El que no cambia todo no cambia nada.
La afirmación del título no
implica una mirada de: blanco o negro. Hay un juego de matices que tenemos muy
en cuenta. Pero este juego no cambia lo fundamental y esto es lo que da origen
al título en cuestión.
La
fluidez de los acontecimientos y procesos sociales no contradicen, más bien
afirman, que es lo permanente a nivel del sistema capitalista. Hay también un
poderoso juego de ilusiones, un juego de espejos, que distorsionan, engañan y
“crean” caminos y soluciones que más corresponden al terreno de lo mágico
que al racional. Tiene una lógica que
descansa en la ideología de dominación, en toda una producción que el sistema
realiza en un amplio campo “cultural”. Que se va metiendo para adentro, que
gana cuerpos y mentes. También, al mismo tiempo, produce resistencias y
conmociones sociales llevadas adelante por quienes no compran más, o ya compran
poco, en el mercado de las ilusiones.
Claro
está, el sistema no ha permanecido estático en su amplio desarrollo histórico.
En el marco de su estructura fundamental ha tenido múltiples cambios. Las
nuevas articulaciones, realizadas en dicho contexto, se han designado
comúnmente como etapas por las que ha atravesado. La configuración del
capitalismo en esta etapa tiene sus particularidades: una “globalización” nunca
vista, una superación de la etapa “fordista”, una forma de Estado claramente
diferenciada del “Estado de bienestar”; una hegemonía clara en el núcleo
imperial: EE.UU.; profunda penetración de los medios de comunicación intentando
ser productores de nociones y “conceptos” funcionales al sistema en general y
en relación a sus diferentes momentos; vaciamiento de los clásicos circuitos de
la democracia burguesa; proceso tendiente a anular funciones de los “Estados
nacionales”; planificación desde centros mundiales de poder para cuestiones
fundamentales de la vida de los países y pueblos; exclusión de multitudes;
aumento lacerante de la miseria de las poblaciones, especialmente de los países
pobres; represión violenta y desembozada ante todo lo que atente contra el
brutal proyecto imperialista; pensamiento único, tratando de borrar del
horizonte las ideas que cuestionan el orden establecido; demonizar toda forma
de resistencia popular.
Esta
enunciación no agota, ni por asomo, una caracterización del capitalismo en este
momento histórico, pero da una idea de su diseño general. De lo que puede
esperarse en el marco de su funcionamiento, del despliegue de su potencial
fundamental.
Mientras
este cruel proceso transcurre los pueblos no han estado quietos. Diversas
luchas y levantamientos populares han estado presentes. Bolivia y Argentina son
dos ejemplos paradigmáticos. Estas luchas, y otras tantas que han emergido en
este tiempo, han generado efectos políticos importantes. Rápidamente han
surgido, y siguen surgiendo, quienes desde la tradicional forma de hacer
política, desde los dispositivos clásicos del funcionamiento del sistema,
ofrecen “soluciones”. Se suben a la cresta de la ola para amansar y volver todo
al carril de lo consagrado. Cambiar algo de lo muy quemado para que todo lo
fundamental siga tal cual.
Cualquier
inicio de esperanza real debiera estar acompañado de nuevas formas de
organización social donde el pueblo verdaderamente construye poder popular.
Desde arriba y por los canales conocidos no hay posibilidad. El sistema
capitalista no está dispuesto a suicidarse. Goza de buena salud y tiene un gran
palo en la mano.
No se
nos pasa desapercibido que hay particularidades en distintos procesos que hoy
vive América Latina. Lo que ocurre en Argentina, Venezuela, Bolivia, Brasil.
Cada uno merece, para mayor comprensión de la realidad del momento, un análisis
particular. No es objeto de este trabajo. Pero lo que no deja duda es que todos
ellos están incluidos en un contexto mundial y en un sistema. Contexto y
sistema que no es ni amorfo ni ingenuo.
Nos ha
parecido útil el realizar un repaso sobre mecanismos de funcionamiento, sobre
conceptos y creencias, que siguen circulando con cierto vigor a nivel del
sistema, pese a todo.
Algunos
estudiosos del nivel ideológico nos comunican que la ideología tiene un tiempo
propio: “las ideas siguen circulando pese a la desaparición de las condiciones
que le dieron existencia”. Muchas ideas o creencias, pese al cambio profundo
del contexto histórico, aparecen en la escena como si el hoy fuera el ayer.
Hemos
estado leyendo algunos análisis realizados por la organización en tiempos
anteriores y nos parece que, con algunas adecuaciones, tienen vigencia. No
pondremos las engorrosas comillas por tratarse de material nuestro. Lo tomamos
como base porque no diríamos nada sustantivamente distinto, tampoco mejor
dicho. Así que nos autoplagiaremos. Eso sí, los cambios son, para bien o para
mal, de nuestra responsabilidad.
Como
hay un notorio desplazamiento del horizonte ideológico y estratégico-político
de lo que ayer se denominaba reformismo (tipo socialdemocracia de viejo cuño)
hemos visto necesario usar una etiqueta distinta para designar esas “nuevas”
expresiones políticas que tienen con aquellas cierta parentesco histórico. El
reformismo a que se hacía referencia pretendía construir el socialismo,
realizar cambios estructurales por vías, como la electoral, que no habilitaban
un proceso de tal signo. El socialismo fue siendo abandonado por las nuevas
corrientes de tipo “socialdemócratas” y también la intención de cambiar el
sistema capitalista. Es más correcto llamar a esta nueva expresión más que
reformista algo así como “mejorista”, por lo menos provisoriamente hasta que
encontremos un concepto más riguroso. Trata el mejorismo de manejarse con la
noción de que hay que mantenerse dentro del sistema y que de lo que se trata es
de mejorar sus aristas más hirientes. Elige para ello, igual que su antecesora
reformista, las mismas vías muertas para hacerlo. Tocar los intereses de los
poderosos para ese propósito no está dentro de lo admitido, es más está dentro
de lo que el sistema combatirá con uñas y dientes. Aún para las mejoras
inmediatas auténticas se requiere una ideología y práctica de confrontación
decidida. En estos últimos tiempos un pueblo en la calle ha sido la receta.
Decía
Malatesta frecuentemente que no hay que descuidar en ningún momento el lograr
reformas, pero que hay que ver desde que orientación y prácticas se las logra.
Que una cosa es lograr reformas y otra ser reformista. Lo mismo puede decirse
para el “mejorismo”, una cosa es lograr mejoras y otro ser mejorista.
Desde
una consecuente concepción de ruptura se puede ir logrando mejoras y
proyectando un camino hacia un ordenamiento social diferente.
Unidad
para qué proyecto. Tecnología electoral.
Nadie
puede negar, sensatamente, la necesidad de que el pueblo se una para luchar.
Esa necesidad de unión y de lucha se hace cada vez más evidente ante la
angustiosa agravación de los problemas que genera el sostenido deterioro de la
situación económico-social del país y la miseria general en que sume a la
población.
Es por
lo menos curioso el empeño de algunos por retrotraernos al tiempo de las
ilusiones y falsas expectativas del planteo electoralista, ya definitivamente
superado por los hechos.
Abundan
las predicas de unidad para votar.
Quien
acepte como bueno el «veredicto de las urnas» y haga de la preocupación por él,
un centro de su trabajo, difícilmente podrá sustraerse aquí y a estas
alturas, al abrazo con el sistema. Abrazo que por más que quiera ser circunstancial,
termina siendo el «abrazo de la muerte”.
Y eso
no se arregla vistiendo los «acuerdos» con un buen programa. Para que la unidad
de distintas fuerzas representen algo positivo, no basta con que todas ellas
acepten un buen programa. Lo decisivo es ver cómo se lucha por él. Un programa,
en tanto enunciación de objetivos, sólo adquiere realidad, sólo es verdadero,
en la medida en que se acompaña de la proposición de caminos, de medidas
concretas para alcanzar esos objetivos. Este problema ya se vio y vivió en la
CNT y el Congreso del Pueblo.
Los
desacuerdos empiezan no a propósito de lo que se reclama sino a propósito de
cómo se conquista eso que se reclama. Pues, como es sabido, del dicho al hecho
hay un gran trecho y hay gente que diciendo que comparte el programa,
obstaculiza y frena todo aquello que apunta a hacerlo realidad, aunque sea por
partes.
Otra
cosa es postular verbalmente un programa, invocándolo para actuar según pautas
electorales. Eso está más que visto.
Iluso
sería, sostener que los dirigentes “mejoristas” actúan así por «error». Ellos
saben bien lo que hacen y lo hacen porque, precisamente, esa es su concepción.
Por serlo es que subordinan toda su actividad a nivel de masas a su concepción
electoralista, a las exigencias que les plantea el hecho de radicar el centro
de su política en la concurrencia a las elecciones. Esa concepción si bien se
beneficia de la existencia de conflictos y tensiones sociales, requiere que
éstas no rebasen ciertos límites.
Se
procura evitar, impedir, que la protesta popular se convierta en lucha, como
manera de poderla convertirla en votos.
Un
combate consecuente en el plano ideológico, contra el electoralismo y todo el
mecanismo funcional al sistema, es necesario para el avance de las fuerzas
populares hacia el logro de determinados objetivos programáticos que ofrezcan
la oportunidad a un proceso de ruptura.
El
freno a la actividad de masas es una cara, la otra propiciar la expectativa
sólo en el electoralismo parlamentarista. En crear la fantasía de que ahí está
la «solución» política.
Retroceso
en la lucha real y «ofensiva electoral», son dos caras de una misma moneda.
Sería ingenuidad peligrosamente confusionista pretender aceptar una de esas dos
caras, la electoral, combatiendo y negando la otra. Quien acepta la moneda
electoralista, acepta, inevitablemente, sus dos caras. No podrá «unirse»
al electoralismo para las elecciones y atacarlo cuando traicione a las masas.
Quien sea su aliado, será tarde o temprano, su cómplice. Porque el
electoralismo y el freno a la lucha de masas se determina mutuamente. La
posición de intención revolucionaria, en cambio, no es una moneda de dos caras.
Tiene una sola ya que la «salida electoral» para nosotros no es tal, sino una
vía muerta. La única, clara y realista vía está constituida por la lucha
popular organizada y coordinada a todos los niveles. En ésta hay lugar para
todos. A partir de esta base es posible el acuerdo entre todos los que
realmente quieren una transformación revolucionaria. Los que quieren hoy
iniciar un proceso de ruptura consecuente.
Las
elecciones, el Parlamento: piezas del sistema.
Las
clases dominantes no constituyen un todo compacto, un bloque totalmente
homogéneo. En su interior surgen y se desarrollan distintos intereses, pero
esto no llega nunca a enturbiar la clara percepción que tienen de las clases
dominadas: objetos de explotación y opresión. Los intereses internos y por
momentos opuestos de las clases dominantes reflejan y traducen la índole
esencialmente competitiva del sistema capitalista. La acumulación privada e
infinita de riquezas, (que es sinónimo de poder social y, generalmente de poder
político) engendra, en la esencia misma del sistema, esa competencia. Y la
competencia conlleva cierto y secundario juego de oposiciones. Todo el sistema
capitalista es competitivo: «sociedad de lobos» se lo ha llamado con justicia.
Competencia que enfrenta a los individuos, que enfrenta a unos hombres con
otros, pero que también enfrenta unos intereses con otros, unos grupos de
intereses con otros, unos sectores burgueses con otros.
En esos
enfrentamientos radica una de las razones que explica la existencia de
distintos partidos y facciones políticas. Sería erróneo, sin embargo, suponer
que existe una correlación directa, una correlación causal y mecánica entre los
intereses de tipo económico y su expresión política. Lo político constituye un
nivel específico de la realidad. Por eso los partidos, así como los órganos e
instituciones del aparato estatal, si bien responden a los intereses generales
de la burguesía en primer término y a los intereses más particularizados de
algunos de sus sectores en segundo término, se vinculan a esos intereses según
pautas y maneras también específicas, propias. La función que al servicio de
esos intereses desempeñan, por ejemplo, un legislador o un jefe militar, no es
la misma, por más que ambos integren el aparato estatal y contribuyen desde
ángulos y cometidos diferentes al funcionamiento del sistema y a la perpetuación
de su orden. Unos y otros componen, se inscriben, en ese vasto y complejo campo
de fuerzas, permanentemente dinámico y cambiante que constituye el nivel de las
estructuras político-jurídicas del sistema.
Dentro
del conjunto de las instituciones que componen el estado capitalista, algunas
se renuevan en su integración, periódicamente, por medio de elecciones
(parlamento, presidente). Siendo el privilegio y la desigualdad inherentes al
sistema, basado en la explotación económica y en la consiguiente dominación
social, política, ideológico-cultural de la mayoría del pueblo por una minoría
“propietaria” de los distintos circuitos de dominación, puede llamar la
atención esas consultas a la «voluntad general».
Cuando
no hace todavía cien años se empezó a difundir por el mundo el sufragio
universal, muchos creyeron que ahí estaba la solución. Si los explotados y
oprimidos son la mayoría y el gobierno sale del voto de la mayoría, lo único
que se precisa -razonaban- es que los explotados «despierten» y voten todos de
acuerdo. Entonces -concluían- tendrán el «poder político» (mayoría
parlamentaria, presidencia) y harán los cambios necesarios. Sin necesidad de
recurrir a la violencia.
Muchos
socialistas, en Europa, creyeron esto, y muchos otros los imitaron en América y
por todos lados. Creyeron que con el «sufragio universal» «estaba todo
arreglado». A quienes los siguieron en esas creencias les esperaban muchos
fracasos y grandes desengaños. Hicieron amargas comprobaciones.
Primero
comprobarán que no es tan fácil convencer a la mayoría de los electores para
que vote por el cambio del sistema, por el socialismo, que debemos decir más
precisamente por cambio de gobierno que de sistema. En segundo lugar
comprobarían también algo que hace al fondo de la cuestión, que cuando se llega
a obtener excepcionalmente esa mayoría y se la pretende utilizar para cumplir
lo prometido, las clases dominantes no respetan la «voluntad popular» y
recurren a la «violencia ilegal». Que cuando sube un presidente, un partido,
partidario de cambios importantes lo «calzan» entre las mayorías parlamentarias
burguesas, grupos de presión económicos, ejército, burocracia, (trasnacionales
e imperio en lo que hace a nuestro continente) hasta que lo someten, hasta que
«doman» al presidente y su gobierno. Y si no se domestica, viene el golpe, o el
desgaste sistemático realizado por servicios de inteligencia, fracciones de
clases, medios de comunicación atravesados por esos intereses.
Quienes
se fiaron del camino electoral terminaron siempre, comprobando, muchas veces a
través de experiencias muy penosas, que las ventajas de aquel camino son sólo
aparentes. Que sólo brindan ventajas reales y tangibles a la burguesía.
No es
de menor importancia el proceso previo de la dinámica electoralista. Las fuerzas
que comienzan su tránsito por ese camino reformista van poco a poco, como en el
Fausto de Goethe, vendiendo su alma al diablo. El conjunto de las relaciones de
dominación, como telaraña siniestra, atrapa y succiona poco a poco toda ansia
de cambio profundo. Es un tobogán donde los propósitos se domestican, en su
caída terminan anodinos o muy semejantes a los tradicionales. La alternancia de
derechas e “izquierdas” en los gobiernos nos eximen de mayores comentarios.
La
principal ventaja que para la burguesía tiene el camino electoral consiste en
que es la mejor manera que se ha inventado para darle a las clases explotadas,
dominadas, la sensación de que ellas son las que mandan, las que gobiernan, las
responsables de lo que se hace. «Que el gobierno emana de la soberanía
popular». «Que el poder político radica en el pueblo» y que quienes realmente
lo detentan son «delegados», «representantes» del pueblo. Que el Estado es de
todos. Se disfraza entonces de «consenso», de cosa admitida, aceptada por
todos, la dominación que de hecho ejerce una minoría, dueña siempre de la
riqueza y la fuerza, que son el poder real, cuyo destino nunca entra en juego
en las elecciones, que sólo se decide en las revoluciones. Así para crear en la
mayoría explotada y dominada la sensación de que ella es la que realmente
manda, se la «consulta» en las elecciones, ofreciéndole de «carnada», desde
bancas hasta administración del gobierno, que eso sí debe administrarlo “como
la gente”, para beneplácito de los poderosos.
Pero
además las elecciones cumplen otro papel. Al tiempo que ofician como gran
operación de mistificación del poder burgués, como cobertura de la real
situación de dominación burguesa, constituyen uno de los mecanismos a través
del cual los distintos sectores burgueses ventilan sus contradicciones, uno de
los terrenos donde confrontan sus fuerzas. Por eso la «democracia» se hace
tanto más factible cuanto más desarrollado está el sistema. Porque se
hace necesaria una forma falsa y desviada de «participación popular», una forma
de extraviar y expropiar la soberanía popular. Esa soberanía popular que la
burguesía instrumentó conceptualmente, e impulsó, cuando luchaba contra los
viejos dominadores del mundo feudal pre-capitalista. Y luego pervirtió cuando
ella llegó a ser clase dominante fundamental.
Las
elecciones, la «democracia» también son útiles para el sistema, porque se hace
necesario un campo a nivel político donde dirimir, conciliar, resolver las
diferencias de intereses, entre los distintos sectores burgueses. Y la institución
más adecuada fue para ello el parlamento, últimamente variados centros de
poder.
Por
supuesto, en nuestros países latinoamericanos en los que el capitalismo no es
ni será nunca plenamente desarrollado, en países en los que el sistema es
el subdesarrollo, la dependencia, la democracia política ha tenido, tiene y
tendrá un curso muy accidentado. No es posible tener una democracia
burguesa «desarrollada» con un capitalismo «subdesarrollado». Por eso, en
América Latina, la democracia burguesa es, doblemente, una impostura. Tan es
así que con frecuencia se prescinde expresamente de ella como forma de
gobierno, cambiándola por dictaduras abiertas o más o menos disimuladas o
simples dictados de organismos internacionales.
Digamos
de paso que así como en los países dependientes es utópica la pretensión de un
desarrollo económico pleno dentro del sistema capitalista (o sea un desarrollo
capitalista independiente, caro a los desarrollistas y nacionalistas
burgueses), también es utópica la aspiración a una democracia estable a nivel
político sin el acompañamiento de una fuerte represión. Y como lo primero es
inevitable (porque es la manera específica en que estos países participan en el
sistema, su manera de ser capitalista, digamos) es inevitable también lo
segundo. No puede haber democracia burguesa perfecta en un contexto
económico-social cada vez más «imperfecto». Y en esa democracia «perfecta»
están implicadas todas las relaciones de poder dominante, toda su rapacidad.
Desde
el pie.
Dado
que el «subdesarrollo» económico, social y político es nuestra forma de ser
capitalista, sólo podremos superarlos, superando el capitalismo.
Sólo
puede haber verdadera democracia a nivel político («gobierno del pueblo, por el
pueblo y para el pueblo») en un sistema realmente distinto, socialista o con
proceso hacia el socialismo. Verdadera democracia y no el cuento desviacionista
y engañoso del liberalismo burgués. Democracia que entraña una real y verdadera
participación del pueblo en la gestión y dirección de los asuntos de la
comunidad, en sus diferentes aspectos, en el marco de una organización social
igualitaria y libre con una economía colectivizada y planificada. Sólo puede
haber verdadera igualdad política si hay igualdad social y económica. Y estos
objetivos sólo pueden lograrse a partir de un proceso que se inicia con la
ruptura y discontinuidad del «orden burgués», no tiene nada que ver con la
democracia parlamentaria de la burguesía.
Las
variantes del pericón electoral.
Pero la
democracia parlamentaria existe de hecho, y como hecho que es, debemos tenerlo
en cuenta. Que rechacemos la participación en las elecciones como algo negativo
para la lucha, como algo que retarda el proceso de desarrollo de las
condiciones favorables a la revolución, no implica suponer que todos los
partidos burgueses son exactamente la «misma cosa». Eso sería tan erróneo como
suponer que toda la burguesía configura un bloque absolutamente homogéneo.
Supondría desconocer la característica esencialmente contradictoria de las
clases dominantes, de su sistema todo. Ese error no ayudaría a la comprensión
del proceso, tan necesaria para orientarnos con eficacia en él.
Por
supuesto, en la caracterización y análisis de facciones y partidos políticos
burgueses, no podemos aceptar como buenos los criterios que aquellos mismos se
dan y proponerlos al pueblo como aceptables. Tampoco se puede aceptar una
sumaria y mecánica correlación de grupos políticos con grupos de intereses
económicos. Esquemáticamente esa correlación es posible establecerla a grandes
rasgos. Pero pretender explicar todos los actos políticos como meros reflejos
de intereses económicos, es notoriamente descaminado. Las motivaciones
económico-sociales dan un marco de referencia, explican las cosas grandes, los
trazos fundamentales del cuadro. Pero lo político es un nivel específico de la
realidad y hay muchas cosas chicas, chicas y grandes, que suceden a ese nivel,
que sólo pueden explicarse por circunstancias no económicas, por coyunturas y
necesidades también políticas. Y hay cosas económicas que no se explicarían sin
la intervención de la estructura política.
Pues si
muchas veces el político es él, personalmente, un burgués, o representa más o
menos directamente intereses económicos, en todos los casos su «status» como
político, en un régimen democrático burgués, proviene decisivamente de su
habilidad para tropear votos. En eso consiste su función dentro del sistema y
en eso tiene que ser eficaz para ser «funcional». Y eso le impone
condicionantes a su manera de representar los intereses. No sólo a cada
político en particular sino también a los partidos y facciones en que estos se
agrupan y reagrupan continuamente en esa especie de pericón con figuras, donde
hacen ruedas, se juntan, se separan, se agrupan y se reagrupan; sin que el
profano que ve de afuera pueda entender muy bien por qué. Sin que se pueda ver
donde está el «bastonero» que ordena esos movimientos. A veces es
bastante fácil ubicarlo, saber donde está. Otras es mucho más difícil. De todos
modos será útil tratar de entender esto lo más posible. Sabiendo de
antemano que ese «baile» aunque nos importe conocerlo, no es el que queremos ni
debemos bailar.