Si definimos al delito como un acto antisocial, asocial
o simplemente dañoso para la comunidad donde se produce, se ha de tener en
cuenta su evolución a partir de una determinada formación social. Y esto por
cuanto no siempre los mismos actos han sido considerados como delito en una
misma comunidad, en diferentes comunidades y en diversas etapas históricas
y lugares de
la Tierra.En nuestra sociedad de tipo capitalista, son más frecuentes
los delitos contra la propiedad, precisamente porque la formación social
se erige sobre un modo de producción ordenado según el concepto jurídico-político
de propiedad privada pura, un derecho de alcance social universal sin condicionamientos
de tipo político ni religioso, como fue el caso de las sociedades esclavista
y feudal. En la sociedad capitalista, esta democratización de la propiedad
determina que el robo vaya asociado a la posibilidad de apropiarse más o menos
fraudulentamente de lo ajeno y pasar a ejercer su propiedad más o menos legalmente,
más o menos impunemente, algo que los siervos de la gleba no podían hacer,
porque estaban completamente excluidos del derecho a la propiedad; más aun
los esclavos, lo cual limitaba el robo al inmediato usufructo de la cosa que
hiciera desaparecer las pruebas del delito. La democratización de la propiedad
privada pura en la sociedad capitalista, democratiza y extiende demográficamente
las prácticas delictivas, en tanto que el progreso material las proyecta sobre
una enorme diversidad de categorías según los objetos de propiedad sobre los
que recae la propensión a delinquir. Los delitos y el derecho penal moderno, han surgido de
este carácter crecientemente contradictorio de la categoría de propiedad bajo
el capitalismo: en teoría, jurídicamente irrestricta, al mismo tiempo que,
en la práctica, económicamente más y más restringida, según la explotación
del trabajo social determina que la clase capitalista sea cada vez “más igual”
en el ejercicio efectivo de ese teórico “derecho igual” a la propiedad, respecto
de la clase asalariada. Ni que hablar de los parados o de los que alternan
el paro con el régimen de trabajo temporal, ambas modalidades de “solucionar”
el trabajo sobrante que parece haber llegado como una peste para no irse jamás;
una situación que, sin duda, pesará sobre las generaciones futuras de trabajadores
como un condicionante del pasado, que hará todavía más difícil que hoy tratar
de encontrar la salida mirando hacia un pasado que no volverá, frente la necesidad
histórica objetiva de un presente que les empuja cada vez con más fuerza a
demostrar lo que son capaces de hacer .
Para eso será necesario vencer la tradición profética del pensamiento judeo-cristiano,
donde el sentimiento de la providencia se nos aparece en los derechos constituciones
que proclaman los burgueses, como un todavía no que, sin embargo, se nos promete
que será, como “la confianza de que lo que es, no se encuentra totalmente
alejado de lo que debiera ser”[1] , y de que, a pesar de su
actual incumplimiento, el ser del capitalismo se está dirigiendo a su deber
ser providencial. La unidad ―más que la unidad― la histórica identidad
entre el ser que, en sí mismo lleva en sí el para sí del deber ser providencial
del capitalismo, está presente en el discurso cotidiano de los filósofos,
“científicos” sociales y periodistas burgueses, todos ellos rebajados a la
misma condición y naturaleza de los mistificadores profesionales fabricantes
de horóscopos, que todos los días publica la prensa a la medida de los que
“caen” ―nunca mejor dicho― bajo la supuesta influencia siempre
esperanzadora de los astros, cualquiera sea la constelación de su correspondiente
signo zoodiacal.
[1]
Cfr. Paul Tillich: “The socialist Decisión”, citado por Richard
Quinney en “Clases, Estado y delincuencia” Ed. FCE/85 Cap.I