Sufragio universal y partidos políticos institucionalizados
como medio de hegemonía política directa de la burguesía sobre sus explotados

Bajo condiciones hegemónicas del conjunto de la burguesía sobre la clase asalariada ―como es el caso en la actualidad― la clase propietaria de los medios de producción y de cambio, impera en la sociedad de un modo indirecto por intermedio del sufragio universal y los partidos políticos institucionalizados. Y esa intermediación hace al contubernio permanente, entre los capitalistas y los políticos profesionales:

<<Mientras la clase oprimida ―en nuestro caso el proletariado― no está madura para liberarse ella misma, su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible, y políticamente forma la cola de la clase capitalista, su extrema izquierda (a instancias de los partidos reformistas institucionalizados)>>.  (F. Engels: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado Cap. IX Barbarie y Civilización Pp. 105 Lo entre paréntesis es nuestro)

Hoy día, especialmente en los países capitalistas desarrollados, esta falsa conciencia de las mayorías asalariadas respecto del sistema capitalista, se explica, en general, por la apología que hacen de él los aparatos ideológicos del Estado burgués y los “mass media” públicos y privados, que nunca como ahora han podido sacar mayor provecho político de calificar al sistema capitalista como “el único posible”, después de la relativamente reciente debacle del régimen stalinista, que la propia burocracia soviética hizo pasar por “comunista”.

Dentro de la clase de los asalariados en general, hay en particular un sector de ellos, cuya falta de madurez ideológica y política se ve reforzada por sus  relativamente privilegiadas condiciones de vida y de trabajo (es la llamada "aristocracia obrera"), lo cual, por un lado, les sensualiza con el poder constituido, induciéndoles a consagrar, complacientes, todo lo supuestamente bueno que la burguesía pregona de su sistema de vida en general, huyendo como de la peste hasta de las evidencias más flagrantes que niegan semejantes supercherías; pero, por otro lado, en medio de la crisis y la inaudita profundidad de los ataques del capital a su propia condición de clase, esta “aristocracia obrera” no deja de presentir muy cerca suyo el peligro de perder en cualquier momento la estabilidad de sus privilegios. Y con esa incertidumbre por todo bagaje ideológico, asoma la protesta de clase en la intimidad de su espíritu; pero mientras esa incertidumbre tarda en cumplir su presagio, triunfa en este sector su adhesión incondicional al sistema. Su miedo a perder status, les lleva al máximo de la osadía política permitida por el sistema, que les limita absolutamente a no ir más allá y se colocan así a su extrema izquierda, pero sin sacar los pies del tiesto burgués; como chantajeando con amagar que se salen de ese límite, pero nada más. Los partidos reformistas institucionalizados están para eso: para que ese “nada más” no se convierta en algo más, para no ofrecer alternativa, para que la burguesía no pierda su condición de límite absoluto frente a las posibilidades que ofrecen las contradicciones cada vez más insolubles del sistema al desarrollo de la conciencia y acción política consecuente de sus militantes y simpatizantes, convertidos así en simples clientes políticos.

Tales partidos no son más que la representación política de esos límites absolutos, que la burguesía pone en la conciencia de sus afiliados; el mantenimiento de ese sector de asalariados en una crítica social y política moderada, apocada y medrosa, conservadora del actual status quo. Tal es la naturaleza del objetivo previsto por la burguesía para estas formaciones políticas reformistas. No es casualidad que la constitución española de 1978, les haya reservado un espacio al sol que calienta en el parlamento nacional y en los gobiernos locales.

El hecho de que sus representados políticos ―simpatizantes y militantes―, no dejen de sufrir las contradicciones sociales de esta sociedad, ha llevado a los partidos de la izquierda burguesa ―especialmente a los de su extrema izquierda institucionalizada― a reconocer la realidad de la lucha de clases. Pero al no poder ser del todo políticamente consecuentes con esta realidad, habiendo renunciado a ello por un lugar al sol en el Estado burgués, han permanecido aferrados a la teoría “marxista” según la cual, los presuntos intereses generales de la sociedad, tienden a conciliar los dos polos de la contradicción, como si no fueran objetiva e históricamente irreconciliables. Y en esto, esas “izquierdas” también han encontrado en el renegado Kautsky a su maestro en el arte de falsificar la dialéctica social.

Por eso Lenin denunciaba que: circunscribir el marxismo a la doctrina de la lucha de clases sin perspectivas de resolución, equivale envilecerlo, reducirlo a una realidad que la burguesía puede aceptar, como lo muestra el libreto de la película “Noveccento” (1976), donde Bernardo Bertolucci [1] narra una historia que, como en las fábulas, acaba con una enseñanza a gusto del fabulador que la cuenta; en este caso, la de los respectivos hijos del obrero y el patrón marchando a empujones por la historia sin salirse de entre los dos rieles que demarcan la vía capitalista. Éste es el "marxismo" de los reformistas embozados. Ante lo cual Lenin responde: 

<<Marxista sólo es el que hace extensivo el reconocimiento de la lucha de clases, al reconocimiento de la dictadura del proletariado [es decir, a la resolución históricamente necesaria y progresiva de esa lucha]. En esto es en lo que estriba la más profunda diferencia entre un marxista y un pequeño burgués adocenado. En esta piedra de toque es en la que hay que contrastar la comprensión y el reconocimiento real del marxismo. Y no tiene nada de sorprendente que cuando la historia de Europa ha colocado prácticamente a la clase obrera ante esta cuestión, no sólo todos los oportunistas y reformistas, sino también todos los "kautskianos" (gentes que vacilan entre el reformismo y el marxismo) hayan resultado ser miserables filisteos y demócratas pequeñoburgueses, que niegan la dictadura del proletariado>>. (V. I. Lenin: "El Estado y la Revolución". Cap. II Punto 3. Pp. 28 Lo entre corchetes es nuestro)

En su folleto de 1918 titulado "La dictadura del proletariado" Kautsky ensayó una tergiversación tan filistea del marxismo, que, de hecho le ha colocado ignominiosamente fuera y en contra de él.  En el capítulo I de esta obra, Kautsky empieza diciendo que:

<<La oposición de las dos corrientes socialistas" (es decir, bolchevique y no bolchevique) es "la oposición de dos métodos radicalmente distintos: el democrático y el dictatorial>> (K. Kautsky: Op. Cit. Cap. I)

Lo que Kautsky hizo en este párrafo fue, por un lado, definir a las dos corrientes políticas contrapuestas del movimiento obrero ruso como socialistas, no por sus respectivos programas y prácticas políticas concretas, es decir, no por lo que cada una proponía hacer y efectivamente hacía, sino por lo que ambas proclamaban ser de sí mismas. Identificó dos cosas realmente distintas por el hecho de que ambas se hagan llamar por el mismo nombre. Reemplazó las cosas por su denominación convencional, tópico o lugar común. Por otro lado, tomó arbitrariamente la denominación de la forma de gobierno autoproclamada “democrática” que la burguesía eventualmente adopta dentro de su Estado y por medio del cual ejerce permanentemente su dictadura social de clase en circunstancias normales de dominio, para confrontarla con el nombre que Marx legítimamente dio a la fórmula de dominio social alternativo que propuso en 1852. En ambas partes de su “razonamiento”, este personaje, que tras la muerte de Engels pasó por ser la máxima autoridad intelectual en lo concerniente a Materialismo Histórico, llegó a tal grado de abyección política y moral que, para emitir un juicio que no pretendió ser más que verosímil, reemplazó a las cosas no sólo por ideas abstractas, sino simplemente por sus presuntos nombres convencionales, por lo que pasaban por ser. 

Cuando Marx propuso la “dictadura del proletariado” lo hizo en términos de dominio político de una clase social sobre otra, de un nuevo tipo de Estado independientemente de las formas de gobierno que esa clase dominante alternativa pueda llegar a adoptar. Los tipos de Estado se definen según el período histórico al que corresponde el grado de desarrollo de las fuerzas productivas, que determinan el dominio político de una clase sobre otra u otras; este dominio, según determinadas condiciones históricas, define un específico tipo de Estado. Así, en la línea de desarrollo típica de la sociedad Occidental, hubo hasta hoy tres tipos de Estado: el esclavista, el feudal y el capitalista. En tal sentido, lo que cambia o puede cambiar en cada período histórico no es el carácter de clase que define a cada tipo de Estado ―que permanece invariable hasta tanto la clase dominante que ejerce el poder a través de él sea reemplazada por otra— sino las formas de gobierno que sus clases dominantes adoptan de acuerdo con sus necesidades de dominio político-social en cada momento de cada determinado período histórico.

Lo que ha hecho Kautsky con la dictadura de clase proletaria propuesta por Marx, fue confrontar o comparar el nuevo tipo de Estado obrero alternativo al capitalista que suponía esa proposición, con la forma de gobierno “democrática”, que la burguesía adopta para sí en circunstancias normales de su permanente dictadura político-social de clase sobre el proletariado, a instancias de su Estado de tipo capitalista. En suma, que primero mezcló peras (formas de gobierno) con manzanas (tipos de Estado) llamando socialistas tanto a los oportunistas mencheviques como a los revolucionarios bolcheviques por el hecho de que ambos decían luchar por la democracia, para luego distinguirlos llamando “peras democráticas” a las formas de gobierno burguesas falsamente democráticas defendidas por los mencheviques, y “manzanas totalitarias” al tipo de Estado obrero realmente democrático propuesto por los bolcheviques. Kautsky sabía la dificultad que entraña el hecho de desentrañar embustes. Esto lo aprendió de la burguesía antes de pasarse con armas y bagajes a sus filas, lo cual le define a él y a sus secuaces discípulos como los más peligrosos enemigos de la revolución al interior del movimiento obrero. De ahí la necesidad que tienen los asalariados conscientes de esforzarse todavía más en superar estos obstáculos puestos por los enemigos de la revolución en el camino de la emancipación humana universal: 

   <<¿Cómo explicar esta monstruosa deformación que del marxismo hace Kautsky, exegeta del marxismo? Si se busca la base filosófica de semejante fenómeno, todo se reduce a una sustitución de la dialéctica por el eclecticismo y la sofistería. Kautsky es gran maestro en esta clase de sustituciones Si se pasa al terreno político práctico, todo se reduce a servilismo ante los oportunistas, es decir, al fin y al cabo, ante la burguesía. Haciendo progresos cada vez más rápidos desde que comenzó la guerra, Kautsky ha llegado al virtuosismo en este arte de ser marxista de palabra y lacayo de la burguesía de hecho.>> (V. I. Lenin: "La revolución proletaria y el renegado Kautsky". Cap. I Pp. 3: Cómo ha hecho Kautsky de Marx un adocenado liberal.)

 

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[1] Fue en El conformista”, cuando Bertolucci estuvo cerca de hacer un examen veraz del fascismo, pero ahí huyó del extremo comunista, alternativa que no aparece por ningún lado como solución a ese problema. La misma ambigüedad ideológica y consecuente falta de compromiso político revolucionario que Bertolucci mostró en “Noveccento”, sintetizó años después cuando su volubilidad política potencial se convirtió en real haciendo abandono del PCI para abrazar el budismo después de los hechos de la Plaza Tiannanmen (junio de 1989), al ver que las tropas del ejército chino reprimían violentamente una manifestación estudiantil que se saldó con más de mil muertos. Contra ese episodio Bertolucci se pronunció públicamente. Antes de eso había descubierto las maravillas de la "cuidad prohibida" de Pekín durante el rodaje de “El último emperador” (1987), y después descubrió las maravillas intimistas del desierto nordafricano en “Refugio para el amor” (1990), donde los protagonistas  viajan al África motivados por el hastío y la desilusión, buscando un lugar exótico e incomprensible para ellos que, sin embargo —suponen— tiene un cielo sólido capaz de protegerlos: “The sheltering sky”, que así se llama la novela de Bowles en que se inspiró Bertolucci. Ninguna convicción políticamente trascendente a su propio ombligo personal.