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Días de guerra en Berlín
EL PAIS SEMANAL - 24-04-2005


Han transcurrido 60 años y aún se oyen los ecos de la brutal batalla que tuvo lugar en 1945 en la capital alemana, y que representó el fin del nazismo y de la II Guerra Mundial. El historiador Antony Beevor revive aquellos días.

JACINTO ANTÓN

Ahí estaba el águila. Los agujeros de bala que le perforaban el pecho y las alas extendidas no habían conseguido borrar su siniestra expresión de crueldad. La colosal ave de bronce aferraba entre las garras una esvástica como si tratara desesperadamente de protegerla. Una sensación casi física de violencia emanaba de la escultura, y de lejos llegaba un eco viejo de derrumbes, disparos y alaridos. Una vez, hace muchos años, Adolf Hitler habría levantado la mirada hacia esta águila, reclamada quizá su atención por un destello de luz sobre el plumaje metálico. Hoy, Hitler es una sombra infernal, y esta ave abatida que antaño se alzaba orgullosa sobre la Cancillería del Reich en Berlín, y que vivió la devastación de la capital nazi desde una atalaya privilegiada, está prisionera en una capital enemiga, su rabia encadenada como el titán en el Cáucaso.

Londres parece un curioso lugar para revivir la batalla de Berlín, el Ragnarok nazi, de la que se cumplen 60 años; pero aquí vive el hombre que ha sabido describirla de la manera más emocionante y precisa. “Berlín no podía ser otro Stalingrado", afirmará, envuelto en una apropiada nube de humo (de sus propios cigarrillos), el historiador Antony Beevor (1946), autor de Berlín. La caída: 1945 (Crítica), y de otros notables libros, como Stalingrado y La batalla de Creta (de la misma editorial). Cerca de tres millones de personas vivían en el Gran Berlín, la mayor parte mujeres, niños y ancianos. La batalla por la capital del III Reich duró dos terribles semanas, del 16 de abril al 2 de mayo, cuando se rindió la guarnición y los rusos colgaron la bandera roja sobre las ruinas de la Cancillería, en cuyo patio aún humeaban los restos carbonizados de Hitler, que se había suicidado en su búnker el 20 de abril. Un abigarrado contingente de 85.000 defensores, entre los que se mezclaban soldados de la Wehrmacht y de las Waffen SS, niños y viejos de la Volkssturm –las milicias populares– y muchachos fanáticos de las Juventudes Hitlerianas, afrontó como pudo la oleada de 1,5 millones de atacantes armados con uno de los mayores despliegues de artillería que ha visto la humanidad y 6.250 tanques (los alemanes disponían sólo de 60). Tomar Berlín y dar la puntilla al espantoso régimen hitleriano costó la vida a 300.000 rusos. Unas horas antes de la cita con Beevor, resulta de lo más pertinente acercarse al Imperial War Museum en este tranquilo día inglés de primavera para rastrear algún recuerdo de aquella feroz lucha. Un chato carro de asalto alemán Jagdpanther acecha en el gran vestíbulo sobrevolado por cazas, pero es en las salas de la exhibición permanente sobre la II Guerra Mundial donde uno se da de bruces, acongojado, con testimonios materiales de la salvaje batalla que supuso el fin de aquel conflicto en el frente europeo y acabó de devastar una de las ciudades más bellas del mundo. Un cartel anima al reclutamiento de la Volkssturm; un arma extraña resulta ser la MP44 Krummlauf de cañón curvo para la lucha callejera; un viejo letrero indicador reza “Unter der Linden": fue arrancado de una farola por los soldados rusos como recuerdo. En la misma vitrina puede verse un brazalete de los que identificaban al personal del búnker, con la leyenda “Führerhauptquartier". Y también una de las copias del célebre testamento de Hitler (“Mein politisches Testament") dictado a su secretaria, Traudl Junge. Y la elocuente águila de bronce. Es todo tan siniestro que el visitante no se recupera hasta toparse en otra sección con el matamoscas de Montgomery. Al explicarle a Beevor lo del águila de la Cancillería que se expone en el museo de su ciudad y la sensación que produce meter los dedos –cuando nadie te ve– en los agujeros de las balas, como si se accediera a la fría carne de la historia, el escritor se golpea la cabeza con la palma de la mano. “Es verdad, había olvidado lo de esa águila; la cogieron los rusos, y un oficial se la dio luego a un miembro de la fuerza de ocupación británica en 1946. Bastantes estadounidenses y británicos se hicieron con souvenirs en los tiempos caóticos que siguieron a la caída de Berlín. Le contaré una extraña experiencia que tuve en esa ciudad en octubre pasado al respecto de los souvenirs nazis. Estuve en un debate tras un pase especial, con políticos y diplomáticos, de la película El hundimiento. De repente, durante el coloquio, un hombre se levantó entre el público. ‘Mister Beevor’, dijo, ‘¿está de acuerdo en que las Waffen SS extranjeras que lucharon en Berlín para salvarlo de los rusos eran un antecedente de la OTAN?’. Era una cuestión embarazosa, desde luego. Pero había una respuesta fácil: ‘Si las Waffen SS no hubieran hecho lo que hicieron en la Unión Soviética, no habrían tenido que defender Berlín’. Al acabar el acto, mientras firmaba libros, observé con alarma que aquel individuo se acercaba con una bolsa de papel marrón en las manos. ‘Oh, Dios, oculta un arma’, me dije. Resultó que lo que llevaba envuelto era un espejito con una esvástica detrás: provenía de la Cancillería del Reich, me explicó, y perteneció a Eva Braun. ¿Cómo lo había obtenido? De un oficial del contraespionaje soviético, que entró en el búnker de la Cancillería y vendió luego los objetos que había cogido para complementar su magra pensión. Me pareció una curiosa ironía final de la Gran Guerra Patriótica". Un apacible desorden reina en el despacho del historiador, en el piso superior de su casa en el barrio de Fulham. La habitación está forrada de libros –él también tiene ya la nueva biografía de Canaris, el responsable del Abwehr (Hitler’s spy chief, de Richard Bassett)– y presidida por la mesa con el ordenador. Un gorro de piel digno del mariscal Zhukov y el estupendo retrato de un oficial de un regimiento de lanceros de Bengala –tío del abuelo de Beevor– son los únicos detalles que llaman la atención. Mientras la luz ambarina que entra por la ventana llena la estancia, uno se dice que realmente es difícil encontrar un lugar que evoque menos la batalla desesperada en una ciudad agonizante. Pero Antony Beevor pronto cambiará esa impresión. “La batalla de Berlín fue algo absolutamente apocalíptico", describe hablando a una velocidad de ametralladora y encendiendo un ducados tras otro –un vicio adquirido en sus viajes a España–. “Entre un 85% y un 90% del centro de la capital había sido ya destruido por los bombardeos aliados al empezar la batalla; el extrarradio, en cambio, estaba poco tocado. Cuando llegó el Ejército Rojo con su artillería pesada comenzó una devastación sistemática brutal. El 16 de abril por la mañana temprano, en los suburbios del este de la ciudad, de repente empezaron a notar que el suelo temblaba. Los teléfonos comenzaron a sonar solos y los cuadros se caían de las paredes. Era la artillería rusa, disparando desde casi cien kilómetros. ¡Lanzaron 1,8 millones de obuses en el asalto a la ciudad! Puede imaginar el efecto del bombardeo y los combates. El Tiergarten, que era uno de los parques más bonitos de Europa, se convirtió en algo similar a un escenario de la guerra de trincheras de la I Guerra Mundial. Edificios derrumbados, calles llenas de ruinas, árboles caídos sobre los que se precipitaban entre las bombas los ciudadanos para aprovisionarse de leña… El humo era muy intenso y la gente no podía respirar. Los soldados hablan de la sensación de masticar ladrillo y de que no se podía ver el cielo. Reinaba una atmósfera irreal, como de un decorado del infierno, con flases de las explosiones y las líneas afiladas de las balas trazadoras. En ese escenario de El Bosco, los civiles llevaban una vida mayoritariamente troglodita en abrigos, sótanos y refugios". Mientras su interlocutor trata de tragar saliva y musita aquello de “Der Iwan kommt" (¡que vienen los rusos!), Beevor continúa: “La llegada del Ejército Rojo estuvo precedida por una oleada de pánico; los refugiados que llegaban de Prusia Oriental habían contado ya historias atroces, de asesinatos indiscriminados y violaciones. El miedo de las mujeres era especialmente intenso. Las madres se veían obligadas a explicar los hechos de la vida por primera vez a sus hijas pequeñas para librarlas del trauma que les podía suponer que las forzaran sin saber ni siquiera lo que les estaba pasando. Hubo jóvenes alemanas que decidieron dar su virginidad a cualquier muchacho alemán para que la primera experiencia no fuera la violación por un ruso. Puede imaginar el efecto traumático de todo eso, y luego la humillación de los soldados alemanes que regresaron y vieron que no habían podido proteger a sus mujeres, a sus madres y a sus hijas". El miedo a las violaciones (130.000) se unía a la dureza de la lucha cotidiana por la supervivencia. “El agua estaba cortada en muchos casos, así que la gente había tratado de almacenarla en bidones; también habían guardado mucha comida. Los berlineses, gente práctica y con un negro sentido del humor que les ayudó a salir adelante –recuerde aquel dicho que se hizo popular en la ciudad en la Navidad de 1944: ‘Sé práctico, regala un ataúd’–, se habían preparado para un sitio, y de hecho no se vivieron las situaciones de hambre de otros asedios, como en Breslau, por ejemplo. Berlín fue tan duro como Stalingrado o Leningrado, pero de una manera diferente". ¿Qué diferencias hubo entre Stalingrado y Berlín? “Una vez rodeado por los rusos, a Berlín ya no llegaron más tropas de refuerzo. Tampoco hubo suministros por avión. A Stalingrado, en cambio, llegaron millares de soldados soviéticos, que continuaron fluyendo a través del Volga para entrar en batalla". Beevor considera que, pese a los paralelismos, Berlín no podía de ninguna manera haberse convertido en otro Stalingrado. “Berlín no tenía ninguna posibilidad de aguantar. Pero he de decirle que las tropas rusas cometieron en Berlín los mismos errores que los alemanes en Stalingrado: se empantanaron tratando de meter tanques, que no eran efectivos contra los pequeños grupos de alemanes atrincherados en las casas. Ese error inicial resulta aún más notable dado que entre los generales rusos estaba Chuikov, uno de los vencedores de Stalingrado y considerado el gran experto en ataques urbanos". Si era imposible salvar la ciudad, ¿por qué luchaban los alemanes? “La mayoría de los soldados estaba harta de la guerra; el problema es que Goebbels, con su propaganda, había atrapado a los alemanes en una terrible trampa: lo que venía era tan horrible que no había más remedio que luchar hasta el final. La propaganda soviética, con su insistencia en la venganza, hizo también, paradójicamente, que los defensores resistieran más. Muchos soldados alemanes peleaban por sus familias. Estaban también los fanáticos, como algunos jóvenes, no todos, de las Juventudes Hitlerianas, y el puñado de miembros de las Waffen SS extranjeras, gente sin raíces ni esperanzas, sin nada que perder, que decidió combatir a fin de dar un ejemplo para el futuro de ‘heroísmo anticomunista’. No obstante, hubo una alta proporción de desertores: 14.000 o 15.000 sólo en Berlín. Hay que pensar que el 50% de la guarnición de Berlín era de la Volkssturm, y que a la primera oportunidad se escondían o desertaban. Las mujeres les quitaban inmediatamente las armas a los que trataban de ocultarse entre los civiles, porque los rusos mataban a todo el mundo en el refugio en el que encontraban armas. Los nazis ejecutaron sumariamente por cobardía al menos a unos 10.000 soldados que no quisieron luchar o trataron de huir de aquello. Hubo un enorme contraste entre unos y otros soldados alemanes en la batalla". ¿Qué movía a los soldados rusos a jugarse la vida en una guerra que ya estaba casi acabada? “Tenían miedo de morir, claro, pero a muchos les empujaba el querer disfrutar de un honor que los convertiría en la élite de la posguerra: ser los conquistadores de Berlín, el último bastión de la bestia fascista". Para Stalin, dice Beevor, capturar Berlín era algo prioritario, por razones de prestigio (aparte de que esperaba apropiarse de los laboratorios berlineses de investigación atómica y su uranio para adelantarse a EE UU en el programa nuclear). Pero además creía que los rusos se habían ganado el derecho a hacerlo, con sus 25 millones de muertos. Era el premio al sufrimiento de la URSS. El historiador recalca que los aliados occidentales podían haber tomado la capital. “Era físicamente posible, pero EE UU no quería perder ni un hombre de más en el teatro europeo y su objetivo era ya acabar la guerra en el Pacífico. Stalin estaba dispuesto incluso a lanzar bombas contra los norteamericanos, consciente de que Eisenhower no quería de ninguna manera choques con tropas rusas". Beevor no cree que las cosas hubieran cambiado mucho de haberse marchado Hitler de Berlín. “Él estaba convencido de que su presencia estimularía la defensa hasta el final. Hitler sabía que aquello se acababa, y visualizaba el fin de una manera dramática. Otros lugares emblemáticos del Reich, como Berchtesgaden, no tenían la misma calidad, digamos, escenográfica –le dijo a Speer que allí sería más difícil crear una leyenda–. Hitler veía su Götterdämmerung, su caída de los dioses, en términos cinematográficos". Se ha dicho, y eso ha sustentado cierto orgullo neonazi en nuestro país, que entre los soldados de las Waffen SS extranjeras que lucharon hasta el fin en la defensa de Berlín había voluntarios españoles. “No, esos soldados de las SS pertenecían a la División Carlomagno y eran todos franceses, no había ningún español. Entrevisté a su comandante, Henri Fenet. Eran la escolta del general Krukenberg, y se destacaron en la batalla de Berlín como cazatanques; el récord lo consiguió el unterscharführer [sargento] Eugène Vanlot, un fontanero de 20 años que destruyó ocho carros rusos. En todos los papeles que he visto no hay ninguna mención a españoles de las SS. Tampoco había españoles en los contingentes de la SS Nordland, en la que se ha dicho que había un puñado de británicos, lo que es dudoso". Beevor se alegra sobremanera de contribuir a derribar el mito de los SS españoles en la defensa de Berlín, sustentado en numerosos libros de sospechoso entusiasmo. ¿Fue cruel la lucha en Berlín? “¿Cruel dice? Oh, sí. El Ejército Rojo no podía avanzar directamente entre las ruinas, como le he dicho. Los alemanes estaban armados con panzerfaust, los bazukas que son tan característicos de esta batalla y que eran tan efectivos –se los apodaba ‘Stuka a pie’–. Las tácticas se volvieron muy salvajes y derivaron en luchas cuerpo a cuerpo como mortales partidos de rugby. Fueron en buena medida las mismas tácticas finales que las de Stalingrado. Pequeños grupos rusos con lanzallamas, metralletas y granadas iban casa por casa, habitación por habitación, y entraban en los sótanos disparando antes, lo que provocaba la muerte de muchos civiles. Los rusos incluso empleaban panzerfaust capturados para atravesar las paredes. No tenemos cifras exactas de civiles muertos, pero más de 100.000 cayeron en la batalla de Berlín". La matanza de soldados en esos sangrientos combates entre las ruinas fue tremenda. Todavía se siguen encontrando cuerpos, dice Beevor, unos mil al año. “¿Sabe cómo se distinguen los muertos rusos de los alemanes? Por los dientes. Los rusos tienen todos los dientes y en buenas condiciones, porque apenas tomaban azúcar; pero negros, por el tabaco que fumaban, Makhorka. En una ocasión, con un equipo de la BBC, fuimos a filmar a un historiador que se dedica a sepultar los cuerpos de soldados alemanes que aparecen. Cuando llegamos había unos furtivos pasando detectores de metal por las bolsas con media docena de esqueletos, buscando medallas. Eso es auténtica necrofilia. También hay gente que se mete en los cementerios militares, me han dicho que los cascos con cráneo dentro alcanzan altos precios entre esos coleccionistas enfermos". Beevor se muestra muy preocupado por el impacto estético del nazismo. “El final del régimen hitleriano es una época fascinante y dice mucho sobre ese régimen, en realidad más que su momento de mayor esplendor. Pero me temo que mucha gente, especialmente jóvenes, siente hoy una atracción peligrosa por el III Reich. El tratamiento fílmico de la II Guerra Mundial pone los pelos de punta. Se afirma ahora que cada película está basada en un hecho real, lo que no es verdad, y al tiempo los documentalistas usan cada vez más técnicas de reconstrucción dramáticas. Se crea así un área gris en la que es difícil para la gente distinguir entre lo que es realidad de lo que no lo es". Bueno, hablemos de la película El hundimiento. “Bruno Ganz está soberbio. Pero se pueden criticar cosas. Hay gente que se queja de que Hitler aparezca como ser humano. Eso no es lo que me preocupa; de hecho, sirve para entender por qué tantos alemanes se sintieron atraídos por él. En cambio, ver a asesinos como Mohnke tratados como héroes me ha conmocionado. Incluso un personaje terrible como Fegelin, el general de las SS cuñado de Eva Braun, cae bien en la película, es simpático. Hay grandes diferencias entre las necesidades del director y las de los historiadores. Y eso es particularmente inquietante cuando la mayor fuente de información popular sobre el nazismo proviene del cine y la televisión, pues, desgraciadamente, son minoría los que leen libros. Para los alemanes, El hundimiento es la versión definitiva de Hitler. Lo peor del filme es, paradójicamente, lo bueno que es. En las películas de los años cincuenta era fácil ver que aquello era ficción. Ahora es todo tan realista que la gente piensa que es historia". Hay un extraordinario respeto en las escenas de la muerte de Hitler, con composiciones visuales cuyo análisis iconográfico requeriría de un Panofsky. “Sí, y en cambio todo aquello tuvo un lado grotesco que no aparece en la película. Uno de los SS del Leibstandarte en el búnker, Misch, al que entrevisté, me dijo que uno de los que habían dispuesto la pira de Hitler le espetó: ‘El jefe está ardiendo, ¿quieres subir a verlo?’. Hubo humor negro y faltas de respeto –le robaron el reloj al cadáver–, y en el filme, en cambio, se muestra como la caída de un gran guerrero. No digo que sea un filme neonazi, ni mucho menos, me parece un intento real de acercamiento con honestidad; pero es una tentativa fallida en buena parte por las necesidades dramáticas". Lo del humor negro recuerda cómo acabó la mandíbula de Hitler en la barra de un bar. “Sí, el SMERSH, tras el hallazgo de los restos el 5 de mayo en el jardín de la Cancillería, la había separado del cráneo para analizar los dientes y metido en una caja roja barata de bisutería. La confiaron a la intérprete Rzhevskaya, que, por no separarse, se la llevó a una fiesta con ella. Fue inteligente dejar esos restos en manos de una mujer: había menos peligro de que se emborrachara y perdiera la mandíbula del Führer". Para Beevor, lo más interesante de este aniversario de la batalla de Berlín es la diferente manera que tienen de ver el pasado y afrontarlo rusos y alemanes. “Los alemanes habían suprimido muchas cosas tras la guerra. Ayudada por las memorias deshonestas de tantos generales, como Von Manstein, la gente olvidaba y se deshacía de su propia culpa diciendo: oh, sí, todo aquello fue cosa de las SS. No es sorprendente que, en los años setenta, jóvenes historiadores comenzaran a desafiar la versión oficial de la historia de la generación de sus padres y se sintieran entonces furiosos al ver cuánto habían mentido, la cuidadosa supresión de la verdad que habían practicado. En la actualidad, el gran tema es el del sufrimiento del pueblo alemán. Escritores como Günter Grass, notorio antinazi, o Sebald, intelectuales honestos, se han adelantado con la idea absolutamente acertada de que si no lo afrontaban ellos, los progresistas, lo haría suyo la ultraderecha. Pero otros, como el autor de El incendio, Jörg Friedrich, lo abordan desde la derecha y el nacionalismo. En este asunto, el problema principal es la separación entre causa y efecto. Muchos alemanes ven la limpieza étnica ejecutada por los rusos en los antiguos territorios del Reich, los bombardeos aliados –especialmente el de Dresde– y las violaciones masivas como algo desconectado del resto de los sucesos de la guerra. No ven lo que pasó antes. Eso les hace sentirse sólo víctimas. Yo no justifico los bombardeos, pero los aliados no podían ayudar a los rusos de otra manera, fueron el segundo frente antes de que se abriera éste. También había una parte de venganza porque fue la Luftwaffe la que empezó el bombardeo de ciudades, como fueron los alemanes los que empezaron la limpieza étnica con los polacos". Los rusos tienen otra relación con su pasado, continúa Beevor. “El aniversario es muy importante para ellos porque significa la cima del sacrificio ruso-soviético. ‘Nosotros salvamos al mundo’, dicen, y cualquier crítica a la actuación del Ejército Rojo es una forma de debilitar el mito, un mito que, no lo olvidemos, se basa en la realidad de 25 millones de muertos. Por eso están tan a la defensiva en este aniversario, y por eso Putin y el nuevo KGB, el FSB, han cerrado los archivos a los historiadores extranjeros tras la etapa de glasnost en la que tanto disfrutamos. Incluso tienen un ordenador que sigue las huellas de cualquier búsqueda de un historiador extranjero. A diferencia de los alemanes, cuyo periodo problemático abarca de 1933 a 1945, para los rusos poner en cuestión el estalinismo es cuestionar tres generaciones de vida soviética, darte cuenta de la ingente pérdida de vidas y de la miseria inflingida a millones y millones de personas. Simplemente, no pueden afrontarlo. Yo, que como puede comprender ya me he granjeado todas las iras rusas, fui un poco más malo y le sugerí al embajador ruso que ellos no podrán afrontar el pasado hasta que vivan su propio milagro económico, como hicieron los alemanes. Se puso furioso: cualquier comparación entre la Alemania nazi y la Rusia comunista los saca de sus casillas". Beevor habla con suma elegancia de Cornelius Ryan, autor de La última batalla (reeditado por Inédita), el libro de referencia sobre la caída de Berlín antes de que se publicara el suyo y la obra que inmortalizó la pelliza de cordero del general Heinrici, el mando más humano de que disfrutaron los alemanes en la etapa final. “Ryan hizo una historia oral de la batalla, era un periodista y no un historiador, y además en esa época no se habían abierto los archivos. El suyo no es un mal libro, aunque es más bien del estilo de ¿Arde París?, de Lapierre y Collins". El historiador valora también El día más largo, del mismo Ryan. El propio Beevor tiene en proyecto escribir ahora un libro sobre el desembarco de Normandía, con el que cerraría su serie de grandes batallas. En cada libro emplea cuatro años, así que ése estaría listo para 2009. Antes, este otoño, Crítica publicará su revisión del libro que consagró a la Guerra Civil española, una actualización que le ha significado, dice, prácticamente volver a escribir la obra. Antony Beevor fue militar, oficial del selecto 11º de Húsares, los célebres cherrypickers que en su día cargaron en Balaclava bajo el mando de su comandante lord Cardigan. “De pequeño sufrí una enfermedad degenerativa que me hacía ir con muletas, y para quitarme el complejo de inferioridad decidí ser soldado. Pero luego comprendí que era un camino equivocado. De todas formas, la formación militar –estudié en Sandhurst, con John Keegan– y la experiencia me han servido mucho para entender la psicología de los ejércitos, que no son simplemente máquinas, sino organizaciones emocionales en una manera muy particular". Tras hablar de un amigo común, el escritor Patrick Leigh Fermor –el hombre audaz que secuestró al comandante nazi de Creta durante la guerra y del que la mujer de Beevor, Artemis Cooper, escribe la biografía (que, hèlas, no podrá ver la luz hasta el fallecimiento del personaje)–, el historiador me acompaña hasta la puerta, más allá de la cual no aguarda una ciudad destruida, sino un día magnífico. Es momento de buscar en otro punto de Londres otra ave. El zoo de Regent’s Park no es el de Berlín, que fue uno de los puntos fuertes de la defensa de la ciudad. Pero en sus instalaciones hay una cigüeña vieja igualita –según las fotos– a Abu Markub, la que residía en el zoo alemán y cuya salvación se convirtió en símbolo de esperanza de la capital. Ante el gran pájaro de amable fisonomía, rodeado de las risas de los niños y la placidez de la luz, se disuelven por fin los ecos de la brutal batalla y el recuerdo sobrecogedor del águila de Hitler. Aquella rapaz que yace un poco más lejos, en el museo de la guerra, ensimismada en el amargo festín de la derrota. ‘Berlín. La caída: 1945’ de Antony Beevor, está publicado en la editorial Crítica.