Un caso más de “bonapartismo” en la etapa tardía del capitalismo

En este punto de nuestra exposición y análisis histórico de la transición, queda demostrado que los movimientos civiles y militares sediciosos previos al 23F, obedecieron a un vació de poder político creado por la incapacidad de los burócratas políticos postfranquistas de la UCD, para llegar a ser hegemónicos. Esto por un lado; por otro, a la indecisión de unos burócratas militares residuos del franquismo, conscientes de que habían dejado ya de ser dominantes, habida cuenta de que pueblo se les había insubordinado. [59] Esta sería la explicación desde el punto de vista político “democrático” representativo, esto es, burguesa, apologética del sistema, encubridora de la dialéctica entre las dos clases universales antagónicas. Porque de no ser por el trasfondo de las luchas que comprometieron a millones de obreros contra la patronal y el gobierno franquista desde 1956 hasta hoy, fenómenos como el del 23F no se hubieran producido. Tal es el tipo de situaciones que históricamente han dado pábulo al fenómeno que Marx llamó “bonapartismo” —en alusión al primer imperio surgido en Francia como desenlace de la revolución burguesa de 1789.

¿Quién pudo haber sido y fue, efectivamente, ese Bonaparte español creado por la lógica de la ley del valor, sobre la que cabalgaron las contradicciones sociales y los hechos políticos en este país desde la primera crisis institucional y reforma del franquismo en 1957, hasta el desenlace de la segunda ocurrida aquel 23 de Febrero de 1981? Ese aparente árbitro en el juego político que suplanta cada vez más al mercado para dirimir el reparto de lo producido por el trabajo social explotado en España durante todo este período, fue —y sigue siendo sin duda alguna— Juan Carlos de Borbón y Borbón; y la arquitectura jurídica de la Constitución en todo lo concerniente a las atribuciones del Monarca, fue la premonitoria previsión política de tal crisis, desenlace y arbitrio, según esa enseñanza de la historia asimilada por Marx, desde luego con una tendencia objetiva científicamente prevista, contraria a los fines que se propuso Franco y los “padres” de la Monarquía constitucional española resultante.

Marx estudió el fenómeno, para poner en evidencia la trampa que supone la figura rediviva del Bonaparte farsante para los intereses estratégicos del proletariado, frente a las crisis orgánicas del capitalismo. Lo que Marx se propuso al escribir “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, fue contribuir a la formación de una cultura y una inteligencia política de clase proletaria, para que los asalariados puedan sortear esa trampa que es el bonapartismo en la etapa decadente del capitalismo, premisa sin la cual es imposible iniciar su proceso de emancipación rompiendo el espinazo del Estado burgués; los representantes políticos burgueses del capitalismo decadente sucesores de Luis Bonaparte, como Flandin, Doumergue y De Gaulle, en Francia, Giolitti en Italia, Bruening, Papen y Schleicher en Alemania, Dollfuss en Austria, Colijn en Holanda, etcéte­ra., en cambio, escamotean la finalidad que les induce a echar mano de esa figura arbitral, como la forma política de convertir la tensión explosiva de las contradicciones de clase en una implosión al interior de un gobierno, dejando intacto el Estado. Esta tensión en condiciones extremas  tiende objetivamente a provocar una explosión de la “democracia” en tanto mecanismo de conciliación política entre las dos clases universales antagónicas en condiciones normales, tensión cuya fuerza centrífuga excepcional —de no mediar ninguna otra fuerza mayor que actúe en sentido contrario— puede abrir un proceso de peligrosa desestabilización política de la burguesía, susceptible de desembocar en una crisis revolucionaria que sintetice en dictadura fascista del capital o en dictadura democrática del proletariado. El bonapartismo es esa fuerza política neutralizante que actúa desde la perspectiva política de la burguesía en su conjunto para sobrevivirse a sí misma. [60]

La necesidad del régimen bonapartista transicional de equilibrio entre las clases históricamente antagónicas, se expresa invariablemente en el carácter plebiscitario de una figura política carismática en la cual todas las partes delegan sus aspiraciones. Esa figura carismática en la historia de los últimos veinticinco años en el Estado español —más precisamente desde el 23 de febrero de 1981—, fue y sigue siendo Juan Carlos de Borbón y Borbón.  

En efecto, antes de que se llegue a producir esa emergencia política de consecuencias imprevisibles, la burguesía ha previsto el establecimiento de un régimen político de equi­librio entre ambos extremos sociales, el proletariado y la burguesía, que en la persona del Bonaparte —al que ambas partes otorgan la función de árbitro—, se neutralizan una a la otra y permiten así que el aparato burocrático del Estado retarde esta necesidad histórica que presiona por la resolución del conflicto desde las contradicciones insolubles en la base material del sistema.

Ahora bien, para que la necesidad histórica del enfrentamiento entre las dos clases universales y antagónicas pueda ser suplantada momentáneamente por este régimen transicional de equilibrio llamado bonapartismo, tiene que estar presente una condición necesaria y suficiente: la ausencia de una alternativa política revolucionaria orgánicamente expresada en la sociedad por parte del proletariado. En tal sentido, si alguien de carne y hueso pudo encarnar la función política estabilizadora del bonapartismo, es porque la combatividad potencialmente desestabilizadora del proletariado desde 1956 en España, permaneció sin embargo en el cepo ideológico y político de la burguesía desde la guerra civil, después cada vez más disperso y dividido entre las distintas opciones burocrático-políticas burguesas interesadas en la reforma del franquismo residual, que no en su ruptura revolucionaria.

Dicho de otro modo, este papel neutralizante del bonapartismo sólo es posible, si el proletariado permanece ideológica y políticamente cautivo de una de las dos fracciones burguesas enfrentadas —como fue el caso antes y durante el 23F— o dividido entre ellas, como sucedió después de ese episodio y en estas estamos, esto es, sin alternativa revolucionaria orgánica frente al capitalismo. Tales han sido las condiciones que permitieron el típico arbitraje bonapartista del rey en la parodia golpista del 23F en España, para neutralizar el golpe “duro” de la derecha franquista residual. 

En tal sentido, si alguien de carne y hueso pudo cumplir la función política estabilizadora del bonapartismo, es porque la combatividad potencialmente revolucionaria del proletariado desde 1956 en España, permaneció sin embargo en el cepo ideológico y político de la izquierda burguesa encarnada desde la guerra civil en el Partido Comunista de España, después cada vez más disperso y dividido entre las distintas opciones burocrático-políticas burguesas interesadas en la reforma del franquismo residual, que no en su ruptura revolucionaria.

Y esta falta de alternativa sólo se explica porque el anarquismo que arraigó en las bases sociales pequeñoburguesas predominantes en la atrasada estructura económica de España durante los siglos XIX y XX, bloqueó la tradición teórica del materialismo histórico en vida de Marx y Engels, desvirtuando sus contenidos científicos y su línea político-estratégica de poder, tarea contrarrevolucionaria que completó el stalinismo desde 1935 a instancias del Partido Comunista de España. Que las sucesivas generaciones de intelectuales de extracción obrera en este país se hayan vendido al capital, es un epifenómeno de aquellas condiciones económico-sociales ya superadas, cuya expresión política (reformista) todavía predominante, se hace tanto más imperiosamente necesario combatir, para poner la conciencia colectiva de los explotados en sintonía con las actuales exigencias de la base material del sistema y su régimen político “democrático”, día que pasa más y más anacrónicos y decadentes.  

¿Por qué el bonapartismo se encarnó en la dinastía borbónica? Porque el capitalismo tardío dejó sin base de sustentación económica al anacrónico proyecto político nacional-paternalista y autosuficiente del franquismo; consecuentemente, porque su régimen político se vio amenazado por la expresión política del capitalismo trasnacional cada vez más pujante del Opus Dei y, desde el otro polo de la relación social dialéctica, por un proletariado cuyas necesidades rebasaban cada vez más las posibilidades de ese proyecto caduco. Es comprensible, pues, que, ante su propia decadencia física personal, Franco quisiera perpetuarse enfundando a su régimen en la forma monárquica, expresión política de una sociedad pretérita recluida en el ciclo de las cuatro estaciones, donde, como decía Machado, no se escuchaba el latir del tiempo, aunque nunca pasa en vano. 

La restauración de la monarquía —que se quiso dejar “atada y bien atada” a las leyes orgánicas del Movimiento— fue el producto de ese sueño inmovilista de la prehistoria humana encarnado en la tan obsesiva como efímera pasión de Franco por perpetuar la descendencia política de su propio poder personal, típica de todos los déspotas, a través de la forma bonapartista que después atribuyeron los padres de la Constitución a la Corona, lo único que va quedando —de ese sueño suyo— probablemente ajeno a él; porque dudamos que tuviera suficientes luces como para recrear por sí mismo ese ya viejo recurso político para la supervivencia de la decadente burguesía internacional en España.

Y repetimos, porque nunca será suficiente, que la causa eficiente de que esa figura del bonapartismo fuera posible está en la claudicación de dirigentes históricos como la Pasionaria o Carrillo, Pero los verdaderos responsables de semejante desastre político no son ellos, sino quienes antes y durante la guerra civil se lo permitieron mirando para otro lado cuando debieran haber atendido a las enseñanzas de la memoria histórica del proletariado entre 1848 y 1917.

Y son igualmente responsables quienes durante la transición, permitieron que los continuadores de aquellos otros, como el mismo Carrillo, Iglesias, Anguita, Frutos o Llamazares, claudicaran no sólo ante la racionalidad revolucionaria que exigían las condiciones de la lucha de clases desde la década de los años cincuenta del siglo pasado en España, sino que traicionaron el propio ideal democrático-burgués pacato por el que tantos miles murieron inútilmente combatiendo contra Franco.

¿Para qué? Para abrazarse a los intereses del gran capital que operó la transición desde la sombra, sólo porque les dio —a ellos—, la oportunidad de conseguir un lugar al sol de la nueva forma bonapartista de gobierno burocrático-monárquico-parlamentaria. Esta sensualización con el poder fue lo que les indujo a dejarse llevar de las narices por Carrillo a la aceptación de los “Pactos de la Moncloa” y las sucesivas reformas laborales que llevaron la precariedad laboral a la mitad o más de la población activa en este país, realidad que se combina con altas tasas de siniestralidad laboral y baja remuneración salarial, lo cual determina la exclusión social de crecientes sectores de la población obrera. 

Estamos hablando de los dirigentes de formaciones políticas estatizadas de “izquierda”, como el PCE, IU, ERC, ICV, PSUC, y de los no menos estatizados sindicatos oficiales: CC.OO., UGT y USO.

Todos estos individuos organizados en el aparato de Estado burgués, constituyen una oligarquía partidocrática que niegan de hecho y por derecho el verdadero espíritu de la democracia. Son ellos los que, a cambio de altas remuneraciones relativas, privilegios políticos y prebendas, han consentido que los derechos sociales y laborales que más hacen a la vida en libertad de la mayoría absoluta de la población —los asalariados—, hayan desaparecido de la legislación del Estado y de la práctica social de los capitalistas, demostrando que la única “libertad" realmente existente que consagran y defienden, es la de los patrones capitalistas, sus mandantes y mecenas. 

Detrás de esta primera categoría de burócratas —verdaderos “favoritos cortesanos” de su majestad, el capital— marcha la numerosa comparsa de militantes, seguidores arribistas de esos líderes encuadrados en sus respectivas formaciones políticas, muchos de ellos desclasados de origen obrero corridos por el paro a la caza de puestos públicos de segundo y tercer orden, que han decidido hacer de la política un medio de vida.

Y dado que todo es cuestión de empezar encajando como la pieza en la lógica de cualquier mecanismo, estos agentes de la burguesía en el movimiento obrero han llegado, incluso, al extremo de quedar pringados en las maquinaciones políticas que fabricaron el golpe “democrático” del 23F, y en la más reciente matanza del 11M que prefabricó el cambio “democrático” de gobierno objeto de nuestro próximo trabajo.

La “voluntad popular” bajo el capitalismo tardío, es cada vez más un subproducto de lo que urden los poderes fácticos económicos y políticos burgueses en pugna por el poder; y la “democracia”, un subproducto del dinero invertido por esos mismos poderes en las diferentes formaciones políticas institucionalizadas durante las campañas electorales. Una conspiración permanente en perjuicio de la libertad, la democracia, el bienestar y hasta la propia vida de las clases subalternas.

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[59] El vocablo “hegemonía” ha sido acuñado por Gramsci, para designar el ejercicio del poder político de una minoría social mediante un consenso o aquiescencia mayoritaria suficiente de las clases subalternas, noción contrapuesta a la que entendía por  dominio, ejercicio del poder mediante la coacción o imposición violenta.

[60] Heinrich Bruening (1885-1970): dirigente del Partido Católico de Centro. Designado por Hindenburg canciller de Alemania en marzo de 1930, gobernó de facto desde julio de 1930 hasta su caída en mayo de 1932. Franz von Papen (1879-1969): designado canciller por Hindenburg en junio de 1932, le allanó el camino a Hitler al acabar con el gobierno socialdemócrata de Prusia. En diciembre de 1932 lo remplazó Schleicher. En enero de 1933 fue designado vicecanciller de Hitler. Engelbert Dollfuss (1892-1934): canciller de Austria, en febrero de 1934 aplastó a los obreros vieneses cuando resistieron sus dictatoriales ataques a sus derechos. Partidario de los fascistas italianos y adver­sario de los fascistas alemanes. Fue asesinado por los nazis en julio de 1934.