utilidad marginal de un sofá? ¿En qué parte del cuerpo se localiza y experimenta la utilidad marginal decreciente de este mobiliario?

En el caso de tener que optar entre unidades de dos bienes distintos, aplicando el principio de la utilidad marginal decreciente, esto para los psicólogos de la economía viene a significar que el individuo optará por el que le produzca mayor satisfacción, es decir, aquel cuya utilidad marginal sea mayor. Y si se le ofrece la posibilidad de volver a elegir seguirá repitiendo una y otra vez el mismo criterio hedonista. Como consecuencia de ello, la utilidad marginal del bien más apetecible irá disminuyendo hasta igualarse con la del otro menos útil. Si consideramos muchos bienes el argumento sigue siendo el mismo, de modo que la utilidad marginal de todos los bienes consumidos tiende a igualarse.

Por su parte, la utilidad marginal del dinero, como la de cualquier otro bien, también se supone decreciente. Si hemos adquirido muchos bienes y nos queda poco dinero, su utilidad marginal será alta por lo que lo conservaremos sin sentir la necesidad de intercambiarlo por otros bienes. Si la renta de un individuo crece, es decir, si aumenta la cantidad de su dinero disponible, la utilidad marginal de cada Euro será menor que la de otros bienes, lo cual tenderá a incentivar su demanda de ellos. Y si la demanda crece aumentan los precios.

De este comportamiento de familias e individuos supuestamente determinado por el principio de la utilidad marginal decreciente de los bienes y el dinero, se obtiene la forma geométrica que adopta la curva de la demanda. Su pendiente decreciente y su convexidad hacia el origen, es precisamente consecuencia del análisis de la utilidad marginal: al aumentar la cantidad demandada, su utilidad marginal es cada vez menor por lo que estaremos dispuestos a pagar cada vez menos dinero por cada unidad adicional de producto demandado. Y el mismo comportamiento respecto del dinero como medio de cambio por mercancías para el consumo final.

En las empresas de capital productivo, de lo que se trata es de maximizar no la utilidad de los bienes de uso sino los factores de la producción. Por tanto, los psicólogos aplican en este ámbito el principio de la productividad marginal decreciente. Luego volveremos para ver si este presunto “principio” se cumple. De momento, cabe señalar que en las empresas capitalistas se trata de maximizar un único fin económico: el beneficio, bajo la forma de magnitudes perfectamente cuantificables, susceptibles de ser calculadas empíricamente y medidas en términos monetario-contables que aparecen reflejadas en la cuenta de resultados de los balances.

En las economías domésticas de familias e individuos, en cambio, el fin o resultado que se persigue maximizando la utilidad de cada bien, no es único ni homogéneo sino diverso y, por tanto, tampoco objetiva y cuantitativamente calculable. Se trata de fines cualitativos particulares específicos distintos o heterogéneos entre sí, como la alimentación, el vestido, la vivienda, el ocio, la educación, etc. que no se pueden integrar en un solo fin, como sí es el caso del beneficio empresarial en términos de capital acumulado, que homologa y regula universalmente el comportamiento de todos los burgueses.

Y dado que para el consumo cada individuo o economía doméstica tiene una particular jerarquía de fines según sus distintos gustos y niveles de renta o ingresos, las preferencias adquieren un carácter íntimo o introspectivo distinto para cada individuo o grupo de individuos que constituyen las familias, de modo que, a priori, es imposible que todas las economías domésticas coincidan en un consumo socialmente representativo que uniformice sus comportamientos en cuanto al consumo para los fines de la determinación científica de la demanda, tal como sucede con el fin único de la ganancia o beneficio que permite igualar el comportamiento de la patronal en sus distintas empresas para la determinación de la oferta.

Y el caso es que mediante semejante multiplicidad de preferencias íntimas o implícitas, el resultado social en la economía doméstica no parece ser tan regular y unívoco según propusieron los psicólogos de la economía, hasta el extremo de haber pretendido extraer de allí leyes sociales, sino más bien al contrario. Muchos estudiosos e incluso los economistas más notables, no pudieron siquiera —mediante sus propias introspecciones personales—, haber demostrado comportarse socialmente según el principio de la utilidad marginal decreciente para determinar su propia relación de preferencia respecto de los bienes de consumo final. Por lo tanto, una vez demostrado que las distintas utilidades no se pueden cuantificar y que el comportamiento de los individuos respecto del consumo tampoco se puede homologar, la teoría de la utilidad marginal basada en las preferencias implícitas o introspectivas de los individuos desembocó en un callejón sin salida y fue abandonado.

c) La escuela marginalista llamada neoclásica

Esta dificultad insuperable de los primeros psicólogos de la economía fue la que dio pábulo al nacimiento de la escuela neoclásica fundada por Alfred Marshall (1842-1924), quien en 1890 publicó sus “Principios de Economía”, donde para la determinación de la demanda, sin abandonar la utilidad marginal decreciente, propuso que este principio se pone de manifiesto en el comportamiento de los sujetos detectable por vía de observaciones objetivas o praxeológicas, por eso llamadas preferencias reveladas, toda vez que las condiciones de mercado en términos de ingresos y precios se modifican. Es decir, que dados los precios y la restricción presupuestaria o nivel de renta de los distintos individuos o unidades familiares, cada cual optará por la combinación o canasta de bienes que le proporcione la máxima utilidad.

Para ello, los neoclásicos establecieron determinados supuestos de racionalidad según los cuales supusieron que se rige el comportamiento de los consumidores. Estos supuestos son el de insaciabilidad, congruencia o transitividad y preferencia revelada.

La insaciabilidad como supuesto “racional” de la escasez: Siguiendo a sus antecesores inmediatos de la escuela de Viena y Lausana, los neoclásicos supusieron que los bienes de consumo final provienen de recursos naturales que, por naturaleza, son finitos, es decir, escasos. De aquí concluyeron que siempre habrá una inevitable tensión entre los deseos de los individuos y la oferta disponible. Así es cómo los neoclásicos explican la insaciabilidad, basándose en el principio de la escasez, lo cual naturalmente determina que la oferta de mercancías jamás alcance para colmar la demanda solvente o en condiciones de pagar.

Falso. El carácter del capitalismo consiste en producir para acumular la mayor cantidad posible de plustrabajo y, por tanto, materializar con un capital dado el mayor tiempo posible de trabajo directo, alargando la jornada de labor y/o disminuyendo los costes salariales sin menoscabo para su poder adquisitivo mediante el desarrollo de la productividad, la división social del trabajo, el empleo de la ciencia incorporado a la maquinaria para tales efectos, etc., en un contexto de anarquía donde cada unidad económica o empresa produce con independencia de las demás. Esto se traduce en la constante tendencia a la producción en gran escala que supera de modo permanente las posibilidades de la demanda solvente, esto es, del mercado de bienes de consumo final. Sobre esta base, es una ley del capitalismo que el mercado se amplíe más lentamente que la producción, con lo que el estado permanente de la sociedad capitalista es el de la superproducción de mercancías. Esto explica que sus escaparates a lo largo y ancho del planeta estén siempre bien provistos sin que centenares de millones tengan suficiente poder adquisitivo para comprar. Normalmente, cualquier almacenista del comercio intermediario entre los más modestos, puede dar fe de que el stock permanente de mercancías existente, supera con creces la demanda solvente del conjunto de los consumidores finales.

En cuanto a la supuesta escasez natural de las materias primas para la industria, por las mismas motivaciones puramente ideológicas que los psicólogos de la economía se inventaron el “principio de la utilidad marginal”, también prefirieron ignorar que la industria del reciclado es tan antigua como la economía del tiempo de trabajo:

<<El hombre de las cavernas, los antiguos jordanos, los esquimales, los indios y así sucesivamente, comían mucho más del animal que lo que nosotros, pero también eran innovadores y utilizaban lo que no se comían para mejorar su forma de vida. Las pieles les proporcionaban vestido y albergue, los huesos y dientes les daban armas y utensilios para coser, y quemaban la grasa residual para cocinar la carne. Frank Burnham, autor de "The Invisibe Industry", realizó un excelente servicio a los recicladores de subproductos de origen animal al permitirles comprender mejor la evolución de su industria en el primer capítulo del libro: Nace una industria. Burnham escribió también el primer capítulo de "The Original Recyclers" titulado: The Rendering Industry: A Historical Perspective, cuyos documentos sirvieron como el principal recurso de la primera sección de este capítulo.
Como era de esperarse, se iba en pos del sebo, por lo que se convirtió en el principal producto que hacía funcionar el desarrollo del reciclaje de subproductos de origen animal. Continuó siendo la fuerza económica dominante en el reciclaje de los galos a los romanos, a través de los fundidores de la Edad Media, a los recicladores del siglo XX hasta principios de la década de 1950. En el libro The Invisible Industry, Burnham cuenta la historia de un erudito romano, Plinius Secundas, por lo demás conocido como “Plinio el Viejo”. Dio informes de un compuesto para limpiar preparado con sebo de cabra y cenizas de madera; por lo tanto este es el registro más antiguo del jabón y ergo, el primero del reciclaje de subproductos de origen animal: el derretido de la grasa animal para obtener sebo.
Durante la etapa de los romanos, se describió al jabón como el medio para limpiar el cuerpo y como medicamento. Alrededor de 800 d. de C., Jabiribn Hayyan, químico árabe conocido como el "Padre de la Alquimia", escribió repetidamente sobre el jabón como un medio eficaz para limpiar. Parece ser que el jabón se limitó a la limpieza del pelo y el cuerpo hasta mediados del siglo XIX, cuando se convirtió en un producto para lavar la ropa sucia.
Es importante entender que, en última instancia, el jabón se convirtió en el principal producto hecho de sebo, aunque fundamentalmente era un subproducto hasta finales del siglo XIX. Se desarrollaron las velas para cubrir una gran necesidad: la luz. Ya que el sebo era el principal componente de las primeras velas, la demanda de este producto contribuyó significativamente al desarrollo del reciclaje de subproductos de origen animal. Ya fuera mediante inmersión o con moldes, el sebo exclusivamente producía velas "muy buenas". Luego, como ahora, hubo una feroz competencia para encontrar productos alternos superiores, que reemplazaran un ingrediente comúnmente usado que llevó a que la cera de abejas sustituyera al sebo, luego el aceite de palma y finalmente la cera de parafina. Burnham dio lugar a una interesante pregunta sobre la fabricación de las velas, cuando describió la vela de "esperma de ballena". Es un tipo de vela producido a partir del aceite de la cabeza de cachalote. La vela o candela se convirtió en la medida estándar de la luz artificial: el término de "una candela de potencia" se basa en la luz proporcionada por una vela de "esperma de ballena" pura de un sexto de libra de peso y que quemaba 120 gramos por hora>>
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Hoy día, como hasta los niños saben, buena parte de las materias primas para la fabricación de todo tipo de bienes: máquinas-herramientas, medios de transporte, muebles y demás enseres de madera, plástico y metales diversos, piensos para animales, etc. son producidos en base a lamuy escasaindustria del reciclaje.

Supuesto de congruencia y transitividad

Se nos presenta un conjunto de bienes llamados “cestos” que, con un ingreso dado y a determinados precios, el consumidor tiene la opción de adquirir por la misma suma, uno de entre dos de ellos, por ejemplo A y B de diversa composición. Si el individuo elige el cesto B, es porque estima o valora, que su utilidad es superior manifestando su preferencia respecto del cesto A. Seguidamente, se le da a elegir entre el cesto B y un tercer cesto C que tiene el mismo precio que los dos cestos anteriores. Si elige C, significa que prefiere C a B. Por último se le da a elegir entre C y A. Si elige el cesto C es porque lo prefiere respecto de B y de A en este orden.

En tal sentido, cabe decir que las preferencias son compatibles o matemáticamente transitivas, o sea, congruentes. Pero si entre C y A el comprador elige A y no C, manifiesta que la elección entre A y C le es indiferente; esto significa que las preferencias son incompatibles o intransitivas. O sea, preferencia por B mayor que preferencia por A; preferencia por C mayor que preferencia por B; preferencia por C igual o menor que preferencia por A. Por tanto, incongruentes.

Así, observando la elección en el mercado sobre más cestos: D, E, F, etc. puede comprobarse la compatibilidad o incompatibilidad de las preferencias, es decir, si forman un conjunto ordenado según una escala de preferencias designadas numéricamente de menor a mayor 1, 2, 3…de modo que a una preferencia mayor le corresponda un número de orden más elevado de preferencia. Los números que designan la mayor o menor preferencia en la escala social son llamados “índices de preferencia”. Se trata de una escala ordinal donde se puede saber si la preferencia por un cesto de mercancías es superior, igual o inferior a otro, pero sin poder precisar en qué magnitud lo es.

Puesto que dentro de un campo ordenado el consumidor elige su preferencia mayor, al faltar la magnitud se supone que esa preferencia designa la maximización de su utilidad. Y al contrario, si todas las preferencias son incompatibles, no se podrá hacer con ellas un conjunto social ordenado ni establecer la escala de preferencias congruente. Por ejemplo: preferencia por D mayor que preferencia por C, la cual, a su vez, es mayor que la preferencia por B y ésta, mayor que la preferencia por A. Hasta aquí todo bien. Pero como se trata de individuos distintos que manifiestan sus particulares preferencias según sus propias e intransferibles jerarquías de necesidades, es previsible que se pueda dar el caso en que uno de tales individuos manifieste su preferencia por el cesto D respecto del cesto A, otro por B respecto de C, etc. Es entonces, cuando la cadena de compatibilidad entre las preferencias se rompe. No se puede obtener un conjunto ordenado de preferencias ni sacar, por tanto, conclusiones generales de comportamientos regulares, sino que las preferencias entre individuos son incompatibles y la tendencia a maximizar la utilidad, como un hecho social regular científicamente verificable, fracasa. Lo que se verifica, en realidad, es que entre la utilidad marginal decreciente y las preferencias reveladas no hay una relación de causa-efecto que parezca confirmarse:

<<El problema es que esa relación no se observa: que yo sepa, ningún economista (empezando por los que obtuvieron el premio Nobel) ha intentado determinar cuál es su relación de preferencia. E incluso si alguno lo hubiese hecho, eso no tendría ningún interés, ya que los gustos de los individuos son diferentes. Como ellos son las “partículas elementales” del modelo, tratar de hacer un modelo con ellos es como tratar de hacer en física un modelo cuyas partículas (electrones, protones, etc.) son todas diferentes (por su carga, masa y spin) –lo que ningún físico intento jamás hacer>>. (Bernard Guerrién: “¿Podemos conservar algo de la teoría neoclásica? http://www.ucm.es/info/ec/jec10/ponencias/p2Guerrien.pdf

Así las cosas, el problema de determinar si en la economía doméstica se pueden integrar distintos fines del consumo en uno representativo que permita maximizar la utilidad global, es algo que depende de la compatibilidad entre las preferencias individuales. Y el caso es que esta compatibilidad en términos sociales, resulta que es prácticamente imposible de conseguir en términos estrictamente científicos referidos a comportamientos universalmente normalizados.

Según la experiencia histórica, el galimatías de la llamada actividad “racional” consistente en maximizar un fin único cuantitativamente mensurable, irrumpió en los estrechos círculos de la intelectualidad académica tras un largo período en el que, al lado de la economía doméstica basada en el trueque con arreglo al consumo de lo que cada comunidad no producía, fue proliferando la crematística o economía con fines de lucro, basada en vender mercancías a precios en dinero más altos de los que fueron adquiridas según el trabajo que a cada mercader le costaba venderlas. Pero esto no supuso que el consumo doméstico hubiera dejado en ningún momento de orientarse por los hábitos y la tradición:

<<…la familia sigue siendo la organización dominante en lo que supone gastar dinero, mientras que —por lo que respecta a ganarlo—, la familia ha sido ampliamente sustituida por una unidad más organizada y más compleja (la empresa capitalista, cuyo principio es la eficiencia con arreglo al máximo beneficio). El ama de casa, que es la que hace gran parte de las compras efectuadas en el Mundo, no es seleccionada de acuerdo con su eficacia como tal “ama de casa”. No es despedida por incapacidad y tiene pocas posibilidades de hacerse oír en otros hogares o influir en ellos, aunque revele grandes dotes (como para homologar científicamente los hábitos de consumo de los distintos hogares para los fines de establecer leyes universales de comportamiento). Sobre todo, no puede sistematizar sus planes basándose en la contabilidad, como es el caso del director de una empresa: puesto que, mientras que el dólar es una unidad idónea para calcular tanto los beneficios como los costos, no es una unidad apropiada para expresar el bienestar de la familia (función primordial de toda ama de casa)>> (Oskar Lange: “Economía Política” Vol. I. Ed. FCE/1987 Pp. 231. Lo entre paréntesis nuestro)

Este autor ha observado que no pocos reputados subjetivistas de la economía han acabado abandonando las tesis de esta escuela neoclásica, entre ellos el mismo Wilfredo Pareto (1848-1923). Después de que su “Manual de Economía Política” fuera objeto de crítica por parte del eminente matemático italiano Vito Volterra, admitió que la teoría de las preferencias reveladas pueden ser incompatibles y que su maximización es imposible:

<<Los intentos de aplicar en este caso el cálculo marginal, conducen a lo que hemos llamado el cálculo pseudo-marginal>>. (Op. cit. Ed. Atalaya Bs.As./1946 Pp. 404-406)

Como conclusión, cabe afirmar que la teoría subjetiva de la escuela marginalista, en tanto disciplina que supuestamente permite explicar el comportamiento económico del consumidor, no resiste a la observación de lo que a este respecto sucede en la realidad. El hecho de que la demanda de bienes de consumo final disminuya o aumente, puede ser explicado sin necesidad de apelar a la teoría de la utilidad marginal ni a ninguna otra forma de maximización de la preferencia del consumidor. Esos movimientos en realidad se explican, por el cambio en los precios respecto de los ingresos. Y tanto unos como los otros, encuentran su causa en la producción, en el costo social de las mercancías que incluye el plusvalor y determina la magnitud del excedente económico, cuyo aumento a instancias de la circulación o mercado, determina su distribución social crecientemente desigual entre las dos clases universales antagónicas.

El capitalismo esencialmente consiste en la tendencia a producir un excedente cada vez mayor bajo la forma de plusvalor para los fines de su acumulación. Y la producción tiene su fundamento absoluto en la circulación, esto es, en los mercados de factores de la producción, especialmente el mercado de trabajo. De esta premisa real del capitalismo se desprende, lógicamente, que el aumento de la plusvalía tiene por condición, en primer lugar, que se multipliquen los actos de compraventa de factores de la producción entre capitalistas, es decir, capital invertido en tierra de labor y/o edificios, maquinaria y materia prima, por un lado, y entre capitalistas y asalariados por otro. En síntesis, que se multipliquen los intercambios en la esfera de la circulación o mercado, aumentando así la producción en general y, consecuentemente, la demanda de productos de consumo final. Ergo: cuantos más intercambios haya entre capitalistas y contratos de trabajo entre capitalistas y asalariados, más trabajo y medios de producción en movimiento, más salarios devengados, más valor y plusvalor producidos, más mercancías en circulación y productos de consumo final ofrecidos y demandados y, como resultado, más consumo:

<<Una condición de la producción basada en el capital es, por tanto, la producción de un circulo de la producción continuamente ampliado (….) Si la circulación se presentaba al principio (en la sociedad precapitalista) como de una magnitud dada, aquí se presenta como una magnitud variable que se expande mediante la producción misma (…) Consiguientemente, la circulación se presenta como un momento de la producción (como una tendencia natural suya). De la misma forma que el capital tiene por un lado la tendencia a crear continuamente más plustrabajo, también tiene, por otro, la tendencia complementaria a crear más puntos de cambio (y más consumo, de tipo productivo y final)>>. (K. Marx: “Grundrisse” Transición del proceso de producción al proceso de circulación del capital. OME21. Ed. Grijalbo/1977 Pp.357. Lo entre paréntesis y el subrayado nuestros)

Según esta dinámica económica real, pues, la fuerza irresistible que preside todo el movimiento entre la oferta y la demanda no es el consumo —tal como han venido sosteniendo los subjetivistas deliberadamente invirtiendo por motivos ideológicos la lógica de los hechos en esta materia— sino la producción. Efectivamente, la curva de la demanda es convexa y de inclinación negativa, reflejando, por lo general, que aumenta cuando disminuyen los precios y viceversa. Pero la causa de que así suceda no está en la supuesta escasez natural de las cosas ni en el consecuente principio de la utilidad marginal decreciente, sino en la producción, esto es, en la oferta que crea las condiciones de la demanda. Aunque esto no significa que la magnitud de la oferta cree su propia demanda, como supuso deliberadamente el economista vulgar Jean Baptiste Say en su “Tratado de economía política”, para “fundamentar” la imposibilidad de las crisis de superproducción de capital.

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[10] Cancamusa: f. coloq. desus. Dicho o hecho con que se pretende desorientar a alguien para que no advierta el engaño de que va a ser objeto. Real Academia Española © Todos los derechos reservados

[11] Charlatán: Dícese de una persona que practica algún tipo de estafa con el fin de conseguir beneficio económico o alguna otra ventaja mediante la superchería. Sinónimo de embaucador. La diferencia entre un charlatán de feria, es decir, autónomo, y los políticos institucionalizados que junto al periodismo venal forman el cuerpo social compacto de los modernos sofistas, está en que estos últimos lo son por cuenta de terceros —los capitalistas dueños de los medios de producción, cambio y difusión— quienes les gratifican con sueldos y prebendas, además de “honrar” con premios honoríficos a los que, entre ellos, mejor ejercen el añejo arte de entretener timando “al personal”.

[12] Cita de Marx: Cfr. Adam Smith, “An Inquiry into de Nature…” De. Wakefield. London, 1843, vol. 1 Pp. 2 (en castellano: “La riqueza de las naciones” Ed. Aguilar, Madrid, 1961, Pp. 3); y David Rirardo: “On de Principles of. Political Economy…”, 3ª ed., London, 1821. (En castellano: “Obras de Ricardo”, I Ed/FCE, México 1959 Pp. 5-6. )

[13] Cita de Marx: Cfr. Op. cit. Libro I cap. 2

[14] Cita de Marx: Cfr. Hegel: “Grundlinien der Philosophie des Rechts” Pp. 262-328. (En castellano: “Filosofía del Derecho”. Ed. Claridad Bs.As., 1959 Pp. 169-207)