EL PAIS 02/12/98
Que decidan las víctimas
ARIEL DORFMAN
(El último libro
del escritor chileno Ariel Dorfman es Rumbo al Sur,
deseando el Norte, en
que cuenta cómo sobrevivió al golpe de Pinochet.)
En los próximos
días, Jack Straw, el ministro del Interior británico,
deberá decidir
si mandar al general Augusto Pinochet de vuelta a Chile. Tal vez le
haría bien al
ministro, antes de tomar su decisión, conocer la reacción
de un
trabajador chileno al
que llamaré Gabriel, ante la noticia de que los lores ingleses le
negaban la inmunidad
al general Pinochet.
Hace 10 años que
el maestro Gabriel ha estado haciendo trabajitos en
nuestro hogar en Chile:
carpintería, pintura, un poco de todo y un mucho de
ingeniosidad.
Mi mujer, Angélica,
me cuenta por teléfono desde Santiago, que ayer
Gabriel se sentó
a almorzar y le reveló, por primera vez desde que se conocen, la
experiencia más
traumática de su vida. Gabriel le dijo a mi mujer, en una voz
tranquila, como si no
le diera importancia al asunto, que unos años después del
golpe de
1973 la policía
de la dictadura lo había detenido, lo había torturado. Gabriel
se desempeñaba
por ese tiempo como portero en un colegio y sus captores
exigían que implicara
como subversivos a algunos profesores. Dos, tres días, y
luego lo habían
soltado. Perdió el empleo, sufrió las consecuencias físicas
y
psicológicas.
En todo caso, guardó silencio. Hasta ahora.
Durante más de
20 años, como tantos millones de chilenos, se había
encerrado en el desván
de sí mismo, solamente contándole el pasado triste a su
propia sombra interior.
Paradójicamente, no fue la detención de Pinochet el mes
pasado lo que liberó
su garganta, sino la reciente decisión del Tribunal Supremo del
Reino Unido confirmando
la legitimidad de esa detención. El hecho de que Pinochet
no iba a retornar pronto
a Chile -y que si lo hacía, el ex dictador volvería
derrotado, humillado,
con el repudio de la humanidad entera y, más crucialmente,
despojado de su impunidad-,
fue el detonante: que los lejanos lores británicos le
estuvieran susurrando
a Gabriel que Pinochet no estaba más allá de la ley.
Nuestro carpintero se
sintió protegido por esa decisión luminosa de los
magistrados, que lo dejaba
a él libre en su propia tierra y sometía a
juicio en el extranjero
al hombre responsable de la violación de esa tierra. Dijo
que al escuchar el dictamen
fue como si finalmente alguien con poder le estuviera
autorizando para expresar
en forma pública las palabras que había sofocado durante
tanto
tiempo.
Claro que el maestro Gabriel
tenía otro motivo de felicidad: le había
apostado al dueño
de una botillería que el general Pinochet iba a perder en Londres
y ahora estaba nuestro
carpintero muy dispuesto a cobrar una botella de buen
vino y otra de aún
mejor pisco y pensaba tomárselas con unos amigos esa misma
noche.
No estuvo solo en su celebración.
En poblaciones a lo largo de Chile,
la gente salió
espontáneamente a la calle a festejar su victoria. Redoblaban los
tambores, tocaban las
cornetas, bailaban los cuerpos. El tipo de júbilo colectivo
que mi país no
ha vuelto a ver desde el feliz día en que, hace algo más
de ocho
años, recobramos
la democracia.
Una explosión pacífica
en las calles que acompañaba como un eco remoto
la voz de Gabriel. Los
chilenos iban reclamando su derecho a exteriorizar lo
que sentían acerca
de Pinochet y esos años de terror. Los chilenos que no se
ocultaban. Los chilenos
saliendo del abismo de su aislamiento, reconociéndose
cómplices en la
mirada, cómplices en la alegría casi clandestina de ver al
tirano
preso.
La historia que el maestro
Gabriel le contó a mi mujer se parece tanto
a la de tantos chilenos
que podría decirse que es casi arquetípica. La historia
que debe examinar a fondo
el ministro del Interior británico antes de que tome
una decisión definitiva
sobre la suerte del general Pinochet.
No me cabe duda de que
Straw escuchará las solicitudes de doña Lucía
Pinochet y los seguidores
del dictador, en cuanto a que tenga compasión, ellos
que jamás mostraron
durante 17 años de abuso ni la menor conmiseración hacia
los
hombres y mujeres cuyas
vidas devastaron. Tampoco dudo de que el ministro
tomará en consideración
las razones de Estado que el Gobierno chileno,
democráticamente
elegido, le ofrecerá, argumentando que el cautiverio de Pinochet
interfiere en los asuntos
interiores del país.
Más esencial, creo
yo, es que Straw escuche a las víctimas. Y como no
puede, por cierto, conversar
con el maestro Gabriel ni con los millones de otros
Gabrieles y las muchas
Juanas a los que Pinochet dañó, le tengo una sugerencia:
que
consulte a quienes más
han sufrido con la dictadura. Me refiero, naturalmente, a
los familiares de los
detenidos desaparecidos, los hombres y mujeres de Chile que
fueron secuestrados y
asesinados por la policía secreta del general. Los
familiares que todavía
no tienen, décadas después de que a sus seres amados se los
llevaron, ni un cuerpo
que enterrar.
De todos los actos crueles
de Pinochet, el haber hecho desaparecer a
sus adversarios ha sido,
sin duda, el más feroz y despiadado. Habiendo
tenido el poder de mitigar
su sufrimiento, ha rehusado con obstinación revelar
dónde se hallan
los cadáveres.
Al actuar de esta manera,
terminó convirtiendo a los familiares en el
símbolo de un
Chile que no funciona bien: ha demostrado los límites de nuestra
transición a la
democracia, lo mucho que falta por hacer. Representan de una manera
profunda, con la fuerza
insurgente de la verdad, a cada persona vulnerada y
dolida de nuestra tierra.
Son la conciencia de Chile. Su padecimiento les ha conferido
una autoridad moral que
debe tomarse en cuenta antes de que se arribe a una decisión
respecto al destino último.
Piensen en lo extraordinario
que sería que el futuro de nuestro ex
dictador estuviese en
las manos de sus víctimas esenciales. Piensen en la
posibilidad de que el
general Pinochet, al entender esta situación, se viera obligado
a
extenderles una invitación
a los familiares de los desaparecidos para que vinieran a
Londres, pagándoles,
de hecho, sus pasajes para que pudieran juntarse con él por
primera vez en su vida,
por primera vez en la vida de ellos. Piensen en el
general intentando convencerlos
de que está arrepentido, de que va a reparar el daño que
les hizo. Piensen en
ese hombre escuchándolos, una historia y otra historia y
otra más, mirándoles
el rostro mientras hablan. Piensen en el momento en que el
general declare que va
a pasarse el resto de su existencia ayudándoles a
encontrar los cuerpos
desaparecidos. Piensen en lo que significa que el general les
pida a sus adversarios
más indómitos que le muestren piedad. Que le demuestren
piedad.
¿Y después?
Lo que le digan los familiares a partir de ese momento a
Straw ya es cosa de su
propia conciencia, dependerá de lo que cada familiar haya
consultado calladamente
con su muerto más íntimo, lo que su muerto le aconsejó.
Y
será entonces,
y solamente entonces, después de recibir a los representantes
de las víctimas
de Chile, que el ministro deberá llegar a una decisión. Es
la
única manera de
garantizar que en este proceso en que los muertos y los
sobrevivientes de Chile
acusan a Pinochet se haga de veras justicia.