Rudolf
Rocker.
Anarco
Sindicalismo (Teoría y práctica).
RUDOLF ROCKER Y EL ANARCOSINDICALISMO.
Rudolf
Rocker, en los seis capítulos de esta obra, llena de conceptos esclarecedores,
desarrolla un amplio abanico de lo que entendió como la auténtica escalera para
subir a la cima del muro, aquel muro que Leonidas Andrieff nos describe cuando
sublimiza las luchas del proletariado para alcanzar su definitiva liberación de
la explotación de que es objeto.
Rudolf
Rocker, como William Godwin, se dirigen al sentimiento y a la razón de las
masas, especialmente el segundo, fuertemente vilipendiado por los metafísicos y
por los ilusionistas al dar sus ideas en la monumental obra Justicia Política.
Rudolf
Rocker, en Anarcosindicalismo, da al lector la posibilidad de penetrar
en lo más profundo del alma de la Revolución española de los años 1936-1939 y
en lo que hubo de aleccionador y positivo para ser aprovechado por las
generaciones futuras.
Leyendo
a Rocker no hay peligro de un despiste dentro del proceloso mar de las
tergiversaciones. Con mano segura, nos conduce hacia una claridad meridiana
para que a la hora de la praxis la organización de los hombres y trabajadores
al mismo tiempo no se desvíe entre caudales de falsa ciencia socialista o en
interpretaciones que escapen a la grandeza de los fines a conseguir.
Por
nuestra parte decimos que al Anarquismo se le confunde lamentablemente, puesto
que el Anarquismo no es una idea estereotipada, que por medio de unos mínimos
ingredientes se puede hacer feliz a los hombres de forma automática.
El
Anarquismo no puede tener programa; cuando se le coloca uno a la espalda, deja
de ser Anarquismo.
Existe
una soberana confusión sobre el particular. De anarquistas militantes hay
pocos, pero de anarquistas pasivos hay millones dentro de la Humanidad, con la
rara condición de que éstos apenas sí se han enterado. El Anarquismo es el
grito de independencia y dirigido a la conciencia de todo ser humano consciente
de su yo. Los hay que han abrazado la idea propagando y enalteciendo el
Anarquismo; también los hay que lo propagan, pero no lo entienden en toda su
profundidad filosófica y analítica. Entre éstos y los primeros existen enormes
fosos que los separan, pero en lo etéreo hay mucho que les une. El Anarquismo
es un faro que ilumina al hombre y le recuerda siempre que es un ser libre.
Pero convertir al Anarquismo en una doctrina política, con más o menos ribetes
de contenido social, es una solemne estupidez. El Anarquismo es el motor que
impulsa la maquinaria inmensa del cerebro del hombre, de todos los hombres,
pero no en la misma medida a todos ellos con la fuerza arrolladora que produce
en aquellos cerebros privilegiados, que en todos los campos del saber y del hacer
se manifiesta en miles y miles de formas y condiciones. Tampoco el Anarquismo
es una religión, con sus decálogos, sus principios y su liturgia; quienes así
interpreten al Anarquismo lo desnaturalizan. En cambio, las ideas ácratas
impregnando de sus conceptos de la Libertad y autenticidad al hombre y
trabajador al mismo tiempo -el Anarcosindicalismo-, le señala el camino para
que encuentre las condiciones aptas para defenderse y manumitirse del poder de
quienes le explotan. Los trabajadores, en tales condiciones, y practicando el
pacto federal entre iguales, respetando al pie de la letra lo que tal pacto
conlleva, están en condiciones para administrar, con plena conciencia, lo que
les compete como entes que forman parte de la Sociedad y de la cual son los que
soportan las más pesadas cargas.
Rudolf
Rocker reeditó el presente libro en unos tristes díaas para el proletariado de
este país, recién vencido y sufriendo las condiciones más espantosas de
represión que mente humana pueda concebir, pero la autogestión (o
colectivización) que fue practicada por los obreros y campesinos afiliados a la
CNT y a la UGT, con excelentes resultados, son ejemplos que ya se pueden
comprobar en las páginas de la historia de las luchas de la clase trabajadora
de España, no hay necesidad de recurrir a muestrarios exteriores. Rudolf Rocker
avanza una síntesis de todas aquellas gestas en el presente libro; nos conocíaa
perfectamente y por ello puede adelantar unos juicios justos, pues fue uno de
los luchadores del campo libertario que mejor nos analizó a través de aquellas
porfíaas.
Pero
en donde expresa mejor su pensamiento analítico es durante la celebración del
Congreso constitutivo de la FAUD (Frie Arbaiter Union Deutschlands) Esta organización
obrera, antes de agrupar a todos los elementos anarcosindicalistas dispersos
dentro de la Alemania de Weimar, y en los problemas concretos de la Revolución
alemana de 1919, no existíaa como tal, pero gran número de ellos habíaan
luchado al lado de los spartakistas y no teníaan ninguna clase de complejos vis
a vis de no importa qué formación revolucionaria auténtica. Batiéndose siempre
sobre una base de clase, los anarcosindicalistas alemanes no concebíaan que su
movimiento se pudiera desarrollar fuera de los Sindicatos. Habiendo rechazado
colaborar con los servicios secretos alemanes y americanos durante la última
guerra mundial y después de ella, los militantes de la FAUD, con más de 300.000
afiliados, agrupados en el exilio y muchos de ellos combatientes en la guerra
civil española, se les prohibió el retorno a la Alemania Federal, quedando
descartados de la escena política y social en aquel país. En el nuestro
adoptaron, durante la guerra, las siglas DAS (Deutsches Anarcho-syndikalisten)
En
el memorable Congreso constitutivo de la FAUD, en 1920, Rudolf Rocker expuso
los principios de la lucha de clases que animaban a los afiliados a la FAUD
diciendo:
»Se
pretende, y particularmente en estos últimos tiempos, que nosotros somos
adversarios de la dictadura del proletariado. Yo me alegro de la intervención
de los camaradas de Magdebour pues ella me da la oportunidad de tomar una
postura concreta sobre la cuestión.
»Alemania
es un país de los slogans políticos. Se pronuncia una palabra, se insiste en
ella y se propaga, pero nadie se pone de acuerdo sobre su exacto significado.
La dictadura del proletariado, ¿por qué? Porque Marx y Engels defendieron
tal punto de vista. Pero Marx expresó en diferentes épocas de su existencia otras
opiniones sobre dicha cuestión
»Antes
que todo debemos poner de manifiesto que el principio de la dictadura nada
tiene que ver con el socialismo. Los primeros defensores de la dictadura no
eran socialistas sino pequeño burgueses jacobinos; hombres como Couthon y Saint
Just figuraron como sus mas fervientes partidarios. El mismo Saint Just, que
pronunció las palabras que os voy a repetir, era el más calificado sostenedor
de la dictadura cuando dijo: "El más importante de los deberes del
legislador consiste en extraer del cerebro del hombre sus propios pensamientos
y enseñarle a pensar dentro del cuadro trazado por los hombres de Estado."
»Los
primeros socialistas franceses evolucionaron partiendo de los presupuestos
establecidos por los jacobinos y estuvieron, con toda lógica, impregnados de
tales conceptos. Cuando Babeuf creó su conjura de "Los Iguales",
pensaba poder conducir a Francia hacia el comunismo agrario por la dictadura de
un Gobierno revolucionario. El movimiento babuvista ulterior, con Barbés y
Blanqui, mantuvo los mismos principios. Marx y Engels tomaron tal idea de los
babuvistas. Dentro de tales premisas aquellos desarrollaron la idea de la
"dictadura del proletariado" en el Manifiesto comunista. Pero después
del levantamiento de la Comuna de París, en 1871, Marx mantuvo otra opinión.
Admiró el hecho trascendente de la Comuna puesto que ella habíaa destruido el
Estado parásito.
Con
toda evidencia, tal visión posterior estaba en contradicción con la expresada
en el Manifiesto comunista. Ello obligó a escribir a Bakunin, y con razón:
"La impresión del levantamiento de la Comuna ha sido tan extraordinaria y
potente, que los marxistas, cuyas ideas han sido trastocadas, se han visto
obligados a saludar expresivamente tal acontecimiento. Pero han hecho más
todavíaa: contradiciendo sus convicciones más íntimas, han acaparado el
programa y las finalidades de la Comuna. Ha sido una tergiversación de bufones,
pero obligados a ello. Por contra, si no lo hacen, habríaan sido atacados y
abandonados de todos. Tal es la fuerza del hecho desarrollado por dicha
revolución en todo el mundo."
»Pero
Marx -siguió diciendo Rocker- vio también dentro de la explosión de la Comuna
un ejemplo de la dictadura del proletariado. Tuvo, pues, en épocas diferentes
dos opiniones diferentes. En el Manifiesto comunista vio tal dictadura por el
establecimiento de un Gobierno revolucionario fuertemente centralizado, que por
medio de medidas represivas deberíaa implantar el socialismo. En su libro La
guerra civil en Francia vio en la destrucción del "Estado
parásito" por la Comuna, la gran significación de aquel movimiento.
»Para
nosotros la cuestión es clara: Si se entiende por dictadura del proletariado
nada más que la toma del poder del Estado por un Partido -no importa cuál-, y la
dictadura es aquí la de un Partido, pero no de una clase, nosotros somos
enemigos irreductibles de esa dictadura, y por la pura y simple razón que
nosotros somos enemigos encarnizados del Estado. Pero si por
"dictadura" se entiende por la expresión de la voluntad del
proletariado, a la hora de la victoria, el dictar a las clases poseedoras el
fin de sus privilegios y poner en manos de aquél el control de las funciones
sociales, nosotros, anarcosindicalistas convencidos, no tenemos nada a objetar
contra una tal dictadura; es más, la deseamos de todo corazón
Por
nuestra parte decimos que si un díaa tiene que existir el Socialismo, y nada
hay que demuestre que él no es posible, ese Socialismo no puede representar
nada más que la hegemoníaa de la clase obrera y la posesión de la propiedad
pública de los medios de producción y distribución.
Pero
para llegar a todo ello es necesario tener los útiles y los conocimientos
adecuados para lograrlo. Ese Socialismo no puede ni debe presentarse sólo con
respuestas globales y concretas, a través de unas nacionalizaciones y, menos
aún, con la «toma del poder», ya que ellas no son fines en sí. Habrá que
luchar, pero para luchar y conseguir ese verdadero Socialismo es necesario
también -y para empezar- saber a quién ha de servir y cuáles deben ser los
medios a emplear.
Por
lo tanto, el Socialismo no puede ser nada más que la expresión revolucionaria y
transformadora de la clase obrera; económicamente no puede ser otra cosa que el
establecimiento de la propiedad colectiva de los medios de producción, el fin
de la explotación; es decir, la autogestión. Más aún: suprimir la gobernación
de los hombres y reemplazarla por la administración de las cosas.
Pero
hay más todavíaa que lo antes dicho; hay que fijar también el tipo de relación
entre los hombres, un nuevo orden de prioridad, un nuevo modelo de vida y de
cultura. Si el Socialismo no se completa con lo enumerado pierde toda clase de
atractivo y carece de sentido, siendo necesaria -también- la subordinación de
la producción a las necesidades, por qué debe ser producida y por la manera de
producirla.
La
independencia sindical de la influencia de los partidos políticos, en llegando
aquí, reviste una importancia primordial ya que el Sindicato adviene la sola
organización de masas que escapa a los imperativos de la democracia
capitalista, es decir, por una democracia de delegación de poderes y de
colaboración con la clase que usurpa el esfuerzo del brazo y el cerebro del
proletariado.
En
cambio, el Sindicato, con la práctica de la democracia directa, lejos de perder
importancia, cobra inusitadamente una fortaleza de decisión cuando los
problemas están impregnados de una especificidad real al tratarse de los de la
empresa, el municipio, las regiones y las nacionalidades...
Dicho
de otra manera, el Sindicato adviene el lugar privilegiado en donde se puede
elaborar la conciencia de clase con plena autenticidad, primero con las mejoras
a exigir al capitalismo y, segundo, en la resistencia que suscitan los
conflictos con éste, para luego enfrentarse resueltamente hacia la consecución
de metas manumisoras integrales.
Lo
que Rudolf Rocker va desgranando en el presente ensayo histórico y práctico es
explicar las razones fundamentales que existen para el entronque del Anarquismo
y el Sindicalismo, dándonos una clara idea de lo que es el Anarcosindicalismo.
Para los que lo vivimos intensamente en su díaa, a más de practicarlo en la
hora plástica (corno diríaa Martín Buber), nos viene a confirmar en la certeza
de que estuvimos en el exacto lugar que como trabajadores y revolucionarios nos
correspondíaa...
José Costa Font.
ANARQUISMO: SUS ASPIRACIONES Y PROPÓSITOS.
Anarquismo
contra monopolio económico y poder estatal. - Precursores del Anarquismo
moderno. - Guillermo Godwin y su obra acerca de la Justicia Política. - P. J.
Proudhon y su idea de la descentralización política y económica. - La obra de
Max Stirner: «El único y su propiedad» - M. Bakunin el Colectivista y fundador
del movimiento anarquista. - P. Kropotkin, exponente del Comunismo Anarquista y
la filosofíaa del Apoyo Mutuo. Anarquismo y Revolución. - El Anarquismo,
síntesis de Socialismo y Liberalismo. El Anarquismo contra el Materialismo
Económico y la Dictadura. Anarquismo y Estado. El Anarquismo como tendencia
histórica. - Libertad y cultura.
El
Anarquismo es una corriente intelectual bien definida en la vida de nuestro
tiempo, cuyos partidarios propugnan la abolición de los monopolios económicos y
de todas las instituciones coercitivas, tanto políticas como sociales, dentro
de la sociedad. En vez del presente orden económico capitalista, los
anarquistas desean el establecimiento de una libre asociación de todas las
fuerzas productivas, fundada en el trabajo cooperativo, cuyo único móvil sea la
satisfacción de las necesidades de cada miembro de la sociedad, descartando en
lo futuro todo interés especial de las minoríaas privilegiadas en la unidad
social. En lugar de las actuales organizaciones del Estado, con su inerte
mecanismo de instituciones políticas y burocráticas, los anarquistas aspiran a
que se organice una federación de comunidades libres, que se unan unas a otras
por intereses sociales y económicos comunes y que solventen todos sus asuntos
por mutuo acuerdo y libre contrato.
A
todo el que examine, de una manera profunda, el desenvolvimiento económico y
político del presente sistema social le será fácil reconocer que tales
objetivos no nacen de las ideas utópicas de unos cuantos innovadores
imaginativos, sino que son consecuencia lógica de un estudio a fondo del
presente desbarajuste social, que a cada nueva fase de las actuales condiciones
social se pone en evidencia de manera más palmaria y nociva. El moderno
monopolio, el capitalismo y el Estado, no son más que los últimos términos de
un desarrollo que no podíaa culminar en otros resultados.
El
enorme desarrollo de nuestro vigente sistema económico, que lleva a una inmensa
acumulación de la riqueza social en manos de las minoríaas privilegiadas y al
continuo empobrecimiento de las grandes masas populares, preparó el camino para
la presente reacción política y social, favoreciéndola en todos sentidos. Ha
sacrificado los intereses generales de la sociedad humana a los intereses
privados e individuales y, con ello, minó sistemáticamente las relaciones de
hombre a hombre. No se tuvo presente que la industria no es un fin en sí misma,
sino que debiera constituir el medio de asegurarle al hombre su sostén y
hacerle accesibles los beneficios de una actividad intelectual superior. Allí
donde la industria lo es todo y el hombre no es nada, comienza el reino de un
despiadado despotismo económico, cuya obra no es menos desastrosa que la de
cualquier despotismo político. Ambos se dan mutuo auge y se nutren en la misma
fuente.
La
dictadura económica de los monopolios y la dictadura política del Estado
totalitario son ramas producidas por idénticos objetivos sociales, y los
rectores de ambas tienen la presunción de intentar la reducción de todas las
incontables manifestaciones de la vida social al ritmo deshumanizado de la
máquina y afinar todo lo que es orgánico según el tono muerto del aparato
político. El moderno sistema social ha dividido internamente, en todos los
países, el organismo social en clases hostiles, y en lo exterior, ha roto el
círculo de la cultura común en naciones enemigas, de suerte que ambas, clases y
naciones, se enfrentan unas a otras con franco antagonismo, y en su constante
lucha tienen la vida social de la comunidad sometida a continuas convulsiones.
La última gran guerra y los terribles efectos subsiguientes, que no son sino la
resultante de las luchas por el poder económico y político, unido todo ello al
constante temor a la guerra, temor que hoy atenaza a todos los pueblos, son
consecuencia lógica de este insostenible estado de cosas que ha de
arrastrarnos, indudablemente, a una catástrofe universal, si el
desenvolvimiento social no toma otro rumbo a tiempo. El mero hecho de que la
mayoría de los Estados se vean obligados hoy día a gastar del cincuenta al
setenta por ciento de sus ingresos anuales en eso que se llama la defensa
nacional y en la liquidación de viejas deudas de guerra, es clara demostración
de lo insostenible del presente estado de cosas, y debiera ser bastante para
revelar a todo el mundo que la presunta protección que el Estado ofrece al
individuo, cuesta demasiado cara.
El
poder, que crece cada vez más, de una burocracia desalmada y política que
inspecciona y salvaguarda la vida del hombre, desde la cuna al sepulcro, está
poniendo cada día mayores trabas en el camino de la cooperación solidaria entre
los seres humanos y estrangulando toda posibilidad de nuevo desarrollo. Un
sistema que en todos los actos de su vida sacrifica, en efecto, el bienestar de
vastas zonas de población y de naciones enteras a la egoísta apetencia de poder
y de intereses económicos de unas reducidas minorías, está necesariamente
condenado a disolver todos los lazos y a promover una guerra incesante de cada
uno contra todos. Este sistema no ha servido más que para prepararle el camino
a esa gran reacción intelectual y social llamada fascismo, que va mucho más
allá que las seculares monarquías absolutas en su obsesión del poder, tratando
de someter todas las esferas de la actividad humana al control del Estado. Así
como la teología hace que las religiones proclamen que Dios lo es todo y el
hombre nada, así también esa moderna teocracia política pretende que el Estado
lo sea todo y el ciudadano para nada cuente. Y dela misma manera que, ocultas
tras «la voluntad de Dios», descubrimos a las minorías privilegiadas, así,
amparado bajo la «voluntad del Estado», hallamos exclusivamente el interés
egoísta de los que se consideran llamados a interpretar esa voluntad, tal como
ellos la entienden, e imponerla forzadamente al pueblo.
Las
ideas anarquistas aparecen en todos los períodos conocidos de la Historia, por
más que en este sentido quede aún mucho terreno por explorar. Las hallamos en
el chino Lao-Tse -La Marcha y el Camino cierto- y en los últimos
filósofos griegos, los hedonistas y los cínicos, como en otros defensores del
llamado «derecho natural», especialmente en Zenón, quien, situado en el punto
opuesto al de Platón fundó la escuela de los estoicos. Hallaron expresión en
las enseñanzas del gnóstico Carpócrates de Alejandría y ejercieron innegable
influencia sobre ciertas sectas cristianas de la Edad Media, en Francia,
Alemania y Holanda, todas las cuales cayeron víctimas de salvajes
persecuciones. Hallamos un recio campeón de esas ideas en la historia de la
reforma bohemia, en Peter Chelcicky, quien en su obra Las redes de la Fe sometió
a la Iglesia y al Estado al mismo juicio que les aplicará más tarde Tolstoi.
Entre los grandes humanistas se destaca Rebeláis, con su descripción de la
feliz abadía de Thélème -Gargantúa- donde ofrece un
cuadro de la vida, libre de todo freno autoritario. Sólo citaré aquí, entre
otros muchos precursores, a Diderot, cuyos voluminosos escritos se encuentran
profusamente sembrados de expresiones que revelan a una inteligencia
verdaderamente superior, que supo sacudirse todos los prejuicios autoritarios.
Sin
embargo, estaba reservado a una época más reciente de la Historia el dar clara
forma a la concepción anarquista de la vida y relacionarla directamente con los
procesos de la evolución social. Y esta realización tuvo efecto por vez primera
en la obra magníficamente concebida de Guillermo Godwin: Concerning
Political Justice and its influence upon General Virtue and Happiness -Sobre
la justicia política y su influencia en la virtud y en la felicidad generales
(Londres 1793)-. Puede decirse que la obra de Godwin es el fruto sazonado, de
aquella larga evolución de conceptos de radicalismo político y social que en
Inglaterra sigue una trayectoria ininterrumpida desde Jorge Buchanan, de la que
son hitos ciertos Ricardo Hooker, Gerard Winstanley, Algernon Sidney, Juan Locke,
Roberto Wallace y Juan Bellers, hasta Jeremías Bentham, José Priestley, Ricardo
Price y Tomás Paine.
Godwin
reconoce de una manera diáfana que la causa de los males sociales radica, no en
la forma que adopte el Estado, sino en la misma existencia de ésta. Y así como
el Estado ofrece una verdadera caricatura de sociedad genuina, así también hace
de los seres que se hallan bajo su guarda constante meras caricaturas de sí
mismos, obligándoles a reprimir en todo momento sus naturales inclinaciones y
amarrándoles a cosas que repugnan a sus íntimos impulsos. Sólo de esta manera
se pueden moldear seres humanos según el tipo establecido de los buenos
súbditos. El hombre normal que no estuviera mediatizado en su natural
desarrollo, modelaría según su personalidad el ambiente que le rodea, de
acuerdo con sus íntimos sentimientos de paz y libertad.
Pero
al mismo tiempo Godwin reconoce que los seres humanos no pueden convivir de
manera libre y natural si no se producen las condiciones económicas adecuadas y
si no se evita que el individuo sea explotado por otro, consideración ésta que
los representantes de casi todos los radicalismos políticos fueron incapaces de
hacerse. De aquí que se vieran forzados a hacer cada vez mayores concesiones al
Estado que habían querido reducir a la mínima expresión. La idea de Godwin de
una sociedad sin Estado suponía la propiedad social de toda la riqueza natural
y social y el desenvolvimiento de la vida económica por la libre cooperación de
los productores: en este sentido puede decirse que fue el fundador del
anarquismo comunista que cobró realidad más tarde.
La
obra de Godwin ejerció vigorosa influencia en los círculos más avanzados del
proletariado británico y entre lo más selecto de la intelectualidad liberal. Y
lo que es más importante, contribuyó a dar al joven movimiento socialista
inglés, que halló sus más cuajados exponentes en Roberto Owen, Juan Gray y
Guillermo Thompson, ese inequívoco carácter libertario que le caracterizó
durante mucho tiempo y que nunca llegó a tener en Alemania ni en otros muchos
países.
Pero
muchísimo mayor fue la influencia ejercida en el desenvolvimiento de la teoría
anarquista por Pedro José Proudhon, uno de los escritores mejor dotados intelectualmente
y de talento más diverso que puede ofrecer el socialismo moderno. Proudhon
estaba completamente arraigado en la vida social e intelectual de su época y
esta posición le inspiró todas las cuestiones de que hubo de ocuparse. Por
consiguiente no se le debe juzgar, como han hecho incluso muchos de sus
discípulos, por sus postulados prácticos especiales, nacidos de las necesidades
de la hora. Entre todos los pensadores socialistas de su tiempo es el que tuvo
una comprensión más profunda de la causa del desarreglo social y el que, al
mismo tiempo, tuvo una visión más amplia. Se erigió en contrincante declarado
de todos los sistemas y vio en la evolución social el acicate eterno que mueve
hacia nuevas y más elevadas formas de vida intelectual y social, y sustentaba
la convicción de que esta evolución no puede estar sujeta a ninguna fórmula
abstracta definida.
Proudhon
se opuso a la influencia de la tradición jacobina que dominaba el pensamiento
de los demócratas franceses y de la mayoría de los socialistas de la época, en
forma no menos resuelta que la intromisión del Estado central y el monopolio en
los naturales procesos de adelanto social. Consideraba que la gran tarea de la
revolución del siglo XIX consistía en librar a la sociedad de esas dos excrecencias
cancerosas. Proudhon no era comunista. Condenaba la propiedad como privilegio
que es de la explotación, pero reconocía la propiedad de los instrumentos de
trabajo entre todos, practicada por medio de grupos industriales, relacionados
entre sí por libre contrato, a condición de que no se hiciera uso de este
derecho para explotar a otros y mientras se asegurase a cada persona el
producto íntegro de su trabajo individual. Esta organización, fundada en la
reciprocidad -mutualidad-, garantiza el goce de igualdad de derechos a cada
cual, a cambio de una igualdad de servicio. El promedio del tiempo de trabajo
empleado en la elaboración de todo producto, da la medida de su valor y es la
base para el intercambio. Por este procedimiento, al capital se le priva de su
poder usurario y se ata completamente al esfuerzo del trabajo. Poniéndosele así
al alcance de todos, deja de ser instrumento de explotación.
Esta
forma de economía hace que resulte superfluo todo engranaje político
coercitivo. La sociedad se convierte en una liga de comunidades libres que
ordenan sus asuntos de acuerdo con las necesidades, por sí mismas, o asociadas
a otras, y en las cuales la libertad del hombre no tiene una limitación en la
libertad igual de los demás, sino su seguridad y confirmación. «Cuanto más
libre, independiente y emprendedor sea el individuo en una sociedad, tanto
mejor para ésta.» Esta organización del federalismo en la que Proudhon veía el
porvenir inmediato de la humanidad, no sienta limitaciones definidas contra las
posibilidades de ulterior desarrollo, y ofrece las más amplias perspectivas a
todo individuo y para toda actividad social. Partiendo del punto de vista de la
federación, Proudhon combatió asimismo las aspiraciones al unitarismo político
del entonces naciente nacionalismo, sobre todo ese nacionalismo que tuvo sus
más vigorosos apologistas en Mazzini, Garibaldi, Lelewel y otros. También en
este aspecto tuvo una visión más clara que la mayoría de sus contemporáneos.
Proudhon ejerció una fuerte influencia en el desarrollo del socialismo,
influencia que se dejó sentir de manera especial en los países latinos. Pero el
así llamado anarquismo individualista que tan valiosos exponentes tuvo en los
Estados Unidos, como Josiac Warren, Esteban Pearl Andrews, Guillermo B. Greene,
Lisandro Spooner, Francis D. Tandy y, en forma sumamente notable, en Benjamín
R. Tucker, siguió esas mismas directrices generales, aunque ninguno de sus
representantes llegara a la amplitud de visión de Proudhon.
El
anarquismo halló una expresión única en el libro de Max Stirner -Juan Gaspar
Schmidt-: Der Einzige und sein Eigentum -El único y su propiedad-, libro
que, es cierto, cayó muy pronto en el olvido y no ejerció ninguna influencia en
el movimiento anarquista como tal, pero cincuenta años más tarde fue objeto de
una inesperada rehabilitación. La obra de Stirner es eminentemente filosófica y
en ella se señala la dependencia del hombre, de los llamados altos poderes, a
lo largo de todos sus torcidos caminos, manifestándose el autor sin la menor timidez
al deducir consecuencias del conocimiento obtenido en la meditación. Es el
libro de un insumiso resuelto y consciente que no hace la más leve concesión de
reverencia a ninguna autoridad, por encumbrada que se halle, con lo cual
estimula enérgicamente a pensar con independencia. El anarquismo tuvo un
campeón viril, de robusta energía revolucionaria, en Miguel Bakunin, que tomó
pie en las enseñanzas de Proudhon, pero que las extendió al terreno económico,
cuando, con el ala izquierda, colectivista, de la Primera Internacional, salió
en defensa de la propiedad colectiva de la tierra y de todos los medios de
producción, propugnando quedarse reducida la propiedad privada al producto
íntegro del trabajo individual. Bakunin era también un contrincante del comunismo,
que en su tiempo tenía un carácter netamente autoritario, como el que ha tomado
en la actualidad el bolchevismo. En uno de sus cuatro discursos pronunciados en
el Congreso de la Liga para la Paz y la Libertad, en Berna (1868), dijo
así:
«No
soy comunista porque el comunismo concentra y hace absorber todas las potencias
de la sociedad en el Estado, porque llega necesariamente a la centralización de
la propiedad en -manos del Estado, mientras que yo quiero la abolición del
Estado, la extirpación radical de ese principio de la autoridad y de la tutela
del Estado, que, con el pretexto de moralizar y de civilizar a los hombres, los
ha sometido hasta este día, explotado y depravado»
Bakunin
era un revolucionario decidido y no creía en amigables reajustes del conflicto
de clases planteado. Veía que las clases gobernantes se oponían ciega y
tercamente, a la más ligera reforma social, por consiguiente no creía posible
la salvación, a no ser por medio de una revolución social internacional que
aboliese todas las instituciones eclesiásticas, políticas, militares y
burocráticas del vigente sistema social y que las sustituyese por una
federación de asociaciones libres de trabajadores que proveerían a las
exigencias de la vida cotidiana. Y puesto que creía, como tantos otros
contemporáneos suyos, que la revolución no sería a largo plazo, consagró toda
su vasta energía a combinar el mayor número posible de elementos genuinamente
revolucionarios y libertarios, dentro y fuera de la Internacional, a
salvaguardar la revolución inminente contra toda dictadura, contra toda
regresión a las antiguas condiciones sociales. Así es cómo vino a ser, en un
sentido muy especial, el creador del moderno movimiento anarquista.
También
halló el anarquismo un apologista valiosísimo en Pedro Kropotkin, quien se
impuso la tarea de aplicar los adelantos de las ciencias naturales al
desarrollo de los conceptos sociológicos del anarquismo. Con su ingenioso libro
El apoyo mutuo, factor de la evolución, se alistó entre los que
combatían el llamado «darwinismo social», cuyos adictos trataban de demostrar
que era inevitable mantener las vigentes condiciones sociales, según la teoría
darwiniana de la lucha por la existencia, elevando el principio de la lucha del
más fuerte contra el débil a la categoría de ley de hierro sobre todos los
procesos naturales, incluso aquellos a los cuales el hombre se halla sujeto. En
realidad, semejante concepto estaba grandemente influido por la doctrina
maltusiana, según el cual la que podríamos llamar carta de la vida no está
extendida para todos los seres y, por consiguiente, los no necesarios se
tendrán que resignar a aceptar los hechos tal como son.
Kropotkin
demostró que esta manera de concebir la naturaleza como un campo de guerra
desenfrenada es presentar en caricatura la vida real, y que paralelamente a la
brutal lucha por la existencia, que se libra a diente y uña, hay otro principio
en la naturaleza, cuya expresión es la combinación social de las especies más
débiles y el mantenimiento de las razas merced a la evolución de los instintos
sociales y de la mutua ayuda.
En
este sentido, no es el hombre el creador de la sociedad, sino la sociedad la
creadora del hombre, pues éste recibió por herencia, de las especies que le
precedieron, el instinto social que fue lo único que le permitió mantenerse en
su medio, primero contra la superioridad física de otras especies, y de llegar
a asegurarse un nivel de desarrollo no sofiado. Esta segunda interpretación de
la lucha por la existencia es, sin comparación, muy superior a la primera, como
lo comprueba la rápida regresión de las especies que carecen de vida social y
que sólo cuentan con su fuerza física. Este punto de vista, que en la
actualidad es cada día más ampliamente aceptado, en las ciencias naturales y en
las investigaciones sociales, abrió horizontes completamente nuevos a la
especulación relativa a la evolución humana.
Lo
cierto es que, incluso bajo el peor de los despotismos, la mayor parte de las
relaciones personales del hombre con sus compañeros se ordena mediante el libre
acuerdo y la cooperación solidaria, sin lo cual no cabría ni pensar en la vida
social. Si así no fuera, ni la ordenación coercitiva más violenta por parte del
Estado sería capaz de mantener el ritmo social ni siquiera un solo día. Sin
embargo, estas naturales formas de conducta que surgen de lo más hondo de la
condición humana se hallan hoy constantemente intervenidas y contrahechas por
efecto de la explotación económica y de la vigilancia gubernamental,
representación en la sociedad humana de la lucha por la existencia que tiene
que superar el hombre por la otra forma de convivencia cifrada en la mutua
ayuda y la libre cooperación. La conciencia de la responsabilidad personal y
ese otro bien inestimable que ha llegado al hombre por herencia desde lo remoto
de los tiempos, la capacidad de simpatía con los demás, en la que toda ética
social y todas las ideas sociales de justicia tienen su origen, alcanzan un
mayor desarrollo en el clima de la libertad.
También,
como Bakunin, era Kropotkin un revolucionario. Pero el segundo, lo mismo que
Eliseo Reclus y tantos otros, veía en la revolución una fase especial del
proceso revolucionario, fase que se presenta cuando las nuevas aspiraciones
sociales se hallan tan reprimidas por la autoridad en su natural desarrollo,
que tienen que hacer saltar la vieja cáscara por la violencia para luego poder
funcionar como nuevos factores de la vida humana. En contraste con Proudhon y
Bakunin, Kropotkin aboga por la propiedad en común, no sólo de los medios de
producción, sino de los productos del trabajo, pues opina que, dado el actual
estado de la técnica, no es posible justipreciar el valor exacto del trabajo
realizado por el individuo, pero que, en cambio, en virtud de una orientación
racional de nuestros modernos métodos de trabajó será posible asegurarles a
todos una equitativa abundancia. El comunismo anarquista que antes fue ya
recomendado con vehemencia por José Dejacque, Eliseo Reclus, Errico Malatesta,
Carlos Cafiero y otros, y por el que hoy abogan la inmensa mayoría de los
anarquistas, tuvo en él uno de sus más brillantes exponentes.
Debe ser mencionado también León Tolstoi, quien, partiendo de la
cristiandad primitiva y fundándose en los principios éticos formulados en los
Evangelios a concebir la idea de una sociedad sin instituciones rectoras. 1
Es
común a todos los anarquistas el deseo de librar a la sociedad de las
instituciones coercitivas que se interponen en el camino del desarrollo de una
humanidad libre. En este sentido, el mutualismo, el colectivismo y el comunismo
no deben ser considerados como sistemas cerrados que no permitan un ulterior
desenvolvimiento, sino simplemente como postulados económicos en cuanto a
medios para salvaguardar a una comunidad libre. Probablemente en la sociedad
futura se darán diversas formas coexistentes de cooperación económica, pues
todo progreso social es inseparable de esa libre experimentación y prueba
práctica para las cuales, en una sociedad de comunidades libres, se hallarán
las oportunidades más propicias.
Lo
mismo puede decirse de los distintos métodos de anarquismo. Muchos anarquistas
en la actualidad están convencidos de que la transformación social de la
organización humana no será posible efectuarla sin violentas convulsiones
revolucionarias.
La
violencia de tales convulsiones depende, naturalmente, de la fuerza de
resistencia que las clases gobernantes sean capaces de oponer a la realización
de las nuevas ideas. Cuanto más amplios sean los círculos que se inspiren en la
idea de la organización social según el espíritu de la libertad y el
socialismo, tanto menos agudos serán los dolores en el alumbramiento de la
próxima revolución social.
En
el moderno anarquismo vemos la confluencia de las dos grandes corrientes que
durante la Revolución francesa, y a partir de la misma, tomaron su expresión
característica en la vida intelectual de Europa: socialismo y liberalismo. El
moderno socialismo se desarrolló cuando observadores sagaces de la vida social
empezaron a ver con una claridad cada vez mayor que las constituciones
políticas y los cambios en la forma de gobierno no llegarían jamás al fondo de
ese gran problema que llamamos «la cuestión social» Sus defensores reconocieron
que una nivelación social de los seres humanos, a despecho de las más hermosas
proposiciones teóricas, no es posible en tanto subsistan las diferencias de
clases, a base de lo que poseen, o de lo que no poseen, privadamente, clases
que por sí mismas destruyen de antemano toda idea de comunidad genuina. Y así
ganó terreno el asentimiento a la idea de que sólo por medio de la supresión
del monopolio económico y por el establecimiento en común de la propiedad de
los medios de producción, en suma, mediante una completa transformación de
todas las condiciones económicas e instituciones sociales ligadas a las mismas,
se conciben unas circunstancias de justicia social, un estatuto en virtud del
cual la sociedad se convierta en una comunidad auténtica y en que el trabajo no
sirva ya para fines de explotación, sino para garantizar a todos la abundancia.
Pero en cuanto el socialismo comenzó a reunir sus fuerzas y se convirtió en un
movimiento, inmediatamente se advirtieron diferencias de criterio, debidas a la
influencia de medios sociales distintos, según los países. Es un hecho que
todos los conceptos políticos, desde la teocracia al cesarismo y a la
dictadura, han afectado a ciertas fracciones dentro del movimiento socialista.
Sin embargo, son dos las grandes corrientes de pensamiento político que han
tenido una significación decisiva en el desarrollo de las ideas socialistas: el
liberalismo, que estimuló enérgicamente las inteligencias avanzadas en los
países anglosajones y de una manera particular en España, y la democracia en el
último sentido, al que Rousseau diera expresión en su Contrato Social y que
tuvo sus representantes más influyentes en el jacobinismo francés. Mientras el
liberalismo, en su teorización social, partió del individuo y aspiró a limitar
al mínimo posible la actuación del Estado, la democracia partió de un concepto
relativo abstracto, el «sentir general» de Rousseau, y cristalizó en el Estado
nacional.
Liberalismo
y democracia eran conceptos eminentemente políticos, y, puesto que la mayoría
de prosélitos de uno y otra eran partidarios de mantener el derecho de
propiedad en el sentido antiguo, todos ellos tuvieron que renunciar a aquellas
ideas cuando el desenvolvimiento económico tomó un rumbo que difícilmente podía
ser conciliado con los principios originarios de democracia y menos aún con los
de liberalismo. Tanto la democracia, con su lema de «igualdad de todos los
ciudadanos ante la ley», como el liberalismo con su «derecho de hombre a su
personalidad», naufragaron en medio de las realidades de la conformación
capitalista. Siendo así que millones de seres humanos se veían forzados en
todos los países a venderle su capacidad para el trabajo a una reducida minoría
de propietarios, expuestos a hundirse en la más odiosa miseria si no
encontraban compradores para su mano de obra, la llamada «igualdad ante la ley»
resultaba sencillamente un piadoso fraude, puesto que las leyes las hacen los
mismos que se hallan en posesión de la riqueza social. Pero al mismo tiempo
tampoco puede hablarse de «derecho de sí mismo», ya que este derecho termina en
el punto en que se ve uno obligado a someterse al dictado económico de otro, so
pena que prefiera morir de consunción.
El
anarquismo tiene de común con el liberalismo la idea de que la prosperidad y la
felicidad del individuo deben ser la norma de todas las cuestiones sociales. Y
ofrece la coincidencia con los grandes exponentes del pensamiento liberal, de
que las funciones gubernamentales deben reducirse al mínimo. Sus propugnadores
se atienen a esta idea hasta sus últimas consecuencias lógicas, y se proponen
hacer que desaparezcan de la vida social todas las instituciones que suponen un
poder político. Si Jefferson reviste y envuelve el concepto básico del
liberalismo en las siguientes palabras: «El mejor gobierno es el que gobierna
menos», los anarquistas dicen con Thoreau: «El mejor gobierno es el que no
gobierna en absoluto»
Con
los fundadores del socialismo, los anarquistas reclaman la abolición de todos
los monopolios económicos y la propiedad en común del suelo y de todos los
medios de producción, -cuyo uso ha de ser asequible a todos sin distinción,
puesto que la libertad individual y social no se concibe más que a base de la
igualdad de las ventajas económicas para todos. Dentro del movimiento
socialista propiamente dicho, el anarquista representa el punto de vista de que
la guerra contra el capitalismo debe ser al mismo tiempo una guerra contra
todas las instituciones de poder político, pues la Historia demuestra que la
explotación económica ha ido siempre de la mano de la opresión política y
social. La explotación del hombre por el hombre y el dominio del hombre sobre
el hombre, son cosas inseparables que se condicionan mutuamente.
Mientras
dentro de la sociedad se enfrenten irreconciliablemente un grupo de seres con
propiedad y otro de desposeídos, el Estado será indispensable a la minoría
posesora para la protección de sus privilegios. Cuando esta condición de
injusticia social sea descartada, dando lugar á un orden de cosas más elevado,
en el cual no sean reconocidos derechos especiales y que tenga como postulado
básico la comunidad de los intereses sociales, el gobierno sobre el hombre
tendrá que dejar paso a la administración de los negocios económicos y
sociales, o, para decirlo con frase de Saint-Simon: «Día llegará en que el arte
de gobernar a los hombres desaparezca. Otro arte surgirá en su lugar: el de
administrar las cosas»
Y
aquí viene la teoría sostenida por Marx y sus discípulos de que el Estado, en
forma de dictadura del proletariado, es un grado transitorio, inevitable, en el
cual el Estado, después de extirpar todos los conflictos de clase, se disolverá
por sí mismo y desaparecerá por el foro. Este concepto que mixtifica
completamente la verdadera índole del Estado y la significación histórica de
ese factor que es el poder político, no es más que una resultante lógica del
llamado materialismo económico, que en todos los fenómenos de la Historia ve
meramente los inevitables efectos de los métodos de producción de la época.
Bajo la influencia de esta teoría el pueblo llegó a considerar las distintas
formas de Estado y de todas las demás instituciones sociales como una
«superestructura jurídica y política» sobre el «edificio de la economía»
social, y creyó que había hallado en esta teoría la clave de todos los procesos
históricos. En realidad, cada zona de la Historia nos ofrece millares de
ejemplos de la forma como el desarrollo económico de un país sufrió un
retroceso de siglos y la caída forzosa a formas prescritas, a causa de las
pugnas particularistas por la conquista del poder político.
Antes
de la preponderancia de la monarquía eclesiástica, España fue el país de Europa
más adelantado industrialmente y ocupaba el primer lugar en casi todos los
campos de la producción. Pero un siglo después del triunfo de la monarquía
cristiana, la mayor parte de sus industrias habían desaparecido. Lo que de
ellas sobrevivió, se hallaba en las condiciones más desdichadas. En muchas de
las industrias se retrocedió a los más rudimentarios procedimientos de
producción. La agricultura se paralizó, los canales y las vías fluviales
quedaron en estado ruinoso y vastas regiones del territorio se convirtieron en
yermos. Hasta el presente, España no se ha recuperado de aquel retroceso. Las
aspiraciones de una casta particular al poder político mantuvieron por siglos
la depresión del desenvolvimiento económico del país.
El
absolutismo principesco en Europa, con sus necias «ordenanzas económicas» y su
«legislación industrial», que castigaba severamente toda desviación de los
métodos de producción prescritos y no permitía los inventos, bloqueó el
progreso industrial de Europa durante varios siglos, impidiendo su natural
desarrollo. ¿Y no fueron consideraciones con miras al
poder político las que, después de la guerra mundial, han venido frustrando
constantemente toda posible solución de la crisis económica universal,
entregando el porvenir de todos los países a manos de generales que representan
la comedia política, o de aventureros políticos? ¿Quién
afirmaría que el moderno fascismo es una consecuencia inevitable del
desenvolvimiento económico?
En
Rusia, no obstante, donde la llamada «dictadura del proletariado» ha cuajado en
realidad, las aspiraciones de determinado partido al poder político han
impedido que se efectuara una verdadera reconstrucción económica socialista y
han sometido por la fuerza a un país a la esclavitud de un aplastador
capitalismo de Estado. La «dictadura del proletariado», en la que los espíritus
triviales creen ver el mero paso inevitable por un estado de transición, ha
llegado a desarrollarse hoy en proporciones de un despotismo espantoso, que no
le va en zaga a la tiranía de los Estados fascistas.
La
afirmación de que el Estado debe prevalecer mientras haya conflictos de clase y
clases que los provoquen, se desvanece por sí sola y suena a broma pesada si se
la considera a la luz de las enseñanzas de la Historia. Todo tipo de poder
político presupone alguna forma especial de esclavitud humana que dicho poder
está llamado a conservar. Y así como en el orden exterior, en relación con
otros Estados, el Estado tiene que crear ciertos antagonismos artificiales con
objeto de justificar su existencia, así también en el orden interior la
escisión del cuerpo social en castas, rangos y clases es condición esencial de
su continuidad. El Estado no es capaz más que de proteger viejos privilegios y
crear otros nuevos: esto colma toda su razón de ser.
Un
Estado surgido de una revolución social puede poner fin a los privilegios de las
viejas clases dirigentes, pero no lo puede hacer más que instalando
inmediatamente en lugar de aquéllas una nueva clase privilegiada, de la que
necesitará para mantenerse en el ejercicio de sus funciones de gobierno. El
desarrollo de la burocracia bolchevique en Rusia, bajo la llamada dictadura del
proletariado -que nunca ha sido más que la dictadura de una pequeña «clique» sobre
el proletariado y la totalidad del pueblo ruso-, es sencillamente un
ejemplo más de lo que la experiencia ha registrado incontables veces en la
Historia. Esta nueva clase gobernante que hoy está convirtiéndose rápidamente
en una nueva aristocracia, se sitúa aparte de las grandes masas de obreros y
campesinos rusos, lo mismo que lo están las castas privilegiadas y las clases
en otros países con relación al pueblo.
Podrá
tal vez objetarse que la nueva comisariocracia rusa no puede ponerse en un
mismo plano de comparación con las poderosas oligarquías financiera e
industrial de los Estados capitalistas. Pero esta objeción carece de consistencia.
No son las proporciones ni la amplitud del privilegio lo que cuenta, sino sus
efectos inmediatos sobre el promedio de los seres en la vida cotidiana. El
trabajador norteamericano que bajo condiciones de trabajo de un relativo
decoro, gana lo bastante para alimentarse, vestir y tener casa en que habitar
humanamente, y que además tiene un margen sobrante para gastarlo en
entretenimientos, no puede tener, ante el hecho de que los Mellon y Morgan
posean millones, el mismo resentimiento con que el hombre que gana apenas para
cubrir las más indispensables necesidades ve los privilegios de una pequeña
casta de burócratas, aunque éstos no sean millonarios. Unas gentes que apenas
obtienen suficiente pan duro para satisfacer el hambre; que viven en mezquinas
habitaciones, a menudo compartidas a la fuerza con seres extraños, y que, si
fuera poco, se ven forzados a trabajar según un sistema de producción acelerada
que eleva su capacidad de rendimiento al máximo, han de sentirse mucho más
contrarios a los privilegios de una clase superior a la que nada le falta, que
sus camaradas de condición de los países capitalistas. Y esta situación es más
insoportable aún cuando un Estado despótico les niega a las clases inferiores
el derecho a quejarse de las condiciones en que se hallan, pues la menor
protesta puede acarrear el peligro de muerte.
Pero
un grado superior de igualdad política al de Rusia, tampoco sería garantía
contra la opresión política y social. Y esto es precisamente lo que el marxismo
y las demás escuelas del socialismo autoritario no han comprendido nunca.
Incluso en la cárcel, en los cuarteles, en el claustro, vemos un grado bastante
alto de igualdad económica, pues todos los que forman la reclusión disponen de
igual vivienda, igual comida, uniforme único e idénticas tareas. El antiguo
imperio incaico, en el Perú, y las instituciones de los jesuitas en el Paraguay
habían otorgado iguales condiciones económicas a todos los individuos, bajo un
régimen fijo, y no obstante, prevalecía bajo aquellos regímenes el más inicuo
despotismo, y el individuo no era más que un autómata que se movía a gusto de
una voluntad superior, sobre cuyas decisiones no tenía la más leve influencia.
No le faltaba razón a Proudhon al ver, en un «socialismo» sin libertad, la peor
forma de esclavitud. El dictado de la justicia social no puede tener adecuado
desenvolvimiento y llegar a ser efectivo, si se produce a expensas del sentido
de libertad personal y no se funda en él. En otras palabras, el socialismo
será libre, o no será de ninguna manera. En el reconocimiento de este hecho
radica la profunda y genuina justificación de la existencia del anarquismo.
En
la vida de la sociedad, las instituciones desempeñan las mismas funciones que
los órganos en las plantas y en los animales: son los órganos del cuerpo
social. Los órganos no se forman arbitrariamente, sino a causa de necesidades
definidas que son determinadas por el medio físico y social. El ojo de un pez
de las capas profundas está conformado de manera muy distinta que el ojo del
animal que vive en la superficie de la tierra, pues cada cual tiene que
responder a necesidades distintas. El cambio de las condiciones de vida
comporta un cambio orgánico. Pero siempre cada órgano responde a la función que
le es propia, o a una función venida a menos. En este caso, gradualmente se va
eliminando hasta quedar en forma anquilosada, por no ser ya su función
necesaria al organismo. Pero un órgano jamás desempeña una función que no
corresponda a su fin propio. Es lo mismo en las instituciones sociales. Tampoco
se producen arbitrariamente, sino que son suscitadas por necesidades sociales
especiales, para servir a objetos concretos. Así es como el Estado moderno
evolucionó hacia la economía de monopolio, y su inseparable división de clases
empezó a ser más y más honda dentro del marco del viejo orden. Las clases de
nueva formación necesitaban un instrumento político de poder para el
mantenimiento de sus privilegios sociales y económicos sobre las masas de su
propio pueblo y para imponerse, fuera, a otros grupos de humanidad. De esta
manera se produjeron las condiciones adecuadas para la evolución del Estado
moderno como órgano del poder político de las clases y castas privilegiadas
gracias al cual se subyuga y oprime a las clases desposeídas. Esta tarea es la
obra que motiva la vida del Estado, la razón esencial y exclusiva de su
existencia. Y el Estado ha permanecido fiel a semejante obra y tiene que seguir
siéndolo, pues va su vida en ello.
En
el transcurso de su desarrollo histórico, han cambiado sus aspectos externos,
pero sus funciones siguen siendo las mismas. Éstas han sido incluso ampliadas
constantemente, al paso que sus defensores iban logrando establecer nuevas
áreas de actividad social favorable a sus fines. Tanto si el Estado es monárquico
como republicano, tanto si históricamente está ligado a una autocracia como a
una constitución nacional, sus funciones son idénticas. Y así como las
funciones en el organismo de las plantas y de los animales no pueden ser
alteradas arbitrariamente, de manera que uno no puede, por ejemplo, oír con los
ojos ni ver con los oídos, tampoco se puede transformar a gusto de uno un
órgano social de opresión en instrumento adecuado para la liberación del
oprimido. El Estado no puede ser más que lo que es: defensor de la explotación
de las masas y de los privilegios sociales, creador de clases privilegiadas,
castas y nuevos monopolios. El que no llegue a reconocer que ésta es la función
del Estado, no comprende la verdadera constitución del presente orden social y
es, por tanto, incapaz de señalar a la Humanidad nuevas perspectivas para una
evolución social.
El
anarquismo no es una solución manifiesta para todos los problemas humanos; no
es la utopía de un orden social perfecto, como con tanta frecuencia se ha
dicho, y no lo es porque, por principio, rechaza todos los esquemas y
concepciones de carácter absoluto. No cree en ninguna verdad absoluta ni en
metas definidas señaladas al desenvolvimiento humano, sino que cree en la
ilimitada perfectibilidad de los arreglos sociales y de las condiciones de la
vida del hombre, arreglos que suponen un constante esfuerzo por alcanzar formas
de más alta expresión, y por tanto no puede prefijarse para ellos un
estadio último, una meta definitiva. El mayor crimen de todo Estado consiste
precisamente en que trata invariablemente de forzar la rica variedad de la vida
social hacia formas definidas y ajustarla a una modalidad particular que no da
margen a más amplias perspectivas y considera toda condición prevista como cosa
permanente. Cuanto más fuertes se sienten sus adictos, más completa es la forma
en que ponen a su servicio todos los órdenes de la vida social, tanto más
agarrotadora es la influencia que ejercen sobre el desempeño de todas las
energías creadoras de la cultura, y tanto más perniciosamente afectan al
desarrollo intelectual y social de una época determinada.
El
llamado Estado totalitario, que pesa hoy día como una montaña sobre pueblos
enteros y que trata de modelar todas las expresiones de su vida intelectual y
social según el patrón inerte trazado por una providencia política, elimina con
fuerza despiadada y brutal todo esfuerzo encaminado a modificar el presente
estado de cosas. El Estado totalitario es un espantoso presagio de nuestro
tiempo, y muestra con horrible claridad a dónde puede conducirnos semejantes
retorno a la barbarie de siglos pasados. Es el triunfo del mecanismo político
sobre el espíritu, la racionalización del pensamiento, del sentimiento y de la
conducta, de conformidad con las normas establecidas por los funcionarios. Es,
por consiguiente, el fin del verdadero cultivo intelectual.
El
anarquismo no reconoce más que el sentido relativo que tienen las ideas, las
instituciones y las formas sociales. Por consiguiente, no es un sistema social
delimitado, hermético, sino más bien un impulso definido en el desarrollo
histórico de la Humanidad, impulso que, en contraste con la vigilancia y
guardia intelectual que ejercen todas las instituciones clericales y
gubernamentales, se esfuerza por el desdoblamiento libre, sin trabas, de todas
las energías individuales y sociales de la vida. Incluso la libertad no pasa de
ser un concepto relativo, ya que no es un hecho absoluto el que sustenta, si no
propende incesantemente a ensancharse y a alcanzar a círculos más y más
amplios, por múltiples medios. Sin embargo, no es para los anarquistas la
libertad un concepto filosófico abstracto, sino la posibilidad concreta que
tiene toda criatura humana de desarrollar plenamente las potencias, capacidad y
talento de que le dotara la naturaleza, y convertirlos en realidad social.
Cuanto menos influido esté dicho desenvolvimiento natural del hombre por la
supervisión eclesiástica o política, tanto más eficaz y armoniosa llegará a ser
la personalidad humana, y dará mejor la medida de la cultura de la sociedad en
la cual haya prosperado.
Ésta
es la razón por la cual todos los grandes períodos de la cultura de la Historia
han sido etapas de debilitamiento político. Y se explica, porque los sistemas
políticos se asientan indefectiblemente en la mecanización y en el
desenvolvimiento orgánico de las fuerzas sociales. El Estado y la cultura están
sumidos en la fatalidad de ser enemigos irreconciliables. Nietzsche lo reconoce
así inequívocamente al decir:
«Nadie
puede, a la postre, gastar más de lo que tiene. Así es para el individuo; así
también aplicado a los pueblos. Si uno gasta por alcanzar el poder, en alta
política, en cosas domésticas, en el comercio, en el parlamentarismo, en
intereses militares, es decir, si uno consume en uno de esos fines todo su
caudal de inteligencia, anhelo, voluntad, autodominio, que es lo que constituye
su verdadera personalidad, no le quedará nada para otra cosa. La cultura y el
Estado -que nadie se engañe sobre el particular- son antagónicos: el «Estado de
la cultura» es una simple idea moderna. Cada uno de los dos vive del otro y
prospera a expensas del mismo. Todos los grandes períodos de cultura han sido
períodos de decadencia política»
Un
poderoso mecanismo estatal es el mayor obstáculo para un más alto grado de
cultura. Allí donde el Estado se ve atacado de decadencia interna, allí donde
se reduce al mínimo la influencia del poder político sobre las fuerzas
creadoras de la sociedad, es donde mejor cunde la cultura, pues el poder
político siempre se esfuerza en uniformar y tiende a someter todos los aspectos
del vivo conjunto social a su vigilancia. Y en esto se ve condenado a estar en
contradicción inevitable con las aspiraciones creadoras del progreso cultural
que siempre se halla en requerimiento de nuevas formas y campos de actividad
social, para lo cual, la libertad de palabra, la diversidad y caleidoscópica
mutabilidad de las cosas son de una necesidad tan vital como inconciliable con
las formas rígidas, las normas muertas y la violenta supresión de todas las
manifestaciones de la vida social.
Todas
las culturas, si su desarrollo natural no se ve demasiado intervenido por las
restricciones políticas, experimentan una renovación perpetua del estímulo
educativo, y de aquí nace una creciente diversidad de actividades creadoras.
Cada obra lograda levanta el deseo de una mayor perfección, de una más honda
inspiración; cada nueva forma es heraldo de futuras posibilidades de
desenvolvimiento. Pero el Estado no crea la cultura, como con tanta frecuencia
y sin reflexionar se afirma: no hace sino procurar que las cosas se mantengan
donde están, amarradas firmemente a las formas estereotipadas. Esto ha motivado
todas las revoluciones de la Historia.
El
poder no obra más que de una manera destructora, dispuesto en todo momento a
encajar, quiera, que no, todas las manifestaciones de vida en el angosto
figurín de sus leyes. Su forma de expresión intelectual es el dogma inerte: su
modalidad física, la fuerza bruta. Y con semejante falta de inteligencia en los
objetivos imprime su huella en los que le sostienen, volviéndoles brutales y
estúpidos, aunque en el comienzo estuvieran dotados del más claro talento.
El
moderno anarquismo nació de la comprensión de este hecho, y de ahí saca su
fuerza moral. ÃÅ¡nicamente la libertad puede inspirar
grandes cosas y llevar a efecto las transformaciones intelectuales y sociales.
El arte de gobernar a los hombres nunca fue el arte de educarles y de
inspirarles el deseo de remodelar su vida. La imposición por el miedo no puede
mandar más que sobre la uniformación sin alma, que sofoca toda iniciativa vital
en cuanto nace, y sólo puede dirigir súbditos, no hombres libres. La libertad
es la misma esencia de la vida, la fuerza impulsora de todo desarrollo
intelectual y social, la creadora de toda nueva perspectiva para la Humanidad
futura. La liberación del hombre de la explotación intelectual y de la opresión
mental y política, cuya más hermosa expresión se halla en la filosofía mundial
del anarquismo, es la primera condición indispensable para la evolución a una
más elevada cultura social y a una Humanidad nueva.
EL PROLETARIADO Y LOS COMIENZOS DEL MODERNO MOVIMIENTO
OBRERO.
La
era de la producción mecánica y del moderno capitalismo. - El despertar del
proletariado. Las primeras «labour unions» y su lucha por la existencia.-
«Luddismo» - «Trade-unionismo» puro y libre. - El radicalismo político y el
laborismo. El movimiento «cartista» - El socialismo y el movimiento obrerista.
El
moderno socialismo no fue al principio sino una más honda comprensión de la
interconexión de la vida social, una tentativa para dar solución a las
contradicciones que entraña el presente orden social y procurar una nueva base
a las relaciones del hombre con su medio social. Por consiguiente, su
influencia se limitó en los comienzos a un pequeño círculo de intelectuales
que, en su mayor parte, procedían de las clases privilegiadas. Inspirándose en
una profunda y noble simpatía por las necesidades materiales e intelectuales de
las grandes masas, buscaban una salida al laberinto de los antagonismos
sociales, con objeto de abrir nuevas puertas a la Humanidad hacia su futuro
desarrollo. El socialismo era para ellos una cuestión cultural. Por
consiguiente, su llamamiento se dirigió directa y principalmente a la razón y
al sentimiento ético de sus contemporáneos, confiando hallarles bien dispuestos
a recibir los nuevos hallazgos de la inteligencia.
Pero
las ideas no efectúan por sí ningún movimiento; son más bien producto de
situaciones concretas, el precipitado intelectual de determinadas condiciones
de vida. Los movimientos surgen tan sólo de las necesidades inmediatas y
prácticas de la vida social, y nunca son resultantes de ideas puramente
abstractas. Sin embargo, cobran su fuerza incontenible y su íntima seguridad en
el triunfo, únicamente si están fecundados por una gran idea que les da vida y
contenido intelectual. Es necesario ver así la relación del movimiento
obrerista con el socialismo para comprenderle debidamente y valorarle de manera
inteligente. El socialismo no es engendrador del movimiento laborista; más bien
creció al margen de éste. Dicho movimiento se despertó y avanzó como una
consecuencia lógica de la reconstrucción social que dio nacimiento al actual
mundo capitalista. Su finalidad inmediata era la lucha por el pan de cada día,
la resistencia consciente contra una corriente de las cosas que se volvía
constantemente más desastrosa para los trabajadores.
El
moderno movimiento obrerista debe su existencia a la gran revolución industrial
que se fue operando desde la segunda mitad del siglo XVIII en Inglaterra.
Después que el sistema llamado de «manufactura» abrió, en un período inicial,
el camino a cierto grado de división del trabajo -división que más bien se
refería al método de aplicación de la mano de obra que al verdadero proceso
técnico-, los grandes inventos del período subsiguiente provocaron una total
transformación del mecanismo del trabajo; la máquina se apoderó de la
herramienta individual y creó formas completamente nuevas del proceso de
producción en general. El invento del telar mecánico revolucionó toda la
industria textil, la más importante de Inglaterra, y condujo a una completa y
nueva serie de procedimientos en las operaciones de fabricación y teñido del
algodón y de la lana.
Por
medio de la utilización de la energía del vapor, cuya aplicación práctica se
hizo posible gracias al invento que marca una época, de James Watt, la
industria mecánica se libró de las antiguas fuerzas motrices: viento, agua e
impulsión de sangre, y el camino quedó abierto a la moderna producción en masa.
El empleo del vapor hizo posible que las máquinas instaladas en la misma sala
desempeñasen funciones distintas. Y así se establecieron las modernas fábricas
o factorías que, en un par de décadas, pusieron al borde del abismo el pequeño
taller. Este cambio tuvo efecto primero en la industria textil; las demás ramas
de lla producción siguieron el ejemplo a cortos intervalos. El aprovechamiento
de la expansión del vapor y el invento de la obtención del acero fundido
operaron en corto tiempo la revolución más completa en las industrias
siderúrgicas y del carbón, y rápidamente se extendió su influencia a otras
ramas de la producción. El desarrollo de las grandes fábricas dio por resultado
el fabuloso crecimiento de las ciudades industriales. Birmingham, que en 1801
no podía tener un censo superior a 73.000 habitantes, en 1844 tenía 200.000. En
el mismo período. Sheffield experimentó un aumento de 46.000 a 110.000. Otros
centros de la nueva gran industria crecieron en proporciones semejantes.
Las
fábricas necesitaban nutrirse de material humano, y las gentes del campo,
empobrecidas, respondieron a la demanda, afluyendo a las ciudades. A ello
contribuyó la legislación, al despojar a los pequeños granjeros de sus tierras
comunes y dejarlos en condición de pordioseros, en virtud de las notables Enclosure
Acts. El robo sistemático a los commons había comenzado ya en tiempos de la
reina Ana (1702-1714) y en 1844 había sido ya tomada más de la tercera parte de
las tierras comunales laborables de Inglaterra y Gales. En 1786 todavía
existían 250.000 propietarios de tierra independientes, pero solamente en 30
años esta cifra bajó a 32.000.
El
nuevo equipo industrial aumentaba la llamada riqueza nacional en una escala
nunca soñada. Pero esa riqueza estaba en las manos de una minoría privilegiada
y su origen era la explotación desenfrenada de la población laboriosa, la cual,
por el brusco cambio de las condiciones económicas de la vida, se vio hundida
en la más irritante miseria. Leyendo los sombríos relatos sobre la situación de
los trabajadores en dicho período, según aparecen en los informes de los
inspectores ingleses de las fábricas, documentos de los que Marx se valió con
tanta eficacia en su Capital, o abriendo un libro como De la misère des classes laborieuses en Anglaterre et France, de Eugenio Buret, libro al que tanto debe
Engels en su obra inicial, The conditions of the working clases in England -Las
condiciones de vida de las clases trabajadoras en Inglaterra-, cualquier otro
documento de la época, de la que se ocuparon numerosos escritores ingleses que
la vivieron, puede uno reproducir un cuadro tal de lo que era aquel tiempo, que
causa estupor.
Si
Arturo Young, en su conocido relato de sus viajes por Francia en el período que
precedió a la gran Revolución, pudo declarar que una gran parte de la población
rural francesa se hallaba en condiciones que la ponían casi al nivel de las
bestias, perdido todo rastro de humanidad, a consecuencia de su espantosa
pobreza, podría aplicarse la misma comparación, en gran medida, a la situación
mental y material de las grandes masas del naciente proletariado durante la
etapa inicial del capitalismo moderno.
La
inmensa mayoría de los trabajadores se albergaban en agujeros que no tenían
siquiera una ventana con vidrios, y tenían que pasarse de catorce a quince
horas diarias en las «sweatshops» 2, salas del trabajo más
explotado de las fábricas, donde no había nada que recordase ni lo que es una instalación
higiénica ni una medida de previsión para salvaguardar las vidas y la salud de
aquellos verdaderos reclusos. Y todo por un jornal que no llegaba a cubrir ni
las necesidades más perentorias. Si al final de la semana al obrero le quedaba
algún resto del jornal para olvidar el infierno en que vivía, todo lo que podía
permitirse era emborracharse de alcohol malo. Consecuencia inevitable de
semejante estado fue un aumento de la prostitución, de la embriaguez y la
delincuencia. La más absoluta bajeza de la humanidad se le aparece a uno al
leer y enterarse de la degradación moral, de la depravación de aquellas masas
por las que nadie sentía compasión.
2 La palabra significa literalmente: «taller del sudor»
La
desdichada situación de los esclavos fabriles se hizo aún más deprimente por el
llamado «truck system» (sistema de trueque), bajo el cual el obrero venía
obligado a adquirir sus provisiones y otros productos de uso corriente en los
almacenes de los propietarios de las fábricas, en los cuales solía vendérsele
la mercancía a precios recargados o en condiciones inaceptables. A tal extremo
llegó la cosa, que los trabajadores ya ni tenían para comer con lo que ganaban,
y no llegando el jornal, tan duramente adquirido, para otros gastos
imprevistos, como médico, medicinas, etc., se veía en el caso de pagar con las
mercancías que habían comprado en los almacenes de los industriales, y,
naturalmente, en tales ocasiones aquella misma mercancía se valoraba en menos
de lo que le había costado al obrero. Escritores de la época nos dicen que se
daba el caso de que las madres tuvieran que pagar en esta forma a la funeraria
y al sepulturero para enterrar a un hijo.
Esta
ilimitada explotación del poder de rendimiento de la mano de obra no se refería
sólo a hombres y mujeres. Los nuevos métodos de trabajo permitían atender a las
máquinas con simples movimientos manuales, que se aprendían sin gran
dificultad. Y esto condujo a la destrucción de los hijos del proletariado, que
entraban en el trabajo a la edad de tres o cuatro años y tenían que pasar toda
su juventud en las prisiones industriales de sus patronos. El relato del
trabajo de los niños, al que en la primera época no se ponía la menor traba, es
una de las páginas más negras de la historia del capitalismo. Es la demostración
de a qué extremos de falta de corazón puede llegar una administración
cristiana, no perturbada por consideraciones éticas y acostumbrada, sin la
menor consideración, a explotar con desenfreno a las masas. La larga jornada,
en las condiciones de insalubridad de las fábricas, llegó a elevar en tal forma
la mortalidad infantil, que, con sobrada razón, Ricardo Carlyle habló de
aquella «horrenda repetición, en mayor escala, de la matanza de inocentes en
Belén» Hasta entonces el Parlamento no había aprobado ninguna ley de protección
de la infancia en el trabajo, legislación que durante mucho tiempo ha sido
sorteada por los industriales, o simplemente vulnerada.
El
Estado prestó la mayor atención a librar a las empresas de enojosas restricciones
a su ansia, de explotación. Le proporcionó mano de obra barata. A este fin fue
dictada, por ejemplo, la singular «ley de pobres» de 1834, la cual desató tan
formidable racha de indignación que no sólo se unieron a la protesta las clases
trabajadoras inglesas, sino toda persona que conservaba un poco de corazón en
su pecho. La antigua ley de pobres que se dio en 1601, bajo el reinado de
Isabel, fue consecuencia de la supresión de los monasterios en Inglaterra.
Aquellos monasterios habían mantenido la costumbre de dedicar una tercera parte
de sus ingresos al sustento de los pobres. Pero los nobles propietarios, a
cuyas manos fueron a parar la mayor parte de los bienes monásticos, no estaban
conformes con seguir consagrando la tercera parte de los ingresos a la limosna.
Y fue entonces cuando la ley impuso a las parroquias la obligación de
preocuparse por sus pobres y de hallar alguna forma de proporcionar medios de
subsistencia a aquellos que veían su vida completamente desarraigada. Dicha ley
veía en la pobreza una desgracia personal, de la que el ser humano no es
responsable, y le reconocía el derecho de acudir a la sociedad cuando, no
siendo por culpa propia, caía en extrema necesidad y no era capaz de valerse.
Esta natural consideración daba a dicha ley un carácter social.
Pero
la nueva ley marcó la pobreza con el hierro de la infamia, considerándola como
un delito, atribuyendo la responsabilidad de la misma al individuo, por
supuesta indolencia. Esta nueva ley apareció bajo la nefasta influencia de la
doctrina de Malthus, cuyas enseñanzas misantrópicas fueron saludadas por las
clases pudientes como una revelación. Malthus, cuya conocida obra sobre el
problema demográfico fue concebida en réplica a la Justicia Política de
Godwin, anunció con torpe palabra que el pobre se abre camino hacia la sociedad
como un huésped que no ha sido invitado y que, por tanto, no tiene opción a
ningún derecho especial ni a la compasión del prójimo. Semejante punto de vista
resultó, naturalmente, agua que tomar para el molino de los barones
industriales, pues venía a darles el deseado apoyo moral en su ilimitada
ambición explotadora.
La
nueva ley arrancó de las manos de las autoridades parroquiales al pobre y lo
fue a poner bajo un cuerpo central designado por el Estado. La ayuda material
en dinero o en especie fue casi abolida y sustituida por la llamada work-house
-casa de trabajo, taller-, singular y odiada institución que en lenguaje
popular fueron llamada Bastilla de la ley de pobres. Aquel que, herido
por la fatalidad, se veía obligado a buscar asilo en dicho taller, renunciaba a
su derecho de criatura humana, pues las tales casas o talleres eran cabalmente
cárceles, donde el individuo era castigado y vejado por sus desgracias.
Prevalecía en las work-houses una disciplina de hierro, para la que toda
oposición era objeto de rigurosísimo castigo. Cada cual tenía una tarea precisa
que cumplir, y el que no fuera capaz de hacerla, era castigado sin comida. La
alimentación que se les daba era peor y menos propia que la de las cárceles de
hoy día, y el trato era tan rudo y bárbaro que a veces los muchachos preferían
suicidarse. Se separaba a las familias, y sus miembros sólo tenían permiso para
verse en momentos prefijados, y aun eso bajo la vigilancia de los funcionarios.
Se hacía todo lo posible para que la residencia en tales lugares fuera tan
insoportable que únicamente en la más extrema necesidad la gente pensara en ese
último refugio. Y éste era el verdadero objeto de la nueva ley de pobres. La
producción mecánica había arrojado al arroyo a millares de seres que perdieron
sus antiguos medios de vida -sólo en la industria textil más de 80.000
tejedores manuales se vieron convertidos en pordioseros por las modernas
instalaciones-, y lo que hizo la nueva ley en vista de ello, fue que las
empresas pudieran depreciar la mano de obra, haciendo posible el abaratar
constantemente el coste de la misma, bajando los salarios.
Bajo
tan horribles condiciones, se formó una nueva clase social que no tenía
antecedentes en la historia: el moderno proletariado. El pequeño artesano de
otros tiempos, que servía principalmente a la demanda del mercado local, gozaba
de condiciones de vida relativamente satisfactorias, que nunca se veían
alteradas, a no ser por algún rudo golpe que se recibiera del exterior. Hacía
su aprendizaje, pasaba ser oficial y con frecuencia, más adelante, llegaba a
ser también maestro en su oficio, pues la adquisición de los utensilios
necesarios para su industria no suponía poseer gran fortuna como había de
suceder luego en la era de la máquina. Su trabajo era digno de la condición
humana e incluso ofrecía esa natural variedad que estimula la actividad
creadora y asegura la satisfacción íntima del artífice.
El
mismo pequeño industrial establecido en su casa, que en los comienzos de la era
capitalista disponía de la mayor parte de su producción para los ricos señores
del comercio de las ciudades, estaba lejos de ser un proletario en el actual
sentido de la palabra. La industria, en especial la textil, tenía sus centros
en distritos rurales, de manera que el pequeño artesano contaba, en muchos
casos, con un pedacito de tierra que le ayudaba a vivir. Y mientras el naciente
capitalismo estaba ligado -antes del dominio de la máquina- al estado artesano,
de obra manual de la industria, sus posibilidades de expansión se veían, de
momento, limitadas, ya que la demanda de productos industriales era por lo
general superior al rendimiento, con lo cual el trabajador estaba a salvo de
serias crisis económicas.
Sin
embargo, todo aquello cambió en muy pocos años, así que la moderna máquina
empezó a desempeñar su papel, en condiciones de contar de antemano con la
demanda en masa y teniendo además por delante la conquista de los mercados
extranjeros. Cada nuevo invento aumentaba la capacidad de producción en una
medida de constante crecimiento y convertía al capital industrial en dueño
indiscutible de la industria capitalista, dominando el comercio y las finanzas.
Y puesto que la libre competencia, que los teorizantes sostuvieron que era una ley
económica de hierro, descartó todo proyecto de control de la producción
industrial, tenía que ocurrir que, a intervalos más o menos largos, la
producción, por diversas causas, excediese a la demanda. Esto provocó bruscas
interrupciones en la producción, llamadas crisis, y que eran desastrosas para
la población proletaria de las ciudades, pues condenaban a los trabajadores a
una inactividad forzosa que les privaba de los medios indispensables de vida.
Precisamente este fenómeno de la «sobreproducción» es revelador del verdadero
carácter del moderno capitalismo: condición en la cual, mientras fábricas y
depósitos están abarrotados de mercancías, los auténticos productores
languidecen en la más amarga miseria. Esto pone en evidencia el horror de un
sistema según el cual el hombre no es nada y la posesión inerte lo es todo.
Pero
si el creciente proletariado se veía expuesto a sufrir las consecuencias de las
fluctuaciones de semejante sistema, era porque carecía de todo, salvo del
trabajo de sus manos. Los lazos naturales que existieran entre el maestro y sus
oficiales en la época del artesanado, carecían de sentido en relación con el
proletariado moderno. Éste era sencillamente objeto de explotación por parte de
una clase con la que ya no tenía la menor relación social. Para el propietario,
el trabajador existía tan sólo como «mano de obra», no como ser humano. Bien
puede decirse que era la paja, la broza que la ingente revolución industrial de
la época había arrastrado en grandes montones sobre las ciudades, cuando ya
había perdido todo sustento. Desarraigado socialmente, el obrero había venido a
ser un componente de la gran masa de náufragos, azotados todos por la misma
suerte. El moderno proletario era el hombre de la máquina, una máquina más, de
carne y hueso, que ponía en marcha la máquina de acero, con objeto de crear
riqueza para otros, en tanto que el verdadero productor de la misma tenía que
perecer en la miseria.
Y
la convivencia con sus compañeros de desgracia, con los que habitaba en los
grandes centros fabriles en denso hacinamiento, le daba a su existencia
carácter peculiar, al mismo tiempo que despertaba en su inteligencia y en sus
sentimientos conceptos nuevos que nunca sospechara. Trasplantado a un mundo
nuevo de máquinas estrepitosas y humeantes chimeneas, se tuvo que sentir en el
momento como una simple rueda más, o como un diente de engranaje, en medio de
un poderoso mecanismo ante el cual él, como individuo, no tenía el menor
amparo. Ni siquiera se atrevió a pensar que pudiera a la corta o a la larga
evadirse de aquella condición, pues para él, típico desposeído de todo medio de
sostén, salvo el vender sus manos, todas las salidas estaban cerradas. Y no él
solo, sus descendientes estaban condenados a idéntica suerte. Privado de todo
lazo social, era personalmente menos que nada en comparación con aquel enorme
poder que le utilizaba como a ciego instrumento de sus intereses egoístas, Si
quería volver a ser algo y mejorar un tanto su parte, tendría que actuar de
acuerdo con otros de su condición y salir al paso de la fatalidad que le había
azotado. Estas reflexiones hubo de hacerse, tarde o temprano, al no resignarse
a hundirse en el abismo: así se formaron las primeras alianzas proletarias y
luego el moderno movimiento laborista en su conjunto.
No
fue el «agitador» quien conjuró a las masas desposeídas a incorporarse a la
vida, como los reaccionarios de inteligencia angosta y las rapaces empresas
osaron afirmar en aquellos momentos, afirmación que se empeñan hoy día en
mantener: fueron las mismas condiciones ambientes las que imprimieron vida al
movimiento y con éste a sus portavoces. El acuerdo entre los trabajadores era
el único medio de que disponían para salvar sus vidas y para obligar a que se
humanizasen las condiciones de su existencia. Las primeras reivindicaciones de
aquellos grupos de obreros, que pueden situarse en la primera mitad del siglo
XVIII, no pasaron pedir la abolición de los más agudos males del capitalismo y
alguna mejora de las condiciones de vida.
Desde
1350 había en Inglaterra un reglamento, según el cual el aprendizaje, los
jornales y la duración de la jornada eran regulados por el Estado. Las alianzas
de las antiguas corporaciones de artesanos, los gremios, únicamente se referían
a asuntos de producción de mercaderías y al derecho de disponer de las mismas.
Pero cuando, con el capitalismo incipiente y la extensión que tomaron las
«manufacturas», los salarios empezaron a sufrir una depresión cada vez mayor,
las primeras organizaciones obreristas -trade unions- empezaron a organizar
entre los asalariados la lucha contra semejante tendencia. Pero los esfuerzos
de los trabajadores organizados tropezaron con la unánime resistencia de las
empresas, que abrumaban al Gobierno con la demanda de que fuese abrogada la
antigua ley y que disolviera las organizaciones «ilegales» de los obreros. Y el
Parlamento no tardó en acceder a tal petición, aprobando las llamadas Combination
Acts de 1799-1800, que prohibían toda combinación organizada para recabar
el aumento de los salarios o mejorar las condiciones del trabajo, con severas
sanciones para los infractores.
De
esta manera el trabajo era entregado sin condiciones a la explotación del
capital fabril y se le ponía frente a esta alternativa: o sucumbir a la ley,
aceptando sin resistencia todas las consecuencias que la misma comportaba, o
quebrantar la ley que les condenaba a completa esclavitud. Puestos a elegir, la
decisión no ofrecía dudas para los obreros que formaban la parte más animosa,
ya que apenas tenían nada que perder por ninguno de los dos caminos. Dieron la
cara a la ley que se burlaba de la dignidad humana y se esforzaron por todos
medios posibles en sortear lo previsto en la misma. Puesto que las
organizaciones obreristas, que al principio tenían un carácter puramente local
y que se ceñían a determinadas industrias, eran despojadas de su derecho a una
vida legal, surgieron en su lugar, por todo el país, asociaciones con el nombre
de mutualidades benéficas, o grupos de finalidad no menos inocua, cuyo único
objeto era alejar la atención de las verdaderas organizaciones de lucha
proletaria.
El
íntimo núcleo de dichas asociaciones lo componían las hermandades secretas y
conspiradoras de elementos militantes, cuerpos más o menos importantes de
hombres decididos, ligados por juramento a mantener el más riguroso secreto y
mutua ayuda. En los sectores industriales del norte de Inglaterra y de Escocia,
sobre todo, había numerosas organizaciones de este tipo, las cuales mantuvieron
la lucha contra los patronos y espolearon a los trabajadores a la resistencia.
La cuestión así planteada tenía que dar por resultado una extraordinaria
violencia en las contiendas, como se desprende de considerar la mísera
situación de los obreros a consecuencia del desastroso desenvolvimiento de sus
condiciones económicas y los despiadados procesos que se abrían en cuanto se
intentaba recabar la más elemental mejora del nivel de vida del proletariado.
Cualquier trasgresión de la letra de la ley era objeto del más tremendo
castigo. Incluso después de ser reconocida legalmente la organización de las trade
unions, en 1824, los procesos no cesaron en mucho tiempo. Jueces sin
conciencia, que favorecían descarada, cínicamente, los intereses de clase de
los patronos, imponían centenares de años de prisión a los trabajadores insumisos,
y se tardó mucho en establecer unas condiciones un tanto soportables.
En
1812, las organizaciones laboristas secretas mantuvieron una huelga general de
los tejedores de Glasgow. En los años siguientes toda la Inglaterra del norte
estuvo constantemente agitada por las huelgas y el malestar que se sentía entre
los trabajadores, movimientos que culminaron en la gran huelga de hiladores y
tejedores de Lancashire en 1818, en la cual los obreros, además de las
reivindicaciones corrientes relativas a salarios, pidieron la reforma de la
legislación fabril y la ordenación humana del trabajo de las mujeres y los
niños. En el mismo año se produjo la gran huelga de los mineros escoceses,
preparada por las organizaciones secretas. De la misma manera, la mayor parte
de la industria textil escocesa se halló periódicamente paralizada por la
cesación del trabajo. A menudo las huelgas iban acompañadas de incendios,
destrucción de la propiedad y desorden público, de manera que el Gobierno tenía
con frecuencia que enviar fuerzas militares a los sectores fabriles.
Como
más adelante en otros países, el principal resentimiento de los trabajadores
ingleses era contra la implantación de la máquina, cuyo alcance social no
acababa de ser reconocido por ellos, y sobre la cual convergían todas sus
demandas, pues la máquina constituía la causa inmediata de su estado de
privación. Ya en 1769 se aprobó una ley para la protección de las máquinas;
pero más tarde, cuando la aplicación del vapor abrió el rápido aumento de la
producción mecánica y, sobre todo, en la industria textil, millares de
operarios manuales se vieron despojados de sus medios de subsistencia y
hundidos en la mayor miseria: la destrucción de las máquinas era un suceso
cotidiano. Fue aquél el período llamado Luddism. 3 En 1811, más
de doscientos telares fueron destruidos en Nottingham. En Arnold, donde las
máquinas de hacer géneros de punto arrojaron al arroyo a centenares de antiguos
calceteros, los trabajadores irrumpieron en las fábricas y destrozaron sesenta
de las nuevas máquinas, cada una de las cuales representaba un gasto de
cuarenta libras.
3 El origen de esta palabra está envuelto en sombras.
Algunos opinan que se debe a que un tejedor que tomó cartas en el asunto de
destruir máquinas se llamaba Ned Ludd, pero no se tienen pruebas históricas. Lo
cierto es que la oleada destructora tomó diversos nombres, ya que en unas
regiones se llamaba «Jack Swing» y en otras «Great Enoch», y el sentido popular
de tales denominaciones era idéntico siempre.
¡Y a qué
venían las leyes, si las necesidades de la población proletaria iban en
aumento, en tanto que ni las empresas, ni el Gobierno, mostraban la menor
comprensión ni la menor simpatía por la situación en que aquellos seres se
hallaban! El llamado King Ludd -rey Ludd- hizo su entrada regia en los
círculos industriales de todas partes, y ni las más rudas leyes fueron capaces
de contener su obra de destrucción: «¡Párele
quien se atreva! ¡Párele quien pueda!», tal era la consigna
que se impuso en las sociedades obreras secretas. La destrucción de las
máquinas terminó cuando entre los mismos obreros empezó a haber una nueva
manera de ver las cosas, convencidos de que no podían detener el progreso
técnico por tales procedimientos.
En
1812, el Parlamento votó una ley que imponía la pena de muerte por el delito de
destrucción de máquinas. Fue en esta ocasión cuando Lord Byron pronunció su
célebre filípica contra el Gobierno, preguntando irónicamente que si la nueva
ley iba a ponerse en práctica, la Cámara no dispondría también que el Jurado
estuviera siempre compuesto por doce verdugos.4
4 Lord Byron sintió una profunda simpatía por los ludditas,
como lo demuestra la primera estrofa de uno de sus poemas, que dice: As
Liberty, lads over the sea. Bougth their freedom, and cheaply,
with blood, so we, boys, we will die fighting, or live free, and down with all
kings but King Ludd! (Así
como la libertad, jóvenes, salvando los mares, compró su remisión, y a buen
precio, aunque con sangre, así nosotros, muchachos, moriremos luchando, o viviremos
libres. ¡Y abajo todos los reyes, a excepción del
rey Ludd!)
Los
funcionarios pusieron precio -cuarenta mil libras- a las cabezas de los
dirigentes del movimiento subterráneo. En enero de 1813, dieciocho obreros,
convictos de haber intervenido en el luddismo, fueron ahorcados en York, y las
deportaciones de obreros organizados a las colonias penales de Australia,
aumentaron en un grado espantoso. Pero, aun así, el movimiento no hacía más que
tomar fuerza sobre todo cuando se produjo la gran crisis de los negocios,
después de las guerras napoleónicas, y los soldados y marineros licenciados
pasaron a engrosar las filas de los sin trabajo. La situación se puso más
tirante a causa de algunas cosechas mediocres y por las singulares leyes del
trigo de 1815, en virtud de las cuales el precio del trigo aumentó
artificialmente.
Pero
aunque esta fase previa del moderno movimiento laborista fuese en gran parte
violenta, no fue aún revolucionaria en el verdadero sentido de la palabra. Para
ello le faltaba la debida comprensión de las causas verdaderas de los procesos
económico y social, que sólo el socialismo podía darle. Sus procedimientos de
violencia fueron sencillamente resultado de la brutal violencia que se aplicaba
a los trabajadores. Pero los esfuerzos del joven movimiento no se dirigían
contra el sistema capitalista como tal, sino tan sólo a la abolición de sus más
perniciosas excrecencias y a la implantación de un tipo de vida humano y
decoroso para el proletariado. «Un buen jornal por una buena jornada de labor»,
tal era el lema de aquellas primeras unions. Y como quiera que los patronos
respondieron a tan modesta y absolutamente justa demanda de los trabajadores
con la mayor brutalidad, estos últimos no tuvieron más remedio que recurrir a
cualesquiera métodos a su alcance, dadas las condiciones de su existencia.
La
gran significación histórica del movimiento no radica en sus objetivos
precisos, sino en el hecho de su propia aparición. El movimiento
«tradeunionista» volvió a dar una base a las masas desheredadas, a las que el
apremio de las circunstancias económicas había arrastrado a los grandes núcleos
fabriles. Les renovó su sentido social. La lucha de clases contra los
explotadores, despertó la solidaridad de los obreros y dio una nueva
significación a sus vidas. Infundió un aliento de nueva esperanza a las
víctimas de una economía de explotación sin freno, y les mostró un camino que
ofrecía la posibilidad de salvaguardar su existencia y defender su vejada
dignidad humana. Robusteció la confianza del obrero en sí mismo y le devolvió
la fe en el mañana. Adiestró a los trabajadores en la autodisciplina y en la
resistencia organizada, despertando y desarrollando en ellos la conciencia de
su fuerza y su importancia como factor social en la vida de la época. Éste fue
el gran beneficio de aquel movimiento nacido de las necesidades debidas a la
situación y que únicamente puede desestimar quien sea ciego para los problemas
sociales y carezca de simpatía por los sufrimientos del prójimo.
Cuando,
por fin, en 1824, las leyes contra las agrupaciones de obreros eran rechazadas;
cuando el Gobierno y un sector de la clase media capaz de reflexionar se
convencieron de que ni la más ruda de las persecuciones, de que ni el más
despiadado de los procesos podría acabar con aquella corriente, la organización
de las trade unions se extendió por todo el país en un grado jamás
sospechado. Los primeros grupos locales se combinaron en más amplias uniones,
dando al movimiento una positiva importancia. Ni las rachas reaccionarias del
Gobierno podían ya controlar aquel desarrollo. Lo único que hicieron fue
aumentar el número de víctimas entre los afiliados, pero en manera alguna
pudieron ya hacer retroceder aquel movimiento.
La
nueva oleada que surge del radicalismo político en Inglaterra, después de las
largas guerras francesas, tuvo naturalmente una gran influencia también entre
la clase obrera de Inglaterra. Hombres como Burdett, Henry Hunt, el mayor
Cartwrighy y, sobre todo, Guillermo Cobbett, cuyo periódico Political
Register alcanzó un tiraje de setenta mil ejemplares después de reducido el
precio a dos peniques, eran las cabezas intelectuales del nuevo movimiento
reformador. Dicho órgano dirigió principalmente sus ataques a las leyes sobre
el trigo, las Combination Acts de 1799-1800 y, sobre todo, contra el
corrompido sistema electoral, bajo el cual incluso una vasta porción de la
clase media estaba excluida del sufragio. Grandes mítines que tenían efecto en
todas las zonas del país y especialmente en los distritos industriales del Norte,
pusieron en movimiento a la multitud. Pero el Gobierno reaccionario de
Castlereagh se oponía a toda reforma, y decidió desde el primer momento cortar
el movimiento por la fuerza, de una manera definitiva. En 1819, sesenta mil
personas se reunieron en el Petersfield de Manchester para formular una demanda
en masa al Gobierno, y la manifestación fue dispersada por la tropa, resultando
cuatrocientas víctimas entre muertos y heridos.
A
la tormentosa agitación del país contra los instigadores de la matanza de
Peterfield, el Gobierno replicó con las seis singulares leyes-mordaza, en
virtud de las cuales quedaban virtualmente suspendidos el derecho de reunión y
la libertad de prensa, y los reformadores expuestos a las más despiadadas
persecuciones de los tribunales.
Con
motivo de la llamada «conspiración de la calle Catón», asunto en el que Arturo
Thistlewood y sus confabulados habían proyectado el asesinato de los ministros,
el Gobierno aprovechó la ocasión deseada para proceder con rigor draconiano
contra el movimiento reformador. El primero de mayo de 1820 Thistlewood y
cuatro de sus camaradas pagaron su tentativa en la horca; quedó por dos años
suspendida el acta del habeas corpus, e Inglaterra se entregó a un
régimen reaccionario, que no respetó ninguno de los derechos de ciudadanía.
Aquello
paralizó por algún tiempo el movimiento. Luego, la Revolución francesa de julio
de 1830 produjo una reanimación del movimiento de reforma británico, y esta vez
tomó un carácter distinto. Otra vez se inflamó la lucha por la modificación
parlamentaria. Pero una vez la burguesía vio la mayor parte de sus demandas
satisfechas por el Reform Bill de 1832, victoria que debían
exclusivamente al enérgico apoyo de los obreros, se opusieron a todo intento de
reforma hacia el sufragio universal y apartaron a los obreros dejándoles con
las manos vacías. Es más, el nuevo Parlamento votó una serie de leyes
reaccionarias, en virtud de las cuales el derecho de los trabajadores a
organizarse volvía a verse seriamente amenazado. Ejemplos salientes de tal
legislación son la ley de pobres de 1834, a la que ya he hecho referencia. Los
obreros tuvieron, naturalmente, la sensación de que habían sido vendidos y
traicionados, y esta sensación que tuvo la clase obrera la llevó a romper
completamente con la clase media.
El
nuevo movimiento de reforma tuvo en adelante enérgica expresión en el
floreciente Chartism, al que es cierto qué una gran parte de la pequeña
burguesía prestó su apoyo, pero en el que el elemento proletario de todo el
país tuvo una parte sumamente enérgica. El cartismo, por supuesto, inscribió en
su enseña los seis puntos del charter, que tenía por objeto una reforma
parlamentaria radical pero al mismo tiempo había incluido todas las
reivindicaciones de los trabajadores y trataba, por todos los medios posibles
de ataque, de convertirlas en realidad. Así, J. R. Stephens, uno de los jefes
cartistas más influyentes, declaró ante una gran multitud, en Manchester, que
el cartismo no era una cuestión política que pudiera quedar solventada con la
concesión del sufragio universal, sino que debía, por lo contrario, ser
considerado como un problema de «pan y manteca», pues la Carta significaba
buena vivienda, comida abundante, asociaciones humanas, y una moderada jornada
de trabajo. Por esta razón, la propaganda en favor del proyecto de las diez
horas jugó tan importante papel en el movimiento.
Con
el movimiento cartista, Inglaterra entraba en un período revolucionario, y
vastos círculos de la clase trabajadora y también de la burguesa estaban convencidos
de que se acercaba una guerra civil. Las grandes manifestaciones que tenían
lugar en todas las regiones del país daban testimonio de lo deprisa que el
movimiento se extendía, y las numerosas huelgas que se declaraban y la continua
intranquilidad que reinaba entre los trabajadores teñían la situación de tonos
alarmantes. Los patronos, asustados, organizaron varias «ligas armadas» para la
protección de las vidas y la propiedad en los núcleos industriales. Y esto dio
por resultado que los obreros comenzaran también a armarse. Se adoptó una
resolución en la Convención cartista, reunida en Londres en marzo de 1839, que
fue luego trasladada a Birmingham, por la cual quince de los mejores oradores
fueron enviados por todo el país a que pusieran al pueblo al corriente de las
finalidades del movimiento y a recoger firmas para la demanda cartista.
Aquellos mítines se vieron concurridos por centenares de miles de personas, y
revelaron cómo respondía la masa popular al movimiento.
El
cartismo contaba con buen número de portavoces inteligentes y llenos de
espíritu de sacrificio, tales como Guillermo Lowell, Feargus O'Connor,
Branterre O'Brien, J. R. Stephens, Enrique Hetherington, Jaime Watson, Enrique
Vincent, Juan Taylor, A. H. Beaumont y Ernesto Jones, por no citar más que
algunos de los más conocidos. Dirigía, además, una prensa bastante difundida,
periódicos entre los cuales algunos como The Poor Man's Guardian -El
Guardián del Pobre- y el Northern Star -Estrella del Norte- ejercían
gran influencia en la opinión. El cartismo no era, en verdad, un movimiento con
finalidades concretas, sino más bien un recipiente del descontento social de la
hora, pero provocó una sacudida, especialmente en la clase obrera, a la cual
preparaba para metas sociales de gran alcance. También el socialismo recibió un
enérgico impulso en la época cartista, y las ideas de Guillermo Thompson, Juan
Gray y, en especial, de Roberto Owen empezaron a difundirse ampliamente.
En
Francia, en Bélgica y la zona del Rin, donde el capitalismo industrial se
estableció antes que en ninguna otra región del Continente, fue acompañado de
los mismos fenómenos y condujo, por la fuerza de las circunstancias, a los
estadios iniciales del movimiento obrerista. Este movimiento se manifestó en
todos los países, en sus comienzos, de la misma manera primitiva, y poco a poco
fue cediendo a una mayor comprensión, hasta que, por fin, penetrado de ideas
socialistas, tuvo conceptos más fecundos, que le abrieron nuevas perspectivas
sociales. La alianza del movimiento laborista con el socialismo tenía una
importancia decisiva para ambos. Pero las ideas políticas que influían ya en
tal escuela socialista, ya en otra, determinaron el carácter del movimiento en
cada circunstancia y también su visión hacia el futuro.
En
tanto que algunas escuelas del socialismo se mostraban poco inclinadas a acoger
el joven movimiento obrerista, otras reconocieron enseguida la importancia del
mismo, como preliminar de la realización del socialismo. Comprendieron que debían
considerar misión suya el tomar parte activa en las luchas diarias de los
trabajadores, para que las agitadas masas se percataran de la relación directa
que había entre sus peticiones inmediatas y los objetivos socialistas. El
proyectarse dichas luchas fuera de las necesidades del momento, da una visión
perfecta de la profunda importancia que tiene la liberación del proletariado
para la total supresión de los salarios de esclavitud. Aunque nacido de las
perentorias necesidades momentáneas, el movimiento comportaba el germen de algo
por venir, y eso era lo que había de ofrecer nuevas metas a la vida. Todo lo
nuevo surge de la realidad vital del ser. Los mundos nuevos no se engendran en
el vacío de las ideas abstractas, sino en la brega por el pan de cada día, en
esa lucha incesante y dura que las necesidades y preocupaciones de la hora
imponen, velando simplemente por los requerimientos indispensables de la vida.
En la constante pelea contra los ya existentes, la nueva lucha va tomando forma
y cobra virulencia. El que no acierte a justipreciar las realizaciones del
presente, no está capacitado para conquistar un porvenir mejor para sí y para
sus semejantes.
En
sus cotidianas batallas contra los patronos y sus aliados, los trabajadores
adquieren gradualmente un más profundo sentido de la lucha. Al comienzo, se
proponen tan sólo una mejora en las condiciones de vida de los productores,
dentro del orden social vigente; pero, poco a poco, descubren la raíz desnuda
del mal: el monopolio económico y sus secuelas políticas y sociales. Para que
así lo vaya comprendiendo el obrero, la lucha cotidiana tiene mayor claridad
que las más bellas disertaciones teóricas. Nada puede grabarse en la
imaginación y el alma del trabajador tan profundamente como esta pesada lucha por
el pan cotidiano, nada le abre la inteligencia para comprender las enseñanzas
socialistas como el constante forcejeo por las necesidades de la vida.
Y
como en los tiempos de la dominación feudalista los vasallos del campo, los
labriegos, con sus frecuentes levantamientos -que al principio no tenían más
finalidad que arrancar a los señores feudales ciertas concesiones que
significaban alguna mejora en su terrible tipo de vida-, preparaban la Gran
Revolución, gracias a la cual se llevó prácticamente a cabo la abolición de los
privilegios de feudo; así también las innumerables guerras del trabajo, dentro
de la sociedad capitalista, constituyen, pudiera decirse, la preparación para
la gran revolución social del futuro, que hará del socialismo una realidad viva.
Sin las continuas rebeliones de los campesinos -Taine informa que de 1781 a la
toma de la Bastilla se produjeron cerca de quinientas rebeliones agrarias en
casi todo el territorio de Francia- la idea de lo pernicioso que es el régimen
de servidumbre, el feudalismo, jamás hubiera penetrado en la cabeza de la masa.
Esto
es lo que ocurre, precisamente, en las luchas económicas y sociales de la clase
trabajadora moderna. Sería un completo error juzgarlas solamente en el terreno
de su origen material o de sus inmediatas consecuencias prácticas, y pasar por
alto su significación psicológica. A no ser por los conflictos diarios entre el
trabajo y el capital, no llegarían las doctrinas socialistas, alumbradas en la
mente de ciertos pensadores aislados, a convertirse en algo vivo en cuerpo y
sangre; no llegarían a cobrar ese carácter peculiar que hace de ellas un
movimiento de masas, encarnación de un nuevo ideal de cultura para el mañana.
LOS PRECURSORES DEL SINDICALISMO.
Roberto Owen y el movimiento laborista inglés. - La gran
Trade Union Nacional Consolidada. - Guillermo Benbow y la idea de la huelga
general. Período de reacción. - Evolución de las organizaciones obreristas en
Francia. - La Asociación Internacional de Trabajadores. - Nuevo concepto del
sindicalismo. - La idea de los Consejos obreros. - Consejos obreros contra
dictadura. - Bakunin en la organización económica de los trabajadores. -
Adopción de la política parlamentaria por Marx y Engels, y fin de la
Internacional.
La
penetración de las ideas socialistas en el movimiento laborista condujo a
tendencias que tienen inequívoca relación con el sindicalismo revolucionario de
hoy. Estas tendencias comenzaron a desenvolverse en Inglaterra, cuna de la gran
industria capitalista moderna, y durante algún tiempo influyeron poderosamente
en los sectores más avanzados de la clase trabajadora inglesa. Después del
repudio de las Combination Acts, el esfuerzo de los obreros se encaminó,
principalmente, a dar mayor amplitud a las organizaciones de tipo sindical, o trade
unions, pues las enseñanzas prácticas habían demostrado que las
organizaciones meramente locales no podían rendir el apoyo deseado en las
luchas sostenidas por el pan cotidiano. Todavía estos esfuerzos no se fundaban,
al principio, en conceptos sociales muy profundos. Los trabajadores, salvo por
lo que hace a la influencia ejercida sobre ellos por el movimiento reformista
político de la época, carecían de miras ajenas al mejoramiento inmediato de su
situación económica. Hasta comienzos de 1830 no se hicieron patentes en el
movimiento laborista inglés, las influencias de las ideas socialistas, y la
aparición de las mismas se debió, principalmente, a la agitadora propaganda de
Roberto Owen y sus prosélitos.
Pocos
años antes de reunirse el llamado Parlamento Reformista, se fundó la Unión
Nacional de las Clases Trabajadoras, cuyos componentes más importantes eran
los obreros de las industrias textiles. Aquella unión resumió sus demandas en
los siguientes puntos: 1º A cada obrero, el valor íntegro de su
trabajo; 2º Protección de los trabajadores contra
los patronos, por todos los medios adecuados, medios que se desprenderán
automáticamente de las circunstancias y las condiciones corrientes de la vida;
3º Reforma del Parlamento y sufragio
universal para todos, hombres y mujeres; 4º Cultura
de los obreros sobre los problemas económicos.
Resalta
en estas demandas la influencia del movimiento político reformista que, por
entonces, tuvo a todo el país bajo su sugestión pero, a la vez, se advierten
expresiones tomadas de Roberto Owen.
El
año 1832 se produjo el proyecto de ley de Reforma, que desvaneció las ilusiones
de la clase trabajadora. Cuando el proyecto pasó a ser ley se vio que, en
realidad, la clase media había ganado una gran victoria sobre la aristocracia
terrateniente, pero los obreros comprobaron que, una vez más, se les había
traicionado y que la burguesía se había valido de ellos para que le «sacaran
las castañas del fuego» El resultado fue una general desilusión y la
convicción, que se extendió rápidamente, de que la clase trabajadora no podía
contar con la alianza de la burguesía. Si antes la lucha de clases había sido
una actualidad surgida espontáneamente de los conflictos provocados por el
forcejeo de los intereses económicos de las clases ricas y las desposeídas, a
partir de aquel momento se convirtió en algo consciente, por parte de los
obreros, y ello dio un rumbo determinado a la actuación de éstos. El cambio
operado en la mentalidad de los trabajadores aparece claramente revelado en
numerosas citas que pudieran hacerse de la prensa de aquellos años. Los
trabajadores empezaron a comprender que su fuerza positiva radicaba en el hecho
de que ellos eran los productores, y cuanto más claramente veían su fracaso
político, tanto más arraigaba en ellos la convicción de su importancia como
factor de la economía social.
En
este sentido robusteció grandemente tal seguridad la propaganda de Roberto
Owen, quien ganaba por momentos una recia influencia entre las filas del
laborismo organizado. Owen se percataba de que el rápido crecimiento de las
organizaciones laboristas en forma sindical suministraba una firme base a sus
esfuerzos por alterar fundamentalmente el orden de la economía capitalista, y
esto le llenaba de la mayor esperanza. Mostró a los trabajadores que el
conflicto entre el capital y el trabajo, tal como estaba planteado, no se
resolvería nunca por medio de los combates ordinarios en torno a los jornales,
por más que, en realidad, no ocultó la gran importancia de esa lucha a los
obreros. Por otra parte, se esforzó en persuadir a los trabajadores de que nada
podían esperar de los cuerpos legislativos, y que, por consiguiente, no tenían
más remedio que tomar sus asuntos por su cuenta. Estas ideas tuvieron eco en
los sectores más avanzados de la clase trabajadora de Inglaterra,
manifestándose así, en primer lugar, de manera muy decidida, en el ramo de la
construcción. En efecto, la Builder's Union, en la que se concentraban
un considerable número de sindicatos locales de dicho ramo, fue por entonces una
de las organizaciones laboristas más avanzadas y activas, verdadera espina
clavada en la carne de las empresas.
En
el año 1831, Owen presentó sus planes para la reconstrucción de la sociedad,
ante una reunión de delegados de dicha Unión, en Manchester. Era un proyecto
equivalente a un socialismo gremial, según el cual debían establecerse
cooperativas de producción bajo el control de las trade unions o
sindicatos. Fueron adoptadas dichas proposiciones; mas poco después, la Unión
de la Construcción se vio envuelta en una serie de conflictos, cuyo lamentable
resultado fue que se viera seriamente amenazada la misma existencia de la
organización, lo cual malogró todos los esfuerzos que se habían hecho siguiendo
la orientación de Owen.
No
se desalentó éste viendo lo que sucedía, antes bien, redobló el celo con que
actuaba. En 1833 convocó en Londres una conferencia de trade unions y organizaciones
cooperativistas, en la cual expuso con agotadora insistencia su plan de
reconstrucción social, que debía ser llevado a efecto por los mismos
trabajadores. Los informes de los delegados que asistieron a dicho acto revelan
claramente la influencia que tales ideas volvieron a ejercer y cuán vivo
espíritu creador animaba en aquellos tiempos a los círculos avanzados del proletariado
británico. El periódico The Poor Man's Guardian resumía muy
acertadamente su información sobre la conferencia de Londres en las siguientes
palabras:
«Pero
muy distinto de los objetivos mezquinos de todas las anteriores combinaciones,
es el que anima ahora al congreso de delegados. Sus informes demuestran que la
clase obrera aspira a un cambio social completo -cambio que supone la
subversión total del orden vigente en el mundo-. Aspiran a hallarse en la cima
y no en el fondo de la sociedad: o mejor, que no exista arriba ni abajo»
El
resultado inmediato de dicha conferencia fue la fundación de la Grand
National Consolidated Trade Union of Great Britain and Ireland -Gran Unión
Industrial Consolidada de la Gran Bretaña e Irlanda-, a comienzos de 1834. Eran
tiempos de agitación. Todo el país estaba trastornado por innumerables huelgas
y lock-outs y el número de obreros afiliados a las organizaciones subió
rápidamente a 800.000. La fundación de la GNC se produjo por la suma de
esfuerzos encaminados a reunir las organizaciones diseminadas en una gran
federación que tendría que dar una gran fuerza efectiva a las actuaciones
obreras. Pero lo que distinguió esta alianza de todo lo que se había hecho por
esfuerzos anteriores, era que la nueva organización no tenía por objetivo el
tradeunionismo en sí mismo, ni la colaboración del proletariado con los
políticos reformistas. La GNC fue concebida como organización de lucha para dar
la mayor ayuda posible a los trabajadores en su pelea cotidiana por la mejora
necesaria de sus condiciones de vida y trabajo, pero al mismo tiempo se había
señalado por meta el derrumbamiento de la economía capitalista en su conjunto,
a fin de sustituirla por la cooperación del trabajo entre los productores, con
exclusión de todo lo que fueran beneficios individuales, mas con la seguridad
de la satisfacción de las necesidades de todos. La GNC era la estructura dentro
de la cual hallarían expresión tales aspiraciones y serían convertidas en
realidad.
Los
organizadores querían agrupar en estas federaciones a todos los asalariados del
taller y del campo y agruparles de acuerdo con las diversas ramas de la
producción. Cada industria constituiría una división especial que entendería en
las condiciones peculiares de su actividad productiva y en las consiguientes
funciones administrativas. Allí donde esto fuera posible, los trabajadores de
las diversas ramas de la producción tenían que proceder al establecimiento de
instalaciones cooperativas que se pondrían sus productos en el mercado de
consumo al coste real, incluyendo los gastos de administración. La organización
universal se encargaría de ligar las industrias separadas en todos los
organismos y de regular sus intereses mutuos. El cambio de productos de las
fábricas cooperativas se efectuaría en los llamados bazares laboristas y por
medio de una moneda especial de puro cambio y de bonos de trabajo. Por medio de
una rápida extensión confiaban desplazar la competencia capitalista y por
consiguiente proceder a una reorganización completa de la sociedad.
Al
mismo tiempo, esas empresas cooperativas de la agricultura y de la industria
facilitarían la lucha de cada día sostenida por los obreros en el mundo del
capital. Así aparece especialmente en tres de los siete puntos en los que la
GNC cifraba sus demandas:
«Como
quiera que la tierra es la fuente de lo primordial para la vida, y siendo así
que sin poseerla, las clases productoras seguirán siendo siempre, en mayor o
menor grado, subsidiarias de los capitalistas que detentan la moneda, y por lo
mismo estarán a merced de las fluctuaciones del cambio y del comercio, este
comité advierte que las uniones habrán de hacer un gran esfuerzo para
asegurarse aquellas porciones de tierra arrendada, según las posibilidades de
sus fondos, de manera que en toda eventualidad, los trabajadores puedan
procurarse la mayor parte, si no la totalidad, de su sustento, bajo la
dirección de superintendentes agrarios de experiencia, producción que no podría
utilizarse para disminuir el coste de la mano de obra en todos los ramos, sino
que, al contrario, tendería a subirlos, descartando la superflua distribución
actual de las manufacturas»
Sin
embargo, el comité desea recomendar encarecidamente, en todos los casos de
huelgas y de paros que, allí donde sea factible, los hombres se empleen en la
manufactura o producción de todas aquellas mercancías que puedan ser demandadas
por otros hermanos unionistas, y que para dicho fin todos los locales de la
organización deben tener un cuarto de trabajo o taller, donde esas mercancías
puedan fabricarse por cuenta de cada local, que establecerá los acuerdos
adecuados para proveerse del material necesario»
Y,
en todos los casos en que sea factible, cada distrito o ramo establecerá uno o
dos depósitos de provisiones y géneros de uso doméstico; por este procedimiento
los trabajadores podrán proveerse de las mejores mercancías a precios un poco
más caros que al por mayor»
La
GNC, por consiguiente, fue concebida por sus fundadores como una alianza de
sindicatos y cooperativas. Por su participación práctica en los asuntos
cooperativos el obrero se capacitaría para la administración de la industria y,
por tanto, se iría poniendo en condiciones de controlar cada día más amplias
zonas de la producción social, hasta que, por fin, toda la economía social sería
dirigida por sus mismos productores y se pondría término a toda explotación.
Estas ideas fueron expuestas con sorprendente diafanidad en los mítines de
trabajadores y de manera especial en la prensa obrerista. Por ejemplo, hojeando
la publicación The Pioneer, órgano de la GNC, administrada por Jaime
Morrison, se hallan con frecuencia argumentos que suenan completamente a cosa
actual. Así se advierte, sobre todo, en la polémica con los reformistas
políticos que habían inscrito en su enseña la reconstitución democrática de la
Cámara de Comunes. Se les contestaba que a los trabajadores les tenían
completamente sin cuidado los esfuerzos que se hicieran en ese sentido, puesto
que la transformación social en forma socialista convertiría el Parlamento en
cosa superflua. En su lugar funcionarían los cuadros o consejos obreros y las
federaciones industriales, los cuales no tendrían que preocuparse más que de
los problemas de la producción y el consumo en interés de todo el pueblo. Tales
organizaciones estaban llamadas a hacer suyas las funciones que desempeñaban a
la sazón las empresas privadas; la propiedad en común de toda la riqueza social
haría que fuera completamente inútil toda institución política. La riqueza de
la nación no estaría determinada nunca más por la cantidad de mercancías
producidas sino por el bien personal que cada ciudadano recibiera naturalmente
en el nuevo orden. En lo porvenir, la Cámara de Comunes sería la House of
Trades: Cámara de Sindicatos o Cámara de Productores.
La
GNC tuvo una extraordinaria acogida entre los obreros. En pocos meses abarcaba
a más de medio millón de miembros, y aunque al principio sus verdaderos móviles
sólo eran comprendidos por los elementos intelectualmente más activos de la
clase trabajadora, al menos la gran masa reconocía que una organización de
tales proporciones pesaría mucho más en favor de sus reivindicaciones que los
grupos locales. La agitación en favor de la jornada de diez horas tuvo un apoyo
firme en todos los sectores de la clase trabajadora inglesa, y la GNC reforzó
la demanda con toda energía. En este movimiento tomaron parte muy principal el
propio Owen y sus íntimos amigos Doherty, Fielden y Grant. No obstante, los
militantes de la GNC tenían poca confianza en la legislación, y se dedicaron a
inculcar en los obreros la idea de que las diez horas de jornada laborable sólo
se alcanzarían por la acción económica conjunta de la totalidad del cuerpo
proletario. «Los adultos, en las fábricas, tienen que unirse para establecer
por sí mismos su Proyecto de jornada corta» Tal fue la consigna.
La
idea de la huelga general contó en aquellos días con la simpatía indivisa de
los trabajadores organizados. A comienzos de 1832, Guillermo Benbow, uno de los
campeones más activos del movimiento, publicó un folleto titulado Grand
National Holiday and Congress of the Productive Classes -Gran fiesta
nacional y congreso de las clases productoras-, que tuvo una enorme circulación
y en el que se trataba por primera vez y con plena amplitud la idea de la
huelga general y de su importancia para la clase trabajadora. Benbow decía a
los obreros que si la venta de su potencia de trabajo era la causa de su
esclavitud, en tal caso el medio adecuado para libertarse era la negativa a
trabajar. Un instrumento semejante de guerra social ahorraba todo empleo de
fuerza física y podía dar resultados incomparablemente mayores que el mejor de
los ejércitos. Lo que se necesitaba, simplemente, para provocar el
derrocamiento del sistema de la injusticia organizada, era que los trabajadores
se percataran de la importancia de tan poderosa arma y aprendiesen a usarla con
inteligencia. Benbow se anticipaba a dar ya algunas sugerencias para llegar a
la huelga general en todo el país, proponiendo la composición de comités
locales, de suerte que la conflagración se produjera a base de una fuerza
elemental prevista, y estas ideas fueron recogidas con entusiasmo por los
trabajadores.
El
rápido crecimiento de la GNC y más aún el espíritu que de la misma emanaba,
llenó a los patronos de oculto temor y de ciego odio contra la nueva estructura
proletaria. Comprendían que les era indispensable tratar de sofocar el
movimiento en el acto, sin darle tiempo a que se extendiera más y a que
construyese y afirmase sus grupos locales. Toda la prensa burguesa denunciaba
los «fines criminales» de la GNC y proclamaba unánimemente que arrastraba al
país a la catástrofe. Los propietarios de las fábricas de todos los ramos de la
industria asediaron al Parlamento con peticiones para que se tomaran con
urgencia medidas contra las «combinaciones ilegales», y en particular contra la
colaboración de los trabajadores de distintas categorías de producción en los
conflictos industriales. Muchos patronos plantearon al personal su llamado
«documento», en el que se colocaba al jornalero en la alternativa de abandonar
el sindicato o quedar la calle por cierre voluntario, o sea lock-out.
Cierto
que el Parlamento no se atrevió a resucitar las Combinations Acts, pero
el Gobierno alentó a los magistrados para que los tribunales trataran los
«excesos» de los obreros con la mayor severidad, dentro del límite de las leyes
vigentes. Y lo hicieron así sin miramiento, valiéndose en muchos casos del
hecho de que muchos sindicatos conservaban de los días de su actividad
clandestina, antes de ser rechazada la legislación propuesta en las Combinations
Acts, la fórmula del juramento y de otras ceremonias, cosa que consideraban
contraria a la letra de la ley. Centenares de trabajadores fueron sentenciados
a castigos horrorosos por las causas más triviales. Entre las sentencias
terroristas que se dictaban, la que recayó sobre seis trabajadores del campo,
en Dorchester, levantó una enconada indignación. Por influencia de la GNC, los
campesinos de Tolpuddle, pueblecillo vecino de Dorchester, habían constituido
un sindicato y pedían aumento de jornal, de siete a ocho chelines semanales.
Poco después, seis trabajadores del campo fueron detenidos y se les condenó a
la pena tremenda de extradición a las colonias penales de Australia por siete
años. Su delito era pertenecer a un sindicato.
Así
fue como la CNG se vio envuelta, desde el principio, en una larga serie de
importantes batallas por los salarios, siendo además procesada constantemente y
con encono, de manera que apenas le quedaba tiempo para prestar la atención debida
a la educación de las masas. Acaso no estaba maduro el tiempo para esa obra.
Muchos de sus miembros volvieron al cartismo, que recobraba vida y que aceptaba
muchas de sus peticiones inmediatas. Al mismo tiempo que no abandonaban otros
aspectos de la lucha, mantuvieron la propaganda en favor de la huelga general,
campaña que culminó, en 1842, en un gran movimiento que paralizó todas las
industrias de Lancashire, Yorkshire, Staffordshire, las Potteries, Gales y las
zonas carboníferas de Escocia. Pero la significación genuina del movimiento se
había evaporado, y Owen tuvo razón al acusar al cartismo de que concedía
demasiada importancia a la reforma política y de que mostraba escasa
comprensión de las grandes cuestiones económicas. Las desdichadas revoluciones
de 1848-1849 en el Continente contribuyeron también al descrédito del
movimiento cartista, y el movimiento tradeunionista puro volvió a dominar, por
varios años, en el campo del movimiento obrerista inglés.
También
en Francia la alianza del socialismo con el movimiento obrerista condujo a
rápidas tentativas proletarias para derribar el orden económico capitalista y
preparar el camino a un nuevo desenvolvimiento social. El antagonismo existente
entre las clases trabajadoras y la burguesía, que acababa de cobrar dominio, se
manifestó asimismo con claridad durante las tormentas de la gran Revolución.
Antes de la Revolución los trabajadores se habían unido en los llamados Compagnonnages,
cuyo origen puede buscarse en el siglo XV. Eran asociaciones de oficiales y
artífices que conservaban ceremonias peculiares desde la Edad Media, cuyos
miembros estaban comprometidos a darse mutua asistencia y que se afanaban en
los asuntos que motivaban su agrupamiento, pero que asimismo procedían a
plantear huelgas y boicots en defensa de sus intereses económicos perentorios.
Con la supresión de los gremios y el desarrollo de la industria moderna, dichas
corporaciones perdieron gradualmente su importancia y dieron paso a nuevas
formas de organización proletaria.
En
virtud de la ley de 21 de agosto de 1790, a todos los ciudadanos se les
reconoció el derecho de libre asociación, dentro de lo consentido por las leyes
en vigor, y los trabajadores no desaprovecharon esta autorización y se
organizaron en uniones sindicales para salvaguardar sus intereses contra los
designios de los patronos. Siguió una serie de huelgas locales, especialmente
en el ramo de la construcción, y ello causó a los patronos considerables
preocupaciones, pues veían que la organización obrera iba en auge, contando ya
80.000 miembros sólo en París.
Los
patronos elevaron una Memoria al Gobierno denunciando las asociaciones obreras
y pidiendo la protección del Estado contra aquella «nueva tiranía» que
pretendían era una intromisión en el derecho de libre contratación entre
patrono y empleado. El Gobierno respondió con agrado a tal demanda y prohibió
todas las agrupaciones que tuvieran por finalidad modificar las condiciones
corrientes del trabajo, alegando, por todo pretexto, que no podía consentir la
existencia de un Estado dentro del Estado. Semejante prohibición estuvo en
vigor hasta 1864. Pero también en esto se demostró que son más fuertes las
circunstancias que la ley. Lo mismo que los obreros ingleses, los de Francia
recurrieron a la formación de asociaciones secretas, ya que la ley les negaba
el derecho de plantear sus reclamaciones abiertamente.
Las
llamadas mutualités, inofensivas sociedades mutuas de beneficencia,
servían con frecuencia a este objeto de máscara, tendiendo el velo de la
legalidad sobre las organizaciones de resistencia denominadas sociétés de
résistence, las cuales tuvieron, es cierto, que sufrir con frecuencia ruda
persecución y hacer muchos sacrificios, pero ninguna ley fue capaz de
aplastarlas y vencer su tenacidad. Bajo el reinado de Luis Felipe, se
robusteció aún más la legislación contra las agrupaciones obreras, mas ni así
se pudo evitar el rápido crecimiento de las sociedades de resistencia, ni el
desarrollo de una serie de grandes movimientos huelguísticos, provocados por su
actuación subterránea. Uno de los episodios de aquella lucha fue la huelga de
tejedores de Lyon de 1831, que constituyó un acontecimiento de importancia
europea. La cruda necesidad obligó a aquellos trabajadores a oponer una
resistencia desesperada a la rapacidad de los patronos, y a causa de la
intervención de la fuerza armada el conflicto degeneró en una franca rebelión,
en la que los obreros llevaban su bandera con este lema: «¡Vivir
trabajando o morir combatiendo!»
Ya
en el año 1830, muchas de aquellas asociaciones obreras se habían puesto al
corriente de las ideas socialistas, y después de la revolución de febrero de
1848 ese conocimiento sirvió de base al movimiento de las Asociaciones de
Trabajadores franceses, movimiento cooperativo con una tendencia sindical,
que trabajaba, con un esfuerzo constructivo, por dar nueva forma a la sociedad.
En su historia del movimiento, S. Engländer
hace llegar el número de dichas asociaciones a unas dos mil. Pero el golpe de
Estado de Luis Bonaparte puso fin a estos alentadores comienzos, como a tantos
otros.
No
se produjo una reanimación de las doctrinas de un socialismo militante y
constructivo hasta la fundación de la Asociación Internacional de los
Trabajadores, y a partir de este día, se difundieron rápidamente. La Internacional,
que tan gran influencia ha ejercido en el desarrollo intelectual del cuerpo
obrero de Europa y que aun hoy día no ha perdido su atracción magnética en los
países latinos, fue creada en 1864, en colaboración, por los obreros ingleses y
franceses. Fue la primera gran tentativa de unir a los trabajadores de todos
los países en una alianza internacional, que debía abrir el camino hacia la
liberación social y económica de la clase trabajadora. Desde el principio se
distinguió de todas las formas del radicalismo político burgués, pues señalaba
que la dependencia económica de los trabajadores en relación con los dueños de
las materias primas y los instrumentos de trabajo, era la causa de la
esclavitud que se manifestaba en forma de miseria social, degradación
intelectual y opresión política. Por tal razón proclamaba en sus estatutos la
liberación económica de la clase obrera como supremo objetivo al que toda
actividad política debía quedar subordinada.
Siendo
su finalidad principal unir a las diversas facciones del movimiento social
europeo, la estructura orgánica de la vasta alianza obrera se asentaba en los
principios del federalismo, de manera que se garantizaba a cada escuela
particular la posibilidad de trabajar por el objetivo común, de acuerdo con sus
propias convicciones y a base de las condiciones peculiares de cada país. La
Internacional no defendía ningún sistema social definido: era más bien
expresión de un movimiento cuyos principios teóricos maduraban lentamente, en
las luchas prácticas de la vida cotidiana, y que tomaba más clara forma a cada
etapa de su pujante crecimiento. La primera necesidad era acercar más entre sí
a los obreros de unos y otros países, hacerles comprender que su esclavitud
económica y social tiene en todas partes idénticas causas, y que, por
consiguiente, la expresión de su solidaridad debía ir más allá de las fronteras
artificiales del Estado, en vista de que éste no se hallaba ligado a los
presuntos intereses de la nación, sino a una parte, la de la clase a que esos intereses
pertenecen.
Los
esfuerzos prácticos de aquellas secciones para terminar con la importación de
esquiroles extranjeros en épocas de forcejeo industrial, y para facilitar
asistencia moral y material a los trabajadores militantes de todo el mundo por
medio de colectas internacionales, contribuyó más que las más bellas teorías al
desarrollo de una conciencia internacional proletaria. Dieron al trabajador una
enseñanza práctica sobre filosofía social. Es un hecho que después de toda
huelga importante la afiliación a la Internacional subía magníficamente, y la
convicción de su natural coherencia y homogeneidad se robustecía
constantemente.
Así
la Internacional se convirtió en la gran maestra del movimiento socialista
obrero y hacía que el mundo capitalista se afrontase con el mundo internacional
del trabajo, cada vez más ligado, en su conjunto, por firmes lazos de
solidaridad proletaria. Los dos primeros congresos de la Internacional, en
Ginebra de 1866 y en Lausana al año siguiente, se caracterizaron por un
espíritu relativamente moderado. Constituyeron los primeros esfuerzos en la
tentativa de un movimiento que iba cobrando poco a poco la idea clara de su
misión y que pugnaba por hallar expresión definida. Los movimientos
huelguísticos de Francia, Bélgica, Suiza y otros países dieron a la
Internacional un poderoso impulso y revolucionaron el pensamiento de los
obreros, transformación a la que no contribuyó en lo más mínimo la intensa
reanimación que se produjo en aquellos años de las ideas democráticas, que habían
sufrido un serio retroceso desde el colapso de las revoluciones de 1848-1849.
El
congreso de Bruselas, de 1868, estuvo animado por un espíritu completamente
nuevo, que lo distingue de los anteriores. Se tuvo la sensación de que los
trabajadores abrían en todas partes los ojos a una nueva existencia y cada día
se sentían más seguros del objetivo de sus afanes. Por una gran mayoría el
congreso se pronunció en favor de la colectivización de la tierra y de los
demás medios de producción, y recomendó a las secciones de todos los países que
se propusieran este objetivo sin descanso, de manera que en un próximo congreso
se pudiera llegar a una conclusión clara sobre el asunto. Con esto la
Internacional tomó un carácter complementado con la tendencia anarquista que
preponderaba entre los trabajadores de los países latinos. La resolución
encaminada a preparar a los obreros para llevar a efecto la huelga general con
objeto de cortar el peligro de una guerra temida, puesto que ellos constituían
la única clase que podía, con su intervención enérgica, evitar la matanza en
masa organizada, da fe del espíritu que animaba por entonces a la
Internacional. En el congreso de Basilea de 1869, el desarrollo ideológico de
la gran alianza proletaria llegó a su cenit. El congreso no se ocupó más que de
cuestiones que tuvieran una relación inmediata con los problemas de la clase
trabajadora. Ratificó las resoluciones aprobadas en el congreso de Bruselas
relativas a la propiedad de los medios de producción, dejando abierto el camino
a las cuestiones de la organización del trabajo. Pero los interesantes debates
del congreso de Basilea demuestran claramente que aquellos sectores más
avanzados de la Internacional ya se habían adelantado a estudiar estas
cuestiones; es más, habían llegado a conclusiones diáfanas sobre el particular.
Así lo denotan singularmente las manifestaciones que se hicieron, relativas a
la importancia que para la clase trabajadora tenía la organización en
sindicatos. En el informe que a este propósito presentó Eugenio Hins, en nombre
de la Federación Belga, aparecía por primera vez un punto de vista
completamente nuevo, que ofrecía un indudable parecido con ciertas ideas de
Owen y del movimiento laborista inglés de 1830.
Para
que esto sea debidamente comprendido hay que observar que las varias escuelas
del socialismo de Estado, o no concedían la menor importancia a los sindicatos,
o a lo sumo les atribuían un interés secundario. Los blanquistas franceses no
veían en las organizaciones por oficios más que un movimiento reformista del
que nada querían saber, ya que la finalidad concreta de aquellos era la
instauración del socialismo de Estado, Fernando Lassalle dirigió todos sus
esfuerzos a fundir a los obreros en un partido político y era un declarado
contrincante de todos los esfuerzos sindicales, en los que no veía más que un
estorbo a la evolución política de la clase trabajadora. Marx, y más
especialmente sus amigos alemanes de la época, reconocieron, cierto, la
necesidad de las uniones sindicales para recabar ciertas mejoras dentro del
sistema social capitalista, pero estimaban que su función no iba más allá y que
con la abolición del capitalismo desaparecerían, ya que la transición al
socialismo no podía ser guiada sino por una dictadura proletaria.
Esta
idea fue por primera vez objeto de un minucioso estudio crítico en Basilea. En
el informe belga que Hins sometió al congreso, los puntos de vista expuestos,
compartidos por los delegados de España, la Suiza jurásica, como también de una
parte considerable de las secciones francesas, se establecía con toda claridad
que las organizaciones sindicales de los trabajadores no sólo tenían derecho a
existir en las actuales circunstancias sociales, sino que debían ser
consideradas como las células sociales de un próximo orden socialista, y por
tanto, era de incumbencia de la Internacional educarlas para tal desempeño. En
consecuencia, el congreso adoptó la siguiente resolución:
«El
Congreso declara que todos los trabajadores debieran esforzarse en el
establecimiento de asociaciones de resistencia de los diversos ramos. Tan
pronto como sea formada una unión sindical, debe darse noticia de ello a los
sindicatos de la misma industria, con objeto de dar comienzo a la constitución
de alianzas nacionales. Estas alianzas tendrán por misión reunir todo el
material concerniente a la industria respectiva, advertir cuáles debieran ser
las medidas que convendría tomar en común, y velar por la aplicación de las
mismas hasta el final, es decir, hasta que el actual sistema de salarios sea sustituido
por la federación de productores libres. El Congreso se dirige al Consejo
General para que sean tomadas las providencias conducentes a la alianza de los
sindicatos obreros de todos los países»
En
su exposición, Hins argumentaba así: «Por medio de esta doble forma de
organización de agrupaciones locales de obreros y federaciones generales de
industrias, por una parte, y por otra la administración política de los
comités, la representación general del trabajo -regional, nacional e
internacional- será facilitada. Los consejos de las organizaciones
industriales y comerciales sustituirán al actual gobierno, y esta
representación del trabajo descartará, de una vez para siempre, los gobiernos
del pasado»
Esta
idea nueva y fructífera brotó del reconocimiento de que toda nueva forma de
vida económica debe ir acompañada de una nueva forma política de organización
social, y sólo así puede llegar a tener expresión práctica. Por consiguiente,
el socialismo debía tener también una forma especial de expresión política,
mediante la cual pudiese devenir cosa real, y creyeron haber hallado esa
expresión en un sistema de consejos obreros. Los países latinos, que es
donde la Internacional halló mayor apoyo, desarrollaron su movimiento a base de
lucha económica y grupos de propaganda socialista, trabajando según la
orientación dada por el congreso de Basilea en sus resoluciones.
Como
quiera que veían en el Estado el agente político y defensor de las clases
posesoras, no se esforzaron en absoluto por la conquista del poder político, ya
que en éste veían con certero instinto la condición previa indispensable para
toda tiranía y explotación. Es decir, no optaron por imitar a las clases
burguesas ni organizaron un partido político que preparase el terreno para una
nueva clase de políticos profesionales, cuya meta fuese la conquista de los
poderes de gobierno. Entendían que al mismo tiempo que se destruyera el
monopolio de la propiedad había que destruir el monopolio del poder, si se
quería dar una plasmación completamente nueva a la vida social. Partiendo de la
convicción de que el dominio del hombre sobre el hombre había prescrito,
buscaban la manera de familiarizarse con la administración de las cosas. Y por
ello, a la política estatal de los partidos opusieron la política económica de
los trabajadores. Entendían que la reorganización de la sociedad según un
modelo socialista, debía llevarse a la práctica por medio de diversas ramas
industriales y de las zonas agrarias de la producción. De esta visión nació la
idea establecer un sistema de consejos obreros.
Es
la misma idea en que se inspiraron vastos sectores del proletariado ruso de la
industria y del campo en los comienzos de la Revolución, por más que nunca
fuera tan clara y sistemáticamente concebida la idea en Rusia como lo fue en
las secciones de la Primera Internacional. Los obreros bajo el zarismo estaban
faltos de la requerida capacitación intelectual para ello. Pero el bolchevismo
puso bruscamente fin a aquella fecunda idea, pues el despotismo, o dictadura,
se muestra en contradicción irreconciliable con la concepción constructiva del
sistema de consejos, es decir, con la reconstrucción socialista de la sociedad,
efectuada por los productores mismos. La tentativa de combinar ambas cosas por
la fuerza, ha dado por fruto esa burocracia sin alma que tan desastrosa ha
resultado para la Revolución en Rusia.
El
sistema de consejos no tolera ningún género de dictadura, por provenir de
postulados diametralmente opuestos. Implica la voluntad nacida de abajo, la
iniciativa creadora de las masas laboriosas. Bajo la dictadura, en cambio, sólo
subsiste la estéril voluntad que parte de arriba, que no consiente la actividad
creadora y que proclama como ley suprema para todos la ciega sumisión. Ambas no
pueden coexistir. En Rusia salió victoriosa la dictadura. Desde entonces no,
hay ya Soviets en el país. Todo lo que de ellos resta es el nombre y una
espantosa caricatura de su significación inicial. El sistema de consejos del
trabajo abarca una gran parte de las formas económicas empleadas por un
socialismo constructivo que por propio acuerdo opera y rinde la producción
necesaria para atender a todos los requerimientos naturales de la vida. Ha sido
el fecundo desenvolvimiento de ideas que prosperaron en el movimiento
socialista obrero. Esta idea peculiar la produjo el esfuerzo que se hizo para
dar una base de realización concreta al socialismo. Se vio que la base debía
ser el empleo constructivo de toda la eficiencia de los individuos. Pero la
dictadura es herencia de la sociedad burguesa, el tradicional precipitado del
jacobinismo francés, que fue llevado al movimiento proletario por los llamados
babouvistas y que más adelante fue tomado por Marx y sus discípulos. La idea
del sistema de consejos obreros está íntimamente trabada en su desarrollo con
el socialismo y no se concibe sin éste. En cambio, la dictadura nada tiene que
ver con el socialismo y a lo sumo puede conducir al más estéril capitalismo de
Estado.
La
dictadura es una forma definida del poder estatal: el Estado en estado de sitio.
Como todos los defensores de la idea del Estado, los de la dictadura parten del
principio de que todo supuesto adelanto y toda atención de cada necesidad
temporal deben ser impuestos al pueblo desde arriba. Este mismo punto de
partida hace que la dictadura. Sea el mayor obstáculo a la revolución social
que necesita como elemento ambiente propio la libre iniciativa y la actividad
constructiva del pueblo. La dictadura es la negación del desenvolvimiento
orgánico, de la estructuración natural efectuada de abajo arriba; es la
proclamación de la minoría de edad del pueblo laborioso, de una tutela impuesta
a las masas por una exigua minoría. Incluso si sus defensores están animados
de los mejores propósitos, la lógica férrea de los hechos les conducirá
inevitablemente al terreno del más extremo despotismo. Rusia nos suministra el
ejemplo más aleccionador. Y la suposición de que la denominada dictadura del
proletariado es algo distinta porque se trata de la dictadura de una clase,
no la dictadura de los individuos, no merece siquiera refutación, pues no es
más que un truco sofístico para despistar a los bobos. Es absolutamente
inconcebible nada semejante a una dictadura de clase, pues siempre supondrá la
dictadura ejercida por un partido determinado que se atribuye la facultad de
hablar en nombre de una clase, de la misma manera que la burguesía
trataba de justificar todo procedimiento despótico en nombre del pueblo.
La
idea de fundar un sistema económico de consejos obreros fue el hundimiento
práctico de la concepción del Estado total; se halla, pues, en franco
antagonismo con toda forma de dictadura, ya que ésta siempre tendrá que velar
por el más alto grado de poder del Estado. Los campeones de esta idea en la
Primera Internacional comprendieron que la igualdad económica es inconcebible
sin libertad política y social; por eso estaban firmemente persuadidos de que
la liquidación de todas las instituciones de poder político debe ser la primera
tarea de la revolución social, haciendo imposible toda otra forma de explotación.
Creían que la Internacional de los trabajadores estaba destinada a agrupar
gradualmente a todos los auténticos trabajadores en sus filas, y derribar al
mismo tiempo el despotismo económico de las clases posesoras, entendiendo con
ellas también todas las instituciones políticas coercitivas del Estado
capitalista, para sustituirlas por un nuevo orden de cosas. Esta convicción la
sostenían todas las secciones libertarias. He aquí cómo se expresaba Bakunin:
«Puesto
que la organización de la Internacional no tiene por finalidad el
establecimiento de nuevos Estados o déspotas, sino la extirpación radical de
toda soberanía separada, debe tener una organización completamente distinta de
la del Estado. Y precisamente en el mismo grado en que este último es el
autoritario, artificial y violento, ajeno y hostil al desenvolvimiento de los
intereses y el instinto del pueblo, en ese mismo grado, digo, la organización
de la Internacional debe ser libre, natural y en todos los sentidos
concordantes con esos intereses e instinto. ¿Pero
cuál es la organización natural de las masas? Es una organización basada en las
múltiples ocupaciones de su auténtica vida cotidiana, en sus diversos géneros
de trabajo, es decir, una organización conforme a sus ocupaciones, sus organizaciones
profesionales. Cuando todas las industrias, incluso las varias ramas de la
agricultura, estén representadas, en la Internacional, su organización, la
organización de las masas populares, será un hecho»
De
esta manera de pensar nació también la idea de oponer al parlamento burgués una
Cámara del Trabajo, sugerencia que partió de las filas de los
internacionalistas belgas. Las cámaras del trabajo tenían que representar al
proletariado organizado de cada actividad económica o industria y serían de su
incumbencia todas las cuestiones de la economía social y de la organización
económica sobre un fundamento socialista, con objeto de preparar prácticamente
a los trabajadores para que sus organizaciones se hicieran cargo de los medios
de producción y, con este espíritu, se encargasen de la preparación intelectual
de los productores. Esas corporaciones tendrían además que encargarse de
estudiar todas aquellas cuestiones de interés para los obreros que fuesen
suscitadas en las cámaras burguesas, con objeto de contrastar la política de la
sociedad burguesa con los puntos de vista de los trabajadores. Max Nettlau, en
su libro Der Anarchismus von Proudhon zu Kropotkin -el Anarquismo desde
Proudhon hasta Kropotkin- cita un pasaje hasta ahora inédito de un manuscrito de
Bakunin, muy revelador del criterio de éste sobre el particular:
«...Todo
este estudio práctico y vital de las ciencias sociales efectuado por los mismos
trabajadores en sus secciones sindicales y en esas cámaras, engendrará como ya
ha comenzado a hacer, en ellos la convicción unánime, bien meditada,
demostrable en la teoría y en la práctica, de que una liberación de los,
trabajadores, seria, definitiva y completa, no es posible más que con una
condición, o sea, la apropiación del capital, es decir, de las materias primas
y de los utensilios de trabajo, incluyendo la tierra, por el cuerpo total del
proletariado»
«...la
organización de los sindicatos por ramos, su federación en la Internacional y
su representación en la Cámara del Trabajo, no sólo crean una gran academia, en
la que los obreros de la Internacional, combinando la teoría y la práctica,
pueden y deben estudiar la ciencia económica, sino que llevan además en sí
mismos los gérmenes vivos del nuevo orden social que ha de sustituir al
mundo burgués. No sólo engendran las ideas, sino los hechos del porvenir...»
Estas
ideas eran al principio generalmente difundidas por las secciones de la
Internacional, en Bélgica, Holanda, el Jura suizo, Francia y España, y dio al
socialismo de la gran alianza obrera un carácter peculiar que, con el
desarrollo de los partidos políticos obreros en Europa, fue pasado por alto
durante varios años, siendo España el único país en que no cejaba su fervor
proselitista, como lo han demostrado los recientes acontecimientos ocurridos
allí. Fueron activos propugnadores, hombres como Jaime Guillaume, Adhemar
Schwitguébel, Eugenio Varlin, Luis Pindy César de Paepe, Eugenio Hins, Héctor
Denis, Guillermo de Greef, Víctor Arnould, R. Farga Pellicer, G. Sentiñón,
Anselmo Lorenzo, -por no mencionar aquí más que a los más conocidos, todos
ellos elementos respetados en la Internacional. El hecho es que la totalidad
del desarrollo intelectual producido en la Internacional se debe entusiasmo de
esos elementos libertarios, que no recibieron estímulo ni de las fracciones
partidarias del socialismo de Estado de Alemania, de Suiza del tradeunionismo
británico.
Desde
el momento en que la Internacional proseguía esa orientación general y, por lo
demás, respetaba el derecho de decisión de las federaciones por separado, lo
cual quedaba estipulado en sus estatutos, ejerció una influencia irresistible
sobre los trabajadores organizados. Pero esto cambió de pronto, cuando Marx y
Engels empezaron a valerse de su posición en el Consejo General de Londres para
hacer que participaran las federaciones nacionales, por separado, en la acción
parlamentaria. Ocurrió en la desdichada Conferencia de Londres de 1871. Tal
conducta era una flagrante trasgresión, no sólo del espíritu, sino de la letra
del reglamento de la Internacional. No podía por menos de chocar con la
resistencia de todos los elementos libertarios de la Internacional, tanto más
cuanto que el asunto no había sido sometido anteriormente a un congreso para
que se deliberase al respecto.
Poco
después de la Conferencia de Londres, la Federación jurasiana hizo pública la
circular de Sonvillier, en la que se protestaba de manera decidida e inequívoca
por la osada presunción del Consejo General de Londres. Pero el congreso de La
Haya, de 1872, en el que, recurriendo a los más turbios y reprensibles métodos,
se formó una mayoría artificial, coronó la obra iniciada en la Conferencia de
Londres, de convertir la Internacional en una máquina electoral. Y con objeto
de evitar todo género de equívocos, el blanquista Eduardo Vaillant, en su
alegato en defensa de la resolución propuesta por el Consejo General en favor
de la conquista del poder político por parte de los trabajadores, agregó que
«una vez la resolución sea aprobada por el Congreso y por tanto incorporada a
la Biblia de la Internacional, todos los miembros de la misma vendrán obligados
a acatarla, bajo pena de expulsión» Fue así como Marx y sus secuaces provocaron
directa mente la escisión en la Internacional, con todas las desastrosas
consecuencias de la misma para el desarrollo del movimiento obrero, e
inauguraron el período de política parlamentaria que, por necesidad,.Rocker -
Anarcosindicalismo 36 tenía naturalmente que conducir al estancamiento
intelectual y a la degeneración moral del movimiento socialista que se observa
hoy en casi todos los países.
Poco
después del congreso de La Haya, los delegados de las federaciones más
importantes y enérgicas de la Internacional, se reunieron en el congreso antiautoritario
de Saint-Imier, donde declararon nulas y vanas todas las resoluciones aprobadas
en La Haya. De entonces data la división del campo socialista, entre los
propugnadores de la acción revolucionaria directa y los que abogan por la
política parlamentaria, separación que se ha agrandado con el tiempo, hasta
hacerse insalvable. Marx y Bakunin eran sencillamente los exponentes más
destacados de dos concepciones distintas de los principios fundamentales del
socialismo. Pero sería un error pretender explicarse el fenómeno como una
querella entre dos personalidades: fue el antagonismo entre dos órdenes de
ideas lo que dio a esta lucha una gran importancia, importancia que aún hoy va
en aumento. Fue un desastre que Marx y Engels dieran ese carácter de rencor y
personalista a la disputa. En la Internacional cabían todas las fracciones, y
la continua discusión de todos los puntos de vista hubiera contribuido a
aclararlos. Pero el esfuerzo de someter todas las escuelas de pensamiento a una
sola, una particular y que, a fin de cuentas, no representaba más que a una
pequeña minoría de la Internacional, no podía conducir más que a una escisión
en la gran alianza de trabajadores no podía hacer otra cosa sino destruir
aquellos gérmenes promisores que tanta importancia tenían para el movimiento
obrero en todos los países.
La
guerra franco prusiana, por la cual el centro, o foco, del movimiento
socialista se trasladó a Alemania, cuyos obreros carecían de tradición
revolucionaria y, por tanto, no tenían la abundante experiencia que tenían los
socialistas de los países del oeste europeo, contribuyó grandemente a acentuar
la decadencia. La derrota de la Commune de Paris y la incipiente
reacción francesa, que en pocos años se corrió a España y también a Italia,
fueron causa de que fuese echada aún más a último término la fecunda idea de un
sistema de consejos obreros. Las secciones de la Internacional no pudieron, en
los citados países, hacer más que seguir arrastrando una vida subterránea,
viéndose obligados a concentrar toda su energía en defenderse, repeliendo a la
reacción. Hasta que en Francia despertó el sindicalismo revolucionario, no
fueron rescatadas del olvido las ideas creadoras de la Primera Internacional,
para vitalizar nuevamente el movimiento obrero socialista.
LOS OBJETIVOS DEL ANARCOSINDICALISMO.
Anarcosindicalismo
contra socialismo político. - Los partidos políticos y los sindicatos. -
Federalismo contra centralismo. - Alemania y España. La organización del
anarcosindicalismo. Impotencia de los partidos políticos para realizar la
reconstrucción social. - La CNT de España: sus fines y sus métodos. - Obra
constructiva de los sindicatos y de las colectividades campesinas en España. -
El anarcosindicalismo y la política nacional. Problemas de la hora presente.
El
anarcosindicalismo moderno es continuación directa de aquellas aspiraciones
sociales que tomaron ya forma en el seno de la Primera Internacional y que
fueron comprendidas y mantenidas con mayor tesón por el ala libertaria de la
gran alianza obrera. Sus representantes en la actualidad son las federaciones
que en distintos países tiene la Asociación Internacional de Trabajadores de
1922, entre las cuales la que ha adquirido mayor importancia es la poderosa Confederación
Nacional del Trabajo de España. Sus postulados teóricos tienen por
fundamento las enseñanzas del socialismo libertario o anarquista, y su forma de
organización, en gran parte, se inspira en el sindicalismo revolucionario que
tanto auge tomó en la primera década del presente siglo, sobre todo en Francia.
Se mantiene en oposición directa al socialismo político de hoy día,
representado por los partidos obreros parlamentarios en todos los países. Y si
en tiempos de la Primera Internacional apenas se esbozaban los comienzos de
esos partidos en Alemania, Francia y Suiza, hoy, en cambio, estamos en una
posición que nos permite apreciar los resultados de su táctica, con miras al
socialismo y al movimiento obrero, al cabo de sesenta años de actividad en todo
el mundo.
La
participación en la política de los Estados burgueses no ha conducido al
movimiento obrero a la más insignificante aproximación hacia el socialismo;
antes bien, a causa de tal método, el socialismo ha sufrido casi su total
aplastamiento y se ha llegado a ver reducido a la insignificancia. Hay un viejo
proverbio inglés que dice: «Quien come patata, muere de empacho», y podría
modificarse en esta «Quien come Estado, muere de empacho» La participación en
la política parlamentaria ha afectado al movimiento obrero en forma de veneno
engañoso. Ésa fue la causa de que se perdiera la fe en la necesidad de proceder
a una actuación socialista constructiva, y lo que es peor, el impulso del
propio esfuerzo, inculcando al pueblo la desastrosa ilusión que hace esperar
toda salvación de lo alto.
De
esta manera, en vez del socialismo creador de la antigua Internacional, fomentó
una especie de producto sucedáneo que nada tiene que ver con el verdadero
socialismo, salvo en el nombre. El socialismo perdió rápidamente su carácter de
ideal de cultura con la misión de preparar a los pueblos para provocar la
disolución de la sociedad capitalista y que, por consiguiente, no podía ser
contenido por las fronteras artificiales de los Estados nacionales. En el
pensamiento de los dirigentes de esta nueva fase del socialismo, los intereses
del Estado nacional se fueron mezclando más y más con los presuntos objetivos
del partido, hasta que, por fin, llegaron a ser incapaces de distinguir en
forma alguna los límites precisos que los separan. Así, pues, era inevitable
que el movimiento obrero se viera gradualmente incorporado al engranaje del
Estado nacional, devolviéndole a éste el equilibrio que en realidad había
perdido ya.
Sería
un error atribuir este extraño cambio de fase a una traición intencionada por
parte de los dirigentes, como se ha hecho con tanta frecuencia. Lo cierto es
que nos hallamos frente a un caso de asimilación gradual de las modalidades de
pensamiento propias de la sociedad capitalista, lo cual es condición peculiar
de las actuaciones prácticas de los partidos socialistas, y que forzosamente
afecta a la posición intelectual de sus jefes políticos. Los mismos partidos
que un día se lanzaron a la conquista del poder político, bajo la bandera del
socialismo, se vieron arrastrados por la lógica férrea de las circunstancias a
ir sacrificando sus convicciones socialistas, pedazo a pedazo, a la política
nacional del Estado. Se convirtieron, sin que la mayoría de sus afiliados se
percatara de ello, en pararrayos político para la seguridad del orden
capitalista. El poder político que habían querido adquirir, fue conquistándoles
su socialismo hasta dejarles casi sin nada.
El
parlamentarismo que alcanzó tan rápidamente una posición dominante en los
partidos obreros de distintos países, llevó a numerosas mentalidades burguesas
y a políticos sedientos de medrar, al campo socialista. Esto hizo que el
socialismo perdiera, con el tiempo, su iniciativa creadora y se convirtiera en
un movimiento reformista corriente, falto de todo elemento de grandeza. El
pueblo se contentaba con los éxitos en los comicios electorales y ya no
concedía importancia a la reestructuración social ni a la educación
constructiva de los trabajadores hacia ese fin. Las consecuencias de este
desastroso abandono de uno de los problemas más considerables, de importancia
decisiva para la realización del socialismo, aparecieron en toda su amplitud
cuando, después de la guerra mundial, se produjo una situación revolucionaria
en muchos países de Europa. El colapso que sufrió el viejo sistema puso en
manos de los socialistas el poder por el cual se habían afanado tanto tiempo y
que había sido señalado como la primera condición previa necesaria para
implantar el socialismo. En Rusia preparó el camino la posesión del Gobierno
por el ala izquierda del socialismo de Estado, en forma de bolchevismo; pero no
fue para la implantación de una sociedad socialista, sino para el más primitivo
tipo de capitalismo de Estado burocrático y para una regresión al absolutismo
político que hacía tantos años había sido abolido por las revoluciones
burguesas en casi todos los países. En Alemania, no obstante, donde el
socialismo moderado había alcanzado el poder en forma de socialdemocracia, el
socialismo, con los largos de absorción de las tareas del rutinarismo
parlamentario, llegó a verse tan disminuido que no era capaz de la más
insignificante acción creadora. Incluso una hoja burguesa democrática como la Frankfurter
Zeitung se vio en el caso de confirmar que «en la historia de los pueblos
de Europa no se había dado previamente el caso de una revolución tan pobre en
ideas creadoras y tan debilitada en su energía revolucionaria»
Y
no era esto todo; no sólo no estaba el socialismo político en disposición de
emprender ninguna actividad que supusiera esfuerzo constructivo en la orientación
socialista, sino que ni siquiera estaba dotado de fuerza moral para mantenerse
sobre las realizaciones de la democracia burguesa y del liberalismo, y
capituló, entregando todo el país al fascismo, que aplastó de un golpe todo el
movimiento obrero, reduciéndolo a astillas. Tanto se había sumergido en el
Estado burgués, que perdió totalmente el sentido de la acción socialista
constructiva, sintiéndose atado a la infecunda rutina de las prácticas
políticas ordinarias, lo mismo que un esclavo se ve atado al banco de la
galera.
El
moderno anarcosindicalismo es la reacción directa contra los conceptos y los
métodos del socialismo político, reacción que incluso antes de la guerra había
dado muestras de un vigoroso resurgimiento del movimiento sindicalista obrero
en Francia, Italia y otros países, por no citar a España, donde la mayoría de
los trabajadores organizados se mantuvieron fieles a las doctrinas de la
Primera Internacional.
La
palabra «sindicato de trabajadores» significaba al principio en Francia organización
por ramos de la industria, para el mejoramiento de su status social y
económico. Pero el crecimiento del sindicalismo revolucionario dio a este
significado una importancia mucho más amplia y profunda. Tal como un partido
es, por así decirlo, la organización unificada para un esfuerzo político
determinado dentro del moderno Estado constitucional, y procura, en una u otra
forma, mantener el orden burgués, así también, desde el punto de vista
sindicalista, las uniones de trabajo, los sindicatos, constituyen la
organización obrera unificada, y tienen por objeto la defensa de los intereses
de los productores dentro de la sociedad presente y la preparación y el fomento
práctico de la reedificación de la vida social según las normas socialistas.
Tiene, por consiguiente, una doble finalidad: 1º Como
organización militante de los trabajadores contra los patronos, dar fuerza a
las demandas de los primeros para asegurar la elevación de su promedio de vida.
2º Como escuela para la preparación
intelectual de los obreros, capacitarlos para la dirección técnica de la
producción y de la vida económica en general, de suerte que, cuando se produzca
una situación revolucionaria, sean aptos para tomar por sí mismos el organismo
socioeconómico y rehacerlo en concordancia con los principios socialistas.
Opinan
los anarcosindicalistas que los partidos políticos, aunque ostenten nombres
socialistas, no son adecuados para cumplir ninguna de dichas tareas. Así lo
atestigua el mero hecho de que, incluso en países en que el socialismo político
dirigió poderosas organizaciones y contaba con millones de votos, los
trabajadores nunca pudieron prescindir de los sindicatos, ya que la legislación
no les ofrecía protección en su lucha diaria por el pan. Con frecuencia ha
ocurrido que precisamente en las zonas del país donde el partido socialista
tenía mayor fuerza, era donde los jornales estaban más bajos y la vida en
peores condiciones. Tal ocurrió, por ejemplo, en los distritos del norte de
Francia, donde los socialistas estaban en mayoría en muchos Ayuntamientos, y en
Sajonia y Silesia, donde la socialdemocracia alemana había llegado a tener
infinidad de afiliados.
Los
Gobiernos ni los Parlamentos apenas se deciden a tomar medidas de reforma
social o económica por propia iniciativa, y cuando por acaso así ha sucedido,
la experiencia demuestra que las supuestas mejoras han sido letra muerta en
medio de la balumba superflua de leyes. Así fue como las modestas tentativas
del Parlamento británico, en la primera época de la gran industria, cuando los
legisladores, atemorizados por los horrorosos efectos de la explotación de los
niños, se decidió por fin a procurar algunos remedios triviales, tales
disposiciones carecieron durante mucho tiempo de aplicación. Por una parte
caían en la incomprensión de los mismos trabajadores; por otra, fueron
saboteadas descaradamente por los patronos. Lo mismo ocurrió con la conocida
ley italiana que el Gobierno hizo votar a mediados de 1890, prohibiendo que las
mujeres que trabajaban en las minas de azufre de Sicilia bajasen sus niñitos a
las galerías subterráneas. Hasta mucho más tarde, cuando aquellas mujeres
lograron organizarse y elevar su nivel de vida, no desapareció el mal por sí
mismo. Casos parecidos podrían citarse muchos, tomados de la historia de todos
los países.
Pero
incluso la autorización legal de una reforma no ofrece garantía de permanencia,
a no ser que fuera del Parlamento haya masas militantes dispuestas a defenderla
contra todos los ataques. Así, los propietarios de las fábricas de Inglaterra,
a pesar de la aprobación del proyecto de ley de la jornada de diez horas, en
1848, se valieron poco después de una crisis industrial para obligar a los
obreros a laborar once horas y aun doce al día. Cuando los inspectores de
industrias procedieron legalmente, no sólo fueron absueltos los acusados, sino
que el Gobierno insinuó a los inspectores que no era cosa de ceñirse demasiado
a la letra de la ley, de manera que los trabajadores, después que sus
reivindicaciones parecía que habían cobrado alguna vida, se vieron en el caso
de tener que comenzar desde el principio, por su cuenta, la campaña en defensa
de la jornada de diez horas. Entre las pocas reformas que la revolución de
noviembre de 1918 otorgó a los obreros alemanes, la más importante era la de la
jornada de ocho horas. Pero les fue arrebatada a los trabajadores por los
patronos en casi todas las industrias, a despecho de figurar tal medida en los
estatutos de trabajo, de acuerdo con la misma Constitución de Weimar.
Mas
si los partidos políticos son absolutamente incapaces de procurar la más
insignificante mejora de las condiciones de vida de las clases laboriosas
dentro de la sociedad actual, son mucho más incapaces todavía de emprender la
estructuración orgánica desde una comunidad socialista, ni de prepararle el
terreno, pues se hallan completamente desprovistos de lo más indispensable para
tal cometido. Rusia y Alemania han dado suficientes pruebas ello.
La
punta de lanza del movimiento obrero no es, por consiguiente, el partido
político, sino el sindicato, endurecido en la lucha cotidiana y penetrado de
espíritu socialista. Los obreros, únicamente pueden desplegar toda su fuerza
situándose en el terreno económico, pues es su actividad como productores lo
que mantiene unida la estructura social y garantiza en absoluto la misma
existencia de la sociedad. En cualquier otro plano se hallarán pisando terreno
ajeno y malgastarán sus esfuerzos en luchas sin esperanza, que no les
aproximarán en un ápice a la meta de sus anhelos. En el campo de la política parlamentaria
el obrero es como el gigante Antes del mito griego, al que Hércules pudo
estrangular en el aire, una vez separados sus pies de la Tierra, que era su
madre. ÃÅ¡nicamente como productor y creador de
riqueza social el obrero se percata de su fuerza; en unión solidaria con sus
compañeros, establece en el sindicato la guerrilla invencible capaz de resistir
contra todo asalto, si se siente inflamada por el espíritu de libertad y
animada por el ideal de la justicia entre los hombres.
Para
los anarcosindicalistas, el sindicato no es simplemente un fenómeno de
transición, tan efímero como la sociedad capitalista, sino que entraña el
germen de la economía socialista del mañana, y es la escuela primaria del
socialismo en general. Toda nueva estructura social forma órganos propios
dentro del cuerpo de la vieja organización. Sin este comienzo, no cabe pensar
en evolución social ninguna. Las mismas revoluciones no pueden hacer otra cosa
sino desarrollar y sazonar la simiente que ya existía y que germinaba en la
conciencia humana; no pueden crear por sí mismas ese germen, ni plasmar un
mundo nuevo de la nada. Por consiguiente nos toca sembrar esa semilla a tiempo
y hacer que se desarrolle cuanto más mejor, con objeto de facilitar la futura
obra de la revolución y darle garantías de permanencia.
Toda
la obra educativa del anarcosindicalismo se encamina a este fin. La educación
socialista no significa para los anarcosindicalistas triviales campañas de
propaganda ni la llamada «política del momento», sino el esfuerzo para que los
obreros vean con más claridad las relaciones intrínsecas de los problemas
sociales entre sí, y el desarrollo de su capacidad administradora, con objeto
de prepararles para su misión de reformadores de la vida económica, y darles la
seguridad moral necesaria para realizar su obra. No hay entidad social más
apropiada para esta finalidad que la organización de lucha económica de los
trabajadores; endurece su resistencia en el combate directo por la defensa de
su existencia y de sus derechos humanos. Esta pelea directa y constante con los
defensores del presente sistema, desarrolla al mismo tiempo los conceptos
éticos sin los cuales no es posible ninguna transformación social: solidaridad
vital con los compañeros de destino, y responsabilidad moral de las propias
acciones.
Precisamente
porque la obra educativa de los anarcosindicalistas se encamina al desarrollo
del pensamiento y la acción libre, son declarados adversarios de todas las
tendencias centralizadoras tan características de los partidos socialistas
políticos. Pero el centralismo, esa organización artificial que se manifiesta
en sentido de arriba abajo y que pone los asuntos de todos los individuos, en
masa, a disposición de una pequeña minoría, es indefectiblemente asistido por
una estéril rutina y aplasta toda convicción individual, mata todas las
iniciativas personales por medio de una disciplina sin alma y de una
fosilización burocrática, impidiendo toda acción independiente. La organización
del anarcosindicalismo se funda en los principios del federalismo, en la libre
correlación establecida de abajo arriba, poniendo por encima de todo el derecho
de autodeterminación de cada miembro, y reconociendo tan sólo el acuerdo
orgánico entre todos basándose en intereses semejantes y de convicciones
comunes.
A
menudo se ha achacado al federalismo que divide y debilita las fuerzas para la
organización defensiva. Y es muy significativo que hayan sido precisamente los
representantes de los partidos obreros políticos y de las trade unions, bajo
la influencia de aquellos, quienes hayan repetido esta censura hasta la
saciedad. Pero también sobre esto los hechos reales han tenido más elocuencia
que las teorías. No hubo jamás ningún país desde el movimiento obrero que
estuviera tan centralizado y donde la técnica de la organización fuese
desarrollada con tal extrema perfección como en Alemania antes de que Hitler
detentara el poder. Un poderoso mecanismo burocrático cubría todo el país y
determinaba todas las manifestaciones de la vida política y económica de las
organizaciones obreras. En las últimas elecciones anteriores a tal hecho, los
partidos socialdemócrata y comunista tuvieron en conjunto más de doce millones
de votos en apoyo de sus candidatos. Y una vez adueñado Hitler del poder, seis
millones de trabajadores que estaban de tal manera organizados, no levantaron
un dedo para evitar la catástrofe que hundía a Alemania en el abismo y que en
pocos meses deshizo completamente sus organizaciones.
En
cambio, en España, donde el anarcosindicalismo, seguido con mucho arraigo en la
organización obrera desde los días de la Primera Internacional, gracias a una
propaganda libertaria incansable y una intensa lucha que la preparó para la
resistencia, fue la poderosa CNT la que con la intrepidez de réplica frustró los
planes de Franco y de sus numerosos auxiliares de dentro y del exterior,
levantando el ánimo de todos los obreros y campesinos de España con su ejemplo
heroico para dar la batalla al cabecilla faccioso -hecho éste que él mismo se
vio obligado a reconocer-. Sin la heroica resistencia de los sindicatos
anarcosindicalistas, la reacción fascista hubiera dominado en pocas semanas
toda la Península.
Comparando
la técnica de la organización federalista de la CNT con la máquina centralista
que construyeron los obreros alemanes, causa sorpresa ver la simplicidad de la
primera. En los sindicatos menos numerosos todas las tareas de organización se
efectuaban voluntariamente. En las federaciones, ya más amplias, donde,
naturalmente, se requerían representantes oficiales, éstos eran elegidos por un
año solamente y tenían una paga igual a la de los trabajadores del ramo a que
pertenecieran. Ni la Secretaría general de la CNT era excepción a esta regla.
Es ésta una tradición conservada en España desde los días de la Internacional.
Esta sencilla forma de organización, no sólo bastó a los españoles para
convertir a la CNT en una unidad de lucha de primer orden, sino que la ponía a
salvo del peligro de caer en régimen burocrático dentro de su misma esfera, y
les permitió desplegar ese irresistible espíritu de solidaridad y de tenaz
beligerancia que es tan característico de esa organización y que no se da en
ningún otro país.
Para
el Estado, el centralismo es la forma más adecuada de organización, puesto que
aspira a la mayor uniformidad posible en la vida social, con objeto de mantener
el equilibrio social y político. Mas para un movimiento cuya misma existencia
depende de la acción rápida en toda circunstancia propicia, y en la
independencia de pensamiento y de acción de sus mantenedores, el centralismo no
podría ser más que una desdicha pues debilitaría su energía decisiva y
reprimiría sistemáticamente toda su actividad directa. Si, por ejemplo, como
ocurría en Alemania, cada huelga local tenía que ser aprobada previamente por
la Central, que a veces estaba a centenares de millas y que ordinariamente no
estaba en condiciones de formular un juicio acertado sobre las circunstancias
locales, no cabe sorprenderse entonces de que la pesadez del mecanismo hiciera
imposible que éste reaccionase rápidamente. El resultado es que se crea un
estado de cosas en el que los grupos enérgicos e intelectuales no sirven de
modelo a los más activos, sino que quedan condenados a la inacción por éstos,
produciendo inevitablemente el estancamiento de todo el conjunto. Una
organización no es, a la postre, más que un medio para determinada finalidad.
Cuando se convierte en fin de sí misma, mata al espíritu y la iniciativa vital
de sus miembros, estableciendo ese dominio de la mediocridad que es propio de
la burocracia.
Por
consiguiente, el anarcosindicalismo opina que las organizaciones sindicales
deben tener tal carácter que permita llevar al máximo la lucha de los obreros
contra los patronos, al mismo tiempo que les proporcione a los primeros una base
que les haga capaces, dada una situación revolucionaria, de emprender la
reestructuración de la vida económica y social.
De
manera que su organización se estructura en la siguiente forma: los
trabajadores de cada región se unen en los sindicatos de sus respectivos ramos,
y éstos no se hallan sujetos al veto de ninguna central, sino que gozan de
plenos derechos de autodeterminación. Los sindicatos de la ciudad o de los
distritos rurales se combinan en lo que en inglés diríamos cartels, o
federaciones del trabajo. A su vez, estas federaciones son las que organizan la
propaganda y la educación locales. Funden a los obreros como clase y evitan que
se produzca ninguna manifestación fraccional de miras estrechas. Todas las
federaciones están vinculadas, según distritos y regiones, entre sí, por medio
de la Confederación General del Trabajo, que mantiene en constante contacto los
grupos locales, vela por el libre engranaje del trabajo productivo de los
miembros de distintas organizaciones en sentido cooperativo, procura establecer
la coordinación necesaria en la obra educativa, en la que las federaciones
poderosas acudirán en ayuda de las más débiles, y en general presta el apoyo de
su concurso a los grupos locales, en forma de consejo y guía.
Resulta,
pues, que cada sindicato está, además, enlazado federativamente con todos los
del mismo ramo del país, y a su vez relacionados en la misma forma con todos
los ramos colaterales, de suerte que están constituidos en verdaderas alianzas
industriales. La misión de estas alianzas es ordenar la acción cooperativa de
los grupos locales, dirigir huelgas de solidaridad cuando se haga necesario y
atender a todos los requerimientos de la lucha diaria entre el capital y el
trabajo. De esta manera, la Confederación de «cartels» y de alianzas
industriales constituyen los polos entre los cuales gira toda la vida de los
sindicatos. Los anarcosindicalistas están persuadidos de que ni por decretos ni
por estatutos otorgados por el Gobierno puede crearse un orden de economía
socialista, sino en virtud de la colaboración del cerebro y de la mano de obra
de todos los trabajadores, desde cada ramo de la producción; es decir,
posesionándose de las fábricas para regentarlas los obreros por sí mismos, en
tal forma que todos los grupos separados de fábricas y ramos industriales sean
miembros independientes del organismo económico general y efectúen
sistemáticamente la producción y la distribución de los productos en interés de
la comunidad, a base de libres acuerdos mutuos.
En
tal caso, las federaciones obreras se harán cargo del capital social existente
en cada comunidad, determinarán cuáles sean las necesidades de los habitantes
de sus distritos y organizarán el consumo local. Por medio de la función de la
Confederación Nacional del Trabajo será posible calcular las exigencias de la
totalidad del país y ajustar a ellas, en consecuencia, el rendimiento de la
producción. Por otra parte, sería de incumbencia de las alianzas industriales
hacerse cargo de todos los medios de labor y manufactura: máquinas, material de
transporte, materias primas, etc., y suministrar a los grupos sindicales lo
necesario. Resumiendo: 1º, organización de las fábricas por los
mismos productores y dirección del trabajo por consejos nombrados por los
mismos; 2º, organización de la producción total del
país por medio de las federaciones industriales y agrícolas; 3º,
organización del consumo por medio de «cartels» del trabajo.
En
este terreno la experiencia práctica nos suministra la mejor materia de
estudio. Nos ha demostrado que las cuestiones económicas, en el sentido
socialista, no puede resolverlas un Gobierno aunque éste signifique la tan
cacareada dictadura del proletariado. En Rusia la dictadura bolchevique estuvo
casi dos años sin saber qué hacer con los problemas económicos, y trataba de
ocultar su incapacidad amparándose en una inundación de decretos y ordenanzas,
el noventa y nueve por ciento de los cuales era destruido en el acto en las
oficinas del Estado. Si el mundo pudiera hacerse libre por medio de decretos,
hace tiempo no habría ya problemas en Rusia. En su fanático celo por el
Gobierno, el bolchevismo ha destruido violentamente los más valiosos comienzos
del nuevo orden social, suprimiendo las cooperativas, poniendo las uniones
sindicales bajo el control del Estado, y privando, casi desde el comienzo, a
los Soviets de su libertad. Kropotkin dijo, con justicia, en su «Mensaje a los
trabajadores de los países de la Europa occidental»:
«Rusia
nos ha mostrado el camino que no debe seguirse para establecer el socialismo,
aunque la masa del pueblo, asqueada por el viejo régimen, no opusiera
resistencia a los experimentos del nuevo Gobierno. La idea de la formación de
consejos de obreros y campesinos tiene, en sí misma, una extraordinaria
importancia. Pero en la medida en que el país esté dominado por la dictadura de
un partido, los consejos de obreros y de campesinos pierden, naturalmente, su
significación. Degeneran hasta desempeñar el mismo papel pasivo que los
representantes de los Estados solían desempeñar en tiempo de las monarquías
absolutas. Un consejo de trabajadores deja de ser un consejo libre y valioso
cuando no hay libertad de prensa en el país, como ha ocurrido entre nosotros
por más de dos años. Es más: los consejos de obreros y campesinos pierden toda
su significación cuando no se eligen previa una propaganda pública y las mismas
elecciones se llevan a cabo bajo la presión ejercida por la dictadura de
partido. Un Gobierno constituido por tales consejos -Gobierno soviético-
equivale a un definitivo paso en retroceso, tan pronto como la revolución
avanzaba para estructurar una nueva sociedad sobre nuevos cimientos económicos;
resulta cabalmente un principio viejo sobre un basamento nuevo»
La
marcha de los acontecimientos ha dado plenamente la razón a Kropotkin. Rusia se
halla hoy más lejos del socialismo que ningún otro país. La dictadura no
conduce a la liberación económica y social de las masas laboriosas, sino a la
supresión de las más triviales libertades y al desarrollo de un despotismo
ilimitado que no respeta derecho alguno y pisotea todos los sentimientos de la
dignidad humana. Lo que el trabajador ruso ha salido ganando económicamente
bajo el presente régimen es una forma más ruinosa de la explotación humana,
heredada del más exagerado grado del capitalismo, en forma de sistema
stakhanovista, que eleva la capacidad de rendimiento del operario al límite
máximo y le rebaja a la condición de esclavo de galera, a quien se niega todo
control de su trabajo personal y tiene que someterse a todos los mandatos de
sus superiores, si no quiere exponerse a sufrir penas de privación de la
libertad y aun de la vida. Ahora bien: el trabajo forzado es lo que menos puede
conducir al socialismo. Distancia al hombre de la comunidad, destruye la
alegría de su trabajo cotidiano y sofoca esa sensación de responsabilidad
personal en relación con los compañeros, sin la cual huelga que se hable de
socialismo.
Sobre
Alemania, no vale la pena de que se haga aquí ninguna reflexión. No era lógico
esperar de un partido como el de los socialdemócratas -cuyo órgano central, el Vorwaerts,
en la misma víspera de la revolución de 1918, hacía advertencias a los
trabajadores sobre la precipitación: «Pues el pueblo alemán -decía- no está
preparado para la república, que hiciera experimentos de socialismo. Se le vino
a las manos el poder, sin más ni más, y no sabía qué hacerse con él. Su
absoluta impotencia contribuyó no poco a hacer posible que Alemania se tueste
hoy al sol del Tercer Reich»
Los
sindicatos anarcosindicalistas de España, especialmente en Cataluña, donde su
influencia es mayor, nos han dado en este aspecto un ejemplo único en la
historia del movimiento obrero socialista. Con ello no han hecho sino demostrar
lo que los anarcosindicalistas han dicho siempre con insistencia, que el
acercamiento al socialismo sólo es posible cuando los trabajadores han creado
el organismo adecuado para el mismo y, sobre todo, cuando tienen una
preparación previa, debida a una educación genuinamente socialista y a la
acción directa. Y así ha ocurrido en España, donde desde los días de la
Internacional el peso del movimiento laborista ha recaído no en los partidos
políticos, sino en los sindicatos revolucionarios.
Cuando
el 18 de julio de 1936, la conspiración los generales fascistas culminó en
abierta rebelión y fue sofocada en pocos días por la heroica resistencia de la
CNT y la FAI -Confederación Nacional Trabajo y Federación Anarquista Ibérica-
que libró a Cataluña del enemigo y frustró el plan de los conspiradores que
habían confiado en la sorpresa súbita, se vio claro que los trabajadores de
Cataluña no se quedarían a medio camino. En efecto, se procedió enseguida a la
colectivización de la tierra y a la incautación de las fábricas, cometido en el
que entendieron los sindicatos de campesinos y de obreros industriales; y este
movimiento, desatado por iniciativa de la CNT y la FAI, con fuerza
irreprimible, se extendió por Aragón y Levante, llegando a otras regiones del
país, consiguiendo arrastrar a una gran parte de los sindicatos del partido
socialista, organizados bajo la Unión General de Trabajadores. La rebelión
fascista había puesto a España en el camino de la revolución social.
El
acontecimiento demuestra que no sólo los trabajadores anarcosindicalistas de
España están dotados de una alta capacidad combativa, sino que les mueve un
gran espíritu constructivo, adquirido en largos años de educación socialista.
El gran mérito del anarquismo libertario de España, que tiene ahora expresión en
la CNT y en la FAI, es que desde los tiempos de la Internacional ha seguido
educando a los obreros en ese espíritu que estima la libertad por encima de
todo y que considera que la independencia de criterio de sus afiliados es la
base de su existencia. El movimiento libertario español nunca se dejó extraviar
en un laberinto de economía metafísica que hubiera anquilosado su impulso
intelectual con conceptos fatalistas, como ocurrió en Alemania, ni ha
malgastado sus energías en tareas de una estéril rutina de parlamentarismo
burgués. Para ese movimiento español, el socialismo ha sido siempre cosa de
incumbencia del pueblo, un crecimiento orgánico que radica en la actividad de
las mismas masas, cuya base está en sus organizaciones económicas.
La
CNT no es, por consiguiente, una simple alianza de trabajadores industriales,
como las trade unions o sindicatos de otros países. Abarca,
incluyéndolos en sus filas, a los sindicatos de trabajadores de la tierra y
campesinos en general, como también a los obreros de la inteligencia. Si los
braceros luchan ahora codo a codo con los operarios de las fábricas contra el
fascismo, ello se debe a la gran obra educativa que han realizado la CNT y sus
iniciadores. Socialistas de todas las escuelas, auténticos liberales y burgueses
antifascistas que han tenido ocasión de observar los hechos en su propio
escenario, todos han coincidido en sus juicios al apreciar la capacidad
creadora de la CNT y han dedicado palabras de la mayor admiración a sus obras
constructivas. Ninguno de ellos ha dejado de elogiar la natural inteligencia,
la reflexión y prudencia y, sobre todo, la tolerancia sin igual de que han dado
muestras los trabajadores y campesinos de la CNT al dar realización a su
difícil tarea. 5
5.
He aquí algunas opiniones de periodistas extranjeros que no tienen
personalmente relación alguna el movimiento anarquista. Andrés Oltramare,
profesor de la Universidad de Ginebra, en una alocución bastante extensa, dijo:
«En medio de la guerra civil, los anarquistas han demostrado ser organizadores
políticos de primer rango. Acertaron a que prendiera en todos los ciudadanos el
necesario sentido de responsabilidad, y, por medio de llamamientos
impresionantes, han sabido mantener vivo el sentimiento de sacrificio en bien
general del pueblo»
Como
socialdemócrata hablo aquí con íntima satisfacción y con admiración sincera por
lo que he comprobado en Cataluña. La transformación anticapitalista se efectuó
sin necesidad de recurrir a la dictadura. Los miembros de los sindicatos son
dueños de sí mismos y dirigen la elaboración y la distribución de los productos
del trabajo bajo su administración propia, con el consejo de técnicos en
quienes tienen confianza. El entusiasmo de los trabajadores es tal que
desprecian toda ventaja personal y sólo piensan en el bienestar común.
El
conocido antifascista italiano Carlos Roselli, que antes de tomar Mussolini el
poder era profesor de Economía en la Universidad de Génova, precisó su juicio
en las siguientes palabras:
«En tres meses, Cataluña ha sido capaz de establecer un
nuevo orden sobre las ruinas del viejo sistema. Y se debe principalmente a los
anarquistas, que han demostrado un notable sentido de la proporción,
comprensión realista y destreza... Todas las fuerzas revolucionarias de
Cataluña se han unido en un programa de carácter sindicalista-socialista:
socialización de la gran industria; reconocimiento de la pequeña propiedad;
control obrero... El anarcosindicalismo, hasta hoy tan menospreciado, se ha
revelado como una gran fuerza constructiva... Yo no soy anarquista, pero estimo
un deber dar mi opinión sobre los anarquistas de Cataluña, que siempre han sido
presentados ante el mundo como elementos destructores, cuando no criminales.
Estuve al comienzo con ellos en las trincheras y he aprendido a admirarlos. Los
anarquistas de Cataluña pertenecen a la vanguardia de la próxima revolución.
Con ellos nace un mundo nuevo, y es una dicha servir a ese mundo»
Y
Fenner Brockway, secretario del Partido Laborista Independiente de Inglaterra,
que viajó por España después de los acontecimientos de mayo de 1937 en
Cataluña, expresa sus impresiones en los siguientes términos:
«Me impresionó la fuerza de la CNT. Era innecesario que se
me dijera que se trata de la organización de trabajadores más vasta e infundida
de mayor vitalidad. Así se evidenciaba en todos los aspectos. Las grandes
industrias estaban, claramente, en su mayor parte, en manos de la CNT:
ferrocarriles, transportes por carretera, muelles, ingeniería, tejidos,
electricidad, construcción, agricultura. En Valencia la UGT tenía mayor parte
en el control que en Barcelona, pero hablando en general la masa trabajadora
estaba afiliada a la CNT. Los afiliados a la UGT eran más bien la gente de
"cuello blanco" -los trabajadores de oficina-. Me impresionó grandemente
la obra revolucionaria constructiva que está llevando a cabo la CNT. Haber
logrado tener el control de tantos obreros industriales, es una obra inspirada.
Puede tomarse como ejemplo el ramo textil, el ferroviario, el metalúrgico...
Hay todavía algunos ingleses v norteamericanos que consideran a los anarquistas
de España como imposibles, indisciplinados e incontrolables. Es el polo opuesto
de la verdad. Los anarquistas de España, por medio de la CNT, están realizando
una las obras constructivas más considerables que haya llevado a efecto ninguna
clase trabajadora. Luchan contra el fascismo en los frentes. En la retaguardia
están edificando el nuevo orden social de los trabajadores. Comprenden que
combatir al fascismo y realizar la revolución son cosas inseparables. Todos los
que han visto y comprendido lo que están haciendo, les deben honor y
agradecimiento. Están resistiendo al fascismo. Están creando el nuevo orden proletario, que es la única
alternativa del fascismo. Esto es la empresa más grande que realizan los
trabajadores, sin comparación en ninguna parte del mundo» Y el mismo observa en
otro lugar: «La gran solidaridad existente entre los anarquistas se debe a que
cada cual confía en su propia fuerza y no la considera dependiente de una
jefatura... Las organizaciones, para que den resultado, deben estar
constituidas por gente de pensamiento independiente; no una masa, sino seres
libres»
Trabajadores
del campo, técnicos y hombres de ciencia se juntaron para laborar en
cooperación, y en tres meses lograron dar un aspecto radicalmente nuevo a la
vida económica de Cataluña.
Hoy
día, en Cataluña, las tres cuartas partes de la tierra están colectivizadas y
cultivadas en cooperación por los sindicatos agrarios. En esto, cada comunidad
ofrece un tipo propio y arregla sus asuntos internos a su manera, pero las
cuestiones económicas las ordena por mediación de su federación
correspondiente. De esta suerte queda salvaguardada la libre iniciativa de
empresa y son fomentadas las nuevas ideas y el mutuo estímulo. Una cuarta parte
del terreno está en manos de pequeños propietarios labradores, a quienes se les
ha dejado en libertad de elegir entre unirse a las colectividades continuar su
gobierno familiar. En muchos casos sus bienes exiguos han sido incluso
aumentados, en proporción con el número de sus miembros. En Aragón, una inmensa
mayoría de los campesinos optó por colectivizarse. Hay en esa región más de
cuatrocientas granjas colectivas, diez de las cuales están bajo control de los
sindicatos de la UGT; las demás las llevan los sindicatos de la CNT. Tales
progresos ha hecho la agricultura en esas zonas, que en el transcurso de un
año, el cuarenta por ciento de las tierras antes incultas se han puesto bajo
cultivo. En Levante, en Andalucía e incluso en Castilla, la agricultura
colectiva, bajo la orientación administrativa de los sindicatos, realiza
constantes progresos. En numerosas colectividades menores ha sido ya adoptada
una modalidad nueva de vida socialista: los habitantes de las mismas no hacen
ya el cambio por medio de dinero, sino que procuran atender con el fruto de su
trabajo colectivo a sus propias necesidades, dedicando todo lo sobrante a
ayudar al mantenimiento de sus camaradas que luchan en el frente.
En
muchas de las colectividades rurales se ha conservado la compensación
individual por el trabajo desempeñado, quedando aplazado el esfuerzo de
reestructurar el nuevo sistema para cuando la guerra haya terminado, pues la
guerra reclama por el momento los máximos esfuerzos de todo el pueblo. En estos
casos, la cuantía de los jornales se precisa en atención al número de miembros
de la familia. Los informes económicos de los boletines diarios de la CNT están
llenos de datos curiosos sobre la formación de las colectividades y su
desenvolvimiento técnico, con la introducción de maquinaria y fertilizantes
químicos, casi desconocidos anteriormente. Sólo en Castilla, las colectividades
campesinas han gastado en el pasado año más de dos millones de pesetas con este
objeto. La gran tarea de la colectivización del campo se facilitó
considerablemente cuando las federaciones rurales de la UGT se unieron al
movimiento general. Son muchas las comunidades campesinas cuyos asuntos son
tratados de mutuo acuerdo, entre delegados de la CNT y de la UGT, acentuando la
aproximación de ambas organizaciones, acercamiento que culminó en una alianza
de trabajadores de ambas centrales sindicales.
Pero
donde los sindicatos obreros han realizado su más asombrosa obra es en el
terreno de la industria, ya que tomaron en sus manos absolutamente toda la vida
industrial del país. En Cataluña, en un año, los ferrocarriles han sido dotados
de completo equipo moderno, y en puntualidad, los servicios nunca habían
funcionado como ahora. Las mismas mejoras se han efectuado en todo el sistema
de transportes, en la industria textil, en la construcción de maquinaria, en la
edificación y en las industrias menores. Pero es en las industrias de guerra
donde los sindicatos han realizado un verdadero prodigio. Por el llamado pacto
de neutralidad, el Gobierno español se vio privado de importar armas en
cantidad. Cataluña, antes del levantamiento militar, no tenía una sola fábrica
de manufactura militar. Lo que más apremiaba, por tanto, era rehacer industrias
enteras para responder a las demandas de la guerra. Dura empresa ésta para unos
sindicatos que tenían ya sus manos completamente ocupadas en establecer un
nuevo orden social. Y, sin embargo, lo efectuaron con tal energía y eficiencia
técnica que únicamente se explica por el fervor de los trabajadores y su
presteza ilimitada en sacrificarse por la causa. Llegaron a trabajar los
obreros, en esas fábricas, doce y aun quince horas diarias para dar cima a su
obra. Hoy Cataluña cuenta con 283 grandes fábricas que trabajan día y noche en
la producción de material de guerra, con objeto de que los frentes estén
debidamente provistos. Actualmente Cataluña provee a la mayor parte de los
requerimientos militares. El profesor Andrés Oltramare ha declarado en un
artículo que los trabajadores de Cataluña «han realizado en siete semanas lo
que Francia hizo en catorce meses, a partir de la ruptura de hostilidades de la
guerra mundial»
Pero
no acaba aquí, ni mucho menos. La desdichada guerra empujó hacia Cataluña a una
abrumadora cifra de fugitivos, procedentes de todas las zonas azotadas por la
guerra: hoy suman un millón 6 . Más del cincuenta por ciento de los enfermos y
heridos hospitalizados en los establecimientos sanitarios de Cataluña, no son
catalanes. Es fácil, pues, hacerse cargo de la tremenda labor de los sindicatos
obreros para atender a todas las necesidades que la situación originaba. De la
organización de todo el sistema de enseñanza por grupos de maestros de la CNT,
de las asociaciones de protección del arte y de otros cien aspectos, no puedo
siquiera ocuparme en el breve espacio de esta obra.
Al
mismo tiempo, la CNT mantenía 120.000 milicianos propios que luchaban en todos
los frentes. Ninguna organización ha rendido en España una contribución tan
grande en vidas y heridos como la CNT y la FAI. En su heroico comportamiento contra
el fascismo, ha perdido a muchos de sus más significados luchadores, entre
ellos Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti, cuya épica grandeza convirtió a
este último en el héroe del pueblo español.
En
semejantes circunstancias, puede que se comprenda que los sindicatos no hayan
podido llevar a término y completar su obra ingente de reconstrucción social, y
que de momento no pudieran prestar toda su atención al problema de la
distribución y consumo. La guerra, la ocupación por los ejércitos fascistas de
parte de las zonas en las que hay importantes fuentes de materias primas, la
invasión italiana y alemana, la actitud hostil del capital extranjero, las
matanzas de la contrarrevolución brotada en el mismo territorio y apoyada esta
vez -cosa significativa- por Rusia y por el partido comunista español: todas
estas causas y otras muchas han obligado a los sindicatos a aplazar muchas y
grandes tareas hasta que la guerra termine victoriosamente. Pero haciéndose
cargo de las industrias y de las tierras para su administración, han dado el
primer paso, que es el más importante, hacia el socialismo. Sobre todo han
demostrado que e los trabajadores, aun sin los capitalistas, son capaces de
llevar adelante la producción y de hacerlo mejor que el puñado de administradores
que explotan el hambre. Cualquiera que fuese la solución de la sangrienta
guerra que se libra en España, el haber hecho esta demostración, será siempre
un servicio indiscutible de los anarcosindicalistas españoles, cuyo heroico
ejemplo ha abierto nuevas perspectivas futuras al movimiento socialista.
Si
el anarcosindicalismo se esfuerza por inculcar a las clases trabajadoras de
todo el mundo la comprensión de esta nueva forma de socialismo constructivo y
mostrarles que hoy deben dar a sus organizaciones de lucha económica las
cualidades necesarias para que sean aptas, en un momento dado de crisis
económica general, para emprender la obra de la estructuración socialista, eso
no significa que esas cualidades estén calcadas en las formas de organización de
un solo modelo. En cada país hay condiciones peculiares, íntimamente trabadas a
su desarrollo histórico, a sus tradiciones, a sus peculiaridades psicológicas.
La gran superioridad del federalismo es, indudablemente, que toma en
consideración estos importantes factores y no insiste en una uniformidad que
violenta el libre pensamiento y fuerza a los hombres a cosas externas,
contrarías a sus tendencias naturales. 6 Desde que fue escrito el presente
libro, esta cifra ha seguido aumentando considerablemente.
Kropotkin
dijo en cierta ocasión que tomando a Inglaterra por ejemplo, hay tres grandes
movimientos que en tiempo de crisis revolucionaria facilitarían a los obreros
el desenvolverse a través del derrumbamiento total de la presente economía
social: el tradeunionismo, las organizaciones cooperativas y el
movimiento en favor del socialismo municipal; eso, naturalmente, supuesto que
tengan en vista una meta fija y trabajen juntos siguiendo un plan definido. Los
trabajadores deben comprender que no sólo debe ser su liberación obra suya,
sino que esa libertad sólo puede concebirse si ellos mismos atienden a las
aportaciones constructivas preliminares, en vez de fiar la tarea a los
políticos, pues éstos no están en manera alguna preparados para ello. Y por
encima de todo, deben comprender que por distintos que sean, según los países,
esos preliminares inmediatos para libertarse, los efectos de la explotación
capitalista son idénticos en todas partes y, por consiguiente, deben dar a sus
esfuerzos el necesario carácter internacional.
Ante
todo, no deben atar esos esfuerzos a los intereses del Estado nacional, como
por desgracia ha ocurrido hasta el presente en muchos países. El mundo de la
organización del trabajo debe proseguir hacia sus propios fines y posee
intereses propios que defender, y éstos no coinciden con los del Estado
nacional ni con los de las clases ricas. Una colaboración de obreros y
patronos, tal como la propugnaron el partido socialista y los grupos sindicales
en Alemania después de la guerra mundial, no puede conducir más que a hacer
desempeñar al trabajador el papel del pobre Lázaro, que tenía que contentarse
con recoger las migas que caían del banquete del hombre rico. La colaboración
es posible soto cuando los fines y, lo que más importancia tiene, los
intereses, son iguales.
Es
indudable que algunas pequeñas comodidades caen a veces en el lote de los
trabajadores, si los burgueses de su país logran alguna ventaja sobre los de
otro; pero esto siempre lo obtienen a costa de su propia libertad. El trabajador
en Inglaterra, Francia, Holanda, etc., participa hasta cierto punto de los
beneficios que, sin esfuerzo suyo, fueron a caer en el seno de la burguesía de
su país, procedentes de la explotación sin trabas de los pueblos coloniales;
pero, tarde o temprano, llegará el día que esos pueblos abran también los ojos,
y entonces tendrá que pagar de la manera más cara las pequeñas ventajas de que
disfrutó antes. Los acontecimientos de Asia lo demostrarán así, con meridiana
claridad, en un futuro próximo. Pequeñas ganancias debidas al aumento de las
ocasiones de hallar trabajo y de cobrar mejores salarios, pueden hacer
prosperar al obrero de un Estado afortunado que se abre mercados a costa de
otros. La consecuencia de esto es que ahonda más la división que separa a unos
de otros en el movimiento obrero internacional, división que no logran
desvanecer las más bellas resoluciones de los congresos internacionales. Esta
escisión es la que aleja más y más el día de la liberación del trabajador del
yugo del salario de esclavitud. Desde el momento en que el obrero liga sus
intereses a los de la burguesía de su país en vez de ligarlos a los de su
clase, debe también, naturalmente, cargar con todas las consecuencias que ha de
tener esa relación. Debe estar dispuesto a batirse en las guerras de las clases
detentoras de la riqueza, guerras que desencadenan por el mantenimiento y la
extensión de sus mercados, y defender cualquier injusticia que dichas clases se
lancen a cometer contra otros pueblos. La prensa socialista de Alemania no
hacía más que obrar en forma consecuente cuando pedía, durante la guerra
mundial, la anexión de territorios extranjeros. Era consecuencia inevitable de
la actitud mental y de los métodos que los partidos socialistas políticos
habían mantenido mucho tiempo hasta la conflagración. Hasta que los obreros de
todos los países no estén claramente de acuerdo en que sus intereses son los
mismos en todas las latitudes, e inspirándose en ello aprendan a unirse para
actuar juntos, no podrá decirse que existe una base efectiva para la liberación
internacional de la clase trabajadora.
Cada
época comporta unos problemas peculiares y tiene sus métodos propios para
tratarlos. El problema que se nos plantea en la actualidad es éste: la
liberación del hombre de esa maldición de la explotación económica y de la
esclavitud social. La era de las revoluciones políticas pasó a la historia, y
dondequiera que se produzcan, no alteran en lo más mínimo los fundamentos del
orden social capitalista. Por una parte, cada vez se ve más claro que la
democracia burguesa está en tal decadencia que ya no es capaz de oponer
resistencia verdadera a la amenaza del fascismo. Por otra parte, el socialismo
se ha perdido de tal manera por los cauces secos de la política burguesa, que
ya no siente la menor simpatía por la genuina educación socialista de la masa y
nunca va más allá de abogar por insignificantes reformas. Pero el desarrollo
del capitalismo y el gran Estado moderno, nos han puesto en una situación en la
que vamos a toda vela hacia una catástrofe universal. La última guerra mundial
y sus consecuencias sociales y económicas que hoy siguen constantemente y con
creciente intensidad su obra desastrosa, hasta llegar a convertirse ya en un
verdadero peligro para la misma existencia de la cultura humana, son síntomas
siniestros de unos tiempos que no hay hombre con discernimiento que no acierte
a interpretar. Por consiguiente, nos atañe a nosotros la reconstrucción de la
vida económica de los pueblos, levantándola del suelo y reestructurándola con
espíritu socialista. Pero únicamente los productores están capacitados para
esta obra, ya que ellos son el único elemento creador de valores, del cual
puede surgir un porvenir nuevo. Sus tareas son librar el trabajo de los
grilletes con que lo sujeta la explotación económica, librar a la sociedad de
todos los procedimientos y las instituciones de poder político, y abrir el
camino para llegar a una alianza de agrupaciones libres de hombres y mujeres,
fundadas en el trabajo cooperativo y en una administración pensada con miras al
bien de la comunidad. Preparar a las masas que laboran afanosamente en la
ciudad y en el campo para esta gran finalidad, y unirlas entre sí como fuerza
militante, tal es el objetivo del moderno anarcosindicalismo, y esto llena toda
su misión.
LOS MÉTODOS DEL ANARCOSINDICALISMO.
Anarcosindicalismo
y acción política. - Significación de los derechos políticos. - Acción directa
contra parlamentarismo. - La huelga y su significación para los trabajadores. -
La huelga de solidaridad. - La huelga general. - El boicot. - Sabotaje obrero.
- Sabotaje del capitalismo. - La huelga social como medio de protección social.
- Antimilitarismo.
Con
frecuencia se ha acusado al anarcosindicalismo de no interesarse en la estructura
política de los diversos países y, por consiguiente, de desentenderse de las
luchas políticas de nuestro tiempo, limitando su actividad a la lucha por unas
demandas puramente económicas. Es ésta una idea errónea que nace de una
manifiesta ignorancia o de una deliberada tergiversación de los hechos. No es
la lucha política como tal lo que diferencia a los anarcosindicalistas de los
modernos partidos obreristas, ni en la táctica ni en los principios, sino la
forma de mantener esta lucha y los objetivos que tiene a la vista.
Es
indudable que la mayor satisfacción de aquellos es pensar en el porvenir de una
sociedad sin amos; pero eso no obsta para que ya desde hoy encaminen sus
esfuerzos a restringir la actividad del Estado, bloqueando la influencia de éste
en todos los sectores de la vida, siempre que se ofrezca ocasión. Esta táctica
es la que distingue el procedimiento anarcosindicalista de los propósitos y de
los procedimientos de los partidos obreristas políticos, toda cuya actividad
tiende constantemente a dilatar la esfera de la influencia del poder político
del Estado y a extenderlo cada vez en mayor medida incluso a la vida económica
de la sociedad. Pero con ello sólo se logra preparar ya desde el comienzo el
camino hacia una era de capitalismo de Estado que, si nos atenemos a las
lecciones de la experiencia, puede resultar todo lo contrario de lo que el
socialismo se esfuerza realmente por lograr.
La
actitud del anarcosindicalismo frente al poder político de nuestros días es
exactamente igual a la que adopta frente al sistema de explotación capitalista.
Sus afiliados ven con claridad meridiana que las injusticias sociales de este
sistema no radican en inevitables excrecencias de la vida de relación, sino en
el orden económico capitalista por sí mismo. Mas al mismo tiempo que sus
esfuerzos se dirigen a la abolición de la presente forma de explotación
capitalista y a sustituirlo por un orden socialista, tienen muy en cuenta el
trabajar, en todo momento y por todos los medios a su alcance, por mermar el
provecho de los capitalistas en las actuales condiciones, y elevar la
participación de los auténticos productores en el disfrute de los productos que
elaboran en el mayor grado que las circunstancias permitan.
Los
anarcosindicalistas proceden con la misma táctica en su lucha contra el poder
político que halla, su autentica expresión en el Estado. Reconocen que el
Estado moderno es precisamente consecuencia natural del monopolio económico
capitalista, y que no sirve sino para mantener este estado de cosas poniendo en
juego todos los instrumentos opresores del poder político. Pero si bien están
persuadidos de que al desaparecer el sistema de explotación, también
desaparecerá su instrumento político de protección, dando paso a la
administración de los negocios públicos a base del libre acuerdo, no por eso
dejan de ver, en manera alguna, que los esfuerzos del obrero en el actual orden
político deben tener por inmediato objeto la defensa constante de todos los
derechos políticos y sociales recabados, contra todos los ataques de la
reacción, ampliando sin cesar el ángulo que abarca esos derechos, siempre y
allí donde se presente ocasión.
Porque
de la misma manera que el obrero no puede permanecer indiferente ante las
condiciones económicas de su vida en la sociedad presente, tampoco puede
tenerle sin cuidado la estructura política de su país. Tanto en la lucha por la
defensa de su pan cotidiano como en la propaganda de todo género conducente a
la liberación social, necesita derechos políticos y libertades, y debe luchar
igualmente por éstos siempre que le sean negados, defendiéndolos con toda
energía en cuantas ocasiones se trate de arrebatárselos. Es, por tanto, absurdo
decir que el anarcosindicalismo se desinteresa de las luchas políticas de su
tiempo. La heroica pelea de la CNT en España contra el fascismo, es tal vez la
mejor demostración de que no hay asomo de verdad en esa superchería.
Pero
el punto de ataque en las luchas políticas no está en los cuerpos legislativos,
sino en el pueblo. Los derechos políticos no se engendran en los parlamentos,
antes bien, les son impuestos a éstos desde fuera. Ni siquiera su aprobación y
promulgación ha sido durante mucho tiempo garantía de su cumplimiento. Lo mismo
que los patronos tratan siempre de anular toda concesión que hayan tenido que
hacerle al trabajo, a la menor oportunidad que se les presente, en cuanto notan
el menor síntoma de debilitamiento en las organizaciones obreras, así también
los gobiernos están siempre predispuestos a restringir o a abrogar completamente
los derechos y libertades otorgados, si se imaginan que el pueblo no ha de
oponer resistencia. Incluso en los países en que desde hace tiempo hay esas
cosas que se llaman libertad de prensa, derecho de asociación, y otras por el
estilo, los Gobiernos tratan constantemente de restringir esos derechos o de
interpretarlos a su antojo, por medio de quisquillosidades judiciales. Los
derechos políticos no existen porque hayan tomado estado legal sobre el papel,
sino que empiezan a ser realidad cuando comienzan a formar un hábito nacido en
la propia entraña del pueblo y cuando toda pretensión de reducirlo tropieza con
la resistencia violenta de la multitud. Cuando no ocurre así no hay oposición
parlamentaría ni llamamiento platónico a la constitución que tenga remedio. Se
obliga al respeto por parte de los demás, cuando uno sabe cómo defender su
dignidad de ser humano. Y esto no es sólo verdad respecto a la vida particular,
sino que lo es asimismo en la vida política.
El
pueblo goza de todos los derechos y privilegios políticos de que gozamos todos,
en mayor o menor escala, y eso no es por la buena voluntad de los Gobiernos,
sino gracias a que ha demostrado que tiene fuerza. Los Gobiernos han empleado
siempre todos los medios que han hallado al alcance para evitar el logro de
esos derechos o para convertirlos en pura ilusión. Grandes movimientos de las
masas y completas revoluciones han sido necesarios para arrancar, en ese
forcejeo, los aludidos derechos a las clases rectoras, las cuales jamás
hubieran accedido de buen grado a concederlos. Basta con repasar la historia de
los tres siglos últimos para comprender cuán inhumanas luchas ha costado el
arrancar, pedazo a pedazo, cada derecho a los déspotas. ¡Cuán
duras batallas, por ejemplo, han tenido que librar los trabajadores en
Inglaterra, en Francia, en España y en otros países para obligar a los
Gobiernos a reconocer el derecho de asociación sindical! En Francia, la
prohibición de formar grupos sindicales persistió hasta 1886. A no ser por la
incesante lucha mantenida por los trabajadores, no habría en la actual
República francesa el derecho de agruparse. Hasta que los trabajadores pusieron
al Parlamento ante hechos consumados, el Gobierno no se decidió tomar en
consideración la nueva situación creada y dio sanción legal a los sindicatos. Lo
importante no es que los Gobiernos hayan decidido conceder derechos al pueblo,
sino las razones por las obraron así. Para aquel que no comprenda todo lo
que eso comporta, la historia será siempre un libro cerrado bajo siete sellos.
Claro
que si se acepta la frase cínica de Lenin, de que la libertad no es más que un
«prejuicio burgués», los derechos políticos y las libertades obreras carecen de
sentido. Pero entonces, todas las luchas del pasado, todas las rebeliones y
revoluciones a las que debemos la conquista de esos derechos, serían cosa sin
valor alguno. Para formular semejante sentencia no hubiera valido la pena de
derribar al zarismo, pues la misma censura de Nicolás II no hubiera objetado
nada a la aseveración de que la libertad sea «un prejuicio de la burguesía» Por
lo demás, los grandes teóricos de la reacción, José de Maistre y Luis Bonald,
opinaron de igual modo, aunque sus palabras no fueron las mismas, y los
defensores del absolutismo se mostraron muy reconocidos a ellos.
Pero
los anarcosindicalistas son los que menos pueden equivocarse al juzgar la
importancia de esos derechos de los trabajadores. Si rehuyen toda intervención
en la obra de los parlamentos burgueses, no es porque les repugne la lucha
política en general, sino porque están convencidos de que la actividad
parlamentaria es la forma de lucha política más débil y de menos horizontes.
Para las clases burguesas el sistema parlamentario es, sin duda alguna,
instrumento adecuado para el arreglo de sus conflictos, cuando éstos se
presentan, y para hacer provechosa la colaboración, puesto que todos ellos
tienen el mismo interés en mantener el orden económico vigente y la
organización política que lo sustenta. Ahora bien: cuando hay un interés común,
cabe el mutuo acuerdo, útil a una y otra parte. Mas la situación es muy otra
por lo que al obrero se refiere. Para los trabajadores, el orden económico
existente es el origen de su explotación económica, y el poder organizado del
Estado es el instrumento mediante el cual es mantenida su sujeción política y
social. La más imparcial de las elecciones, no puede correr un velo sobre el
imprudente Contraste que ofrecen las clases ricas y las desposeídas, No sirve
más el sufragio que para dar a un sistema de injusticias sociales un aspecto
legal, y para inducir al esclavizado a que él mismo imprima un sello de
aparente legalidad a su propia servidumbre.
Pero
lo que mayor importancia tiene es la experiencia práctica que ha demostrado que
la participación de los trabajadores en los trabajos parlamentarios, anquilosa
su poder de resistencia y convierte en nada toda su lucha por derrocar el
actual sistema. La participación parlamentaria no ha aproximado a la clase
productora un ápice a su meta final: incluso ha evitado que protegiera los derechos
adquiridos contra los ataques de la reacción, En Prusia, por ejemplo, el mayor
Estado de Alemania en que los socialdemócratas, hasta poco antes de la toma del
poder por Hitler, eran los principales ministros del país, Herr von Papen,
nombrado canciller del Reich por Hindenburg, pudo aventurarse a violar la
constitución del país y a disolver el Ministerio prusiano con la simple ayuda
de un teniente y una docena de soldados. Y cuando el partido socialista,
desamparado, no pudo pensar en otra cosa, después de semejante brecha abierta
en la legalidad más que en apelar al tribunal de garantías del Reich, en vez de
salirles al paso a los perpetradores del golpe de Estado con una abierta
resistencia, la reacción comprendió en el acto que ya nada tenía que temer, y a
partir de aquel momento pudo ofrecer a los obreros lo que se le antojó. El
hecho es que el golpe de Estado de Von Papen fue el primer paso en el camino
que había de conducir muy pronto al Tercer Reich.
Así,
pues, vemos que los anarcosindicalistas no son contrarios, ni mucho menos, a la
lucha política; pero juzgan que también esta lucha debe tomar carácter de
acción directa, pues ésta es la que permite que los instrumentos de combate que
posee el trabajador sean los más eficaces posible. La más insignificante lucha
por cuestión de salarios demuestra claramente que, en cuanto los patronos se
encuentran en situación un poco apurada, el Estado les ofrece la ayuda de la
policía e incluso, según vayan las cosas, la de la tropa, pues así se protegen
los intereses de las clases propietarias, cuando dichos intereses peligran.
Todos los acontecimientos que afectan a la vida de la comunidad son de índole
política. En este sentido, todos los actos de importancia para la economía,
como por ejemplo una huelga general, son asimismo actos políticos, y, por supuesto,
de mucha mayor importancia que cualquier procedimiento parlamentario. Es
también una lucha de carácter político la contienda del anarcosindicalismo
contra el fascismo, como también la propaganda antimilitarista, batalla ésta
que durante varias décadas sólo han sostenido los socialistas libertarios y los
sindicalistas, y que ha costado enormes sacrificios.
Y
hay un hecho indiscutible: cuando los partidos políticos obreristas han querido
que se implantase alguna reforma política decisiva, se han encontrado con que
no podían hacerlo por sus solas fuerzas, y no han tenido más remedio que
confiar completamente en la energía combativa de trabajadora, Así lo demuestran
las huelgas generales políticas de Bélgica, Suecia y Austria para obtener el
sufragio universal. En Rusia, fue la gran huelga general del pueblo laborioso
en 1905, lo que movió en la mano del zar la pluma para firmar la Constitución.
Lo que la heroica lucha de la intelectualidad rusa no había logrado en varias
décadas hizo llegar a término la acción económica conjunta de la clase obrera.
El
foco de la lucha política no radica, pues, en los partidos políticos, sino en
la guerra económica de las organizaciones obreras. El comprenderlo así es lo
que hizo que los anarcosindicalistas concentraran su actividad en la educación
de las masas y en la movilización de su potencialidad económica y social. Éste
es el método que ha servido para realizar algo en todos los momentos decisivos
de la historia. La misma burguesía, en sus luchas contra la aristocracia, ha
recurrido abundantemente a este método: negándose a pagar los impuestos, por el
boicot y la revolución es como ha llegado, retadoramente, a ocupar una
posición dominante en la sociedad. Y tanto peor será para sus representantes de
hoy haber olvidado la historia de sus padres y el aullar sanguinariamente
contra los «métodos ilegales» de los trabajadores en su lucha por libertarse. ¡Como
si alguna vez la ley hubiera permitido, a una clase sometida, sacudirse el
yugo! La Historia no cita ningún ejemplo.
Por
acción directa, los anarcosindicalistas dan a entender todos los procedimientos
inmediatos de guerra contra sus opresores económicos y políticos. Entre esos
procedimientos, los más salientes son: la huelga en sus distintos grados, desde
la simple lucha en demanda de mejora de salarios, hasta la huelga general; el boicot;
las infinitas formas del sabotaje; la propaganda antimilitarista; y en
casos sumamente críticos, como el que se ha presentado actualmente en España,
la resistencia armada del pueblo en defensa de la vida y la libertad.
Entre
estas diversas formas de lucha técnica, la huelga, es decir, la negativa
organizada a trabajar, es la más usada. Desempeña, por lo que a los
trabajadores respecta, un papel equivalente al de los frecuentes levantamientos
de campesinos en la edad feudal. En su forma más sencilla, la huelga es el
medio de mejorar la condición general de la vida del obrero y de defender las
mejoras ya logradas, contra las medidas concertadas de los patronos. Pero la
huelga no es para el proletariado solamente un medio para la defensa de sus
inmediatos intereses económicos, sino que es una escuela constante para el
empleo de su energía o capacidad de resistencia, pues le demuestra, un día y otro,
que el menor de sus derechos tiene que ser ganado por medio de incesante lucha
contra el sistema vigente.
Tanto
las organizaciones combativas de los trabajadores, como la misma lucha
cotidiana en torno al salario, son consecuencia del orden económico capitalista,
y, por consiguiente, constituyen una necesidad vital para el obrero. Sin ello,
éste se vería hundido en el abismo de la miseria. Es cierto que el problema
obrero no puede resolverse solamente con huelgas por el aumento de los
jornales, pero esas huelgas son el mejor instrumento educativo para que los
trabajadores se percaten de la verdadera esencia del problema social,
adiestrándolos en la lucha para la liberación de los sometidos a la esclavitud
económica y social. También tiene un valor axiomático la afirmación de que
mientras el trabajador tenga que vender sus manos o su cerebro a un patrono,
nunca obtendrá más que lo estrictamente indispensable para ir viviendo. Pero
las necesidades indispensables a que tiene que atender no son siempre las mismas,
sino que cambian constantemente con los requerimientos que el trabajador hace a
la vida.
Aquí
llegamos al punto de la significación general cultural que encierra la lucha
del trabajo. La alianza económica de los auténticos productores no sólo les
proporciona un arma para obligar a que se les mejore el nivel de vida, sino que
se convierte para ellos en una escuela práctica, en una universidad de
experiencia, en la que adquieren instrucción e ilustración, en inestimable
medida. Los experimentos y sucesos prácticos de la lucha cotidiana de los
trabajadores se traducen en un precipitado intelectual en sus organizaciones,
ahondando su comprensión y ampliando las perspectivas de su pensamiento. Por la
constante elaboración intelectual de sus experimentos en la vida, se
desarrollan en los individuos necesidades nuevas y nuevos estímulos en
distintos campos de la vida del pensamiento. Precisamente en este desarrollo
estriba la gran significación cultural de esas luchas.
Una
verdadera cultura de la inteligencia y la demanda de más altos reclamos a la
vida son cosas que no pueden producirse mientras el hombre no haya alcanzado
cierto nivel material de vida, que le haga capaz de ello. Sin este preliminar,
toda aspiración intelectual superior queda desplazada. Hombres constantemente
amenazados por una espantosa miseria, apenas pueden concebir nada que se
refiera a altos valores intelectuales. Hasta que los obreros, después de varias
décadas de lucha, no alcanzaron por sí mismos un tipo de vida mejor, no pudo
hablarse entre ellos del desarrollo intelectual y cultural. Y es esta
aspiración de los trabajadores lo que el patrono ve con mayor recelo. Para los
capitalistas, como clase, sigue teniendo todo su significado la conocida frase
del ministro español Bravo Murillo: «No necesitamos hombres que piensen, entre
los obreros; lo que se necesita son bestias de labor»
Uno
de los resultados más importantes de luchas económicas diarias es el desarrollo
del sentido de solidaridad entre los trabajadores, cosa que para ellos tiene un
alcance muy distinto que la coalición política de los partidos, en la que entra
gente de todas las clases sociales. Una sensación de mutua ayuda, cuya fuerza
se renueva constantemente en la brega ininterrumpida por las necesidades de la
vida, que está continuamente reclamando con el máximo apremio la cooperación de
los seres sujetos a las mismas condiciones, obra en forma muy distinta que los
abstractos principios de partido, que, por lo general, no tienen más que un
valor platónico. Nace la conciencia vital de un destino común, y gradualmente
se desarrolla hasta formar un nuevo sentido del derecho, llegando a ser la
condición ética preliminar para todos los esfuerzos de liberación de una clase
oprimida.
Fomentar
y robustecer esta natural solidaridad de los trabajadores y dar a cada
movimiento huelguístico un carácter social más profundo, es una de las tareas
que se han impuesto los anarcosindicalistas. Por eso una de sus armas
preferidas es la huelga por solidaridad, que ha tenido en España un desarrollo
de una amplitud sin igual en otros países. Este procedimiento hace que la
batalla económica se convierta en una verdadera acción de los obreros como
clase. La huelga solidaria es la colaboración de las categorías de industrias
colaterales, pero también de las no relacionadas entre sí, con objeto de
prestar ayuda en la lucha por el triunfo a un determinado ramo, haciendo
extensivo el paro a otras industrias cuando se juzga conveniente. En este caso
los trabajadores no se contentan con prestar socorro económico a sus hermanos
en lucha, sino que van más lejos y, paralizando industrias enteras, causan una
rotura en el conjunto de la vida económica, con objeto de lograr que sus
reclamaciones sean atendidas realmente.
Hoy
que, por la formación de trusts nacionales e internacionales, el
capitalismo privado se va convirtiendo más y más en capitalismo de monopolio,
esta clase de lucha es la única que en muchos casos los trabajadores pueden
tener esperanza de ver victoriosa. A causa de la transformación interna del capitalismo
industrial, la huelga de solidaridad resulta el imperativo de la hora presente
para el proletariado. Así como los patronos, por medio de sus «cartels» y
organizaciones protectoras, se crean una base cada vez más amplia para la
defensa de sus intereses, así también los trabajadores tienen que prestar
atención a la necesidad de crear, por sí mismos, ampliando cada vez más la
alianza de sus organizaciones económicas nacionales e internacionales, la base
necesaria para una acción solidaria de masas, que esté en adecuada proporción
con las exigencias del tiempo. Las huelgas restringidas pierden cada día su
primitiva importancia, aunque no están llamadas a desaparecer del todo. En la
lucha económica moderna entre el capital y el trabajo, la gran huelga, que
abarca la totalidad de importantes industrias, desempeñará cada día un papel
más amplio. Incluso los obreros de las antiguas organizaciones de oficios, que
todavía no están influidos por las ideas socialistas, lo han comprendido así,
como lo demuestra la rápida formación de uniones industriales en Norteamérica,
en contraste con los viejos moldes de la A.F. of L.
La
acción directa ejercida por la organización del trabajo tiene en la huelga
general su expresión más acusada, es decir, la paralización del trabajo en cada
ramo de la producción simultáneamente, para la resistencia organizada del
proletariado con todas las consecuencias que de ello derivan. Es el arma más
poderosa que tienen los trabajadores a su disposición, y ofrece la prueba más
convincente de su fuerza como factor social. Después del Congreso de sindicatos
franceses de Marsella, en 1892, y de los últimos congresos de la CGT
-Confederación General del Trabajo-, en los que por gran mayoría se optó por la
propaganda en favor de la huelga general, los partidos políticos alemanes y de
otros muchos países fueron los que atacaron con mayor violencia esta forma de
acción proletaria, rechazándola como «utópica» «La huelga general es la
demencia general», tal fue la tajante frase de uno de los jefes más destacados
de la socialdemocracia alemana. Pero el gran movimiento de huelgas generales,
que se produjo inmediatamente después de emitido tal juicio, en España,
Bélgica, Italia, Holanda, Rusia y otros países, demostró que la tal «utopía»
entraba dentro del terreno de lo posible y no surgía de la imaginación
calenturienta de unos fanáticos revolucionarios.
Naturalmente
que la huelga general no es un procedimiento al que pueda recurrirse
arbitrariamente, por cualquier motivo. Requiere ciertas premisas sociales que
le den su verdadera fuerza moral y hagan de ella una manifestación de la
voluntad de vastas zonas de la masa popular. La ridícula pretensión, tan a
menudo atribuida al anarcosindicalismo, de que es simplemente bastante
proclamar una huelga general para establecer en pocos días una sociedad
socialista, es una acusación sencillamente estúpida, una invención de
adversarios malintencionados para desacreditar una idea contra la cual no
tienen mejores argumentos.
La
huelga general sirve para varios fines. Puede ser el último grado de unas
huelgas solidarias, como por ejemplo la huelga general de Barcelona en febrero
de 1902, o la de Bilbao en 1903, que permitió a los mineros librarse del odioso
truck system y obligó a los patronos a adoptar medidas sanitarias en las
minas. Puede ser también el medio por el cual la organización trabajadora
procura hacer presión para obtener satisfacción a alguna demanda general, como
por ejemplo en la proyectada huelga general de los Estados Unidos en 1886, para
obligar a que se garantizase la jornada de ocho horas en todas las industrias.
La gran huelga general de los trabajadores ingleses en 1926 fue a consecuencia
de un plan de los patronos que trataban de rebajar el nivel general de la vida
de los obreros, disminuyendo los jornales.
Pero
la huelga general puede tener también objetivos políticos, como por ejemplo la
lucha de los trabajadores españoles en 1904 para libertar a los presos
políticos, o la huelga general de Cataluña en julio de 1909 para obligar al
Gobierno a terminar la guerra de Marruecos. Hay que citar, como de la misma
categoría, la huelga general de los trabajadores alemanes en 1920 que se
produjo después del llamado putsch de Kapp y puso fin a un Gobierno que
había tomado el poder por el procedimiento de la cuartelada; lo mismo fueron
las huelgas de conjunto de Bélgica, en 1903, y de Suecia, en 1909, para recabar
el sufragio universal, y la huelga general de los obreros rusos, en 1905, para
la garantía de la Constitución. Pero en España el movimiento huelguístico,
ampliamente extendido entre los obreros de la ciudad y del campo, después de la
rebelión fascista de 1936, se desarrolló en forma de huelga general social y
condujo a la resistencia armada y, con ello, a la abolición del orden económico
capitalista y a la organización de la vida económica por los mismos obreros.
La
gran importancia de la huelga general está en lo siguiente: de golpe provoca la
paralización de todo el sistema económico y lo sacude hasta los cimientos. Por
otra parte, una acción así no depende de la preparación práctica de todos los
trabajadores, de la misma manera que tampoco todos los ciudadanos de un país
participaron nunca en una brusca transformación política. El que los obreros de
las industrias más importantes, organizados, cesen en el trabajo en un momento
dado, es suficiente para agarrotar todo el mecanismo económico, que no puede
marchar sin la provisión diaria de carbón, energía eléctrica y materias primas
de todo género. Por eso cuando las clases gobernantes se hallan enfrentadas con
un proletariado enérgico, organizado y aleccionado en los conflictos
cotidianos, se percatan de lo que arriesgan en el asunto, y, por encima de
todo, temen adoptar una actitud que podría conducirles a situaciones extremas.
El mismo Juan Jaurés, que, como socialista parlamentario no estaba conforme con
la idea de la huelga general, tuvo que reconocer que tales movimientos eran una
advertencia a las clases posesoras para que obren con prudencia y, sobre todo,
para que renuncien a abolir derechos puramente conquistados, pues saben que eso
podría fácilmente abocarles a la catástrofe.
Pero
en tiempo de crisis social universal, o cuando, como actualmente en España, de
lo que se trata es de proteger a todo un pueblo contra los ataques de la reacción
oscurantista, la huelga general es un arma inestimable. La paralización de toda
la vida pública dificulta el que se pongan de acuerdo los representantes de las
clases dirigentes y los funcionarios locales con el Gobierno central, cuando no
lo impide completamente. Incluso el ejército es en tales casos movido para
otros servicios que los ordinarios en una rebelión política. En el segundo
caso, le basta al Gobierno, mientras cuente con la lealtad de los militares,
concentrar las tropas en la capital y en los puntos más importantes del país,
con objeto de cortar los peligros que podrían alzarse.
Una
huelga general, en cambio, obliga inevitablemente a diseminar las fuerzas
armadas, pues entonces lo que importa es proteger todos los centros importantes
de la industria y el sistema de transporte contra los huelguistas en rebelión.
Ahora bien: esto quiere decir que la disciplina militar, que es mayor cuando la
tropa opera en grandes formaciones, se relaja. Dondequiera que los militares se
hallen en pequeños grupos frente a determinada gente que pelea por su libertad,
hay siempre el peligro de que, al menos una parte de los soldados, reflexione y
comprenda que, al fin y al cabo, está apuntando con las armas a sus propios
padres y hermanos. Porque el militarismo es también fundamentalmente un
problema psicológico, y su funesta influencia se manifiesta invariablemente de
manera más peligrosa cuando a los individuos no se les da medio de pensar en su
dignidad de seres humanos, no se les ofrece ocasión de ver que hay otras
funciones más altas en la vida que entregarse a los designios de un opresor
sanguinario del propio pueblo.
Para
los trabajadores, la huelga general sustituye al levantamiento de barricadas de
las agitaciones políticas. Es para ellos una derivación lógica del sistema
industrial que les convierte hoy en sus víctimas, y les da, a la vez, el arma
más poderosa para recabar la libertad, con tal que tengan la medida de su
fuerza y acierten a emplear dicha arma en forma adecuada. Guillermo Morris, con
la profética visión del poeta, auguró este desarrollo de la situación en su
espléndido libro: News from Nowhere -Noticias de ninguna parte-, en el
que hace preceder la reconstrucción socialista del mundo de una serie de
huelgas de creciente violencia, que destruyen todo el viejo sistema, hasta en
sus más firmes cimientos, hasta que, por fin, los que lo defendían no tienen
más remedio que ceder toda resistencia ante semejante despertar de las masas
laboriosas de la ciudad y del campo.
En
conjunto, el desarrollo del capitalismo moderno, que actualmente va en aumento
como gravísimo peligro para la sociedad, no servirá más que para hacer cada día
más amplia esta visión de a clases trabajadoras. La esterilidad de la
participación de los trabajadores en los parlamentos, que se ve cada día más
claramente en todos los países, obliga a volverse a nuevos métodos para la
defensa eficaz de sus intereses y su eventual liberación del yugo de la
esclavitud del salario.
Otra
forma importante de lucha, de acción directa, es el boicot. Puede ser
empleado por los obreros tanto en su calidad de productores como de
consumidores. La negativa sistemática a adquirir las mercancías procedentes de
aquellas empresas cuyos productos no son elaborados en las condiciones
aprobadas por los sindicatos, puede tener una importancia decisiva,
especialmente en ramos de la industria que provee de mercancías de uso general.
Al mismo tiempo el boicot es muy adecuado para influir en la opinión
pública en favor de los trabajadores, si éstos acompañan su actitud de una
propaganda acertada. El label sindical es un medio para facilitar el boicot,
pues da al comprador la contraseña que le permite distinguir los géneros
que desea de los que quisieran darle de otro origen. Incluso los amos del
Tercer Reich han sufrido las consecuencias de lo que puede ser el boicot en
manos de las grandes masas populares, y así lo reconocieron al declarar que el boicot
internacional a los productos alemanes había causado serios daños a la
exportación alemana. Esta influencia puede aún ser mayor si los sindicatos
hubieran mantenido al público al corriente merced a una incesante propaganda y
si hubieran seguido alentando la protesta contra la abolición del movimiento
obrero en Alemania.
Como
productores, los obreros tienen en el boicot un medio de imponer el
embargo a las empresas fabriles que se mostrasen especialmente hostiles a la
organización sindical. En Barcelona, Valencia y Cádiz, la negativa de los
estibadores a descargar buques alemanes obligó a los capitanes de los mismos a
ir a dejar el cargamento a puertos del norte de ÃÂチfrica. Si los sindicatos de otros países hubieran obrado de
la misma manera, hubieran obtenido resultados sin comparación superiores al de
las protestas platónicas. Sea como quiera, el boicot es uno de los
recursos de lucha más eficaces que tiene en sus manos la clase trabajadora, y
cuanto más se percaten los obreros de este medio, tanto mayor será su
comprensión y su éxito en los problemas de la lucha cotidiana.
Entre
las armas del repertorio anarcosindicalista, el sabottage es la más
temida por los patronos y la más condenada como «ilegal». En realidad se trata
de un método económico de guerrilla, tan antiguo como el mismo método de
explotación y de opresión política. En algunos casos, es un recurso obligado si
fallan los demás medios puestos en juego. El sabotaje consiste en que los
trabajadores opongan los mayores obstáculos posibles a la marcha del trabajo
normal. En general, así se procede cuando los patronos, valiéndose de unas
circunstancias económicas adversas a la industria, o de otra causa, ven una
ocasión de aprovecharse y tratan de rebajar el nivel de vida del trabajador,
por la disminución de los salarios y el aumento de la jornada de labor. La
palabra misma está tomada del vocablo francés sabot -zueco-, y se da a entender
con ello que el trabajo se haga torpemente, como a golpes de zueco. El
significado total de la palabra sabottage se expresa hoy en este
principio: a malos jornales, mal trabajo. Es ésta una consideración a la que
también los patronos se atienen al calcular el precio según la calidad de la
mercancía. El productor, el obrero, se encuentra en idéntica posición: sus
productos son su poder de trabajo y es sencillamente natural que trate de
disponer de él en las mejores condiciones que pueda obtener.
Pero
cuando el patrono se aprovecha de la mala situación del producto para imponerle
un precio a su trabajo, lo más bajo posible, no debe extrañarse de que procure
defenderse lo mejor que pueda. Y que para lograrlo emplee los recursos que las
circunstancias le deparan. Los obreros ingleses ya lo hacían así antes de que
se hablara en el Continente de sindicalismo revolucionario. En realidad, la
política denominada ca' canny -ir despacio- que, según la palabra
indica, los trabajadores ingleses tomaron de sus hermanos los obreros de
Escocia, era ya la primera y más eficaz forma de sabotaje. En todas las
industrias actuales hay mil medios por los cuales los trabajadores pueden
entorpecer la producción: en todas partes, por el moderno sistema de división
del trabajo, la menor perturbación en un ramo de la industria puede provocar la
parálisis de la totalidad del proceso de la producción. Así, los ferroviarios
de Francia y de Italia, por el procedimiento de la llamada grève perlée -huelga
de sarta de perlas- desbarataron todo el sistema de transportes. Para ello no
tuvieron que hacer más que atenerse estrictamente a la letra de las leyes
vigentes de transporte, lo cual hizo que fuera imposible que llegase ningún
tren puntualmente a destino. Cuando los patronos se encuentran ante el hecho de
que incluso en una situación desfavorable para los obreros, en la que éstos no
podrían arrostrar una huelga, tienen aún medios de defensa poderosos, se
convencerán de que no les trae cuenta aprovechar determinada situación, dura,
para imponer a los operarios condiciones de vida más duras aún.
La
llamada sit down strike -huelga sentada, o de brazos caídos- que con tal
rapidez se corrió de Europa a los Estados Unidos y que consiste en que los
trabajadores se mantengan en la fábrica día y noche, sin mover un dedo, con
objeto de impedir completamente que sean sustituidos por esquiroles, entra
también en él orden del sabotaje. Con frecuencia el sabotaje se produce así: antes
de una huelga, los obreros ponen las máquinas en forma que no puedan ser
utilizadas fácilmente por suplentes de los huelguistas, o imposibles de
funcionar en bastante tiempo. En ningún campo hay tanto margen para la
imaginación del operario como en éste. Pero el sabotaje de los trabajadores
siempre se dirige contra los patronos, nunca contra el consumidor. En su
informe ante el congreso de la CGT, celebrado en Toulouse, en 1897, Emilio
Pouget hizo especial hincapié sobre este punto. Todas las noticias burguesas
que atribuían a los panaderos haber amasado pan con pedazos de vidrio, o a los
trabajadores de las granjas el haber envenenado la leche, y otras por el
estilo, son infames patrañas con las que se trata de suscitar prevenciones en
el público contra los obreros. El sabotear a los consumidores es privilegio
ancestral de los patronos. La adulteración intencionada de las viandas, la
edificación de míseros antros -slums- y viviendas malsanas con el
material peor y más barato; la destrucción de grandes cantidades de productos
alimenticios, para mantener los precios, cuando hay millones de seres que
perecen en la más espantosa miseria; los constantes esfuerzos patronales para
deprimir lo más posible el nivel de la subsistencia de los trabajadores con el
afán de aumentar sus ganancias; la impúdica costumbre de las industrias de
armamento de proporcionar a otros países equipos completos de guerra, que, si
llega el caso, serán empleados para devastar el país que los produjo, éstos y
otros muchos, son ejemplos sueltos de una inacabable lista de tipos de sabotaje
empleados por los capitalistas contra su propio pueblo.
Otra
manera efectiva de proceder según la acción directa es la huelga social, que
en un próximo futuro tendrá que desempeñar un papel mucho más importante. No
tiene por objeto tanto los intereses de la clase productora como la protección
de la comunidad contra las manifestaciones más perniciosas del presente
sistema. La huelga social se encamina a recargar sobre el patrono sus
responsabilidades para con el público. Tienen primordialmente en vista la
protección de los consumidores, de los que son mayoría los mismos obreros.
Hasta el presente, la misión sindical casi se ha limitado a proteger al obrero
como productor. Mientras el patrono respetase el horario de labor convenido y
abonase los jornales establecidos, su tarea estaba cumplida. En resumen: el
sindicato se interesaba solamente por las condiciones en que sus miembros
trabajasen, no en la clase de trabajo que hicieran. Teóricamente, es cierto
que las relaciones entre el obrero y el patrono se fundan en un contrato
establecido para el cumplimiento de algo definido. El objeto en este caso es la
producción social. Pero un contrato sólo tiene sentido cuando ambas partes
participan por igual en el propósito convenido. En realidad, el obrero, hoy
día, no tiene voz en las funciones de determinar la producción, porque sobre
esto toda la atribución se la reserva el patrono. Consecuencia: el obrero se ve
rebajado a hacer mil cosas que continuamente sirven sólo para perjudicar a toda
la comunidad, en beneficio del patrono. Se ve obligado el trabajador a emplear
materias ínfimas y aun dañosas, en la elaboración de productos; a levantar
miserables viviendas, a aprovechar alimentos averiados y a perpetrar infinidad
de actos ideados para engañar al consumidor.
Los
anarcosindicalistas opinan que la gran tarea futura de los sindicatos consiste
en intervenir enérgicamente en esto. Un primer paso en este sentido haría que,
al mismo tiempo, la posición social del obrero se elevase y confirmase en gran
medida esta posición. Ya se han hecho varios esfuerzos en este terreno, que dan
testimonio de la nueva tendencia, como en Barcelona, cuando los obreros de la
construcción se declararon en huelga, negándose a emplear material inferior y
desecho de derribos para las casas de los obreros (1902); la huelga de varios
restaurantes de París, por negarse los empleados de la cocina a guisar comida
barata y en mal estado (1906); y otros casos recientes con los que se podría
hacer una lista considerable, casos que demuestran cómo aumenta el sentido de
responsabilidad de los obreros respecto a la sociedad. La resolución de los
trabajadores alemanes de las fábricas de armamento en el congreso de Erfurt
(1919), en la que se declaraba que no se debían hacer más instrumentos de
guerra y que había que obligar a los patronos a transformar las fábricas para
otros usos, es un acto que entra de lleno en esta categoría. Y lo cierto es que
dicha resolución se mantuvo lo menos dos años, hasta que la quebrantaron las
centrales de la organización sindical. Los trabajadores anarcosindicalistas de
Soemmerda resistieron con energía hasta el último momento, y por fin se vieron
sustituidos por miembros de los sindicatos libres.
Como
declarados adversarios de todas las ambiciones nacionalistas, los sindicalistas
revolucionarios de los países latinos han consagrado siempre una parte
considerable de su actividad a la propaganda antimilitarista, procurando
mantener entre los soldados, bajo la apariencia del uniforme, a los obreros
leales a su clase, y evitar que hicieran armas contra sus hermanos en tiempos
de huelga. Esto les ha costado muchos sacrificios; pero nunca han cejado en sus
esfuerzos, pues saben que sólo manteniendo una guerra sin tregua contra los poderes
dominadores pueden recobrar sus derechos. Al mismo tiempo, la propaganda
antimilitarista contribuye a oponer en gran manera la huelga general al peligro
de guerras futuras. Los anarcosindicalistas se percatan de que las guerras
únicamente se libran en provecho de las clases dirigentes; por consiguiente,
estiman que es legítimo todo medio encaminado a evitar la matanza organizada de
pueblos. También en este terreno los obreros tienen todos los resortes en sus
manos, Y sólo necesitan la voluntad y la energía moral para ponerlos en juego.
Ante
todo, es necesario curar al movimiento obrerista de su fosilización interna y
librarlo de los lemas con signas hueros, propios de los partidos políticos,
para que avance intelectualmente y desarrolle en sí mismo las cualidades
creadoras que deben preceder a la realización del socialismo. El que esto es
posible en la práctica tiene que llegar a ser convicción íntima de los
trabajadores y cristalizar en una necesidad ética. La gran meta final del
socialismo debe surgir de las luchas sostenidas un día y otro, a las que este
objetivo da un carácter eminentemente social. En la pequeña refriega cotidiana,
nacida de las necesidades de cada momento, debe reflejarse la gran meta de la
liberación social, y cada una de esas batallas contribuirá a allanar el camino
y a robustecer el espíritu que transforma íntimos anhelos de los que las
sostienen en voluntad y en acción.
EVOLUCIÓN DEL ANARCOSINDICALISMO.
El
sindicalismo revolucionario en Francia y su influencia en el movimiento obrero
de Europa. Los trabajadores industriales del mundo. El sindicalismo después de
la guerra mundial.-Los sindicalistas y la Tercera Internacional. - Fundación de
la nueva Asociación Internacional de los Trabajadores, - El anarcosindicalismo
en España, en Portugal, en Italia, en Francia, en Alemania, en Suecia, en
Holanda, en Sudamérica.
El
moderno movimiento anarcosindicalista de Europa, a excepción de España, donde,
desde los días de la Primera Internacional, ha sido la tendencia preponderante
del movimiento obrero, debe su origen al levantamiento del sindicalismo
revolucionario en Francia, con su campo de influencia, la CGT. Este movimiento
se desarrolló con gran espontaneidad entre la clase trabajadora francesa, en
reacción contra el socialismo político, cuyas divisiones impidieron durante
mucho tiempo el movimiento de unificación sindical. Luego de la caída de la Commune
de París y de ser puesta fuera de la ley la Internacional en Francia, el
movimiento obrero tomó en ese país un carácter completamente incoloro, y fue a
dar de lleno bajo la influencia del republicano burgués J. Barberet, cuyo lema
era «¡Armonía entre el capital y el trabajo!»
Hasta el congreso de Marsella (1879) no se volvieron a manifestar tendencias
socialistas, y entonces nació la Fédération des Travailleurs, para
quedar muy pronto, completamente bajo la influencia de los llamados
colectivistas.
Pero
ni siquiera los colectivistas se mantuvieron mucho tiempo unidos, y el congreso
de Saint-Etienne (1882) abrió una división en dicho movimiento. Una sección
siguió la escuela del marxista Julio Guesde y fundó el Parti Ouvrier Français, en
tanto que la otra porción se adhirió al ex anarquista Pablo Brouse para
constituir el Parti Ouvrier Révolutionnaire Socialiste Français. El
primero tuvo su principal apoyo en la Fédération Nationale des Syndicats, y
el segundo en la Fédération des Bourses du Travail de France. Al cabo de
poco tiempo, los llamados allemanistes, por ser su jefe Juan Alleman, se
apartaron de los brousistes y llegaron a tener mucha influencia en
algunos de los sindicatos más importantes. Éstos renunciaron completamente a la
actuación parlamentaria. Aparte de éstos, figuraban los blanquistas, unidos
en el Comité Révolutionnaire Central, y los socialistas independientes
que pertenecían a la Société pour l'Economie Sociale, fundada en 1885
por Benito Malon y de la que salieron Juan Jaurés y Millerand.
Todos
estos partidos, a excepción de los blanquistas, vieron en los sindicatos
colegios de reclutamiento para reforzar sus objetivos políticos, sin la menor
idea de sus verdaderas funciones. La constante disensión entre los diversos
partidos socialistas repercutió, naturalmente, en los sindicatos, hasta el
extremo de que cuando los sindicatos de un ramo iban a la huelga, los de otra fracción
se apresuraban a hacer de esquiroles. Tan insostenible situación tuvo
que abrir gradualmente los ojos de los trabajadores, en un despertar para el
que la propaganda antiparlamentaria de los anarquistas, los cuales, desde 1883,
habían logrado tener gran predicamento entre los obreros de París y de Lyon,
contribuyó en gran manera. El congreso de sindicatos de Nantes (1894) encargó a
un comité especial la labor de estudiar los medios más adecuados para arbitrar
una inteligencia mutua entre las alianzas de los núcleos de trabajadores. El
resultado fue la fundación, en el congreso de Limoges, de la CGT, que se
declaró independiente de todos los partidos. Fue la renuncia decisiva de los
sindicatos al socialismo político, cuyos manejos habían anquilosado el
movimiento socialista francés durante varios años y le habían privado de sus
armas más eficaces para luchar por libertarse.
A
partir de aquel momento sólo han existido en Francia dos grandes agrupaciones
sindicales: la CGT -Confederación General del Trabajo- y la Federación de
Bolsas del Trabajo, hasta 1902; ésta, en el congreso de Montpellier, se unió a
la CGT. Esto produjo la unificación, prácticamente, de los sindicatos. Estos
esfuerzos de unificación y organización de los trabajadores fueron precedidos
de intensa propaganda para la huelga general, en favor de la cual se habían
manifestado ya en gran mayoría los congresos de Marsella (1892), París (1893) y
Nantes (1894). El primero que sugirió la idea de la huelga general fue el
carpintero anarquista Tortellier, a quien había impresionado profundamente el
movimiento de huelga general de los Estados Unidos de 1886-87, idea que fue
adoptada más tarde por los allemanistas, en tanto que Julio Guesde y los
marxistas franceses se pronunciaron enérgicamente contra la misma. Esto no
obstante, ambos movimientos proporcionaron a la CGT un buen número de sus
representantes más señalados: de los allemanistas especialmente procedía N.
Griffuelhes; de los anarquistas, F. Pelloutier, el fervoroso y muy inteligente
secretario de la Federación de Bolsas de Trabajo; E. Pouget, director del
órgano oficial de la CGT. La Voix du Peuple; P. Delesalle, G. Yvetot y
otros muchos. Es corriente hallar en otros todavía la idea lanzada por Werner
Sombart especialmente, de que el sindicalismo revolucionario en Francia fue
originado por intelectuales como G. Sorel, E. Berth y H. Lagardelle, quienes,
en el periódico Le Mouvement Socialiste, fundado en 1899, elaboraron a
su manera los resultados intelectuales del nuevo movimiento. Eso es completamente
falso. Esos hombres nunca pertenecieron en verdad al movimiento, ni ejercieron
la menor influencia en su desenvolvimiento interno. Además, la CGT no estaba
compuesta exclusivamente por sindicatos revolucionarios; lo cierto es que un
cincuenta por ciento de sus prosélitos eran reformistas en sus preferencias y
sólo se adhirieron a la CGT porque reconocían que la dependencia en que habían
estado los sindicatos de los partidos políticos era una desdicha para el
movimiento. Pero el ala revolucionaria, que tenía de su parte a los elementos
más enérgicos y activos en la organización del trabajo y que tenía bajo su
alcance lo mejor de las fuerzas intelectuales de la organización, es la que dio
a la CGT su aire característico, y fueron ellos, exclusivamente, quienes
determinaron el desarrollo de las ideas del sindicalismo revolucionario.
Este
desarrollo hizo que las ideas de la vieja Internacional cobraran nueva vida, y
se inició ese período de tormenta y tensión del movimiento obrero francés,
cuyas influencias revolucionarias se dejaron sentir hasta muy lejos de las
fronteras de Francia. Los grandes movimientos huelguísticos y las incontables
causas instruidas contra la CGT por iniciativa gubernamental, no podían menos
que robustecer su vena revolucionaria, permitiendo que las nuevas ideas se
abrieran paso en Suiza, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica, Bohemia y los
países escandinavos. En Inglaterra, la Syndicalist Education League, fundada
por Tom Mann y Guy Bowman y cuyas enseñanzas influyeron poderosamente, sobre
todo en las filas del ramo del transporte, como se puso de manifiesto en los
grandes movimientos huelguísticos de aquel tiempo, también era fruto de la
irradiación del sindicalismo francés.
La
influencia del sindicalismo francés en el movimiento internacional del trabajo
se robusteció a causa de la crisis interna que por entonces minaba a casi todos
los partidos socialistas. La contienda librada entre los llamados revisionistas
y los marxistas íntegros, y, sobre todo, el hecho de que su misma actividad
parlamentaria obligó a los más tenaces adversarios del revisionismo a seguir en
la práctica el camino del revisionismo, hizo que los elementos más capaces
reflexionaran seriamente. Y así ocurrió que la mayoría de los partidos se
hallaron con que la fuerza de los hechos les obligó a hacer ciertas concesiones
a la idea sindicalista de la huelga general. Antes de que así ocurriera, el
avanzado del movimiento obrero holandés, Domela Niewenhuis, presentó ante el
Congreso Internacional Socialista de Bruselas (1891) una proposición encaminada
a ahuyentar el peligro creciente de una guerra, por medio de la preparación del
proletariado para la huelga general, proposición que fue duramente combatida
por Guillermo Liebknecht en particular. A pesar de esta oposición, casi todos
los congresos se vieron obligados a ocuparse cada vez más de esta cuestión.
En
el congreso socialista de París, de 1899, el que había de ser ministro,
Arístides Briand, abogó por la huelga general con toda su fogosa elocuencia y
logró que fuera aprobada una resolución en tal sentido. Incluso los guesdistas
franceses, que antes habían sido los enemigos más enconados de la huelga
general, se vieron en el congreso de Lilla, de 1904, en el trance de aprobar
una resolución en favor de la misma, pues temían, si no, perder todo su
predicamento entre los trabajadores. Claro que nada se salió ganando
prácticamente con tales concesiones. El oscilar entre el parlamentarismo y la
acción directa, no podía sino causar desconcierto. Hombres rectos y decididos
como Domela Niewenhuis y sus adictos, en Holanda, y los allemanistas en
Francia, sacaron la inevitable consecuencia de su nueva concepción, y se
retiraron en absoluto de la actuación parlamentaria; para los demás, en cambio,
sus concesiones a la idea de la huelga general no fueron más que hueco
palabrerío, sin comprensión alguna en el fondo. Adonde podía conducir eso se
vio prácticamente en el caso de Briand, quien, como ministro, se encontró en la
situación tragicómica de prohibir la difusión de su propio discurso en favor de
la huelga general, que la CGT había impreso y distribuido en cantidades de
cientos de miles.
Independientemente
del sindicalismo europeo, se desarrolló en los Estados Unidos el movimiento
denominado Industrial Workers of the World -Trabajadores
industriales del mundo-, que fue una manifestación genuina, nacida de las
condiciones de aquel país. Sin embargo, ofrecía de común con el sindicalismo
los métodos de acción directa y la idea de una reorganización socialista de la
comunidad humana, efectuada por las organizaciones agrícolas e industriales de
los mismos trabajadores. En el congreso de Chicago, donde fue fundado (1905),
se hallaron representados los más diversos elementos radicales del movimiento
obrero norteamericano: Eugenio Debs, Bill Haywood, Carlos Moyer, Daniel de
León, W. Trautmann, Mother Jones, Lucy Parsons y otros muchos. Su sección más
importante, durante mucho tiempo, fue la Western, Federation of Miners -Federación
de Mineros del Oeste-, cuyo nombre se popularizó en todas partes por las
generosas y abnegadas luchas del trabajo en Colorado, Montana e Idaho. Hasta el
gran movimiento por la jornada de ocho horas, en 1886-87, que tuvo el final
trágico de la ejecución de los anarquistas Spies, Parsons, Fischer, Engel y Lingg,
el 11 de noviembre de 1887, el movimiento obrero norteamericano había estado en
un ahogamiento espiritual. Se creyó que con la fundación de los IWW iba a ser
posible volver el movimiento a su forma revolucionaria y hubo una expectación
que por ahora ha resultado defraudada. Lo que distinguía a los IWW de los
sindicalistas europeos eran su firmes puntos de vista marxistas, que les habían
sido impresos especialmente por Daniel de Leon, en tanto que los sindicalistas
de Europa adoptaron francamente las ideas socialistas del ala libertaria de la
Primera Internacional.
Los
IWW tenían su mayor fuerza entre los trabajadores sin residencia fija del
Oeste, aunque también alcanzó alguna influencia entre los obreros de las
fábricas de los Estados del Este, y dirigió un número considerable de huelgas
muy extensas, que pusieron en todos los labios el nombre de los Wobblies. Tomaron
parte muy principal en las enconadas batallas libradas por salvaguardar la
libertad de palabra en los Estados del Oeste, a costa de terribles sacrificios
en vidas y en libertad. Sus afiliados llenaban las cárceles. A muchos los
alquitranaban y cubrían de plumas sus fanáticos guardianes, o eran linchados.
La matanza de Everett, en 1916; la ejecución del poeta obrerista Joe Hill, en
1915; el asunto Centralia en 1919, entre otros muchos casos semejantes en los
que los obreros, indefensos, caían víctimas de la represión capitalista, son
unos escasos ejemplos que señalan los hitos de la historia de sacrificio de los
IWW.
El
estallido de la guerra mundial afectó al movimiento obrero, como una catástrofe
de la Naturaleza, que tuvo un enorme alcance. Después del atentado de Sarajevo,
cuando todo el mundo presentía que Europa marchaba a toda vela hacia la
conflagración general, la CGT propuso a los jefes de los sindicatos alemanes
que las dos organizaciones obreras de ambos países se unieran en una acción
conjunta para salir al paso de la catástrofe que amenazaba. Pero los dirigentes
alemanes, que siempre se habían opuesto a la acción directa de las masas y que
en sus largos años de rutina parlamentaria habían perdido toda clase de
iniciativa revolucionaria, no accedieron a la proposición. Así fracasó el
último recurso para detener la espantosa catástrofe.
Después
de la guerra, los pueblos se hallaron ante una nueva situación. Europa sangraba
por mil heridas y se retorcía como en los dolores de la fiebre. En la Europa
Central, el viejo régimen había sufrido un colapso. Rusia se encontró en medio
de una revolución social, cuyo fin era imprevisible para todos. De todos los
acontecimientos que siguieron a la guerra, los de Rusia fueron los que más
profundamente impresionaron a los trabajadores de todo el mundo. Tuvieron, por
instinto, la sensación de que se hallaban en medio de una situación
revolucionaria y que si nada decisivo salía de todo ello, las esperanzas de las
clases laboriosas se desvanecerían por muchos años. Los trabajadores se
percataron de que un sistema que no había sido capaz de evitar la espantosa
catástrofe de la guerra mundial, sino que, por el contrario, durante largos
años había arrastrado a los pueblos al matadero, había hipotecado por este
hecho su derecho a la existencia, y aplaudían todo esfuerzo que se hiciera con
el propósito de sacar al mundo del caos político y económico en que le había
dejado la guerra. Esto explica que pusieran tan altas esperanzas en la
revolución rusa y creyeran que indicaba la inauguración de una nueva era en la
historia de los pueblos de Europa.
En
1919, el partido bolchevique, que habla alcanzado el poder en Rusia, lanzó un
llamamiento a todos los trabajadores revolucionarios del mundo, invitándoles a
celebrar un congreso, que debía tener efecto en Rusia al año siguiente, con
objeto de fundar una nueva Internacional. Por entonces no había partidos
comunistas más que en contados países; en cambio, en España, Portugal, Italia,
Francia, Holanda, Suecia, Alemania, Inglaterra y los países del Norte y sur de
América, había organizaciones sindicales, algunas de las cuales ejercían una
poderosa influencia. Importaba, por consiguiente, mucho a Lenin y a sus adictos
el atraerse a estas organizaciones, pues se había enajenado ya a los partidos
socialistas-laboristas y difícilmente contaría con el apoyo de los mismos. Se
dio, pues, el caso de que en el congreso para la fundación de la Tercera
Internacional, en el verano de 1920, estuvieron representadas casi todas las
organizaciones sindicalistas y anarcosindicalistas de Europa.
Pero
las impresiones que recibieron los delegados sindicalistas en Rusia no fueron tales
que les permitieran estimar deseable, ni posible, la colaboración con los
comunistas. La «dictadura del proletariado» había comenzado a dar muestras de
su presencia, en su peor aspecto. Llenas estaban las cárceles de socialistas de
todas las escuelas, entre ellos muchos anarquistas y anarcosindicalistas. Pero,
sobre todo, era evidente que la nueva casta dominante no estaba capacitada para
realizar una reconstrucción socialista genuina.
La
fundación de la Tercera Internacional, con su mecanismo dictatorial de
organización y en su esfuerzo por convertir todo el movimiento obrero de Europa
en instrumento de la política exterior del Estado bolchevique, demostró
enseguida a los sindicalistas que no cabían en tal organización. Pero les era
muy necesario a los bolcheviques, y especialmente a Lenin, el establecer un
apoyo en las organizaciones sindicalistas del extranjero, pues su importancia,
especialmente en los países latinos, era bien conocida. Por esta razón se
decidió a establecer, paralelamente a la Tercera Internacional, otra alianza
internacional de todos los sindicatos revolucionarios, de la que no quedara
excluida ninguna organización sindical, fuera del matiz que fuese. Los
delegados sindicales se mostraron conformes con tal proposición, y comenzaron a
negociar con Losovsky, comisario de la Internacional comunista. Pero pidió que
la nueva organización quedase subordinada a la Tercera Internacional, y que los
sindicalistas de todas partes se colocaran bajo la dirección de los partidos
comunistas de los respectivos países, pretensión que fue unánimemente rechazada
por los delegados sindicales. Como quiera que no pudieran ponerse de acuerdo,
se convino, por fin, en convocar para el año siguiente, 1921, en Moscú, un
congreso internacional de sindicales, y aplazar la solución del asunto hasta
entonces.
En
diciembre de 1920 fue convocada en Berlín una conferencia, con objeto de tomar
una decisión respecto a la actitud que debía ser adoptada ante la proximidad
del congreso de Moscú. La conferencia acordó siete puntos, de cuya aceptación
dependía su ingreso en la Internacional Sindical Roja. El más importante de
aquellos siete puntos era la absoluta independencia del movimiento respecto de
los partidos políticos y la confirmación del punto de vista de que la reorganización
proletaria de la sociedad no podía llevarse a efecto sino por medio de las
organizaciones económicas de las mismas clases productoras. En el congreso de
Moscú del año siguiente, las organizaciones sindicalistas estuvieron en
minoría. La Alianza Central de las Uniones Rusas del Trabajo dominó
completamente la situación y aprobó todas sus resoluciones.
En
concomitancia con el decimotercer congreso de la FAUD -Freie Arbeiter-Union
Deutschlands: Unión de los Trabajadores Libres de Alemania-, se reunió en
Düsseldorf, en octubre de 1921, una
conferencia internacional de organizaciones sindicales, a la que asistieron
delegados de Alemania, Suecia, Holanda, Checoslovaquia y de los IWW de los
Estados Unidos. Esta conferencia votó por la convocatoria de un congreso
internacional de sindicales para la primavera de 1922. Se eligió Berlín como
lugar de reunión. Para preparar dicho congreso, se celebró una reunión en julio
de 1922, en dicha capital, en la que estuvieron representadas Francia,
Alemania, Noruega, Suecia, Holanda, España y asimismo los sindicalistas
revolucionarios de Rusia. También envió un delegado la Alianza Central de
sindicatos rusos, que hizo todo lo posible por evitar la convocatoria del
congreso, y que, al no lograrlo, abandonó la conferencia. La conferencia
redactó una declaración de los principios del sindicalismo revolucionario, que
debía ser sometida a la consideración del anunciado congreso y se hicieron
todos los preparativos para que le mismo resultara un éxito.
El
Congreso Internacional de Sindicales estuvo reunido en Berlín el 25 de
diciembre de 1922 hasta el 2 de enero de 1923, y en él estuvieron representadas
las siguientes organizaciones: Federación Obrera Regional Argentina, con
200.000 afiliados; Trabajadores Industriales del Mundo, de Chile, con 20.000;
Unión para la Propaganda Sindicalista, de Dinamarca, con 600; la Freie
Arbeiter Union, de Alemania, con 120.000; el National Arbeids
Sekretariaat, de Holanda, con 22.500; Unione Sindicale Italiana, con
500.000; Confederación General de Trabajadores, de Méjico, con 30.000; Norsk
Syndikalistik Federation, de Noruega, con 20.000; Confederaçao Geral do Travalho, de Portugal, con 150.000; Sveriges Arbetares
Centralorganisation, de Suecia, con 32.000. La CNT española no pudo asistir
por hallarse en aquellos días empeñada en la terrible lucha con la dictadura de
Primo de Rivera, pero reafirmó su adhesión en el congreso secreto que tuvo
lugar en Zaragoza en octubre de 1923. En Francia, cuya CGT sufrió una escisión
al terminar la guerra, formándose la CGTU, esta última se había ya unido a
moscovitas. Pero en la organización quedaba una minoría que acordó la creación
del Comité de Défense Syndicaliste Révolutionnaire. Este comité, que
representaba unos 100.000 trabajadores, tornó parte activa en las
deliberaciones del Congreso de Berlín. También estuvieron representadas las
organizaciones parisienses Fédération du Bátiment Ramo de la
construcción- y la Fédération des Jeunesses de la Seine. Dos delegados
asistieron en nombre de la minoría sindicalista de las uniones rusas del
trabajo.
El
Congreso resolvió por unanimidad crear una alianza internacional de todas las
organizaciones sindicales, bajo la denominación de Asociación Internacional
de los Trabajadores. Aprobó la declaración de principios que había sido
redactada en la conferencia preliminar de Berlín, en la que se hacía una franca
profesión de anarcosindicalismo. El segundo párrafo de dicha declaración dice:
«El
Sindicalismo Revolucionario es enemigo declarado de toda forma de monopolio
económico y social, y se propone su abolición por medio de comunidades
económicas y de órganos administrativos de los trabajadores del campo y de las
fábricas, a base de un sistema de consejos libres, completamente emancipados de
toda subordinación a ningún gobierno ni partido político. Contra la política
del Estado y de los partidos, levanta la organización económica del trabajo;
contra el gobierno de los hombres, proclama la administración de las cosas. Por
consiguiente, su objetivo no es la conquista del poder político, sino la
abolición de toda función del Estado en la vida social. Estima que, juntamente
con el monopolio de la propiedad, debe desaparecer el monopolio del dominio, y
que toda forma de Estado, incluso la dictadura proletaria, será siempre
engendradora de nuevos monopolios y de nuevos privilegios: nunca podría ser
instrumento de liberación»
Con
esto, la ruptura con el bolchevismo y sus adictos en todos los países era
definitiva. La AIT -o IWMA-, a partir de entonces, siguió su propio camino y
ganó terreno en varios países que no habían estado representados en el congreso
en que fue fundada. Sostiene sus congresos internacionales, publica sus
boletines y ensambla las relaciones entre las organizaciones sindicales de
distintos países. Entre todas las alianzas internacionales del trabajo
organizado, es la que mantiene con más lealtad las tradiciones de la Primera
Internacional.
La
organización más poderosa e influyente de la AIT es la CNT de España, la cual,
en la actualidad está desempeñando un papel histórico en la vida de Europa y
que, además, está llevando a cabo una de las tareas más arduas que se le hayan
planteado nunca a una organización de trabajadores. La CNT fue fundada en 1911
y en pocos años contó entre sus afiliados más de un millón de obreros y
campesinos. Pero la organización era nueva sólo en cuanto al nombre, no por sus
propósitos y sus procedimientos. La historia del movimiento obrero
español ofrece períodos en los que su actividad queda bruscamente cortada por
la reacción, y entonces tiene que llevar una existencia oculta. Pero pasado
cada período de represión, vuelve a organizarse. Cambia el nombre, y el
objetivo continúa siendo el mismo. El movimiento proletario en España arranca
de 1840, año en que el tejedor Juan Munt fundó en Barcelona el primer sindicato
de trabajadores textiles. El Gobierno mandó entonces a Cataluña al general
Zapatero, con la misión de ahogar el movimiento. Esta actitud dio por
resultado la gran huelga general de 1855, que originó una franca rebelión de
los obreros que inscribieron en sus enseñas estas palabras: «¡Asociación
o Muerte!» La rebelión fue reprimida sangrientamente, pero el movimiento
prosiguió clandestinamente, hasta que más tarde el Gobierno reconoció a los
trabajadores el derecho de asociación.
Este
primer movimiento de los obreros españoles estaba grandemente influido por las
ideas de Pi y Margall, jefe de los federales y discípulo de Proudhon. Pi y
Margall era uno de los pensadores de su tiempo y ejerció poderosa influencia en
el desarrollo de las ideas libertarias en España. Sus ideas políticas ofrecen
semejanza con las de Ricardo Price, José Priestley, Thomas Paine, Jefferson y
otros representantes de la primera época del liberalismo angloamericano.
Deseaba limitar al mínimo el Poder del Estado y sustituir esa institución
gradualmente por un orden de economía socialista. En 1868, después de la
abdicación de Amadeo I, Bakunin dirigió su célebre manifiesto a los
trabajadores españoles y envió una delegación a España para atraerse a los
obreros a la Primera Internacional. Millares y millares de trabajadores se
adhirieron a la gran alianza y adoptaron el ideario anarcosindicalista de
Bakunin, al que han permanecido fieles hasta hoy. En realidad, la federación
española era la organización más fuerte de la Internacional. Después de la
caída de la primera República, la Internacional quedó suprimida en España, pero
de hecho no se interrumpió, al margen de la ley, su existencia; al contrario,
imprimía sus publicaciones y retaba a toda tiranía. Y cuando, por fin, a los
siete años de persecución indecible, la ley de excepción contra los obreros fue
rechazada, surgió inmediatamente la Federación de Trabajadores de la Región
Española, en cuyo segundo congreso, celebrado en Sevilla, en 1882, estuvieron
ya representadas 218 federaciones locales, con 70.000 miembros.
Ninguna
organización obrera del mundo ha tenido que sufrir las espantosas persecuciones
de que ha sido objeto el movimiento anarquista obrero de España. Centenares de
afiliados suyos fueron torturados horrorosamente por inquisidores inhumanos en
las prisiones de Jerez de la Frontera, Montjuich, Sevilla, Alcalá del Valle,
etc. Las sanguinarias acusaciones contra la llamada «Mano negra», que en
realidad no existió y que fue una pura invención de los agentes gubernamentales
para pretextar una justificación al suprimir las organizaciones de los
campesinos andaluces; la espantosa tragedia de Montjuich, que en su día levantó
una tempestad de protestas del mundo entero; los actos terroristas de los «camisas
blancas», banda de gángsteres organizada por la policía y la patronal
para quitarse de en medio a los dirigentes del movimiento por medio del
asesinato, de los que fue víctima el mismo secretario general de la CNT,
Salvador Seguí... Tales son unos pocos ejemplos de la larga lista, llena de
torturas, del movimiento obrero español. Francisco Ferrer, fundador de la Escuela
Moderna en Barcelona y director del periódico La Huelga General, fue
uno de sus mártires. Pero ninguna forma de reacción fue capaz de quebrantar la
resistencia de sus afiliados. Este movimiento ha dado centenares de las más
asombrosas figuras, cuya pureza de corazón y recto idealismo han tenido que ser
reconocidos por sus más acerbos enemigos. El movimiento anarquista español de
trabajadores no fue apropiado para los buscadores de una carrera política. Lo
que ofrecía era peligro constante, cárcel, y con frecuencia, la muerte. Es
preciso enterarse bien de la espantosa historia de los mártires de este
movimiento para comprender por qué en determinados períodos ha adquirido un
carácter tan violento en defensa de sus derechos humanos contra las matanzas a
que se entregaba la negra reacción.
Las
actuales CNT-FAI encarnan las tradiciones del movimiento. En contraste con los
anarquistas de otros muchos países, sus compañeros de España fundan su
actuación, desde el comienzo, en las organizaciones de lucha económica de los
trabajadores. La CNT abarca hoy día un total de dos millones de afiliados,
entre trabajadores de la industria y del campo. Controla treinta y seis
diarios, entre ellos Solidaridad Obrera, de Barcelona, que tiene un
tiraje de 200.000 ejemplares, cifra no alcanzada por ningún periódico de
España, y Castilla Libre, el periódico más leído en Madrid. Esto aparte,
el movimiento publica numerosas revistas semanales, seis de las cuales son las
mejores del país. Especialmente durante el último año, ha editado infinidad de
excelentes libros y folletos y ha contribuido, más que ningún otro movimiento,
a la educación de las masas. CNT-FAI son hoy la columna vertebral de la lucha
contra el fascismo en España, y el alma de la reorganización del país.
En
Portugal, donde el movimiento obrerista ha recibido la vigorosa influencia del
vecindaje español, se constituyó en 1911 la Confederaçao Geral doTravalho, la organización obrera más importante del país, que sustenta
los mismos principios que la CNT española. Siempre ha sostenido con tesón la
independencia de toda influencia de partido político y ha dirigido numerosos e
importantes movimientos huelguísticos. Con el triunfo de la dictadura
portuguesa, la CGT se vio obligada a dejar su actuación pública, y en la
actualidad lleva una existencia subterránea. Recientes sucesos producidos en
Portugal contra la reacción dominante, hay que atribuirlos principalmente a su
actividad.
En
Italia, desde los tiempos de la Primera Internacional, existió un vigoroso
movimiento anarquista, que en algunas regiones tuvo una influencia decisiva
sobre los operarios y los campesinos. En 1902 el partido socialista fundó la Confederazione
del Lavoro, calcada en el modelo de las Uniones del trabajo alemanas, cuyo
propósito era afiliar a todas las organizaciones sindicales del país. Pero no
lo consiguió. Ni siquiera tuvo fuerza suficiente para evitar que una gran parte
de sus adheridos se sintiese profundamente influida por las ideas de los
sindicalistas franceses. Unas cuantas huelgas de amplitud, que fueron un éxito,
especialmente las huelgas de campesinos de Parma y Ferrara, dio un vigoroso
ímpetu al prestigio de los partidarios de la acción directa. En 1912 fue
convocada en Módena una conferencia de varias organizaciones que no estaban en
absoluto de acuerdo con los métodos de la Confederazione ni con su
supeditación a la influencia del partido socialista. Dicha conferencia formó
una nueva organización a la que llamaron Unione Sindacale Italiana. Esta
organización dirigió una ruda lucha por la causa obrera hasta la ruptura de las
hostilidades en Europa, en 1914. Tomó especialmente parte en la llamada semana
roja de junio de 1913. Los brutales ataques de la policía contra los obreros
huelguistas en Ancona, provocaron la huelga general que en algunas provincias
dio motivo a una verdadera insurrección armada.
Cuando
en el año siguiente estalló la guerra mundial, se produjeron una serie de
crisis en la USI. El dirigente más influyente, Alceste d'Ambris, que siempre
había desempeñado un papel más bien ambiguo, intentó despertar en la
organización un sentimiento en favor de la guerra. En el congreso de Parma
(1914) se halló, no obstante, en minoría, y, con sus secuaces, se retiró del
movimiento. Al entrar Italia en la guerra, todos los más conocidos
propagandistas de la USI fueron detenidos y encarcelados. Después de la guerra,
se produjo en Italia una situación revolucionaria, y los acontecimientos de
Rusia, que en aquellos momentos no podía predecirse la significación que había
de tener hoy, tuvieron honda repercusión en el país. Pronto resurgió la USI y
contó 600.000 afiliados. Una serie de grandes trastornos del trabajo sacudió el
ambiente, llegando a culminar en la ocupación de las fábricas en agosto de
1920. El propósito que se tenía entonces era establecer un libre sistema de
Soviets, que rechazase toda dictadura y cuyo cimiento lo constituyeran las
organizaciones económicas de los trabajadores en forma orgánica.
El
mismo año la USI envió a su secretario, Armando Borghi, a Moscú, para hacerse
cargo personalmente de cuál era la situación en Rusia. Borghi regresó a Italia
tristemente desilusionado. Entre tanto, los comunistas habían intentado hacer
caer en sus manos a la USI; pero el congreso de Roma, de 1922, condujo a una
franca ruptura con el bolchevismo, y a la adhesión del movimiento a la AIT. Por
entonces el fascismo se había convertido en un peligro inminente. Un movimiento
obrerista enérgico y unido, en defensa de su libertad, hubiera aún podido poner
un obstáculo que detuviera aquella amenaza. Pero la desdichada conducta del
partido socialista y de la Confederazione, sometida a su influencia,
todo lo hizo naufragar. Aparte la USI, sólo quedaba la Unione Anarchica
Italiana, agrupada en torno al campeón del anarquismo italiano, a quien se
reverencia en todo el mundo, Errico Malatesta. Cuando en 1922 estalló la huelga
general contra el fascismo, el gobierno democrático armó a las hordas fascistas
y estranguló la última tentativa hecha en defensa de la libertad y el derecho.
La democracia italiana se había abierto su fosa. Se imaginó que iba a valerse
de Mussolini para vencer a los obreros, cuando lo que hacía era convertirse en sepulturera
de sí misma. Con el triunfo del fascismo todo el movimiento obrero desapareció
de Italia, y con él también la USI y todos los que pudieran ofrecer oposición.
En
Francia, después de la guerra, la llamada ala reformista tomó ventaja en la
CGT, resultando que los elementos revolucionarios se separaron y formaron la
CGTU. Mas como quiera que Moscú tenía muy señalado interés en hacer suya esta
organización en especial, comenzó en la misma una labor subrepticia, con la
formación de células al tipo ruso, llegando esta perturbación al extremo de
provocar, en 1922, el asesinato de dos anarcosindicalistas, por elementos
comunistas en el local de los sindicatos de París. A consecuencia de este
hecho, los anarcosindicalistas, con Pedro Besnard, se retiraron de la CGTU y
fundaron la Confédération Générale du Travail Syndicaliste Révolutionnaire, que
se unió a la Asociación Internacional de Trabajadores. Esta organización se ha
mantenido desde entonces muy activa, contribuyendo grandemente a mantener vivas
entre los trabajadores las antiguas ideas de antes de la guerra, sustentadas
entonces por la CGT. La desilusión causada por el rumbo de los asuntos en
Rusia, y el eco resonante con que entre los trabajadores franceses repercute la
lucha de los españoles por su libertad, han causado una intensa reanimación del
sindicalismo revolucionario en Francia, tanto que puede predecirse un gran
retorno a dicho movimiento en tiempo no lejano.
En
Alemania, con anterioridad a la guerra, había existido mucho tiempo el movimiento
de los denominados Localistas, cuyo baluarte fue la Freie Vereinigung
deutscher Gewerkschaften, fundada en 1897 por G. Kessler y F. Kater.
Originariamente, esta entidad se inspiró en ideas puramente social
democráticas, pero combatía la tendencia centralizadora del movimiento de la
ADGB. Al reavivarse el sindicalismo revolucionario en Francia, dicho movimiento
alemán sufrió una gran influencia, que aumentó considerablemente cuando al
principio socialdemócrata y luego anarquista, Dr. R. Friedeberg, se pronunció
en favor de la huelga general. En 1908, la FVDG rompió del todo con la
socialdemocracia y profesó abiertamente el sindicalismo. Al terminar la guerra,
este movimiento tuvo un gran impulso y en poco tiempo llegó a tener 120.000
afiliados. En el congreso que celebró en Berlín en 1919 fue adoptada una
resolución que presentó R. Rocker: coincidía en lo esencial con los objetivos
de la CNT española. En el congreso de Düsseldorf,
de 1920, esta organización cambió de nombre y se llamó Freie Arbeiter-Union Deutschlands.
El movimiento desplegó una actividad desusada en la propaganda y tomó una
parte muy enérgica en las grandes actuaciones de la organización del trabajo en
la zona industrial renana. La FAUD rindió gran servicio por medio de la
infatigable actividad de su editorial, que, aparte una voluminosa cantidad de
literatura en folletos editó un buen número de obras de Kropotkin, Bakunin,
Nettlau, Rocker y otros, propaganda que permitió abrirse nuevos y amplios
círculos de conocimiento de las ideas de dichos pensadores. Además de su órgano
semanal Der Syndikalist y de su revista monográfica mensual Die
Internationale, controlaba una infinidad de hojas locales, entre ellas el
diario Die Schöpfung, de Düsseldorf. Con el acceso de Hitler al
poder, el movimiento de los anarcosindicalistas alemanes se desvanece de la
escena visible. Muchos de sus afiliados languidecen en campos de concentración
o buscaron refugio en el extranjero. A pesar de lo cual, la organización
subsiste ocultamente, desplegando su labor subterránea de propaganda bajo las
más penosas condiciones.
En
Suecia, hace mucho tiempo que hay un movimiento sindicalista muy activo: la Sveriges
Arbetares Centralorganisation, afiliada también a la AIT. Esta organización
cuenta con más de 40.000 miembros, lo cual constituye un elevado tanto por
ciento en el movimiento obrero sueco. Es excelente la organización interna de
los sindicatos de este país. El movimiento tiene dos rotativos, uno el Arbetaren,
dirigido por Albert Jensen, en Estocolmo. Cuenta con gran número de
destacados propagandistas, y ha inaugurado un activísimo movimiento de Juventud
Sindicalista. Los sindicalistas suecos se interesan muy eficazmente en
todos los forcejeos del trabajo ante el capital que se producen en el país. Con
motivo de la gran huelga de Adalen, el Gobierno sueco mandó por primera vez a
la tropa contra los obreros, resultando cinco muertos en el tumulto, a lo que
el proletariado sueco organizado respondió con la huelga general, en la que los
sindicalistas desempeñaron un papel muy principal, hasta que el Gobierno no
tuvo más remedio que hacer concesiones.
En
Holanda, como movimiento sindicalista había el Nationale
Arbeeter-Secretariaat -NAS- que contaba con 40.000 afiliados. Pero cuando
dicha organización se vio más y más dominada por la influencia comunista, se
separó de la misma el Nederlandisch Syndikalistisch Vakverbond y anunció
su adhesión a la AIT. La unidad más importante de esta nueva agrupación es la
de los metalúrgicos orientados por A. Rousseau. Este movimiento ha hecho, sobre
todo en los últimos años, una propaganda muy activa, y cuenta con un excelente
órgano, De Syndikalist, dirigido por Albert de Jong. Merece ser
mencionada la publicación mensual que estuvo apareciendo algunos años bajo la
dirección de A. Müller-Lehning, Grondslagen. Holanda
ha sido de antiguo la tierra clásica del antimilitarismo. Domela Nieuwenhuis,
primero clérigo y por fin anarquista, respetado por todo el mundo a causa de la
pureza de su idealismo, fundó en 1904 el Antimilitarista Internacional, que
tuvo influencia únicamente en Holanda y en Francia. En el tercer congreso
antimilitarista de La Haya (1921) fue fundado el Buró Antimilitarista contra
la Guerra y la Reacción, que desde su creación ha venido haciendo una
propaganda internacional sumamente intensa, y ha hallado hábiles y generosos
colaboradores en hombres como B. de Ligt y Alberto de Jong. Este Buró ha
estado representado en numerosos congresos internacionales para la paz, y ha
puesto en marcha un servicio especial de prensa en varias lenguas. En 1925 se
alió a la AIT, por medio del Comité Antimilitarista Internacional, y en
colaboración con este organismo despliega una lucha incansable contra la
reacción y el peligro de nuevas guerras.
Hay
que agregar a los movimientos citados los grupos propagandistas de Noruega,
Polonia Y Bulgaria, afiliados todos ellos a la AIT. De la misma manera, el Jiyu
Rengo Dantai Zenkoku Kaigi japonés, ha entrado en efectiva alianza con
la AIT.
En
Sudamérica, sobre todo en la Argentina, el país más adelantado del continente
sur, el joven movimiento obrero estuvo, desde el comienzo, fuertemente
influido, por las ideas libertarias del anarquismo español. En 1890 fue de
Barcelona a Buenos Aires Pellicer Paraire, que vivió los tiempos de la Primera
Internacional y era uno de los campeones del socialismo libertario en España.
En 1891, Por influencia suya, fue convocado un congreso de uniones obreras en
Buenos Aires, y de allí salió la Federación Obrera Regional Argentina. Desde
su fundación, la FORA ha seguido actuando, sin interrupción, aunque haya
sufrido lapsos de reacción, durante los cuales, como en la actualidad, ha
tenido que llevar una actividad en la sombra. Es una organización sindical
anarquista que ha sido el alma de todas las grandes luchas del trabajo que tan
a menudo han convulsionado al país. Comenzó la FORA su actuación con 40.000
afiliados, cifra que desde la guerra europea ha subido a 200.000. Su historia,
que ha sido bosquejada por D. A. de Santillán en su libro F.O.R.A., es
uno de los anales que ofrece el movimiento obrero internacional más pródigo en
luchas. Durante más de veinticinco años, el movimiento ha contado con un
diario, La Protesta, que bajo la dirección de Santillán y Arango publicó
durante muchos años un suplemento semanal, en el que colaboraban las mejores
firmas del socialismo libertario internacional. Cuando el golpe de Estado del
general Uriburu, fue suspendido, pero continúa apareciendo en forma de
ediciones clandestinas. Además casi todos los sindicatos importantes tenían su
órgano propio. La FORA se unió muy pronto a la AIT, habiendo estado
representada por dos delegados en el congreso de Berlín.
En
mayo de 1929 la FORA convocó un congreso de todos los países sudamericanos, que
se reunió en Buenos Aires. La AIT mandó a uno de sus secretarios, A. Souchy. En
dicho congreso, aparte la Argentina tuvieron representación: Paraguay, por el Centro
Obrero del Paraguay; Bolivia, por la Federación Local de la Paz, la
Antorcha y Luz y Libertad; Méjico, por la Confederación General
de Trabajadores; Guatemala, por el Comité pro Acción Sindical; Uruguay,
por la Federación Regional Uruguaya. Estuvieron presentes los delegados
de siete Estados brasileños. Costa Rica estuvo representada por la organización
Hacia la Libertad. Incluso Chile mandó delegados de los Trabajadores
Industriales del Mundo, por más que desde que se impuso la dictadura Ibáñez
sólo ha podido moverse de una manera secreta. En este congreso se fundó la Asociación
Continental Americana de los Trabajadores, que constituye la división
americana de la AIT. Tuvo primero su central en Buenos Aires, pero a causa de
la dictadura tuvo que ser trasladada al Uruguay, primero, luego a Chile.
Tales
son las fuerzas con que el anarcosindicalismo cuenta en la actualidad en unos y
otros países. En todas partes tiene que mantener una lucha difícil contra la
reacción y a la vez contra los elementos conservadores del presente movimiento
socialista. La heroica guerra que sostienen los trabajadores de España, hace
que la atención del mundo entero se concentre hoy en este movimiento. Sus
afiliados están firmemente persuadidos de que se abre a sus ojos un inmenso y
triunfal porvenir.
EPÍLOGO.
Este
libro fue publicado hace nueve años, cuando la Guerra Civil de España había
entrado ya en su última fase. La derrota de los heroicos trabajadores y
campesinos españoles, después de dos años y medio de lucha civil, por las
fuerzas combinadas del Fascismo, destruyeron la última esperanza para rechazar
la ola de reacción en Europa. España llegó a ser la némesis para el movimiento
obrero en Europa en general, y para el socialismo libertario en particular. El
pueblo español tuvo que seguir su valiente lucha por la libertad, dignidad
humana y justicia social, casi con una sola mano, mientras el resto del mundo
observó pasivamente la desigual batalla.
Las
tan llamadas democracias occidentales, negaron a los españoles los materiales
tan urgentemente necesitados en su titánica batalla contra sus implacables
enemigos, y el organizado movimiento obrero en Europa y América, desmoralizado
y dividido en hostiles facciones, se mantuvieron indiferentes o socorristas,
cuando todo en Europa estaba en juego. Tuvieron que pagar costosamente por su
pasividad para con España en manos de Franco y su Falange; el camino estaba
aclarado para la Segunda Guerra Mundial y sus terribles resultados. No
obstante, Mr. Summer Wells, secretario de Estado de los Estados Unidos de
América, tuvo que admitir que la postura de su país con respecto a España en
esos años decisivos fue uno de los más grandes errores que América cometiera.
Para
el movimiento obrero, la victoria de Franco pavimentó el camino hacia la peor débâcle
que los trabajadores de Europa tuvieron que sufrir. Bajo los tacones del ejército
de Hitler, todo el movimiento obrero en Alemania, Francia, Italia, Polonia,
Checoslovaquia, Holanda, Bélgica, Noruega y los países del Sudeste de Europa,
quedó pulverizado, y el continente entero fue convertido en un desierto de
ruinas, hambre e indecible miseria. Aún todavía, cuando dos años han
transcurrido ya desde el fin de la gran masacre, grandes proporciones de Europa
están todavía en salvaje penuria. Su vida económica está paralizada; también la
producción. Sus fuentes naturales de riqueza están exhaustas y la agricultura e
industria completamente desorganizadas. Es evidente por sí mismo, que tan
horrible catástrofe no podría pasar sin dejar una profunda impresión sobre las
gentes en cada país. En muchos países, el pueblo llegó a la desmoralización y a
la apatía, como una consecuencia de sus horribles sufrimientos, especialmente
en Alemania y Austria, donde una pequeña esperanza para una rápida
reconstrucción de su vida económica y social prevalece. No obstante, hay
síntomas casi por todas partes de un despertar y de un desarrollo de nuevas
ideas a realizar en la presente situación.
La
única salida al presente caos, la única posibilidad para reedificar los
devastados países, seria una Europa federada con una economía unificada,
apoyándose sobre nuevas fundaciones, en la cual nadie estaría aislado por
fronteras artificiales ni sometido a las armas de los guardias de hostiles, y
fuertes vecinos. Esto podría ser también el primer paso para una Federación
mundial con igualdad de derechos para cada persona, para cada pueblo,
incluyendo los tan llamados «países colonizados», los cuales han sido las
víctimas de los imperialismos extranjeros, e interrumpidos en su natural
desarrollo. Es igualmente el único medio para determinar futuros cambios y
mejoras dentro del organismo general de nuestra vida social y sobrellevar la
explotación económica y supresión política de individualidades vigentes.
Después de las terribles experiencias del pasado, no hay en realidad otro
camino para llevar a cabo una nueva relación entre los pueblos y preparar una
nueva forma de sociedad y renacimiento de la Humanidad.
En
Europa, tales transformaciones están desfasadas, pero su mayor obstáculo está
aún en el poder de la policía de los más extensos Estados y sus incesantes
batallas por la hegemonía del Continente, la eterna fuente de guerras y la
causa real por la cual, hasta hoy, una generación ha tenido siempre que
reconstruir lo que sus predecesores han destruido.
Tanto
el Anarcosindicalismo como el Movimiento Libertario en general, están ahora en
período de reorganización. Con la excepción de las organizaciones libertarias
de Suecia, en casi todos los países de Europa han sido duramente reprimidas
durante los días de la ocupación nazi, las cuales actuaron sólo como pequeños grupos
clandestinos de resistencia.
Suecia
fue uno de los pocos países de Europa «perdonados» por la guerra, y donde el
Movimiento Libertario pudo desenvolverse. Cuando Hitler y su gang llegaron
al poder en Alemania, la Oficina de la Internacional Working Men's Association
(AIT), después del corto intervalo en Holanda, fue transferida a Estocolmo y se
mantuvo a salvo por el movimiento sindicalista sueco. Pero su actividad fue
paralizada, como resultado de la terrible catástrofe en el resto del
Continente. La única razón de existir fue el prepararse para cuando la guerra
llegara a su fin y andar los pasos para reorganizar el movimiento en los
diferentes países. La Oficina de Estocolmo publicó durante todos esos años su
«Boletín» Y trató de mantener conexiones allí donde era posible, pero eso fue
todo cuanto se podía esperar.
De
todas las secciones regionales de la IWMA (AIT), la poderosa CNT en España es
la que ha sufrido más. Alrededor de un millón de vidas humanas se perdieron
durante la Guerra Civil, entro ellos muchos miles de los más valerosos y
devotos miembros de CNT-FAI. Millares fueron enterrados vivos en celdas
de castigo y en los inhumanos campos de concentración de Franco; muchos de
ellos perecieron bajo la bota de hierro de sus implacables torturadores. Y
muchos millares viven aún en el exilio, esperando impacientemente la hora del
retorno. Gran número de antiguos miembros de la CNT viven en Francia, Bélgica,
Inglaterra, Norte de ÃÂチfrica, Méjico y diferentes países de
Sudamérica. En Francia, miles de estos refugiados han tomado parte activa en el
movimiento clandestino de la Resistencia, contra el invasor alemán. En todos
estos países nuestros compañeros españoles en el exilio crearon organizaciones
propias y publicaron periódicos, libros y panfletos.
En
España incluso continúa un activo movimiento clandestino por los seguidores de
CNT-FAI y Juventudes Libertarias contra la dictadura militar de Franco. Tienen
sus propios periódicos impresos en lugares secretos y mantienen constantes
contactos con sus compañeros en el extranjero.
En
algunas partes de España, un tipo de guerra de guerrillas continúa aún,
especialmente en las montañas de Asturias, donde el terreno es favorable para
tales acciones.
Entre
los compañeros españoles en el extranjero se mantienen gran cantidad de
interesantes y a veces, muy ardientes discusiones, hacia el proceso de
reorganización del movimiento para después de la caída del régimen franquista,
Las experiencias de la revolución española, la guerra y sus reconquistas, han
creado una serie de nuevos problemas, los cuales no pueden ser ignorados, pero
su real solución puede sólo ser encontrada cuando la presente Dictadura haya
desaparecido y el Movimiento Libertario en España sea reorganizado. No hay duda
de que nuestro movimiento en España, el cual tiene tan profundas raíces en el
pueblo español, jugará de nuevo un importante papel en el futuro de ese país,
pero también está claro que su éxito estará en gran parte determinado, por el
desarrollo en el resto de Europa.
En
Alemania, donde cada sección del movimiento obrero organizado había sido
completamente destruido por los nazis, y sus grandes propiedades en edificios,
imprentas, librerías y dinero confiscados, el movimiento anarcosindicalista ha
tenido que aguantar terribles pruebas. Después de que la Oficina General en
Berlín había sido bombardeada y destruida por los «gángsteres negros», los
compañeros en Erfurt trataron de organizar un movimiento clandestino, pero en
un corto espacio de tiempo muchos de los militantes cayeron en las manos de los
nazis y fueron a parar a prisiones y campos de concentración. A pesar de todo,
las actividades clandestinas fueron seguidas en casi todas las partes del país,
pero los sacrificios fueron terroríficos. De acuerdo con las estadísticas
recibidas desde que las conexiones con Alemania han sido restablecidas,
alrededor de 1.200 compañeros fueron sentenciados durante el régimen de Hitler,
desde cinco a veinte años de trabajos forzados; alrededor de veinte fueron
ejecutados o muertos en las cámaras de tortura de la GESTAPO y docenas
perecieron miserablemente en los campos de concentración. Estas listas no están
completas; toda la información proviene de nuestros compañeros, en las actuales
zonas americana, inglesa y francesa de Alemania, mientras que datos exactos de
la zona ocupada por Rusia no han sido obtenidos hasta el momento.
Una
reorganización del movimiento bajo las presentes circunstancias en Alemania es
muy difícil. Uno de los más grandes obstáculos es la división del país en
diferentes zonas y las administraciones militares presentes, que hasta hoy día
solamente han permitido la organización de los mayores partidos políticos y del
movimiento general del sindicato. La mayoría de los compañeros alemanes creen
que una reorganización del movimiento sobre la fundación del viejo Freie
Arbeiter Union («Unión Libre de Trabajadores»), es imposible, en vista de
la devastación del país y de la estrecha mentalidad de la gente. Los antiguos
métodos han llegado a ser inadecuados. Sienten que cada esfuerzo ha de ser
vuelto hacia el trabajo constructivo, en reedificación del país, y disminuir la
presente miseria. Muchos de nuestros compañeros están trabajando ya en esta
dirección dentro de los nuevos sindicatos creados, sociedades cooperativas y
otras organizaciones, donde tienen la posibilidad de extender sus ideas. En las
zonas del Oeste han sido hechos preparativos para la creación de un nuevo
movimiento libertario para actividades constructivas sobre una más amplia base
adaptada a las condiciones presentes de la FAUD, la cual fue creada por
diferentes circunstancias.
También
en Holanda, donde muchos de nuestros compañeros tomaron parte en el movimiento
clandestino durante el tiempo de la invasión alemana, los antiguos miembros de
la Nederlandisch Syndicálistisch Vakverbond llegaron a la conclusión de
que para revivificar el movimiento en sus viejas formas, deberían conocer los
nuevos problemas creados por la guerra y la presente situación en Europa. Es
por lo que ellos establecieron una nueva federación, la Nederlandse Bond van
frije Socialisten, cuyos principios están expuestos en su nuevo órgano
Socialisme van order op (Socialismo desde abajo), una de las más
interesantes revistas de nuestro presente movimiento, sobre el cual, muchos de
los más conocidos exponentes del Socialismo Libertario en Holanda y en el
extranjero están contribuyendo. El nuevo movimiento es muy activo, expandiendo
sus ideas en los Sindicatos Generales, y están llevando a cabo una valerosa
campaña por la independencia de Indonesia y de otras colonias holandesas. Junto
a la nueva federación, la cual cuenta con grupos de propaganda en cada
provincia de Holanda, existe un número considerable de otras organizaciones de
carácter libertario con sus propios periódicos y formas de propaganda.
En
Francia, los antiguos miembros de la Confederation Générale du Travail
Syndicaliste Revolutionaire, reorganizaron pronto su movimiento, después del
fin de la guerra. Encontrando imposible trabajar juntos dentro del movimiento
obrero general de la CGT, el cual está completamente dominado hoy por el
Partido Comunista, y viene a ser un instrumento para la política exterior de
los dictadores rusos, trataron de llevarse consigo a sus viejos adherentes y
formar un nuevo movimiento. Mantuvieron su primera Convención en París, en
diciembre de 1946, tan pronto como estuvieron presentes delegados de la CNT
española y una representación de la IWMA (AIT). El nombre de la organización
fue cambiado en el de Confederation National du Travail (CNT) y su actividad
basada sobre la misma Declaración de Principios preconizada por la IWMA (AIT)
antes de la guerra. Su órgano es L'Action Syndicaliste.
Junto
a este movimiento de anarcosindicalistas en Francia, la mayoría de los grupos
libertarios están organizados en la Federation Anarchiste, con su órgano Le
Libertaire, en París. Desde el fin de la guerra hay un fuerte resurgir del
antiguo movimiento libertario en toda Francia, el cual encuentra su
representación en siete u ocho periódicos y revistas.
En
Italia, el primer país de Europa que sucumbió al yugo del fascismo, un nuevo
resurgir del Movimiento Libertario tuvo lugar después de la guerra. La mayoría
de sus organizaciones pertenecen a la nueva Federazione Anarquista Italiana, la
cual tiene su Centro Generale en Carrara, centro de la industria italiana del
mármol. La Federación Posee más de quince periódicos por toda Italia y mantiene
una vigorosa propaganda entre obreros y campesinado. Sus soportes más fuertes
se encuentran en Milán y Génova. Como en Francia, nuestros compañeros italianos
no sólo combaten las reminiscencias de mentalidad fascista y la reacción
monárquica, sino también la influencia en crecimiento del Partido Comunista, el
cual, no sólo controla el resto del movimiento sindical, sino también las más
amplias partes del Movimiento Socialista; es inminente para la instauración de
una nueva dictadura y la transformación del país en un satélite de Rusia. Aquí,
como en la mayoría de los otros países de Europa, la terrible miseria de la
gente presupone uno de los mayores obstáculos para cualquier movimiento
progresista y al mismo tiempo expone al país a los peligros de una nueva
reacción totalitaria.
En
Portugal, la Confederaçao Geral de Trabalho, la cual ha sido
reprimida bajo la dictadura de Salazar, está aún obligada a llevar una
existencia clandestina. A pesar de las continuas persecuciones procuran sacar
su órgano A Batalha y otras publicaciones clandestinas. Muchos de los
militantes de la CGT perecieron en los campos de concentración de las islas de
Cabo Verde bajo condiciones que sólo pueden compararse con las cámaras de
tortura de la GESTAPO en Alemania.
También
existen grupos libertarios en Inglaterra, Bélgica, Noruega, Polonia y Suiza,
los cuales están publicando revistas, libros y panfletos y están difundiendo sus
ideas entre el pueblo. Sólo en los países dominados por Rusia, en el sudeste de
Europa, toda tentativa de crear un movimiento libertario ha sido reprimida por
las implacables dictaduras, como en el caso de los anarcosindicalistas
búlgaros, quienes muchos de ellos han sido víctimas de grandes purgas
sangrientas en ese país.
En
general, el movimiento libertario de la mayoría de los países de Europa, está
aún en un período de reorganización. Muchos de nuestros viejos compañeros en
cada país murieron durante la guerra o fueron víctimas de terribles
persecuciones por la reacción fascista. Bajo las presentes condiciones
deplorables socioeconómicas en Europa, el trabajo de nuestros compañeros no es
fácil, pero no obstante hay muchas indicaciones de que pronto seremos testigos
de otro resurgir de fuerzas libertarias por todo lo largo y ancho del
Continente.
En
Latinoamérica, es observable una gran ola de socialismo libertario en casi cada
país desde el fin de la guerra, principalmente en Argentina. Después de un largo
período de clandestina existencia, la Federación Obrera Regional Argentina está
siguiendo una extensiva propaganda para las seis horas de trabajo diario en
todas partes del país. La reciente huelga de trabajadores en el gran puerto de
Buenos Aires, la cual finalizó con gran éxito, fue dirigida por la FORA, y la
organización ganó una gran proporción de simpatía entre los trabajadores y los
estudiantes. El nuevo movimiento juvenil universitario está fuertemente
influenciado por las ideas libertarias y es muy activo. Junto a la actividad
sindicalista de la FORA, hay muchos grupos libertarios alrededor del país
publicando numerosos panfletos, revistas y periódicos anarquistas y llevando a
cabo una vigorosa propaganda en el campo de la educación y de la «gente
iluminada» A las casas editoras imán y especialmente Americalee, en Buenos
Aires, van los créditos para impresión de todos los estudios y ensayos que
durante estos años los diversos autores y propagandistas anarquistas han
confeccionado, junto a la tirada de ejemplares pertenecientes a los clásicos
libertarios. Estas ediciones son excelentes y encuentran una gran difusión
entre obreros e intelectuales.
Hay
también una proliferación de actividades libertarias en la mayoría de los otros
países del sur y central América, apareciendo publicaciones en Uruguay,
Paraguay, Perú, Chile, Brasil, Colombia, Guatemala, Costa Rica, México y Cuba.
En
Estados Unidos, con la excepción de dos pequeños mensuales, las demás
publicaciones libertarias están impresas en español, italiano, yiddish y ruso.
No hay un movimiento organizado sobre líneas nacionales en este país, para
hablar comparativamente respecto a Europa, pero existen un buen número de
asociaciones de diferentes propósitos, en donde las ideas libertarias y sus aspiraciones
pueden ser encontradas y apreciadas.
En
Asia moderna, las ideas libertarias fueron conocidas en China, Japón y entre
pequeños círculos de estudiantes indonesios que fueron influenciados por el
movimiento libertario holandés. En Japón, el pequeño movimiento anarquista fue
completamente destruido después de la ejecución de D. Kotoku y sus compañeros,
en enero de 1911. En los últimos años, un movimiento anarcosindicalista el Jiyu
Rengo Dantai Zenkoku Kaigi se desarrolló en Tokio, Nagasaki, Hiroshima y otros
centros de la industria japonesa, los cuales mantenían contacto con la Oficina
de la IWMA (AIT) en Berlín. También este movimiento llegó pronto a ser víctima
de implacables persecuciones por el Gobierno japonés.
En
China, los grupos anarquistas existieron antes de la guerra en varias ciudades,
donde publicaban revistas y panfletos libertarios; mantenían contactos con sus
compañeros en América y Europa. Un resurgimiento de este movimiento tuvo lugar
después de la guerra, inspirado por grupos de intelectuales en varios lugares
del país.
Las
ideas libertarias también han penetrado en la India recientemente, donde un
grupo de intelectuales en Bombay fundan el Indian Sociologist, órgano
del también fundado Indian Institute of Sociology. El periódico es muy
activo difundiendo las nuevas ideas. También crearon un centro de publicaciones
libertarias, el Libertarian Book House, en Bombay, el cual ha sacado ya
un gran número de libros y panfletos de todo tipo, por conocidos escritores
libertarios de Europa y América.
El
actual renacimiento del Movimiento Libertario a través del mundo, es la mejor
prueba de que las grandes ideas de libertad y justicia social todavía viven,
después de los terribles desastres que en la mayoría de los países han tenido
que soportar sus gentes, y a esas ideas las han considerado para muchos
intentos de solventar la variedad de nuevos problemas de nuestro tiempo y crear
los moldes para un mejor futuro y un más alto nivel de humanismo.
Es
el único movimiento que no sólo mantiene la lucha contra los diversos fantasmas
de la sociedad presente, sino que también trata de prevenir de los peligros de
una dictadura de cualquier forma o tamaño del fútil estado capitalista y
totalitarismo político, el cual puede sólo conducir a la peor esclavitud que el
género humano ha experimentado jamás. Crompond, N. Y. Junio 1947.
1 Para ilustrarse debidamente sobre las doctrinas e historia
del Anarquismo, remito al lector a las obras de Max Nettlau, señaladas en la
nota bibliográfica que va al final de estos capítulos.
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