Fundamentos de la democracia directa
¿En que se
distingue nuestra historia de la libertad de la historia de la libertad del
jabalí, si se debe ir a encontrarla sólo en las selvas? (Karl Marx: “Introducción a la Crítica de la filosofía
hegeliana del derecho estatal”. 1844).
Sí. Nosotros ya lo hemos dicho con total claridad: La única doctrina
social que no contiene valor de cambio, y
que con ella no es posible medrar a costa de otros en la selva capitalista, es
el marxismo. Porque nos ha venido revelando verdades tan contundentes que sacuden
a cualquiera, para que despierte del maldito sueño embrutecedor al que se nos
ha venido sometiendo. Para que por fin decidamos poner manos a la obra en la
tarea de resolver la urgente necesidad —según día que pasa cada vez más acuciante—,
de acabar cuanto antes con esta historia farisaica de “libertad, igualdad y
fraternidad”, que nos han venido contando los más modernos animales de rapiña,
desde los tiempos de Montesquieu. GPM.
01. Introducción
<<En
este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del
cristal con que se mira>> Ramón de Campoamor
Casi
todo lo que hemos venido haciendo los seres humanos como individuos en la sociedad, pasó y sigue pasando por las
relaciones entre unos y otros para los fines de subsistir. Relaciones que se
han venido demostrando contradictorias
y, al mismo tiempo, tan necesarias como inevitables, según el progreso de las fuerzas productivas del trabajo
social fue transformando —ya
varias veces y en sentido progresivo— el carácter
de la sociedad humana.
Estamos
hablando de unas fuerzas sociales productivas
del trabajo, cuyo desarrollo gestó la historia de los seres humanos, determinando
cambios sustanciales en sus
relaciones que dieron pábulo a los distintos tipos de sociedad vigentes en cada período de su evolución, y que según todas las evidencias
han sido reemplazados unos por otros progresivamente superiores.
Así fue
cómo la humanidad dejó atrás el comunismo primitivo del neolítico superior, pasando
de la barbarie a la civilización durante la llamada edad de los metales fundidos, hasta llegar a la etapa
actual. Configurando un proceso
en el que cada tipo de sociedad
se distinguió de los demás, por su propia base social específica de relaciones
sociales. De hecho, el distinto y
específico carácter contradictorio de relaciones sociales en cada tipo
de sociedad, fue lo que distinguió sus diversos períodos históricos por los que ha venido atravesando la
humanidad, desde el comunismo primitivo hasta el capitalismo, pasando por el
esclavismo y el feudalismo.
Todos estos sistemas de vida hasta cierto punto de su existencia, han venido condicionando la vida de relación entre quienes vivieron en ellos, inducidos en cada caso por la costumbre a concebirlos inamovibles y permanentes. Pero por encima de toda creencia —siempre provisional por engañosa—, ha prevalecido en la historia el progreso alcanzado por las fuerzas productivas del trabajo social, de modo que a partir de cierto grado de su desarrollo, las relaciones de producción vigentes en las que hasta ese momento se habían podido desplegar, se convierten en un obstáculo que debió ser necesariamente superado, haciendo posible la existencia de otro superior.
Fue
Aristóteles quien por primera vez descubrió la
relación de causa-efecto
entre lo verdadero y lo necesario. Y este razonamiento
lógico le llevó a distinguir entre dos definiciones de lo posible: la definición negativa y la definición positiva. Lo posible es de naturaleza lógica negativa, es decir imposible, cuando se
refiere a lo que es intrínsecamente falso
y, por tanto, innecesario. Lo
posible es de naturaleza lógica
positiva, cuando se refiere a lo
verdadero que así se hace necesario. Una proposición que casa con la
verdad, se torna cada vez más
necesaria y, por tanto, posible.
Dentro de la
definición de “naturaleza lógica positiva”, Aristóteles formuló dos teoremas
fundamentales propios de esta noción de lo posible: 1) la reducción de lo
posible a lo no imposible y 2) la determinación de lo posible por lo necesario,
en el sentido de que lo necesario debe ser lógicamente posible. Aristóteles
presentó estos dos teoremas en “De
Interpretatione”, donde concluyó que lo necesario debe ser posible:
<<En efecto, lo que es necesario que sea es
posible que sea; pues, si no, se seguiría la negación: en efecto,
necesariamente se afirma o se niega; de modo que, si no es posible que sea, es
imposible que sea; ahora bien, entonces <resulta que> es imposible que
sea lo que es necesario que sea, lo cual es absurdo>>. (Op.
Cit. Cap. 13. Ver: Pp.25)
De aquí Aristóteles en su “Metafísica”
confirmó que:
<<Si lo posible es lo que hemos
dicho en cuanto que es realizable (por exigencia de la necesidad), está claro que no cabe que sea verdad decir que tal cosa es posible
pero no sucederá, puesto que, admitido esto, no se vería el sentido de “ser
imposible”>> (Op.cit: Capítulo 4.
Ver: Pp. 123. El subrayado y lo entre paréntesis nuestro)
Lo posible, pues, va indubitablemente
unido a lo que es, por necesidad,
verdadero. Ergo, lo necesario es la verdad en
trance de realizarse. Ergo, el conocimiento
de lo necesario es la exigencia y condición de que lo posible llegue a ser
efectivamente real. Mientras tanto, los inconscientes que ignoran la
verdad de su existencia en sociedad, permanecen necesariamente sometidos a la falsa realidad que
viven, o sea, a las relaciones personales y sociales ya obsoletas por falsas todavía
vigentes.
Y el
caso es que no se puede vivir en sociedad sin relacionarse con los demás. Con
el agravante de que las dolorosas
consecuencias por causa de la ignorancia, van acompañadas por la prédica
tenaz de una minoría interesada
en mantener el status quo remanente,
que impiden alumbrar en la conciencia colectiva de las mayorías explotadas, la
necesidad de crear unas relaciones sociales e interpersonales superiores. Así
es cómo los seres humanos —a diferencia de los animales irracionales— hemos podido hacer historia: la
historia de nuestra propia conciencia
de la necesidad, es decir, de nuestra propia libertad:
Hegel ha sido el
primero en exponer rectamente la relación entre libertad y necesidad. Para él,
la libertad es la comprensión de la necesidad. "La necesidad es ciega sólo
en la medida en que no está sometida al concepto." La libertad no
consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en
el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar
según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes de
la naturaleza externa cuanto respecto de aquellas que regulan el ser somático y
espiritual del hombre mismo: dos clases de leyes que podemos separar a lo sumo
en la representación, no en la realidad. La libertad de la voluntad no
significa, pues, más que la capacidad de poder decidir con conocimiento de
causa>> F. Engels: “Antidühring” Pp. 83.
El
problema de la humanidad en el momento
actual de la historia, radica en que los explotados todavía seguimos
anclados en una sociedad que desconocemos,
cuyas relaciones sociales clasistas
se han erigido y fortalecido sobre el más extremo interés individual. Y la paradoja está, en que ese modo
individualista —llevado al extremo— de asumir la vida cotidiana, en vez de
conservar y fortalecer las relaciones
interpersonales que formalizamos con los demás, tiende a debilitarlas y destruirlas.
Precisamente porque predomina la tendencia a que cada cual se comporte según lo
que le conviene. Una pauta de
conducta que adoptamos desde pequeños, a fuerza de que muy subliminalmente se
nos educa en la falsedad de que el egoísmo personal es tan necesario, como que
está en nuestra propia naturaleza humana desde sus mismos orígenes, cuando en
realidad ha venido anidando en el concepto
clasista de propiedad privada, que apareció por primera vez cuando la
sociedad se dividió en clases sociales, durante la llamada “civilización” bajo
el esclavismo.
Por entonces, un tal Sócrates, quien ya
había descubierto la nociva y fatal contradicción entre lo individual y lo
social, decía que llevaba en su interior un “diablillo”, indicándole lo que
debía y no debía hacer en cada momento de su relación con los demás, para conservarla y no desbaratarla.
Y era ese otro yo de sí mismo, su conciencia,
el que le aconsejaba proceder siempre según el criterio de la verdad, que siendo válida para
todos, como la ley de la gravedad,
en vez de dividir y enfrentar a unos con otros les pone de acuerdo e induce a
la unión para los fines de alcanzar objetivos comunes a todos y cada uno,
inhibiendo el sentimiento elitista
basado en la conveniencia personal,
que divide y enfrenta unos
con otros.
A este sabio
criterio de comportarse según la verdad de cada cosa o circunstancia, Sócrates
le llamó conciencia. Por eso
le condenaron a muerte haciéndole beber la cicuta. Por haber concebido
al Dios de la conciencia, que
dictamina proceder según la idea de la verdad como fundamento de lo que es
necesario hacer, del deber ser y la honestidad, que para él eran bienes supremos
en las relaciones entre los individuos. Un estado de espíritu ideal regidor de
las justas conductas, que niega el relativismo
subjetivista según el cual, son válidos por igual lo distintos puntos de vista sobre
una misma realidad, ya sea inducido por interés
personal o de grupo asociado. Sócrates bregó, pues, por el proceder
según la verdad que no deja margen para el engaño y el pillaje mutuo, típico en
la sociedad actual.
El relativismo personal y/o de
grupo empresarial, que todavía predomina sobre el concepto de verdad objetiva, se puede
comprobar en la publicidad comercial, un ascua a la que suelen arrimar su
sardina los políticos profesionales institucionalizados. Un principio
utilitarista que cabalga sobre las ancas o grupa de la competencia y el regateo
en los negocios, donde la primera víctima de los distintos intereses opuestos
por “llevarse el gato al agua”, sin duda es, precisamente, la verdad. Todo
ellos en un contexto social corrupto, donde lo individual prevalece sobre lo
social y se afianza la propensión a engañar con fines gananciales, desde dentro
mismo de cada relación interpersonal o social; una sociología perversa que se
ubica en las antípodas de la virtud. Un comportamiento vicioso tendencialmente
delincuencial y hasta genocida, que convierte a los seres humanos en bestias.
¿Dónde
radica ese factor disoluto
movido con fines de promoción personal, que suele malévolamente confundirse con
el instinto básico de supervivencia o conservación en todo individuo natural
viviente? En la vigencia del maldito derecho a la propiedad privada con fines
de promoción personal y social. Un vicio que las clases dominantes —desde los
tiempos de la esclavitud hasta hoy—, han venido sosteniendo y bajo el
capitalismo se ha visto reforzado por el derecho
a la propiedad privada pura sobre los medios de producción y de cambio. Un privilegio hecho a la medida
de los empresarios capitalistas, que campan por sus respetos medrando a
expensas del trabajo ajeno. Un espíritu mercantilista pragmático, explotador y
opresivo. Un modo de vida que también se ocupó la burguesía de cultivar entre los
asalariados, publicitándolo engañosamente como algo al alcance de cualquiera
que se lo proponga. Como los llamados emprendedores
que se agrupan por su cuenta y no suelen durar más allá de una generación.
Por aquí
hay que comenzar la tarea de acabar con la tontería y hacer consciente la
verdad sobre la realidad social
actual, para transformar el vicio en virtud política. Dejando atrás el
egoísmo individualista excluyente y competitivo, que con tanta fatalidad y
desgracia general disuelve las relaciones sociales e interpersonales, especialmente
y del modo más inhumano y cruel durante las crisis periódicas, que incluso han
venido causando el enfrentamiento entre grupos de países, que a menudo desembocan
en guerras cada vez más genocidas, según el progreso científico-técnico es
aplicado a los instrumentos bélicos de de destrucción masiva.
Sólo la
imbecilidad o los intereses creados por las clases dominantes, pueden impedir
que se comprenda la necesidad de superar a este ruinoso y criminal factor
social del derecho a la propiedad privada, disolvente del bien común, cuyas lacerantes
consecuencias exigen cada vez más ponerlo fuera
de la ley. Un derecho al uso y abuso del trabajo ajeno, que ha venido
haciendo al carácter de las sociedades
clasistas desde los tiempos del esclavismo —exclusivo de una cada vez
más irrisoria minoría opulenta—, acostumbrada a conjugar el verbo vivir en la primera
persona del singular.
02. El ejemplar origen de la democracia en Occidente
Desde
la fase inferior de la barbarie a la civilización
Los antecedentes de
la “democracia” moderna, se
remontan a la etapa inmediatamente posterior
a las organizaciones sociales
más primitivas, formadas por grupos de familias emparentadas llamadas gens,
entre cuyos miembros estaba prohibido el matrimonio. Un conjunto de gens formaban
una fratria (hermandad) y
varias fratrias constituían una
tribu. Estas formaciones sociales surgieron durante la llamada edad del cobre, que
permitió a los seres humanos disponer de herramientas hechas con ese metal, cuando
aun se desconocían las técnicas de la fundición y era modelado a golpes de martillo.
En
el capítulo III de su obra: “El origen de
la familia, la propiedad privada y el Estado”, Federico Engels se interesó
por las investigaciones del antropólogo norteamericano Lewis Henry Morgan, quien estudió ese tipo de sociedad
describiendo el asombroso desarrollo modélico de la cultura entre los iroqueses, que
habitaron la región de los grandes lagos a lo largo de las tierras regadas por
el Río San Lorenzo,
ocupando sus orillas desde lo que hoy es la provincia canadiense de Quebec, al
sur de Ontario, hasta la ciudad norteamericana de Nueva York. Allí la autoridad política permanente de
la tribu era el Consejo o Asamblea, una institución encargada de resolver los
asuntos comunes a las distintas gens,
a cargo de sus respectivos jefes políticos (sachem) y
caudillos militares, revocables en
cualquier momento:
<<Componíanse de
los sachem y los caudillos de todas las gens, sus representantes reales, puesto
que eran siempre revocables>> (F. Engels en Obras Escogidas: “El origen de la familia, la propiedad
privada y el Estado” Cap. III.
Ed. “Progreso”/1974 Pp. 272. Versión
digitalizada Pp. 49
Éste
de la revocabilidad democrática de los sachem, es el segundo aspecto distintivo
que destacó Engels describiendo esa sociedad. El primero fue que la voluntad de
aquellos líderes políticos y militares, jamás llegaba entre los suyos al extremo
de usar la violencia:
<<El poder del sachem en el seno de la gens es
paternal, de naturaleza puramente moral. No dispone de ningún medio coercitivo>> Ed.
Cit. Pp. 272). Versión
digitalizada Pp. 45).
En tercer lugar, sorprende el carácter igualitario absolutamente
democrático que predominaba entre los miembros de la tribu, a la hora de tomar
decisiones en las deliberaciones del Consejo. Todos con pleno derecho al uso de
la palabra para dar su opinión; incluidas las mujeres, expresándose a través de
un orador masculino escogido por ellas. Para determinadas resoluciones se
requería la unanimidad. Los demás acuerdos se decidían por mayoría, votando a
mano alzada o por aclamación de hombres y mujeres:
<< ¡Admirable
constitución ésta de la gens (iroquesa), con toda su ingenua sencillez! Sin soldados, gendarmes ni policía,
sin nobleza, sin reyes, virreyes, prefectos o jueces, sin cárceles ni procesos,
todo marcha con regularidad. Todas las querellas y los conflictos son zanjados
por la colectividad a quien conciernen, la gens, la tribu o las diversas gens
entre sí; sólo como último recurso rara vez empleado, aparece la venganza de
sangre, de la cual no es más que una forma civilizada de nuestra pena de
muerte, con todas las ventajas y todos los
inconvenientes de la civilización (…) No hay aun esclavos y, por regla
general, tampoco se da el sojuzgamiento de tribus extrañas (…) Cuando los
iroqueses hubieron vencido en 1651 a los erios y a la "nación
neutral", les propusieron entrar en la confederación con iguales derechos;
sólo al rechazar los vencidos esta proposición, fueron desalojados de su
territorio. Qué hombres y qué mujeres ha producido semejante sociedad, nos lo prueba la
admiración de todos los blancos que han tratado con indios no degenerados, ante
la dignidad personal, la rectitud, la energía de carácter y la intrepidez de
estos bárbaros>>. (F. Engels: Op. cit. Versión
digital Pp. 52)
03. El totalitarismo político explotador de
las minorías I
Desde la fase superior de la barbarie hasta el feudalismo
Surgió
sobre la base de la técnica que permitió por primera vez la fundición del
hierro y su manufactura para distintos menesteres, ya sea en tiempos de paz
sustituyendo los antiguos arados de madera y los arneses de cuero, ya en
tiempos de guerra con el uso de la espada, de mayor dureza y filo más cortante que
la de cobre. A este hecho se sumó la posibilidad que brindaban los instrumentos
de trabajo más eficaces para
producir, lo cual extendió la base territorial cultivable, creando así la necesidad
de incorporar más fuerza de trabajo,
tanto en la ganadería como en la agricultura. Un requerimiento que de inmediato
solo fue posible, mediante la guerra entre tribus por el botín y el
sometimiento de los vencidos. Todo este cúmulo de sucesos determinados por el desarrollo de las fuerzas sociales productivas, dio cauce
al proceso que desembocó en la esclavitud, la nobleza hereditaria y la
monarquía. Así las cosas:
<<El jefe
militar, el consejo y la asamblea del pueblo, constituían los órganos de la
democracia militar salida de la sociedad gentilicia. Y esta democracia era
militar porque la guerra y la organización para la guerra constituían ya
funciones regulares de la vida del pueblo>> (F. Engels: “El Origen de la familia, la propiedad
privada y el Estado” Ed. Progreso/1974 Pp. 339. Versión
digital Pp. 99)
Sobre
este nuevo fundamento bélico
consuetudinario de la vida entre distintas tribus, la democracia como forma de
gobierno estaba llamada a desaparecer, sustituida por una férrea jerarquía social con absoluto poder de decisión vertical, despótica
y violenta en el orden cívico y el militar sobre sus súbditos. Un poder político
delegado en un escalafón de jefes
superiores e inferiores, que por el propio peso de su ejercicio profesional se
hizo vitalicio, de
suyo acompañado por privilegios materiales que más tarde, durante la sociedad feudal, se prolongó en
cada familia dinástica con la implantación del mayorazgo:
derecho del hermano mayor varón a la herencia de los respectivos patrimonios
familiares, esencialmente sobre las posesiones
territoriales, base material que pasó a ser el fundamento de la
desigualdad entre hermanos de una misma familia. Una odiosa potestad que arrasó
con el derecho democrático de
sus demás miembros a participar en el reparto equitativo de dicha herencia. Un oprobioso
“derecho” del miembro familiar primogénito “elegido por el patriarca”, que la
humanidad ha venido arrastrando desde los tiempos bíblicos. (Cfr. “Génesis”
Cap. 37. Ver Pp. 65). Un
privilegio que no hizo sino sembrar el odio más profundo, cizañero y
destructivo al interior de cada familia, y que se proyectó al interior mismo de
cada tribu.
De
esta forma, la etapa superior
de la barbarie cedió el paso
a la etapa inferior de la civilización, dando cauce por
primera vez a la constitución de la sociedad
dividida en clases sociales —geopolíticamente delimitada al interior de
un mismo territorio— entre jefes y súbditos, esclavistas y esclavos, señores y
siervos, explotadores capitalistas y explotados. Una sociedad donde la idea de
tribu fue reemplazada por el concepto de Estado, cuyas instituciones políticas dejaron así
de ser instrumentos de la libre voluntad
democrática del conjunto
de sus habitantes, para quedar convertidas en organismos a la vez explotadores y opresores, bajo el poder exclusivo
de una parte minoritaria de
la población, sobre otra cada vez más mayoritaria.
Este
proceso de diferenciación social
jerárquica, tanto en las familias como en la sociedad y en las instituciones Estatales,
se vio reforzado por el creciente desarrollo de las fuerzas sociales productivas,
al permitir que los excedentes de
riqueza no consumida, dividieran
el trabajo colectivo entre las ciudades y el campo, creando así un nuevo
sector de clase social: los mercaderes, quienes
ejerciendo de intermediarios comerciales
necesarios entre distintos productores, pasaron a prevalecer económica y
socialmente sobre ellos:
<<So pretexto
de desembarazar a los productores de las fatigas y los riesgos del cambio (ante las
asechanzas de los bandoleros asaltadores de caminos), extendieron la salida de sus productos hasta mercados lejanos, llegando
a ser así la clase más útil de la población; una clase de parásitos, verdaderos
gorrones de la sociedad, que como compensación por servicios en realidad muy
mezquinos, se llevaban la nata de la producción patria y extranjera. Amasando
rápidamente riquezas enormes, adquirieron una influencia social proporcional a
su enriquecimiento y, por eso mismo, durante el período de la civilización fueron
ocupando una posición más y más “honorífica”, logrando un domino cada vez mayor
sobre la producción, hasta que acabaron por dar a luz un producto propio: las
crisis comerciales periódicas>>. (F. Engels: Ed cit. Pp. 341. Versión
digital Pp.100).
Una
de las características sociales más distintivas de la etapa esclavista derivada
del derecho a la propiedad privada,
fue el llamado “Ius utendi et ius abutendi”
(derecho al uso y abuso) sobre los esclavos, entendidos como simples “instrumentum vocale”. Sobre
semejante concepto cavernícola se erigió el derecho de los amos propietarios a disponer discrecionalmente de sus
esclavos, no solo de su trabajo sino incluso de su propia existencia, recluidos
en las llamadas ergástulas.
Así las cosas, el dominio político absoluto de los esclavistas sobre los
esclavos, seguido por el dominio
económico de los comerciantes sobre los productores en la sociedad, no hicieron más
que consolidarse. Un proceso de creciente diferenciación social y poder
político jerárquico absoluto y cruel, que se profundizó con el mayorazgo en la etapa feudal. Sólo que bajo este
último sistema de vida, para moderar el goce terrenal y la soberbia de los
privilegiados —a la vez que para mitigar el odio de sus víctimas propicias—, hipócritamente
la Iglesia católica decidió apelar al temor de Dios con la piadosa
idea bíblica, de que los relegados acabarán en el cielo recibiendo mucho más,
que quienes en la Tierra hayan abusado de sus privilegios. (Cfr. “Evangelio
de San Mateo” Cap. XX. Versículos 1 a 16. Ver
Pp. 1.544).Una moraleja que los “doctores de la iglesia”
resumieron acuñando eso de que “Dios no hace “acepción
de personas”, es decir, que todos los seres humanos son iguales ante su
voluntad “infinitamente sabia, justa y poderosa”.
04. El totalitarismo político explotador de las minorías II
a) Desde la fase superior del feudalismo, hasta el capitalismo
Habiendo surgido de la conquista de territorios y el
sometimiento político de la mayoría de sus habitantes, el modo esclavista de producción decayó hasta desaparecer, tras
un proceso siempre motorizado por el desarrollo
de las fuerzas productivas, que agudizó las contradicciones del sistema al no poder producir más
de lo que costaba mantenerlo. Esto debió suceder y sucedió, a medida que el
Estado romano —basado en la violencia para el mantenimiento del orden interior
y la protección contra el asedio y ataques de los llamados "bárbaros"—, se
vio en la necesidad de acrecentar su
ejército, tanto cuanto más extensas se iban haciendo las fronteras bajo
su dominio imperial, pero que no podía ser reclutado entre las mayorías esclavizadas, nada de
fiar por su inclinación a emanciparse, debiendo apelar a los campesinos libres.
De este
modo, las continuas luchas en pos de la expansión y defensa del territorio
imperial, a la vez que diezmaban el ejército reducían la población activa en el
trabajo agrícola, lo cual no solo mermó la producción, sino la única base social económicamente imponible
recaudatoria para el sostenimiento del Estado esclavista. Hasta que a
partir de cierto momento, el Estado romano se vio forzado por las
circunstancias a contratar soldados
mercenarios entre los esclavos y los prisioneros bárbaros, naturalmente
proclives a la traición y la revuelta, de o cual dieron fe haciendo historia Espartaco y sus huestes.
Así las cosas, el incremento exponencial de los gastos del
Estado y la drástica disminución recaudatoria proveniente de los campesinos
libres —en número creciente requeridos para la guerra— convirtieron al Imperio
romano en una gigantesca y complicada maquinaria de expoliación fiscal a sus
cada vez más diezmados ciudadanos, mediante
una presión impositiva insoportable, tanto más ruinosa para la economía de los contribuyentes
romanos, cuanto más extensos, onerosos y difíciles de defender, se fueron
haciendo los dominios territoriales del imperio[1].
Para ponerse a salvo de la violenta exacción del pueblo romano por parte de los
funcionarios, de los magistrados y de los usureros del imperio decadente, fueron cada vez más los pequeños
propietarios romanos libres que desertaron del ejército y de su condición de
ciudadanos, buscando la protección de poderosos señores entre los bárbaros germanos del norte,
a cambio de transferirles el derecho de propiedad sobre sus tierras,
comprometiéndose a administrar el trabajo servil en ellas, a cambio de lo
necesario para vivir. Así fue como las haciendas de los desertores romanos —de
tal modo convertidos en vasallos de sus nuevos
señores—, fueron divididas en pequeñas
parcelas por una remuneración anual fija, o por el régimen de aparcería, pasando cada
uno a trabajar en ellas tributando a su señor, sea en especie o en servicios.
Con la
declinación del imperio esclavista en un dominio geográfico al que ya no era
posible mantener ni controlar—, los desertores libres se convirtieron en
vasallos de los nuevos señores feudales, al tiempo que los esclavos pasaron a
ser siervos de los
vasallos, permaneciendo sujetos a la tierra en que trabajaban y ser vendidos
con ellas a sus nuevos propietarios, formando así la más amplia base social
explotable en el emergente modo de
producción feudal, gradualmente sustitutorio y alternativo al esclavista. Como queda dicho, allí los
trabajadores dejaron de ser esclavos, pero tampoco devinieron libres. Una
minoría de ellos pasaron a ser vasallos,
categoría social intermedia entre señores y siervos. En tal sentido, el
feudalismo fue un modo de producción histórico más tolerable, transicional entre la esclavitud y el
trabajo asalariado capitalista.
Como es
sabido, tanto los esclavistas griegos como los romanos, habían venido profesando
el politeísmo. Por el
contrario, los cristianos bajo el nuevo modo
de producción feudal, nunca toleraron que su Dios compartiera la magia prestidigitadora
y el poder con otra deidad, y menos aún con la figura humana de ningún emperador.
Por eso, y porque tres cuartas partes de su prédica religiosa —inspirada en las
sagradas escrituras— estaba hipócritamente basada en la glorificación de los pobres, los primitivos cristianos fueron
objeto de persecución por los esclavistas, de los cuales se refugiaban en las
llamadas catacumbas, únicos
reductos subterráneos donde clandestinamente podían oficiar a salvo sus
ceremoniales del culto a la “Santísima Trinidad”.
Sin
embargo y a pesar de sus diferencias doctrinales, políticamente hablando el
cristianismo no ha incidido para nada en el proceso de extinción del sistema esclavista. De hecho durante
siglos, este movimiento religioso subsistió en los intersticios del imperio
romano, aceptando de muy buen grado la esclavitud. Y cuando este modo de
producción dejó de ser dominante, los cristianos jamás han hecho nada por
impedir el subsistente
comercio de esclavos, al que se dedicaron sus propios fieles acaudalados en
todo el continente, ya sea entre los bárbaros germanos del norte, entre los
venecianos en el Mediterráneo y, a partir del siglo X en el Sacro
Imperio cristiano germánico.
Finalmente,
desde el siglo IX los cristianos se acomodaron
a la nueva realidad efectiva
de la Edad Media, convertida su Santa Iglesia Católica en propietaria feudal,
tanto para agrandar el "reino de Dios" en la conciencia de sus
fieles, como al mismo tiempo sus propios bienes terrenales que compartieron con
los nobles aristócratas feudales en cada reino. Así las cosas, la explotación
del trabajo servil reemplazó al esclavo cuando el desarrollo de las fuerzas
productivas dejó sin sentido
económico la justificación aristotélica de la esclavitud, cuya lógica
social había culminado en el derecho romano, con el ya mencionado “ius utendi et ius abutendi”. El
feudalismo cristiano, tal como antes el esclavismo politeísta,
necesitó una justificación ideológica suya propia distintiva, y la encontró en
el monoteísmo. Lo hizo
abrazado a la misma línea ideológica
tradicional del dualismo entre alma y
cuerpo, como una réplica —a nivel de la criatura humana— de la misma
división religiosa macro-cósmica dominante durante la esclavitud, entre el
Cielo como hábitat de los dioses eternos y la Tierra de los mortales.
Pero el
alma humana, que bajo el esclavismo había sido concebida como sustancia pura en el sentido aristotélico,
atribuida en exclusividad a los
propietarios esclavistas,
para el espíritu cristiano que prevaleció bajo el dominio político de los
señores feudales, pasó a ser algo común
a todos los seres humanos, como criaturas del Dios único que supuestamente
les creó a su imagen y semejanza, sin distinción de clases, nacionalidad, sexo,
raza o religión. Tal es el concepto de almas
todas ellas universalmente iguales entre sí, que distinguió a la filosofía del
feudalismo respecto del esclavismo. Un concepto del que posteriormente se
apropió la burguesía por mediación de sus intelectuales, quienes se encargaron
de rescatar el concepto religioso
de igualdad de las almas, trayéndolo del Cielo a la Tierra, entendiendo a las almas
ya no como sustancias inmateriales puras y etéreas, sino como concretas almas propietarias de lo que es
suyo para disponerlo libremente; como
mínimo su cuerpo propio convertido en trabajo, que de servil pasó a ser
asalariado.
En
síntesis, la ideología cristiana
que prevaleció bajo el feudalismo, dejó intangible la desigualdad económica entre los individuos en el Mundo
terrenal, justificando así el predominio
político-personal de unos seres humanos sobre otros según la magnitud
de su patrimonio, donde los menesterosos y subalternos siguieron siendo mayoría
frente a los opulentos políticamente poderosos. Pero al concebir el alma como sustancia común a todo ser humano por obra de la
divinidad, el cristianismo negó el
derecho romano al ius utendi et abutendi
de unos seres humanos sobre otros, trasladando todo aquel poder exclusivamente
a Dios en su reino celestial. Dicho de otro modo, remitió aquél poder absoluto
de los esclavistas de la Tierra al
Cielo. Un nuevo concepto piadoso del poder divino que los señores
feudales cristianos trasmitieron a sus súbditos, bajo la forma catequética
del sentido común reflejada en
el "no matarás" del quinto mandamiento.
Finalmente,
al concebir a todos los seres humanos como almas
propietarias iguales ante la Ley del Estado laico burgués, los
filósofos de la Ilustración rescataron aquél concepto de igualdad humana,
trayéndolo del Cielo a la Tierra.
b) Desde la fase
agónica feudal hasta la fase temprana capitalista.
En la
decadencia del modo de producción feudal tuvo sin duda importancia, el desprecio por el trabajo que sus
ociosas clases aristocráticas
heredaron de los esclavistas en esa fase tardía de la civilización. Como que Platón
en la Grecia clásica, prejuiciosamente relegó el trabajo humano a la categoría
de “actividad propia de esclavos”. Al mismo tiempo que la tradición
judeocristiana lo vinculaba con el pecado y la condena. Pero esa declinación del
feudalismo obedeció a causas más profundas, no precisamente de orden ideológico
sino material.
Comenzó
cuando se difundieron las más modernas técnicas agrícolas, que permitieron
cultivar espacios territoriales más extensos, hasta rebasar ampliamente los
utilizados por los vasallos para soportar su propia subsistencia, pagando el diezmo a la Iglesia y la
renta a sus respectivos señores propietarios de las tierras que arrendaban.
Entre esas técnicas que permitieron obtener excedentes de riqueza más allá del
consumo, cabe mencionar a los molinos de agua empleada como fuerza motriz y las
acequias para riego; también las mejoras en la utilización del arado y la
azada, así como los materiales
de que estaban hechos los medios de sujeción de los animales de tiro —como el
caballo y el buey—, que otrora los unos de madera y los otros de cuero, fueron
sustituidos por los de hierro, animales cuya cría se incrementó de manera significativa
tanto para el consumo directo como para los menesteres agrícolas.
El incremento de la producción
como consecuencia de estas innovaciones introducidas en el siglo XI, aumentaron
los crecientes beneficios obtenidos por la plebe de los vasallos, que trabajaban
las tierras (feudos) de sus señores, lo cual minimizó el pago de la renta
que les pagaban por su uso, además de deberles lealtad política y militar.
A medida que cada vez más extensiones de suelo cultivable de propiedad señorial
pasaron a ser arrendadas a los vasallos, estos vieron aumentar todavía más
sus ingresos y, por tanto, su independencia personal y social, no solo económica
sino también potencialmente política.
Mientras tanto, esos núcleos urbanos entre los distintos feudos
señoriales —llamados “burgos”—, fueron habitados también por cada vez más numerosos
maestros artesanos,
precursores de la incipiente burguesía
industrial, cuyos aprendices
pasarían a ser la futura clase de los asalariados
modernos. Al respecto, Marx ilustra acerca de la tozuda resistencia que los señores
feudales opusieron, al crecimiento del empleo
de mano de obra asalariada en aquellos pequeños talleres, al ver que ese
tipo de relación social burguesa
incipiente, hacía peligrar la estabilidad política de sus privilegios
de clase aristocrática:
<<Para impedir coactivamente la
transformación del (antiguo) maestro artesano en el (moderno) capitalista, el régimen gremial de la Edad
Media restringió a un máximo muy exiguo el número de trabajadores a los
que podía emplear un solo maestro. El poseedor de dinero o de mercancías no se
transforma realmente en capitalista sino allí donde la suma mínima adelantada
para la producción excede con amplitud del máximo medieval. Se confirma aquí,
como en las ciencias naturales, la exactitud de la ley descubierta por Hegel en
su Lógica, según la cual cambios meramente cuantitativos al
llegar a cierto punto se truecan en diferencias cualitativas[2] (Cfr. K. Marx: “El Capital” Libro I Cap. IX “Cuota y
masa de plusvalía”. Ed. Siglo XXI/1977 Vol. 1 Pp. 377. El subrayado y lo
entre paréntesis nuestros Versión
digital: Buscar por palabras).
O sea, que según esta Ley científicamente verificada en la sociedad por estamentos para el tránsito del feudalismo hacia el capitalismo, cuantos más obreros aprendices pueda llegar a emplear un artesano propietario de sus talleres y herramientas, más rápido evoluciona en el proceso social de transformarse cualitativamente, pasando de su antigua condición de tal artesano medieval, a moderno burgués industrial.
No
vamos a extendernos aquí en exponer el proceso histórico de luchas sociales en
la etapa tardía decadente del feudalismo durante los siglos XIV y XV, entre distintos
reinos dinásticos —tal como fue el caso de la llamada “guerra
de los cien años”—, ni entre los señores feudales en sus respectivos
reinos con sus correspondientes vasallos, así como entre estos últimos con sus
siervos. Contenciosos en los cuales la burguesía demostró su miserable cobardía
oportunista, dejando subsistir a la nobleza feudal terrateniente y financiera,
con la cual se asoció de hecho para conspirar contra el incipiente proletariado,
tal como sucedió a mediados del siglo XIX en Francia. Un episodio al que nos
acabamos de referir en el capítulo 08 de
nuestro trabajo todavía en curso titulado: “Marxismo
y stalinismo a la luz de la historia”.
Centrémonos, pues, en los orígenes jurídicos
y políticos constitucionales de esa nueva clase social en formación, la burguesía, pugnando por pasar
a dominar en la sociedad capitalista todavía en proceso de formación al interior
del feudalismo. ¿Qué hicieron sus intelectuales oportunistas de la “Ilustración”?
¿Qué se les ocurrió para justificar ideológicamente la explotación capitalista
de los asalariados? Disfrazaron la supuesta ley divina —que todavía oprime el cerebro de millones
en el Mundo— traduciéndola del lenguaje religioso al lenguaje laico usual en el derecho constitucional moderno.
Para ello se sacaron de la chistera eso de que “todos los ciudadanos son iguales
no ya ante Dios sino ante las Leyes humanas”, a
las que atribuyeron el carácter de “naturales”, válidas universalmente y,
por tanto, eternas, como la ley de la gravedad. O sea, que hasta ese momento
hubo historia, pero desde entonces ya no la hay, porque se llegó al “non plus ultra”
de la perfección social. Un embeleco de lo más ruin imaginable. Tal como ha
sido consagrado por la Revolución Francesa en 1789, que ha venido sucesivamente
apareciendo en las constituciones de todos los países bajo el sistema de vida
capitalista; un principio jurídico políticamente vigente, desde que fuera
literalmente plasmado por primera
vez, en el Código
civil napoleónico de 1804.
Una ley que pone en el mismo plano de igualdad jurídica a todos los ciudadanos, atribuyéndoles la misma “libertad” de contratar, donde tan libres son los capitalistas para disponer de su capital bajo la forma de salario, como los asalariados para comprometerse a entregar a cambio su cuerpo propio diariamente, por un determinado tiempo medido en horas de trabajo, al servicio de su respectivos patronos propietarios de los medios de producción. Una cínica y tramposa igualdad, que a la hora de sacar las cuentas resultantes de poner en práctica el ceremonial de cada contrato firmado, se verifica que aquella formalidad jurídica deliberadamente abstracta en que se acordó intercambiar equivalentes, en la realidad se ha venido traduciendo mes tras mes y año tras año, en un intercambio cada vez más y más desigual, que se puede cuantificar confrontando la ganancia creciente de los patronos —por entonces en sus respectivos libros de contabilidad y hoy en sus cuentas bancarias en paraísos fiscales—, con el salario relativamente decreciente en el bolsillo de sus respectivos empleados. De hecho, todos los datos estadísticos han venido demostrando, que con cada progreso histórico alcanzado por la productividad del trabajo social, los salarios se han visto reducidos en la misma proporción que se incrementa la ganancia del capital acumulado por los patronos capitalistas.
Como
es obvio para el más ignorante de los mortales, la libertad real de cada sujeto en la sociedad capitalista, no se mide en términos del pleno
derecho igual a ejercer su capacidad
legal para contratar, sino por la capacidad
económica resultante de la ejecución
de ese contrato entre personas realmente
desiguales. Una capacidad medida en términos de dinero contante disponible para satisfacer cualquier fin, ya sea personal, familiar o social.
Puestos ante esta verdad de cascote, se nos revela el gran timo urdido por los filósofos y juristas de la Ilustración,
ese que inspiró la tan cacareada Revolución
Francesa y su ya tan manoseado lema de: “Libertad, Igualdad y
Fraternidad”. Una engañosa trilogía teórica desmentida por la realidad, que da
fe de la cada vez más desigual distribución de la riqueza entre capitalistas y
asalariados, cuya penuria relativa
durante las crisis deriva en pobreza
absoluta.
Y
por si como todavía muchos piensan, que la más amplia libertad de los
capitalistas medida en términos de mayores ganancias se justifica, argumentando que esos señores aportan a la
producción el valor del capital fijo y las materias primas, decirles que esto
es igualmente falso. Porque
lo cierto es, que durante cada jornada
de labor los asalariados no solo
crean con su trabajo la ganancia que se embolsan sus patronos, sino que
durante ese mismo tiempo trasladan
el valor del capital gastado en esos dos conceptos al producto elaborado, es
decir, la parte proporcional equivalente
al desgaste del capital fijo (maquinas y herramientas que han puesto con
su trabajo en movimiento para tal fin), así como también el valor de las materias primas que en ese mismo
tiempo de trabajo en cada jornada, adquieren la forma del producto terminado, cuyo valor añadido (por el trabajo) queda en poder de los
capitalistas para su venta y correspondiente capitalización (de ese trabajo)
Y
si no obstante se nos intentara engañar diciendo que dicha ganancia corresponde
al trabajo de dirección o supervisión
realizado por el capitalista, también esto resulta ser otra superchería. En
primer lugar, porque el resultado de ese trabajo sólo es una parte irrisoria del plusvalor total creado. Y en
segundo lugar —pero tanto o más importante—, porque aun cuando sea un trabajo
realizado por el capitalista, el hecho de que aparezca como plusvalor, no por
eso deja de ser un trabajo como
cualquier otro que debe ser compensado.
En
efecto, aun cuando este tipo de trabajo aparezca como ganancia, no deja de ser
un trabajo como cualquier, que debe ser compensado. Tal como aparece la
retribución a los gerentes y supervisores contratados, que no participan en el accionariado de las empresas donde
trabajan, es decir, que no son copropietarios de esas empresas. Es el caso
actualmente, por ejemplo, de quienes ejecutan la tarea de directores ejecutivos
contratados, conocidos por la
sigla inglesa “CEO” (Chief Executive Officer), que trabajan para una sociedad anónima y son remunerados no a cambio de un salario, sino de su equivalente en acciones de la compañía. Y en cuanto al
plusvalor que crean con su trabajo los directores y supervisores que integran
una empresa y vienen participando en su accionariado, también se les remunera
de la misma forma, además de los dividendos correspondientes a las acciones que
ya obraban en su poder. Ningún capitalista en
funciones que, además, trabaja para ella, regala personalmente a su
empresa nada, a cambio de nada. Así lo dejó dicho Marx:
<<Las funciones especiales (de supervisión) que debe desempeñar el capitalista en
cuanto tal, y que le corresponden precisamente en contraposición a los obreros,
se presentan (aparecen) como meras
funciones laborales (pero del capital).
(Lo que ocurre es que) Este
capitalista crea plusvalor no porque trabaje como capitalista, sino
porque, con prescindencia de su condición de capitalista también trabaja. Por lo tanto, esta parte del plusvalor (creada por el capitalista
que trabaja) ya no es plusvalor sino su
contrario, el equivalente de trabajo llevado a cabo (como si fuera un
obrero). Puesto que el carácter
enajenado del capital, su contraposición al trabajo (asalariado), es relegado más allá del proceso real de
la explotación, vale decir, al capital que devenga interés (el valor
mercantil de cada acción —en condiciones normales— es igual a la capitalización
de su rendimiento según la tasa de interés vigente. Por ejemplo, si una acción
rinde 100 Euros de dividendo y la tasa de interés es del 10%, la acción
normalmente debe cotizarse a 1.000 Euros. Si la tasa de interés baja al 5%, la
cotización sube a 2.000 Euros.); este
propio proceso de explotación aparece como un mero proceso laboral, en el cual
el capitalista actuante solo efectúa un trabajo distinto del obrero (la
supervisión). De modo que el trabajo de
explotar y el trabajo explotado (en el caso del capitalista) son idénticos, ambos en cuanto trabajo). El trabajo de explotar es tan trabajo
como el trabajo que explota. Al interés le corresponde la forma social del
capital (propiedad de los capitalistas), pero expresada en una forma neutral e indiferente; a la ganancia del
empresario le corresponde la función económica del capital (a interés)[3], pero abstraída del determinado carácter
capitalista de esta función>>.
(K. Marx: "El Capital". Libro
III Cap. XXIII: "El interés y la ganancia comercial". Ed. Siglo
XXI/1977 Vol. 7 Pp. 489: Lo entre paréntesis y el subrayado nuestros) Versión digital Pp.
251
05. El totalitarismo
explotador de las minorías III
Desde la Revolución
francesa hasta nuestros días
La idea de “libertad” bajo el capitalismo, se ha
erigido sobre el concepto de propiedad
privada íntimamente vinculado a la noción de individuo, que se postula y
sostiene sobre el derecho de cada
cual a disponer libremente
de lo que es suyo. Empezando por el propio
cuerpo como la forma de propiedad más elemental de las almas[4]. Esta noción de
las “almas propietarias de su
relativo cuerpo”, que por determinado tiempo durante cada día laborable
enajenan los explotados a cambio de un salario, fue introducida por John Locke. Una idea
según la cual, todos los
seres humanos ―sean patronos capitalistas o asalariados―, se
“igualan” en la libertad que les permite disponer de lo que es suyo propio.
Pues bien, esta universal “libertad igual” de los individuos es la que bajo el
capitalismo se ha venido consagrando jurídica, política y moralmente, para
justificar la explotación del trabajo asalariado.
Una
libertad que por estar basada en la desigual
propiedad de cada individuo, no puede inducir a la unión, fraternidad o
solidaridad entre los seres humanos, sino a su inevitable división y potencial confrontación, tal como es lo
que ha venido sucediendo sistemáticamente tanto en las familias como en el
resto de las instituciones sociales y políticas a lo largo de toda la historia moderna y contemporánea:
<< ¿En qué
consiste el derecho humano de la propiedad privada?
Artículo 16 (Constitución francesa de 1793): “El derecho de propiedad
es el que corresponde a todo ciudadano de disfrutar y disponer a su
arbitrio de sus bienes, de sus ingresos, del fruto de su trabajo y de su
industria”. Así pues el derecho humano de la propiedad privada es el derecho a
disfrutar y disponer de los propios bienes a su antojo, prescindiendo de los
otros seres humanos, independientemente de la sociedad; es el derecho del egoísmo. Aquella
libertad individual, al igual que esta aplicación suya, constituye el
fundamento de la sociedad burguesa[5]. Lo que dentro de ésta
puede encontrar un hombre en otro hombre, no es la realización sino al
contrario, la limitación de su libertad. Pero el derecho humano que ésta
proclama es ante todo el “de disfrutar y disponer a su arbitrio de sus
bienes, de sus ingresos, del fruto de su trabajo y de su industria”. Quedan aún los otros derechos humanos, la égalité [igualdad] y la sureté [seguridad][6]. La
égalité, aquí en su significado apolítico, se reduce a la igualdad de la
liberté que acabamos de describir, a saber: todos los hombres en cuanto tales
son vistos por igual como mónadas
independientes[7].
De acuerdo con este significado, la Constitución de 1795 define el concepto de
esta igualdad así:
Artículo 3: “La igualdad consiste en que la ley es la misma para
todos, sea protegiendo sea castigando.” [La misma igualdad y la misma Ley que los
cristianos le atribuyen a su Dios, administrando el destino de las almas
humanas en el reino de los cielos]
¿Y la sureté?
Artículo 8 (Constitución de
1793): “La seguridad consiste en la protección acordada por la sociedad a cada
uno de sus miembros para que conserve su persona, sus derechos y sus
propiedades”.
La seguridad es
el supremo concepto social de la sociedad burguesa, el concepto del orden
público: la razón de existir de toda la sociedad es garantizar a cada uno
de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su
propiedad. En este sentido Hegel llama a la sociedad burguesa “el Estado de la
necesidad y del entendimiento discursivo” (Filosofía del Derecho, §183).
La idea de
seguridad no saca a la sociedad burguesa de su egoísmo, al contrario: la
seguridad es la garantía de su egoísmo[8].
Ninguno de los llamados derechos humanos va, por
tanto, más allá del ser egoísta, del ser como
miembro de la sociedad burguesa, es decir del individuo replegado sobre sí
mismo, su interés privado y su arbitrio privado, disociados de la comunidad[9]. Lejos de concebir al
ser humano a nivel de especie, los derechos humanos presentan la misma vida de
la especie, la sociedad como un marco externo a los individuos, como una
restricción de su independencia originaria. El único vínculo que les mantiene
unidos es la necesidad natural, apetencias e intereses privados, la
conservación de su propiedad y de su persona egoísta>>. (K. Marx: “La cuestión judía” Otoño de 1843. El subrayado y lo entre
corchetes nuestro) Versión
digitalizada Pp. 24
Por tanto, el derecho a la libertad
burguesa basado en la propiedad sobre los medios
de producción y de cambio, no tiene nada que ver, con la igualdad, ni con la fraternidad, ni con la seguridad, ni con la solidaridad, sino con sus
respectivos contrarios significantes, es decir sus antónimos.
¡¡Tal es la naturaleza del capitalismo!! Esto explica el hecho de que los
burgueses necesiten mostrarse ante la sociedad —y así lo hacen—, como la imagen
de cualquier objeto frente a un espejo
cóncavo: invertida y por el revés de la trama que les ha hecho ser efectivamente
lo que son en realidad: unos taimados, astutos y mentirosos
contumaces[10]. Tanto como han
sido y son hechos inevitablemente a la medida del sistema. Junto, naturalmente,
con quienes se han venido prestando y se prestan a simular participando en las
instituciones del Estado burgués, ya sea en su profesión de políticos al
interior de los poderes ejecutivo y legislativo, ya sea como jueces y fiscales que
hacen a la jurisprudencia interpretativa de las leyes en el poder judicial;
también los intelectuales en general llamados “trabajadores de la cultura”.
Todos ellos beneficiarios en el mismo negocio de vender gato por liebre.
Nietzsche pensaba que, en este mundo,
es imposible vivir mirando de frente a la verdad. En general, tenía y sigue
teniendo razón. Por eso decía que “a cada acción debe corresponder un olvido”.
Según esta proposición, la norma de toda conducta “ética” muy al uso en el arte
de la publicidad, consiste en ocultar el verdadero significado e intención de
lo que se le propone al potencial cliente, cambiándolo por otro en apariencia complaciente y atractivo, pero esencialmente falso aunque no lo
parezca. Éste, que fue un
dogma de la vieja retórica sofista en la sociedad
clásica griega, ha sido perfeccionado al extremo y sigue hoy vigente, tanto en
la calle como en las escuelas; tanto en el discurso de los empresarios que venden objetos materiales y servicios, como
en el de sus políticos
institucionalizados que venden programas de gobierno. La misma
filosofía de la vida que obligadamente utilizan los maestros de escuela y los profesores universitarios, así como los periodistas y el común de los artistas, cuyo “arte” consiste en hacer que las cosas no
valgan por lo que son, sino por lo que la gente pueda llegar a creer que son,
trucando lo verdadero por lo verosímil.
Tales son los mecanismos ideológicos y
psicológicos que ―convenientemente instrumentados por los “mass
media”―, hacen a la sociología como “ciencia”, a través de los cuales se
refuerza la función enajenante de las llamadas “ciencias sociales”, impartidas todas
ellas desde la óptica del pensamiento
unidimensional burgués, a fin de que la mayoría de los asalariados y
demás sectores sociales subalternos,
se amolden a las formas simbólicas
creadoras de una falsa conciencia
social adaptativa a la realidad vigente, la que los patronos capitalistas
y sus intelectuales se fabrican para usufructuar sus privilegios y conservar el
dominio políticos sobre las mayorías explotadas; difundiendo unas ideas que
invierten la noción del mundo real y son materia de obligada enseñanza en los
aparatos ideológicos de todos los Estados nacionales del Mundo.
Así es cómo los burgueses consiguen que
la violenta necesidad de
vender fuerza de trabajo, pase por “libertad”;
y el acto de contratar su venta se confunda con la “igualdad” resultante del “amistoso acuerdo” entre distintas partes; y para que la insolidaridad o desunión que
real y efectivamente resulta de la explotación a la que son sometidos los
vendedores (de fuerza de trabajo) por los compradores (propietarios de los
medios de producción y de cambio), pase por “solidaridad” o “unión”
meramente formal, en virtud
de ese “libre acuerdo” forzado
por la necesidad; una falsa unión
a la que se ve violentada la parte más débil del acuerdo, sin otra opción que formalizarlo
como una cuestión de vida o muerte.
Estos son los abalorios filosóficos y jurídicos que la burguesía ha venido
consagrando de hecho en todas partes para conservar su dominio político, exhibidos
como preciosas verdades sociales que muchos jóvenes de clase media ―más o
menos agraciados por las circunstancias— se vuelven proclives a aceptar. Un vil
trucaje de la realidad que aceptan porque así les han enseñado desde pequeños y
ven que tales embelecos rigen a escala universal. Y aunque las miserias de otros
no les dejan indiferentes, optan por justificar su privilegiada situación haciendo
de vez en cuando caridad con lo que les sobra, como quien pretendiera tratar un
tumor cerebral con aspirinas.
Otro sector de la llamada “juventud” perteneciente
a los más bajos estratos sociales, es el comprendido dentro del fenómeno de la marginación o exclusión social que
padecen, quienes carecen de medios para poder sobrevivir con dignidad. A pesar
de que por su más baja condición social tampoco están preparados para ser una
alternativa política frente al sistema, sin embargo, siendo una juventud
proletaria sin expectativas de futuro dentro de esta sociedad, en lo inmediato muchos
de ellos resultan ser una dificultad añadida para la burguesía. Un problema de
“seguridad ciudadana”. Intentando vanamente resolverlo, la burguesía combina la
represión directa sobre ese subconjunto social, con la oferta de empleo como trabajadores
sociales a sueldo en las “Organizaciones no Gubernamentales” financiadas por
los gobiernos, especializadas en reconducir esas conductas de frustración con
el sistema, donde se ponen en práctica programas de “reeducación” para prevenir
los efectos potencialmente delictivos de la marginación, así como otros tantos
canales de una falsa integración a través de la participación de esos jóvenes
en distintas tareas sociales, culturales, lúdicas o de asistencia social, como
el voluntariado, el ejército profesional, etc.
Que hoy existan en el Mundo decenas de
millones de jóvenes en paro adscritos a organizaciones paraestatales por el
estilo, abrazados a la odiosa idea cristiana de la limosna disfrazada de
solidaridad humana, lo dice todo acerca de la decadente podredumbre moral de
este sistema de vida, que se va quedando sin otro sustento social más allá de
esa minoría de sátrapas arribistas, viviendo de sembrar la estupidez política entre
la inmensa mayoría explotada y oprimida.
Consciente
de que ya no puede solucionar problemas de marginación social permanente —como
el paro, las drogas, la delincuencia o la prostitución—, la burguesía recurre
cada vez más a medidas paliativas, tales como el aumento del presupuesto para
los organismos represivos y de control social, las convocatorias al ejército
profesional, las “narco-salas” de venopunción o espacios controlados para la
compra-venta de sexo vivo, demostración cabal de su creciente incapacidad para
evitar la desintegración y descomposición social de sectores cada vez más
numerosos de la población, que toman cada vez más distancia de su tan
proclamado sistema vida, actualizando dramáticamente lo que Marx y Engels preanunciaron
con más de 150 años de antelación en su “Manifiesto
comunista”:
<<Es, pues, evidente, que la
burguesía ya no es capaz de seguir desempeñando el papel de clase dominante de
la sociedad ni de imponer a esta, como ley reguladora, las condiciones de
existencia de su clase. Es incapaz de dominar, porque no es capaz de garantizar
a sus esclavos la existencia siquiera dentro del marco de su esclavitud, porque
se ve forzada a dejarles decaer hasta el punto en que se ve obligada a
mantenerles en lugar de ser mantenida por ellos. La sociedad no puede seguir
viviendo bajo su dominación; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con
la de la sociedad>>. (Op. Cit.
Cap. I. Enero de 1848)
06. Por qué la Democracia es incompatible con el capitalismo
<<En
un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo
puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no
estar obligado a hacer lo que no se debe querer>>. (Montesquieu: “El espíritu de las leyes”. Cap. III Pp.
15).
Lo que Montesquieu ha querido significar en este pasaje de su
obra, es que en toda sociedad supuestamente
racional y sin excepción para nadie, el querer ser no puede sobreponerse a lo que cada cual en ella debe ser según la ley. Pero ha
omitido la verdad del refrán que dice: “hecha la ley, hecha la trampa”. En
primer lugar, desde hace más de siglo y medio se nos ha venido instruyendo en
la idea de que, el interés privado
de los individuos y de las familias en la sociedad civil, está en relación de identidad con los intereses generales de todos
como ciudadanos. Pero Montesquieu,
considerado sin discusión como el padre del constitucionalismo moderno, al
decir que el derecho privado se encuentra en intrínseca dependencia y subordinación respecto del derecho estatal, ha venido a
significar que esa identidad no es
espontánea sino necesariamente
forzada. Ergo, la ley reconoce la tendencia en la sociedad civil a
contradecir la ley, negando esa supuesta identidad entre los intereses
particulares y los generales. Por eso Hegel apostilló, que el Estado es una necesidad externa de la sociedad
civil, es decir, algo ajeno que irrumpe en ella y la condiciona. O sea, que al determinar
qué y cómo debe ser la sociedad civil, la ley reconoce la intrínseca tendencia
natural de esa sociedad a violar la ley. Tal es el fundamento básico del derecho público basado en el
interés general, como condición
de que el querer de cada cual,
es decir su interés particular,
sea siempre según su deber,
determinado por la Ley en representación del interés general. De lo cual concluyó que, todo comportamiento
particular al margen de la Ley
que supuestamente vela por el interés general, es corrupto y disoluto, un mal
ejemplo que tiende a propagarse disolviendo la sociedad y su Estado, en el
sálvese quien pueda de cada individuo:
<<…cuando en un gobierno
popular caen las leyes en el olvido, como esto sólo puede provenir de la
corrupción de la república, está ya perdido el Estado>>. Pp. 38
Y teniendo en cuenta que la ley que
implantó el mayorazgo como criterio hereditario, privilegiaba al primogénito
respecto de los demás descendientes en cada familia, tal como se implantó corriendo
el Siglo XIV durante la llamada Edad Media feudal, Montesquieu hizo valer el
deber ser del nuevo espíritu jurídico en el Estado moderno burgués,
sentenciando que:
<<Las leyes deben quitar á los nobles el derecho de
primogenitura (1) a fin de que, mediante el reparto continuo de las herencias,
las fortunas tornen a ser iguales>>. (Montesquieu: Op. cit. Pp. 86)
En su “Crítica a la filosofía
hegeliana del derecho estatal”, Marx contribuyó reforzar este razonamiento
de Montesquieu, en salvaguarda del poder conferido al Estado burgués republicano
moderno, frente al privilegio feudal del primogénito en las familias de la
nobleza. Consideró que su derogación fue un progreso en la historia de la
humanidad. Pero inmediatamente señaló, que al emanciparla del privilegio feudal
del mayorazgo, la flamante república burguesa elevó la propiedad privada a la más
alta jerarquía del poder social y político real en la sociedad capitalista:
<< ¿Qué poder ejerce el Estado político (feudal) sobre la propiedad privada en el (derecho
al) mayorazgo? El de aislarlo de
la familia y la sociedad, el de llevarlo a su abstracta autonomía (la del primogénito). ¿Cual es por tanto el poder del Estado
político (capitalista) sobre la
propiedad privada? El propio poder de la propiedad privada, su ser
(egoísta) hecho existencia (libre de
todo condicionamiento). ¿Qué le queda al
Estado político frente a este ser? La ilusión de que es él quien
determina, cuando en realidad es determinado. Ciertamente el Estado doblega la voluntad
de la familia y de la sociedad, pero solo para dar existencia a la voluntad
de una propiedad privada sin familia ni sociedad (la propiedad privada pura individual). Y para reconocer esta existencia como la suprema del Estado político,
como la suprema existencia ética (personal, elitista, despótica y totalitaria). >> (K.
Marx: Op.
cit. Pp. 136. Lo entre
paréntesis nuestro).
Pero con esto no está todo dicho, porque falta discernir acerca de cuál es
el verdadero sujeto soberano
de la voluntad en esta
emergencia histórica del derecho a ejercer la propiedad privada, es decir,
dónde reside el principio activo
para el ejercicio de ese derecho. Ya hemos visto que, bajo el mayorazgo, el
requisito para ejercer a voluntad el derecho a la herencia, le venía dado al
heredero desde fuera de sí mismo. ¿Residía en la voluntad del testador? Residía
en la propiedad privada sobre los bienes que legaba registrados a su nombre.
Ése era y sigue siendo el principio activo para poder ejercer el derecho a la
primogenitura, es decir, el verdadero
sujeto de ese derecho y la verdadera
voluntad de ejercitarlo, en realidad no emana del sujeto que ejerce la primogenitura, sino en la propiedad privada sobre los
bienes que le han sido legados. Y siendo como así ha sido y sigue siendo en la
sociedad dividida en clases, la “libertad” supuestamente basada en la voluntad
de los individuos con arreglo a la ley, resulta ser falsa superficialidad, un
embeleco, porque no es la “libre” voluntad del sujeto sino su propiedad, lo que
le permite ejercerla, lo que realmente determina el comportamiento de las almas
propietarias en los individuos:
<<La propiedad privada se ha convertido en el sujeto de la voluntad (en los individuos), la voluntad ya no es más que el predicado
de la propiedad privada. La propiedad privada ya no es un objeto
preciso de la libre disposición
(personal del primogénito), sino que ésta
(en forma de “libre” disposición conferida a otro u otros) es el predicado preciso de la propiedad privada (o sea, lo que
se predica, deriva o infiere de ella>>. (K. Marx: Op.
cit. Pp. 137)
Esta
es una de las formas del mundo al revés tal como se muestra en el derecho
burgués moderno, tanto en el privado que rige a la sociedad civil como en el
público que hace al comportamiento del Estado. Un mundo en el que, merced a la
práctica del consuetudinario intercambio mercantil ya durante la etapa postrera
del feudalismo, la “voluntad” y “libertad” de los sujetos, deviene como
voluntad y libertad de su propiedad
privada, donde cada uno es y vale según lo que pueda disponer a cambio
de un equivalente. Es el mundo de la enajenación humana general respecto de las
cosas. Una cosificación general del comportamiento social.
La
esencia humana cosificada por
el incipiente capitalismo en desarrollo, se muestra en el hecho de que todo
propietario es como persona
en la sociedad, no por su propia voluntad, sino por lo que le permite ejercitar
la propiedad que ostenta sobre su patrimonio. Sin propiedad, pues, no puede
haber voluntad jurídicamente valida.
Y dado que en la sociedad capitalista la propiedad solo puede recaer sobre cosas, he aquí la cosificación de la voluntad humana
en este sistema de vida, donde como reza el refrán: “tanto tienes, tanto vales”.
Ergo, tanto puedes. El poder es, sin duda, un subproducto de la propiedad
privada:
<< (Que) La propiedad ya no existe “en
cuanto pongo (delego) mi voluntad en
ella”, (no es verdad), sino que (la
verdad está en que) mi voluntad existe “en
cuanto se halla contenida en la propiedad”. (Ante tal circunstancia) Mi voluntad ya no posee, se halla poseída. Tal
es precisamente el cosquilleo romántico de la gloria del mayorazgo: la propiedad
privada, o sea la arbitrariedad privada en su figura mas abstracta, la voluntad
más mezquina, inmoral, bruta aparece como la suprema enajenación de la
arbitrariedad, como la lucha más dura y sacrificada con la debilidad humana;
y como debilidad humana se presenta aquí la humanización de la propiedad
privada (que determina la deshumanización del propietario). El mayorazgo es la propiedad
privada convertida por sí misma en religión, abismada en sí misma, extasiada
ante su autonomía y su gloria>>. (K. Marx: Op
cit. Pp. 138. Lo entre paréntesis nuestro).
Ha quedado claro que bajo el esclavismo y
el feudalismo, la voluntad “libre” de cierta minoría de individuos, permaneció sujeta
casi exclusivamente a la propiedad territorial. Y ha quedado igualmente claro,
que bajo el capitalismo la jerarquía en el ejercicio de la voluntad humana
“libre” en general —tanto en
la sociedad civil como en el Estado— estuvo y sigue férreamente sujeta a la propiedad patrimonial de valores materiales
de diversa índole. Así fue cómo la historia ha dado fe de la certeza, en cuanto a que el
concepto de propiedad privada
permitió a una minoría de esclavistas y señores feudales en la sociedad antigua, tanto como a
capitalistas en la sociedad moderna,
ejercer su voluntad política “libre” (enajenada) para despojar a las mayorías
por mediación alternativa del engaño y la violencia. Tanto más cuanto mayor fue
su censo de riqueza en propiedad:
<<La Constitución política (en la Revolución
francesa) culmina por tanto en la constitución
de la propiedad privada. La suprema convicción política es la convicción
de la propiedad privada (individual)>>. (K. Marx: Op. cit. Pp.
134)
Fue
precisamente John Locke quien
introdujo el concepto de individuo
propietario, donde la propiedad privada aparece como un derecho natural,
base sobre la cual haría descansar el constitucionalismo político liberal del
Estado burgués. Una constitución que consagra el derecho de cada individuo a su
propiedad privada, sin más límite de posesión que la de los demás individuos
propietarios, compitiendo entre sí en la sociedad, por disponer de más
patrimonio a expensas de otros, como signo distintivo del poder personal, no
solo en la sociedad civil sino en el Estado, incluyendo naturalmente al poder
judicial, que así pasa subrepticiamente a depender del Poder ejecutivo. Y éste,
a su vez, del poder económico concentrado
en la sociedad civil. He aquí la verdad del capitalismo.
¿Dónde
si no en el poder económico está el sustento del poder político? ¿Cabe dudar,
pues, de que bajo la sociedad de
clases la “libertad” individual haya sido y siga siendo un atributo político esencial y exclusivo
de la propiedad privada opulenta? ¿Cabe dudar a estas alturas de la historia moderna, de que el
Estado “democrático” haya sido y siga siendo sistemáticamente sometido a la voluntad política dictatorial de los propietarios privados capitalistas
más acaudalados?
Desde fines
de marzo de 1871, en que el perro sangriento de la Comuna de París: Louis Adolphe
Thiers y demás secuaces suyos (Jules Favre, Ernesto
Picard, Agustín
Pouyer-Quertier y Jules Simon), se
repartieran en concepto de comisión buena parte los dos mil millones de francos
que costó gestionar ante Alemania un préstamo al Estado francés por esa
cantidad, bajo la condición de que tal coima no se hiciera efectiva, hasta
después de conseguirse la “pacificación de París” por las tropas prusianas. ¿Cuántos
crímenes y actos de corrupción política desde el poder —como éste—, se han
podido venir cometiendo en el Mundo impunemente,
en nombre de la bendita palabra: naturaleza,
cuyo significado bajo el capitalismo tanto se parece a esta otra: facilidad?
¿Puede
alguien dudar, pues, de que la corrupción política haya sido y siga siendo una prerrogativa exclusiva de los representantes políticos electos en contubernio con ciertos
propietarios del capital global en cada país? ¿Puede alguien dudar de que la
corrupción política haya consistido y consista, en convertir la cosa pública en propiedad privada? ¿Cabe dudar de
que los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad” sigan siendo un maldito
timo? ¿Cabe dudar, en definitiva, que bajo semejante estado de cosas los ciudadanos de a pie hayamos venido
siendo y así seguimos, políticamente un cero a la izquierda?
¿Por
qué tenaz e insensata estupidez seguir negándonos, entonces, a que como mayorías sociales seamos
nosotros quienes de una vez por todas decidamos
realmente poner las cosas en
su sitio? Pero ponerlas una vez más por encima de nosotros mismos, eso no,
porque así los bribones nos seguirían aplastando con el peso muerto de la
historia “democrática” sobre nuestras cabezas. Hay que poner las cosas en el
sitio justo de nuestra voluntad colectiva, la única verdaderamente democrática,
esclarecida por el conocimiento de la
verdad, que nos eleva y proyecta a la condición de sujetos auténticamente
libres, por ser conscientes de nuestra propia realidad como tales. Porque la auténtica libertad no ha sido
nunca más que esto: actuar con el
previo conocimiento de la verdad sobre la realidad.
Y
aquí vuelve con toda su fuerza esclarecedora el genio inmortal de Shakespeare: “Ser o no ser. Esta es la cuestión”. Pero
ser en un mundo donde resplandezca la verdad, dejando atrás la ficción del
engaño y el sometimiento político a la dictadura económica de la sinrazón capitalista.
Y para eso es necesario, ante todo, comprender
en su plenitud esencial la verdad
de la realidad que exige ser transformada, apoderarse de ella para ponerla en
armonía con la verdad, como condición de la LIBERTAD, sin distinción de clases
sociales. Ergo, en la presente emergencia histórica la consigna es, porque así
debe ser: propiedad privada sí, pero sólo sobre
los medios de consumo que cada cual con su capacidad y esfuerzo personal
sepa ganarse. No precisamente como “Los hombres de la viga”
construyendo el “Rockefeller Center”
durante la Gran Depresión, desafiando a la gravedad en octubre de 1932 a 270
metros de altura, en su mayoría inmigrantes irlandeses, trabajando por unos
pocos dólares al día:
Por
aquí sin embelecos retóricos engañabobos, ha discurrido la intención de este
trabajo divulgativo nada original, fundamento indiscutible de una necesidad cada
vez más perentoria: poner en vigencia la democracia
directa de los productores.
[1] Aunque por causas sistémicas y económico-funcionales
distintas, esta evocación
histórica no deja de ser tan sugerente como ilustrativa y premonitoria, a
juzgar por lo que viene hoy día sucediendo en los distintos Estados nacionales de la
sociedad capitalista mundial decadente, a principios del año 2015, donde la
carencia de fondos públicos para el sostenimiento de sus instituciones políticas por causa de
la recesión económica —a raíz
de la insuficiente rentabilidad de los capitales—, está a la orden del día en
todas partes.
[2] La teoría molecular aplicada en la química moderna, que Laurent y Gerhardt desarrollaron científicamente por vez primera, no se funda en otra ley. {F. E. Agregado a la 3ª Edición. Para explicar este aserto, que resultará bastante oscuro a los no químicos, hacemos notar que el autor se refiere aquí a las "series homólogas" de hidrocarburos, a las que Charles Gerhardt designó así por primera vez, en 1843, y cada una de las cuales tiene su propia fórmula algebraica. Así, por ejemplo, la serie de las parafinas: Cn H2n+2; la de los alcoholes normales: Cn H2n+2 O; la de los ácidos grasos normales, Cn H2n O2 y muchos otros. En los ejemplos precedentes, mediante la adición puramente cuantitativa de CH2 a la fórmula molecular se crea cada vez un cuerpo cualitativamente diferente. Con respecto a la participación de Laurent y Gerhardt en la comprobación de este importante hecho (participación sobrestimada por Marx), cfr. Kopp, "Entwicklung der Chemie", Munich, 1873, pp. 709 y 716, y Schorlemmer, "Rise and Progress of Organic Chemistry", Londres, 1879, p. 54.}
[3] Es el dividendo o ganancia que a cada capitalista se le asigna en el beneficio global de su empresa. Es el porcentaje de ese beneficio que recibirá por cada acción (título de propiedad sobre dicha empresa en su poder). Es decir, el cobro de la liquidez que le supone a un particular, mantener la acción bajo su propiedad. En otras palabras, cuánto de su inversión en acciones es remunerada, dada la evolución de la compañía que comparte sus beneficios con sus accionistas. Cita de Marx
[4] De aquí deriva el concepto jurídico más moderno de “persona”, indisolublemente unido al de patrimonio desde el mismo nacimiento, a través del derecho de herencia. Cita de Marx
[5] El fundamento mismo de la sociedad burguesa es esa libertad del individuo propietario de mercancías y contrapuesto a los otros individuos; es la libertad del egoísmo y la indiferencia con respecto al ser humano mismo. En vez de encontrar en el otro humano su confirmación como comunidad, la libertad encuentra en el otro los límites a su libertad. Cita de Marx
[6] Igualdad y seguridad, Marx sigue utilizando el francés para referirse a los
derechos del ser humano. Cita de Marx
[7] La libertad y la igualdad entre individuos libres, propietarios y opuestos entre sí es lo que reproduce la sociedad mercantil. De ahí surge toda la codificación en “derechos del hombre y del ciudadano”, constitutivas de la democracia como modo de dominación (dictadura) de la sociedad capitalista. Cita de Marx.
[8] La coherencia es total entre la libertad, tal como
viene de ser expuesta, y la seguridad como poder político garantizando la
propiedad privada. La sociedad, como enorme acumulación de mercancías, requiere
el terror de Estado para la reproducción de la libertad de privar, para garantizar el egoísmo como modo de vida
social. Cita de Marx
[9] Esta crítica radical de todos los derechos del hombre y de la democracia
misma hace de este artículo, como de los otros que presentamos en esta
selección, la razón por la cual estas páginas de Marx fueron tan malditas como
para haber ocultado o deformado su contenido. Véase la “Presentación del
editor” al principio de la obra. Cita del reproductor.
[10] El
antecedente histórico más remoto del burgués moderno, se remonta a la figura del comercio desde sus orígenes
en la antigua Grecia, representado por las alas del viajante, la astucia de dos
serpientes simétricamente confrontadas simbolizando el equilibrio del contrato que
sintetiza en el intercambio entre dos distintas fuerzas opuestas, y la gorra ominosa
de ladrón asaltante de caminos que malogra los negocios.
[11] De aquí deriva el concepto jurídico más moderno de “persona”, indisolublemente unido al de patrimonio desde el mismo nacimiento, a través del derecho de herencia. Cita de Marx.
[12] El fundamento mismo de la sociedad burguesa es esa libertad del individuo propietario de mercancías y contrapuesto a los otros individuos; es la libertad del egoísmo y la indiferencia con respecto al ser humano mismo. En vez de encontrar en el otro humano su confirmación como comunidad, la libertad encuentra en el otro los límites a su libertad. Cita de Marx.
[13] Igualdad y seguridad. Marx sigue utilizando el francés para referirse a los
derechos del ser humano. Cita de Marx.
[14] La libertad y la igualdad entre individuos libres, propietarios y opuestos
entre sí es lo que reproduce la sociedad mercantil. De ahí surge toda la
codificación en “derechos del hombre y del ciudadano”, constitutivas de la
democracia como modo de dominación (dictadura) de la sociedad capitalista. Cita
de Marx.
[15] La coherencia es total entre la libertad, tal como viene de ser expuesta, y la seguridad como poder político garantizando la propiedad privada. La sociedad, como enorme acumulación de mercancías, requiere el terror de Estado para la reproducción de la libertad de privar, para garantizar el egoísmo como modo de vida social. Cita de Marx
[16] Esta crítica radical de todos los derechos del hombre y de la democracia misma hace de este artículo, como de los otros que presentamos en esta selección, la razón por la cual estas páginas de Marx fueron tan malditas como para haber ocultado o deformado su contenido. Véase la Presentación del editor” al principio de la obra. Cita del reproductor.
[17] El
antecedente histórico más remoto del burgués moderno, se remonta a la figura del comercio desde sus orígenes
en la antigua Grecia, representado por las alas del viajante, la astucia de dos
serpientes simétricamente confrontadas simbolizando el equilibrio del contrato
que sintetiza en el intercambio entre dos distintas fuerzas opuestas, y la
gorra ominosa de ladrón asaltante de caminos que malogra los negocios.