Rafael Barret.

(1877-1910 Artículo del libro “El terror argentino”).

 

 

El derecho a la huelga.

 

Parece que algunos gobiernos marchan hacia una concepción nueva: la de que no sea permitido al obrero abandonar su labor, salvo que lo despidan. Se ha presentado al parlamento español un proyecto de ley negando el derecho a la huelga. En la Argentina y en la India inglesa se lanza del territorio, sin formalidad ninguna, a los “agitadores, como suele llamarse a los que se cansan de sufrir. Durante la magnífica parálisis de los servicios postales y telegráficos franceses, se dijo que el Estado no podía tolerar, por capricho de los trabajadores, el aislamiento de Francia.

Se dio entonces a los modestísimos empleados el pomposo nombre de “funcionarios públicos” y se declaró que un funcionario público está en la obligación de no interrumpir un minuto su trabajo. Sería una grave falta de disciplina. Se ve la habilidad con que el gobierno –que al fin cedió ante la fuerza huelguista- trataba de introducir ideas sublimes y palabras altisonantes en el conflicto. Había que asimilar el cartero y el telegrafista a el soldado. El único deber del funcionario es funcionar. No hay huelga; no hay más que deserciones. Mañana se aplicaría el mismo razonamiento a los operarios de las industrias nacionales; pasado mañana a los peones agricultores, al bajo personal de comercio. Suspender la faena productora es una indisciplina, un delito, una traición. Se debilitan las energías de país; ¡se disminuye la riqueza de la patria!

Así rehabilitaríamos la esclavitud, y conste que en ella se ha fundado la civilización más ilustre de la historia. ¿Por qué no hemos de ser consecuente? En resumen, el Estado no es sino el mecanismo con que se defiende la propiedad. Si se castiga al que atenta contra ella mediante el robo, y al que la mueve antes de tiempo mediante el asesinato, ¿no es lógico castigar también al que la suprime en germen? La propiedad se gasta; su valor se consume y es necesario reponerlo sin descanso. El ladrón la mata; pero el huelguista la aborta. Para un fabricante, una huelga prolongada de sus talleres equivale a la fuga de su cajero; el patrón volverá los ojos al Estado exigiendo auxilio. Un trabajador es una rueda de máquina; mas una rueda libre, capaz de salirse de su eje a voluntad, es algo absurdo y peligroso. No se concibe una propiedad estable sin la práctica de la esclavitud.

Todavía la practicamos, sin duda, aunque cada vez menos . Estamos desde hace siglos en presencia de un hecho formidable: la masa anónima, el inmenso rebaño de los que nada tienen, sube poco a poco acercándose al poder. He aquí al viejo Estado enfrente del número. Mejor dicho, ahora es cuando el número  adquiere, gracias a la cohesión, todo su terrible peso. El pueblo comienza a dejar de ser arena; se cuaja en roca. No es extraño que el sufragio universal haya sido tan inocuo; encontró una multitud incoherente, incapaz hasta de conocer sus males y vagamente de acuerdo con el Estado. Detener al pobre trabajador, sucio y jadeante, de regreso al negro hogar, donde como de costumbre hallará dormido a sus hijos, y proponerle que gobierne su nación, es en verdad pueril. Preferiría comer mejor y disponer de dos horas para jugar con sus niños. Y lo ha logrado en muchas regiones. Lo instructivo es que los obreros se van agrupando y organizando por el trabajo mismo; sus herramientas se convierten imperceptiblemente en armas; los aparatos con que la humanidad circula y trasmite el pensamiento está en sus manos;  el alambre que lleva la orden de un Rockefeller  no se niega a llevar la del siervo rebelde, y nuestra cultura, que día a día necesita instalaciones fabriles y de tráfico más y más enorme, pone en contacto y en pie de guerra mayor cantidad de proletarios; las huelgas –esas mortíferas declaraciones de “paz”- aumentan en extensión y en rapidez, y a medida que la propiedad se acumula en moles crecientes, su estabilidad se hace cada vez menor.

El Estado se batirá; opondrá al número el número. Opondrá el ejercito, compuesto de hombres educados para esperar la muerte, al proletariado, compuesto de hombres que tienen la irritante pretensión de vivir. Ya que de derechos hablamos, ¿qué es un derecho sino una concesión, un permiso de las bayonetas? Recordemos, no obstante, que los soldados no son ricos ni felices y que los fusiles, los cañones y los acorazados no se construyen solos. ¿Vendrá el momento en que los astilleros huelguen? ¿Vendrá una huelga militar? Lo ignoramos. Es evidente que los trabajadores atraviesan una época de prosperidad, de juventud. A regañadientes, como a lobos que persiguieran, el Estado les arroja jornadas breves, salarios mas altos, pensiones, indemnizaciones, y los lobos tragan esos pedazos de carne fresca y corren con doble vigor, y avanzan y se echan encima. ¿Dominará el Estado? ¿Aprovechará la obediencia aún bastante segura del ejercito? ¿Será vencido? Nadie lo sabe. Los vastos movimientos sociales no son tan misteriosos como lo serían las mareas si un cielo nublado eternamente nos ocultara la Luna y el Sol. Aguardaremos los episodios de la lucha entre el trust del oro y el trust de la miseria.