El capitalismo es la antítesis de la
igualdad social entre los seres humanos
Desde
mediados del siglo XIX, y casi en régimen de monopolio tras la II Guerra
Mundial, una de las alternativas teóricas (y prácticas) más formidables de la
democracia liberal ha sido el marxismo. Este cuerpo doctrinal es prolijo pero
parte de un tronco común, la interpretación o enmienda de las principales obras
de Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895). Ambos
intelectuales y pensadores alemanes tuvieron un impacto importantísimo en el
nacimiento de los movimientos socialistas, comunistas y sindicales. Es
imposible entender la historia de las ideas sin hacer mención a su influencia
y, por supuesto, en el campo de la democracia esto no es una excepción.
En este
artículo nos gustaría revisar brevemente algunos de los argumentos que maneja
esta tradición del pensamiento científico, especialmente los de Karl Marx. De
entrada queremos disculparnos obligados a
ceñirnos a su concepción del Estado y de la democracia. Eso nos obliga a dejar
aparcados otros aspectos de su propuesta analítica, sin duda más centrales en
su obra, y a dar por sentado que el lector conoce algunos fundamentos de Marx.
En todo caso, consideramos que una revisión sucinta de su idea de la democracia
es pertinente. En un contexto de crisis económica parece que el poder económico
tiene la capacidad para vaciar el margen de actuación de lo político, muchas
críticas recientes tienen una clara base marxista. Al fin y al cabo, sus
críticas apuntan a un elemento crucial; la relación entre la democracia y las
condiciones materiales de las sociedades modernas.
El Estado y el capitalismo
Marx sostenía
que el gobierno democrático era
esencialmente inviable en una sociedad capitalista y que solo sería
posible con una transformación de las
bases mismas de la sociedad. Esta idea parte de su argumentación sobre
el Estado. Para la tradición liberal el Estado es un representante de la comunidad
(o lo público) en su conjunto, frente a los objetivos y preocupaciones privadas de los individuos.
Pero, de acuerdo con Marx y Engels, esta idea es ilusoria. Al tratar
formalmente igual a todo el mundo, de acuerdo con principios que protegen la libertad individual y su
derecho a la propiedad, el Estado puede que actúe «neutralmente», pero
genera efectos que son parciales. Es decir, defiende inevitablemente los privilegios de los propietarios
privados.
Para
Marx el movimiento en favor del sufragio
universal y de la igualdad política era, en términos
generales, un paso adelante de suma importancia. Sin embargo, su potencial emancipador estaba severamente
limitado por las desigualdades de clase y las restricciones que estas imponían
en la elección política, económica y social de muchas personas. Según
su premisa
clave, el voto es un instrumento incapaz de marcar el devenir del
Estado (de donde ha nacido el eslogan: «Si
votar sirviera de algo, estaría prohibido»). Aunque es cierto que en los
escritos de Marx existen diferentes visiones sobre esta materia, la dominante
es la que apunta al Estado y a la burocracia como instrumentos que surgieron
para coordinar una sociedad donde prevalece el interés de la clase burguesa dirigente. Los
argumentos más elaborados sobre esta cuestión están presentes en El
18 Brumario de Luis Bonaparte.
Esta
obra es un análisis elocuente de la subida al poder político en Francia, entre 1848 y 1852 de Luis Napoleón
Bonaparte. En ella
describe la forma en que ese poder se
acumuló en manos del ejecutivo a expensas de la sociedad civil y los
representantes políticos de la clase capitalista. Este estudio sirvió a Marx
para poner distancia respecto a la idea del Estado como «instrumento de
intuición universal» o «comunidad ética”» ante el desorden. Marx señalaba que
el aparato del Estado, es simultáneamente un cuerpo parásito en la sociedad civil y una fuente autónoma
de acción política. Marx lo describe como un inmenso conjunto de instituciones
con capacidad para modelar a la sociedad civil, e incluso para restringir la
capacidad de la burguesía, a la que le concedía cierta autonomía frente a la
sociedad: los resultados políticos han sido la trabazón entre coaliciones
complejas y disposiciones constitucionales.
Karl
Marx plantea en El 18 Brumario que los agentes del estado no solo
coordinan la vida política en interés de la clase burguesa dominante de la
sociedad civil. El ejecutivo, en determinadas circunstancias, tiene la
capacidad de tomar la iniciativa política. Pero el interés de Marx, incluso al
discutir esta idea, era referirse esencialmente al Estado como fuerza
coercitiva. Destacaba la importancia de su red de información como un
mecanismo de vigilancia, y la forma en que su autonomía política se entrelaza
con su capacidad para minar los movimientos sociales que cuestionan el statu
quo —básicamente el obrero—. Más aun, la dimensión represiva del Estado se
complementa con su capacidad para sostener la creencia en la inviolabilidad de
ese mismo statu quo. Lejos de ser, por tanto, el fundamento para la articulación
del interés público, el Estado
transforma «las metas universales en otra forma de interés privado».
Sin
embargo, pese a conceder este hecho, existían ciertos límites fundamentales
respecto a las iniciativas que Bonaparte podía tomar sin arrastrar a la
sociedad a una gran crisis. La conclusión central de Marx, la que será clave en
sus obras, es que el Estado en una sociedad
capitalista no puede dejar de depender de la sociedad y, por encima de todo, de
los que poseen y controlan los procesos de producción, es decir, los
empresarios. Las políticas globales del Estado tienen que ser
compatibles a largo plazo con los objetivos de los industriales y comerciantes,
porque de otra forma se comprometería la sociedad civil y la estabilidad del
Estado mismo. Por ello, a pesar de que Bonaparte usurpó el poder político a los
representantes de la burguesía, protegió
su poder material. Consecuentemente, Napoleón III estaba obligado a apoyar el interés económico a largo
plazo de la burguesía independientemente de lo que decidiera hacer desde el
gobierno.
El capital que nos gobierna
Partiendo
de esta idea del Estado, Marx consideró indefendible pensar que la distribución
de la propiedad no tiene nada que ver con la constitución del poder político.
Esto lo tratará en sus innumerables ensayos políticos, y especialmente en los
más discutidos, como el Manifiesto comunista. Para Marx y Engels bajo el capitalismo, prevalece una dependencia
directa del Estado respecto al poder económico, social y político de la clase
dominante. Se trata de una «superestructura» que se levanta sobre los
cimientos de las relaciones económicas y sociales.
Marx y Engels redactando el Manifiesto
comunista, por V. Polyakov. (DP)
El Estado, en la formulación de Marx,
sirve directamente a los intereses de la clase económica dominante. La
noción de un Estado con acción política autónoma es suplantada por el énfasis
en el poder de clase que recoge en el famoso eslogan del Manifiesto
comunista: «El ejecutivo del
estado moderno no es más que un comité para dirigir las cuestiones comunes a
toda la burguesía». Esta fórmula no implica que el Estado sea dominado
por la burguesía en su conjunto; puede ser independiente de algunos sectores
de la clase burguesa. Sin embargo, se caracteriza por ser esencialmente
dependiente de aquellos empresarios que dominan la economía. Su independencia
se ejercita tan solo cuando hay que resolver conflictos entre diferentes sectores
del capital (industriales y financieros, por ejemplo), o entre el capitalismo
doméstico y las presiones generadas por los mercados capitalistas
internacionales. El Estado sostiene los intereses generales de la burguesía en
nombre del interés público o general. De aquí la concepción de Marx y Engels: “La democracia, es la dictadura del
capital”
Esta
apreciación ha sido muy criticada ante la asunción de una relación causal
simple entre la dominación de clase y la vida política. Sin embargo,
probablemente su derivada más interesante es que sugiere los límites a la
acción del Estado en las sociedades capitalistas. Si la intervención del Estado
mina el proceso de acumulación de capital, mina simultáneamente las bases
materiales del Estado. Por lo tanto, sus políticas deben ser consecuentes con
las relaciones de producción capitalistas. O, dicho de otra manera: existen
limitaciones en las democracias liberales que restringen sistemáticamente las
opciones políticas. El sistema de propiedad e inversión crea exigencias
objetivas que deben ser atendidas si se quiere apoyar el desarrollo económico.
Si este sistema se ve amenazado (por ejemplo, si un partido accede al poder con
la firme intención de promover una mayor igualdad), el resultado inmediato
puede ser el caos económico (por ejemplo, con la fuga de capitales al
extranjero) y la aprobación al gobierno puede verse minada de forma radical.
Consecuentemente,
una clase económica dominante puede gobernar sin mancharse las manos. Es
decir, puede ejercer una determinada influencia política sin ni siquiera
representantes en el gobierno. Esta idea sigue ocupando un lugar vital en los
debates entre los teóricos y las discusiones políticas en nuestro tiempo. Es
una base fundamental sobre la que los marxistas argumentan que la libertad de
las democracias capitalistas es puramente formal («La llaman democracia y no
lo es»). La desigualdad mina
de forma fundamental la libertad y deja a la mayoría de los ciudadanos libres
solo de nombre. Por lo tanto, solo
removiendo la estructura capitalista se podrá llegar a la democracia real, la
comunista.
Friedrich Engels. Foto: DP.
El comunismo y la democracia
Socialismo
y democracia, es por lo tanto una unidad en el pensamiento marxista. Sin
embargo, antes de detallar sus rasgos básicos hay que recordar el sesgo
antiutópico y cientifista
del pensamiento de Marx. Desperdigadas por sus innumerables escritos se
encuentran ideas varias y ricas sobre la sociedad socialista pero nunca un
análisis sistemático. En cualquier caso, dos textos destacan a este respecto: La guerra
civil en Francia (1871) y la Crítica del
programa de Gotha (1875). Las ideas centrales del primero
son tres. Primero, frente al mercado, la planificación central. Segundo, frente
a la propiedad privada, la propiedad colectiva (estatal) de los medios de
producción. Por último, frente al derecho al beneficio privado, la obligación
universal de trabajar («a cada cual según su trabajo»). Naturalmente, Marx se
cuida de aclarar que esta es solo una fase de transición hacia la sociedad
comunista plenamente desarrollada.
El
segundo escrito es más interesante respecto a la concepción de la democracia de
Marx. En sus comentarios sobre la experiencia de la Comuna de París, la idea
central es la contraposición entre democracia representativa liberal
burguesa y democracia obrera, participativa y
directa. Este momento se ubica tras el derrumbe del imperio de Napoleón III en
la guerra franco-prusiana y el movimiento de insurrección de París entre marzo
y mayo de 1871.
La
Comuna de París habría sido, a juicio de Marx y Engels, el primer exponente
histórico de la dictadura revolucionaria del proletariado. Tras destruir el
viejo aparato represivo del Estado burgués —ejército, policía y burocracia—, la
Comuna se proponía instaurar una verdadera república democrática y social.
Todos los miembros del gobierno y los funcionarios del Estado —desde el policía
al magistrado— eran responsables ante sus electores y permanentemente
revocables por ellos. En realidad, aquí Marx (como antes Rousseau)
está renunciando al principio de la representación política. La idea es que los
ciudadanos de la república obrera lo que tienen es mandatarios (comisarios para
Rousseau) y al no elegir representantes no enajenan su poder. El quid de
este tipo de democracia basada en el principio de la elección no representativa
está, naturalmente, en el mecanismo de la «revocabilidad permanente». Esto
exige un incesante control por parte de la ciudadanía electora. Si uno revisa las ideas
de determinados viejos y nuevos partidos en España esta idea les resultará
familiar.
Esta
base tiene un fundamento totalmente republicano. La participación no es un desideratum
del modelo, sino una condición fundamental para que el modelo funcione. Por lo
demás, esta democracia participativa en la que piensa Marx es solo directa en
la base, en el núcleo de la sociedad, en el nivel de la «comuna rural» o del
«consejo obrero». A partir de ahí todo el edificio político se construye
mediante la explicación de mecanismos estrictamente indirectos de elección,
desde las asambleas de distrito hasta la cúspide, la Asamblea Nacional. Estas
son en esencia las ideas centrales —planificación central, propiedad colectiva
de los medios de producción y democracia directa— que conforman la noción
marxiana de socialismo, luego también de democracia.
En
realidad, poco más tendría que añadir la tradición marxista. Lenin, en
su “El Estado y la Revolución”
(1917) codificó y vulgarizó las ideas de Marx sobre la Comuna asimilándolas a
las de su república de los soviets. Esto lo hizo sin tener en cuenta
opiniones posteriores de Marx y, sobre todo, de Engels, sobre las
instituciones parlamentarias y sobre el sufragio universal como posibles
instrumentos emancipadores al servicio de la clase obrera, más benévolas que en
sus primeros escritos. Estas ideas fueron recuperadas más tarde por los
teóricos de la II y III Internacional. Desde entonces, se abrieron múltiples e
interesantes debates en las filas del marxismo europeo y ruso: la cuestión
nacional, la cuestión agraria, la cuestión colonial, la táctica y la estrategia
de la lucha de clases, la guerra, la naturaleza imperialista del capitalismo,
la cuestión del método marxista, la relación entre ética y marxismo, entre
marxismo y filosofía… Pero, salvo raras excepciones, nunca se disoció
socialismo de democracia real.
Una barricada en la Comuna de París. Foto: DP.
La poderosa influencia de Marx
La
crítica del marxismo a la democracia liberal, va dirigida a algunos de sus
puntos ciegos más evidentes desde una perspectiva tanto normativa como
práctica. La revisión de los principales argumentos expuestos da una muestra.
Por ejemplo, la reducción de la noción de democracia a un mecanismo
procedimental basado en elecciones o competencia de partidos —la noción de Schumpeter,
que en parte una tradición de la ciencia política ha comprado— excluye de la
ecuación el ejercicio de la misma al disociarse de las condiciones materiales
de sus ciudadanos. En su versión más crítica de raíz marxista, la existencia de
desigualdades es incompatible con la noción misma de democracia. Sin comunismo no existe democracia.
Es el argumento al que algunos marxistas contemporáneos recurren para negar tal
carácter, por ejemplo, a Estados Unidos.
Aunque
la simplificación del Estado como un agente de la burguesía pueda ser dejada de
lado, no es poco interesante cómo señala la contradicción entre el poder
político y la capacidad de ejercerlo. O mejor dicho, la impotencia de un
gobierno para poder implementar un mandato que vaya contra las bases materiales
de la burguesía. Hoy en lugar de burguesía los críticos dirán los mercados, los
poderes financieros o la Unión Europea. Y para ello no hace falta irse a
Napoleón III. Basta con mirar al gobierno heleno para entender cómo este argumento
reverdece en la práctica. Es más, que el poder económico manda sin sentarse en
los consejos de ministros es, de nuevo, uno de los leit-motiv más
recurrentes del debate político en España, ya adopten formas empresariales de
bancos, constructoras industriales o eléctricas.
De la
tradición política izquierdista han ido desapareciendo las referencias al
socialismo real, pero sí es verdad que el instrumento del revocatorio ha sido
reciclado como una de las apuestas estrella en determinados partidos. El
reciclaje que hemos visto de algunos de estos elementos al republicanismo
participativo, que muestra Philip Pettit
en su versión liberal, es un intento por salvar algunas de las ideas más
antiguas de Marx en su crítica a la democracia liberal. Pese a todo, aun cuando
en su versión más extrema algunas de estas críticas se han reformulado, es
innegable el gran impacto de las críticas marxistas, en especial por lo que
hace a la tortuosa relación entre la
democracia y el mercado, entre el poder político y el económico.
Así las
cosas, por ejemplo, la
“democracia” (representativa) todavía en funciones, que determina la igualdad
política de los electores en cuanto a que cada uno de ellos equivale a un voto,
es incompatible con el desigual valor
del dinero en poder de sus respectivos propietarios privados, dado que ese
diverso poder de propiedad entre ellos,
es el que ha venido prevaleciendo en la relación social consuetudinaria de la
sociedad civil, dominada por la burguesía sin excepción.