Piotr
Kropotkin.
El Estado.
I
Tomando
por tema de esta conferencia El Estado y su papel histórico, creo responder a
una necesidad que se deja sentir imperiosamente en estos momentos: la de profundizar
la idea misma del Estado, estudiar su esencia, el papel que representó en el
pasado y la parte que puede caberle representar en el porvenir.
Es
precisamente, respecto a la cuestión del Estado, por lo que andan divididos los
socialistas. En el conjunto de fracciones existentes entre nosotros y que
responden a la diferencia de temperamentos, a los diversos modos de pensar, y,
sobre todo, al grado de confianza en la próxima revolución, se dibujan dos
grandes corrientes.
De
una parte, los que esperan efectuar la revolución social dentro del Estado,
manteniendo la mayor parte de sus atribuciones, hasta ampliándolas y
utilizándolas a beneficio de la revolución. De otra hay los que, como nosotros
los anarquistas, ven en el Estado, no solamente en su forma actual, sino hasta
en su esencia y bajo todas las formas que podría revestir, un obstáculo para la
revolución social, un obstáculo por excelencia para el desarrollo de una
sociedad basada en la igualdad y en la libertad ; una forma histórica para prevenir
este florecimiento, y que trabajan, por consiguiente, para abolir y no para
reformar el Estado.
Como
veis, la división es profunda. Corresponde a dos corrientes divergentes que se
hallan en toda la filosofía, la literatura y la acción de nuestra época. Y si
las nociones corrientes sobre el Estado permanecen en la obscuridad tanto como
sucede actualmente, no cabe duda que será sobre esta cuestión del Estado por lo
que se librarán las más obstinadas luchas, cuando, y esperemos que sea pronto,
las ideas comunistas busquen su realización práctica en la vida de las
sociedades.
Importa
mucho, pues, después de haber hecho tan a menudo la crítica del Estado actual,
investigar el por qué de su aparición, profundizar el papel que ha desempeñado
en el pasado y compararlo con las instituciones que vino a substituir.
Por
de pronto, entendámonos antes sobre lo que queremos significar con el nombre de
Estado.
Ya
sabéis que existe la escuela alemana que se complace en confundir el Estado con
la Sociedad. Esta misma confusión se halla también en los escritos de los
mejores pensadores franceses, los cuales no pueden concebir la sociedad sin la
centralización por el Estado, y he aquí porque continua y habitualmente dirigen
a los anarquistas el reproche de que quieren destruir la sociedad, que predican
la regresión a la guerra perpetua de cada uno contra todos.
Razonar
de este modo significa ignorar por completo los progresos realizados en el
dominio de la historia durante estos últimos treinta años; es ignorar que el
hombre ha vivido en sociedades durante millones de años antes de conocer el
Estado; es olvidar que el Estado es de origen reciente dentro de las naciones
europeas, pues apenas si data del siglo XVI; es desconocer, en fin, que los
períodos más gloriosos de la humanidad fueron aquellos en que las libertades y
la vida local no estaban aún destruidas por el Estado y en que las masas
humanas vivían en municipalidades (comunas) y en federaciones libres.
El
Estado no es más que una de las formas revestidas por la sociedad en el curso
de la historia. ¿Acaso se pueden confundir?
Por
otra parte, se ha confundido asimismo el Estado con el Gobierno. Ya que no
puede haber Estado sin Gobierno, se ha dicho algunas veces que lo que hay que
realizar es la abolición del gobierno y no la del Estado.
Paréceme,
no obstante, que en el Estado y en el Gobierno tenemos dos nociones de orden
diferente. La idea de Estado implica algo muy contrario a la idea de Gobierno.
Comprende, no tan sólo la existencia de un poder colocado muy por encima de la
sociedad, sino también una concentración territorial y una concentración de
muchas funciones de la vida de las sociedades entre las manos de algunos o
hasta de todos. Implica nuevas relaciones entre los miembros de la sociedad.
Esta
distinción, que tal vez nos escapa a primera vista, aparece sobre todo cuando
se estudian los orígenes del Estado.
Para
comprender bien lo que es el Estado sólo hay un medio; estudiarlo en su
desenvolvimiento histórico. Y esto es lo que voy a intentar.
El
Imperio Romano fue un Estado en el verdadero sentido de la palabra. Hasta
nuestra época subsiste como ideal para el legislador.
Sus
órganos cubrían un vasto dominio de cerrada red. Todo afluía hacia Roma: la
vida económica, la vida militar, las relaciones judiciales, las riquezas, la
educación, hasta la religión. De Roma venían las leyes, los magistrados, las
legiones para defender el territorio, los gobernadores, los dioses. Toda la
vida del Imperio remontaba al Senado, más tarde al César, el omnipotente, el
omnisciente, el dios del Imperio. Cada provincia, cada distrito, tenía su
Capitolio en miniatura, su pequeña proporción de soberano romano, para dirigir
toda su vida. Una sola ley, la ley impuesta por Roma, reinaba en el Imperio, y
este Imperio no representaba de ningún modo una confederación de ciudadanos;
era un rebaño de súbditos.
Aun
hoy el legislador y el autoritario admiran la invasión de los bárbaros, la
muerte de la vida local incapaz de resistir por más tiempo los ataques del
exterior y la gangrena que se extendía desde el centro, destrozaron aquel
Imperio, y sobre las ruinas se desarrollo una civilización nueva que aun hoy
día es la nuestra.
Y
si dejando a un lado las civilizaciones antiguas, estudiamos los orígenes y los
desarrollos de la joven civilización bárbara hasta los períodos que, a su vez,
dieron nacimiento a nuestros Estados modernos, podremos hacernos cargo de la
esencia del Estado mejor que si nos lanzásemos al estudio del Imperio Romano o
del de Alejandro, o el de las monarquías despóticas de Oriente.
Tomando
por punto de partida estos poderosos demoledores bárbaros del Imperio Romano,
podremos seguir la evolución de toda la civilización desde sus orígenes hasta
su fase: el Estado.
II
La
mayor parte de los filósofos del siglo pasado se formaron una idea muy
elemental sobre el origen de las sociedades.
Al
principio, decían, los hombres vivían en pequeñas familias aisladas, y la
guerra perpetua entre estas familias era el estado normal. Pero un día se
dieron cuenta de los inconvenientes de estas luchas sin fin y los hombres se
decidieron a constituirse en sociedad. Entre las familias esparcidas se
estableció un contrato y se sometieron voluntariamente a una autoridad, la cual
- ¿tengo necesidad de decirlo? - se
convirtió en el punto de partida y en iniciador de todo progreso...
¿Hay
necesidad de añadir, puesto que ya os lo habrán enseñado en la escuela, que
nuestros actuales gobernantes se han arrogado este bello papel de pacificadores
y de civilizadores de la especie humana?
Concebida
en una época en la cual no se sabía gran cosa de los orígenes del hombre, esta
idea dominó en el siglo pasado, y es necesario decir que en manos de los
enciclopedistas y de Rousseau, la idea del contrato social se convirtió en una
arma poderosa para combatir a la realeza de derecho divino. No obstante, a
pesar de los servicios que haya podido prestar en el pasado, esta teoría debe
ser reconocida como falsa.
El
hecho real es que todos los animales, a excepción de algunos carniceros y de
algunas aves de rapiña, y salvo algunas especies que están en vísperas de
desaparecer, vivían en sociedad. En la lucha por la vida, las especies
sociables son las que subsisten sobre las demás. En cada clase de animales
ocupan el peldaño más elevado de la escala y no puede caber la menor duda de
que los primeros seres de aspecto humano vivían ya en sociedad.
El
hombre no ha creado la sociedad. La sociedad es anterior al hombre.
Actualmente
se sabe también - la antropología lo ha demostrado a la perfección - que el
punto de partida de la humanidad no fue la familia, sino el clan, la tribu. La
familia paternal tal como la conocemos, o tal como nos la pintan las
tradiciones hebraicas, hizo su aparición más tarde. Millares de años vivió el
hombre en la fase tribu o clan, y durante esta fase - llamémosla tribu
primitiva o salvaje, si queréis - ya el hombre desarrolló toda una serie de
instituciones, de usos, de costumbres, de mucho anteriores a las instituciones
de la familia paternal.
En
estas tribus no existía la familia aislada, como no existe tampoco en muchos
mamíferos sociables. La división en el seno de la tribu se fue formando mejor
por generaciones, y desde una época remotísima, que se pierde en el crepúsculo
del género humano, se habían ido estableciendo limitaciones para impedir las
relaciones de matrimonio entre las diversas generaciones, mientras que estaban
permitidas entre individuos de una misma generación. Se descubren aún las
huellas de este período en ciertas tribus contemporáneas y se las encuentra en
el lenguaje, en las costumbres y en las supersticiones de los pueblos muy
avanzados en la civilización.
Toda
la tribu efectuaba la caza o la contribución voluntaria en común, y aplacada su
hambre, se entregaba con pasión a sus danzas dramatizadas. Actualmente se
encuentran aún tribus, muy cercanas de esta fase primitiva, arrojadas sobre los
circuitos de los grandes continentes, o en las regiones alpestres menos
accesibles de nuestro globo.
La
acumulación de la propiedad privada no podría efectuarse en ellas, puesto que
todo objeto que había pertenecido en particular a un miembro de la tribu, era
destruido o quemado allí donde se enterraba el cadáver. Esto se efectúa aún en
Inglaterra, por los tsiganos, y los ritos funerarios de los civilizadores
llevan este sello; los chinos queman modelos de papel de todo lo que poseía el
muerto, y nosotros paseamos hasta la tumba el caballo del jefe militar, su
espada y sus condecoraciones. El sentido de la institución se ha perdido, pero
la forma subsiste.
Lejos
de profesar el desprecio por la vida humana, sentían los primitivos horror al
suicidio y a la sangre. Derramarla era considerado como una cosa tan grave, que
cada gota de sangre vertida, no solamente de sangre humana, sino hasta la de
ciertos animales, exigía que el agresor perdiera de la suya una cantidad igual.
Por
esto en el seno de la tribu un homicidio era cosa absolutamente desconocida,
por ejemplo, en los esquimales, estos sobrevivientes de la edad de piedra que
habitan las regiones árticas. Pero cuando se encontraban tribus de origen,
color y lengua diferentes, sucedíase muy a menudo la guerra. Verdad es que ya
entonces los hombres procuraron suavizar estos encuentros. La tradición, como
lo han demostrado muy bien Maine, Post, Nys, elaboraba ya los gérmenes de lo
que más tarde convirtióse en derecho internacional. Por ejemplo, no se podía
asaltar un pueblo sin prevenir antes a sus habitantes. Nadie osaba matar en el
sendero que frecuentaban las mujeres para ir a la fuente. Y para pactar la paz,
era necesario pagar el equivalente de hombres muertos en ambos bandos.
Desde
entonces estaba por encima de todas las demás una ley: Los vuestros han herido
o matado a uno de los nuestros; por consiguiente, nosotros tenemos el derecho
de matar a uno de los vuestros o infligirle una herida absolutamente igual a la
que ha recibido el nuestro, no importa cual, pues siempre es la tribu la
responsable de cada acto de uno de sus miembros. Los tan conocidos versículos
de la Biblia: sangre por sangre, ojo por ojo, diente por diente, herida por herida,
muerte por muerte -, pero no más, como ha hecho observar muy bien Koenigswarter
- tiene aquí su origen. Era su modo de concebir la justicia, y nosotros no
podemos enorgullecernos mucho, puesto que el principio de vida por la vida que
prevalece en nuestros códigos no es más que una de estas supervivencias.
Como
veis, toda una serie de instituciones y muchas más que paso en silencio, todo
un código de moral de tribu, fue elaborado durante esta fase primitiva.. y para
mantener este núcleo de costumbres sociales, bastaban el vigor, el uso, la
costumbre y la tradición. Ninguna necesidad tuvieron de la autoridad para
imponerlo.
Sin
duda que los primitivos tenían directores temporales. El hechicero, los que
pretendían atraer la lluvia, - el sabio de aquella época - procuraban
aprovecharse de lo que conocían o creían conocer de la naturaleza para dominar
a sus semejantes. Hasta aquél que mejor sabía retener en la memoria los
proverbios y los cantos, en los cuales se incorporaba la tradición, gozaba de
ascendiente. En aquella época estos instruídos procuraban asegurar su dominio
transmitiendo sus conocimientos únicamente a unos cuantos elegidos. Todas las
religiones, y hasta las artes y oficios, han principiado, como sabréis, por los
misterios.
El
valiente, el arrojado. y sobre todo, el prudente, se convertían de este modo en
directores temporales en los conflictos con las tribus vecinas, o durante las
emigraciones. Pero la alianza entre el portador de la ley, el jefe militar y el
hechicero, no existía, y no puede suponerse el Estado en estas tribus, como no
se supone en una sociedad de abejas y hormigas, o entre los patagones y
esquimales contemporáneos nuestros.
Esta
fase duró, no obstante, millares y millares de años, y los bárbaros que
invadieron el Imperio Romano habían asimismo pasado por ella. Apenas si
acababan de salir de ella.
En
los primeros siglos de nuestra era se produjeron inmensas emigraciones entre
las tribus y las confederaciones de tribus que habitaban el Asia central y
boreal. Oleadas de pueblos, empujados por otros más o menos civilizados,
bajados de las altas mesetas del Asia - arrojados probablemente por la
desecación rápida de estas mesetas -, fundaron Europa, empujándose unos a otros
y mezclándose recíprocamente en su marcha hacia occidente.
Durante
estas emigraciones, en que tantas tribus de origen diverso se fundieron,
necesariamente tenía que disgregarse la tribu primitiva que existía aún en la
mayor parte de Europa.
La
tribu estaba basada en la comunidad de origen, en el culto a los comunes
antepasados, pero, ¿qué comunidad de origen podían invocar en
adelante éstas aglomeraciones que surgían del revoltijo de las emigraciones, de
los empujes, de las guerras entre tribus, durante las cuales se veía ya surgir
acá y acullá la familia paternal, el núcleo formado por el acaparamiento que
algunos hacían de las mujeres conquistadas o robadas a las tribus vecinas?
Los
lazos antiguos habían quedado rotos y so pena de disolverse - lo que, en
efecto, tuvo lugar respecto de alguna tribu desaparecida para la historia -
debían surgir nuevos lazos de unión. Y surgieron. Se hallaron estos lazos en la
posesión comunal de la tierra, del territorio sobre el cual una determinada
aglomeración acabó por fijarse.
La
posesión en común de determinado territorio - valle o colina - se convirtió en
la base de una nueva inteligencia. Los dioses antepasados habían perdido toda
su significación, y los dioses locales de tal valle, de tal ribera o de tal
bosque vinieron a dar la consagración religiosa a las nuevas aglomeraciones,
substituyendo a los dioses de la primitiva tribu. El cristianismo, acomodándose
más tarde a las supervivencias paganas, hizo de ellos santos locales.
A
partir de aquí, la comuna del pueblo, compuesta en parte o enteramente de
familias separadas - todos unidos, no obstante, por la posesión en común de la
tierra - convirtióse, andando el tiempo, en el lazo de unión necesaria.
Este
lazo subsiste aún sobre inmensos territorios de la Europa oriental, en el Asia
y en el África. Los bárbaros que destruyeron el Imperio Romano - escandinavos,
germanos, celtas, eslavos, etc. -, vivían bajo esta especie de organización. Y
estudiando los códigos bárbaros del pasado, como asimismo las confederaciones
comunes de pueblo en los kábilas, en los mongoles, en los hindús y en los
africanos, etc., que aún existen, ha sido posible reconstituir en toda su
plenitud esta forma de sociedad que representa el punto de partida de nuestra
actual civilización.
Echemos
un vistazo sobre esta institución.
III
La
comuna del pueblo, se componía, como se compone aún, de familias aisladas. Pero
las familias de un mismo pueblo poseían la tierra en común, la consideraban
como su común patrimonio y se la repartían según el número de individuos de
cada familia, según sus necesidades y sus fuerzas. Centenares de millones de
hombres viven aún bajo este régimen en la Europa oriental, en las Indias, en
Java, etc. Es el mismo régimen que han establecido los campesinos rusos, en
nuestros días, cuando el Estado les dejó la libertad de ir a ocupar el inmenso
territorio de la Siberia y ocuparlo en la forma que ellos quisieran.
Al
principio, el cultivo de la tierra se hacía en común y esta costumbre se
mantiene aún en muchos parajes, al menos por lo que se refiere a cierta clase
de terrenos. Respecto de los desmontes, la tala de los bosques, construcción de
puentes, elevación de fortificaciones y torres que servían de refugio en caso
de invasión, todo esto se hacía en común como en común lo hacen aún centenares
de millones de campesinos allí donde el municipio ha resistido las invasiones
del Estado. Pero el consumo, sirviéndome de una expresión moderna, se efectuaba
ya por familias, teniendo cada uno su ganado, su huerta y sus provisiones, los
medios de atesorar y transmitir los bienes acumulados por herencia.
En
todos estos negocios el municipio rural (comuna) era soberano. La costumbre
local era ley, y la plena asamblea de todos los cabeza de familia, hombres y
mujeres, era el juez, el único juez, en materia civil y criminal. Cuando uno de
los habitantes, quejoso de otro, plantaba su cuchillo en tierra en el lugar
donde el municipio tenía por costumbre reunirse, el municipio venía obligado a
dictar sentencia según la costumbre local, después que el hecho había sido
establecido por los jurados de ambas partes en litigio.
Faltaríame
el tiempo si tuviéra que contaros todo lo que de interesante ofrece esta fase.
Me bastará haceros observar que todas las instituciones de que se amparó el
Estado en beneficio de las minorías, todas las nociones de derecho que encontramos
(mutiladas a beneficio de las minorías) en nuestros códigos, y todas las formas
de procedimiento judicial que ofrezcan garantías al individuo, tuvieron sus
orígenes en el municipio de pueblo. Así, pues, cuando nosotros creemos haber
hecho un gran progreso estableciendo el jurado, no hacemos más que volver a las
instituciones de los bárbaros, después de haberlo modifIcado en provecho de las
clases dominantes. El derecho romano no hizo otra cosa que sobreponerse al
derecho consuetudinario.
El
sentimiento de unidad nacional se desarrollaba al propio tiempo que las grandes
federaciones libres de comunas rurales.
Basada
en la posesión, y muy a menudo sobre el cultivo en común de la tierra, la
comuna del pueblo, soberana como juez y legislador del derecho consuetudinario,
respondía a la mayor parte de las necesidades del ser social.
Pero
no a todas las necesidades; muchas quedaban sin satisfacer. De todos modos el
espíritu de la época no estaba por llamar a un gobierno desde que una necesidad
se dejaba sentir; al contrario, optaba por tomar por sí mismo la iniciativa,
por unirse, aliarse, federarse, crear una inteligencia, grande o pequeña,
numerosa o restringida, que respondiera a la nueva necesidad. Y la sociedad de
entonces encontrábase literalmente llena de fraternidades juradas, de
ayuntamientos (guildas) para el apoyo mutuo, de confederaciones dentro y fuera
del pueblo, y dentro de la federación.
Aun
actualmente podemos observar esta fase y este espíritu en acción en alguna
federación bárbara que continúa aislada, apartarla de los Estados modernos
calcados en el tipo romano, o mejor dicho, bizantino. Un ejemplo, entre muchos
que podríamos citar, son los kábilas que han mantenido su comuna del pueblo con
las atribuciones que he mencionado.
Pero
los hombres sienten la necesidad de extender su esfera de acción mucho más allá
de sus cabañas. Unos corren por el mundo buscando aventuras como comerciantes.
Otros se dedican a un oficio - un arte - cualquiera. Y estos comerciantes,
estos artistas, se unen en hermandades aunque pertenezcan a pueblos, tribus o
confederaciones diferentes. Esta unión es necesaria para ayudarse
recíprocamente en lejanas aventuras o, para transmitirse mutuamente los
misterios del oficio, y se unen, juran la fraternidad y la practican de modo
que su estudio sorprende al europeo; de modo real y no con vanas palabras.
Además
puede ocurrir a uno una desgracia cualquiera. Acaso mañana el hombre más
pacífico se vea obligado a salir de los límites establecidos de su bienestar o
sociabilidad, tal vez reciba en una escaramuza golpes y heridas, y entonces
será necesario pagar la compensación gravosa a la injuria hecha o al herido, le
será necesario defenderse ante la asamblea del pueblo y restablecer los hechos
basándolos en la fe de seis, diez o doce conjurados, motivos todos sobrados
para que se entre a formar parte de una hermandad.
Siente
el hombre, además, la necesidad de politiquear, hasta de intrigar, de propagar
determinada opinión moral o una costumbre. Y por último, es necesario conservar,
mantener la paz exterior, establecer y solidificar alianzas con otras tribus,
constituir federaciones con gentes lejanas, propagar nociones de derecho
internacional... y para todo esto, para poder satisfacer todas estas
necesidades de orden emotivo o intelectual, los kábilas, los mongoles, los
malayos, no hay peligro que se dirijan a un gobierno, puesto que ni siquiera lo
tienen. Hombres de derecho rutinario y de iniciativa individual, no están
pervertidos por la corrupción que emana de un gobierno o de una Iglesia. Se
unen entre sí directamente, constituyen hermandades juramentadas, sociedades
políticas o religiosas, uniones de oficios, guildas, como se decía en la Edad
Media, o cofs, como dicen actualmente los kábilas. Y estos cofs traspasan las
murallas de la aldea, se reflejan a lo lejos en el desierto y en las ciudades
extranjeras. En estas uniones la fraternidad se practica de modo real. Negarse
a ayudar a un miembro de su cof, aunque se corra el riesgo de perder todo su
haber y su vida, es considerado como una traición que se hace a la hermandad.
Lo
que hoy observamos en los kábilas, los mongoles, los malayos, etc., constituía
la esencia misma de la vida de los arriba nombrados bárbaros en Europa desde el
siglo V al VII. Con el nombre de guildas, amistades, hermandades, universitas,
etc., pululan las uniones para la defensa y apoyo mutuo; para vengar las
ofensas inferidas a un miembro de la unión y responder de ellas solidariamente
a fin de substituir la venganza del ojo por ojo, por la compensación, seguida
de la aceptación del agresor en la hermandad; para impedir las pretensiones de
la naciente autoridad; para el comercio; para la práctica de la buena vecindad
; para la propaganda, en fin, para todo lo que el europeo educado por la Roma
de los césares y de los Papas pide actualmente al Estado. Es muy dudoso que en
aquella época haya habido un solo hombre, libre o siervo, salvo los que eran
puestos fuera de la ley por sus mismas hermandades, que no hubiese pertenecido
a una hermandad o guilda cualquiera fuera de su comuna.
Los
sagas escandinavos cantan las excelencias de aquellas hermandades; el
sacrificio de los hermanos juramentados es el tema de sus más bellas poesías,
mientras la Iglesia y los reyes nacientes, representantes del derecho bizantino
(o romano) que reaparece, lanzaban contra ellos todos sus anatemas y sus
ordenanzas, las cuales, afortunadamente, eran letra muerta.
La
entera historia de aquella época pierde su significación y se hace
absolutamente incomprensible, si se deja de tener en cuenta estas hermandades,
estas uniones de hermanos y de hermanas que brotan de todas partes respondiendo
a las múltiples necesidades de la vida económica y pasional del hombre.
Sin
embargo, los puntos negros principian a acumularse en el horizonte. Fórmanse
otras uniones, las de las minorías dominadoras, que intentan, poquito a poco,
transformar en esclavos, en súbditos, a aquellos hombres libres. Roma estaba
muerta, pero su tradición revivía, y la Iglesia cristiana, sugestionada por la
visión de las teocracias orientales, prestó su poderoso apoyo a los nuevos
poderes que buscando iban el modo de constituirse.
El
hombre, lejos de ser la bestia sanguinaria y feroz que muchos le atribuyen para
demostrar la necesidad de dominarla, ha amado siempre la paz y la tranquilidad.
Más batallador momentáneo que feroz, prefiere su ganado y su terreno a la
profesión de las armas. Y he aquí porque apenas las grandes emigraciones de los
bárbaros fueron disminuyendo, apenas las hordas y las tribus comenzaron a
establecerse más o menos fijamente en sus respectivos territorios, vemos
confiado el cuidado de la defensa del territorio contra las nuevas oleadas de
inmigrantes, a algún individuo que tiene a su lado una pequeña banda de
aventureros, de hombres aguerridos o bandoleros, mientras la gran masa cuida de
su ganado o cultiva la tierra. Este defensor comienza desde entonces a atesorar
riquezas; regala caballo y hierro (tres cuchillos en aquella época) al
miserable que quería seguirle y se lo hace suyo, principiando a copiar los
embriones del poder militar.
Por
otra parte, la tradición que hacía la ley, queda olvidada de la gran masa y
sólo subsiste alguno que otro viejo que ha podido retener en su memoria los
versos y los cantos en los cuales se narran los preceptos de que se compone la
ley rutinaria y los recita en los grandes días de fiesta de la comuna. Y poco a
poco algunas familias forman una especialidad, transmitida de padres a hijos,
en tener estos cantos y estos versos en la memoria, en conservar la ley en toda
su pureza. A ellos acuden los campesinos para dirimir las diferencias en casos
embrollados, especialmente cuando dos pueblos o dos confederaciones se niegan a
aceptar las decisiones arbitrales tomadas en su seno.
La
autoridad del rey o del príncipe germina ya en estas familias, y cuando más
estudio las instituciones de aquella época, más claro veo que el conocimiento
de la ley rutinaria, de hábito, hizo mucho más para constituir esta autoridad
que la fuerza de la guerra. El hombre se ha dejado esclavizar mejor por su
deseo de castigar según la ley que por la conquista directa militar.
Y
así fue como surgió gradualmente la primera concentración de los poderes, la
primera mutua seguridad para la dominación, la del juez y la del jefe militar,
contra la comuna del pueblo. Un hombre sueña con estas dos funciones y se rodea
de hombres armados para ejecutar las decisiones judiciales, se fortifica en su
hogar, acumula en su familia las riquezas de la época - pan, ganado, hierro - y
poco a poco impone su dominio a los campesinos de los alrededores.
Y
el sabio de la época, es decir, el hechicero o el sacerdote, no tardaron en
prestarle apoyo y en compartir la dominación, o bien, añadiendo la lanza a su
poder de mago, se sirvieron de ambos en provecho propio.
Tendría
necesidad de todo un curso, mejor que de una conferencia, para tratar a fondo
este tema, plagado de enseñanzas preciosas, y contar como los hombres libres se
convirtieron gradualmente en siervos forzados a trabajar para el señor laico o
religioso del castillo; para explicar de qué modo se constituyó la autoridad,
por tanteos, por sobre de los pueblos y de las comarcas; de qué modo los
campesinos se rebelaron, se coaligaron, lucharon para combatir esta creciente
dominación y cómo sucumbieron en estas luchas contra los fuertes muros de los
castillos, contra los hombres cubiertos de hierro que defendíanlos.
Bastará
que os diga que en el undécimo y duodécimo siglo, parecía que la Europa entera
marchaba por completo hacia la constitución de estos reinos bárbaros tales como
aun se observan hoy en el corazón del África, o hacia esas teocracias conocidas
en la historia del Oriente. Esto no pudo efectuarse en un día, pero los
gérmenes de estos pequeños reinos y de estas pequeñas teocracias estaban ya
allí y se iban solidificando más cada día.
Afortunadamente
el espíritu bárbaro - escandinavo, celta, germano, eslavo - que había impulsado
a los hombres durante siete u ocho siglos aproximadamente, buscando la
satisfacción de sus necesidades en la iniciativa individual y en la libre
inteligencia de las hermandades y guildas, afortunadamente, repito, este
espíritu vivía aún en los pueblos y en los burgos. Los bárbaros se dejaban
esclavizar, trabajaban para el señor, pero su espíritu de libre acción y de
libre inteligencia no se había dejado corromper. A pesar de todo, sus
hermandades subsistían, y las cruzadas no hicieron sino despertarlas y
desarrollarlas en Occidente.
Entonces
estalló en el siglo XII, con un conjunto sorprendente en Europa, la revolución
de las comunas, preparada desde larga fecha por este espíritu federativo salido
de la unión de la hermandad juramentada con la comuna del pueblo.
Esta
revolución que la masa de los historiadores prefiere ignorar, vino a salvar a
Europa de la calamidad que la amenazaba, deteniendo la evolución de los reinos
teocráticos y despóticos en los que hubiera acabado por sucumbir nuestra
civilización después de algunos siglos de brillante desarrollo, como
sucumbieron las civilizaciones de Mesopotamia, Asiria y Babilonia.
Dicha
revolución abrió una nueva fase de vida: la fase de los municipios libres.
IV
Se
comprende fácilmente que a los historiadores modernos educados en el espíritu
romano y empeñados en hacer remontar todas las instituciones hasta Roma, les
sea difícil comprender el espíritu del movimiento comunalista del siglo XII.
Este movimiento, afirmación viril del individuo que logra constituir la ciudad
por la libre federación de los hombres, de los pueblos, de las ciudades, fue
una negación absoluta del espíritu unitario y centralizador romano mediante el
cual se pretende explicar la historia en nuestras universidades. Dicho
movimiento no va ligado a ninguna personalidad histórica ni a ninguna
institución central.
Es
un desarrollo natural, antropológico, perteneciente, como la tribu y la comuna
del pueblo, a una determinada fase de la evolución humana y no a tal o cual
nación o región.
Precisamente
por esto escapó a la ciencia universitaria; por esto Agustín Thierry y
Sismondi, que comprendieron el espíritu de aquella época, no han tenido sucesores
en Francia, y actualmente Luchaire se encuentra solo para reanudar la tradición
del gran historiador de las épocas merovingia y comunalista. Y por esto
también, en Inglaterra y en Alemania, el despertar de los estudios sobre este
período y la vaga comprensión de su espíritu, son de origen reciente.
El
municipio de la Edad Media, la ciudad libre, tiene su origen, por una parte, en
la comuna del pueblo, y por otra, en estas mil hermandades y guildas que se constituyeron
aparte, fuera de la unión territorial. La federación de estas dos especies de
uniones perfeccionó la comuna de la Edad Media bajo la protección de su recinto
fortificado y de sus torres.
En
alguna región fue un desarrollo natural. En las demás -y fue la regla general
para la Europa occidental - fue el resultado de una revolución. Cuando los
habitantes de un determinado burgo se sentían suficientemente protegidos por
sus murallas, formaban una conjuración. Prestábanse mutuamente juramento de abandonar
todos los asuntos pendientes concernientes a los insultos, las luchas o las
heridas, y juraban para desde allí en adelante no recurrir jamás, en las
querellas que pudieran ocurrir, a otro juez que no fuera los síndicos que ellos
mismos nombraban. En cada guilda de arte o de buena vecindad, en cada hermandad
jurada, esto era ya desde hacía mucho tiempo la práctica regular. Tal había
sido la costumbre antaño en cada comuna de pueblo, antes que el obispo o el
reyezuelo llegara a introducirse y más tarde imponer su juez.
Más
tarde las aldeas y las parroquias que componían el burgo, así como las guildas
y hermandades que en su seno se habían desarrollado, se consideraban como una
sola amitas, nombraban sus jueces y juraban la unión pertinente entre todos estos
grupos.
Una
carta estaba pronto redactada, y aceptada. En caso de necesidad se mandaba
copiar la carta (especie de constitución) de alguna pequeña comuna vecina
(actualmente se conocen y estudian centenares de estas cartas) y quedaba
constituída la nueva comuna. Al obispo o al príncipe que hasta entonces había
sido en mayor o menor grado el señor, no le quedaba otro recurso que aceptar el
hecho consumado o combatir con las armas la nueva conjuración. A menudo el rey,
es decir, el príncipe que había querido darse aires de superioridad sobre otros
príncipes y cuyo cofre estaba vacío, concedía la carta mediante dinero. De este
modo renunciaba a querer imponer su juez a la comuna y se daba importancia ante
los demás señores feudales. Pero esto no era una regla general. Eran a
centenares las comunas que vivían sin otra sanción que su voluntad, sus
murallas y sus lanzas.
En
cien años este movimiento se extendió de un modo sorprendente en toda Europa -
por imitación, fijaos bien, - englobando Escocia, Francia, Países Bajos,
Escandinavia, Alemania, Italia, Polonia y Rusia. Y cuando hoy comparamos las
cartas y la organización interior de las comunas francesas, inglesas,
irlandesas, rusas, suizas, italianas o españolas, nos sorprende la casi
identidad de estas cartas y de la organización que se engrandeció al abrigo de
estos contratos sociales. ¡Qué lección más elocuente para los
romanistas y los hegelianos que no conocen otro medio que la servidumbre ante
la ley para obtener la homogenidad en las instituciones!
Desde
el Atlántico hasta la mitad del curso del Volga, y desde Noruega, a Italia,
Europa se cubrió de comunas. Unas se convirtieron en ciudades populosas como
Florencia, Venecia, Nuremberg o Novgorod, otras permanecieron siendo burgos de
un centenar o hasta de una veintena de familias, y sin embargo fueron tratados
como a iguales por sus hermanas más florecientes y prósperas.
Organismos
henchidos de savia, estas comunas se diferenciaban evidentemente en su
evolución. La posición geográfica, el carácter del comercio exterior, las
resistencias del exterior que había que vencer, etc., daban a cada comuna su
historia propia. Pero para todas el principio era siempre el mismo. Pskow en
Rusia y Brugge en Holanda, un burgo escocés de trescientos habitantes y la rica
Venecia con sus islas, un burgo del norte de Francia y de Polonia o la bella
Florencia, representaban la misma amitas; la misma amistad de las comunas de
pueblo y de las guildas asociadas; su constitución, en sus rasgos generales, es
siempre la misma.
Generalmente,
la ciudad, cuya muralla se ensancha en extensión y en espesor a medida que
aumenta la población y defiende los flancos con torres cada día más altas y
elevadas, cada una de ellas levantada por tal o cual barrio llevando un sello
individual, generalmente, repito, la ciudad estaba dividida en cuatro, cinco o
seis secciones o sectores que arrancaban de la ciudadela hacia las murallas.
Con preferencia estaban estos barrios habitados cada uno por un arte u oficio,
mientras que los nuevos - las artes jóvenes - ocupaban los arrabales que pronto
se cercaban con un nuevo y fortificado círculo de muralla.
La
calle o la parroquia, representaba la unidad territorial, que responde a la
antigua comuna de pueblo. Cada calle o parroquia tiene su asamblea popular, su
forum, su tribunal popular, su sacerdote, su milicia, su estandarte, y a menudo
su sello, símbolo de la soberanía. Federada con las demás, conserva no obstante
su independencia.
La
unidad profesional, que a menudo se confunde, o poco le falta para ello, con el
barrio o el sector, es la guilda, la unión de oficio. Esta conserva aún sus
santos, su asamblea, su forum y sus jueces; tiene su arca, su propiedad
territorial, su milicia y su estandarte. Conserva asimismo su sello y del
propio modo continua siendo soberana. En caso de guerra, su milicia marchará,
si así se juzga conveniente, añadiendo su contingente al de las demás guildas y
plantará su estandarte al lado del estandarte principal (carosse) de la ciudad.
La
ciudad, en fin, es la unión de los barrios, de las parroquias y de las guildas,
y tiene su plena asamblea en el gran forum, su gran atalaya, sus jueces
elegidos, su estandarte para aliar las milicias de las guildas y de los
barrios. Trata en calidad de soberano con las demás ciudades, se federa con las
que quiere, pacta alianzas nacionales o fuera de su nación. Los Cinco puertos
ingleses alrededor de Douvres estaban federados con puertos franceses y
norleandeses del otro lado del canal de la Mancha, la Novgorod rusa es la
aliada de la Hansa escandinavogermánica, y así otras muchas por el estilo. En
sus relaciones exteriores cada ciudad posee todos los atributos del Estado
moderno, y desde esta época se constituyó, por medio de libres contratos, lo
que más tarde debía conocerse con el nombre de derecho internacional, colocado
bajo la sanción de la opinión pública de todas las ciudades, y más tarde muy a
menudo violado, mejor que respetado, por los Estados.
Sucedió
muchas veces que una ciudad, no pudiendo encontrar la sentencia en un caso
complicado, mandó buscar la sentencia a una ciudad vecina. ¡Y
cuántas veces no hizo que este espíritu reinante de la época - el arbitraje,
mejor que el juez - se manifestara en el hecho de dos comunas tomando por
árbitro a una tercera!
Las
uniones de oficio obraban de igual modo. Trataban sus negocios comerciales y de
oficio prescindiendo de sus ciudades y concluían sus tratados sin tener en
cuenta la nacionalidad. Y cuando en nuestra ignorancia hablamos con orgullo de
nuestros congresos internacionales de oficios, y hasta de aprendices, es porque
no sabemos que ya se celebraban en el siglo XV.
Por
último, o bien la ciudad se defiende ella misma contra los agresores, y dirige
por sí misma las guerras encarnizadas contra los señores feudales de los
alrededores, nombrando cada año uno o dos jefes militares de sus milicias, o
bien acepta un defensor militar, un príncipe, un duque, que escoge por sí misma
por todo un año y lo despide cuando bien le parece. Generalmente, ponía a su
disposición, para sostén de sus soldados, el producto de las multas judiciales,
pero le prohibía inmiscuirse en los asuntos de la ciudad. O bien, en fin,
demasiado débil para emanciparse por completo de sus vecinos los buitres
feudales, conservaba por defensor militar más o menos permanente a su obispo, o
a un príncipe de una determinada familia - golfo o gibelino en Italia; familia
de Rurich o de Olgerd en la Lituania, - pero velando constantemente para que la
autoridad del príncipe o del obispo no traspasase de los hombres del castillo.
Y hasta le prohibía entrar sin permiso en la ciudad. Sin duda no ignoraréis que
aun en nuestros días el rey de lnglaterra no puede entrar en la ciudad de
Londres sin el permiso del lord alcalde de la ciudad.
Mucho
podría extenderme sobre la vida económica de las ciudades de la Edad Media;
pero véome obligado a dejarla pasar en silencio. Fue tan variada esta vida que
ocuparíame demasiado tiempo. Bastará solamente que os haga observar que el
comercio interior lo efectuaban siempre las guildas; nunca los artesanos particularmente;
que los precios se fijaban en mutuo acuerdo; que en los comienzos de aquel
período el comercio exterior lo hacía exclusivamente la ciudad y que sólo más
tarde se convirtió en monopolio de la guilda de los comerciantes, y más tarde
aun, de individuos aislados; que nunca se trabajó los domingos y la tarde de
los sábados (día de baño); y, en fin, que el abastecimiento de los géneros
principales lo hacia asimismo la ciudad. Esta costumbre se conservó en Suiza
por lo que concierne al trigo basta la mitad de este siglo. En suma, está
demostrado y probado por una cantidad inmensa de documentos de todas clases,
que jamás la humanidad conoció, ni antes nl después, un periodo de blenestar
relativo tan bien asegurado a todos como lo fue en las ciudades de la Edad
Media. La miseria, la incertidumbre y el excesivo trabajo de que actualmente
nos quejamos, eran absolutamente desconocidos en aquellas poblaciones.
V
Con
estos elementos - libertad, organización de lo simple a lo compuesto, la
producción y el cambio efectuados por los gremios, el comercio con el
extranjero efectuado por la ciudad, así como la compra de provisiones -, con
estos elementos, repito, las ciudades de la Edad Media se convirtieron durante
los dos primeros siglos de su vida libre en centros de opulencia y de
civilización como desde entonces no se han visto jamás iguales.
Consúltense
los documentos que permiten establecer la tarifa de remuneración del trabajo -
Roger ha establecido esta tarifa por lo que concierne a Inglaterra y un gran
número de escritores alemanes por Alemania -, y se verá que el trabajo del
artesano, y aún el del simple jornalero, estaban remunerados en aquella época
por una tarifa que no han alcanzado en nuestros días ni los mejores de nuestros
obreros. Pueden dar testimonio de ello los libros de cuentas de la Universidad
de Oxford y de ciertas propiedades inglesas y los de un gran número de ciudades
alemanas y suizas.
Considérense,
por otro lado, la perfección artística y la cantidad de trabajo decorativo que
el obrero efectuaba, tanto en las bellas obras de arte que producía como en las
cosas más simples de la vida doméstica - una verja, un candelero, una vajilla,
etc. -, y se adivinará en seguida que en su trabajo no conocía la prisa, la
precipitación, el exceso de trabajo de nuestra época; que podía forjar,
esculpir, tejer, bordar a su placer, como en nuestros días solamente pueden
hacerlo un reducidísimo número de obreros artistas.
Que
se examinen, por último, los donativos a las iglesias y a las casas públicas de
la parroquia, de la guilda o de la ciudad, sean obras de arte como esculturas,
metales forjados o fundidos, objetos decorativos, o sean en dinero y se
comprenderá el grado de bienestar que realizaron estas ciudades; se concebirá
fácilmente el espíritu de investigación y de inventiva que en ellos reinaba, el
soplo de libertad que inspiraba sus obras, el sentimiento de solidaridad
fraternal que se establecía en aquellos gremios, donde los hombres de un mismo
oficio estaban unidos, no solamente por el lazo mercantil o técnico del oficio,
sino por los lazos de sociabilidad, de fraternidad. En etecto, ¿acaso
no era ley de la guilda que dos hermanos debían velar a la cabecera de un
hermano enfermo - costumbre que ciertamente exigía un espíritu de sacrificio en
aquellas épocas de enfermedades contagiosas y de pestes, - y acompañarle hasta
la tumba y cuidar de la viuda y de sus hijos?
La
negra miseria, el abatimiento y la incertidumbre del mañana que caracteriza a
nuestras ciudades modernas, eran absolutamente desconocidos en aquellos oasis
surgidos en el siglo XII en medio de la selva feudal.
En
aquellas ciudades, al amparo de las libertades conquistadas, bajo el impulso
del espíritu de la libre inteligencia y de la libre iniciativa, se desarrolló
toda una nueva civilización y alcanzó un grado tal de bienestar como no se ha
visto otro semejante en la historia hasta el presente.
Toda
la industria moderna nos viene de aquellas ciudades. En tres siglos, las
industrias y las artes llegaron a tal grado de perfección que nuestro siglo no
ha podido sobrepujarlas sino en la rapidez de producción, muy raramente en
calidad y mucho más raramente en belleza del producto. Todas las artes que en
vano hoy tratamos de resucitar - la belleza en Rafael, el vigor y la audacia en
Miguel Angel, la ciencia y el arte en Leonardo de Vinci, la poesía y la lengua
en Dante, la arquitectura, en fin, a la cual debemos las catedrales de Lyón,
Reims y Colonia -, el pueblo fue su albañil, según expresión de Víctor Hugo.
Los tesoros de belleza que encerrábanse en Florencia y en Venecia, los
municipios de Brema y de Praga, las torres de Nuremberg y de Pisa, y así hasta
el infinito, todo esto fue el producto de aquel período.
¿Queréis
medir los progresos de aquellas ciudades con un solo vistazo? Pues comparad la
catedral de San Marcos de Venecia con el arco rústico de los normandos, las
pinturas de Rafael con los bordados de los tapices de Bayeuse, los instrumentos
de precisión y físicos y los relojes de Nuremberg con los relojes de arena de
los siglos precedentes, la lengua señora del Dante con el latín bárbaro del
siglo XII... Todo un mundo mediaba y floreció entre una y otra época.
Jamás,
excepción hecha de aquel otro período glorioso, siempre de ciudades libres, de
la Grecia antigua, la humanidad había dado un paso semejante en el camino del
progreso. Jamás, en dos o tres siglos, el hombre sufrió una modificación tan
profunda ni extendió tanto su poder sobre las fuerzas de la naturaleza.
¿Pensáis,
acaso, en estos momentos, en la civilización de nuestro siglo, cuyos progresos
no cesan de alabarnos? ¿Pero es que en cada una de sus
manifestaciones no se revela hija directa de la civilización desarrollada en el
seno de los municipios libres de aquella época? Todos los grandes
descubrimientos que ha hecho la ciencia moderna - el compás, el reloj, el
cronómetro, la imprenta, los descubrimientos marítimos, la pólvora, las leyes
de la caída de los cuerpos, la presión de la atmósfera, de la cual la máquina
de vapor fue un desarrollo, los rudimentos de la química, el método científico
indicado ya por Roger Bacon y usado en las universidades italianas -, ¿de
dónde viene todo esto sino de las ciudades libres, de la civilización que se
desarrolló al amparo de las libertades comunales?
Puede
que se me diga que olvido los conflictos, las luchas intestinas que llenan la
historia de aquella época, el tumulto en sus calles, las encarnizadas batallas
sostenidas contra los señores, las insurrecciones de las artes jóvenes contra
las artes antiguas, la sangre derramada y las represalias de todas estas
luchas.
Pues
bien, no; no olvido nada de todo esto; pero como Leo y Botta - los dos
historiadores de la Italia medioeval -, como Sismondi, Ferrari, Pino, Capponi y
tantos otros, veo que estas luchas fueron la garantía de la vida libre en la
ciudad libre. Veo en ellas una renovación, un nuevo esfuerzo hacia el progreso
después de cada una de estas luchas. Después de haber relatado en detalle estas
luchas y estos conflictos, y después de haber medido así la inmensidad de los
progresos realizados mientras estas luchas ensangrentaban las calles - el
bienestar asegurado a todos los habitantes, renovada la civilización -, Leo y
Botta sacaban en conclusión este justo pensamiento que frecuentemente me viene
a la memoria:
Una
comuna - decían - no presenta la imagen de un todo moral, no se muestra
universal en su manera de ser, como el mismo espíritu humano, sino cuando en su
seno ha admitido el conflicto y la oposición.
Sí,
el conflicto, libremente debatido, sin que un poder exterior, como el Estado,
venga a arrojar su inmenso peso en la balanza a favor de una de las fuerzas que
están en lucha.
Como
estos dos autores yo pienso asimismo que a menudo se han causado mayores males
imponiendo la paz, puesto que de este modo se han aliado juntas cosas
contrarias queriendo crear un orden político general, sacrificando las
individualidades y los pequeños organismos, para absorberlos en un vasto cuerpo
sin color y sin vida.
He
aquí porque las comunas - mientras ellas mismas no buscaron convertirse en
Estados e imponer a su alrededor la sumisión en un vasto cuerpo sin color y sin
vida -, he aquí, repito, porque las comunas se engrandecían, salían
rejuvenecidas después de cada lucha y florecían entre el choque de las armas en
sus calles, mientras que dos siglos más tarde, esta misma cívilización se
hundía al ruido de las guerras engendradas por los Estados.
En
la comuna, la lucha era por la conquista y el mantenimiento de la libertad del
individuo, por el principio federativo, por el derecho de unirse y agitarse;
mientras que las guerras de los Estados tenían por objeto anular estas
libertades, someter al individuo, aniquilar la libre iniciativa, unir a los
hombres en una mIsma servidumbre ante el rey, el juez, el sacerdote y el
Estado.
Aquí
radica toda la diferencia. Hay las luchas y los conflictos que matan y hay las
luchas y los conflictos que empujan a la humanidad por la senda progresiva.
VI
Durante
el curso del siglo XVI, los bárbaros modernos vinieron a destruir toda la
civilización de la Edad Media. Estos bárbaros no la anularon por completo, pero
paralizaron su marcha por dos o tres siglos al menos, lanzándola en una nueva
dirección.
Sujetaron
al individuo quitándole todas sus libertades, pidiéronle olvidara las uniones
que antes basaba en la libre iniciativa y la libre inteligencia, y su objetivo
fue nivelar la entera sociedad en una misma sumisión ante el amo. Quedaron
destruídos todos los lazos entre los hombres al declarar que únicamente el
Estado y la Iglesia debían formar, de allí en adelante, el lazo de unión entre
los individuos; que solamente la Iglesia y el Estado tenían la misión de velar
por los intereses industriales, comerciales, jurídicos, artísticos y
pasionales, así como para resolver sobre las agrupaciones a las cuales los
hombres del siglo XII tenían la costumbre de unirse directamente.
¿Y
quiénes fueron estos bárbaros modernos?
Fue
el Estado: la triple alianza, finalmente constituída, del jefe militar, del
juez romano y del sacerdote, los tres formando una asociación para obtener el
dominio, unidos los tres en un mismo poderío, poderío que iba a mandar en
nombre de los intereses de la sociedad para aplastar a esta misma sociedad.
Uno
se pregunta, naturalmente, ¿cómo pudieron estos modernos bárbaros
triunfar sobre las comunas tan poderosas antes? ¿Dónde
hallaron la fuerza para esta conquista?
Esta
fuerza la encontraron, primeramente, en el pueblo. Del mismo modo que las
comunas de la Grecia antigua no supieron abolir la esclavitud, las comunas de
la Edad Media no supieron emancipar al campesino de su servidumbre al propio
tiempo que emancipaban al ciudadano.
Verdad
es que casi en todas partes, en los momentos de su emancipación, el
ciudadano-artesano y cultivador a un mismo tiempo - intentó arrastrar al
campesino en su emancipación. Durante dos siglos los ciudadanos de Italia, de
España y de Alemania sostuvieron una guerra encarnizada contra los señores
feudales. Se hicieron prodigios de heroísmo y de perseverancia por parte de los
burgueses en esta guerra a los castillos. Se desangraron a fin de hacerse
dueños de los castillos del feudalismo y para poder abatir el bosque feudal que
los rodeaba.
Pero
solamente lo lograron a medias. Guerra fatigosa ésta, concluyeron por firmar la
paz prescindiendo del campesino. Entregaron éste al señor, fuera del territorio
conquistado por la comuna, a fin de comprar la paz. En Italia y en Alemania
concluyeron aceptando al señor feudal pero a condición de que residiera en la
ciudad como un burgués. En otras partes los ciudadanos compartieron con el
señor feudal su dominio sobre el campesino. Y el señor se vengó de este bajo
pueblo, que odiaba y despreciaba, ensangrentando sus calles con sus luchas, y
las venganzas de las familias señoriales no se ventilaron ante los síndicos y
los jueces comunales, sino que se resolvieron con la espada en las calles.
El
señor feudal desmoralizó al ciudadano con sus liberalidades y sus intrigas, con
sus trenes de vida señorial, con la educación recibida en la Corte del obispo o
del rey. Hízole compartir sus luchas, y el burgués acabó por imitar al señor y
se convirtió a su vez en señor, enriqueciéndose con el trabajo de los siervos
acampados en los pueblos.
Después
el campesino ayudó a los reyes, a los emperadores, a los césares nacientes y a
los Papas cuando todos éstos se pusieron a reconstituir sus reinos para
esclavizar las ciudades. Y allí donde no marchó todo bajo sus órdenes, el señor
dejó hacer lo que quisieran.
Fue
en la campiña, en un castillo fortificado, situado en el centro de poblaciones
campesinas, donde lentamente principió a constituirse la realeza. En el siglo
XII esta realeza sólo existía de nombre, y en la actualidad sabemos
perfectamente lo que debemos opinar de los vagabundos, jefes de pequeñas
partidas de bandidos que tomaban este nombre y que - Agustín Thierry lo ha
demostrado muy bien - en aquella época no significaban gran cosa.
Lentamente,
por tanteos, un barón más poderoso o más astuto que los demás, lograba acá o
acullá, elevarse por encima de los otros. La Iglesia no tardaba en prestarle su
apoyo. Y por la fuerza, la astucia, el dinero, y en caso de necesidad por medio
de la cuchilla o del veneno, uno de estos barones feudales se iba
engrandeciendo a costa de los demás. De todos modos, la autoridad real jamás
logró constituirse en ninguna de las ciudades libres que tenían un forum
ruidoso, su roca Tarpeya o su río para los tiranos: fue en el campo donde
consiguió constituirse.
Después
de haber intentado vanamente constituir esta autoridad en Reims o en Lyon, fue
en París - aglomeración de pueblos y de burgos rodeados de ricas campiñas que
hasta entonces no habían conocido la vida de las ciudades libres; - fue en
Westminster, a las puertas de la populosa Londres; fue en el Kremlin, edificado
en el seno de ricos pueblos en las ribieras de Moskva, después de haber
fracasado en Suzdal y en Wladimir, pero jamás en Novgiorod o en Pskow, en
Nuremberg o en Florencia, donde pudo consolidarse la autoridad real.
Los
campesinos de los alrededores les suministraban el trigo, los caballos y los
hombres, y el comercio - real, no comunal - aumentaba sus riquezas. La Iglesia
rodeó a estos poderosos con todos sus solícitos cuidados, les protegió, fue en
su ayuda con su dinero, inventó el santo de la localidad y sus milagros. Rodeó
de veneración a Nuestra Señora de París, o a la Virgen de Iberia de Moscu. Y
mientras la civilización de las ciudades libres, emancipadas de los obispos,
continuaba en su juvenil ardor, la Iglesia trabajó con tesón para reconstruir su
autoridad por intermediación de la naciente realeza, rodeando con sus cuidados,
su incienso y sus escudos la cuna de la familia del que había escogido
finalmente para poder reconstituir con él y por él su autoridad eclesiática. En
París, en Moscu, en Madrid, en Praga, se le ve inclinada sobre la cuna de la
realeza con la antorcha encendida en la mano.
Resistente
en la labor, fuerte por su educación estatista, apoyándose en el hambre de
voluntad o astuto, buscándolo no importa en qué clase de la sociedad, versada
en la intriga y en el derecho romano y bizantino, se ve a la Iglesia marchar
sin descanso hacia la realización de su ideal: el rey hebraico, absoluto, pero
obediente al gran sacerdote, simple brazo seglar del poder eclesiástico.
Este
lento trabajo de los dos conjurados está ya en pleno vigor en el siglo XVI. Un
rey domina ya a los demás barones rivales suyos, y esta fuerza va a arrojarse
sobre las ciudades libres para aplastarlas.
Por
otra parte, las ciudades del siglo XVI no eran ya lo que habían sido en los
siglos XII, XIII y XIV.
Nacidas
de la revolución libertadora, no tuvieron, sin embargo, el valor de extender
sus ideas de igualdad, ni a las campiñas vecinas ni a los individuos que más
tarde fueron a establecerse en sus recintos, asilos de libertad, para crear
dentro de ellos las artes industriales.
Hallamos
y vemos ya en todas las ciudades una distinción entre las viejas familias que
habían hecho la revolución del siglo XII - o mejor dicho, las familias - y las
que más tarde fueron a establecerse en la ciudad. La vieja guilda de los
comerciantes no quiere recibir a los recién llegados, niégase a que se le
incorporen las artes jóvenes para el comercio. Y de simple comisionista de la
ciudad se convierte en la mediadora, en la intermediaria que se enriquece con
el comercio lejano y que importa el fausto oriental, y más tarde se alía al
señor coburgués y al sacerdote, o va a buscar apoyo en el naciente rey para
mantener su derecho al enriquecimiento y al monopolio. Transformado en
personal, el comercio mató la ciudad libre.
Las
guildas de los antiguos oficios que componían la ciudad y su gobierno no
quieren ya reconocer los mismos derechos a las jóvenes guildas formadas más
tarde por los oficios nuevos. Estos tienen que conquistar sus derechos por una
revolución, como, efectivamente, por revolución los conquistaron en todas
partes.
Pero
si para la mayor parte esta revolución fue el punto de partida de una
renovación de la vida y de todas las artes (esto se ve muy bien estudiando
Florencia), en otras ciudades terminó con la victoria del popolo grasso sobre
el popolo basso, por un aplastamiento, por las deportaciones en masa, las
ejecuciones, sobre todo cuando los señores y los sacerdotes se mezclaron en la
lucha.
Y
ya no hay que decirlo, lo que el rey tomó por pretexto a fin de aplastar al
pueblo alto, fue la defensa del pueblo bajo, y poder subyugar a ambos cuando se
hubo convertido en dueño de la ciudad.
Además,
las ciudades debían morir, puesto que las mismas ideas de los hombres habían
cambiado. La enseñanza del derecho canónico y del derecho romano las había
pervertido.
El
europeo del siglo XII era esencialmente federalista. Hombre de libre
iniciativa, de libre inteligencia, de uniones queridas y libremente
consentidas, veía en sí mismo el punto de partida de toda sociedad. No buscaba
remedios en la obediencia, no pedía un salvador en la sociedad. Érale
desconocida la idea de disciplina cristiana y romana.
Pero
bajo la influencia de la Iglesia, siempre enamorada de la autoridad, celosa
siempre de imponer su dominio sobre las almas, y especialmente sobre los brazos
de los fieles, y, por otra parte, bajo la influencia del derecho romano, que ya
desde el siglo XII hacía estragos en la Corte de los poderosos señores, reyes y
Papas y que pronto se convirtió en estudio favorito de las universidades, bajo
la influencia de ambas enseñanzas, que se armonizan perfectamente, por más que
fueron encarnizadas enemigas en su origen, los espíritus se pervirtieron a
medida que el sacerdote y el legista triunfaban.
El
hombre se convierte desde entonces en un enamorado de la autoridad. Y cuando
estalla una revolución de los oficios bajos en una comuna, ésta llama a un
salvador, se entrega a un dictador, un César municipal, y le confiere plenos
poderes para exterminar al partido rebelde. Y el dictador se aprovecha, con
todos los refinamientos de crueldad que en sus oídos desliza la Iglesia, o
sigue el ejemplo importado de los reinos despóticos de Oriente.
La
Iglesia no vacila en apoyarle. ¿Acaso no ha soñado siempre con el rey
bíblico que se arrodilla ante el sacerdote y es su instrumento dócil? ¿Acaso
no odia con toda su alma las ideas de racionalismo que imperaban en las
ciudades libres en el primer Renacimiento, en el del siglo XII; más tarde las
ideas paganas que condujeron al hombre a la naturaleza bajo la influencia del
nuevo descubrimiento de la civilización griega, y, más tarde aun, las ideas que
en nombre del cristianismo primitivo sublevaron a los hombres contra el Papa,
el sacerdote y el culto en general? El fuego, la rueda, la horca - estas armas
tan queridas de la Iglesia en todo tiempo - se pusieron en práctica contra los
herejes. Y fuese cual fuese el instrumento, Papa, rey o dictador, poco
importábale mientras que el fuego, la horca o la rueda funcionasen contra los
herejes.
Y
bajo esta doble enseñanza del legista romano y del sacerdote, el espíritu
federalista, el espíritu de libre iniciativa y de libre inteligencia se moría
para dejar paso al espíritu de disciplina, de organización autoritaria. El rico
y la plebe pedían a dúo un salvador.
Y
cuando el salvador se presentó, cuando el rey, enriquecido lejos del tumulto y
del forum, en alguna ciudad por él creada, apoyado en la riquísima Iglesia y
escoltado por los nobles conquistados y los campesinos, llamó a las puertas de
las ciudades, prometiendo al pueblo bajo su alta protección contra los ricos, y
a estos ricos obedientes su protección contra los poderes revolucionarios, las
ciudades, roídas ya por el cáncer del autoritarismo, no tuvieron poder bastante
para resistirle.
Después,
además, los mongoles habían conquistado y devastado la Europa oriental en el
siglo XIII y se constituía en Moscu, bajo la protección de los khans tártaros y
de la iglesia cristiana rusa, todo un imperio. Los turcos se habían implantado
en Europa ... mientras que en el otro extremo la guerra de exterminio contra
los moros en España permitía que otro imperio poderoso se constituyera en
Castilla y Aragón, apoyado en la Iglesia romana, en la inquisición, en la
cuchilla y en la hoguera...
Estas
invasiones y estas guerras conducían forzosamente a Europa a entrar en una
nueva fase: la de los Estados militares.
Ya
que las mismas comunas se convertían en pequeños Estados, los pequeños Estados
debían, a su vez, ser forzosamente engullidos por los grandes ...
VII
Sin
embargo, la victoria del Estado sobre las comunas de la Edad Media y las
instituciones federalistas de aquella época, no fue inmediata. Hubo un momento
en que hasta pareció muy dudosa su victoria.
Un
inmenso movimiento popular, religioso en su forma y expresiones, pero
eminentemente igualitario y comunista en sus aspiraciones, se produjo en las
ciudades y en los campos de la Europa central.
Ya
en el siglo XIV (en Francia en 1358, y en Inglaterra en 1381) se produjeron dos
grandes movimientos análogos. Las dos poderosas sublevaciones de la Jacquería y
de Wat Tyler habían sacudido la sociedad hasta en sus cimientos. Ambas habían
sido dirigidas principalmente contra los señores. Y aunque vencidas las dos, la
sublevación de los campesinos en Inglaterra puso por completo fin a la
servidumbre, y la Jacqueria en Francia le había de tal modo puesto a raya en su
desarrollo, que desde entonces la institución de la servidumbre sólo pudo
vegetar sin alcanzar jamás el desarrollo que adquirió en Alemania y en la
Europa Central.
En
el siglo XVI se produjo un movimiento análogo en el centro de Europa. En
Bohemia con el nombre de hussista, de anabaptismo en Alemania, en Suiza y en
los Países Bajos y de tiempos revueltos en Rusia (en el siglo siguiente), fue, además
de rebelión contra el señor feudal, una rebelión completa contra el Estado y la
Iglesia, contra el derecho romano y canónico en nombre del cristianismo
primitivo.
Este
movimiento, desfigurado durante mucho tiempo por los historiadores estatistas y
eclesiásticos, empieza ahora a ser conocido.
El
santo y seña de esta sublevación fueron la libertad absoluta del individuo y el
comunismo. Fue más tarde, cuando el Estado y la Iglesia lograron exterminar a
sus más ardientes defensores y escamotearlo en su provecho, que este movimiento
se achicó, y privado de su carácter revolucionario, se convirtió en la reforma
de Lutero.
Comenzó
siendo anarquista comunista, predicado y puesto en práctica en algunas
comarcas, y si hacemos caso omiso de las fórmulas religiosas, que fueron un
tributo pagado a la época, se encuentra en este movimiento la esencia misma de
la corriente de ideas que nosotros representamos en este momento: negación de
todas las leyes del Estado o divinas; la conciencia de cada individuo debiendo ser
única ley, la comuna dueña absoluta de sus destinos, recuperando de los señores
todas las tierras y negando todo tributo personal o en dinero al Estado; en
fin, el comunismo y la igualdad puestos en práctica. Por esto cuando se
preguntó a Deuck, uno de los filósofos del movimiento anabaptista, si reconocía
la autoridad de la Biblia, respondió que, solamente la regla de conducta que
cada individuo encuentra para sí en la Biblia le es obligatoria. Y sin embargo,
estas mismas fórmulas tan vagas, tomadas de prestado al lenguaje eclesiástico,
esta autoridad del libro al cual se piden tan fácilmente argumentos en pro y en
contra de la autoridad, y tan indecisas cuando se trata de afirmar netamente la
verdad, ¿acaso esta misma tendencia religiosa no
encerraba ya en germen la certeza de la derrota de la sublevación?
Este
movimiento nacido en las ciudades se extendió prontamente en el campo. Los
campesinos se negaban a obedecer a quien fuese, y clavando un zapato viejo en
la punta de una pica a guisa de bandera, se apoderaban de la tierra de los
señores, rompían los lazos de la servidumbre, arrojaban de su seno al sacerdote
y al juez y se constituían en comunas libres. Únicamente con la hoguera, la
rueda o la cuchilla, destrozando a más de cien mil campesinos en pocos años,
pudo el poder imperial o real, aliado al poder de la Iglesia Papal o de la
reformada - Lutero impulsó la matanza de campesinos aun más violentamente que
el Papa - poner fin a estas sublevaciones que por un momento amenazaron la
constitución de los nacientes Estados. La reforma luterana, hija del
anabaptismo popular, apoyada en el Estado, destrozó al pueblo y aplastó el
movimiento del cual tomó su fuerza en sus orígenes. Los restos de este inmenso
movimiento se refugiaron en las comunidades de los Hermanos Maros, que, a su
vez, fueron destruidas un siglo más tarde por la Iglesia y el Estado. Los que
no pudieron ser exterminados fueron a buscar refugio y asilo, unos en el
sudeste de Rusia, otros en la Groenlandia, donde pudieron continuar hasta nuestros
días en comunidades, negando todo servicio al Estado.
Desde
entonces la existencia del Estado quedó asegurada. El legislador, el sacerdote
y el señor soldado constituídos en solidaria alianza alrededor de los tronos,
pudieron continuar su obra de aniquilamiento.
¡Y
cuántos embustes han propalado en beneficio del Estado los historiadores
estatistas respecto de este período!
En
efecto, ¿acaso no nos han enseñado, por ejemplo,
en la escuela, que el Estado nos hizo la merced de constituir sobre las ruinas
de la sociedad feudal, estas uniones nacionales que eran imposibles antes por
las rivalidades de las ciudades? Este embuste nos lo han enseñado a todos en la
escuela y casi todos hemos continuado creyéndolo ya grandes.
Y,
sin embargo, hoy sabemos perfectamente que a pesar de todas las rivalidades,
las ciudades medioevales
trabajaron
durante cuatro siglos para constituir estas uniones, queridas, consentidas
libremente, por medio de la federación, y, lo que es mejor, que lo lograron.
La
Unión lombarda, por ejemplo, englobaba las ciudades de la alta Italia y tenía
su caja federal guardada en Génova o en Venecia. Otras federaciones, como la
Unión Toscana, la Unión Rhenana (que abarcaba sesenta ciudades), las
federaciones de Westfalia, de Bohemia, de Servia, de Polonia, de las ciudades
escandinavas, alemanas, polonesas y rusas en todo el Báltico. Allí había ya
todos los elementos, y aun el hecho mismo, de ampliar aglomeraciones humanas
libremente constituídas.
¿Queréis
la prueba viviente de estas agrupaciones? La tenéis en Suiza, donde la Unión se
afirmaba primeramente entre las comunas del pueblo (Viejos Cantones) del mismo
modo que se constituía en Francia, en la misma época, en el Leonesado. Y como
en Suiza la Unión entre las ciudades del gran comercio lejano, las ciudades
apoyaron la insurrección de los campesinos (siglo XVI) y la Unión englobó
ciudades y pueblos para constituir una federación que ha durado y dura aún
hasta en nuestros días.
Pero
el Estado, por su propio principio vital, no puede tolerar la federación libre.
Representa ésta lo que más horroriza al legislador: el Estado dentro del
Estado. Este no puede reconocer una unión libremente consentida funcionando en
su seno; únicamente él y su hermana la Iglesia acaparan el derecho de servir de
lazo de unión entre los hombres.
Por
consiguiente, eI Estado debe, forzosamente, aniquilar las ciudades basadas en
la unión directa entre ciudades. Al principio federativo debe substituir el
principio de sumisión, de disciplina. Es su substancia. Sin este principio,
deja de ser el Estado.
El
siglo XVI, siglo de guerras encarnizadas, se resume por entero en esta lucha
del Estado naciente contra las ciudades libres y sus federaciones. Las ciudades
se ven cercadas, tomadas por asalto, saqueadas, y sus habitantes diezmados o
expulsados.
El
Estado queda victorioso en toda la línea y las consecuencias vais a verlas en
seguida.
En
el siglo XV, Europa estaba cubierta de ricas ciudades cuyos artesanos,
constructores, tejedores y cinceladores producían maravillas artísticas, cuyas
universidades sentaban los cimientos de la ciencia, cuyas caravanas recorrían
los continentes y cuyos buques surcaban mares y ríos.
De
todo esto, ¿qué es lo que quedó dos siglos más tarde?
Ciudades que habían albergado cincuenta y hasta cien mil habitantes, y que
habían poseído, como Florencia, más escuelas y los hospitales comunales más
camas que no poseen actualmente las ciudades mejor dotadas en este particular,
estaban convertidas en barriadas nauseabundas. El Estado y la Iglesia se habían
apoderado de sus riquezas y sus habitantes habían sido diezmados o deportados.
Muerta la industria bajo la minuciosa tutela de los empleados del Estado.
Muerto el comercio. Los mismos caminos vecinales que antes unían las ciudades,
estaban absolutamente impracticables en el siglo XVII.
El
Estado es la guerra. Y las guerras, asolando Europa, acabaron por arruinar las
ciudades que el Estado no pudo arruinar directamente.
Y
los pueblos, ¿ganaron al menos algo con esta
concentración estatista? No, ciertamente, nada ganaron. Leed lo que nos dicen
los historiadores sobre la vida de los campesinos en Escocia, en Toscana, en
Alemania, durante el siglo XVI, y comparad sus descripciones de entonces con
las de la miseria en Inglaterra en los comienzos de 1648, en Francia bajo el
reinado de Luis XIV, el rey Sol, en Alemania, en Italia, en todas partes,
después de cien años de dominio estatista.
La
miseria, la miseria en todas partes. Todos los historiadores están unánimes en
reconocerla, en señalarla. Allí donde fue abolida la servidumbre se
reconstituyó nuevamente bajo mil formas diversas y nuevas; y allí donde aun no
había sido totalmente destruida, se modelaba bajo la égida del Estado en una
institución feroz, conteniendo todos los caracteres de la esclavitud antigua, o
peor aún.
¿Acaso
podía salir otra cosa de la miseria estatista, cuando su primera preocupación
fue anular la comuna de pueblo, después la ciudad, destruir todos los lazos que
existían entre los campesinos, poner sus tierras a merced del saqueo de los
ricos, y someterlos, individualmente, al funcionario, al sacerdote, al señor?
VIII
Anular
la independencia de las ciudades; robar las guildas ricas de los comerciantes y
de los artesanos; centralizar en sus manos el comercio exterior de las ciudades
y arruinarlo; apoderarse de toda la administración de las guildas y someter el
comercio interior, como asimismo la fabricación de todas las cosas hasta en sus
menores detalles a una nube de funcionarios, y matar de este modo la industria
y las artes; adueñarse de las milicias locales y de toda la administración
municipal; aplastar a los débiles en provecho de los fuertes por medio de los
impuestos, todo esto fue el papel que desempeñó el Estado naciente en los
siglos XVI y XVII ante las aglomeraciones humanas.
La
misma táctica empleó, evidentemente, con los campesinos. Desde el instante que
el Estado se sintió con fuerzas para ello, se apresuró a destruir la comuna del
pueblo, a arruinar a los campesinos que cayeron en sus manos y entregar las
tierras de dichas comunas al saqueo.
Los
historiadores y los economistas a sueldo del Estado nos han enseñado que
habiéndose convertido la comuna del pueblo en una forma anticuada de la
posesión del terreno que ponía obstáculos al progreso de la agricultura, tuvo que
desaparecer bajo la acción de fuerzas económicas naturales. Los políticos y los
economistas burgueses no han cesado de repetirlo hasta nuestros días, y hasta
hay revolucionarios y socialistas - los que pretenden ser científicos - que aun
recitan esta fórmula convenida, aprendida en la escuela.
Jamás
se afirmó embuste alguno tan odioso como este en la ciencia. Embuste querido,
puesto que la historia está llena de documentos para probar al que quiera
conocerlos - por lo que concierne a Francia basta consultar a Dalloz -, que la
comuna del pueblo estuvo primeramente privada por el Estado de todos sus
atributos: de su independencia, de su poder jurídico y legislativo, y que luego
sus tierras fueron, o simplemente robadas por los ricos con la protección del Estado,
o bien directamente confiscadas por el Estado.
Este
robo principió en Francia a partir del siglo XVI y aumentó de grado durante el
siglo XVII. Desde 1659, el Estado tomó bajo su tutela a las comunas, y basta
consultar el Edicto de 1667, de Luis XIV, para ver el robo de bienes comunales
que se efectuó en aquella época. Cada uno se ha arreglado a su capricho ... se
han repartido ... para despojar las comunas se han valido del vinculamiento de
deudas ..., decía en este Edicto el Rey Sol, y dos años más tarde dicho rey
confiscaba en provecho propio todas las rentas de las comunas. A esto es lo
que, en lenguaje soi disant científico, llaman muerte natural.
Se
calcula que al siguiente siglo, la mitad, por lo menos, de las tierras
comunales, se las apropió la nobleza y el clero amparadas por el Estado. A
pesar de todo la comuna continuó subsistiendo hasta 1787. La asamblea del
pueblo se reunía debajo del olmo, alquilaba las tierras y distribuía los
impuestos. Véanse los documentos que reunió Babeau en su libro El pueblo bajo
el antiguo régimen. Turgot encontró en la provincia en que actuaba de
intendente que las asambleas eran demasiado tumultuosas y las abolió en su
intendencia para substituirlas con asambleas elegidas entre los más ricos del
pueblo. El Estado generalizó esta medida en el año 1787 en vísperas de la
revolución. El mir quedó abolido y los negocios de las comunas cayeron de este
modo entre las manos de algunos síndicos elegidos por los burgueses y
campesinos más ricos.
La
Constitución se apresuró a confirmar esta ley en diciembre de 1789, y los
burgueses substituyeron entonces a los señores en el despojo de las comunas y
de lo poco que les quedaba de tierras comunales. Y se necesitó una Jacquería
tras otra para obligar a la Convención (1792) a confirmar lo que los campesinos
sublevados acababan de realizar en la parte oriental de Francia, es decir, que
la Convención devolviera las tierras comunales a los campesinos, como así se
efectuó, pero únicamente allí donde está, revolucionariantente, realizado de
hecho. Es el caso, como sabéis, de todas las leyes revolucionarias; solamente
entran en vigor allí donde el hecho se ha consumado.
Sin
embargo, la Convención añadió a esta ley algo de su propia cosecha, ordenando
que estas tierras recuperadas a los señores fuesen repartidas en partes iguales
entre los ciudadanos activos única y exclusivamente, es decir, entre los
burgueses del pueblo. De una plumada desposeía de este modo a los ciudadanos
pasivos, es decir, a la masa de campesinos empobrecidos que más necesidad
tenían de estas tierras comunales, lo cual, afortunadamente, motivó una nueva
Jacquería y una nueva ley de la Convención, ordenando en 1793 la repartición de
las tierras por cabeza, entre los habitantes todos, cosa que no se puso en
vigor y que sirvió de pretexto para nuevos robos de tierras comunales.
¿Acaso
estas medidas no eran bastante para provocar lo que economistas e historiadores
burgueses llaman la muerte natural de la comuna? Como si aun no fuese bastante,
el 24 de agosto de 1794 la reacción que se apoderó del poder dió a esta muerte
el golpe de gracia. El Estado confiscó todas las tierras de los municipios y
las convirtió en fondo de garantía de la deuda pública, sacándolas a pública
subasta y poniéndolas a merced de sus partidarios.
El
2 prairal, año V, después de tres años de realeza, esta ley fue,
afortunadamente, abolida. Pero al propio tiempo quedaron también abolidas las
comunas, siendo substituidas por concejos cantonales a fin de que el Estado
pudiera obligarlas más fácilmente con sus partidarios.
Esto
duró hasta 1801 en que las comunas del pueblo volvieron a ser comunas, pero
entonces el gobierno se encargó de nombrar él mismo los alcaldes y los
concejales en cada uno de los 36 000 municipios (Francia). Y este absurdó duró
hasta la revolución de julio de 1830 en que se puso en vigor la ley de 1789.
Durante este tiempo las tierras comunales fueron confiscadas otra vez por el
Estado (1813) y saqueadas de nuevo por espacio de tres años. Lo que quedó de
ellas no se devolvió a las comunas hasta el año 1816.
¿Os
imagináis que con esto concluyó todo? De ningún modo. Cada nuevo régimen ha
visto en las tierras comunales una fuente de recompensas para los defensores de
los sucesivos regímenes. Y así vemos, después de 1830, por tres veces diferentes,
la primera en 1837 y la última con Napoleón III, que se sucedieron las
promulgaciones de leyes para obligar a los campesinos a repartir lo que les
quedaba de los bosques y de pastos comunales, y por tres veces asimismo el
Estado vióse obligado a anular estas leyesen vista de la resistencia de los
campesinos. A pesar de ello, Napoleón III supo aprovecharse quedándose algunas
propiedades entre manos para poder luego regalarlas a algunos de sus
partidarios.
He
aquí los hechos, y he aquí lo que algunos individuos han dado en llamar en
lenguaje ciéntífico la muerte natural de la posesión comunal bajo la influencia
de las leyes económicas. Lo mismo daría llamar muerte natural al destroce de
cien mil soldados en el campo de batalla.
Ahora
bien, lo que sucedió en Francia sucedió también en Bélgica, en Inglaterra, en
Alemania, en Austria, en todas partes de Europa, excepto en los países eslavos.
Las
épocas de recrudecimiento del robo a las comunas se corresponden en toda la Europa
occidental. En Inglaterra, por ejemplo, no se atrevieron a proceder por medio
de las medidas generalmente puestas en práctica y prefirieron que el Parlamento
votara algunos millares de enclosure acts separados, por los cuales, en cada
caso especial, el parlamento sancionó la confiscación - en la actualidad se
procede aún del mismo modo - y dió al señor el derecho de retener las tierras
comunales que previamente había cercado. Y mientras la naturaleza ha respetado
hasta el presente los estrechos surcos que dividían los campos comunales
temporalmente entre las diversas familias del pueblo en Inglaterra, y que en
los libros de Marshal tenemos descripciones precisas de esta forma de posesión
a principios de este siglo, no han faltado, sin embargo, sabios como Seebohm,
digno émulo de Fustel de Coulanges, que sostuvieran y enseñaran que la comuna
no existió en Inglaterra sino como forma de servidumbre.
En
Bélgica, en Alemania, en Italia, en España, encontramos los mismos
procedimientos. En una u otra forma, la apropiación personal de las tierras,
antes comunales, fue casi totalmente perpetrada en los años cincuenta de este
siglo. De sus tierras comunales los campesinos únicamente han guardado algunos
pocos pedazos.
He
aquí de qué modo este seguro mutuo entre el señor, el sacerdote, el soldado y
el juez - el Estado - ha procedido con los campesinos a fin de despojarlos de
su última garantía contra la miseria y la esclavitud económica.
¿Pero es
que el Estado, mientras organizaba y sancionaba este robo, podía por lo menos
respetar la institución de la comuna como órgano de la vida local?
Evidentemente,
no.
Admitir
que los ciudadanos constituyan entre sí una federación que se apropie algunas
de las funciones del Estado, hubiera sido, en principio, una contradicción. El
Estado pide a sus súbditos la sumisión directa, personal, sin intermediarios;
quiere la igualdad en la servidumbre, no puede admitir el Estado dentro del
Estado.
Así
vemos que, desde que el Estado principió a constituirse en el siglo XVI,
trabajó para destruir todos los lazos de unión que existían entre los
ciudadanos, sea en el pueblo o en la ciudad. Si toleró, con el nombre de
instituciones municipales, algunos vestigios de autonomía - jamás de
independencia -, fue únicamente con una mira fiscal, para no gravar mucho el
presupuesto central, o bien, para permitir a los ricachones de provincias que
se enriquecieran más aun a costa del pueblo, como sucedió en lnglaterra hasta
nuestros días y sucede aún en las instituciones y en las costumbres.
Y
esto se comprende perfectamente. La vida local es de derecho de costumbre,
mientras que la centralización de los poderes es de derecho romano. Las dos no
pueden subsistir juntas, y la segunda debía anular la primera.
He
aquí por qué bajo el régimen francés en Argelía cuando una djemmah kábila -
comuna del pueblo - quiere pleitear por sus tierras, cada habitante de la
comuna debe presentar separadamente una instancia a los tribunales, los cuales
juzgarán cincuenta o doscientos asuntos aislados antes que aceptar la queja
colectiva de la djemnlah. El Código jacobino de la Convención, conocido por
Código de Nápoleón, no reconoce el derecho de costumbre, solamente reconoce el
derecho romano, o mejor, el derecho bizantino.
He
aquí por qué en Francia, cuando el viento derriba un árbol de la carretera
nacional, o cuando un campesino no quiere efectuar por sí mismo la reparación
dc un camino comunal y prefiere pagar dos o tres francos al picapedrero, se
necesita poner en movimiento a doce o quince empleados del Estado y emborronar
más de cincuenta hojas de papel, antes que el árbol pueda ser vendido o que el
campesino reciba el permiso de aportar dos o tres francos a la caja de la
comuna.
Y
si alguna duda os ofrece esta afirmación encontraréis estas cincuenta hojas,
debidamente enumeradas por Tricoche, en el Journal des Economistes.
Esto,
fijarse bien, sucede bajo el mando de la tercera República, pues no hablo de
los procedimientos bárbaros del antiguo régimen que se limitaba a llenar cinco
o seis papeletas. Sin duda por esta diferencia dicen los sabios que en aqúella
época bárbara el papel que el Estado desempeñaba era ficticio.
Si
solamente sucediera esto, podríamos únicamente quejarnos de un exceso de veinte
mil funcionarios y de un gasto inútil de mil millones en el presupuesto. Una
bagatela para los amantes del orden y de la regimentación.
Pero
hay algo peor en el fondo. Hay el principio que lo ha matado todo. Los
campesinos de un pueblo tienen mil intereses comunes; intereses de hogar, de
vecindad, de relaciones constantes. Forzosamente vense obligados a unirse para
mil cosas diarias. Pero el Estado no quiere, no puede consentir que se unan.
Con darles la escuela, el cura, el guardia civil y el juez, cree que debe
bastarles. Y si surgen otros intereses quiere que pasen por las manos del
Estado y de la Iglesia.
Hasta
fines de 1883, les estaba severamente prohibido a los campesinos franceses
agremiarse, aunque sólo fuese para comprar juntos abonos químicos o para regar
sus campos. En 1883-86 la República se decidió a otorgar este derecho a los
campesinos, no sin votar con muchas precauciones y obstáculos la ley sobre los
sindicatos.
Y
nosotros, embrutecidos por la educación estatista, somos capaces de alegrarnos
de los progresos recientemente realizados por los sindicatos agrícolas, sin
avergonzarnos ante la idea de que este derecho del cual estuvieron privados los
campesinos hasta nuestros días, pertenecía en la Edad Media a todos los
hombres, libres o siervos, sin refutación posible. Esclavos como somos, vemos
en estos progresos una conquista de la democracia.
¡He aquí
a qué grado de embrutecimiento hemos llegado con nuestra educación falseada,
iniciada por el Estado, y con nuestros estatistas!