Penuria democrática
Me preguntaba insistentemente un amigo si tenía algo que decir sobre la ilegalización de Batasuna y el auto judicial que se está aplicando. Me imagino que la pregunta se refería en realidad a si se puede decir algo nuevo o hay que seguir repitiendo lo viejo. En estas tierras madrileñas, sin embargo, decir algo es ya decir mucho y eso cuando existe la posibilidad de decir algo. Salvo alguna honrosa excepción, dentro de la caja propagandística oficial, todo ha sonado con la misma música y letra y si algo ha variado ha sido en la carrera para ver quién va más lejos en la sumisión al Gobierno. Es eso lo más penoso, lo que debería llamar la atención de aquellos que, a voz en grito, nos cuentan el cuento de la libertad de expresión. La libertad de expresión es, precisamente, el rasgo más claro de una democracia. Cuando no se puede hablar de lo que importa, cuando la sustan- cia de lo que sucede es tabú, cuando opinar fuera del pensamiento impuesto es violencia, colaboración con no se sabe quién, desvarío o deriva, la penuria democrática es total. Es esto lo que está sucediendo con la ilegalización de Batasuna. No se ha abierto ningún debate, no se ha tenido en cuenta sino la opinión de los que servilmente están de acuerdo con un parlamento y una justicia más que condicionados. Y no se ha dado el mínimo respiro para que los argumentos en contra tengan, al menos, la posibilidad de un elemental eco. Ocurre, y por poner un ejemplo próximo en el tiempo, como con Ceuta y Melilla. Quien osara cuestionar no ya su españolidad sino preguntarse qué pasa cuando un pueblo (el español) en su mayoría cree una cosa y el otro (el marroquí) la contraria es excluido como si del demonio se tratara. Y en buena lógica habría que concluir que si dos pueblos opinan de forma tan contradictoria es probable que ninguno de los dos posea toda la razón. La emoción patriótica habría obturado una sana lógica. En lo que a la ilegalización y al auto atañe, los matices se tachan, las distinciones se afean, cualquier palabra es sacada de contexto y las razones se convierten, por magia de una actitud tomada en bloque, en meros comentarios inoportunos. Decir algo es prác- ticamente imposible. Nada digamos de añadir algo nuevo.

Miremos ahora a Euskadi. Desde luego no es fácil entender que el Gobierno vasco se oponga contundentemente a la ilegalización y después cumpla la orden. Se me objetará que no es posible romper una legalidad que, dadas las circunstancias, traería graves consecuencias. Puede ser. En cualquier caso, continúo sin ver cómo se resuelve la contradicción. Por otro lado, si se quiere cumplir el programa electoral del tripartito salido del 13 de mayo también se va a chocar con la legalidad. Más aún, el Gobierno español ha ganado una espléndida baza para que el ejecutivo de Vitoria no realice nada de lo que desee y golpee, eso sí, lo que Madrid quiere que se golpee. No es sólo cuestión de imágenes o de trámite. Se trata de algo esencial y como tal hay que valorarlo y no con la frivolidad que a veces parece tener lugar. Se puede (y se debe) estar contra la violencia y no ceder, sin embargo, en lo que se estima que es legítimo. Es ésa la objeción básica que se tendría que hacer a la actitud de los que cumplen con los hechos lo que niegan con la boca. Ni vale tampoco escudarse en los errores, sin duda existentes, de Batasuna. La pregunta es si se puede ilegalizar a los miles de vascos que apoyan esa opción política. Una opción política que tendrá que ser atacada en sus posibles defectos o carencias pero no en sí misma, en su núcleo.

Hablamos antes del griterío a favor de la ilegalización de Batasuna fuera de Euskadi. El otro extremo es el silencio de los corderos, de aquellos que estando cerca no dicen «esta boca es mía». Es cierto que mientras exista la violencia no es fácil encontrar la palabra adecuada dentro de tanto ruido. Como es comprensible que un cierto desánimo se apodere de muchos ante tanto empeño en que no se construya nada. Aun así, los dedicados a la ciencia y a la filosofía políticas tendrían que terciar en un debate en el que está por medio la constitución de un pueblo al nivel que la gente desee. Y me estoy refiriendo, obviamente, a los que por oficio se dedican a estas tareas y son, al menos en palabra, nacionalistas o abertzales. Cuando se insiste en que tendrá que pasar la tormenta para poder hablar, hay que contestar que tal vez si se habla bien, siquiera en voz baja, la tormenta irá amainando. Y es que sólo con energía teórica, con fuerza cultural, podrán desaparecer las hipertrofias culturales que componen la violencia. Claro que para ello tendría que haber mayor conciencia y ayuda institucionales y mayor implicación ciudadana. Da verdadera pena contemplar que no exista siquiera un aula de debate, dentro del llamado nacionalismo, con una cierta relevancia y que dis- cuta los temas que interesan, proponiendo las soluciones oportunas. Efectivamente, la política cultural es escandalosamente pobre. Llama la atención, en este contexto, que la muy significativa lucha por una cátedra les haya parecido a unos una serpiente de verano y otros, el poder político vasco, lo haya contemplado como si de algo extraño se tratara. Al final, para unos la fundación y para otros (léase F. Letamendia) la frustración. Es ésta no ya una asignatura pendiente sino una de las cruces del nacionalismo vasco y no reconocerlo es suicida.

La ilegalización y el auto judicial son, de momento, una derrota para el nacionalismo vasco. De las derrotas, sin embargo, se debe aprender. La autocrítica es el primer paso para salir de una situación de asfixia e ir avanzando en el camino de una democracia real, respetable, que exige lo propio sin ir contra nadie. La autocrítica ni es debilidad ni es falta de resistencia. Todo lo contrario. Si es verdad que los conceptos no son tales si no se aplican, no es menos cierto que la acción que no esté mediada por el pensamiento no lleva a ningún sitio. O, peor, lleva a quemar las posibilidades que a nuestra mano están.

Es una tentación, repito, quedarse mirando al cielo hasta que desaparezca la tormenta. Sólo que justificar la inactividad en razón del «impasse» en el que estamos metidos es excesivamente cómodo. La idea de «impasse» está paralizando no pocas capacidades. Y siendo una realidad se ha convertido en la excusa para no incidir críticamente en el conjunto de conflictos de nuestra sociedad. Chomsky escribió páginas espléndidas sobre la responsabilidad de los intelectuales. Los intelectuales abertzales tendrían que tomar buena nota de ello. Aunque sólo sea para ser, en el mejor sentido, intelectuales. En cualquier caso no es esto, en el momento presente, lo que va a producir mayores trastornos. Lo definitivamente descorazonador es que se pase, en la familia abertzale, de la confrontación política a la lucha directa y sin piedad. Será el comienzo del fin para cualquier vida plural y democrática en Euskal Herria. Y será, desde luego, el éxito rotundo para los que desean que ese bello pueblo entre, sin esperanzas, en un estado permanente de decepción. -

Javier Sádaba
Aparecido en Gara, 2-9-02