Los derechos humanos en el régimen de Lula.
James
Petras.
Los grupos de derechos humanos en
Brasil y en todo el mundo se entusiasmaron con la elección de Luiz Inacio Lula
da Silva, candidato presidencial del centroizquierdista Partido de los
Trabajadores. Además de padecer las peores inadecuaciones sociales del mundo,
esta nación tiene uno de los historiales de derechos humanos menos
satisfactorios en los países de régimen electoral no militar.
Un estudio detallado de la
respetada Comisión Pastoral de la Tierra, o CPT, grupo de derechos humanos
relacionado con la Iglesia católica, documentó mil 280 asesinatos de
campesinos, abogados, asesores técnicos y líderes sindicales y religiosos
vinculados a la lucha por la tierra entre 1985 y 2002. El estudio encontró que
la impunidad era la regla general. Sólo 10 por ciento de los 121 asesinos
fueron llevados a la justicia, y sólo siete recibieron condena. De los
«intermediarios» involucrados en preparar los asesinatos, sólo a dos se les
instruyeron cargos formales y fueron convictos.
De los asesinos materiales 96
fueron sometidos a juicio y 58 condenados. Es claro que los sistemas policíaco
y judicial tienen profundas fallas, sobre todo en el campo, donde los oficiales
de policía y los jueces están alineados con los terratenientes.
El otro extremo de la impunidad de
los terratenientes es la dura represión que se ejerce contra los trabajadores
del campo. Entre 1985 y 2002 han sido encarcelados 6 mil 300 trabajadores
rurales, 715 padecieron torturas y 19 mil 349 fueron objeto de maltrato físico.
Sólo en 2002, último año de la presidencia de Fernando Henrique Cardoso, 43
activistas rurales fueron asesinados, se produjeron 20 intentos de homicidio,
73 amenazas de muerte, 20 casos de tortura y 44 de maltrato físico a activistas
rurales presos. Durante su campaña
electoral, Lula da Silva prometió implantar un extenso programa de reforma
agraria, aplicar las garantías constitucionales de derechos humanos en las
zonas rurales y acabar con las prácticas de impunidad para los terratenientes
que reprimen a campesinos.
Asesinatos.
Conforme a un estudio detallado de
la CPT, realizado a fines de agosto de 2003, 44 activistas rurales fueron
asesinados entre enero y mediados de agosto de 2003, más de los 43 victimados
durante 2002, último año de la presidencia de Cardoso. Esto hace un promedio de
5.5 asesinatos por mes, el más alto desde 1990. Los «asesinatos en el campo» en
tiempos de Lula van muy delante de la tasa de homicidios políticos del régimen
de Cardoso.
La política de impunidad persiste.
Durante el reinado de ocho años de Cardoso, 278 trabajadores sin tierra y
líderes de trabajadores rurales fueron asesinados, pero sólo cinco homicidas
fueron juzgados y convictos. En el caso más notorio, la masacre de 19
campesinos inermes y pacíficos en el estado de Para, los 163 militares juzgados
fueron absueltos. El régimen de Lula no ha hecho ningún esfuerzo por reabrir
esos procesos judiciales ni por hacer expeditos casos pendientes en los
tribunales. Más aún: el caso de los guerrilleros Ariagua, masacrados por la
dictadura militar en 1974, cuyos cadáveres «desaparecieron» después, ha sido
reabierto por la Corte Federal, la cual exigió un informe completo al ejército.
El régimen de Lula se ha negado a obedecer la orden judicial.
Las formaciones paramilitares al
servicio de los finqueros se han expandido durante el primer año del régimen de
Lula. En Paraná, Para, Bahía y por todo el noroeste, centronorte e incluso en
el sureste del país, operan con frecuencia en asociación o complicidad con la policía
militar y con la tolerancia del aparato de procuración de justicia. Han
asesinado a la gran mayoría de líderes campesinos al amparo de la política de
«manos libres» de Lula. La campaña nacional de la CPT por la proscripción de
estas milicias armadas ha atraído amplio apoyo de todos los grupos brasileños e
internacionales de derechos humanos. En cambio no ha tenido impacto en el
régimen de Lula, el cual alega que conforme a la separación de poderes se trata
de un «asunto judicial» que debe ser atendido por «los estados». La política
del presidente ha conducido a la proliferación de nuevos grupos paramilitares y
escuadrones de la muerte.
En el gobierno de Lula los
desalojos se han multiplicado, por decisión de autoridades locales, estatales y
federales. Entre enero y junio 8 mil 492 familias, unas 40 mil personas en
total, han sido desalojadas por la fuerza, ¡cuatro veces el número de quienes
han recibido tierras en el mismo periodo!.
Varias docenas de activistas
políticos y sociales del movimiento de reforma agraria han sido arrestados.
Algunos han sido juzgados y sentenciados hasta a cuatro años en prisión por
participar en ocupaciones de tierras. En la actualidad están en la cárcel 12
dirigentes de los Sin Tierra.
En setiembre de 2003, 150 policías
militares rodearon la sede del MST en Sao Paulo y prepararon un asalto armado
con el pretexto de buscar activistas acusados de violaciones a la propiedad.
Sólo la intervención masiva de grupos de derechos humanos, obispos católicos y
sindicatos evitó un asalto potencialmente sangriento. El régimen de Lula cedió
pero no se llevó a cabo investigación alguna, ni se reprimió a ningún oficial.
Lula, quien activamente procuró y
recibió el apoyo entusiasta del MST durante su campaña, se ha lavado las manos de
toda responsabilidad por la creciente persecución judicial, las detenciones
arbitrarias y la intervención de la policía militar. Aduciendo «la división de
poderes» entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, se ha negado a
utilizar la autoridad e influencia de su cargo para detener a las fuerzas de la
represión y sostener las garantías constitucionales en contra de los arrestos
arbitrarios y las ejecuciones extrajudiciales que cometen grupos paramilitares
ligados a los latifundistas.
La razón de la escasa voluntad de
acción de Lula se encuentra en su profundo compromiso con la promoción del
modelo agroexportador y con el sostenimiento de un «clima favorable» a la
inversión extranjera, así como su percepción de que cualquier intervención
contra el gran capital y sus aliados judiciales, policíacos y paramilitares
enviaría «señales inadecuadas» al «mercado». Naciones Unidas y derechos
humanos.
Al final de su visita de tres
semanas, en setiembre y octubre de 2003, el enviado de Naciones Unidas, Asma
Jahangar, investigó las ejecuciones sumarias cometidas por la policía brasileña
y comentó: «Brasil es una democracia, pero lo que veo aquí es una situación
lamentable, en la que no hay justicia» (BBC News, 10/10/2003). Dos de quienes
aportaron su testimonio al enviado de la ONU respecto de la operación de
escuadrones de la muerte en zonas rurales y urbanas fueron asesinados poco
después. El representante del organismo mundial hizo notar que el problema no
es sólo de unos cuantos vigilantes locales, sino que se trata de un problema
institucional que permea el Estado brasileño.
El investigador de la ONU reunió
informes detallados y extensos de grupos de derechos humanos que vinculan los
escuadrones de la muerte con oficiales de policía y vigilantes. Como expresó Jahangar,
«la policía no puede combatir el crimen cometiendo crímenes». Lula ha prestado
atención retórica al tema, pero no ha emprendido ningún intento serio por
instituir reformas en la policía, en el sistema de procuración de justicia y en
otras instituciones abocadas a la aplicación de la ley.
Brasil experimenta las
desigualdades más extremas del mundo en la propiedad de la tierra. Menos de uno
por ciento de los terratenientes poseen 50 por ciento de la tierra, mientras 25
millones de familias rurales carecen de ella. La reforma agraria ha sido
demanda central de las clases rurales más empobrecidas de la sociedad, que
cuenta con el respaldo de dos terceras partes de los ciudadanos del país.
Durante su campaña electoral, Lula prometió una «reforma agraria profunda e
integral conforme a la ley».
La principal organización de los
trabajadores rurales sin tierra, el MST, demandó tierras para 120 mil familias
en el primer año. Lula las prometió para 60 mil. Durante sus primeros nueve
meses en el cargo 2 mil 100 familias recibieron tierra, la decimotercera parte
de su promesa original. Se ha quedado corto respecto del régimen neoliberal de
Cardoso, que en promedio entregó tierra a 40 mil familias por año. Con relación
a las demandas del MST, se estima que Lula llegará a satisfacer alrededor de 4
por ciento.
Las razones fundamentales de que el
régimen no haya implantado la reforma agraria radican en la prioridad que ha
asignado a pagar la deuda externa y cumplir las metas de austeridad dictadas
por el FMI y promover el sector agroexportador.
En octubre de 2003, cuando ya era
claro que Lula no había cumplido sus promesas a los trabajadores sin tierra y
se había alineado abiertamente con los grandes agroexportadores, se embarcó en
un grosero e inescrupuloso ataque contra el MST y su propuesta de reforma
agraria. «No voy a llevar a cabo la reforma agraria que propone el MST,
cambiando la miseria urbana por la pobreza rural, simplemente para aumentar el
número de beneficiarios de la reforma agraria que no producen nada (Veja, 29 de
octubre 2003, p. 40).» Antes del
régimen de Lula, la agricultura basada en semillas genéticamente modificadas
estaba limitada a las regiones aisladas del sureste de Brasil. Sin consultar al
Congreso, o a las organizaciones de los pequeños productores agrícolas y los
trabajadores sin tierra, o a los grupos ambientalistas, el gobierno de Lula
decretó la aprobación de las semillas genéticamente modificadas, para
satisfacer las demandas de Monsanto. El equipo económico del régimen,
encabezado por el ministro de Agricultura -asociado desde hace mucho tiempo con
esa trasnacional- impuso esa medida.
Conclusión.
El historial de los primeros nueve
meses del régimen de Luiz Inacio Lula da Silva es desalentador. Observadores de
derechos humanos de la ONU, la Iglesia católica brasileña (la CPT) y activistas
de derechos humanos han registrado creciente violencia y ejecuciones
extrajudiciales de los terratenientes, incriminación estatal de los movimientos
sociales, detenciones arbitrarias y continua impunidad de los torturadores y
asesinos policíacos. La explicación fundamental radica en la continuidad del
aparato judicial, policíaco y administrativo del pasado y en la negativa de
Lula a reconocer la aplicación desigual y selectiva de la ley.
La segunda razón del deplorable
historial de derechos humanos del nuevo régimen es el compromiso de sus equipos
económicos con la creación de un «clima favorable» a los inversionistas
extranjeros, y la determinación del presidente de reprimir todo signo de
protesta social como «amenaza a la paz social».
La tercera razón se encuentra en la
estrategia agroexportadora del régimen. Dada la alta prioridad que asigna a
satisfacer las demandas de los acreedores externos y a cumplir las condiciones
del FMI, el gobierno favorece a los sectores agrícolas que generan divisas
fuertes, a expensas de los sectores que producen alimentos para el consumo
interno. Precisamente la «triple alianza» entre el régimen de Lula, las elites
agroexportadoras y los acreedores financieros externos es la que ha socavado el
compromiso del régimen con los derechos humanos.
Para sostener este «modelo», el
régimen se ha opuesto a demandas de reforma agraria y ha incriminado a los
movimientos sociales que promueven la reforma agraria mientras presiona a
Estados Unidos para que reduzca sus aranceles y elimine las cuotas de ingreso a
soya, cítricos, algodón, azúcar y otros productos de exportación. El problema de violaciones a los derechos
humanos en Brasil no es resultado simplemente de la acción de funcionarios o
terratenientes locales, sino un profundo mal estructural incrustado en la
estrategia básica del régimen de Lula. Las elites de América Latina han
reconocido el valor de esa estrategia. La Folha de Sao Paulo (29 de octubre, 2003)
presentó en su primera plana una encuesta entre la elite de seis países
latinoamericanos, que eligió a Lula como «el mejor presidente de América
Latina», excediendo por amplio margen a todos los demás mandatarios neoliberales.