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«Cela es un caso único de intelectual delator durante el franquismo»
La Nueva España - 17/10/2004




«Franco murió en la cama pero, en ese momento, la salud política de la dictadura estaba tan deteriorada como la física del dictador»

Oviedo, Eugenio FUENTES

-¿Cómo acogió que, el pasado 25 de septiembre, la noticia de que Cela había sido confidente del franquismo llegara a España a través del diario británico «The Guardian»?

-Con sorpresa. El origen de esa información fue un comentario extenso sobre mi libro que publicó el diario «La Vanguardia». Ahí aparecía, entre otras cosas, el episodio de Cela. El interés que despierta en la prensa extranjera viene del hecho de ser conocido Cela en el todo mundo como el Nobel español más reciente. En España, la sorpresa fue menor porque su trayectoria ya era más notoria.

-¿Qué era lo que se sabía hasta ahora sobre la colaboración de Cela con el franquismo?

-Que había sido censor. Hay un documento, cuya autenticidad no está del todo comprobada, en el que se ofrece, creo recordar, al Servicio de Información Militar. La función de censor y la cercanía a la dictadura de los inicios estaban, pues, claras. También se sabía que tras la llegada de Fraga, en 1962, al Ministerio de Información, Cela se movía con comodidad en ese entorno, en el que frecuentaba a los altos cargos e incluso al Ministro. El propio Fraga lo explicó, en 1980, aunque sin dar detalles, en «Memoria breve de una vida pública», una obra a menudo superficial. Ahí Fraga deja caer de modo malévolo que Cela aspiraba a que se le otorgase la Gran Cruz de Isabel la Católica.

-¿Y qué aporta su libro?

-La novedad es un documento en el que aparece una intervención de Cela informando de que, tras una primera carta firmada en septiembre de 1963 por 102 intelectuales, encabezados por José Bergamín, en la que se denunciaban violencias policiales en las huelgas mineras de Asturias, se preparaba una segunda carta en la que se proponía la formación de una comisión para investigar qué había sucedido realmente en Asturias.

-Cela había firmado esa primera carta.

-Sí, y asistió al encuentro de escritores en el que se gestó la segunda. Pero decidió abandonarlo ante el cariz que tomaban las cosas. Cela no sólo informó de lo que se preparaba sino que acompañaba una serie de sugerencias de actuación para el Ministerio. Llama realmente la atención este comportamiento, porque la fecha era ya muy tardía, su posición de escritor estaba muy consolidada y se relacionaba con la elite intelectual española del momento.

-¿Cuál era su propuesta?

-Literalmente habla de soborno. En un escrito al director general de Información estimaba que la mayoría de los 102 firmantes de la primera carta «eran perfectamente recuperables, sea mediante estímulos consistentes en la publicación de sus obras, sea mediante sobornos». Consideraba imprescindible que se montase «un sistema para estimular a estos escritores» y apuntaba que podría hacerse fundando una editorial privada o entendiéndose con una ya existente. Añadía que de los 102 firmantes de la carta, 42 pertenecían al Partido Comunista y resaltaba que en el grupo había divergencias internas, en particular entre Bergamín y Aranguren. El director general reacciona proponiendo habilitar dos partidas, de veinte millones cada una, para subvenciones y ayudas a la publicación.

-Pero, al final, la segunda carta se publicó.

-Sí, y firmada por 188 intelectuales. Entre los nuevos estaban Bardem, Valeriano Bozal, Víctor Erice, Ana María Matute, Jaime Salinas, o Tierno Galván.

-¿Ha encontrado otros casos como el de Cela?

-No. Es un caso único. Entre la abundante documentación que he consultado el suyo es el único episodio con ese perfil de delator.

-Cela no representa, en realidad, más que una anécdota en su libro. ¿Cuáles son las líneas generales de «Disidencia y subversión. La lucha del régimen franquista por su supervivencia. 1960-1975»?

-Lo que me interesó, tras las primeras consultas de la documentación, fue saber cómo se veía desde las instituciones franquistas la contestación social y política de los años sesenta y setenta, qué debates y consideraciones se suscitaban en el régimen y qué medidas se tomaban. No se trataba de estudiar la oposición política y las luchas sociales -que ya son más conocidos-, sino el impacto de la contestación en la dictadura, visto a través de la propia dictadura. Y esto sólo se puede hacer con la documentación franquista.

-¿Qué fuentes ha utilizado?

-Fondos documentales, en su mayor parte inéditos, de los ministerios de Información, Gobernación -en particular memorias de los gobernadores civiles-, Presidencia, y Educación y Ciencia. Además, fondos del Consejo Nacional y de la Secretaría General del Movimiento, incluidos organismos dependientes como la Organización Sindical Española.

-¿Qué tesis sostiene?

-En esencia, que la oposición política y la conflictividad social de los años sesenta y setenta tuvieron una importancia muy apreciable en el deterioro del franquismo. Muy superior a la que ahora le atribuyen muchos sectores historiográficos. La documentación lo muestra a las claras. Hay una gran preocupación por las movilizaciones de estudiantes y obreros, por las críticas de los intelectuales y, más tarde, por la disidencia católica. Algunos franquistas se dan cuenta. Así, Martín Villa dirá: «La juventud se nos han ido».

-¿En qué sectores se percibe antes la desafección?

-En el caso universitario se ve muy pronto. Franco proclamará que la revuelta de estudiantes de Madrid de 1956 es obra de «jaraneros y alborotadores». Pero el régimen no despacha el asunto tan a la ligera. Sabe que es preocupante e intenta evitar que empeore el problema. Recuperar y encauzar son palabras que aparecen de continuo en la documentación desde 1956. Hay tentativas continuadas de actuación, como la supresión del SEU (Sindicato Español Universitario) y su sustitución por asociaciones profesionales de estudiantes, o las nuevas normas de regulación de conflictos colectivos. Pero todas fracasan, por ser medidas muy insuficientes. El franquismo es incapaz de los mínimos mecanismos de flexibilidad para contener la contestación.

-E intensifica la represión.

-Sí, pero la represión genera una espiral creciente de contestación, que no se les escapa a algunos dirigentes franquistas, ya que el régimen no es monolítico.

-Se está usted cargando el tópico de que la democracia fue un regalo de los reformistas franquistas, ya que el pueblo español no hizo nada y Franco murió en la cama.

-Franco murió en la cama, pero, en esos momentos, la salud política de la dictadura presentaba el mismo deterioro que la salud física del dictador. Y eso fue gracias a la oposición, que, además, había agudizado las contradicciones interiores del régimen.

-¿Cuándo comienza la rebelión de los estudiantes?

-Los primeros episodios se producen en Madrid en 1956 y en Barcelona en 1957. Es la primera alarma para la dictadura del fracaso de su política de socialización y adoctrinamiento de jóvenes. Resulta una amenaza importante, porque de la Universidad salen los futuros cuadros franquistas. Por ello, se le presta una atención continuada, con la intención de que esos episodios no se reproduzcan.

-Un nuevo fracaso.

-Desde el año 1962, con las huelgas mineras, la situación se agrava, y mucho. De ahí las tentativas de democratizar el SEU, que no sólo son un fracaso sino que también provocan la salida de Martín Villa. El ministro de Educación José Luis Villar Palasí lo intenta de nuevo en 1970, ligando las acciones a la reforma del sistema educativo. Todavía en 1974, un informe del Ministerio de Educación y Ciencia, que estaba a cargo de Cruz Martínez Esteruelas, denuncia que en la Universidad española sólo hay un diez por ciento de estudiantes marxistas o que se muevan en entornos opositores. Pero precisa que el otro 90 por ciento tiende a seguir a esa minoría, porque «nuestras ideas y planteamientos están desprestigiados». El prestigio, se añade, lo tienen los grupos subversivos por lo que la situación es insostenible a medio plazo.

-Volvamos a las críticas de los intelectuales.

-En este sector no hay la misma tensión conflictiva, porque no hay problemas de orden público. Y, sin embargo, entre 1965 y 1969, representa una preocupación continua para el Consejo de Ministros. Hay una creciente percepción -más clara ya en los años setenta- de que se está perdiendo al mundo intelectual, lo que afecta a la legitimación de la dictadura, a la imagen interior y exterior del franquismo. En 1972, se pide una política clara para darle la vuelta a la situación. Pero las medidas son, una vez más, insuficientes.

-¿No se había mejorado algo a partir de la ley de Prensa de Fraga de 1966?

-Fue contraproducente. La ley de 1966 pretende flexibilizar la situación. Pero como abre nuevas expectativas para los intelectuales, los lleva a tratar de forzar los límites, algo que era imposible con la anterior censura previa.

-Otro de los ejes de la disidencia es la movilización obrera.

-El inicio se produce con las huelgas de Asturias de 1962 y 1963, aunque, con anterioridad, había habido conflictos excepcionales entre 1956 y 1958 y algunos episodios en los cuarenta. Pero se trataba más bien de explosiones de malestar. En cambio, las huelgas de Asturias convierten la conflictividad obrera en un actor con presencia continua y tendencia a crecer. El franquismo ve que la paz laboral no se puede mantener.

-¿Y cómo reacciona?

-El delegado nacional de Sindicatos y secretario general del Movimiento, José Solís, intenta integrar a los activistas de Comisiones Obreras (CC OO) mediante las elecciones sindicales de 1966. Pero tras los comicios se comprueba que los elegidos no son integrables, por lo que, desde 1967, se intensifica la represión contra CC OO, aunque no se consigue que el activismo obrero deje de crecer, en particular en los setenta. En marzo de 1975 se promulga una ley de huelga, pero es tan restrictiva que no sirve de nada, pese al esfuerzo conceptual tan duro que ha representado para los dirigentes franquistas. Y como no es un cauce para resolver las tensiones, se sucederán huelgas y conflictos. El franquismo cede cada vez un poco más, pero siempre es insuficiente.

-En cambio, la subversión política no es integrable.

-Aquí no hay tentativa de recuperación sino pura represión. Lo que ocurre es que, desde la segunda mitad de los cincuenta, y sobre todo en los sesenta y setenta, los antifranquistas actúan en el seno de movimientos sociales junto a grupos que, aunque vulneran la legalidad, no pueden ser considerados subversivos. Además, la imagen que da el franquismo del subversivo ya no encaja con la del opositor real, porque deriva de los estereotipos de la guerra civil, y su tipo de lucha ya no se parece en nada al maquis. Esto hace difícil explicar las políticas represivas.

-Precisamente cuando el régimen busca acercarse a Europa.

-Como se pretende el ingreso en la Comunidad Europea, las políticas represivas tienen que tener en cuenta al exterior. La documentación refleja bien cuánto se valoran las repercusiones exteriores y cómo hay divisiones entre los duros y quienes ven con más claridad el problema.

-Llega entonces el proceso de Burgos de diciembre de 1970 contra terroristas de ETA.

-Pretende una acción ejemplar contra la banda y dar una imagen de fortaleza, pero se encuentra con una contestación internacional que deja sorprendido al régimen. Entonces dan marcha atrás, pero porque se sienten fuertes. En 1975 ya no habrá ese retroceso, y se fusilará a tres militantes del FRAP y a dos de ETA, pese a todas las protestas exteriores, porque ceder se considera un signo de debilidad extrema en ese momento terminal del franquismo.

-La más dolorosa parece haber sido la disidencia eclesiástica.

-Fue casi letal para el franquismo. La imagen de unidad entre Iglesia y Estado confesional oculta conflictos, pese al apoyo total brindado a los sublevados desde 1936 a mediados de los años cuarenta. La jerarquía eclesiástica se identificaba por entonces con el régimen y le era adicta, lo que concede a la Iglesia una situación de privilegio. Sin embargo, con el concilio Vaticano II (1962-65), se produce la primera alarma importante. Hay, además, otros dos factores que desencadenarán una situación insostenible.

-¿Cuáles?

-En primer lugar, una nueva generación de sacerdotes a los que la denuncia social lleva a la denuncia política y que ven en el concilio la confirmación de sus posiciones. En segundo lugar, los obispos del nacional-catolicismo abandonan por edad a finales de los sesenta y el Vaticano renueva, entre 1967 y 1971, a buena parte de la jerarquía eclesiástica, nombrando a obispos en buena sintonía con el concilio. De ese modo, las actitudes críticas llegan a la jerarquía, aunque de manera más discreta.

-¿Se hace entonces más abierto el enfrentamiento?

-El proceso de Burgos tensó las relaciones con la Iglesia de modo extraordinario. Unos meses después, la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes votó a favor de una autocrítica sobre el papel de la Iglesia en la guerra civil. En el texto, que no alcanzó la mayoría exigida de dos tercios para ser aprobado, se decía literalmente: «Si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso y su palabra ya no está entre nosotros. Así pues, reconocemos humildemente y pedimos perdón porque nosotros no supimos a su tiempo ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo, dividido por una guerra entre hermanos». Fue un ataque a la línea de flotación del franquismo, una deslegitimación que lo colocaba en una situación insostenible.

-¿Cuál fue la reacción de la dictadura?

-En un informe de 1973 se considera que la situación es insostenible y se estudian diferentes medidas. Pero la conclusión es que no se puede hacer nada: un Estado confesional y católico no puede actuar contra la jerarquía eclesiástica. El régimen se sume en la impotencia y de ahí nacerá el anticlericalismo franquista de los años setenta, que culminará con el célebre «Tarancón, al paredón».

-Carrero llegó a acusar a la Iglesia de ingrata.

-Sí, y elaboró un cálculo de todo lo que el Estado había dado a la Iglesia, que fue replicado por Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal desde 1972, en términos muy duros. Un informe de 1971 muestra el grado de alarma del franquismo, que bajo el epígrafe de «jerarquías desafectas» incluye a Tarancón, a Narcís Jubany, arzobispo de Barcelona; a Antonio Añoveros, titular de la diócesis de Bilbao. El informe resalta la «peligrosidad» de Tarancón, por su sometimiento a Pablo VI y su capacidad de marcar la pauta a las demás diócesis de España desde la suya de Madrid-Alcalá.

-El «caso Añoveros» alcanzó gran repercusión.

-Arrancó de la lectura de una homilía en todas las iglesias vascas en febrero de 1974, con Arias Navarro recién llegado a la Presidencia del Gobierno tras el asesinato de Carrero en diciembre de 1973. El documento, «El cristianismo, mensaje de salvación para los pueblos», defendía la especificidad del pueblo vasco y denunciaba los «serios obstáculos» con que se encontraba para ejercer sus derechos, en particular el uso de la lengua. Además, llamaba a que se modificase esa situación.

-La reacción del régimen fue de máxima dureza.

-Arias Navarro consideró la homilía un grave ataque a la unidad nacional y situó al obispo en arresto domiciliario, a la vez que intentaba sin éxito que abandonara España. Decidió entonces expulsarlo, enviando incluso un avión a Bilbao, pero Añoveros se negó a acatar la orden y amenazó al Gobierno con la excomunión, amenaza en la que fue respaldado por Tarancón y la cúpula de la Conferencia Episcopal. La situación del Gobierno de un Estado confesional amenazado de excomunión era esperpéntica, porque lo situaba fuera de la ley.
El historiador Pere Ysàs saltó al primer plano de la actualidad el pasado septiembre a raíz de su último libro, «Disidencia y subversión». Profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, Ysàs explica en esa obra que el Nobel de Literatura actuó como delator de intelectuales desafectos al franquismo durante los años 60 del siglo XX. Pese a todo el impacto que ha tenido esta revelación, el comportamiento de Cela es sólo una anécdota en una obra de gran aliento en la que se sostiene que la disidencia y la subversión tuvieron un papel muy importante en la caída del franquismo, a pesar de morir el dictador en la cama. Ysàs ha accedido a documentos inéditos de las instituciones franquistas que permiten comprobar hasta qué punto la desafección de estudiantes, intelectuales, subversivos, obreros e Iglesia preocupaba, y mucho, al régimen.