LAS CAUSAS FUNDAMENTALES DE LA
CRISIS ESPAÑOLA, EN CURSO HACIA LA REVOLUCIÓN PROLETARIA
I. INTRODUCCIÓN
Existe
una tendencia, muy difundida, a considerar el 14 de abril de 1931, como la fecha
de la proclamación de la República, como el coronamiento de una revolución que
ha llegado a su fase definitiva. En realidad, el 14 de abril no ha sido más que
una etapa (ciertamente importantísima) del proceso revolucionario que ya desde
el siglo pasado se está desarrollando en nuestro país y que, empleando una
frase de Karl Liebknecht,
puede ser considerado como “un largo malestar”. Las etapas más importantes de
este proceso han sido las guerras civiles, los alzamientos revolucionarios del
siglo XIX, la aparición del movimiento nacionalista en Cataluña, la “semana
trágica” de 1909, la tentativa de huelga general revolucionaria de 1911, la
constitución de las Juntas de defensa, y la revolución frustrada de 1917.
Las
causas de ese largo malestar, de esas agitaciones y esos movimientos crónicos,
tienen su origen en el hecho de que España no ha realizado todavía su
revolución democrático-burguesa. Esta ha sido la causa fundamental de la crisis
aguda del país, que no ha podido ser resuelta en el marco del régimen económico
y político dominante.
España
es un país eminentemente agrícola. El setenta por ciento de la población
trabajadora está dedicada a las labores del campo. El peso específico de la
producción agrícola es superior al de la industria en la economía española. La
técnica de la explotación es extraordinariamente primitiva. La introducción de
la maquinaria agrícola se ha efectuado con extraordinaria lentitud. El arado
romano sigue dominando en la inmensa mayoría de los campos españoles.
Lo que
da la nota en nuestra economía agraria es la gran propiedad semifeudal, dominante sobre todo en el sur
caracterizada por la existencia de haciendas inmensas, mal cultivadas o
absolutamente incultas, y de una masa campesina miserable y cruelmente
explotada. Todo esto imprime un carácter de evidente atraso a la agricultura de
nuestro país, atraso que determina la pauperización del campo y la disminución
de la capacidad adquisitiva de la gran masa de campesinos y de jornaleros
agrícolas, lo cual disminuye a su vez las posibilidades de desarrollo
industrial.
He aquí
unas cifras que constituirán, con una irrebatible evidencia, la ilustración más
elocuente de lo que decimos. De las 50 millones de hectáreas que forman nuestro
territorio, más de 31 millones están sin cultivar, y de los 5 millones de
labriegos que hay en el país, 4 y 1/2 millones no poseen tierras. En estas
condiciones, no tiene nada de sorprendente que España se vea obligada a recurrir
a los demás países para suplir las deficiencias de su producción. Así el año
pasado nuestro país tuvo que importar alubias, por 2.500.000 pesetas; huevos
por 91.600.000; carne de cerdo por 4.400.000; habas, por 5.200.000 legumbres,
por 7.800.000 garbanzos, por 23.300.000 patatas, por 13.000.000 de quesos, por
15.700.000 de maíz, por 77.100.090 de trigo,
Este es
el resultado directo de la persistencia del latifundio en nuestro país. Se
argüirá que el problema no es general, que, en algunas regiones, la propiedad
está más dividida, a lo cual contestaremos que en el régimen de propiedad
agraria de las regiones mencionadas. subsisten numerosas reminiscencias
feudales (aparcerías, rabassa morta,
foros, arriendos, etc.), lo cual da al mismo un carácter regresivo.
La
industria, excepción hecha de algunos islotes esparcidos aquí y allá en el mar
de nuestro atraso económico, apenas ha salido del período manufacturero. El
proceso de concentración ha sido lentísimo e insuficiente. Sólo en la industria
metalúrgica de Vizcaya, ha alcanzado una relativa madurez. En cuanto a
Cataluña, la región más importante de España desde el punto de vista de la
producción global, la industria textil que es la dominante, está dividida en
gran número de pequeños establecimientos mal utillados. Las mejoras
introducidas últimamente en la industria del género de punto en la costa
catalana, no modifican sensiblemente este estado de cosas. Así, si bien la
cifra de los obreros textiles es considerable (más de cien mil), no hay ni una
fábrica que pueda compararse por el número de trabajadores ocupados en la
misma, a los grandes establecimientos textiles de los países capitalistas
avanzados. Durante estos últimos años han surgido algunas nuevas industrias de
importancia, tales como, por ejemplo, la de la seda artificial, pero la
aparición de estas industrias en las cuales, dicho sea de paso, predomina el
capital extranjero, no modifica esencialmente los defectos fundamentales de la
estructura económica del país.
La
perturbación producida en la economía mundial por la guerra imperialista de
1914-1918, dio la posibilidad temporal a la industria española de aparecer en
el mercado internacional, del cual momentáneamente habían desaparecido los
países exportadores más importantes. Así la balanza comercial pasiva hasta
1914, fu activa durante los años de la guerra. El capitalismo español hubiera
podido aprovechar esta coyuntura única que se le ofrecía, para renovar el
utillaje de la industria y ponerse en condiciones de conservar, por lo menos
una parte de los mercados conquistados. Pero el capital acumulado se empleó
casi totalmente en operaciones de carácter especulativo. Se calcula que fueron
destinados más de 4 mil millones de pesetas a la compra de marcos y de coronas.
El resultado fue que después del armisticio, cuando los países beligerantes
renovaron su actividad económica, la industria española se halló en un estado
todavía peor al de antes de 1914. En los años sucesivos, a excepción de un
brevísimo período de prosperidad relativa a fines de 1921, fue acentuándose la
crisis, agravada además, por los progresos del movimiento obrero, que había
crecido enormemente al amparo del período efímero y de florecimiento económico
del país, y de la ola de entusiasmo y de esperanzas que levantó la revolución
rusa.
La
estructura económica del país hallaba su expresión política en la monarquía, la
cual se apoyaba en el caciquismo de los grandes terratenientes en la Iglesia,
que contaba (y cuenta aún) con una poderosa base económica, en un enorme
aparato burocrático-policíaco-militar y en un centralismo despótico y
regresivo, que ahogaba todos los focos vitales del país.
Ese
régimen político-económico constituía un obstáculo insuperable al desarrollo de
las fuerzas productivas del país.
La
ausencia de una burguesía suficientemente fuerte para tomar la dirección del
país y la descomposición general del régimen, explican el papel importante
desempeñado en la vida política española por el ejército, única fuerza
sólidamente organizada, centralizada y disciplinada que existía.
II. LA DICTADURA DE PRIMO DE
RIVERA
El
golpe de Estado de José
Antonio Primo de Rivera fue una tentativa de la burguesía,
aliada con las fuerzas más representantivas del feudalismo español, para hacer
frente a las contradicciones insolubles en que se debatían, mediante un régimen
de fuerza que anulara las misérrimas conquistas democráticas, y las mejoras
logradas por la clase obrera.
La
dictadura militar no resolvió ninguna de las contradicciones del capitalismo
español. La crisis industrial, en vez de atenuarse, se agravó. Durante los seis
años y medio que duró la dictadura del marqués de Estella,
el paro forzoso fue un fenómeno constante en las industrias más importantes del
país: la metalúrgica y la textil. Primo de Rivera practicó una política
económica que, aunque inspirada en el firme propósito de favorecer a las clases
privilegiadas, estaba llena de contradicciones. Así, hemos visto sucesivamente
una política de relajamiento de las barreras arancelarias, para favorecer la
penetración de los productos industriales extranjeros, y dar satisfacción a los
agrarios; una política rigurosamente proteccionista para dar gusto a la burguesía industrial y asegurarse su
adhesión, vacilante en ciertos momentos, o bien una política de sostén de
ciertos grupos financieros indígenas, muy estrechamente ligados al capital financiero internacional,
lo cual determinaba el descontento en otros sectores de la burguesía española.
Esta última orientación prevaleció durante los últimos tiempos de la dictadura,
y explica la actitud cada vez más hostil de la burguesía industrial hacia la
misma. El descontento de una gran parte del ejército, suscitado por la política
de concesión de privilegios a ciertas categorías de la oficialidad, en
perjuicio de otras y las ambiciones crecientes e insaciables, de una
colectividad parasitaria que, después de haber tomado el poder, quiso obtener
de esta circunstancia el provecho máximo, hizo tambalear la base más sólida del
régimen. Añadamos a esto la crisis financiera, la carestía subsiguiente de la
vida, y la política descarada de latrocinio efectuada por los dictadores y
subdictadores de toda laya al amparo de la realización de obras públicas, que
constituyeron otros tantos
Panamás y
determinaron un aumento enorme de las cargas fiscales. Todo ello agravó
extraordinariamente la situación económica de la clase trabajadora, y de las
masas pequeño burguesas del país.
Esto
tuvo consecuencias fatales para la dictadura. El encarecimiento de las
subsistencias, la supresión efectiva de la jornada de ocho horas, el régimen de
arbitrariedad en las fábricas y talleres, suscitó un profundo descontento entre la clase trabajadora. Y el
movimiento obrero, pasivo durante varios años, adquirió un nuevo impulso. La
huelga del ramo textil en Barcelona, surgida espontáneamente en junio de 1926 y
la declarada contra el impuesto sobre los salarios, fueron los síntomas más
elocuentes de ese despertar del movimiento obrero.
El
cambio efectuado por la pequeña burguesía, tuvo consecuencias no menos
trascendentales.
Esa
clase, que constituye en España la inmensa mayoría de la población, está
incapacitada por el papel subordinado que desempeña en la producción, para
desarrollar un papel político independiente. Las masas pequeñoburguesas que
durante los años 1917-1920, vieron con indudable simpatía el movimiento obrero
revolucionario, se sintieron dominadas por el más profundo desengaño ante el fracaso
del mismo. Decepcionadas de la burguesía, decepcionadas de la clase obrera,
volvieron los ojos esperanzados hacia el dictador. La actitud de la pequeña
burguesía ante la dictadura del ya mencionado Miguel Primo de
Rivera, fue el apoyo directo, o por lo menos la neutralidad
benévola de este individuo. Pero la decepción de las masas no tardó en
producirse. Agobiadas por los impuestos y las dificultades económicas
crecientes, poco a poco fueron volviendo la espalda al dictador y evolucionando
en un sentido democrático. Esta fue una de las causas esenciales del gran
impulso tomado por el movimiento republicano. Perdida la fe en la eficacia de
la dictadura militar, en cuya instauración Alfonso
de Borbón había tomado una participación personalísima, la
pequeña burguesía consideró a la monarquía como la causante de todos los males
que la agobiaban, y vio en la República el remedio de los mismos.
La
dictadura de Primo de Rivera que quedó privada de toda base social e incluso de
la fuerza pretoriana que la había llevado al poder, su situación se hizo
insostenible y como consecuencia de ello, pereció, por decirlo así por
agotamiento, cayendo, como ha dicho León Trotski,
como un fruto podrido.
III. DE LA DICTADURA DE BERENGUER
AL ÚLTIMO GOBIERNO DE LA MONARQUÍA
Primo
de Rivera fue sustituido por el gobierno del general Dámaso
Berenguer. Algunos elementos del campo revolucionario que,
desgraciadamente han abandonado el método marxista del análisis de las
situaciones objetivas, afirmaron que en España “no había sucedido nada”, que la
situación seguía siendo la misma que antes. Esta conclusión era errónea,
consecuencia lógica de una concepción absolutamente falsa, que había tomado
carta de naturaleza en ciertos sectores del movimiento comunista, y que
consistía en sostener que la dictadura militar no podría ser derrocada más que
por la acción violenta de las masas trabajadoras, las cuales derribarían a su
vez el régimen burgués. Pero como los hechos se volvían contra este esquema, no
quedaba otro recurso que “decir que
no había pasado nada”.
La
experiencia ha demostrado cuán profundamente errónea era esta concepción. Como
decía Vladimir Ilich Lenin, en
realidad no hay situaciones desesperadas para la burguesía. El capitalismo es
aún potente y puede echar mano todavía de infinidad de recursos. Es evidente
que si el movimiento obrero no se hubiera hallado en el estado de
desorganización, y de desorientación ideológica en que se hallaba en el momento
de la caída de Primo de Rivera, que si en aquel momento hubiera existido un
gran partido comunista
capaz de dirigir y encauzar la acción de las masas, la burguesía no habría
tenido la posibilidad de maniobrar y la clase obrera hubiera tomado el poder.
Pero faltaban esos factores, y por las circunstancias que hemos expuesto más
arriba, se abrió la posibilidad de una nueva tentativa democrática.
Esta
cuestión tiene una importancia excepcional, porque se halla planteada en
términos si no idénticos, análogos en otros países, y principalmente en Italia.
No faltan en dicho país comunistas que sostienen que está excluida la
posibilidad de un nuevo régimen de democracia burguesa en Italia. Si esto es
verdad como perspectiva general, en el sentido de que las formas democráticas
de dominación burguesa no pueden resolver las contradicciones internas del
régimen capitalista, no lo es de un modo absoluto con respecto a las
perspectivas inmediatas. Que el régimen fascista de Benito Mussolini haya sido reemplazado por un régimen
democrático burgués, o por la dictadura del proletariado, depende de la
correlación de fuerzas sociales en el momento en que el fascismo se desmorone.
Si en ese momento el Partido
Comunista italiano no ha conquistado la hegemonía en el
movimiento de las grandes masas populares del país, es evidente la posibilidad
de una nueva etapa, más o menos prolongada, de régimen democrático burgués,
sostenido por las masas pequeñoburguesas y las ilusiones democráticas del
proletariado.
La
experiencia española ha demostrado la posibilidad de esta variante. En el
momento de la caída de Primo de Rivera las masas pequeño burguesas, llamadas a
desempeñar un papel de una importancia tan extraordinaria, no podían seguir al
partido revolucionario de la clase obrera, sencillamente porque este último en
realidad no existía. Gracias a ello se abrieron grandes posibilidades de
desarrollo a la demagogia democrática. La burguesía tuvo la posibilidad de
poder maniobrar. La situación era, sin embargo, tan inconsistente, que el paso
directo al régimen democrático resultaba peligroso e imposible. El lector nos
permitirá que citemos a este propósito, un pasaje de un artículo publicado por
nosotros en vísperas de la caída de la dictadura militar, en una revista
extranjera [1].
Decíamos así en dicho artículo: “En el
momento en que la dictadura se dispone a marcharse y a buscar un sucesor, no
hay partidos ni hombres, y para gobernar (el señor Francisco Cambó
lo hace observar con justicia en su libro sobre las dictaduras): “faltan
partidos organizados y fuerzas disciplinadas. Y con la dictadura los partidos o
fuerzas políticas, o bien han desaparecido completamente, o han quedado muy
disminuidas”. La burguesía industrial de la cual Cambó es el jefe visible, no
constituye una excepción en este sentido. La Liga Regionalista,
tan potente en otro tiempo, apenas existe como organización. Pero aún en el
caso de que consiguiera, aprovechándose del régimen constitucional o
semiconstitucional, reconstituir sus fuerzas, lo cual no está excluido, no
estaría en condiciones para tomar la responsabilidad entera del poder.
Geográficamente, la burguesía industrial se halla limitada al litoral
(principalmente Cataluña y Vizcaya), económicamente choca con ese peso muerto
formidable, que es la España
semifeudal de la gran propiedad agraria, de la Iglesia y de la
monarquía. La confianza en esta última, entre las clases privilegiadas, se ha
visto seriamente quebrantada y la crisis es grave. Objetivamente, existen las
premisas necesarias de una revolución. Pero en el momento actual no hay en
España ninguna fuerza política organizada, ni entre la burguesía industrial ni
entre la clase obrera, que sea capaz de tomar el poder en sus manos.
A nuestro juicio hay dos perspectivas
políticas posibles, no diremos probables: La primera, infinitamente improbable,
sería la convocatoria de unas Cortes constituyentes
que elaborarían una nueva Constitución. Pero, ¿quién podría convocar estas
Cortes? ¿Primo de Rivera? Sería
paradójico ver a un dictador convocar un parlamento encargado de transformar
las bases políticas del país. La historia no conoce ejemplos parecidos. La convocatoria
de un parlamento semejante provocaría un período de fermentación popular, de
agitación, de propaganda, de organización de las fuerzas substancialmente
revolucionarias del país, que no podría conducir más que a una situación
netamente revolucionaria, cuyas consecuencias inmediatas serían el
derrumbamiento de la monarquía. En España, la revolución burguesa no ha sido
aún realizada y no es posible, como lo demuestra la experiencia de los demás
países, más que sobre la base de la movilización y la participación de las
grandes masas populares. La burguesía española no se opondría a la instauración
de una república democrática que, al mismo tiempo, concediese una amplia
autonomía política a Cataluña y Vizcaya, pero la burguesía tiene miedo (y hay
que decirlo, fundado) a las masas. La experiencia de la revolución rusa es, en
este sentido, demasiado elocuente. Una revolución se sabe cómo empieza; pero es
más difícil decir cuál será su desenlace una vez desencadenada…
Todas estas razones nos inclinan a eliminar
como muy improbable la primera perspectiva. La segunda perspectiva, la más
probable a nuestro juicio, es el compromiso entre la dictadura, ciertos
elementos del antiguo régimen y la burguesía industrial…, compromiso que
hallaría su expresión en un régimen seudoconstitucional que, actualmente, no
podría ser más que transitorio, como lo es, en general, la situación. Será
necesario, sin embargo, conceder cierta libertad a las organizaciones obreras,
a la prensa, a la propaganda y la agitación. Esto unido a la crisis general del
país, al descontento creciente de las masas, no hará más que agravar la
situación. Surgirán agitaciones obreras, huelgas, y la cuestión del poder se
planteará de nuevo en toda su integridad”.
El lector nos perdonará la extensión del
extracto que hemos reproducido. Los acontecimientos se han desarrollado en sus
líneas generales en la forma prevista por nosotros. La situación creada en
España a partir de la subida al poder del general Berenguer,
ha correspondido fundamentalmente a nuestra previsión.
Desde
la caída de Primo de Rivera al 14 de abril, España ha vivido bajo ese régimen
semidictatorial, semiconstitucional, que anunciábamos en nuestro artículo como
el único posible en aquella situación. Pero ese estado de cosas no podía durar.
Se trataba de un aplazamiento, no de una solución. Las contradicciones que
existían antes del 13 de septiembre de 1923, no sólo persistían sino que se
agravaban. Aumentó el déficit comercial, el volumen de la Deuda.
Si en
el curso del año 1929 el cambio de la libra esterlina fue, por término medio,
de 33,161, en 1930 fue de 41,927. En la primera mitad del año 1929 el número de
quiebras fue de 40; en el mismo período del año 1930, de 48. El número de
suspensiones de pagos pasó de 31 en 1929, a 55 en 1930. La renta de aduanas
acusa una disminución: pesetas 2.455.100 de enero a noviembre de 1929,
2.230.300 en el mismo período del año pasado. El tonelaje de la marina
mercante, era en 1929 de 1.231.912 toneladas y de 1.207.093 en 1930. La emisión
de capitales fue en 1930 la mínima registrada en la última década: 969
millones, contra 2.497 millones en 1929. Finalmente, el índice de precios al
por mayor pasa de 183 a 190 por lo que se refiere a las substancias
alimenticias y de 179 a 181 por lo que respecta a las materias industriales.
Donde
la crisis se ha dejado sentir con más intensidad, ha sido en la agricultura. La
cosecha de trigo fue de 36.000.000 de quintales métricos. El mercado interior
necesita 37. La producción del vino, que en 1929 fue de 24.997.565, descendió
el año pasado a 16.660.384. La cosecha de olivas fue el 36% de la cosecha
media. Es en Andalucía donde la crisis ha alcanzado caracteres de mayor
gravedad. Según los datos oficiales, había a principios de 1931 más de cien mil
jornaleros agrícolas sin trabajo.
Todo
esto tuvo una repercusión directa sobre la situación de las masas populares,
cuyo descontento fue creciendo sin interrupción.
El
problema del país no podía resolverlo ningún emplaste. Todas las tentativas,
todas las maniobras realizadas por la monarquía, desde la llamada al poder de Sánchez
Guerra y las negociaciones entabladas con los capitostes
republicanos presos en Madrid, hasta la formación del gobierno del almirante
Aznar, en el cual se concentraron las últimas reservas de la
monarquía, resultaron completamente ineficaces.
IV. LA CAÍDA DE LA MONARQUÍA
La
monarquía había agotado todos sus recursos y se hallaba en un callejón sin
salida. Los hombres más perspicaces del antiguo régimen dejaban al rey en la
mayor soledad, abandonando a la monarquía del mismo modo que las ratas,
azoradas, abandonan el buque que se va a pique.
En
estas circunstancias el régimen tenía que caer, y cayó. ¿Cómo se explica que
esa monarquía secular, que tantas pruebas había resistido, se desplomara sin
que fuera necesaria la acción violenta de las masas? Los demócratas burgueses
de todos los matices se han esforzado en presentar este hecho como un argumento
irrebatible, contra los que sostienen que la revolución no puede realizarse más
que mediante la acción violenta. España (dicen) ha dado un ejemplo magnífico al
mundo y ha pasado de un salto de su semibarbarie de ayer, a la vanguardia de
los países más avanzados. Hay que confesar que este argumento ha producido una
gran impresión, no sólo entre las masas pequeño burguesas del país, inclinadas
por esencia a la candidez, sino aun entre una parte de la clase trabajadora y,
lo que es peor, de los militantes del movimiento obrero. Así, por ejemplo,
hemos podido leer en Solidaridad
Obrera, órgano oficial de la Confederación
Nacional del Trabajo, un artículo en el que se decía: “En un
régimen de libertad la revolución incruenta es aún más posible, más fácil que
bajo la monarquía” (número del 23 de abril), y Pestaña,
pocos días después de la proclamación de la República, declaraba en una
asamblea sindical, y lo ratificaba recientemente en una conferencia dada a los
estudiantes de la Universidad de Barcelona, que los últimos acontecimientos
habían demostrado la posibilidad de una evolución pacífica hacia el comunismo libertario.
Al
observador superficial puede producirle, en efecto, una profunda impresión el
hecho de que la República española se proclamara sin violencia alguna. Sin
embargo, quien haya seguido de cerca el desarrollo de los acontecimientos
durante estos últimos meses, no se sentirá sorprendido en lo más mínimo por
este desenlace insólito. Hay que decir que los primeros sorprendidos fueron los
propios republicanos, hasta tal punto que puede decirse, parodiando la frase de
un famoso empresario de teatros barcelonés, que los acontecimientos del 14 de
abril fueron un éxito “que sorprendió a la misma empresa”.
Digamos
ante todo, que el 14 de abril transcurrió sin lucha y el cambio de régimen se
ha efectuado de un modo tan incruento, por la razón fundamental de que en
España no ha habido revolución. En efecto, ¿qué es una revolución? “Una
revolución (decíamos en nuestra obra Las dictaduras de nuestro tiempo) es un
movimiento popular que destruye las bases económicas del régimen existente para
asentar las de un nuevo sistema. En este sentido (que es el único exacto) puede
hablarse de revolución turca y de revolución rusa, puesto que la primera ha
destruido un sistema semifeudal, ha abatido el imperialismo y abierto camino a
la evolución capitalista del país, y la segunda ha derribado la burguesía para
edificar una sociedad basada en la propiedad colectiva de los medios de
producción”. Los acontecimientos del 14 de abril no han modificado para nada la
base económica del régimen y, por consiguiente, no ha habido revolución. Como
para desvanecer toda duda sobre el particular, el gobierno provisional, en su
primera nota oficiosa, publicada dos días después de la caída de la monarquía,
proclamaba solemnemente la intangibilidad del derecho de propiedad. No podía
ser de otro modo: la burguesía, e incluso una buena parte de los elementos
feudales del país, representados directamente en el gobierno por los señores Alcalá Zamora
y Miguel Maura,
se hicieron republicanos con el fin de salvar lo que ya no era posible salvar
bajo la monarquía: sus intereses económicos. De no haber adoptado esta actitud
inteligente, dictada por el interés de clase, el régimen habría caído
inevitablemente más tarde, pero en ese caso, hubiera sido barrido por la
revolución popular, cuyas consecuencias posibles aterrorizaban a las clases
privilegiadas españolas. Es indudable que el deseo de evitar esa explosión
popular, fue uno de los motivos más importantes que impulsaron a una gran parte
de dichas clases, a abandonar a la monarquía. En estas circunstancias, al
régimen monárquico le estaba reservada la misma suerte que a la dictadura de
Primo de Rivera: caer como un fruto podrido, sin hallar el menor
sostén en el país.
El
hecho de que la jornada del 14 de abril no pueda ser considerada como una
revolución, no significa, ni mucho menos, que en España no haya pasado nada. La
caída de la monarquía representa una etapa importantísima en la historia de la
revolución española, que se halla aun relativamente lejos de su etapa final.
Para nosotros, los comunistas, la cuestión de la forma de gobierno no es
indiferente. La caída de la monarquía representa la desaparición de uno de los
vestigios feudales más importantes. Porque aunque no fuera más que por el hecho
de que gracias al cambio de régimen desaparece la cuestión previa de la forma de
gobierno, que hacía que una gran parte de la clase trabajadora se desviara del
terreno de la lucha de clases, habríamos de saludar con entusiasmo la jornada
del 14 de abril. Como decía Karl Kautsky,
en los tiempos en que era todavía revolucionario, “la república es la forma de
gobierno bajo la cual los antagonismos sociales, hallan la expresión más
acentuada”.
Ha
pasado, pues, alguna cosa. Habría ocurrido, indudablemente, algo más sustancial
si el proletariado, en vez de convertirse, como se ha convertido, en un
apéndice de la izquierda burguesa, hubiera
tenido una política de clase propia. ¿Qué hemos visto en realidad? Los
socialistas han actuado abiertamente en coalición declarada con los republicanos.
La misma política han seguido, aunque en una forma más encubierta, los
anarcosindicalistas. Desde la dictadura de Primo de Rivera hasta aquí, la
Confederación Nacional del Trabajo no ha tenido política propia, sino que ha subordinado enteramente su actuación
a la de los partidos republicanos. Así hemos visto el hecho paradójico
de que esta misma Confederación que en 1929 desautorizaba a Peiró,
uno de sus militantes más destacados, por haber firmado un manifiesto junto con
elementos republicanos, en el cual se incitaba a formar el frente único de
todos los “elementos liberales”, que para derribar la monarquía practicaba en
realidad esta política y, a pesar de su apoliticismo, se adhería al “pacto de San
Sebastián”, y apoyaba directamente, en las elecciones del 12 de
abril, a la izquierda republicana de Macià. Villaverde,
militante de la Confederación que lo declaraba abiertamente hace poco desde la
tribuna del Ateneo de Madrid.
La
clase obrera, que durante la dictadura, ha visto clausurar sus organizaciones,
perseguir a sus militantes, amordazar a su prensa, disminuir sus salarios y
violar la jornada de ocho horas, confiaba en que la República abriría un
período de libertad de desarrollo para sus organizaciones. Deshacerse de la
monarquía, causa principal, a sus ojos, de todos los males, constituía una
obsesión para el proletariado. Y como en la arena política del país no
aparecían como fuerza política considerable, más que los partidos republicanos
y que, por otra parte, los dirigentes de la Confederación Nacional de Trabajo,
la organización revolucionaria de más prestigio en el país, apoyaban
directamente la actuación de dichos partidos y renunciaban a toda política independiente, no tiene nada de
particular que las masas trabajadoras se desviaran del terreno de la lucha de
clases y se dejaran hipnotizar por las ilusiones democráticas.
No somos de los que se dejan
descorazonar por este estado de espíritu temporal de nuestro proletariado.
Estas ilusiones, psicológicamente comprensibles, no tardarán en desaparecer.
Los hombres de la república serán en este sentido nuestros auxiliares más
preciosos.
Pero
sería funesto confiar exclusivamente en una evolución paulatina de la
conciencia de las masas, sin que por nuestra parte hiciéramos nada para
acelerar esta evolución. La historia
no espera, y sería de consecuencias fatales para el porvenir de la revolución
española, que en los momentos graves y decisivos que se acercan, la clase
trabajadora no estuviera preparada para desempeñar el papel que históricamente
le está reservado.
V. EL CARÁCTER DE LA REPÚBLICA
ESPAÑOLA
Paciente
y tenazmente hay que poner de manifiesto ante las masas trabajadoras de nuestro
país, el carácter de la república implantada el día 14 de abril. Antes era una
parte de las clases dirigentes la que dominaba bajo la cubierta del rey, hoy
será toda la burguesía la que después de haberse puesto el traje de baile de la
república, (según la expresión de Marx), reinará en nombre de todo el pueblo.
Todo ataque a los privilegios escandalosos de la burguesía y de los
terratenientes, será considerado como un atentado al régimen republicano,
representante según la ficción democrática, de los intereses de todas las
clases del país.
El frente único contra el comunismo,
formado por todos los elementos republicanos, desde la extrema derecha a la
extrema izquierda, es muy elocuente en este sentido. Y las persecuciones contra
los comunistas, que no tienen nada que envidiar a las de los mejores tiempos de
la monarquía, no son más que el preludio de la gran ofensiva que se prepara
contra el proletariado revolucionario. Desde el punto de vista de los intereses
de clase que representan y defienden, la actitud de los hombres de la República
no puede ser más lógica. El comunismo es la única tendencia que se propone
hacer la revolución, esa misma revolución que la burguesía ha querido evitar
proclamando la República. Y por ello no contenta con las medidas represivas,
procura desacreditar a los comunistas a los ojos de las masas populares,
acusándoles de convivencia con la extrema derecha reaccionaria, de la misma
manera que los hombres del gobierno provisional ruso de 1917, acusaban a los
bolcheviques de estar al servicio del Estado Mayor alemán.
En realidad, la proclamación de la
República no ha sido más que una tentativa desesperada de la parte más
clarividente de la burguesía y de los grandes terratenientes para salvar sus
privilegios. En este sentido, la composición del gobierno provisional es
extremadamente significativa. La presidencia y el Ministerio de la Gobernación
se hallan en manos respectivamente de Alcalá Zamora
y de Miguel Maura,
católicos fervientes, representantes típicos del feudalismo y del unitarismo
absolutista y reaccionario; la cartera de Hacienda la detenta el socialdemócrata
Indalecio Prieto,
estrechamente ligado al capital financiero vasco; el ministro de Economía, Nicolau D’Olwer,
es el representante de la banca catalana; finalmente, al frente del Ministerio
del Trabajo se halla Largo Caballero,
líder socialista, ex consejero de Estado bajo la dictadura, secretario de la
central sindical reformista, Unión General de Trabajadores, y cuya
misión en el gobierno es bien clara: ahogar el movimiento obrero, domesticarlo
para mayor provecho de la consolidación del régimen de explotación burguesa,
bajo la forma republicana.
El origen y la composición del gobierno
provisional, lanza una luz muy viva sobre el carácter de la segunda República
española, a la cual se puede aplicar perfectamente el juicio que merecía a Marx
la república proclamada en Francia en febrero de 1848. “La joven república
[decía] consideraba que su mérito principal consistía en no asustar a nadie, al
contrario, en asustarse a sí misma y defenderse con su propia debilidad,
creyendo así desarmar a los enemigos”. La preocupación esencial del gobierno
consiste en dejar intactas las bases en las cuales se apoyaba la monarquía, y
en evitar el desbordamiento de las masas populares, que tienden naturalmente a
exigir la realización integral de la revolución democrática.
Es evidente que un gobierno parecido, no
puede resolver ninguno de los problemas fundamentales de la revolución
democrática: el de la tierra, el de las nacionalidades, el de las relaciones
entre la Iglesia y el Estado, el de la transformación del aparato administrativo
burocrático del antiguo régimen, y el de la lucha contra la reacción.
En su primera declaración, el gobierno
provisional, se expresaba en términos que muestran claramente su decisión de
dejar intactas las bases de la gran propiedad agraria. Sobre el particular no
formula más que una afirmación bien precisa: “La propiedad privada está
garantizada por la ley”, y “no podrá ser expropiada más que por razones de
utilidad pública y con la indemnización correspondiente”. Como solución, la
nota se limitaba a formular la promesa vaga de que “el derecho agrario debe
responder a la función social de la tierra”. Es evidente (el decreto sobre la
reforma agraria publicado posteriormente lo demuestra con creces) que la
República no tiene la menor intención de atacar los derechos sagrados de los
grandes propietarios y las supervivencias feudales, que bajo la forma de foros,
aparcería, rabassa morta, arrendamientos, etc., subsisten en el país.
En la cuestión de las nacionalidades,
una de las más graves de España, la actitud adoptada por el gobierno de Alcalá
Zamora es no menos significativa. Es indiscutible que la proclamación de la
república catalana, que precedió a la de la república española en Madrid, fue
el acto más revolucionario realizado el 14 de abril. Un gobierno auténticamente
democrático debería haber reconocido sin reservas un acto que contaba con la
aquiescencia indiscutible de la mayoría aplastante del pueblo catalán. El nuevo
poder central se ha levantado contra la joven República, y ha dado la prueba de
un espíritu chovinista, absorbente, asimilista, que no tiene nada que envidiar
al del poder central monárquico desaparecido.
Por lo
que se refiere a las relaciones con la Iglesia, el gobierno provisional ha
proclamado su deseo de mantener un contacto amistoso con la Santa Sede,
limitándose prácticamente a decretar la libertad de cultos y la secularización
de los cementerios, sin decir una palabra del que constituye una de las
reivindicaciones tradicionales de la democracia, la separación de la Iglesia y
del Estado, ni de la confiscación de los bienes de las congregaciones
religiosas, ni de la expulsión de estas últimas.
¿Y el
aparato del Estado? Sigue siendo el mismo del antiguo régimen. Sus partidarios
más ardientes continúan ocupando los cargos más importantes.
En fin
¿qué serias medidas ha tomado el gobierno provisional para hacer frente a los
golpes probables de la reacción, que conspira y puede contar en un momento
decisivo, con las fuerzas armadas del antiguo régimen, que la República no sólo
ha dejado intactas, sino que las emplea para ametrallar a los obreros? No
creemos sea necesario demostrar la lenidad del gobierno en este sentido; si,
por espíritu de conservación y bajo el impulso de las masas, ha tomado
recientemente algunas medidas represivas contra los elementos monárquicos más
destacados, no es menos cierto que dejó escapar a Alfonso
de Borbón, a los dirigentes de las organizaciones de asesinos
fundadas por el ex-gobernador civil de Barcelona general
Martínez Anido, que no toma medidas radicales contra los
oficiales del ejército, que realizan una propaganda monárquica abierta y
conspiran contra el nuevo orden de cosas, que mantiene en pie a los somatenes a
pesar del decreto de disolución y asimismo a la Guardia civil, esos verdugos de la clase obrera,
profundamente odiados por las masas y que recientemente han tenido la
insolencia de publicar un manifiesto, amenazando con aplastar el movimiento
revolucionario de la clase obrera. Nunca, ni aun en los tiempos de la
monarquía, ese cuerpo armado había tenido la audacia de lanzar un reto tan
descarado a la clase trabajadora.
Todo
esto demuestra de una manera indiscutible, lo que hemos sostenido
constantemente durante esos últimos meses: que la revolución democrático
burguesa no puede ser realizada por la burguesía, que dicha revolución no puede
ser obra más que del proletariado en el poder, apoyándose en las masas
campesinas, las cuales representan en nuestro país el setenta por ciento de la
población trabajadora. Más concretamente: la
revolución democrático burguesa, no podrá ser realizada en España más que
mediante la instauración de la dictadura del proletariado.
VI. LA TÁCTICA DE LOS COMUNISTAS
De aquí
se deduce la táctica que debe seguir el proletariado revolucionario. La línea
estratégica es clara: sólo la clase
obrera puede resolver los problemas que tiene planteados la revolución
española, sólo la instauración de la dictadura del proletariado puede
significar el coronamiento del proceso revolucionario, por el que atraviesa
nuestro país. Pero una cosa es la estrategia y otra la táctica. Esta
debe adaptarse a las circunstancias objetivas de cada momento concreto, sin
perder nunca de vista, naturalmente, el fin estratégico perseguido.
En el
momento actual predominan en el proletariado y en las masas populares del país
las ilusiones democráticas. Nuestra misión debe consistir en desvanecer esas
ilusiones demostrando, por la crítica constante de los hechos, la imposibilidad
para la burguesía de dar satisfacción a ninguna de las aspiraciones de las
masas, y en impulsar esas últimas a la acción enérgica y constante para
conseguir que la revolución democrática sea llevada hasta las últimas
consecuencias. Nadie es tan enemigo
como los comunistas, de los golpes de mano, de los putchs. La revolución
proletaria no se puede realizar más que apoyándola en las grandes masas del
país. Y por ello nuestra misión esencial debe consistir en
conquistarnos a esas masas. Cuando éstas están hipnotizadas aún por la ilusión
republicana, cuando no cuentan con grandes organizaciones susceptibles de
canalizar el movimiento, tales como los soviets o las Juntas Revolucionarias,
cuando los sindicatos son aun relativamente débiles, cuando no existen consejos
de fábrica y, sobre todo, cuando
falta en España un gran partido comunista, cerebro y brazo de la revolución,
hablar de la toma del poder por la clase trabajadora es pura demagogia que no
puede conducir más que a las aventuras estériles y, en fin de cuentas, a la
derrota sangrienta del proletariado.
Por
arraigadas que estén las ilusiones democráticas, no es imposible, ni mucho
menos, destruirlas. Es más, este proceso se puede realizar con relativa
rapidez. En los períodos revolucionarios como el actual, la conciencia de las
masas trabajadoras se desarrolla con rapidez incomprensiblemente mayor que en
los períodos normales. Los acontecimientos de mayo constituyen ya en este
sentido un síntoma alentador. Dichos acontecimientos, que constituyen una seria
advertencia para los gobernantes, demostraron que las masas empiezan a darse
cuenta de la falta de decisión revolucionaria, de la lenidad extraordinaria de
los hombres de la República. Indignadas ante la benevolencia con que el
gobierno permitía las procacidades de la reacción monárquica, las masas
trabajadoras expresaron su descontento por un medio que, aunque primitivo, no
dejó de ser eficaz: pegando fuego a los conventos.
No
creemos nosotros que éste sea el procedimiento más indicado, todo lo contrario.
Si las masas trabajadoras hubieran contado con organizaciones políticas
propias, el movimiento hubiera sido dirigido y canalizado por estas últimas. A
falta de ellas, las masas expresaron su voluntad como pudieron. Y en este caso
la violencia con que la indignación popular se expresa, no puede asustar más
que a los elementos conservadores. Cuando esta indignación se desborda, es
inútil querer canalizarla por cauces legales. Es como si se intentara
reglamentar la tempestad. Y la naturaleza no puede convocar las Constituyentes
antes de desencadenar la tormenta.
Exigir que se realice verdaderamente la
revolución democrática debe ser hoy nuestro grito de batalla. Hay que demostrar
que el problema de la tierra, problema fundamental de la revolución
democrática, no puede ser resuelto con decretos y declaraciones vacuas, con la
creación de comisiones cuyo fin esencial consiste en esquivar la solución
revolucionaria, que la única manera de resolver dicho problema consiste en
abolir el derecho de propiedad privada sobre la tierra, expropiando a los
terratenientes y estableciendo el principio de que la tierra debe ser para el
que la trabaja.
Con
respecto a la cuestión de las nacionalidades, es preciso hacer ver a las masas
que no hay más que un medio de resolverlo: reconocer el derecho indiscutible de
los pueblos a disponer libremente de sus destinos, sin excluir el derecho a la
separación, si ésta es la voluntad evidente de la mayoría.
Hay que
saludar las medidas tomadas por el gobierno provisional, bajo la presión de las
masas populares, contra los elementos reaccionarios. Pero hay que decir al
mismo tiempo que esta lucha será completamente ineficaz si no se destruye la
base en que se apoyaba la reacción: la Iglesia y la propiedad feudal, y si,
como complemento indispensable, no se disuelve la Guardia Civil, encarnación
viva de la monarquía despótica desaparecida, y se arma el pueblo.
Las
masas populares se contentarán cada día menos con las frases pomposas sobre la
democracia y la libertad y exigirán que éstas tengan un contenido real. La
primera medida democrática debe consistir en destruir el aparato
burocrático-administrativo en que se apoyaba la monarquía, instituir el
verdadero sufragio universal y no la parodia del mismo que nos ha brindado
recientemente el gobierno de la República con su reforma electoral. En efecto,
no se puede hablar de sufragio universal cuando no se reconoce el derecho del
voto a las mujeres, ni a esa juventud que un papel tan brillante ha desempeñado
durante esos últimos años en la lucha contra la monarquía. El verdadero
sufragio universal debe consistir en conceder el derecho de voto a toda la
población adulta, sin distinción de sexo, sin hacer una excepción para los
soldados, a partir de los diez y ocho años.
Finalmente,
la clase obrera ha de reclamar, por su parte, que sea garantizada completamente
su libertad de organización y de propaganda, que se liquide esa triste herencia
de la dictadura que son los Comités paritarios, que se acabe con las
persecuciones de los elementos revolucionarios del proletariado.
Es en
este el terreno exclusivamente, lo repetimos, en el que se podrá conquistar a
las masas y llevarlas, por su propia experiencia, al terreno de la lucha
directa contra la dominación burguesa.
VII. LAS LECCIONES DE LA
EXPERIENCIA HISTÓRICA
En estas circunstancias se comprenderá
cuán importante es la labor de propaganda. En esta labor, el ejemplo de las
revoluciones anteriores debe ser presentado constantemente a las masas a fin
que aprendan a evitar los errores cometidos por sus hermanos de clase en otros
países, y cuya repetición conduciría inevitablemente al proletariado a la
derrota.
La
historia nos ofrece tres ejemplos característicos cuyas lecciones debe
aprovechar la clase obrera: la Revolución francesa de 1848, la Revolución rusa
y la Revolución china.
a) La experiencia de la
revolución francesa de 1848
La
revolución francesa de 1848, es una de las más aleccionadoras por los puntos de
contacto que, en sus rasgos fundamentales, tiene con la española. El
levantamiento de 1848 tuvo su origen inicial en una cuestión aparentemente
secundaria: la reforma electoral. Pero el proletariado, que llevó la lucha a las
barricadas, le dio un carácter profundamente revolucionario, obligando a la
burguesía a proclamar la República y a dar a ésta un matiz, ya que no un
contenido, social. En Francia, como aquí, la caída de la monarquía y la
proclamación de la República suscitaron inmensas ilusiones democráticas entre
las masas. Lamartine decía que la revolución del 48 había puesto término al
equívoco del antagonismo entre las clases, y que en lo sucesivo todos los
franceses se fundirían en una gran democracia, cuyo común dominador sería la
fraternidad (Fraternité). En realidad, la revolución de febrero de 1848 señaló
el coronamiento de la dominación burguesa.
El
gobierno provisional de 1848 tiene, por su origen y composición, muchos puntos
de contacto con el gobierno provisional de la II República española. La
analogía en este sentido no puede ser más sorprendente. Claro está, que nos
referimos a sus características fundamentales, sin que con ello queramos decir
que la coincidencia sea absoluta. Han pasado desde entonces muchos años y las
circunstancias históricas no son absolutamente las mismas. En aquel entonces,
por ejemplo, en Francia no había aún un gran proletariado industrial y el
problema nacional, que desempeña aquí un papel tan importante, no estaba
planteado en el país vecino. Esta última circunstancia ha hecho, por ejemplo,
que surgieran en España dos gobiernos, el del poder central representante
típico de la gran burguesía, y el gobierno de la Generalidad de Cataluña,
representante típico de la pequeña burguesía radical. Aquí, como en Francia,
tienen una participación considerable en el gobierno los representantes de esa
pequeña burguesía y así, si en el gobierno provisional de 1848 había
socialistas a la violeta tales como Louis Blanc y Albert, hay entre los gobernantes
de nuestra república, socialistas del mismo carácter, tales como Serra, Moret y
Fernando de los Ríos.
Para
que la analogía histórica sea aún más evidente, hagamos notar que si el
gobierno provisional de 1848 tenía a un poeta, Lamartine, la República actual
tiene a un Ventura Gassol,
del cual se puede decir, como decía Marx refiriéndose a aquél, que es la
revolución misma, con sus ilusiones y sus frases. Bien es verdad que hay
también en el gobierno socialistas de otro tipo, para los cuales los
acontecimientos de los últimos años (la guerra, las revoluciones rusa y
alemana, la experiencia de la colaboración de clases) no han pasado en vano.
Esos socialistas (hemos nombrado a Prieto y Largo Caballero) no están llamados
a desempeñar el papel que correspondió en el pasado a los socialistas
sentimentales a lo Louis Blanc,
sino el que han desempeñado los perros de presa de la burguesía, tales como Noske en
Alemania.
En 1848
el proletariado, que luchó heroicamente en las barricadas, en vez de atacar de
frente al régimen burgués, se convirtió en un simple apéndice de la pequeña
burguesía radical. El resultado de esta política fue la sangrienta derrota del
mes de junio, que cimentó la dominación burguesa, aplastó al proletariado por
largos años y preparó el golpe de Estado de Napoleón III. El instrumento de esa
reacción fue un general republicano, Cavaignac. Estos
acontecimientos señalaron el desastre de la ideología pequeño burguesa. Es ésta
una lección que la clase trabajadora de nuestro país debe tener muy en cuenta.
Desgraciadamente, en estos últimos años, la clase obrera española, dirigida por
los anarcosindicalistas y los socialistas, no ha tenido una política de clase
independiente, y se ha limitado a hacer servilmente el juego a la izquierda
radical burguesa. Si nuestro proletariado no se apresura a librarse de la
influencia de esta última, y a adoptar una política propia, será aplastada
irremisiblemente por la burguesía, y las jornadas apoteósicas del mes de abril
serán seguidas inexorablemente, en un porvenir más o menos próximo, de unas
jornadas de junio, para las cuales no faltará un Cavaignac, más o menos
republicano.
Como
esta cuestión tiene una importancia fundamental para el porvenir de la
revolución española, pediremos perdón al lector por nuestra insistencia.
La política pequeño burguesa, por
radical que aparezca exteriormente, no pude conducir más que a la derrota del
proletariado. Es ésta una consecuencia directa de la situación que dicha clase
ocupa en el sistema económico capitalista. Karl Marx, que ha publicado
magníficos estudios sobre la Revolución francesa de 1848 y la restauración napoleónica
(La lucha de clases en Francia y El XVIII Brumario de Luis Bonaparte, dice
a propósito de la pequeña burguesía radical francesa: “Reclama instituciones
republicanas democráticas, no para suprimir los dos extremos, el capital y el
asalariado, sino para atenuar el antagonismo de los mismos y transformarlo en
armonía. Sea cual sea la diversidad de los medios propuestos para conseguir
este fin, y a pesar del carácter más o menos revolucionario de las ideas que se
unen al mismo, el fondo sigue siendo idéntico: se trata de transformar la
sociedad apoyándose en la democracia, pero sin ir más allá de los límites de la
pequeña burguesía. No hay que imaginarse, dejándose llevar por una idea
estrecha, que la pequeña burguesía quisiera, en principio, hacer prevalecer un
interés egoísta de clase. Ella se imaginaba, por el contrario, que las
condiciones particulares de su emancipación son las únicas condiciones
generales susceptibles de salvar a la sociedad moderna y de evitar la lucha de
clases. No hay que imaginarse tampoco, que los representantes demócratas sean
todos unos tenderos. Su cultura y su situación individual pueden alejarlos de
éstos considerablemente. Lo que hace de ellos los representantes de los
pequeños burgueses, es que no pueden sobrepasarlos en la práctica y que,
teóricamente, se ven empujados a los mismos problemas y a las mismas soluciones
que el interés material y la situación social imponen prácticamente a los
segundos. Tal es, por otra parte, la relación que existe ordinariamente entre una
clase y sus representantes políticos y literarios”.
Hemos
insistido particularmente sobre el papel de la pequeña burguesía radical en los
grandes acontecimientos políticos, precisamente porque esta clase social
desempeña un gran papel en la vida política de nuestro país. En Cataluña, muy
principalmente, el gobierno de la Generalidad tiene un carácter netamente
pequeño burgués. Y ya en sus primeros pasos ha puesto de manifiesto la
indecisión, las vacilaciones características de esa clase social. Los hombres
dirigentes de la República en Cataluña han prodigado las frases revolucionarias
y demagógicas. En vísperas de las elecciones municipales de abril, los oradores
de la Izquierda Republicana, capitaneada por el señor Francesc Macià,
llevaban a cabo una agitación casi comunista, con lo cual, dicho sea de paso,
consiguieron incluso atraerse a una gran parte de la clase trabajadora. Pero
como sucede siempre con la pequeña burguesía, todo esto no ha pasado de
fraseología pura, y la acción, desde el gobierno de la Generalidad, no ha
correspondido ni mucho menos al tono amenazador y violento de las declaraciones
públicas. Y es que, citando nuevamente unas frases lapidarias de Marx, que
parecen escritas para nuestra situación: “las amenazas revolucionarias de los
pequeños burgueses y de sus representantes demócratas no persiguen otro fin que
intimidar a los adversarios. Y cuando han emprendido un camino sin salida y se
han comprometido suficientemente para verse obligados a la ejecución de sus
amenazas, recurren al equívoco, esquivan, ante todo, los medios de la
realización y buscan pretexto para la derrota. La obertura brillante que
anunciaba el combate se transforma en un débil murmullo, así que el combate ha
de empezar, los actores acaban por no tomarse en serio ellos mismos y la
intriga se acaba como un globo que una picada de aguja ha deshinchado”.
b) La experiencia de la
Revolución rusa
Otra
de las experiencias que el proletariado no debe olvidar es la Revolución rusa.
Entre
la situación de Rusia en vísperas de la revolución y la de España hay una
analogía de una evidencia sorprendente. En Rusia, como en España, la creación
del Estado unificado y centralizado precedió al desarrollo del capitalismo, y
la unidad obtenida fue una unidad absolutista y despótica, caracterizada por la
más irritante desigualdad nacional. En Rusia, como en España, el poder había
sido monopolizado por la clase de los terratenientes, y allí como aquí no se
había realizado la revolución burguesa característica de los grandes países
capitalistas. Finalmente, en Rusia, como aquí, la burguesía era débil,
substancialmente regresiva e incapaz de resolver radicalmente los problemas
fundamentales de la revolución democrática burguesa: el de la tierra, el de las
relaciones entre la Iglesia y el Estado, el de las nacionalidades, el de la
renovación del aparato burocrático administrativo. Y, sin embargo, cuando en
febrero de 1917 se derrumbó la monarquía secular de los Romanov por la acción
de las masas obreras y campesinas, fue esa misma burguesía regresiva, que temía
la revolución, la que tomó el poder precisamente para decapitar a esta última.
En este sentido hay también una analogía fundamental con la situación española.
En cambio, la diferencia esencial consiste en el hecho de que la hegemonía del
movimiento la había ejercido el proletariado, el cual contaba, por otra parte,
con los soviets, organismos revolucionarios insustituibles. Esto hizo que desde
el primer momento se estableciera una especie de poder dual: el del gobierno
provisional y el de los soviets. Como resultado de ello, nació un gobierno de
coalición, del cual entraron a formar parte representantes de los partidos que
en aquel entonces predominaban en los soviets: los socialistas revolucionarios
y los mencheviques. Es, sobre todo, la experiencia de la política de estos
partidos eminentemente pequeñoburgueses, muy particularmente de la del primero,
la que la clase trabajadora de nuestro país debe utilizar.
Los mencheviques
y los socialistas revolucionarios creían en la posibilidad de un régimen
político democrático, representante de los intereses de toda la población, que
resolvería por la vía parlamentaria los problemas fundamentales que la
revolución rusa tenía planteados. La experiencia demostró lo utópico de esta
concepción. Un gobierno en el cual estaban representadas la gran burguesía
industrial y la gran propiedad agraria, ligadas con el imperialismo de la
Entente, no podía dar satisfacción a las dos aspiraciones fundamentales de las
masas: la paz y la tierra. Desde el poder no se podía practicar más que una
política en defensa de los intereses de las clases privilegiadas o una política
netamente proletaria, la única que, por otra parte, podía llevar a cabo la
revolución democrático burguesa. El gobierno de coalición servía la primera de
estas políticas; sólo el derrumbamiento de dicho gobierno y la instauración de
la dictadura del proletariado podían llevar a cabo la segunda. Esto es lo que
se esforzaron en demostrar los bolcheviques a las masas obreras y campesinas
del país, las cuales acabaron por persuadirse, en la práctica, de que la única
solución viable y eficaz era la bolchevista.
Durante
los ocho meses en que estuvo en el poder el gobierno provisional, no se
resolvió ninguno de los problemas esenciales de la revolución democrático
burguesa. La fuerza armada del nuevo régimen fue mandada contra los campesinos
que habían intentado expropiar a los terratenientes. En la cuestión nacional,
el gobierno provisional siguió la misma política absorbente y asimilista del
zarismo. Al frente del ejército continuaron los mismos hombres de ayer, y el
aparato burocrático administrativo quedó en manos de los elementos del antiguo
régimen.
Los
grandes partidos pequeño burgueses fueron el juguete de los grandes
propietarios e industriales, y las masas, hipnotizadas antes por la propaganda
demagógica de esos partidos, acabaron por volverles la espalda cuando vieron
que ninguna de sus aspiraciones eran satisfechas. El resultado de la política
de los socialistas revolucionarios y los mencheviques fue en Rusia la tentativa
contrarrevolucionaria del general Kornilov. Esta tentativa fracasó porque esos
partidos pequeño burgueses habían perdido mucho terreno entre las masas, y el
partido bolchevique había conseguido ya ejercer una influencia considerable
sobre las mismas. De no ser así, y de no existir por añadidura organizaciones
tales como los soviets, es muy probable que Lavr Kornilov
habría barrido el gobierno provisional y restablecido la autocracia. La lección
es tanto más útil para España cuanto, desgraciadamente, la clase trabajadora no
cuenta en la actualidad ni con organizaciones de masas tales como los soviets,
ni con un potente partido comunista. Esto aumenta el peligro de un golpe de
Estado reaccionario.
Es
evidente, que la aparición de Kornilov y su tentativa contrarrevolucionaria no
hubieran sido posibles sin la existencia de esa política de la pequeña
burguesía radical, que demostró una vez más su impotencia. Los representantes
de esos partidos, cuando los bolcheviques anunciaban la posibilidad del peligro
contestaban: “Si viene un Cavaignac
lucharemos todos juntos”. En contestación a esto, Lenin publicó un artículo
magnífico, que puede ser calificado de clásico. Se titula dicho artículo “¿Cuál
es el origen social de los Cavaignac?”, y sus enseñanzas son tan preciosas para
la clase trabajadora en general y para el proletariado español en particular,
que no vacilamos en reproducir una gran parte del mismo, seguros de que el
lector nos perdonará la extensión del extracto.
“Recordemos
el papel de clase de Cavaignac (decía Lenin). En febrero de 1848 es derrocada
la monarquía en Francia. Los republicanos burgueses están en el poder. Como
nuestros k.d., “quieren el orden”, considerando como tal la restauración y la
consolidación de los instrumentos monárquicos de opresión de las masas: la policía,
el ejército permanente, la burocracia privilegiada. Como nuestros k.d., quieren
poner término a la revolución, odiando al proletariado revolucionario que en
aquel entonces tenía aspiraciones “sociales” (esto es socialistas) muy
indefinidas. Como nuestros k.d., se mostraban implacablemente hostiles a la
política de transportar la revolución a toda Europa, a la política de convertir
a aquella en revolución proletaria internacional. Como nuestros k.d. utilizaban
hábilmente el “socialismo” pequeño burgués de Louis Blanc, a quien tomaban como
ministro, convirtiéndolo de jefe de los obreros socialistas, que quería ser él,
en un apéndice de la burguesía.”
“Tales
fueron los intereses de clase, la posición y la política de la casta
dominante.”
“Otra
fuerza social fundamental era la pequeña burguesía, vacilante, asustada por el
espectro rojo y que se dejaba influenciar por los gritos contra los
“anarquistas”. En sus aspiraciones a un socialismo soñador y verbal, la pequeña
burguesía temía confiar la dirección de la revolución al proletariado
revolucionario, no comprendiendo que este temor les condenaba a depositar la
confianza en la burguesía. Pues en una sociedad de lucha de clases encarnizada
entre la burguesía y el proletariado, sobre todo con la exacerbación inevitable
de esta lucha por la revolución, no puede haber una línea “media”. La posición
de clase y las aspiraciones de la pequeña burguesía consisten en substancia en
querer lo imposible, en aspirar a lo imposible esto es, precisamente a esa
“línea media”.”
“La
tercera fuerza de clase decisiva era el proletariado, el cual aspiraba no a la
“conciliación” con la burguesía, sino a la victoria sobre la misma, al
desarrollo audaz de la revolución y, por añadidura, en el terreno
internacional.”
“He
aquí la base histórica objetiva que engendró a Cavaignac. Las vacilaciones de
la pequeña burguesía la “eliminaron” del papel de participante activo, y
aprovechando su temor a prestar confianza a los proletarios, el k.d. francés
general Cavaignac desarmó a los obreros de París y los ametralló.”
“La
revolución se terminó con esta matanza histórica; la pequeña burguesía,
numéricamente predominante. era y seguía siendo un apéndice político importante
de la burguesía, y tres años más tarde se restauraba nuevamente en Francia la
monarquía cesarista en una forma particularmente ignominiosa (…) No es que Nicolas Tseretelli
o Víctor Chernov
personalmente, e incluso Aleksandr
Kerenski, estén llamados a desempeñar el papel de Cavaignac;
para esto se encontrarán otros hombres que en el momento oportuno dirán a los Louis Blanc
rusos: “Marchaos”, pero los Nicolai
Tseretelli y los Chernov
son los jefes de una política pequeño burguesa que hace posible y necesaria la
aparición de los Cavaignac.”
“¡Cuándo
venga el verdadero Cavaignac, estaremos con vosotros! — (¡Magnífica promesa,
espléndido propósito!) Lástima únicamente que ponga de manifiesto la
incomprensión de la lucha de clases, típica para la pequeña burguesía
sentimental y temerosa. Pues Cavaignac no es una casualidad, su “advenimiento”
no es un hecho aislado. Cavaignac es el representante de una clase (la
burguesía contrarrevolucionaria), es el realizador, de su política. Y es,
precisamente, esa clase, esa política la que sostenéis ya ahora, señores s.r. y
mencheviques. A esa clase y a su política dais, a pesar de tener en este
momento la mayoría evidente el país, el predominio en el gobierno, esto es, una
base magnífica para su actuación”.
Y Lenin
termina esta página insustituible con la siguiente conclusión:
“Verbalmente,
Louis Blanc se
hallaba lejos de Cavaignac como el cielo de la tierra. Louis Blanc había hecho
asimismo infinitas veces la promesa de luchar junto con los obreros
revolucionarios contra los contrarrevolucionarios burgueses. Y, al mismo
tiempo, no habrá ningún historiador marxista, ningún socialista, que dude que
fueron precisamente la debilidad, las vacilaciones, la confianza en la
burguesía por parte de Louis Blanc, las que engendraron a Cavaignac y le
aseguraron el éxito”.
Nada se
puede añadir a estas palabras definitivas. El lector no tiene más que
aplicarlas a nuestra realidad concreta, y sacar de ello las consecuencias
prácticas necesarias.
c) La experiencia de la
Revolución china
La última experiencia histórica
sobre la cual queremos fijar la atención del lector, aunque no sea más que
someramente, es la de la Revolución china.
En
dicho país, bajo el pretexto de la necesidad de la lucha contra el enemigo
común, el imperialismo, el proletariado infeudó sus destinos al Kuomintang,
partido eminentemente burgués. La burguesía pudo reforzar así sus posiciones y
debilitar las de su enemigo de clase, lo cual le permitió aplastar la
revolución popular en el momento oportuno. Durante los años de gran impulso del
movimiento revolucionario (1925-1927) la burguesía nacionalista, con el fin de
atraerse a las masas trabajadoras y garantizar mejor el éxito del golpe que
preparaba contra las mismas, empleaba un lenguaje extremadamente demagógico, no
vacilando en declarar su solidaridad completa con la revolución rusa y aun con
la III Internacional. A pesar de las advertencias de algunos elementos
clarividentes de la Internacional Comunista, muy principalmente de la Oposición
de Izquierda acaudillada por el compañero
Trotski, los comunistas chinos practicaron una política de
colaboración con el Kuomintang,
cuya característica esencial fue la pérdida de toda independencia política por
parte del proletariado revolucionario, y la subordinación del mismo a los
intereses de la burguesía nacional. Los resultados de esta política no pudieron
ser más funestos: el general Chang-Kai Chek, ensalzado por los propios
comunistas como el caudillo de la revolución, aprovechó el momento de la
entrada de las tropas del sur en Changai, para dar un golpe de Estado y
emprender una represión feroz contra el proletariado.
Sin
embargo, esta experiencia no fue aprovechada. El partido comunista, de acuerdo
con las orientaciones de la Internacional, en vez de reaccionar inmediatamente,
aprovechándose del impulso que tenía el movimiento revolucionario, para crear
soviets y emprender la lucha contra la burguesía, prestó su apoyo decidido a los
elementos de la pequeña burguesía radical que formaban la
izquierda del Kuomintang y que constituyeron un gobierno en
Wuhan. Las advertencias de la Oposición
Comunista de izquierda, esta vez tampoco fueron escuchadas. El resultado no se
hizo esperar. Los demócratas de izquierda, acaudillados por VanTsin-Vei (grupo
político cuya ideología es de una analogía sorprendente con la de nuestra
extrema izquierda burguesa) no fueron más que un juguete en manos de la gran
burguesía: bien pronto el ejemplo de Changai fue seguido por Wuhan, y se inició
esa terrible represión contra el movimiento revolucionario chino que ha costado
torrentes de sangre a los obreros y campesinos de aquel país.
De estos tres ejemplos que hemos citado,
el proletariado de todos los países debe sacar las lecciones debidas. Estas
experiencias demuestran que la burguesía no persigue más que un fin:
consolidar, por todos los medios, su dominación de clase, que la pequeña
burguesía de izquierda, a pesar de su fraseología radical, se convierte en el
instrumento de los intereses de aquélla y, finalmente que el proletariado, al
dejarse influenciar por la izquierda democrática, o lo que es peor, al infeudar
sus destinos a la misma, se condena a la propia derrota. Las consecuencias
prácticas que de ello debe sacar el proletariado son: no dejarse hipnotizar por
la ficción democrática; luchar por la verdadera revolución democrática, lo cual
implica la lucha contra la burguesía; sostener una política netamente
proletaria, sin concomitancia alguna con la pequeña burguesía radical.
VIII. PERSPECTIVAS
¿Dónde va la República española? ¿En qué
sentido se desarrollarán los acontecimientos? Lo dicho más arriba nos permite
contestar a esta pregunta con una afirmación escueta: si la clase obrera no se
organiza sólidamente, reforzando sus sindicatos, creando consejos de fábrica,
constituyendo Juntas revolucionarias, y, sobre todo, forjando un potente
partido comunista, la república se desarrollará en el sentido de la
consolidación de la burguesía y de la inauguración de un período de reacción
feroz. Esta reacción puede ser el resultado de un golpe de Estado militar o de
la evolución de las propias formas republicanas. Si en Rusia hubo un Kornilov,
y un Iriburu en la Argentina, un Ibáñez en Chile y un Carmona en Portugal, esto
no significa que haya de ser precisamente un general el instrumento de la
reacción burguesa en nuestro país. No olvidemos que si fue un general republicano,
Cavaignac,
el que en junio de 1848 ametralló a los obreros de París, en mayo de 1871 fue
un hombre civil, Thiers, el que
ahogó en sangre la “Commune”. Este último ejemplo es particularmente
aleccionador para nosotros, por cuanto durante la campaña que precedió a la
caída de la monarquía, los hombres del campo republicano, desde los de la
extrema derecha a los de la extrema izquierda, nos presentaban precisamente
como modelo a Thiers.
El proletariado,
aliado con las grandes masas campesinas, es el único capaz de evitar la
reacción, impulsando la revolución democrática hasta sus últimas consecuencias
y preparando, así, el terreno para la instauración de la dictadura del
proletariado.
Entre
sectores considerables del movimiento obrero revolucionario (y muy
particularmente entre los militantes de la Confederación Nacional del Trabajo),
está muy difundida la idea de la posibilidad de un período de tres o cuatro
años de desarrollo pacífico, sin sacudidas, de la organización obrera. Esta
idea es un resultado de las ilusiones democráticas a que hemos aludido
repetidamente. La posibilidad de un
período tal está absolutamente descartada. Los hechos de estas últimas semanas lo confirman de un modo
incontestable. La crisis porque atraviesa la burguesía española no podía ser
resuelta, porque sus contradicciones son irresolubles en el marco del régimen
capitalista. La situación de las masas obreras y campesinas irá agravándose de
día en día, y la lucha de clases tomará proporciones cada vez más vastas y
caracteres más agudos. En estas condiciones es absolutamente ilusorio
imaginarse que la burguesía puede permitir el desarrollo pacífico de las
organizaciones obreras. El período que se abre no es, pues, un período de paz,
sino de lucha encendida. Y en esta lucha estarán en juego los intereses
fundamentales de la clase trabajadora y todo su porvenir. La clase obrera será
derrotada si en el momento crítico no dispone de los elementos de combate
necesarios: triunfará, si cuenta con estos elementos, si se desprende de todo
contacto con la democracia burguesa, practica una política netamente de clase y
sabe aprovechar el momento oportuno para dar el asalto al poder.
Los peligros que amenazan al
proletariado español son enormes: el proceso iniciado, en vez de terminar en
una revolución, puede tener como coronamiento un aborto. Todo dependerá del
acierto con que la vanguardia revolucionaria actúe en los acontecimientos que
se avecinan.
La burguesía republicana tiene interés
en presentar la reunión de las Cortes constituyentes como la etapa final de la
revolución. Es éste un error fundamental, que la burguesía tiene un interés comprensible
en mantener con el fin de evitar lo que más teme y para lo cual sacrificó, en
esencia, a la monarquía: la revolución. La reunión de las Cortes
constituyentes españolas no es más que una de las etapas del proceso
revolucionario de nuestro país. Las Cortes darán un nuevo impulso al
movimiento, y el período deberá ser aprovechado por la clase trabajadora para
prepararse. Pero no hay que olvidar, que, sea como sea, disponemos de poco
tiempo. En cambio, las tareas que nos incumbe realizar son inmensas.
La más urgente es la de la creación del
partido. Sin un partido, la clase trabajadora no podría emanciparse, y el
proceso revolucionario será contenido por la reacción burguesa. Por esto el
deber de todos los revolucionarios españoles sinceros, debe consistir en
consagrar todos sus esfuerzos a forjar ese instrumento de deliberación de que
tiene necesidad indispensable el proletariado. En realidad, el partido hoy no existe.
Hay una serie de grupos dispersos, sin ninguna conexión entre sí. No queremos
examinar aquí las causas de este triste estado de cosas. Basta consignar que la
unificación de todas las fuerzas comunistas españolas sin distinción, se impone
como una necesidad urgente e indispensable.
Si conseguimos constituir este gran
partido comunista que ha de ser el instrumento de liberación de la clase
trabajadora, si logramos hacer comprender al proletariado sus verdaderos fines
en la revolución, si sabemos organizarlo en los sindicatos, en los Comités de
fábrica, en las Juntas revolucionarias, finalmente, si logramos establecer la
unión entre el proletariado y los campesinos, evitaremos que la revolución sea
estrangulada y que, según la frase de Marx, “los brillantes castillos de fuegos
artificiales de Lamartine,
se conviertan en las bombas incendiarias de Cavaignac”:
<<En general, el método de producción de plusvalor relativo
consiste en poner al obrero, mediante el aumento de la fuerza productiva de su
trabajo, en condiciones de producir más con el
mismo gasto de trabajo y en el mismo tiempo. El mismo tiempo de trabajo agrega
al producto global el mismo valor que
siempre, a pesar de que este valor de cambio inalterado se representa ahora
en más valores de uso y, por lo tanto, se abate
(abarata) el valor de cada mercancía singular producida. Otra cosa
acontece, sin embargo, no bien la reducción
coercitiva de la jornada laboral,
con el impulso enorme que imprime al desarrollo
de la fuerza productiva y a la economización
de las condiciones de producción, impone a la vez un mayor gasto de trabajo en el mismo tiempo, una tensión acrecentada de la fuerza de trabajo, un taponamiento más
denso de los poros que se producen entre la producción de una unidad de
producto y el siguiente, esto es, impone al obrero una condensación del trabajo
en un grado que es sólo alcanzable dentro de la jornada laboral reducida. Esta
compresión de una masa mayor de trabajo en un período dado, cuenta ahora como
lo que es, como una mayor cantidad de
trabajo. Junto a la medida del tiempo de trabajo como “magnitud de
extensión” (en cada jornada), aparece ahora la medida del grado alcanzado por su condensación.
La hora más intensiva, de la jornada laboral de diez horas contiene ahora
más trabajo, esto es, fuerza de trabajo
gastada, que la hora más porosa de la jornada laboral de 12 horas. Por
consiguiente su producto contiene tanto o más valor que el de 1 1/5 horas de
esta última jornada, más porosa>>. (K. Marx: “El Capital” Libro I Volumen 2 Ed. Siglo XXI /1979 Pp. 499/500. El
subrayado y lo entre paréntesis nuestro).
Principio
activo es todo aquello que mueve a la realización de un fin, y la finalidad del
movimiento social que hace al capitalismo, es la acumulación de ganancia
económica explotando trabajo ajeno. Pero contradictoriamente sucede en ese
movimiento histórico-social, que sustituye forzosamente trabajo asalariado
—única fuerza creadora de valor económico en forma de ganancia—, por medios
técnicos cada vez más eficaces que, contablemente, se limitan a trasladar su
costo de mercado al producto en forma de amortización por desgaste. O sea, que
no generan ganancia ninguna. Así las cosas, la tendencia objetiva del
movimiento social —que combina la propiedad privada con la competencia
intercapitalista—, ambos principios activos han ido y van en dirección
inevitable hacia el automatismo, como sustituto de trabajo humano por máquinas
en las distintas ramas de la producción; una tendencia irresistible que ha
venido aproximando el capitalismo hacia el fin de su existencia. Y el caso es
que hoy día, esa tendencia es ya una realidad actual que no permanece a la
espera de un futuro próximo. Porque la creciente automatización de la
producción, ahora mismo determina que la ganancia creciente capitalista remita
con tendencia inevitable a desaparecer. Y es que la pérdida de puestos de
trabajo suplantados por maquinaria de última generación, no solo reduce la ganancia
sino que siembra el desempleo y la exclusión
social profunda entre los sectores explotados mayoritarios de la
sociedad que así pierden su trabajo, cada vez más más numerosos y depauperados.
Un fenómeno que de haber sido una excepción durante las precedentes recesiones
económicas periódicas, ha pasado cada vez más a ser la norma permanente. Tal
como así lo anunciara Henrik
Grossmann en el
último capítulo de su obra titulada “La
ley de la acumulación y del derrumbe del sistema capitalista”:
<<La
pauperización del proletariado es el punto conclusivo necesario del desarrollo
al cual tiende inevitablemente la acumulación capitalista, de cuyo curso no
puede ser apartada por ninguna reacción sindical por poderosa que esta sea. Aquí se
encuentra fijado el límite objetivo de la acción sindical. A partir de un
cierto punto de la acumulación, el plusvalor disponible no resulta suficiente,
para proseguir la acumulación con salarios fijos. O el nivel de los salarios es
deprimido por debajo del nivel anteriormente existente, o la acumulación se
estanca, es decir sobreviene el derrumbe del mecanismo capitalista. De esta
manera el desarrollo conduce a desplegar y agudizar las contradicciones
internas entre el capital y el trabajo, a un punto tal que la solución sólo
puede ser encontrada a través de la lucha entre estos dos momentos (…) Puesto
que si el desarrollo tiende a la miseria del proletariado, toda lucha de clases por objetivos inmediatos, por
mejorar la situación de la clase obrera, se revela en última instancia como
inútil (…). Precisamente por eso es que toda la investigación sobre el proceso
de reproducción (capitalista), desemboca según Marx en la lucha de clases. En una carta enviada a Engels el 30 de abril
de 1868, donde sintetiza el curso seguido por su pensamiento en los tomos II y
III de “El Capital”, afirma que:
“Finalmente, como aquellos tres réditos: [salarios, renta del suelo y ganancia]
constituyen las fuentes de las tres clases, o sea los terratenientes, los
capitalistas y los obreros asalariados, tenemos
como final la lucha de clases, resolviéndose allí el movimiento y la
disolución de toda esta basura”>>. (H. Grossmann: Op. Cit. Ed. Siglo XXI/1979 Pp. 386-388).
A la evolución de este proceso
disolvente del capitalismo, presidido por la competencia intercapitalista
durante los años treinta del siglo XXI —que siguió desplazando mano de obra por
medios de producción más y más eficaces—, le siguió la doctrina de la llamada “flexibilidad laboral”,
no habiendo sido más que el resultado de la creciente sustitución de trabajo
humano por maquinaria, que se vinculó históricamente con el incremento de la
circulación de dinero por parte de la banca, y la consecuente pérdida de su
poder adquisitivo. Tal proceso estuvo en su origen más remoto, precedido en el
siglo VII antes de Cristo, por el llamado dinero-mercancía en los más antiguos
mercados de trueque, según el
equivalente de los distintos productos del trabajo que sus propietarios
intercambiaban unos por otros. Pero inmediatamente después de la Revolución
Francesa, que proclamó los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, en 1812
Gran Bretaña inauguró un tipo de dinero-papel —la Libra— cuya representación de
valor económico estuvo garantizada, por el equivalente en oro del tesoro a
cargo del Estado británico. Este sistema monetario se caracterizó por fijar
rigurosamente los tipos de cambio de las distintas divisas, (monedas de sus
respectivos países) en función del precio del oro que les respaldaba, de manera
que el llamado patrón oro
vino imponiendo tipos de cambio fijos, entre las distintas monedas nacionales
en el mercado internacional.
1931: El
proletariado español ante la revolución. Biblioteca Proletaria.
Barcelona https://www.marxists.org/espanol/nin/1932/002.htm.
Notas
1/ “La crise de la dictature militaire en
Espagne”, en: “La Lutte de classes”, París, nº 18.
Historia | República
| Andreu Nin.