Errico Malatesta.
Gobierno y Anarquía.
La palabra anarquía proviene del griego y significa sin gobierno; es decir la vida de un pueblo que se rige sin autoridad constituida, sin gobierno.
Antes que toda una verdadera
categoría de pensadores haya llegado a considerar tal organización como posible
y como deseable, antes de que fuese adoptada como objetivo por un movimiento
que en la actualidad constituye uno de los más importantes factores en las
modernas luchas sociales, la palabra anarquía era considerada, por lo
general, como sinónima de desorden, de confusión, y aún hoy mismo se
toma en este sentido por las masas ignorantes y por los adversarios interesados
en ocultar o desfigurar la verdad.
No hemos de detenemos a
profundizar en estas digresiones filológicas, por cuanto entendemos que la
cuestión, más bien que de filología, reviste un marcado carácter histórico. El
sentido vulgar de la palabra no desconoce su significado verdadero, desde el
punto de vista etimológico, sino que es un derivado o consecuencia del
prejuicio consistente en considerar al gobierno como un órgano indispensable
para la vida social, y que, por tanto, una sociedad sin gobierno debe ser
presa y víctima del desorden, oscilante entre la omnipotencia de unos y la
ciega venganza de otros.
La existencia y
persistencia de este prejuicio, así como la influencia ejercida por el mismo en
la significación dada por el común sentir a la palabra anarquía, explícanse
fácilmente.
De igual modo que todos
los animales, el hombre se adapta, se habitúa a la condiciones del medio en que
vive, y por herencia transmite los hábitos y costumbres adquiridos. Nacido y
criado en la esclavitud, heredero de una larga progenie de esclavos, el hombre,
cuando ha comenzado a pensar, ha creído que la servidumbre era condición
esencial de vida: la libertad le ha parecido un imposible. Así es como el
trabajador, constreñido durante siglos a esperar y obtener el trabajo s decir,
el pan- de la voluntad, y a veces del humor de un amo, y acostumbrado a ver
continuamente su vida a merced de quien posee tierra y capital, ha concluido
por creer que era el dueño, el señor o patrono quien le daba de comer. Ingenuo
y sencillo, ha llegado a hacerse la pregunta siguiente: "¿Como me
arreglaría yo para poder comer si los señores no existieran?".
Tal sería la situación
de un hombre que hubiese tenido las extremidades inferiores trabadas desde el
día de su nacimiento, si bien de manera que le consintiesen moverse y andar
dificultosamente; en estas condiciones podría llegar a atribuir la facultad de
trasladarse de un punto a otro a sus mismas ligaduras, siendo así que estas no
habrían de producir otro resultado que el de disminuir y paralizar la energía
muscular de sus piernas.
Y si a los efectos
naturales de la costumbre se agrega la educación recibida del mismo patrón, del
sacerdote, del maestro, etc. -interesados todos en predicar que el gobierno y
los amos son necesarios, y hasta indispensables-; si se añaden el juez y el
agente de policía, esforzándose en reducir al silencio a todo aquél que de otro
modo discurra y trate de difundir y propagar su pensamiento, se comprenderá
cómo el cerebro poco cultivado de la masa ha logrado arraigar el prejuicio de
la utilidad y de la necesidad del amo y del gobierno.
Figuraos, pues, que el
hombre de las piernas trabadas, de quien antes hemos hablado, le expone el
médico toda una teoría y le presenta miles de ejemplos hábilmente inventados, a
fin de persuadirle de que, si tuviera las piernas libres, le sería imposible
caminar y vivir; en este supuesto, el individuo en cuestión se esforzaría en
conservar sus grillos o ligaduras, y no vacilaría en considerar como enemigos a
quienes desearen desembarazarse de ellos.
Ahora bien, puesto que
se ha creído que el gobierno es necesario, puesto que se ha admitido que sin
gobierno no puede haber otra cosa sino confusión y desorden, es natural y hasta
lógico que el término anarquía, que significa la ausencia o carencia de
gobierno, venga a significar igualmente la ausencia de orden.
Y cuenta que el hecho no
carece de precedentes en la historia de las palabras. En las épocas y países
donde el pueblo ha creído necesario el gobierno de uno solo (monarquía), la
palabra república, que significa el gobierno de la mayoría, se ha tomado
siempre como sinónima de confusión y de desorden, según puede comprobarse en el
lenguaje popular de casi todos los países.
Cambiad la opinión,
persuadid al público de que no sólo el gobierno dista de ser necesario, sino
que es en extremo peligroso y perjudicial... y entonces la palabra anarquía,
justamente por eso, porque significa ausencia de gobierno, significará para
todos orden natural, armonía de necesidades e intereses de todos, libertad
completa en el sentido de una solidaridad asimismo completa.
Resulta impropio decir
que los anarquistas han estado poco acertados al elegir su denominación, ya que
este nombre es mal comprendido por la generalidad de las gentes y se presta a
falsas interpretaciones. El error no depende de¡ nombre sino de la cosa;
y la dificultad que los anarquistas encuentran en su propaganda, no depende del
nombre o denominación que se han adjudicado, sino del hecho de que su concepto
choca con todos los prejuicios inveterados que conserva el pueblo acerca de la
función del gobierno o, como se dice de ordinario, acerca del Estado.Antes de
proseguir será conveniente hacer algunas ligeras indicaciones respecto a esta
última palabra, causa, a nuestro entender, de numerosas interpretaciones
erróneas.
Los anarquistas se
sirven ordinariamente de la palabra Estado para expresar todo el
conjunto de instituciones políticas, legislativas, judiciales, militares,
financieras, etc., por medio de las cuales se sustrae al pueblo la gestión de
sus propios asuntos, la dirección de su propia seguridad, para confiarlos a
unos cuantos que -usurpación o delegación se encuentran investidos de la
facultad de hacer leyes sobre todo y para todos y de compeler al pueblo a
ajustar a ellas su conducta, valiéndose, al efecto, de la fuerza de todos.
En este supuesto la
palabra Estado significa por tanto como gobierno, o se quiere, la
expresión impersonal, abstracta de este estado de cosas cuya personificación
está representada por el gobierno: las expresiones abolir el Estado,
sociedad sin estado, etc., responden, pues, perfectamente a la idea que los
anarquistas quieren expresar cuando hablan de la abolición de toda organización
política fundada en la autoridad y de la constitución de una sociedad de
hombres libres e iguales fundada en la armonía de los intereses y sobre el
concurso voluntario de todos, a fin de satisfacer las necesidades sociales.
La palabra Estado tiene,
empero, otras muchas significaciones, algunas de ellas susceptibles de inducir
a error, sobre todo cuando se trata o discute con hombres que, a causa de su
triste posición social, no han tenido ocasión de habituarse a las delicadas
distinciones del lenguaje científico 0 cuando -y entonces peor- se trata con
adversarios de mala fe, interesados en confundir los términos y en no querer
comprender las cosas.
Se toma, por ejemplo, la
palabra Estado para indicar una sociedad determinada, tal o cual
colectividad humana reunida en cierto y limitado territorio, constituyendo lo
que se llama una persona moral, independientemente de la forma de agrupación de
los miembros y de las relaciones que entre ellos puedan existir; algunas veces
se emplea simplemente como sinónima de sociedad, y a causa de estos y otros
diversos significados de la citada palabra, los adversarios creen, o fingen
creer, que los anarquistas pretenden la abolición de todo vínculo de conexión
social, de todo trabajo colectivo y tratan de reducir el hombre al aislamiento,
o sea a una condición peor que la de los salvajes.
Por Estado compréndese
también la administración superior de un país, el poder central, distinto del
poder provincial y del poder municipal, por lo cual otros estiman que los
anarquistas desean una simple descentralización territorial, dejando intacto el
principio gubernamental, lo cual equivale a confundir la anarquía con
el cantonalismo y el comunalismo.
Por ultimo, Estado significa
condición, modo de ser, régimen social, etc. Así, por ejemplo, decimos: «Es menester
cambiar el «estado económico de la clase obrera», y otras frases semejantes que
pudieran parecer, a primera vista, contradictorias.
Por estas razones
creemos que sería más conveniente a nuestros propósitos abstenerse, en cuanto
sea posible, de emplear la frase abolición del Estado, y sustituirla por
esta otra expresión clara y más concreta: abolición del gobierno. Así
nos proponemos obrar por lo que concierne a la redacción de las páginas
siguientes de este estudio.
Hemos dicho
anteriormente, que la «Anarquía es la sociedad sin gobierno».
Ahora bien: ¿es
factible la supresión de los gobiernos?, ¿es deseable?, ¿puede preverse?
Veamos:
¿Qué es el gobierno?
La tendencia metafísica
(que es una enfermedad del espíritu por causa de la cual el hombre, después de
haber sufrido una especie de alucinación, se ve inducido a tomar lo abstracto
por real), la tendencia metafísica, decimos, que, no obstante, y a pesar de los
triunfos de la ciencia positiva tiene todavía tan profundas raíces en el
espíritu de la mayoría de los contemporáneos, hace que muchos conciban el
gobierno como una entidad moral, dotada de ciertos atributos de razón, de
justicia, de equidad, independientes de las personas en que encarna.
Para ellos, el gobierno,
o mas bien, el Estado, es el poder social abstracto; es el representante,
abstracto siempre, de los intereses generales; es ya la expresión «derecho de
todos», considerado como límite de los derechos de cada uno. Este modo de
concebir el gobierno aparece apoyado por los interesados, a quienes importa
salvar el principio de autoridad y hacerle prevalecer sobre las faltas y
errores de los que se turnan en el ejercicio del poder.
Para nosotros el
gobierno es la colectividad de gobernantes: reyes, presidentes, ministros,
diputados, etc., son aquellos que aparecen adornados de la facultad de hacer
las leyes para reglamentar las relaciones de los hombres entre sí, y hacer
ejecutar estas leyes; debe decretar y recaudar los impuestos; debe forzar al
servicio militar; debe juzgar y castigar las infracciones y contravenciones a
las leyes; debe intervenir y sancionar los contratos privados; debe monopolizar
ciertos ramos de la producción y ciertos servicios públicos, por no decir toda
la producción y todos los servicios; debe favorecer o impedir el cambio de
productos; debe declarar la guerra y ajustar la paz con los gobernantes de
otros países; debe conceder o suprimir franquicias, etc. Los gobernantes, en
una palabra, son los que tienen la facultad en grado más o menos elevado de
servirse de las fuerzas sociales, o sea de la fuerza física, intelectual y
económica de todos, para obligar a todo el mundo a hacer lo que entre en sus
designios particulares. Esta facultad constituye, en nuestro sentir, el
principio de gobierno, el principio de autoridad.
Pero... ¿cual es
la razón de ser del gobierno?
¿Por qué abdicar en manos de
unos cuantos individuos nuestra propia libertad y nuestra propia iniciativa? ¿Por qué concederles la
facultad de ampararse, con o en contra de la voluntad de cada uno, de la fuerza
de todos y disponer de ella a su antojo? ¿Hállanse, acaso, tan excepcionalmente dotados que puedan, con
alguna apariencia de razón, sustituir a la masa y proveer a los intereses de
los hombres mejor que pudieran efectuarlo los propios interesados? ¿Son, tal vez, infalibles e
incorruptibles hasta el punto de que se les pueda confiar, prudentemente la
suerte de cada uno y la de todos?
Y, aun cuando existiesen
hombres de una bondad y de un saber infinitos, aun cuando por una hipótesis,
irrealizada e irrealizable, el poder gobernar se confiase a los más capaces y a
los mejores, la posesión del poder nada absolutamente agregaría a su potencia
bienhechora, sino que produciría el resultado de paralizarla, de destruirla por
la necesidad en que se encontrarían de ocuparse de tantas cosas para ellos
incomprensibles y por la de malgastar la mejor parte de sus energías y
actividades en la empresa de conservar el poder a todo trance, en la de
contentar a los amigos, en la de acallar a los descontentos y en la de combatir
a los rebeldes.
Por otra parte, buenos o
malos, sabios o ignorantes, ¿qué son los gobernantes? ¿Quién los designa
y eleva para tan alta función? ¿Se imponen ellos mismos por el derecho de
guerra, de conquista o de revolución? Pues entonces, si esto es así, ¿qué
garantía tiene el pueblo de que habrán de inspirar sus actos en la utilidad
general? Esto es una pura cuestión de usurpación; y a los gobernados, si están
descontentos, no les queda otro recurso sino acudir la lucha para librarse del
yugo.
¿Son elegidos por una clase o
por un partido? Pues entonces serán los intereses y las ideas de esta clase o
de este partido los que triunfen, mientras que la voluntad y los intereses de
los demás serán sacrificados. ¿Se
les elige por sufragio universal? En este caso el único criterio está
constituido por el número, cosa que, ciertamente, no significa ni acredita
equidad, razón ni capacidad; los que sepan engañar mejor a la masa, serán
quienes resulten elegidos, y la minoría compuesta algunas veces de la mitad
menos uno, resultará sacrificada; esto sin contar con que la experiencia
demuestra la imposibilidad absoluta de hallar un mecanismo electoral en virtud
del cual los candidatos electos sean, por lo menos, los representantes genuinos
de la mayoría.
Numerosas y variadas son
las teorías mediante las cuales se ha tratado de explicar y de justificar la
existencia del gobierno. Todas, en suma, fúndanse en el preconcepto, confesado
o tácito, de que los hombres tienen intereses contrarios y de que se necesita
una fuerza externa y superior, para obligar a unos a respetar el derecho de los
otros, prescribiendo e imponiendo determinada norma de conducta, que
armonizaría, en la medida de lo posible, los intereses en pugna y que
proporcionaría a cada uno la satisfacción más grande con el menor sacrificio
concebible.
Dicen los teorizantes
del autoritarismo:
«Si los intereses, las
tendencias, los deseos de un individuo aparecen en oposición a los intereses,
las tendencias, los deseos de otro individuo o con los de la misma sociedad, ¿quién
tendrá el derecho y la fuerza de obligar a uno a respetar los intereses de
otro? ¿Quién podrá impedir a un determinado ciudadano violar la voluntad
general? La libertad de cada uno icen- tiene por límite la voluntad de los
demás, pero ¿quién habrá de establecer este límite y quién lo hará respetar?
Los antagonismos naturales de intereses y pasiones crean, pues, la necesidad
del gobierno y justifican la existencia de la autoridad, que desempeña el papel
de moderadora en la lucha social y asigna los límites de los derechos y de los
deberes de todos y de cada uno».
Tal es la teoría, pero
las teorías, para ser justas, deben hallarse basadas en los hechos y ser
suficientes a explicarlos; y es bien sabido que en economía social se inventan,
con sobrada frecuencia, teorías para justificar hechos, es decir, para defender
el privilegio y hacerlo aceptar tranquilamente por las víctimas del mismo.
En efecto, recordemos
algunos ejemplos:
En todo el curso de la
historia, de igual modo que en la época actual, el gobierno es, o la dominación
brutal, violenta, arbitraria de algunos sobre la masa, o es un instrumento
ordenado para asegurar la dominación y el privilegio a aquéllos que, por
fuerza, por astucia o por herencia, han acaparado todos los medios de vida, sobre
todo el suelo, de los cuales se sirven para mantener al pueblo en perpetua
servidumbre y hacerle trabajar en lugar de y para ellos.
Oprímese a los hombres
de dos maneras: o directamente, por la fuerza bruta, por la violencia física, o
indirectamente, merced a la privación de los medios de subsistencia,
reduciéndolos, de esta manera, a la impotencia; el primer modo es el origen del
poder, es decir, del privilegio político; el segundo es el origen del
privilegio económico.
Todavía puede oprimiese
a los hombres actuando sobre su inteligencia y sobre sus sentimientos, modo de
obrar que origina y constituye el poder universitario y el poder religioso;
pero como el pensamiento no es sino una resultante de fuerzas materiales, el
engaño y los organismos o corporaciones instituido para juzgarlo, no tienen
razón de ser sino en tanto que resultado de los privilegios económicos y
políticos, y un medio de defenderlos y consolidarlos.
En las sociedades
primitivas poco numerosas, de relaciones sociales poco complicadas, cuando una
circunstancia cualquiera ha impedido que se establezca hábitos y costumbres de
solidaridad o ha destruido las preexistentes estableciendo después la
dominación del hombre por el hombre, vemos que los dos poderes político y
económico se encuentran reunidos en las mismas manos. Manos que en ocasiones
pueden ser las de una misma persona. Los que por la fuerza han vencido y
amedrentado a los otros, disponen de vidas y haciendas de los vencidos, y les
obligan a servirles, a trabajar en su provecho y hacer en todo y por todo su
voluntad. Así resultan, a la vez, propietarios, legisladores, reyes, jueces y
verdugos.
Pero con el desarrollo y
acrecentamiento de la sociedad, con el aumento de las necesidades, con la
complicación de las relaciones sociales, se hace imposible la persistencia de
semejante despotismo. Los dominadores, bien para afianzar su seguridad, bien
por comodidad, bien por imposibilidad de obrar de otro modo, se ven en la dura
necesidad, por una parte, de buscar el apoyo de una clase privilegiada o el de
cierto número de individuos cointeresados en su dominación, y por otra parte,
de conducirse de manera que cada uno provea como sepa y como pueda a su propia
existencia, reservándose para sí el mando y la dominación suprema, es decir, el
derecho de explotar lo más posible a todo el mundo, al propio tiempo que el
medio de satisfacer el ansia y la vanidad de mando. Así es como a la sombra del
poder, con su protección y su complicidad, y frecuentemente a sus espaldas, por
falta de intervención, se desenvuelve la propiedad privada, o por mejor decir,
la clase de los propietarios; éstos concentran poco a poco en sus manos los
medios de producción, las verdaderas fuentes de vida, agricultura, industria,
comercio, etc., concluyendo por constituir un poder que, por la superioridad de
sus medios y la multiplicidad de intereses que abraza, llega siempre a someter,
más o menos abiertamente, al poder político, o sea el gobierno, para hacer de
él su gendarme.
Este fenómeno se ha
reproducido diversas veces en la historia. Cada vez que en una invasión o en
una empresa militar la violencia física y brutal se han enseñoreado de una
sociedad, han mostrado los vencedores la tendencia a concentrar en sus manos el
gobierno y la propiedad. Pero siempre la necesidad sentida por el gobierno de
obtener la complicidad de una clase poderosa, las exigencias de la producción,
la imposibilidad de vigilarlo y dirigirlo todo, restablecieron la propiedad
privada, la división de los poderes y, con ella, la dependencia efectiva de aquellos
que han poseído la fuerza, los gobernantes, en provecho de los poseedores de
las fuentes de la fuerza, los propietarios. El gobierno acaba siempre y
totalmente por ser el guardián del propietario.
Jamás se ha acentuado
tanto este fenómeno como en nuestros días. El desarrollo de la producción, la
expansión inmensa del comercio, la potencia desmesurada adquirida por el
numerario y todos los hechos económicos provocados por el descubrimiento de
América, por la invención de las máquinas, etc., han asegurado una tal
supremacía a la clase capitalista, que, no contenta con disponer del apoyo
gubernamental, ha pretendido que el gobierno que reconociese por origen el
derecho de conquista (de derecho divino, según dicen los reyes y sus
partidarios), por mucho que las circunstancias parecieran someterle a la clase
capitalista, conservaba siempre una actitud altanera y desdeñosa hacia sus
antiguos esclavos enriquecidos, y ofrecía en toda ocasión rasgos y veleidades
de independencia y de dominación. Esta clase de gobierno era, ciertamente el
defensor, el gendarme de los propietarios; pero, así y todo, era un gendarme
que se estimaba en algo y se permitía ciertas arrogancias con las personas a
quienes debía acompañar y defender, salvo en los casos en que éstas se desembarazaban
de él a la vuelta de la primera esquina. La clase capitalista ha sacudido y
continúa sacudiendo su yugo, empleando medios más o menos violentos, a fin de
substituir el referido gobierno por otro elegido por ella misma, compuesto de
individuos de su clase, sujeto continua y directamente a su intervención e
inspección y de modo especial organizado para la defensa contra posibles
reivindicaciones de los desheredados. De aquí el origen del sistema
parlamentario moderno.
Hoy día, el gobierno,
compuesto de propietarios y de gentes puestas a su servicio, hállase del todo a
disposición de los propietarios, hasta el punto de que los más ricos llegan
hasta a desdeñar el formar parte de él. Rothschild no tiene necesidad ni de ser
diputado ni de ser ministro; le basta simplemente con tener a su disposición a
los ministros y a los diputados.
En multitud de países el
proletariado obtiene nominalmente una mayor participación en la elección del
gobierno. Es ésta una concesión hecha por la burguesía, sea para obtener el
concurso del pueblo en la lucha contra el poder real o aristocrático, sea para
apartar al pueblo de la idea de emanciparse concediéndole una apariencia o
sombra de soberanía.
Háyalo o no previsto la burguesía,
desde que ha concedido al pueblo el derecho de sufragio, lo cierto es que tal
derecho ha resultado siempre, en toda ocasión y en todo lugar, ilusorio y bueno
tan sólo para consolidar el poder de la burguesía, engañando a la parte más
exaltada del proletariado con la esperanza remota de poder escalar las alturas
del poder.
Aun con el sufragio
universal, y, hasta podríamos decir: sobre todo con el sufragio universal, el
gobierno ha continuado siendo el gendarme de la burguesía. Si fuera cosa distinta,
si el gobierno adoptase una actitud hostil, si la Democracia pudiera ser
otra cosa que un medio de engañar al pueblo, la burguesía, amenazada en sus
intereses, se aprestaría a la rebelión sirviéndose de toda la fuerza y toda la
influencia que la posesión de la riqueza le proporciona para reducir al
gobierno a la función de simple gendarme puesto a su servicio.
En todo lugar y tiempo,
sea cualquiera el nombre ostentado por el gobierno, sean cualesquiera su origen
y organización, su función esencial vemos que es siempre la de oprimir y
explotar a las masas, la de defender a los opresores y a los acaparadores; sus
órganos principales, característicos, indispensables, son el gendarme y el
recaudador de contribuciones, el soldado y el carcelero, a quienes se unen
indefectiblemente el tratante de mentiras, cura o maestro, pagados y protegidos
por el gobierno para envilecer las inteligencias y hacerlas dóciles al yugo.
Cierto que a estas
funciones primordiales, a estos organismos esenciales del gobierno, aparecen
unidos en el curso de la historia otras funciones y otros organismos. Admitimos
de buen grado, por tanto, el que nunca o casi nunca ha existido en un país algo
civilizado, un gobierno que, además de sus funciones opresoras y expoliadoras,
no se haya asignado otras útiles o indispensables a la vida social, pero esto
no impide que el gobierno sea, por su propia naturaleza, opresivo y expoliador,
que esté forzosamente condenado, por su origen y su posición a defender y
confortar a la clase dominante; este hecho confirma no sólo lo que antes hemos
dicho, sino que lo agrava más.
En efecto, el gobierno
toma sobre sí la tarea de proteger, en mayor o menor grado, la vida de los
ciudadanos contra los ataques directos y brutales. Reconoce y legaliza un
cierto número de derechos y deberes primordiales y de usos y costumbres, sin
los cuales la vida en sociedad resultaría imposible. Organiza y dirige algunos
servicios públicos como son los correos, caminos, higiene pública, régimen de
las aguas, protección de los montes, etc... Crea orfelinatos y hospitales y se
complace en aparecer, y esto se comprende, como el protector y el bienhechor de
los pobres y de los débiles. Pero basta con observar cómo y por qué desempeña
estas funciones para obtener la prueba experimental, práctica, de que todo lo
que el gobierno hace está inspirado siempre en el espíritu de dominación y
ordenado para la mejor defensa, engrandencimiento y perpetuación de sus propios
privilegios, así como los de la clase por él defendida y representada.
Un gobierno no puede
existir mucho tiempo sin desfigurar su naturaleza bajo una máscara o pretexto
de utilidad general; no hay posibilidad de que haga respetar la vida de los
privilegiados sin fingir que trata o procura hacer respetar la de todos; no
puede exigir la aceptación de los privilegios de unos pocos sin aparentar que
deja a salvo los derechos de todos. «La ley -dice Kropotkin- o sea los que la
hacen, el gobierno, ha utilizado los sentimientos sociales del hombre para
hacer cumplir, con los preceptos de moral que el hombre aceptaba, órdenes
útiles a la minoría de los expoliadores, contra los cuales él se habría,
seguramente, rebelado».
Un gobierno no puede
pretender que la sociedad se disuelva, porque entonces desaparecería para él y
para la clase dominante la materia explotable. Un gobierno no puede permitir
que la sociedad se rija por sí misma, sin intromisión alguna oficial, porque
entonces el pueblo advertirá bien pronto que el gobierno no sirve para nada, si
se exceptúa la defensa de los propietarios que lo esquilman, y se prepararía a
desembarazarse de unos y del otro.
Hoy día, ante las
reclamaciones insistentes y amenazadoras del proletariado, muestran los
gobiernos la tendencia de interponerse en las relaciones entre patronos y
obreros. Ensayan desviar de este modo el movimiento obrero e impedir, por medio
de algunas falaces reformas, el que los pobres tomen por su mano todo aquello
de lo cual necesiten, es decir, una parte del bienestar general, igual a aquella
de que los otros disfrutan.
Es menester además no
olvidar, por una parte, que los burgueses, los proletarios, están ellos mismos
preparados en todo momento para declararse la guerra, para comerse unos a otros,
y, por otra parte que el gobierno, aunque hijo, esclavo y protector de la
burguesía, tiende, como todo siervo, a emanciparse, y como todo protector,
tiende a dominar al protegido. De aquí este juego de componendas, de tira y
afloja, de concesiones hoy acordadas y mañana suprimidas, esta busca de aliados
entre los conservadores contra el pueblo, y entre el pueblo contra los
conservadores, juego que constituye la ciencia de los gobernantes y que es la
ilusión de cándidos y holgazanes acostumbrados a esperar el maná que ha de caer
de lo alto.
Con todo esto, el
gobierno no cambia, sin embargo, de naturaleza; si el gobierno se aplica a
regular y a garantizar los derechos y deberes de cada uno, pronto pervierte el
sentimiento de justicia, calificando de crimen y castigando todo acto que
ofenda o amenace los privilegios de los gobernantes y de los propietarios; así
es como declara justa, legal, la más atroz explotación de los
miserables, el lento y continuo asesinato moral y material perpetrado por los
poseedores en detrimento de los desposeídos.
Si se asigna el papel de
«administrador de los servicios públicos», no Olvida ni desatiende en ningún
caso los intereses de los gobernantes ni de los propietarios, y tan sólo se
ocupa de los de la clase trabajadora en tanto que esto puede ser indispensable
para obtener como resultado final el que la masa consienta en pagar. Cuando
ejerce el papel de maestro impide la propaganda de la verdad y tiende a
preparar el espíritu y el corazón de la juventud para que de ella salgan los
tiranos implacables o esclavos dóciles, según sea la clase a que pertenezcan.
Todo en manos del gobierno se convierte en medio de explotación, todo se reduce
a instituciones de policía para tener encadenado al pueblo.
Y en verdad que no puede
ser de otro modo. Si la vida humana es lucha entre hombres, tiene que haber
naturalmente vencedores y vencidos, y el gobierno -que es el premio de la lucha
o un medio para asegurar a los vencedores los resultados de la victoria y
perpetuarlos- no estará jamás, esto es evidente, en manos de los vencidos, bien
que la lucha haya tenido efecto en el terreno de la fuerza física o
intelectual, bien que se haya realizado en el terreno económico. Los que han
luchado para vencer, para asegurarse mejores condiciones, para conquistar
privilegios, mando o poder, una vez obtenido el triunfo, no habrán de servirse
de él, ciertamente, para defender los derechos de los vencidos, sí para poner
trabas y limitaciones a su propia voluntad y a la de sus amigos y partidarios.
El gobierno, o como se
llama, el Estado justiciero, moderador de las luchas sociales,
administrador imparcial de los intereses públicos, es una mentira, una ilusión,
una utopía jamás realizada y jamás realizable.
Si los intereses de los
hombres debieran ser contrarios unos a otros, si la lucha entre los hombres fuese
una ley necesaria de las sociedades humanas, si la libertad de unos hubiera de
constituir un límite a la libertad de los otros, entonces, cada uno trataría
siempre de hacer triunfar sus propios intereses sobre los de los demás; cada
uno procuraría aumentar su libertad en perjuicio de la libertad ajena. Si fuera
cierto que debe existir un gobierno, no porque sea más o menos útil a la
totalidad de los miembros de una sociedad, sino porque los vencedores quieren
asegurar los frutos de la victoria sometiendo fuertemente a los vencidos,
eximiéndose de la carga de estar continuamente a la defensiva, encomendando su
defensa a hombres que de ello hagan su profesión habitual, entonces la
humanidad estaría destinada a perecer o a debatirse eternamente entre la tiranía
de los vencedores y la rebelión de los vencidos.
Felizmente, el porvenir
de la humanidad es mas sonriente, porque la norma que la orienta es más
saludable. Esta norma es la de la solidaridad.
El hombre posee, a
manera de propiedad fundamental, necesaria, el instinto de su propia
conservación, sin el cual ningún ser viviente podría existir, y el instinto
de conservación de la especie, sin el cual ninguna especie hubiera podido
formarse ni persistir. El hombre se ve, pues, naturalmente forzado a
defender su existencia y su bienestar, así como la existencia y el bienestar de
su descendencia contra todo y contra todos.
Los vivos tienen, en la
naturaleza, dos maneras de asegurarse la existencia y de hacerla más apacible;
por un lado, la lucha individual contra los elementos y contra los otros
individuos de la misma especie y de especies diferentes; por el otro, el apoyo
mutuo, la cooperación, que pudiera recibir el hombre de su asociación para
la lucha contra todos los factores y agentes naturales contrarios a la
existencia, al desarrollo y al bienestar de los asociados.
No podríamos, en el
limitado espacio de este estudio, indicar siquiera la participación respectiva
de ambos principios en la evolución de la vida orgánica, la lucha y la
cooperación. Basta a nuestro objetivo hacer constar cómo en la humanidad, la
cooperación -forzosa o voluntaria- se ha convertido en el único medio de
progreso, de perfeccionamiento, de seguridad, y cómo la lucha invertida en
atávica- ha venido a resultar completamente inepta para favorecer el bienestar
de los individuos y causa, por el contrario, de males para todos, lo mismo
vencedores que vencidos.
La experiencia,
acumulada y transmitida de una a otra por generaciones sucesivas, enseña que el
hombre que se une a otros asegura mejor su conservación y favorece su
bienestar. Así, como consecuencia de la lucha misma por la existencia
emprendida contra el medio ambiente y contra los individuos de una especie, se
ha desarrollado entre los hombres el instinto de la sociabilidad, que ha
transformado de modo completo las condiciones de su existencia. Por la fuerza
de este instinto el hombre pudo salir de la animalidad, adquirir una gran
fuerza y elevarse mucho sobre el nivel de los demás animales, de modo que los
filósofos espiritualistas han creído indispensable inventar, para explicarla el
alma inmaterial e inmortal.
Numerosas causas
concurrentes han contribuido a la formación de este instinto social, que,
partiendo de la base animal del instinto de la conservación de la especie sea el
sentido social restringido a la familia natural- ha llegado a un grado eminente
de intensidad y de extensión para constituir, en lo sucesivo, el fondo mismo de
la naturaleza moral del hombre.
El hombre, salido de los
tipos inferiores de la animal¡dad, hallábase débil y desarmado para la
lucha individual contra los animales carnívoros; pero dotado de un cerebro
capaz de notable desarrollo, de un órgano bucal apto para expresar por sonidos
diversos las diferentes vibraciones cerebrales, y de manos especialmente
adaptadas para dar forma deseable a la materia, debía sentir bien pronto la
necesidad y calcular las ventajas de la asociación; puede decirse que salió de
la animalidad cuando se hizo sociable y cuando adquirió el uso de la palabra,
consecuencia y factor potentísimo, a la vez, de la sociabilidad.
En los comienzos de la
humanidad el número de hombres era por demás restringido; la lucha por la
existencia, entablada de hombre a hombre, era menos áspera, menos continuada,
hasta menos necesaria, incluso fuera de la asociación, lo cual debía favorecer
en sumo grado el desarrollo de los sentimientos de simpatía y permitir
contrastar y apreciar el valor y utilidad del apoyo mutuo.
En fin, la capacidad
adquirida por el hombre, merced a sus primitivas cualidades aplicadas, en
cooperación con un número mayor o menor de asociados, a la tarea de modificar
el medio ambiente y de adaptarlo a sus necesidades; la multiplicación de los
deseos crecientes a la par que los medios de satisfacerlos y convirtiéndose
poco a poco en necesidades; la división del trabajo, que es la consecuencia de
la explotación metódica de la naturaleza en provecho del hombre, han hecho de
la vida social el medio ambiente indispensable al hombre, fuera del cual le es
imposible la vida, si no quiere caer en un estado de bestialidad.
Y por el refinamiento de
la sensibilidad, consecuencia de la multiplicidad de relaciones; por la
costumbre adquirida en la especie, merced a la transmisión hereditaria durante
miles y miles de años, esta necesidad de vida social, de cambio de pensamientos
y de afecciones entre los hombres, ha llegado a convertirse en un modo de ser,
necesario e indispensable, a nuestro organismo. Se ha transformado en simpatía,
en amistad, en amor, y subiste con independencia de las ventajas materiales que
la asociación produce, hasta tal extremo que, por satisfacerlas, se afronta
toda suerte de penalidades y de sufrimientos, incluso la muerte.
En suma, las enormes
ventajas que la asociación aporta al hombre; el estado de inferioridad física
(no proporcionada a su superioridad intelectual) en que se halla con relación
al animal, si permanece en el aislamiento; la posibilidad para el hombre de
asociarse a un número siempre creciente de individuos, en relaciones cada día
mas íntimas y complejas, hasta llegar a extender la asociación a toda la
humanidad, a toda la vida; la posibilidad, sobre todo, de producir trabajando
en cooperación con sus semejantes, más de lo indispensable para la vida; los
sentimientos de afección, en fin, que todo ello se derivan, han dado a la lucha
por la existencia, entre la especie humana, un carácter enteramente distinto
del que reviste la lucha por la existencia entre los demás animales.
Sea ello lo que quiera,
hoy día se sabe -y las investigaciones de los naturalistas contemporáneos
aportan sin cesar nuevas pruebas- que la cooperación ha tenido y tiene, en el
desenvolvimiento del mundo orgánico, una importante participación. tan
importante que ni siquiera sospecharían los que tratasen de justificar, a duras
penas por cierto, el reino de la burguesía por medio de las teorías
darwinistas, porque la distancia entre la lucha humana y la lucha animal
aparece enorme y proporcional a la distancia que separa al hombre de los demás
animales.
Estos últimos combaten,
sea individualmente, sea en pequeños grupos, permanentes o transitorios, contra
toda la naturaleza, incluso contra el resto de los individuos de su propia
especie. s animales, aun comprendiendo los más sociales, como las hormigas, las
abejas, etc., son solidarios entre los individuos del mismo hormiguero o la
misma colmena, pero son indiferentes con relación a las otras comunidades de su
misma especie, si es que no las combaten, como con frecuencia ocurre. La lucha
humana, por el contrario, tiende siempre a extender más y más la asociación
entre los hombres, a solidarizar sus intereses, a desarrollar el sentimiento de
amor de cada hombre hacia todos los demás, a vencer y a dominar la naturaleza
exterior con la humanidad. Toda lucha directa para conquistar ventajas, independientemente
de los demás hombres o contra ellos, es contraria a la naturaleza social del
hombre moderno y le aproxima a la animalidad.
La
solidaridad, es decir, la armonía de intereses y de sentimientos, el concurso
de cada uno al bien de todos y todos al bien de cada uno, es la única posición
por la cual el hombre puede explicar su naturaleza y lograr el más alto grado
de desarrollo y el mayor bienestar posible. Tal es el fin hacia el que marcha
sin cesar la humanidad en sus sucesivas evoluciones, constituyendo el principio
superior capaz de resolver todos los actuales antagonismos, de otro modo
insolubles, y de producir como resultado el que la libertad de cada uno no
encuentre límite, sino el complemento y las condiciones necesarias a su
existencia, en la libertad de los demás.
«Nadie -decía Miguel
Bakunin- puede reconocer su propia humanidad, ni por consiguiente realizarla en
su vida, si no reconociéndola en los demás y cooperando a la realización por los
otros emprendida. Ningún hombre puede emanciparse, si no emancipa con él, a su
vez, a todos los hombres que tenga a su alrededor. Mi libertad es la libertad
de todos, puesto que yo no soy realmente libre -libre no sólo en potencia, sino
en acto- más que cuando mi libertad y mi derecho hallan su conformación y su
sanción en la libertad y en el derecho de todos los hombres, mis iguales».
«La situación de los
otros hombres me importa mucho, porque, por independiente que me parezca mi
posición social, sea yo papa, zar, emperador o primer ministro, soy siempre el
producto de lo que sean los últimos de estos hombres; si son ignorantes,
miserables, esclavos, mi existencia estará determinada por su ignorancia, por
su miseria o por su esclavitud. Yo, hombre inteligente y avisado, por ejemplo,
seré estúpido por estupidez; yo, valeroso, seré esclavo por su esclavitud; yo,
rico, temblaré ante su miseria; yo, privilegiado, palideceré ante su
injusticia. Yo, que deseo ser libre, no puedo serlo, porque a mi alrededor todos
los hombres no quieren ser libres todavía, y al no quererlo resultan, para mí,
instrumentos de opresión».
La
solidaridad es, pues, la condición en cuyo seno alcanza el hombre el más alto
grado de seguridad y de bienestar; por consecuencia, el egoísmo mismo, o sea la
consideración exclusiva de su propio interés, conduce al hombre y a la sociedad
hacia la solidaridad, o, dicho de otro modo, egoísmo y altruismo Consideración
de los intereses de los otros- se confunden en un solo sentimiento, de igual
modo que un solo interés se confunden el de¡ individuo y el de la sociedad.
Pero el hombre no podía
pasar en seguida de la animalidad a la humanidad, de la lucha brutal de hombre
a hombre, a la lucha solidaria de todos los hombres, fraternalmente unidos
contra la naturaleza exterior.
Guiado por las ventajas
que ofrecen la asociación y la división del trabajo resultante de ella, el
hombre iba evolucionando hacia la solidaridad, pero esta evolución se ha visto
interrumpida por un obstáculo que la ha obligado a cambiar de dirección,
desviándola, todavía hoy mismo, de su verdadero fin. El hombre descubrió que
podía, hasta cierto punto, y para las necesidades materiales y primordiales,
únicas hasta entonces sentidas por él, realizar y aprovecharse de las ventajas
de la cooperación, sometiendo a los demás hombres a su capricho en lugar de
asociarse con ellos, y como los instintos feroces y antisociales, heredados de
antepasados simiescos, latían potentes todavía en él, forzó a los más débiles a
trabajar en su provecho, dando preferencia a la dominación sobre la asociación.
Pudo suceder, y en la mayoría de los casos sucedió, que explotando a los
vencidos se dio cuenta el hombre por primera vez de las ventajas que la
asociación podría aportarle, de la utilidad que el hombre podría obtener del
apoyo del hombre.
El conocimiento de la
utilidad de la cooperación que debía conducir al triunfo de la solidaridad en
todas las relaciones humanas, condujo, por el contrario, a la propiedad individual
y al gobierno, es decir, a la explotación del trabajo de todos por un puñado de
privilegiados.
Esto ha sido siempre la
asociación, la cooperación, fuera de la cual es imposible la vida humana, pero
esto era una especie de cooperación impuesta y regulada por unos cuantos en
interés particular suyo.
De este hecho se deriva
la gran contradicción, que ocupa por completo las páginas de la historia de los
hombres, entre la tendencia a asociarse y fraternizar para la conquista y la
adaptación del mundo exterior a las necesidades del hombre y para la
satisfacción de los sentimientos efectivos y la tendencia a dividirse en tantas
unidades separadas y hostiles por parte de los grupos determinados por las
condiciones geográficas y etnográficas, las posiciones económicas, los hombres
que logrando conquistar una ventaja tratan de asegurarla y aumentarla, los que
esperan obtener un privilegio y los que, victimas de una injusticia, se rebelan
y tratan de sacudir el yugo.
El principio de cada
uno para sí, que es la guerra de todos contra todos, ha venido, en el curso
de la historia, a complicar, a desviar y paralizar la lucha de todos contra la
naturaleza, única capaz de proporcionar el bienestar a la humanidad, por cuanto
ésta no puede alcanzar su perfección completa sino basándose en el principio de
todos para cada uno y uno para todos.
La humanidad ha
experimentado males inmensos por consecuencia de la intromisión, la dominación
y a explotación en el seno de la asociación humana. Pero no obstante la
opresión atroz a que las masas han sido sometidas, la miseria, los vicios, los
delitos, la degradación que la misma miseria y la esclavitud producían entre
los esclavos y entre los amos, las ansias acumuladas, las guerras
exterminadoras, y el antagonismo de los intereses artificialmente creados, el
instinto social ha logrado sobreponerse y desarrollarse. Siendo siempre la
cooperación la condición necesaria para que el hombre pueda luchar con éxito
contra la naturaleza exterior, ha permanecido también como la causa permanente
de la aproximación de los hombres y del desenvolvimiento del sentimiento de
simpatía entre ellos. Merced a la fuerza de la solidaridad, más o menos
extendida, que entre los oprimidos ha existido en todo tiempo y lugar, es como
éstos han podido soportar la opresión, y como la humanidad ha resistido los
gérmenes mortales introducidos en su seno.
Hoy día, el inmenso
desarrollo alcanzado por la producción, el acrecentamiento de las necesidades
que no pueden ser satisfechas sino mediante el concurso de gran número de
hombres residentes en distintos países, los medios de comunicación, la
costumbre y frecuencia de los viajes, la ciencia, la literatura y el comercio,
han reducido y continúan reduciendo a la humanidad en un solo cuerpo cuyas
partes, solidarias entre sí, no encuentran su plenitud ni la libertad de
desarrollo debidas, sino en la salud de las otras partes y en la del todo.
El habitante de Nápoles
se halla tan interesado en el saneamiento de las lagunas de sus ciudad como en
el mejoramiento de las condiciones higiénicas de los pueblos situados en las
orillas del Ganges, de donde le viene el cólera morboso. La libertad, el
bienestar, el porvenir de un montañés perdido entre los desfiladeros de los
Apeninos, no dependen únicamente del bienestar o de la miseria en que los
vecinos de su aldea se hallen, ni de las condiciones generales del pueblo
italiano, sino que dependen también de los trabajadores de América, de
Australia, del descubrimiento de un sabio sueco, de las condiciones morales y
materiales de los chinos, de la guerra o de la paz existentes en el continente
africano, en suma, de todas las circunstancias grandes o pequeñas que, en un
punto cualquiera del globo terráqueo, ejerzan su influencia sobre un ser humano.
En las condiciones
actuales de la sociedad, esta solidaridad, que une a todos los hombres, es en
gran parte inconsciente, puesto que surge espontáneamente de los conflictos de
intereses particulares, al paso que los hombres preocúpense poco o nada de los
intereses generales. Esto nos ofrece la más evidente prueba de que la
solidaridad es la norma natural de la humanidad, que se explica y se impone, a
pesar de todos los antagonismos creados por la constitución social actual.
Por otra parte, las
masas oprimidas, que nunca han estado, ni pueden estar, completamente
resignadas a la opresión y a la miseria, y hoy menos que nunca, se muestran
ávidas de justicia, de libertad, de bienestar y comienzan a comprender que sólo
es posible emanciparse por medio de la unión, por medio de la solidaridad con
todos los oprimidos, con todos los explotados del mundo entero. Han llegado a
comprender, por fin, que la condición sine qua non de su emancipación es
la posesión de los medios de producción, del suelo y de los instrumentos de
trabajo, en una palabra, la abolición de la propiedad individual. La ciencia,
la observación de los fenómenos sociales, demuestran que esta abolición sería
de inmensa utilidad para los mismos privilegiados actuales a cambio de que se
avinieran solamente a renunciar a sus instintos de dominación y a concurrir
como todos al trabajo para el bienestar común.
Ahora bien, si un día
las masas oprimidas se negasen a trabajar para los demás, si despojasen a los
propietarios de la tierra y de los instrumentos de trabajo a fin de servirse de
ellos por su cuenta y en su beneficio, es decir, en provecho o beneficio de
todos; si deseasen emanciparse de la dominación, del imperio de la fuerza bruta
y del privilegio económico; si la fraternidad entre los pueblos, el sentimiento
de solidaridad humana robustecido por la comunidad de intereses lograsen poner
fin a las guerras y a las conquistas, ¿cuál sería, llegado el caso, la
razón de ser de un gobierno?
Una vez abolida la
propiedad individual, el gobierno, que es su defensor, debería desaparecer, y si
sobreviviese veríase continuamente obligado a reconstruir, bajo una forma
cualquiera, una clase privilegiada y opresiva.
La abolición del
gobierno no significa ni puede significar destrucción de la cohesión social,
sino que, por el contrario, la cooperación que actualmente resulta forzada, que
actualmente existe tan solo en provecho de unos cuantos, será libre, voluntaria
y directa, existirá en beneficio de todos y resultaría para ellos intensa y
eficaz en grado SUMO.
El instinto social, el
sentimiento de solidaridad, se desarrollará en el más alto grado; cada hombre
hará todo cuanto pueda en el bien de sus semejantes, no solo para dar
satisfacción a sus sentimientos efectivos, sino por interés propio bien
comprendido.
Del libre concurso de
todos, merced a la agrupación espontánea de los hombres, según sus necesidades
y sus simpatías, de abajo arriba, de lo simple a los compuesto, partiendo de
los intereses más inmediatos para llegar a los más generales, surgirá una
organización social cuyo objeto sea el mayor bienestar y la mayor libertad de
todos, que reunirán toda la humanidad en fraternal comunidad; que se modificará
y se mejorará según las circunstancias y las enseñanzas de la experiencia.
Esta sociedad de hombres
libres, esta sociedad de personas solidarias y fraternas, esta sociedad de
amigos, es lo que representa la Anarquía.
Hasta aquí hemos
considerado al gobierno tal cual es, tal cual debe necesariamente ser en el
seno de una sociedad fundada en el privilegio, en la explotación y en la
opresión del hombre por el hombre, basada en el antagonismo de intereses, en la
lucha intersocial, en una palabra, en la propiedad individual.
Hemos visto como este
estado de lucha, lejos de ser una condición necesaria de la vida de la
humanidad, es contrario a los intereses de los individuos y de la especie
humana; hemos visto como la cooperación, la solidaridad, es la norma del
progreso humano y hemos sacado en consecuencia de todo ello, que mediante la
abolición de la propiedad individual y de todo predominio del hombre sobre el
hombre, el gobierno perdería toda razón de ser y debería desaparecer. «Pero
-podría objetársenos- cambiad el principio sobre el que actualmente se funda la
organización social, sustituid con la solidaridad la lucha, con la propiedad
común la propiedad privada, y no habréis hecho sino cambiar la naturaleza del
gobierno que, en lugar de ser el protector y el representante de los intereses
de una clase, sería -supuesto que las clases no habrían de existir- el
representante de los intereses de toda la sociedad, con la misión de asegurar y
de regularizar, en intereses de todos, la cooperación social, de desempeñar los
servicios públicos de una importancia general, de defender a la sociedad contra
las posibles tentativas encaminadas a restablecer los privilegios, de prevenir
los atentados cometidos por algunos contra la vida, el bienestar o la libertad
de cada uno.
Existen en la sociedad
funciones muy necesarias que reclaman gran dosis de constancia y mucha
regularidad para poder dejarlas abandonadas a la libre iniciativa y voluntad de
los individuos, sin riesgo de ver caer todo en la confusión más deplorable.
¿Quién organizará y quién
asegurará, sin gobierno, el servicio de alimentación, de distribución, de
higiene, de correos, de telégrafos, de ferrocarriles, etc.? ¿Quién tomará a su cargo la
instrucción pública? ¿Quién
emprenderá esos y trabajos de exploración, de saneamiento y de investigación
científica que transforman la faz de la tierra y centuplican las fuerzas del
hombre?
»¿Quién velará
por la conservación y el aumento de capital social, a fin de transmitirlo
mejorado a la humanidad futura?
»¿Quién impedirá
la devastación de los montes, la explotación y el aprovechamiento irracional y
codicioso, que puede dar por consecuencia el agotamiento de suelo?
»¿Quién tendrá el
encargo y la autoridad necesarias para prevenir y reprimir los delitos, es
decir, los actos antisociales?
»¿Y aquellos que,
faltando a la norma de la solidaridad social, no quisieran trabajar?
»¿Y aquellos que
propagasen en un país una epidemia, rehusando someterse a las prescripciones
higiénicas, reconocidas útiles por la ciencia?
»¿Y si hubiera
individuos que, locos o no locos, quisieran arrasar las cosechas, violar a las
niñas o abusar de su fuerza física en perjuicio de los débiles?
»Destruir la propiedad
individual y abolir los gobiernos existentes sin reconstruir un gobierno que
organice la vida colectiva y asegure la solidaridad social, no sería abolir los
privilegios y proporcionar al mundo la paz y el bienestar: sería destruir todo
vínculo social, hacer retroceder la humanidad hacia la barbarie, hacia el
reinado de cada uno para sí que representa el triunfo de la fuerza bruta, como
primera consecuencia y el del privilegio económico como segunda».
Tales son las objeciones
que nos oponen los autoritarios, incluso los socialistas, es decir, los que
debieran tratar de abolir la propiedad individual y el gobierno de clases,
derivado de ella.
A ellas las respondemos
con lo siguiente:
En primer lugar, no es
cierto que por consecuencia del cambio de las condiciones sociales, hubiera de
cambiar el gobierno de naturaleza y de función. Órgano y función son términos
inseparables. Despojad a un órgano de su función, y o bien el órgano muere o
bien la función se restablece; introducid un ejército en un país donde no
exista motivo ni razón de guerra interior o exterior y el ejército provocara la
guerra o caso de no lograrlo, se disolverá. Una policía allí donde no halla
delitos que descubrir o delincuentes a quienes aprehender, provocará su
realización o inventará los unos y los otros y en caso contrario, que a causa
de esta institución dejará de existir.
Funciona en Francia,
desde hace varios siglos, una institución actualmente adjunta a la
Administración de Montes, denominada la «Louveterie», cuyos funcionarios están
encargados de promover y realizar la destrucción de los lobos y otros animales
dañinos. Pues bien, nadie se extrañará si decimos que a causa de esta
institución es por lo que existen lobos en Francia, donde en las estaciones
rigurosas ocasionan numerosas víctimas. El público se preocupa poco de los
lobos, puesto que existen funcionarios encargados de su persecución. Estos
practican su caza, pero de modo tan inteligente, que dan las batidas con tiempo
suficiente para permitir su incesante reproducción, pues sería lástima que la
especie se extinguiera; así resulta que los campesinos franceses tienen poca fe
en la eficacia de estos funcionarios de la Administración, a quienes consideran
como conservadores de lobos, y se comprende: ¿qué iba a ser de ellos si
los lobos desaparecieran totalmente?
Un gobierno, es decir un
cierto número de personas encargadas de hacer las leyes, ejercitadas en
servirse de la fuerza de todos para obligar a cada uno a respetarlas,
constituyen ya, de por sí, una clase privilegiada y separada del pueblo. Clase
que habrá de buscar intuitivamente, como todo cuerpo constituido, el aumento de
sus atribuciones, el sustraerse a la intervención y fiscalización de las masas,
el imponer sus tendencias y el hacer prevalecer sus intereses particulares.
Colocado en una posición privilegiada, el Gobierno se halla en antagonismo con
el resto de país, cuya fuerza utiliza diariamente.
Por lo demás, el
gobierno, aún cuando él mismo tratase de conseguirlo, no lograría contentar a
todo el mundo; si se limitase a dar satisfacción a algunos, se vería obligado a
ponerse en guardia contra los descontentos y a cointeresar, por tanto a una
parte del pueblo, para obtener su apoyo. De este modo se reanudaría la vieja
historia de la clase privilegiada constituida con la complicidad del Gobierno
que, si esta vez no se hacía propietaria del suelo, acapararía, ciertamente,
posiciones ventajosas creadas al efecto y no sería ni menos opresora ni menos
expoliadora que lo es la actual clase capitalista.
Los gobernantes,
habituados al mando, no se avendrían a verse confundidos y englobados con la
multitud; si no pudieran conservar el poder, se asegurarían, por lo menos,
posiciones privilegiadas para el caso en que se vieran forzados a entregar el
poder a otros. Usarían todos los medios que el mando proporciona para hacer
elegir como sucesores a sus propios amigos, a fin de ser apoyados y protegidos
por estos a su vez. El gobierno se transmitiría recíprocamente de unas a otras
manos, y la democracia, que es el pretendido gobierno de todos,
acabaría como siempre en una oligarquía, que es el gobierno de algunos,
el gobierno de una clase.
¡Qué oligarquía tan
omnipotente, tan opresora, tan absorbente, no sería, pues la que tuviera a su
cargo, es decir, a su disposición, todo el capital social, todos los servicios
públicos, desde la alimentación hasta la fabricación de fósforos, desde las
universidades hasta los teatros de opereta!.
Mas supongamos que el
gobierno no constituye en sí una clase privilegiada y que puede vivir sin crear
a su alrededor una nueva clase de privilegiados, siendo únicamente el
representante, el esclavo, si se quiere, de toda la sociedad. ¿En qué y
cómo aumentaría la fuerza, la inteligencia, el anhelo de solidaridad, el cuidado
de bienestar de todos de la humanidad futura, que en determinado momento
existieran en la sociedad?
Se repite siempre la
antigua historia del hombre encadenado, que habiendo logrado vivir a pesar de
las cadenas, las considera como condición indispensable de su existencia.
Estamos acostumbrados a
vivir bajo un gobierno que acapara todas las fuerzas, todas las inteligencias,
todas las voluntades que puede dirigir para sus fines, y crea obstáculos,
suprime aquéllos que pueden serle hostiles o, por lo menos, inútiles, y
nosotros nos imaginamos que cuanto se ha hecho en la sociedad es obra de los
gobernantes, y que sin gobierno no quedaría a la sociedad ni fuerza, ni
inteligencia, ni buena voluntad. Así (ya lo hemos dicho anteriormente) el
propietario que se ha apoderado del suelo, lo hace cultivar en provecho
particular suyo, no dejando al trabajador sino lo estrictamente necesario para
que pueda y quiera seguir trabajando y el trabajador servil piensa que no
podría vivir sin el patrón, como si éste hubiera creado la tierra y las fuerzas
de la naturaleza.
¿Qué es lo que el gobierno
puede añadir a las fuerzas morales y materiales existentes en una sociedad? ¿Será el gobierno, por
casualidad, como el dios de la Biblia, y podrá sacar cosa alguna de la nada?
Puesto que nada ha sido creado en el mundo comúnmente denominado material, nada
se crea tampoco en esta forma más compleja del mundo material que se llama
mundo social. Por esto los gobiernos no pueden disponer sino de fuerzas ya
existentes en el seno de la sociedad, excepción hecha de las grandes fuerzas
que paralizan y destruyen por efecto de su misma acción, las fuerzas rebeldes,
las fuerzas perdidas en los frotamientos y choques, necesariamente muy
numerosos, en un mecanismo artificial en tan sumo grado.
Y si ellos dan de sí
alguna cosa, esto ocurre en tanto que son hombres, y no porque sean gobierno.
En fin, de todas las fuerzas materiales y morales que quedan a disposición del
gobierno, sólo una parte se emplea de modo verdaderamente útil a la
sociedad. El resto se almacena para poder refrenar las fuerzas rebeldes. O se
le aparta del fin de utilidad general, empleándolas en provecho de unos cuantos
y en perjuicio de la mayoría.
Larga y detenidamente se
ha disertado acerca de la participación respectiva que tiene en la vida y en el
progreso de la sociedades humanas la iniciativa individual y la acción social;
y se ha llegado, con los artificios habituales del lenguaje metafísico, a
embrollar de tal manera las cosas, que hasta han parecido audaces aquéllos que
han afirmado que todo se rige y todo marcha en el mundo humano mediante la
iniciativa individual. En realidad, esto es una verdad de sentido común que
aparece evidente tan luego como trata uno de darse cuenta de las cosas
representadas por las palabras. El ser real es el hombre, es el individuo; la
sociedad o colectividad y el Estado o gobierno que pretende representarlas, si
no son abstracciones vacías de sentido, tienen que consistir en agregaciones de
individuos. Y en el organismo de cada individuo es donde tienen necesariamente
su origen todos los pensamientos y todos los actos humanos, los cuales de
individuales se convierten en pensamientos y en actos colectivos, una vez que
son o se hacen comunes a varios individuos. La acción social, pues, no consiste
en la negación ni es el complemento de la iniciativa individual, sino en la
resultante de las iniciativas, de los pensamientos y de las acciones de todos
los individuos que componen la sociedad, resultante que, como todo, es más o
menos grande según que todas las fuerzas concurran al mismo objeto o sean
divergentes u opuestas.
Si, por el contrario,
con los autoritarios, por acción social se entiende la acción gubernamental,
todavía sigue siendo ésta la resultante de las fuerzas individuales, bien que
sólo de los individuos que forman parte del gobierno o que por su posición,
pueden influir en la conducta de éste último.
De aquí que en la
distinción secular entre la libertad y la autoridad, o en otros
términos, entre el socialismo libertario y el Estado clase, no se
trate de aumentar la independencia individual en detrimento de la ingerencia
social, o de ésta en detrimento de aquella, sino más bien de impedir que
algunos individuos puedan oprimir a los otros; de conceder los mismos derechos
y los mismos medios de acción, y de sustituir con la iniciativa de todos, que
debe producir, naturalmente, ventajas a todos, la iniciativa de algunos que
necesariamente produce la opresión de todos los demás; se trata siempre, en una
palabra, de destruir la dominación y la explotación del hombre por el hombre,
de tal forma que todos resulten interesados en el bienestar común, y las
fuerzas individuales, en lugar de ser suprimidas o de ser combatidas,
destruyéndose una y otras, hallen la posibilidad de un desarrollo completo y se
asocien entre sí para mayores ventajas de todos.
De lo anterior resulta
que la existencia de un gobierno, aun cuando fuera -según nuestra hipótesis- el
gobierno de los socialistas autoritarios, lejos de producir un aumento de las
fuerzas productivas organizadoras y protectoras de la sociedad, daría por
resultado su considerable aminoración, restringiendo la iniciativa a unos
cuantos y concediendo a unos pocos el derecho de hacerlo todo, sin poder,
naturalmente, otorgarles el don de la omniscencia.
En efecto, si se separan
de la legislación, los actos y las obras de un gobierno, todo lo relativo a la
defensa de los privilegios y todo lo que representa la voluntad de los mismos
privilegiados ¿qué restaría que no fuese el resultado de la actividad de
todos?
«El Estado -decía
Sismondi- es siempre un poder conservador que autentiza, regulariza y organiza
las conquistas del progreso (y la historia añade que siempre las encamina en
beneficio de las clases privilegiadas) pero no las aplica jamás si dichas
iniciativas parten siempre de abajo, nacen en el fondo de la sociedad, del
pensamiento individual que en seguida se divulga, se convierte en opinión, en
mayoría, pero se ve forzado en todo caso a volver sobre sus pasos, y a combatir
en los poderes constituidos la tradición, la rutina y el privilegio del error».
Por lo demás, para
comprender cómo una sociedad puede vivir sin gobierno, basta observar un poco a
fondo la sociedad actual y se verá en realidad que la mayor parte, la esencia
de la vida social, se realiza, aun hoy día, con independencia de la
intervención del gobierno y cómo el gobierno no se entremete sino para explotar
a las masas, para defender a los privilegiados y para sancionar, bien que
inútilmente, todo cuanto se hace sin él y aun contra él. Los hombres trabajan,
cambian, estudian, viajan, observan como quieren las reglas de la moral y de la
higiene, aprovechan los beneficios del progreso de las ciencias y de las artes,
sostienen entre sí relaciones infinitas, sin sentir necesidad de que nadie les imponga
la manera de conducirse. Y justamente son las cosas en que el gobierno no se
entremete las que menos diferencias y litigios ocasionan, las que se acomodan a
la voluntad de todos, de modo que todos hallan en ellas su utilidad y su agrado.
El gobierno no es
tampoco indispensable ni necesario para las grandes empresas, para esos
servicios públicos que requieren el concurso regular de mucha gente, de países
y condiciones diversos. Mil empresas de este orden son, actualmente, obra de
asociaciones privadas, libremente constituidas, y realizan sus fines, según
todo el mundo confiesa, del mejor modo posible y con los más satisfactorios
resultados. No hablemos de las asociaciones de capitalistas, organizadas con el
fin de explotación, ni recordemos cómo demuestran prácticamente la posibilidad
y el poderío de la libre asociación, ni hagamos alto en cómo esta última puede
extenderse hasta comprender gentes de todos los países e intereses inmensos y
por extremo variados.
Hablamos únicamente de
las asociaciones que, inspiradas por el amor a nuestros semejantes, o por la
pasión de la ciencia o sólo por el deseo de divertirse o de hacerse aplaudir,
representan mejor las agrupaciones tal cual habrán de ser en el seno de una
sociedad donde la propiedad individual y la lucha entre los hombres se
encuentren abolidas y casa uno halle su interés en el interés de todos y su
mayor satisfacción en practicar el bien en obsequio de sus semejantes.
Las sociedades y los
congresos científicos, la asociación internacional de salvamento, la asociación
de la Cruz Roja, las sociedades geográficas, las organizaciones obreras, los
cuerpos de voluntarios que acuden a prestar su concurso y su socorro en todas
las grandes calamidades públicas, son algunos ejemplos entre mil que podríamos
citar de la fuerza que hay en la asociación que se manifiesta siempre que se
trata de una necesidad o de una pasión verdaderamente sentida; y los medios no
faltan nunca. Si la asociación voluntaria no impera de modo general sobre la
faz de la tierra, ni abraza todas las ramas de la actividad material y moral,
es a causa de los obstáculos creados por los gobiernos, de los antagonismos
suscitados por la propiedad privada, de la impotencia y del envilecimiento a
que la gran mayoría de los hombres se ve reducida por consecuencia del
acaparamiento de la riqueza por parte de unos cuantos. El gobierno se encarga,
por ejemplo, del servicio de correos, ferrocarriles etcétera, ¿pero en
qué forma y en qué medida acude realmente en su auxilio? Cuando el pueblo,
colocado en disposición de gozar de ellos, siente su necesidad, decide
organizarlos y los técnicos no tienen necesidad de una patente del gobierno
para dar comienzo a la obra. Cuando más general y más urgente es la necesidad,
más abundan los voluntarios para satisfacerlas. Si el pueblo tiene la facultad
de pensar en la producción y en la alimentación, nadie tema que se deje morir
de hambre esperando que el gobierno dicte leyes sobre el asunto. Si el gobierno
debiera ser restablecido, todavía estaría forzado a esperar que el pueblo haya
organizado prima facie, para venir, mediante leyes, a sancionar y
explotar lo que ya hecho. Demostrando está que el interés privado es el gran
móvil de toda acción. Ahora bien, cuando el interés de todos sea el interés de
cada uno -y esto ocurriría necesariamente si no existiera la propiedad privada-
todos obrarán; si las cosas se hacen ahora que no interesan sino a algunos, se
harían entonces tanto más y tanto mejor puesto que interesarían a todo el
mundo. Difícilmente se comprende que existan gentes que crean que la ejecución
y la marcha regular de los servicios públicos, indispensables a la vida social,
se hallan mejor asegurados si se desempeñan por empleados del gobierno y no
directamente por los trabajadores dedicados a este género de labor, mediante su
espontánea iniciativa o de acuerdo con los demás, y que la realizan bajo la
participación directa e inmediata de todos los interesados.
Seguramente que en todo
gran trabajo colectivo se requiere la práctica de la división del trabajo, la
existencia de dirección técnica, de administración, etc., pero los autoritarios
juegan maliciosamente con los vocablos, para deducir la razón de ser del
gobierno, de la necesidad, bien real, de organizar el trabajo.
El gobierno, repetimos
una vez más, es el conjunto de individuos que han recibido o que se han
arrogado el derecho y los medios de hacer las leyes, así como la facultad de
forzar a las gentes a su cumplimiento; el administrador, el ingeniero, etc.,
son, por el contrario, hombres que reciben o asumen la carga de realizar un
trabajo y lo realizan. Gobierno significa delegación del poder, o sea,
abdicación de la iniciativa y de la soberanía de todos en manos de algunos.
Administración significa delegación de trabajo,o sea carga confiada y aceptada,
cambio libre de servicios, fundado en pacto libremente ajustado. El gobernante
es un privilegiado, puesto que le asiste el derecho de mandar a los demás y el
de servirse de sus fuerzas para hacer triunfar sus ideas y sus deseos
personales. El administrador, el director técnico, etc., son trabajadores como
los otros, cuando se trata, claro es, de una sociedad donde todos tienen medios
iguales de desenvolverse, donde todos son o pueden ser trabajadores
intelectuales y manuales, donde todos los trabajos, todas las funciones otorgan
un derecho igual a disfrutar de las ventajas sociales. Es menester no confundir
la función de gobierno con la función de administración, que son esencialmente
diferentes, porque si hoy día se hallan confundidas, es sólo a causa del
privilegio económico y político.
Detengámonos, además, en
el examen de las funciones con respecto a las que el gobierno es considerado
por todos los que no profesan el ideal anarquista, como verdaderamente indispensable:
la defensa externa e interna de una sociedad, es decir, la guerra, la policía y
la justicia.
Suprimidos los gobiernos
y puesta la riqueza social a disposición de todo el mundo, bien pronto
desaparecerían los antagonismos existentes entre los diferentes pueblos y la
guerra no tendría razón de ser. Diremos, además, que en el estado actual de la
sociedad, cuando la revolución estalle en un país, si no halla inmediatamente
eco en todas partes, encontrará seguramente tantas simpatías que un gobierno no
osará enviar tropas al exterior corriendo el riesgo de ver estallar la
revolución en su propia casa. Admitamos, sin embargo, que los gobiernos de los
países todavía no emancipados quisieran y pudieran intentar reducir a la
esclavitud a un pueblo libre. ¿Tendría éste, por ventura, necesidad de
un gobierno para defenderse? Para hacer la guerra se requieren hombres que
posean los conocimientos técnicos y geográficos del caso y sobre todo, masas
prontas a batirse. Un gobierno no puede aumentar la capacidad de aquéllos ni la
voluntad y el valor de éstas. La experiencia histórica nos enseña cómo un
pueblo que desea vivamente defender su propio país, es invencible. En Italia,
todo el mundo sabe cómo, ante los cuerpos de voluntarios (formación anárquica)
se bambolean los tronos y se desvanecen los ejércitos regulares, compuestos de
hombres forzados o asalariados.
¿La policía? ¿La justicia? Muchos se
imaginan que si no hubiera gendarmes, policías y jueces, casa uno sería libre
de matar, de violar y de vejar a su prójimo; que los anarquistas, en nombre de
sus principios, desearían el respeto para esta especial libertad que viola y
destruye la libertad y la vida ajenas; están casi persuadidos de que, después
de haber destruido al gobierno y a la propiedad privada, consentiríamos
impasibles la reconstitución de uno y de otra por respeto a la libertad de
quienes experimentaran la necesidad de ser gobernantes y propietarios. ¡Extraña manera, en verdad, de
comprender nuestros ideales! Es cierto que discurriendo de este modo se llega
más fácilmente a desentenderse, merced a un encogimiento de hombros, del
trabajo de refutarlos seriamente.
La libertad que los
anarquistas queremos para nosotros mismos y para los demás, no es libertad
absoluta, abstracta, metafísica, que se traduce fatalmente en la práctica, en
la opresión de los débiles, sino la libertad real, la libertad posible que es
la comunidad consciente de los intereses, la solidaridad voluntaria.
Proclamamos la máxima: «Haz lo que quieras», y resumimos, por así decirlo, en
ella, nuestro programa, porque -fácil es de comprender- estamos persuadidos de
que en una sociedad sin gobierno y sin propiedad, cada uno querrá aquello que
deba querer.
Mas si, por consecuencia
de la educación heredada de la sociedad actual, de malestar físico o de
cualquiera otra causa, alguien quisiera algo perjudicial a nosotros o a
cualquiera, emplearíamos -estese cierto de ello- todos los medios disponibles
para impedirlo. En efecto, desde el instante en que sabemos que el hombre es la
consecuencia de su propio organismo y del ambiente cósmico y social en que
vive; desde que distinguimos perfectamente el derecho inviolable de la defensa
del pretendido y absurdo derecho de castigar; desde que en el delincuente, es
decir, en el que comete actos antisociales, no vemos al esclavo rebelde, como
ven los jueces de nuestros días, sino a un hermano enfermo necesitado de
cuidados, no hemos de ensañarnos en la represión, sino que habremos de
esforzarnos en no extremar la necesidad de la defensa, dejando de pensar en
vengarnos, para ocuparnos en cuidad, atender y regenerar al desgraciado con
todos los recursos que la ciencia ponga a nuestra disposición.
En todo caso, y
cualquiera que sea el modo que de entenderlo tenga los anarquistas -quienes,
como todos los teorizantes, pueden perder de vista la realidad para correr tras
un fantasmas de lógica- es lo cierto que el pueblo no consentirá jamás que se
atente impunemente a su libertad ni a su bienestar, y si la necesidad surgiese
sabría atender a su propia defensa contra las tendencias antisociales de
algunos extraviados. Mas para esto ¿es indispensable la existencia de
esas gentes que tienen por oficio la fabricación de leyes? ¿Ni la de esas otras
que sólo se ocupan en descubrir o en inventar contraventores a ellas? Cuando el
pueblo repruebe verdadera y seriamente una cosa y la encuentre perjudicial,
sabrá lograr impedirlas mejor que todos los legisladores, todos los gendarmes y
todos los jueces de profesión. Cuando en las rebeliones el pueblo ha querido
hacer respetar la propiedad privada, lo ha conseguido mejor que pudiera haberlo
hecho un ejército de gendarmes.
Las costumbres se
acomodan siempre a las necesidades y a los sentimientos de la generalidad, y
son tanto más respetadas cuanto menos sujetas de hallan a la sanción de la ley,
porque todos ven en ellas y comprenden su utilidad, y los interesados, que no
se hacen ilusiones acerca de la protección del gobierno, se proponen hacerlas
respetar por sí mismos. Para una caravana que viaja por los desiertos africanos,
la bien entendida economía del agua es una cuestión de vida o muerte para
todos, y el agua, en tal circunstancia, conviértase en cosa de gran valor:
nadie se permite abusar de ella. Los conspiradores tienen necesidad de rodearse
del secreto; el secreto es guardado, o la nota de infamia cae sobre quien lo
viola. Las casas de juego no están garantizadas por la ley, y, entre jugadores,
quien no paga es desconsiderado por todos y él mismo se considera deshonrando.
El que no se cometa
mayor número de homicidios ¿puede se debido a la existencia de los
gendarmes? La mayor parte de los pueblos de Italia no ven a estos agentes sino
muy de tarde en tarde; millones de hombres van por montes y por valles, lejos
de los ojos tutelares de la autoridad, de suerte que se les podría atacar sin
el menor riesgo de castigo, y, sin embargo, caminan con la seguridad que
podrían disfrutar en los centros de mayor población. La estadística demuestra
que el número de criminales es afectado muy poco por efecto de medidas
represivas, y, en cambio, varía sensiblemente y a compás de las variaciones que
experimentan las condiciones económicas y el estado de la opinión pública.
Las leyes represivas,
por lo demás, sólo hacen relación a los hechos extraordinarios, excepcionales.
La vida cotidiana se desliza fuera del alcance del código, y está regulada,
casi inconscientemente, por el asentimiento tácito o voluntario de todos, por
una suma de usos y costumbres, bastante más importantes para la vida social que
los artículos del código penal y bastante más y mejor respetados, aunque se
hallan desprovistos de toda sanción que no sea la natural del desprecio en que
incurren los infractores y la del mal resultante de tal desprecio.
Cuando surgen
diferencias entre los hombres, ¿ocurre acaso que el árbitro
voluntariamente aceptado o la presión de la opinión pública, no serían más a
propósito para dar la razón a quien la tenga que una magistratura
irresponsable, facultada para juzgar sobre todo y sobre todos, que
necesariamente tiene que ser incompetente, y por ende injusta?
De igual modo que el
gobierno no sirve, en general, sino para la protección de las clases
privilegiadas, la policía y la magistratura no sirven sino para la represión de
estos delitos, que no son considerados tales por el pueblo y que ofenden tan
sólo los privilegios de los gobernantes y de los propietarios. Para la
verdadera defensa social, para la defensa del bienestar y de la libertad de
todos, no hay nada tan perjudicial como la formación de estas clases, que viven
con el pretexto de defendemos a todos y se habitúan a considerar a todo hombre
como un jabalí bueno para recluirlo en una jaula, y le maltratan, sin saber por
qué, por orden de un jefe, como asesinos inconscientes y mercenarios.
Y bien, sea -se dice- la
anarquía puede ser una forma perfecta de vida social, pero no queremos
dar el salto a las tinieblas. Explíquesenos, pues, en detalle, cómo habrá de
organizarse la sociedad futura. Sigue después una serie de preguntas por demás
interesantes, si se trata de estudiar los problemas que han de imponerse a la
sociedad emancipada, pero que son inútiles, absurdas o ridículas si se pretende
obtener de nosotros una solución definitiva.
¿Por qué métodos se llevará a
cabo la educación de los niños? ¿Cómo
se organizarán la producción y la distribución? ¿Existirán, entonces, grandes ciudades, o bien la población se
distribuirá de una manera igual sobre la redondez de la tierra? ¿Y si todos los habitantes de
Siberia quisieran pasar el invierno en Niza? ¿Y si todos quisieran comer perdices o beber vinos de primera
calidad? ¿Qué
harán los mineros y los marinos? ¿Quién limpiará las letrinas y las alcantarillas? Los enfermos, ¿serán asistidos a domicilio o
en el hospital? ¿Quién
establecerá el horario de ferrocarriles? ¿Qué se hará si el mecánico o maquinista le da un cólico estando el
tren en marcha?... Y así, por el estilo, hasta llegar a pretender que poseamos
toda la ciencia y la experiencia del porvenir, y que en nombre de la anarquía
hayamos de prescribir a los hombres futuros la hora a que deban acostarse y los
días en que deban cortarse las uñas de los pies.
En verdad que si
nuestros lectores esperan ver a continuación una respuesta a tales preguntas o
a lo menos a aquéllas más serias o más importantes distinta de nuestra opinión
personal del momento- tal cosa significaría que no hemos logrado explicar en
las anteriores páginas lo que por anarquía debe entenderse. Nosotros nos
somos más profetas que el resto de la humanidad; si nosotros pretendiéramos dar
solución definitiva a todos los problemas que se presentarán seguramente en la
sociedad futura, entenderíamos la abolición del gobierno de una manera bien
extrema, ¡como que nos constituiríamos sin querer, en gobernantes y
prescribiríamos, a manera de los legisladores religiosos, un código universal
para el presente y para el porvenir! Gracias a que, careciendo de hogueras y de
prisiones para imponer nuestra Biblia, la humanidad podría reírse impunemente
de nuestra pretensiones.
Nosotros nos preocupamos
mucho de todos los problemas de la vida social, sea en interés de la ciencia,
sea que contemos con ver realizarse la anarquía y concurrir en la medida
de nuestras fuerzas a la organización de la nueva sociedad - Tenemos, pues
soluciones propias y originales, que, según los casos, aplicaríamos de modo
definitivo o de modo transitorio, y expondríamos aquí algo acerca de ellas si
la carencia de espacio no nos lo impidiera.
Mas el hecho de que hoy
día, con los antecedentes que poseemos, pensamos de tal o cual modo acerca de
determinada cuestión, no significa que así haya de suceder en el día de mañana.
¿Quién puede prever las actividades que se desarrollarán en la humanidad
cuando ésta haya logrado emanciparse de la miseria y de la opresión? ¿Cuando no
haya ni esclavos ni amos y la lucha contra los demás hombres, y el odio y los
rencores de ella derivados no constituyan una necesidad de la existencia?
¿Quién puede prever los progresos de la ciencia, los nuevos medios de
producción, de comunicación, etc.?
Lo esencial es esto: que
se constituya una sociedad donde la explotación y la dominación del hombre por
el hombre resulten imposibles: donde todos tengan la libre disposición de los
medios de existencia, de desarrollo y de trabajo, donde todos puedan concurrir
como deseen y como sepan a la organización de la vida social.
En una sociedad
semejante todo se hará necesariamente de manera que satisfaga del mejor modo
las necesidades de todos, dados los conocimientos y las posibilidades del
momento; todo se transformará en dirección a lo bueno, lo mejor, a medida que
aumenten y se ensanchen los conocimientos y los medios.
En el fondo, un programa
relacionado con las bases de la constitución social no puede hacer otra cosa
que indicar un método. Y el método es, principalmente, lo que diferencia y
separa a los movimientos determinando, además, su importancia en la historia.
Abstracción hecha del método (todos dicen que desean el bien de la humanidad, y
muchos lo desean realmente), los movimientos desaparecen y con ellos
desaparece, también, toda acción organizada con un determinado fin. Es
menester, pues, considerar a la anarquía como un método.
Los métodos de que los
diversos movimientos no anarquistas esperan o dicen esperar el mayor bienestar
de todos y cada uno, pueden reducirse a dos: el autoritario y el llamado
liberal. El primero confía a unos cuantos la dirección de la vida social y
conduce a la explotación y a la opresión de la masa por parte de unos pocos. El
segundo lo confía a la libre iniciativa de los individuos y problema, si no la
abolición, al menos la reducción del gobierno al mínimo posible de
atribuciones. Como quiera que respeta la propiedad individual, que funde por
completo en el principio de cada uno para sí, y, por ende, en la
concurrencia entre los hombres, su libertad no es sino la libertad para los
fuertes y para los propietarios, de oprimir y explotar a los débiles, a los que
no poseen nada; lejos de producir la armonía tiende siempre a aumentar la
distancia entre ricos y pobres y conduce lógicamente a la explotación y a la
dominación, o sea a la autoridad.
Este segundo método, es
decir, el liberalismo, viene a ser teóricamente una especie de anarquía sin
socialismo, y por tanto no es más que una mentira, un engaño, puesto que la
libertad no puede existir sin la igualdad; la anarquía verdadera es
inconcebible fuera de la solidaridad, fuera del socialismo. La crítica que los
liberales hacen del gobierno se reduce a querer despojarle de un cierto número
de atribuciones, pero no pueden atacar las funciones represivas que son de su
esencia, por cuento sin gendarmes el propietario no podría existir y hasta la
fuerza represiva del gobierno debe siempre crecer a medida que crecen, por
efecto de la libre concurrencia, la desarmonía y la desigualdad.
Los anarquistas
presentan un método nuevo: «La iniciativa libre de todos y libre pacto»,
después de que la propiedad privada individual, abolida revolucionariamente,
todos hayamos sido puestos en condiciones iguales de poder disponer de la
riqueza social. No dando pie este método a la reconstrucción de la propiedad
individual, debe conducir por el camino de la libre asociación al triunfo
completo del principio de solidaridad.
Considerando las cosas
desde este punto de vista, se ve que todos los problemas que se suscitan a fin
de combatir las ideas anarquistas son, por el contrario, un argumento más a
favor de la anarquía, puesto que ésta indica por sí sola el camino que
debe seguirse para hallar experimentalmente la solución que mejor responda a
los postulados de la ciencia y a las necesidades y sentimientos de todos.
¿Cómo se educará a los
niños?... No lo sabemos ni necesitamos saberlo. Los padres, los pedagogos y
todos cuantos se interesen por la suerte de las futuras generaciones, se
reunirán; discutirán, y unidos o divididos en diversas opiniones pondrán en
práctica los sistemas de enseñanza que estimen más convenientes; y constatado
por la experiencia el sistema mejor concluirá por triunfar.
Esto mismo es aplicable
a cuantos problemas puedan presentarse.
Resulta de aquí lo que
ya hemos dicho antes, que la anarquía, tal cual la concibe el movimiento
anarquista y tal como puede ser comprendida, se basa en el socialismo. Y si no
existieran escuelas socialistas que escinden artificiosamente la unidad natural
de la cuestión social, considerando sólo algunas partes o aspectos de ellas, si
no existieran los equívocos por medio de los cuales se trata de cortar el paso
a la revolución social, podríamos afirmar que anarquía es sinónimo de socialismo,
puesto que una y otro significan la abolición de la dominación y de la
explotación del hombre por el hombre, practíquense por medio de los engaños,
por la fuerza de las bayonetas o por medio del acaparamiento de los medios de
existencia.
La
anarquía, de igual modo que el socialismo, tiene como base, como punto de
partida y como medio necesario, la igualdad de condiciones, por faro la solidaridad
y por método la libertad. La anarquía no es la perfección, no es el
ideal absoluto que, como el horizonte, se aleja a medida que avanzamos; pero es
ciertamente el camino abierto a todos los progresos, a todos los
perfeccionamientos, realizables en interés de todos.
Establecido ya que la anarquía
es el solo modo de vida social que conduce y facilita el mayor bienestar
para todos los hombres, por ser el único capaz de destruir toda clase
interesada en mantener oprimida y en mísera condición a la masa humana;
demostrado que la anarquía es posible, desde el momento en que se
limita, en resumen, a desembarazar a la humanidad del obstáculo gobierno contra
el que siempre ha tenido que luchar para avanzar en su penoso trabajo;
establecido todo esto, hagamos constar que los autoritarios de la libertad y de
¡ajusticia, tienen miedo a la libertad y no saben decidirse a concebir
una humanidad viviendo y marchando sin tutores y sin pastores. Estrechados de
cerca por la verdad, solicitan estos individuos el aplazamiento indefinido de
la solución del asunto. He aquí la substancia de los argumentos que se nos
oponen al llegar a este punto concreto de la discusión.
«Esta sociedad sin
gobierno que se rige por medio de la cooperación libre y voluntaria; esta
sociedad que se confía de modo absoluto a la acción espontánea de los intereses
y que se halla enteramente fundada en la solidaridad y en el amor, es, en
verdad, un ideal muy bello, pero que, como todos los ideales, permanece en el
estado de nebulosidad. Nos hallamos en el seno de una humanidad siempre
dividida en oprimidos y opresores; éstos imbuídos del espíritu de dominación y
manchados con todos los vicios de los tiranos; aquellos habituados al
servilismo y encenagados en los todavía más vergonzosos vicios que la
esclavitud engendra. El sentimiento de la solidaridad dista mucho de ser el que
impera entre los hombres del día, y si es cierto que los destinos de los
hombres son y se hacen cada día más solidarios entre sí, no es menos cierto que
lo que mejor se percibe y mejor caracteriza la naturaleza humana es la lucha
por la existencia que diariamente sostiene cada uno contra todos; es la
concurrencia que acorrala de cerca a obreros y a patronos, y que hace que cada
hombre sea el lobo de otro hombre. ¿Cómo podrán ellos, hombres cuya
educación la han adquirido en el seno de una sociedad basada en el antagonismo
de clases y en el de individuos, transformarse de repente y resultar capaces de
vivir en una sociedad donde cada uno habrá de hacer lo que quiera y deba, sin
coacción exterior alguna, por impulso de su propia naturaleza, querer el bien
ajeno? ¿Con qué discernimiento podría confiarse la suerte de la revolución, la
suerte de la humanidad, a una turba ignorante, anémica de miseria, embrutecida
por el cura, que hoy será estúpidamente sanguinaria y mañana se dejará engañar
groseramente por cualquiera o doblará humildemente la cabeza ante el primer
guerrero que ose proclamarse dueño? ¿No sería más prudente marchar hacia el
ideal anarquista, pasando primero por una república democrática y socialista?
¿No sería conveniente un gobierno compuesto de los mejores para preparar la
generación de las ideas futuras?».
Estas objeciones no
tendrían razón de ser si hubiéramos llegado a conseguir hacer comprender al
lector, y convencerle de lo anteriormente expuesto, pero, aun cuando sea
incurrir en repeticiones, no por eso habremos de dejarlas incontestadas.
Nos hallamos siempre en
presencia del prejuicio de que el gobierno es una fuerza nueva, salida no se
sabe de dónde, que añade de por sí misma algo a la suma de fuerzas y de
capacidades de aquellos que la componen y de aquellos que la obedecen. Por el
contrario, todo lo que se hace en la humanidad se hace por hombres, y el
gobierno, como tal, sólo aporta de su parte, por un lado, la tendencia a
constituir un monopolio de todo en provecho de una determinada parte o de una
determinada clase, y por otro, la resistencia a toda iniciativa que nazca fuera
de su camarilla.
Abolir la autoridad,
abolir el gobierno, no significa destruir las fuerzas individuales y colectivas
que se agitan en el seno de la humanidad, o a las miles de influencias que los
hombres ejercen mutuamente los unos sobre los otros; esto sería reducir la
humanidad a un amasijo de átomos separados unos de otros e inertes, cosa
imposible, y que de ser posible daría por resultado la destrucción de toda la
sociedad, es decir la muerte de la humanidad.
Abolir la autoridad
significa abolir el monopolio de la fuerza y de la influencia; abolir la
autoridad significa abolir este estado de cosas en que la fuerza social, o sea
la fuerza de todos, es el instrumento del pensamiento, de la voluntad y de los
intereses de un pequeño número de individuos, quienes mediante la fuerza
suprimen, en su propio provecho y en el de sus particulares ideas, la libertad
de cada uno.
Abolir la autoridad
significa destruir una forma de organización social por la cual el porvenir
resulta acaparado de una a otra revolución, en beneficio de aquellos que fueron
los vencedores de un momento.
Miguel Bakunin, en un
escrito publicado en 1872, después de decir que los grandes medios de acción de
la Internacional eran la propaganda de sus ideas y la organización de la acción
natural de sus miembros sobre las masas, añade:
«A quien pretendiera que
una acción así organizada constituiría un atentado a la libertad de las masas,
una tentativa de creación de un nuevo poder autoritario, le responderíamos que
es un sofista o un bobo. Tanto peor para aquellos que ignoran las leyes
naturales y sociales de la solidaridad humana hasta el punto de imaginar que
una absoluta independencia mutua de los individuos y de las masas es cosa
factible o por lo menos deseable.
»Tal deseo,significa
querer la destrucción de la sociedad, puesto que la vida social no es otra cosa
que esta dependencia mutua y continuada de los individuos y de las masas.
»Todos los individuos,
aun cuando no se trate de los más inteligentes y de los más fuertes, y mejor
todavía, si se trata de los más inteligentes y de los más fuertes, son a cada
instante los productores. La libertad misma de cada individuo no es sino la
resultante, continuamente reproducida, de esta masa de influencias materiales y
morales ejercida sobre él por todos los individuos que le rodean, por la
sociedad en cuyo seno nace, se desarrolla y muere. Querer escapar a esta
influencia por medio de una libertad trascendente, divina, absolutamente
egoísta y suficiente a sí misma, constituye una tendencia al no ser; querer
renunciar a toda acción social, a la expresión misma de sus pensamientos y de
sus sentimientos viene a dar el mismo resultado. Esta independencia tan alabada
por los idealistas y los metafísicos, así como la libertad individual en tal
sentido concebida, son, pues la nada.
»En la naturaleza como
en la sociedad humana, que no es otra cosa sino la misma naturaleza, todo lo
que vive no vive sino con la condición suprema de intervenir, del modo más
positivo y potente que su índole consienta, en la vida de los demás; la
abolición de esta influencia mutua sería la muerte, y cuando nosotros
reivindiquemos la libertad de las masas, no pretenderemos abolir ninguna de las
influencias naturales que los individuos ejercen sobre ellas, lo que nosotros
trataremos de realizar será la abolición de las influencias artificiales,
privilegiadas, legales, oficiales».
Es cierto que, en el
estado actual de la sociedad, donde la gran mayoría de los hombres, corroída
por la miseria y embrutecida por la superstición, gime en la más honda
abyección, los destinos humanos dependen de la acción de un número
relativamente poco considerable del individuos.
Ciertamente que no podrá
conseguirse el que de un momento a otro todos los hombres se eleven hasta el
nivel necesario para poder sentir y comprender el deber -más bien que placer-
de realizar todos sus actos de manera que de ellos resulte a los demás hombres
el mayor bienestar posible.
Pero si las fuerzas
pensantes y directivas de la humanidad son actualmente poco considerables, no
constituye esto, ni puede constituir, una razón para organizar la sociedad de
tal manera que, gracias a la inercia producida por las posiciones aseguradas, gracias
a la herencia, gracias al proteccionismo, al deseo de cooperación y a toda la
mecánica gubernamental, las fuerzas más vivas y las capacidades más relevantes
concluyen por hallarse fuera del gobierno y casi privadas de influencia sobre
la vida social.
Y los que llegan al
gobierno, hallándose en él fuera de su ambiente como se hallan, y hallándose,
ante todo, interesados en continuar en el poder como se hallan, pierden toda
fuerza activa y se convierten en obstáculo que detiene y entorpece la acción de
los demás.
Abolid esta
potencialidad negativa, que es el gobierno, y la sociedad será aquello que debe
ser, según las fuerzas y las capacidades del momento.
Si en ella se encuentran
hombres instruidos y deseosos de difundir la instrucción, ellos organizarán
escuelas y se esforzarán en hacer sentir a todos la utilidad y el placer de
instruirse; y si estos hombres no existen o son poco numerosos, un gobierno no
podría, como hoy día sucede, llamar a su seno a estos hombres, sustraerlos al
trabajo fecundo, obligarles a redactar reglamentos cuya observación se
encomiende a las gestiones de policías y agentes de la Administración, y hacer
de ellos, de institutores inteligentes y apasionados que eran, políticos
preocupados tan sólo en ver implantadas sus manías y permanecer en el poder el
mayor tiempo posible.
Si en sociedad se
encuentran médicos e higienistas, ellos organizarán, a buen seguro, el servicio
sanitario. Y si no existen, un gobierno tampoco puede improvisarlos; únicamente
podría, merced a la muy justificada sospecha que el pueblo abriga con relación
a todo lo que se le impone, rebajar el crédito y la reputación de los médicos
existentes y hacerles descuartizar, como envenenadores, cuando tratan de evitar
o de combatir las epidemias.
Si existieran ingenieros
y maquinistas, ellos cuidarían de establecer y organizar ferrocarriles, si no
existieran, es evidente también que un gobierno no podría inventarlos.
La revolución, al abolir
el gobierno y la propiedad individual, no creará fuerzas que actualmente no existan,
pero dejará el campo libre a la expansión de todas las fuerzas, de todas las
capacidades existentes, destruirá toda clase o agrupación interesada en
mantener a las masas en el embrutecimiento y obrará de suerte que cada uno
pueda ejercitar su influencia en proporción a su respectiva capacidad y de
conformidad a sus pasiones y a sus intereses.
Este es el único camino
por el cual la masa puede elevarse, siempre el de habituar a los gobernados a
la sujeción y el de tender siempre a hacerse más y más necesario.
Por otra parte, si se
quiere lograr un gobierno que deba educar a las masas y conducirlas a la anarquía,
es sin embargo, necesario indicar cuál haya de ser el origen y el modo de
formación del mismo.
¿Habrá de ser la dictadura de
los mejores? Pero, ¿quiénes
son los mejores? Y, ¿quién
ha de reconocerles y asignarles esta cualidad? La mayoría está, de ordinario,
apegada a viejos prejuicios, a ideas y a instintos ya dejados atrás por una
minoría más favorecida; pero entre las mil y una minorías que creen cada cual
tener razón -y todos pueden tenerla relativamente a determinados puntos- ¿cuál habría de elegirse? ¿mediante qué criterio se
tendrá que proceder para poner la fuerza social a disposición de una de ellas,
cuando sólo el porvenir puede decidir entre las partes litigantes?
Si se toman cien
partidarios inteligentes de la dictadura, se verá que cada uno de ellos cree
que él debe ser, si no el dictador, uno de los dictadores, o por lo menos
ocupar un puesto inmediato a la dictadura. En efecto, los dictadores serían
quienes, por un camino o por otro, llegaran a imponerse y, por los tiempos que
corren, podemos tener la seguridad de que todos sus esfuerzos habrían de
emplearse tan sólo en la lucha que forzosamente tendría que sostener para
defenderse de los ataques de sus adversarios, y esto olvidando sus veleidades
de educación como si nunca hubieran existido.
¿Será, por el contrario, un
gobierno elegido por sufragio universal, y por tanto, la emancipación más o
menos sincera de la voluntad de la mayoría? Pues si se consideran a estos
flamantes electores como incapaces de atender por sí mismos a sus propios
intereses, ¿cómo
habrán de acertar, en ningún caso, a elegir los pastores de guiarles? ¿De qué manera podrán resolver
el problema de alquimia social consistente en obtener la elección de un genio
como resultado de la acumulación de votos de una masa de imbéciles? ¿Y la suerte de las minorías,
por regla general la parte más inteligente, la más activa y la más adelantada
de una sociedad?
Para resolver el
problema social en favor de todos no existe más medio que uno, y es el
siguiente: expropiar revolucionariamente a los detentadores de la riqueza
social; ponerlo todo a disposición de todos, y obrar de suerte que todas las fuerzas,
todas las capacidades, todas las buenas voluntades existentes entre los
hombres, obren y actúen para proveer a las necesidades de todos.
Nosotros luchamos por la
anarquía y por el socialismo, porque estamos convencidos de que la anarquía
y el socialismo deben tener una acción inmediata; es decir, expulsar a los
gobiernos, abolir la propiedad y confiar los servicios públicos -que en este
caso comprendan toda la vida social- a la obra espontánea, libre, no oficial,
no autoritaria, de todos los interesados y de todos aquellos que tengan
voluntad para hacer algo. Cierto que se suscitarán dificultades e
inconvenientes, pero unas y otros se resolverán como no puede ser de otra
manera, anárquicamente, es decir, mediante la acción directa de los interesados
y de los libres acuerdos.
No sabemos si la
anarquía y el socialismo surgirán triunfantes de la próxima revolución; mas es
cierto que si los programas llamados de transición se adoptan, esto será porque
por esta vez hemos sido vencidos, y jamás porque hayamos creído útil o
conveniente dejar con vida una parte siquiera del defectuoso sistema bajo el
que la humanidad gime y llora.
De todos modos, habremos
de ejercer sobre los acontecimientos la influencia que el número nos proporcione
y que nos den nuestra inteligencia, nuestra energía y nuestra intransigencia; y
aun en el supuesto de ser vencidos, nuestros esfuerzo nunca resultará estéril
ni inútil, puesto que, cuanto más hayamos estado decididos a llegar a la
realización de todo nuestro programa, tanto menos cantidad de gobierno y tanto
menor suma de propiedad existirán en la nueva sociedad. Nosotros habremos
realizados una obra grande, porque el progreso humano se mide precisamente por
la disminución del gobierno y por la disminución de la propiedad privada.
Y si hoy caemos sin
arriar nuestra bandera, podemos estar seguros de la victoria de mañana.